CAPITULO PRIMERO
El caballo estaba detenido frente al cartel anunciador. La madera había sido pintada de amarillo y en negro se leía:
LA PINTA
Cabecera de Mina Country. California.
Forastero: Nos molestan los bravucones, los pendencieros y los que piensan más en el mal que en el bien. Si tú eres uno de ellos, no te detengas. Pasa de largo y hazte ahorcar en otro sitio. Mas si eres trabajador y honrado, BIENVENIDO a La Pinta.
Frank Lager pensó que no faltaba buen humor en el pueblo. ¿A qué obedecía? Esto era un misterio. Mina Country era un territorio poco adecuado para el florecimiento del humor. ¿Sería acaso La Pinta un oasis en medio de la violencia? ¿Un anacronismo?
—Vamos -dijo a su caballo.
Penetró por la anchísima calle Mayor, sabiendo que él mismo era el mayor anacronismo que había llegado jamás a aquel punto de Arizona. Hijo de padres morenos, Frank era rubio como el trigo maduro, de ojos claros como agua limpia, muy delgado y de piel morena. ¿A cuál de sus antepasados debía el regalo de aquel cabello, aquellos ojos y aquella estatura? Llevaba treinta años haciéndose esta pregunta y seguía tan ignorante de la respuesta como el primer día en que se la hizo.
—No te preguntes cosas que no te puedas contestar -le aconsejó su jefe, el capitán Walker, de los Rangers-. Eso crearía en ti un sentimiento de inferioridad o de impotencia. Más vale que te preguntes cosas que sean de fácil e indudable respuesta.
—Si me fuese preguntando las cosas que ya sé, capitán, me sentiría idiota -replicó Lager-. ¿Se imagina usted a un hombre que fuese preguntándose continuamente si era alto o bajo y que siempre tuviera que responder que era bajo?
El capitán Walker se echó a reír.
—Tienes sentido del humor -le dijo-. No sé si es una ventaja o un defecto.
Después de cinco años de recorrer Arizona de extremo a extremo, peleando con los apaches y con los fuera de la Ley, representando a los rurales, Frank Lager estaba seguro de que un poco de sentido del humor era una bendición del Cielo.
Hacia el centro de la calle vio la cárcel, instalada en el mismo edificio que la oficina del sheriff. Este debía de hallarse en la puerta. Sin duda era aquel tipo demasiado grueso, con un destello de sol en el pecho.
—Por fuera, el sheriff Mahan es hermano gemelo de Rico Tomás. Por dentro creo que es algo peor. Sin embargo, es listo y ha sabido capear muchos temporales.
Estas fueron, poco más o menos, las palabras de Walker. Los temporales del Condado de Mina eran famosos en todo el Oeste. Mahan tenía que ser muy buen piloto para haberlos superado todos. Muy buen piloto y bastante sinvergüenza, ya que un hombre honrado no hubiese podido sobrevivir mucho tiempo allí.
Rico Tomás debía de estarle esperando en la taberna más próxima a la oficina del sheriff Mahan. Lager casi hubiera preferido hablar antes con Rico; pero si el hombre de la estrella de plata que reflejaba el sol era el propio sheriff, no tendría más remedio que hablar antes con él.
Mahan debía de pesar algo más de cien kilos, todos ellos condensados en el vientre, rodeado por un cinturón canana repleto de cartuchería y del cual colgaban dos Smith amp; Wesson del 44, cañón. basculante. A juzgar por lo pulido de las culatas de las dos armas, Mahan las usaba muy a menudo.
—Hola, forastero -saludó el sheriff-. No recuerdo haberle visto nunca aquí.
—Acabo de llegar. Ya he leído su cartel. Es gracioso.
—Algunos lo creyeron así. Se dejaron llevar de su error. -El sheriff movió la cabeza, como entristecido por el recuerdo-. ¡Pobrecitos!
—¿Terminaron mal?
—Desastrosamente.
—No tiene usted aspecto de ser fuente de desastres -sonrió Lager.
—Ese equivocado juicio fue el mismo de aquellos pobres hombres. Me creyeron mucho más blando de lo que soy. Y... ahora… ¿qué decide usted? ¿Seguir su camino o quedarse?
—¿Tengo aspecto de temerle a la idea de quedarme aquí?
—Tiene un aspecto desconcertante. ¿Sería usted, por casualidad, Frank Lager?
—Ha pronunciado mi nombre, señor Mahan.
—¡Desconcertante! Lo repito. Si su fama tiene un mínimo de verdad, es usted muy peligroso. Incita a considerarle inofensivo.
—Eso mismo creyeron otros.
—¿Y lo lamentaron? -preguntó Mahan.
—Creo que no les di tiempo.
—Es usted dueño de un terrible prestigio, señor Lager. ¿Quiere entrar en mi despacho? Tenemos que hablar.
Lager desmontó sin dar la espalda al sheriff. Este lo advirtió, pero no hizo ningún comentario acerca de ello.
—Está bien instalado -dijo Frank Lager, cuando estuvieron en el despacho de Mahan-. El condado es próspero, ¿no?
—Sí… y no. ¿Un cigarro?
—No, gracias. No fumo; pero se agradece.
—Es habano legítimo -insistió el sheriff, mostrando el puro a Lager.
—Es malo para mi pulso. Ni tabaco ni licor.
—¡Increíble! Un hombre que ha superado la marca de muchos pistoleros y, sin embargo, no necesita fumar ni beber. De todas formas, si a usted le va bien, hace perfectamente no concediéndose esos vicios. Me alegro de que haya venido. No lo lamentará.
—Explíqueme de qué se trata -pidió Lager.
—¿No se lo dijo el capitán Walker?
