AERONAVE DE NAIQUE
Cuando recibió la nota de Sibila, en la que ésta se excusaba por no poder acompañarle, Rido no se sorprendió. Una mujer capaz de rechazar un iris de diez quilates tenía, lógicamente, que rechazar también una cita. Una cosa iba unida a la otra.
Cuando al día siguiente se dirigía al aeropuerto, aún pensaba en Sibila Riner. Ordenó al operador de su aerotaxi que le llevase al Club Asteros. Entró en el establecimiento, ocupado en aquellos momentos por los encargados de la limpieza. El día no empezaba en el Asteros hasta la hora de comer; pero el gerente ya estaba allí. Recordaba a Rido, como se recuerdan siempre a los buenos clientes.
—¿Olvidó algo anoche, capitán? -preguntó, saliendo al encuentro de Pablo Rido.
—Sí. ¿Podría entregar esto a la señorita Sibila Riner?
Rido tendió al gerente el estuche del iris. Estaba envuelto y atado con cordel.
—Me será imposible hacerlo -replicó el hombre-. La señorita Riner dio anoche su última representación.
Con un ademán señaló el tablero de anuncios, del cual se estaban retirando los carteles anunciadores de Sibila Riner.
—¿Puede decirme su dirección? -pidió Rido-. Tal vez podría usted enviar esto a su alojamiento...
—Lo dudo. La señorita Riner salía esta mañana hacia Naique. Tiene que actuar en la sucursal del Asteros. Si quiere enviarle por correo el paquete...
—¡Ah! ¿Naique? ¿Está seguro?
—Completamente. Incluso es posible que si va directamente al aeropuerto logre alcanzarla...
—Gracias. Hasta la vista.
El gerente le acompañó hasta la puerta del club y le vio alejarse en el aerotaxi. Por la dirección que éste llevaba, el hombre comprendió que Rido se dirigía al campo de aviación y sonrió comprensivamente.
El aerotaxi llegó al aeropuerto en unos minutos. Rido descendió del vehículo y encaminóse a la sala principal, pasando ante las infinitas salas de espera con atmósfera adecuada para los habitantes de los distintos planetas. En las paredes se veían pinturas murales representando las diferentes culturas de la Galaxia. Por medio de altavoces se daban instrucciones para que los viajeros ocuparan sus puestos en los distintos aparatos que salían del aeropuerto. Con letras luminosas se anunciaban en el Aeropuerto las diferentes líneas de transporte. Naique estaba conectado con los demás planetas por una sola línea aérea. Por ser propiedad del Estado, representaba un monopolio y habían sido inútiles cuantos esfuerzos se habían realizado para establecer otras líneas en competencia. Además los precios de los pasajes eran tan bajos, que ninguna otra línea hubiera podido competir con ella. Costaba menos ir a Naique, en el lejano Sistema de Rulis, que ir a Marte en cualquier otra línea. Esto se atribuía a que los de Naique debían de estar utilizando unos motores o un combustible secretos.
Markens había explicado a Rido que Tierra y otros estados de la Galaxia habían obligado a Naique a llevar a bordo de cada aparato una tercera parte de tripulación compuesta de ciudadanos del planeta con el cual estaba unida la línea, o sea que en los aparatos que iban de Naique a Venus, la tercera parte de la tripulación era venusiana. En la línea a Marte, la tripulación era, en la misma proporción, marciana. Y en el caso de la línea Naique-Tierra, la tercera parte de la tripulación era terrestre. El general indicó que en cada caso, aquella parte de la tripulación estaba compuesta casi totalmente de espías que tenían la misión de descubrir el secreto del carburante o de los motores de las aeronaves de Naique. Hasta entonces todos habían fracasado, y el secreto de aquellos aparatos se mantenía impenetrable. Los oficiales de los transportes se abstenían de dar a las tripulaciones extrañas ningún trabajo que las pusiera en contacto con el bien guardado secreto.
Rido siguió avanzando por la estación terminal de Nueva York. Estaba acostumbrado a recibir comisiones difíciles; pero aquella estaba resultando de las peores, ya que las otras no se hacían difíciles hasta después de iniciadas, y aquella estaba resultando peligrosa desde mucho antes de haberla emprendido.
