CLUB ASTEROS
Markens no había sido más explícito. No podía o no quería serlo. En el bolsillo de un saboteador, “tal vez” al servicio de Naique, se encontró un sobre de cerillas de los que se daban en el Club Asteros. Las cerillas habían sido arrancadas. Quedaba el sobre. En el raspador que encendía las cerillas no se encontraba ni una huella de uso. Tal vez no fuese nada. Probablemente no tendría el menor sentido ni utilidad; pero al fin y al cabo, era la única pista que podía ofrecerse.
Pablo entró con Sánchez en el Club Asteros. Era un local elegante en el que se servía excelente comida y donde las atracciones eran de primera calidad. Se anunciaba la actuación de Sibila Riner, cuyo éxito se calificaba de asombroso. Lectora del pensamiento. O transmisión del pensamiento entre ella y su ayudante, la señorita Krina Kartin.
Rido apreciaba la buena comida, sobre todo cuando era de la clase que anunciaba el ASTEROS, que se gloriaba de ofrecer a sus clientes “buena comida antigua, sin substitutivos ni elementos sintéticos”. Los filetes y la carne que se ofrecía en la carta eran, según afirmaban los propios directores del “Asteros”: “escandalosamente caros”; pero advertían que el coste de mantener a una ternera había subido mucho desde los tiempos en que se las dejaba pastar libremente y la hierba era una de las cosas más abundantes de la tierra.
Había restaurantes en los cuales se servía carne sintética, café sintético, pescado rectificado, o sea transformado de simple bacalao en langosta o lenguado. En esos restaurantes, el precio era la décima parte del que se pagaba en el “Asteros”. El valor nutritivo de los alimentos sintéticos era el mismo, y el sabor tal vez fuese mejor, pues agregando gluconato y vitaminas, la langosta hecha de bacalao tenía un sabor delicioso; pero los buenos vividores replicaban que lo importante no era que una langosta supiese a más o a menos. Lo importante era que tuviese el sabor exacto que debe tener una langosta. Esto no se conseguía jamás con las síntesis. Se iba demasiado lejos.
Rido encargó una cena compuesta de entremeses rusos y alemanes, unos riñones al jerez, filetes de lenguado Marguery y tournedos con salsa española y champiñones. En la lista de vinos se entretuvo en escoger un Extrísimo, cosecha 2824, la mejor de cuantas se habían dado en la zona de procedencia, y luego, champan 2913.
Mientras empezaba a comer, salió a escena Sibila Riner acompañada de Krina Kartin. Por un momento, el interés de Pablo se desvió de la comida hacia las dos mujeres. Sibila Riner, lectora del pensamiento, era deliciosamente perfecta. Alta, formada por un escultor, voluptuosa en sus movimientos y miradas...
—¿Dice que lee el pensamiento? -preguntó Sánchez Planz a su jefe.
—Eso dice -replicó Rido, que observaba interesado a las dos muchachas.
—Si leyera el pensamiento, se pondría colorada -dijo Sánchez-. Por lo menos si leyese el mío.
Desde el tabladillo a que había subido, Sibila dijo volviéndose hacia el compañero de Rido:
—Estoy leyendo sus pensamientos, señor Planz. Y no me pongo colorada. Hace años que me acostumbre a que los hombres de buen gusto me encuentren perfecta y deseen besarme.
El que se puso colorado fue Sánchez Planz. La gente rio el comentario de Sibila Riner, y todos aplaudieron. Era un buen principio.
—¿Cómo lo ha conseguido? -preguntó en voz baja Sánchez a su jefe.
—Tu cara es un libro abierto. Además, suelen ir provistas de micrófonos ultrasensibles. Proyectan una onda sobre la persona que les interesa y oyen lo que dice. Elemental, querido Sánchez. Elemental. Te ha oído y se ha lucido a tu costa.
—Pero no he pronunciado mi nombre -protestó Sánchez-. ¿Cómo lo ha podido saber?
—Tu popularidad es mayor de lo que tú imaginas. Antes de salir, la señorita Riner ha estudiado todos los rostros de los clientes. Ha procurado averiguar lo que dicen sus fichas en el ¿Quién es quién? o en el Anuario de la Milicia Astral. Llevas en la solapa la tinta de la Gran Cruz Laureada. Una pista elemental. En el anuario están los nombres y fotos de los gloriosos poseedores de la Gran Cruz. Además del nombre se incluyen una serie de datos suficientes para que la señorita Riner esté hablando de ti durante una hora.