—No. Sólo dijo que usted necesitaba un comisario en Silver y que yo era el más indicado para ese trabajo.
—Walker y yo somos viejos amigos -dijo Mahan-. ¡Lo que hemos corrido juntos!
—Estaría usted menos grueso que ahora.
—Era un junco. Nunca he comprendido de dónde saqué todas estas grasas. Walker y yo éramos carne y uña. ¡La de veces que hemos acampados sobre la plata de Silver! ¡Pensar que hubiéramos podido conseguir todas las tierras por menos de cien dólares! ¿Quién iba a suponer que debajo de tantas plantas espinosas hubiese semejante fortuna? ¡No sería que no viéramos huellas de la riqueza! Vimos muchas; pero no creímos en ellas. ¿Viene usted como comisario o como rural?
—Los rurales de California me han concedido unas vacaciones ilimitadas.
—Entonces… no es usted rural ahora, ¿verdad?
—Creo que no lo soy.
—¿Cuándo volverá a serlo?
—En el instante mismo en que deposite en el correo una carta dirigida al capitán Walker solicitando mi reingreso en los Rurales de California. No hará falta que espere la respuesta.
—Eso quiere decir que ahora no es usted miembro de la Policía Rural", pero dentro de un minuto puede serlo de nuevo, a voluntad.
—Algo así. Sin embargo…, no creo que el ranger y el comisario se estorben.
—Así lo espero. Como ranger ganará usted muchísimo menos que siendo comisario. Este es mucho mejor empleo.
—¿Como cuánto?
Mahan miró a Lager.
—¿Es usted ambicioso? -preguntó.
—Si vale la pena, sabré serlo.
—Bien… ¿Ha oído hablar de Silver?
—Mucho. -Es una ciudad muy dura.
—Tengo una dentadura especial para triturar ciudades duras,
—Silver es algo más que una ciudad muy dura.
—¿Qué pasa en ella?
—Están pensando en independizarse de la tutela de los Estados Unidos, creando una nación aparte. Desde hace año y medio no pagan ningún impuesto. Eso complica las cosas.
—¿Por qué no busca a un recaudador de impuestos en vez de un rural?
Mahan movió, apenado, la cabeza.
—Señor Lager: en la funeraria de Silver ya han establecido una tarifa especialmente rebajada para los recaudadores de impuestos. Los entierran al por mayor. Incluso tienen un rincón en el cementerio especialmente reservado para ellos.
—¿Tanta inquina les tienen?
—Sí. Es aversión a primera vista. Silver se halla retrasado en unos dieciocho meses por lo que al pago de impuestos se refiere. Hasta ahora hemos creído que para cobrar impuestos no había nadie tan adecuado como un recaudador; pero cuando se trata de Silver, la lógica sufre un eclipse. Para esos cobros es mejor un hombre que sepa mucho de pistolas y poco de cuentas que al revés.
—¿Por qué no ha ido usted a hacer de cobrador? -preguntó Lager.
—Los mejicanos tienen un sabio refrán que dice: «Del agua mansa líbreme Dios, que de la brava me libraré yo». Aprecio mi piel lo suficiente para saber que en Silver correría peligro. No me acerco allí excepto cuando es indispensable e inevitable; pero nunca con la cartera de recaudador bajo el brazo. Si me matan en alguna población, tendrá que ser en una de esas tranquilitas, inofensivas, donde jamás ocurre nada. En las del calibre de Silver nadie me verá jamás.
—No le interesa ser héroe, ¿verdad?
—No. El papel de héroe carece de atractivo para mí. Prefiero un cómodo sillón de clin y peluche que un pedestal de mármol.
—Me recuerda usted a don César de Echagüe -sonrió Lager-. Un día le oí decir que más vale ser cobarde vivo que héroe muerto.
—Una máxima muy prudente. La verdad es, amigo Lager, que a los representantes de la Ley nos pagan demasiado poco y esperan demasiado mucho de nosotros. El empleo en Silver está mejor pagado. El veinticinco por ciento de lo que recaude. Sin exagerar, podría usted ganar más de un millón.
—O perder la vida.
—El riesgo es grande; pero el premio es magnífico.
—¿Qué empleo es el mío?
—Primer comisario en el distrito de Mina, delegado del sheriff en Silver y recaudador jurado de los impuestos del Estado de California.
—Sonará bonito en la losa sepulcral.
—Va incluida gratuitamente en el cargo -sonrió Mahan-. En realidad, el gasto lo pagan los de Silver. Les resulta más económico enterrar gratis y con mucha pompa a los recaudadores de impuestos que pagar éstos.
—¿Me da la estrella?
—Aquí la tiene, junto con el nombramiento oficial y los poderes de recaudación. Pero antes de jurar el cargo debo insistir en que el empleo es muy peligroso. Silver es un infierno. Allí no existe Ley alguna, porque a nadie le conviene que exista.
Lager cogió la estrella y se la clavó en el pecho, diciendo:
—Silver ya tiene un recaudador de impuestos.
—Un empleo que no deja envejecer a quienes lo desempeñan -dijo Mahan-, El último que llegó a Silver sólo tuvo tiempo de ir desde la diligencia al hotel. Lo mataren en cuanto terminó de firmar en el libro registro.
—¿Nunca ha aparecido por allí el «Coyote»?
—No. Silver es demasiado dura… hasta para los colmillos del «Coyote». Hasta ahora ha evitado acercarse allí. No sé si por miedo o por prudencia.
—Es raro. Esos lugares suelen atraerle especialmente.
—Tal vez no haya oído hablar nunca de él -rió Mahan-. ¿Cuándo ocupará su puesto?
—Dentro de dos días. Voy a esperar a mi hermano, que llega a Los Angeles en el Evangelina desde San Francisco.