Rido consultó los datos relativos a Naique anotados encima de la ventanilla del despacho de pasajes. La distancia entre Tierra y el otro planeta era de setenta y cuatro años luz. Naique era el primer planeta del sistema solar de Rulis. Sus dimensiones equivalían a tres veces la de Tierra y su población total ascendía hasta aquel momento a 8.998.572.659 habitantes. Condiciones de vida, decida del aire y cantidad de oxígeno contenida en el mismo eran idénticas a las imperantes en Tierra.
En aquel momento tuvo la sensación material de una presencia cercana y, volviéndose, vio avanzar bajo un arco de encandiladas miradas, a Sibila Riner, que lograba el milagro de resultar a la luz del día doblemente hermosa que a la luz, tan favorecedora, de los focos del Asteros. Vestía un traje gris de viaje, largo hasta veinte centímetros del tobillo, con un lado de la falda abierto desde la mitad de la cadera derecha, dejando ver, a cada movimiento, una pierna escultural. Tras ella, cargada con un ligero maletín de joyas, iba Krina Kartin, vestida de azul marino y tan avara de sus encantos como generosa de ellos era Sibila.
Esta sonrió al ver a Rido.
—Creo que anoche me marché demasiado de prisa -dijo.
—Traigo el iris... -dijo el capitán, mostrado el estuche-. Lo olvidaste.
—Muchas gracias -respondió Sibila, cogiendo el paquete que Rido le ofrecía y dándolo, distraídamente a Krina Kartin, que lo metió en el joyero, revelando, por un momento, la cegadora cantidad de joyas que guardaba en él.
—No sabía lo del viaje -comentó Rido.
—¡Oh, sí! Tal vez me olvidé de decirlo. Tengo que actuar en Naique. Un buen contrato en Naikopolis. Empiezo dentro de un mes.
—Espero asistir a tu presentación.
—Será un placer -dijo Sibila-. ¿Embarcas hoy?
—Espero que sí.
—¿No estás seguro?
—Depende de que no surjan dificultades. Confío en que podré ver en tu mano el iris cuando des tu primera representación en Naiko.
—Lo luciré para ti... si estás allí -sonrió Sibila.
Seguida de Krina, que no miraba a ningún lado, Sibila se dirigió hacia la sala de espera, para aguardar allí el aviso de que ya podía subir a bordo.
Rido se dirigió a la ventanilla donde se vendían los pasajes para Naique. El empleado encargado de la venta miró a Rido sin cordialidad. Esperó que el joven pidiera lo que deseaba.
—Vengo a recoger un pasaje que me ha sido reservado -dijo-. Lo encargó el señor Bermúdez para mí.
—No podemos entregar reservas de billetes a otra persona que no sea la misma que la encargó.
Era un artilugio legal, sin base alguna, porque a menos que el billete estuviese pagado, se entregaba a quien diera los datos exactos del encargo y pagara su importe. Sin embargo, el hombre podría parapetarse detrás de esta excusa y negarse a vender el pasaje.
—Si no quiere darme ése, entrégueme otro -pidió Rido.
—Lo siento -respondió el otro, procurando demostrar con su expresión que no sólo no lo sentía, sino que se alegraba de ello-. Todos los pasajes están vendidos.
—¡Mentira! -dijo Rido-. Jamás llenan ustedes las naves. El acuerdo comercial con la Federación les obliga a aceptar a bordo tantos pasajeros como admita el aparato. No pueden impedir que los habitantes de Tierra visiten su planeta. ¡Exijo que me demuestre que todas las plazas están cubiertas!
El otro, bien instruido, sonrió triunfalmente.
—Es cierto -dijo-; pero el mismo convenio nos faculta para impedir el viaje a toda persona que se halle bajo los efectos de una dolencia cancerosa.
—No estoy enfermo de cáncer, y puedo demostrarlo.
—Encantado -replicó el hombre-. Tenga la bondad de pasar a la enfermería del aeródromo y pida que le hagan un análisis completo para su entrada en Naique. Ellos ya conocen las normas. Dese prisa. El aparato sale dentro de media hora. Le reservaré el pasaje.
Rido corrió a la enfermería, aunque ya presentía cuál iba a ser la respuesta de los médicos encargados de los análisis.