—¿Crees que nos está oyendo? -preguntó Sánchez, mirando de reojo a la preciosa Sibila, cuyo verde cabello estaba cruzado por un mechón blanco. Aquel tono de cabello era estridente; pero ninguno más adecuado para Sibila Riner.
—Seguramente; pero no querrá demostrar que sus poderes son industriales, en vez de ser científicos.
La copa de Extrísimo que Rido tenía ante él, se levantó de pronto de encima de la mesa, sin que nadie la cogiera, y ya iba directamente contra la cara del capitán, cuando una fuerza tan invisible como la que la estaba manejando, se interpuso. Formando una pantalla ante la cara de Rido, detuvo el líquido violentamente lanzado, lo reunió en una dorada bola y volvió a meterlo dentro de la copa, que regresó donde estaba casi antes de que los dos hombres hubieran salido de su asombro.
Rido miró en seguida a Sibila Riner; pero ésta no se ocupaba de él. Estaba anunciando su número. Ella leía el pensamiento, y la señorita Kartin actuaba como ayudante. La señorita Kartin tenía la palabra. Ella, con el permiso del distinguido público, se colocaría en trance.
—¿Qué ha sido eso de la copa? -preguntó Sánchez.
—Levitación a distancia. Un truco tan antiguo como la Civilización. Hace dos mil quinientos años se practicaba ya en la India; pero siempre ha sido difícil encontrar buenos levitadores.
—¿Ella lo será?
—No. Si lo fuese, ganaría mucho más dinero presentando un número de levitación que esos tan gastados de transmisión de pensamiento. Probablemente habrá entre el público algún faquir indio que ha querido darme un susto.
—¿Por qué no te ha tirado el vino a la cara?
—Habrá querido darme un susto sin mancharme el traje ni crear complicaciones a la administración del “Asteros”, que hubiera debido indemnizarme de los desperfectos en mi ropa.
La compañera de Sibila Riner, Krina Kartin, se acercaba a una mesa próxima a la de Rido. Este la observó curiosamente para ver si utilizaba los viejos sistemas de transmisión de pensamiento.
Krina era tan alta como Sibila; pero se esforzaba en resaltar menos llamativa. Vestía como cualquier bibliotecaria, un traje azul marino que procuraba ocultar cuidadosamente todos sus encantos. Además, usaba lentes; pero Rido notó en seguida que eran de cristales sin graduar. Tal vez en ellos se ocultaba un minúsculo transmisor.
—Ahora va a empezar el experimento, señoras y caballeros -dijo con armoniosa voz Krina Kartin. Con una servilleta cualquiera taparemos los ojos de la señorita Riner. Claro que ello es inútil, pues los verdaderos ojos de la señorita Riner están en su cerebro; pero ya hemos advertido que se trata de lo que ve su cerebro, no de lo que pueden ver sus ojos. Los señores que lo deseen pueden ir a tapar los ojos a la señorita Riner. De paso contemplarán más de cerca sus encantos.
Sánchez Planz se levantó de un salto y, cogiendo una servilleta dirigióse hacia Sibila Riner, que le observó con entornados y acariciadores ojos.
Algunos clientes rieron, recordando lo que había dicho antes la joven dirigiéndose a Planz. Este llegó hasta Sibila y habiendo preparado ya la servilleta, se cubrió con ella los ojos de la joven, que comentó en voz apenas perceptible, pero que no escapó a los oídos de Sánchez Planz:
—Tres de enero del dos mil novecientos cuarenta y nueve. Olga Lavroff. Esto debe de recordártela, ¿no?
Sánchez Planz quedó rígido como un poste.
—Tú le vendaste los ojos -siguió Sibila-. Luego los otros la fusilaron.
Sánchez colocó la servilleta sobre los ojos y apretó enérgicamente. Sibila lanzó un débil gemido, y murmuró las mismas palabras que Olga Lavroff pronunciara para Sánchez Planz y que sólo él había oído aquella helada mañana del año cuarenta y nueve.
—¿Por qué tienes tanto miedo a mis ojos?
Sánchez se alejó con vacilante paso. La escena era completamente distinta de la que vivió en el pantanoso polígono de Montai, en Venus. Olga, espía al servicio del enemigo, fue descubierta cuando intentaba volar una de las bases experimentales de Venus con una carga concentrada. Juzgada sumarísimamente, fue condenada a muerte. Conservando antiguos nombres y ceremonias, la sentencia fue a muerte por fusilamiento. Olga Lavroff fue llevada al encharcado polígono, donde se probaban las nuevas armas y fue atada a un poste de acero al berilio hundido en tierra. Sus pies descansaron sobre una plancha del mismo metal. Los soldados que la condujeron hasta el lugar iban armados con venerables rifles Mauser; pero a nadie se le ocurría usar aquel tipo de armas para un fusilamiento. Era como las viejas espadas que usaban en la segunda mitad del siglo veinte los oficiales. Un puro adorno. Cuando Olga quedó sujeta al poste con alambre de aluminio, una triple batería de pequeños atomizadores Cardy fue dirigida contra ella. Los soldados dejaron su Mausers y se colocaron ante diez palancas. Sólo una de ellas disparaba, en realidad, los atomizadores. Ninguno de los soldados que iban a “fusilar” a la espía, estaba enterado de cuál de aquellas palancas era la fatídica. A una voz de Sánchez Planz, los diez empujaron hacia abajo las palancas. Dos segundos más tarde los nueve Cardy lanzaron sobre Olga otros tantos destellos verde amarillentos. En el aire resonó la vibración característica de los Cardy. El poste de acero, la plancha y las ligaduras de aluminio, adquirieron de pronto un violento fulgor rojo blanco que se comunicó al cuerpo de la condenada. Luego, la llamarada se extendió, el aire fue invadido por el intenso olor del acero fundido y la carne quemada. Un poco de humo y nada más. Ni cadáver, ni huella del poste. Tan sólo los nueve atomizadores. Una ejecución mucho más “limpia” que las antiguas, después de las cuales siempre quedaba un cuerpo ensangrentado o retorcido por la agonía.
—¿Qué te ha ocurrido? -preguntó Rido cuando su amigo y criado se sentó ante él-. Ni que hubieras visto un fantasma.
—Esa mujer... ¿Te acuerdas de Olga Lavroff? La espía que encontramos hace tres años en Venus...
—Sí. ¿No murió?
—Sí. Murió. Y yo fui el último que habló con ella. Pues bien, esa bruja del estrado -Planz señaló por encima del hombro a Sibila-. Esa bruja me ha repetido punto por punto las palabras que pronunció entonces la Lavroff. No creo que eso lo oyera ella por medio de micrófonos. Con la humedad de Venus, no hay forma de colocar un microonda en ningún sitio.
Sánchez Planz repitió lo que había dicho Sibila.
—Muy curioso -observó Rido.
Su mirada se concentró en la vidente. Sus oídos captaban las preguntas de Krina Kartin:
—Por favor, Sibila: indícame el objeto que me ha sido entregado. Lo cojo por el margen para que todos los vean... ¿Qué es? contesta, Sibila.
Sin vacilar, la vidente, a pesar de tener los ojos tapados, explicó:
—Es una pequeña libreta de bolsillo, con índice. En la página correspondiente a la letra eme hay una señal para que se pueda abrir en seguida y encontrar el nombre de... Margarita... ¿Continúo, señor, o teme usted que su esposa se entere de la existencia de Margarita Ayler?
—¡No, no! -protestó el cliente, riendo para disimular su miedo-. Creo en usted.
—¿Cómo lo ha sabido? -preguntó Planz, que estaba lleno de asombro.
—Combinación de palabras -explicó Rido-. Indícame quiere decir “Índice”. Margen, quiere decir Margarita. Lo demás es preparación antes de salir a escena. Ella sabe que existe alguien que tiene una amiga llamada Margarita Ayler. Con las indicaciones que le ha transmitido su compañera, la vidente ha podido bordar la demostración. Muy fácil. Muy espectacular; pero sin misterio alguno.
La compañera de la vidente se detuvo en la mesa contigua a la de Rido y Sánchez.
—Por favor, caballero -rogó a un hombre grueso y sudoroso, habitante de un planetoide y sin duda representante de alguna importante sociedad minera-. Deme algún objeto de su uso particular para mostrarlo a la señorita Riner.