Conocía a uno de los médicos, que había sido compañero suyo en el Ejército.
—¡Imposible! -exclamó el joven médico-. Esos tipos de Naique exigen veinte análisis distintos. Sangre, orina, medula, cerebro, esputos, lágrimas y radiografías completas, inmunidades y alergias. Yendo de prisa tardaríamos diez horas en prepararlos y cuatro días en tenerlos listos.
—Lo suponía -dijo duramente Rido-. Y cuando tengan esos veinte análisis, pedirán rectificaciones y comprobaciones, ¿no?
—Si. Son las trabas legales que ponen cuando no quieren recibir visitas.
—Gracias. ¿Sabes de algún modo para que uno se pueda meter en esos aparatos de Naique?
—Sólo hay uno contra el que no pueden oponer ningún obstáculo -dijo el doctor-. Cómprale la cartilla de trabajo a cualquiera de los tripulantes. Se hace muy a menudo. Te pedirán veinte mil escudos. Si con esa cartilla en tu poder no te dejan entrar en el aparato, no tienes más que protestar ante los empleados del aeropuerto que se hallarán cerca del transporte. Entonces retendrán la salida y llamarán al jefe del aeropuerto. Él les obligará que te acepten a bordo, y si no quieren hacerlo les retirara por un año el derecho de usar el campo.
Rido dio las gracias a su amigo y salió en busca de algún tripulante de la aeronave de Naique. Ya sabía qué uniforme utilizaban, y en cuanto vio a uno de ellos, le abordó, proponiendo:
—¿Me quiere vender su cartilla para Naique?
El hombre movió negativamente la cabeza. Quiso seguir adelante, pero Rido le detuvo.
—Le daré diez mil -dijo.
—No.
—¿Por qué no?
—Está prohibido...
Rido se dio cuenta de que, a pesar de hablar correctamente el idioma, lo hacía con un leve acento.
—¿Es de Naique? -preguntó.
—Sí.
Rido le dejó pasar sin insistir más. Una cartilla de Naique no le serviría de nada, pues éstas eran intransferibles.
Otro tripulante llegó camino de las pistas, y Rido se aseguró de que realmente era un habitante de Tierra.
Al conocer los deseos de Rido, el hombre movió negativamente la cabeza.
—No interesa -dijo.
—El traspaso de cartillas de trabajo en los aparatos de Naique es legal -dijo Rido.
—Desde luego; pero me gusta viajar -sonrió, socarronamente el hombre.
Una cualidad de los de Naique, era su repugnancia a mentir. Siempre contestaban la verdad; pero los hombres de Tierra saben mentir, y a qué estaba demostrando su habilidad
—¿No está harto de viajar siempre por la misma línea? Un descanso de dos meses le vendría muy bien. Luego podría continuar su trabajo en el mismo aparato...
—¡Oh! -el otro se encogió de hombros-. En Nueva York se gasta mucho. Me gusta vivir bien. Por lo menos necesitaría mil escudos diarios.
—Con mil escudos podría vivir magníficamente una semana en Nueva York. Con diez mil vivirá como un príncipe durante dos meses, y podrá hacerse ropa y...
—Veo que no me entiende, capitán -sonrió el tripulante-. Soy el último. Detrás de mí no llega ningún tripulante más. Si hubiera otros por llegar me conformaría con quince mil; pero soy su última oportunidad. Una vez dentro del aparato, no se nos permite salir.
—Treinta mil -dijo Rido.
—¿Por qué regatea por lo que para usted no tiene importancia, exponiéndose a que sea demasiado tarde y nos quedemos los dos en tierra?
El hombre era un canalla; pero resultaba simpático en su desvergüenza. Rido sacó la cartera y extrajo de ella un billete de cincuenta mil escudos, impreso en papel metálico, y unió a él otro de diez mil, tendiendo ambos al hombre, que los tomó entregando a cambio su cartilla de tripulante del NIKAROS.
—Gracias -dijo Rido, cogiendo la cartilla y asegurándose de que estaba en regla-. Hubiese pagado doscientos mil escudos por ella.
El otro quedó lívido.
—No...
—Sí -rio el capitán-. Y también medio millón.