El hombre sacó una cartera asegurada con un candado de acero. Era una libreta de notas que sólo se podía abrir con llave o combinación. Los hombres de negocios solían usarlas para anotar sus cuentas y llevar la contabilidad real, no la que presentaban al fisco...
—¡Caramba! -exclamó Krina tomando la cartera. ¡Qué misterioso! Dime, Sibila. ¿Qué tengo en la mano?
El “caramba” iba por “cartera”.
—Una cartera -dijo Sibila Riner-. Contiene indicaciones muy reservadas. Cosas secretas. Incluso la cifra de la combinación de una caja de caudales.
Esto era tan corriente, que el hombre se echó a reír demostrando su incredulidad.
Krina, sin alterar su serena voz, dijo a la vidente:
—Sibila: el caballero no cree en tus poderes. La cartera está cerrada con llave y combinación. Se trata de un caballero muy desconfiado. Explícale dónde está su caja de caudales y dile la mitad de las cifras de la combinación. Si no se convence, dile el resto.
Los labios de Sibila Riner se transformaron en una deliciosa sonrisa.
—Gracias, Krina. El señor es incrédulo. Es desconfiado. Pero es un poco tacaño. Si está con nosotros en el “Asteros”, es porque su amigo le ha convidado. Otra prueba de su amor al dinero y antipatía a gastarlo está en que a pesar de guardar medio millón de escudos en su caja de caudales, ha alquilado una caja en el Banco Galactonacional. Un banco popular y económico. Sus cajas de caudales son muy sólidas, pero están a la vista del público. Tienen seis cifras y son muy fuertes. Nadie ha robado jamás ninguna, pero si alguien supiese la combinación, podría ir ahora mismo y, sin más requisito, abrir la caja de caudales del caballero y llevarse medio millón de escudos. Para eso no tendría más que marcar el ochenta y siete mil cuatrocientos...
—¡No! -gritó el hombre, agarrando las manos de Krina-. ¡No siga! ¡Me va a arruinar!
—¿Cuánto ofrece para que no diga todo el número? -pregunto Sibila.
—Mi... Mil escudos -ofreció el financiero.
—No he entendido bien -dijo Krina-. Hable más... alto.
—Diez mil.
—Es suficiente -dijo Sibila-. Cóbralo, Krina.
La ayudanta de Sibila recibió los diez mil metálicos billetes de mil escudos que el hombre le tendió, diciendo:
—Llame en seguida por radiófono a su banco para que cambien la combinación de la caja. Cualquiera podría abrirla en novecientas noventa y nueve pruebas, pues ya conoce los tres primeros números.
Un camarero trajo a la mesa de los vecinos de Rido un pequeño radiófono. El hombre marcó un número en el disco giratorio y en seguida conectó con la onda del banco, pidiendo que alterasen el número de su caja de caudales y se lo reservaran. Cuando terminó de hablar, vio ante él a una empleada del “Asteros” que lucía un bello abrigo de marta cibelina.
Sibila explicó desde su sitio:
—Su esposa está deseando desde hace años tener un abrigo como el que luce la señorita. Es la misma talla. Vale diez mil escudos. Si usted me lo permite le haré el obsequio en su nombre. No hace falta que me de la dirección a que debo enviarlo. La sé. Si usted prefiere una calidad mejor, hay otros abrigos que valen quince mil escudos...
—¡Ya está bien! -gritó el hombre-. No siga hablando o descubrirá algo más...
—Puede decirle a su esposa que lo ha comprado usted -dijo Krina.
Llegó ante la mesa de Rido, mientras en la sala del Club estallaba una atronadora salva de aplausos premiando la generosidad de Sibila Riner.
—¡Que mujer! -exclamó Sánchez-. Es fantástica.
—Más fantástico me parecería que ese tipo de la otra mesa tuviese una caja de caudales a su nombre con medio millón de escudos dentro -dijo Rido.
—¿Cree que todo está amañado? -preguntó Krina, mirando al joven a través de sus cristales.
—Sabiendo tanto, su jefe podría ganarse la vida mucho mejor que ahora. Le bastaría ir abriendo cajas de caudales.
—¿Y la moral? -preguntó Krina.
—Es patrimonio de las mujeres feas -sonrió Rido, cuyo comentario fue coreado por numerosas carcajadas en la sala.
—¿Tan mal opina usted de las mujeres? -inquirió la ayudante de Sibila.
—No creo que eso sea una mala opinión. Desde hace siglos las mujeres bonitas han podido decir que si cuando han recibido proposiciones escandalosas o... inmorales. En cambio, las mujeres feas han dicho lo que han dicho; pero la verdad es que no han podido contestar ni sí ni... hubieran contestado jamás: No.
—El capitán no cree en la mujer -dijo desde el centro de la sala, Sibila Riner-. ¿Ha tenido muchos desengaños en sus viajes a través del tiempo, capitán?
—Ningún desengaño -respondió Rido-. La mujer de hace un millón de años era idéntica a la mujer del siglo treinta. Incluso usaba, también, pieles de marta cibelina. Puesta a escoger, se decidía siempre por el interés.
—Hay mujeres que no son como usted las imagina -dijo Krina.
—Tal vez; pero el ideal femenino ha sido siempre el mismo: un hombre bueno. Un hombre honrado. Un hombre cariñoso; pero un hombre que, además, sea trabajador. Que tenga dinero o que lo gane. Es lo que pensó la primera mujer que hubo en el mundo al ver lo que costaba ganarse la vida.
—Yo trabajo y gano mi vida, capitán -dijo Sibila.
—Por eso la considero admirable, señorita... ¿o acaso, señora?
—Por ahora, señorita, aún. Dentro de un cuarto de hora aceptaré lo que usted estaba a punto de ofrecerme. Adiós, capitán. El champán me gusta dulce y muy helado.
—¿Quiere prestarme algo para mostrarlo a los poderes de la señorita Riner? -preguntó Krina.
—No es necesario. Me ha convencido.
—Gracias, capitán -dijo Sibila.
El espectáculo continuó quince minutos más. Luego, en medio de una atronadora salva de aplausos, Sibila cruzó la sala y deteniéndose ante la mesa de Rido se quitó la servilleta que había tapado sus ojos y la dejó caer entre las manos de Sánchez, mientras Rido se levantaba a ofrecerle una silla.
—De cerca es usted tan preciosa como de lejos -dijo Rido, volviendo a su silla y sirviendo champan a Sibila-. ¿Está a su gusto?
—Perfectamente, capitán. Es usted un hombre muy interesante. Pero las mujeres no se han portado bien con usted. ¡Lo lamento!
—Si lee usted en el pensamiento, debe de saber que ninguna mujer ha tenido la oportunidad de portarse mal conmigo -dijo Rido.
—Ahora ya no trabajo, capitán -respondió Sibila-. Cuando no trabajo dejo cerradas mis facultades especiales. La vida sería muy aburrida para mí si en todo momento supiese a que atenerme por lo que a los demás se refiere. Cuando termino, archivo mis facultades y me convierto en una vulgar mujer.
—Usted no conseguirá nunca ser vulgar -dijo Rido.
Sibila se echó a reír, mostrando su blanca dentadura y unos labios frescos y juveniles, aunque en aquellos tiempos, y con los progresos de la ciencia, cualquier mujer de cincuenta años podía representar diecinueve. Algunas muchachas de diecinueve años se sometían a un tratamiento de “degeneración” para representar treinta y cinco o cuarenta. Eran cosas de la moda. Y aquel mechón de cabello blanco podía ser un detalle para confundir. ¿Era legítimo? ¿Era una nota de vejez artificial?
—Es usted admirable, capitán -dijo Sibila-. Siempre he creído que la cortesía era una cosa muerta. Usted la ha aprendido en sus viajes al pasado, ¿no?
—Tal vez -admitió Rido-. No se puede volver a la Europa de la Edad Medía y tratar a las damas como las tratamos ahora. Viajar es siempre instructivo; pero lo es mucho más cuando se viaja por los que fueron.
—Me gustaría visitar el Mundo del siglo dieciocho -dijo Sibila, sorbiendo el champán de su copa-. Muchas veces he pensado en usted, capitán. Su Agencia de Viajes es famosa. ¿Me llevaría a la Francia de mil setecientos noventa y tres?
—Sería muy peligroso, señorita Riner. Con su aspecto, los revolucionarios la tomarían por una duquesa disfrazada y la llevarían a la guillotina. Su hermosa cabeza quedaría para siempre en Francia.