—¡Qué mala suerte! -suspiró el otro-. Creí que iba siguiendo a la Riner, y no creí que una mujer valiese tanto para usted. Y menos una mujer de Naique.
—¿Cómo? ¿Sibila Riner es de Naique?
—Sí. Las mujeres de allí son como las camelias y los crisantemos. Muy bonitas y muy sosas. Pero de gustos no hay nada escrito. ¡Buen viaje, capitán!
Rido cruzó lateralmente el campo hacia las oficinas del jefe del aeropuerto. El coronel Arnell le conocía y le saludó cordialmente. Markens le había encargado que le ayudase.
—¿Qué puedo hacer por usted, Rido?
—Quiero embarcar en el NIKAROS, de la línea aérea de Naique. Espero cierta oposición.
—Si no tiene el pasaje, no podré hacer nada -advirtió el coronel.
—Tengo una cartilla de tripulante; pero no me extrañaría que tratasen de impedirme la subida a bordo.
—Le acompañaré, capitán -dijo Arnell.
Salieron de la oficina y dirigiéndose hacia las plataformas de lanzamientos, pasando cerca de los tractores y lanzadores de mercancías. Estos últimos proyectaban las más pesadas cargas de aire, enviándolas hacia las aeronaves que debían cargarlas. Eran una especie de catapultas movidas magnéticamente. El bulto era cogido por un poderoso electroimán pendiente de una grúa en lo alto de la aeronave a que iba destinado y metido por ella dentro de la nave. Todo se hacía matemática y automáticamente. El lanzador daba a cada fardo la cantidad de impulso correspondiente a su peso, sin que jamás fallase. Era un perfeccionamiento del antiguo sistema que se usaba en puertos y estaciones varios siglos antes, cuando los cargadores se lanzaban a las manos las frutas o bultos pequeños.
Pasando bajo las órbitas trazadas en el aire por los bultos, el coronel y Rido fueron hacia la esbelta y poderosa nave de Naique. El NIKAROS era muy parecido a otros aparatos y, exteriormente, no se advertía señal alguna que permitiese descubrir su secreto. Cargaba combustible líquido, como los demás; pero en cantidades ínfimas.
Los pasajeros estaban subiendo ya a lo alto de la nave, o sea al departamento de viajeros. Sibila Riner y Krina Kartin estaban a mitad de la escalera que conducía a la puertecita de entrada, y al verle, se detuvieron.
Los bultos que iban siendo cargados pasaban sobre los dos hombres, emitiendo un tenue silbido. La grúa del Nikaros detenía magnéticamente las cajas que le lanzaban, sujetándolas por un asa de acero que cada fardo llevaba en su parte superior.
Una alteración en el silbido que producían aquellos fardos al cruzar el aire hizo levantar la vista, alarmados, al coronel y a Rido. Vieron lo que temían, lo que habían presentido al oír el cambio en el ruido que se producía al cruzar el aire cada fardo de mercancías.
La inminencia y lo inevitable de la tragedia los dejó inmovilizados. Una caja de cuatro metros de largo por tres de alto y cuatro de ancho, asegurada con bandas de metal y pesando once toneladas, caía sobre ellos.
Rido recobróse en seguida y quiso apartar al coronel. Consiguió llevarlo hacia atrás; pero la caja se movió extrañamente en el aire, como impulsada por una mano invisible o por un viento que no soplaba, y se movió al compás de los dos hombres, siguiendo hacia ellos.
No había tiempo de escapar. La caja ya estaba casi encima de sus cabezas, tapando el sol con su mole.
—¡Esta vez lo han conseguido! -pensó Pablo.
Pero hallándose a tres metros de ellos, cuando ya era inevitable el choque, la caja se detuvo tan inverosímilmente como antes les había seguido. Quedó un segundo flotando inmóvil en el aire, cual si la sujetaran desde el cielo invisibles cadenas. Rido tiró de Arnell y lo empujó a varios metros de él, lanzándose en su seguimiento con una larga zambullida que terminó en una vuelta de campana y quedando, por fin, Rido, de pie. En el mismo instante, la caja, que contenía las piezas de un tractor para exploraciones asteroidales, cayó donde ellos habían estado antes de pie, y se hundió casi un metro en la dura pista.