—¿Usted no haría nada por salvarme? -preguntó con aterciopelada voz la joven.
—Impediría que emprendiese el viaje. Los que viajamos a través del tiempo no podemos interferir los acontecimientos normales. Debemos permanecer al margen y ser espectadores de la función. Un paso hacia el escenario, y todo ha cambiado.
—¿Y no se puede regresar?
—Se regresa; pero no al tiempo del que hemos partido. Supongamos, Sibila, que tú y yo...
—¿Nos tuteábamos ya? -preguntó con una sonrisa la joven.
—A Dios se le tutea. Y a las diosas, también. Y las diosas siempre han tuteado a los pobres mortales.
—¡Encantador! -sonrió Sibila-. Tenía formada una idea muy distinta de lo que eres en realidad, Pablo.
—¿Cuál era esa terrible idea?
—Capitán Pablo Rido, de las fuerzas aéreas de la Galaxia. Hijo del capitán Rido que murió en una expedición a la era Terciaria. Heredaste su negocio de Viajes a Través del Tiempo. Al pasado y al futuro. Has intervenido en tres de las últimas siete guerras. Te retiraste del servicio activo para dedicarte a tu negocio. Eres rico, cruel y sin escrúpulos. Un aventurero. Has sido pirata...
—Tuve que serlo por fuerza, debido a un error de tiempo y lugar. En vez de llevar a mi pasajero hasta la carabela Santa María, en su viaje a América, lo deposité en un barco pirata inglés, un siglo más tarde. Luché con el capitán y lo maté. Sus hombres me eligieron capitán y tuve que serlo durante un mes. Luego regresé a mi tiempo.
—No -musitó Sibila-. Eso es mentira, capitán. Yo me refiero a otro acto cometido hace dos años. El botín fue fabuloso. Ciento doce millones de escudos. Pero no pudiste traerlo contigo. Lo dejaste en un asteroide perdido en el espacio. Sólo conservaste diez millones en piedras preciosas.
—¿Chantaje? -preguntó Rido, sonriendo al darse cuenta del nerviosismo de su criado.
—¡Capitán! ¡Qué palabra tan fea! Yo no soy ambiciosa. Hace un momento rechacé diez mil escudos. Claro que soy mujer y ciertas piedras preciosas me encantan. He oído hablar de los Iris de Plutón. La más extraordinaria de todas las piedras preciosas. Doce colores a la luz natural y veintinueve más a las distintas luces artificiales. Hay un iris de diez quilates que me tiene robado el sentido. Cien mil escudos el quilate. Un millón. Por ese iris daría cualquier cosa.
—Sólo existe un iris de diez quilates -dijo Pablo.
—Ya lo sé.
—Es mío.
—Ya lo sé -murmuró Sibila.
—No lo ha visto nadie más que yo.
—También lo sé.
—¿Y cómo sabes que es tan hermoso?
—Lo imagino. Es como si lo estuviera viendo. Tamaño natural. Doce reflejos al sol. Once más a la luz negra. Diez más a la luz cósmica. ¡Oh! Estaría tres días hablando de ese iris.
—Si hablaras diez minutos con la Policía, me crearías un conflicto tan grande que... para que no dijeras nada sería capaz de...
—¿De qué? -preguntó Sibila, entornando los ojos.
—Tú lo sabes todo.
—Ahora no quiero saber nada que no pueda oír de tus labios. ¿De qué serías capaz?
—De regalarte el iris. De ponerlo en tus manos.
Sibila bebió el resto del champán, se puso en pie y apoyó una cálida mano sobre la izquierda de Rido.
—Sé que lo traerás y tú sabes que no diré nada a la policía acerca de tu poquitín de piratería contra aquella aeronave de Centuri. Me encantará poseer un iris... Hasta luego.
Sibila se alejó caminando con ondulante paso. Muchas miradas se clavaron en ella. Sibila sonrió. Si leía los pensamientos masculinos, no se ofendía. Era un cálido homenaje a su belleza. Antes de pasar a su camerino, se volvió y, depositando un beso sobre las finas yemas de sus dedos, sopló sobre él y lo lanzó hacia Rido. Este tuvo, físicamente, la sensación de que los perfumados labios de Sibila Riner le besaban apasionadamente. Efecto hipnótico... Tal vez.