El coronel estaba mortalmente pálido.
—Nos han querido asesinar -dijo con voz apagada.
Recobrándose en seguida, se precipitó hacia el lanzador que había dirigido la caja contra ellos en vez de lanzarla hacia la compuerta de carga del NIKAROS. Rido, en vez de seguirle, continuó hacia la aeronave, observando la extraña sonrisa de Sibila Riner, que después de mirarle una vez más, entró en el aparato, seguida de su impasible criada.
La voz de Arnell llegó a través del campo, desde la plataforma de lanzamiento, cuyos encargados eran los culpables de lo ocurrido.
—¡Os voy a retirar las cartillas y no volveréis a cargar un solo aparato en la Galaxia! ¿Qué pretendíais?
—Algo funcionó mal -dijo uno de los cargadores-. No comprendemos cómo pudo ocurrir, coronel...
Rido había llegado a la escala que conducía al departamento de la tripulación del NIKAROS. Presentó la cartilla al oficial, que le miró con mal disimulada ira.
—Usted es el capitán Pablo Rido... -dijo con perceptible despecho.
—Todavía lo soy -sonrió Rido-. Y no porque alguien no haya hecho lo imposible por convertirme en una oblea.
—Usted no pertenece a la tripulación
—Compré la cartilla y tengo derecho a pertenecer a la tripulación del NIKAROS -contestó Pablo-. Es la ley. Cualquiera puede ocupar el empleo de otro si le compra sus derechos. Yo he comprado los de su hombre y vengo a ocupar su puesto. Si se niega a reconocer mis derechos, quedará automáticamente prohibido a los habitantes de Naique ocupar los puestos de los obreros terrestres. Eso sería muy desagradable para sus jefes; pero si usted quiere cargar con la responsabilidad, allí viene el coronel Arnell. Dígalo y el tomará las medidas oportunas para que...
—Está bien -interrumpió el oficial-. Puede entrar. ¡Ha sido una lástima que la caja no cayera encima de usted!
—No estoy de acuerdo con sus buenos deseos -replicó Rido-. ¡Qué raro! Primero se movió cuando quisimos apartarnos. Luego se detuvo en el aire, atentamente, y nos dejó salir de debajo de ella. Una caja muy bien educada. ¿No le parece?
—Sí. No comprendo lo que funcionó mal.
Rido comprendió que el mal funcionamiento que el oficial lamentaba no era el que pudo causar la tragedia, sino el que la evitó.
Otro oficial bajó a reunirse con el primero y ordenó:
—Puede entrar en la nave, capitán. Pero si hubiera recogido su pasaje, habría podido viajar más cómodamente.
Arnell estaba junto al NIKAROS y preguntó a Rido si todo iba bien. Cuando obtuvo la afirmativa respuesta, siguió, dirigiéndose a los oficiales del aparato:
—Llévense a sus cargadores. Están despedidos y no volverán a trabajar en ningún aeropuerto de la Galaxia. Son unos asesinos y tienen suerte de que no ha ocurrido lo que ellos buscaban. Hubiesen terminado ante una batería de desintegrados. Estoy muy harto de todos ustedes y de su sucio juego. No toleraré que sigan haciendo de las suyas en la Galaxia.
—Tiene que haber sido una avería en la máquina...
—Las máquinas de lanzamiento no han sufrido avería alguna en los doscientos años que llevan funcionando -replicó el coronel.
—Si cree que lanzaron premeditadamente la caja contra usted, coronel, ¿cómo se explica que no les alcanzase? -Preguntó el oficial, que había con órdenes para el anterior.
—Estábamos sobre una boca magnética de las que se usan para sujetar al suelo los postes de las aeronaves -dijo el coronel, señalando hacia donde estaba los restos de la caja-. Cuando no sostienen el poste se colocan en antimagnético, para no atraer al suelo todo objeto metálico que pase cerca de ellas. Esa boca detuvo un momento la caja.
La expresión de los dos oficiales se alivió. Aquello explicaba un aparente milagro; pero Rido no estaba muy convencido. Estrechó la mano del coronel y entró en el NIKROS. La portezuela cerróse tras él. Faltaban unos minutos para la salida.