—La has vuelto loca -dijo Sánchez-. ¿Cómo te las compones para conquistarlas así? No me lo explico. Está muerta por tus pedazos y es el bocado más exquisito que he visto en mi vida.
—Es peligrosa, Sánchez. Demasiado bonita para ser buena. Pero podría enviarnos a una prisión sideral donde tú y yo lo pasaríamos muy mal, le llevaré el iris; pero no me haré ilusiones de que la conquisto yo. Será una conquista de la más bella de las piedras preciosas.
—Déjame que se la lleve yo -pidió Sánchez-. Al fin y al cabo la piratería la hicimos juntos, y tú siempre has dicho que todo es de los dos.
—Es verdad -admitió Rido-. Pero si ella me espera a mí...
—Ella espera la piedra preciosa -recordó Sánchez-. Tú mismo lo has dicho.
—¿Por qué no lo hacemos a suertes? Yo tiro la moneda y tú pides cara o cruz.
Sacó un escudo del bolsillo y lo tiró al aire.
—Cara -pidió Sánchez.
La moneda, después de girar en el aire, cayó sobre la mesa, saltó suavemente y quedó de canto un segundo; luego, cuando ya parecía que iba a quedar en tan inverosímil posición, cayó como si le hubieran dado un papirotazo. El escudo de la Galaxia quedó visible. Rido había ganado.
—¡Qué manera tan rara de caer...! -empezó Sánchez.
—Sí -admitió el capitán-. Cualquiera que no me conociese creería que se ha hecho trampa...
—Por lo menos... tú no la has hecho -dijo Sánchez, mirando hacia la puerta por donde había salido Sibila Riner hacia su camerino. La cortina que cubría la puerta se estaba moviendo como si alguien la hubiese dejado caer en aquel mismo momento.
—Esto recuerda lo de la copa de vino -sonrió el capitán-. Adiós, muchacho. Que la noche te sea leve. Mañana he de salir hacia Naique. Procuraré llevarme un recuerdo feliz de esta noche... que tal vez sea la última que pase en la Tierra.
Al salir del Club Asteros, Rido pensó que debía haber iniciado allí sus pesquisas para descubrir si existía alguna relación entre aquel lugar y los saboteadores que traían locos a Bermúdez y al general Markens.
—Poco hubiera hecho en una sola noche -se dijo.
Frente a la puerta del “Asteros” había varios aerotaxis públicos. Se dirigió hacia el primero de ellos; pero cuando estaba a unos cuatro metros del vehículo oyó una voz suave que susurraba a su oído:
—¡Al suelo, capitán! ¡Van a disparar!
No había nadie cerca de él; pero Rido no se hizo repetir la orden. Lanzóse de bruces sobre el brillante suelo mientras su mano derecha empuñaba la atomizador que nunca abandonaba. Tres azulados destellos cruzaron sobre su cabeza. Llegaban del primer aerotaxi, el mismo que pensaba haber alquilado. El destello azul indicaba que disparaban contra él con potencia reducida para no provocar un cataclismo derrumbando el edificio del Club Asteros y causando miles de víctimas. Un disparo concentrado con alcance de seis metros. Suficiente para convertirle en una nubecilla de humo.
El calor de los tres disparos le azotó el cuerpo como si hubieran abierto sobre él las bocas de tres hornos de alta energía. Desde el suelo y sin dar tiempo a que los otros repitieran el disparo, Rido apretó el gatillo de su atomizadora. La llevaba puesta en reducción; pero la potencia del disparo fue tan grande que al estallar el aerotaxi de los asesinos, la luz de la explosión se proyectó hasta las más altas torres de los rascacielos circundantes. En seguida volvió a reinar la oscuridad y, nuevamente, notó Rido, en los labios, un perfumado beso, como si Sibila Riner hubiera estado allí mismo.
Se levantó, enfundando su atomizadora y esperó la llegada de la patrulla volante en un alargado aerotaxi que se deslizaba sobre una onda magnética especial.
—¿Ha ocurrido algo, capitán? —preguntó el jefe de la patrulla, saludando militarmente al joven.
—Me han querido dar un susto; pero se retrasaron y...
Rido explicó lo ocurrido. El oficial tomó nota en su cuaderno magnetográfico. No debía molestar a Rido. Por el contrario, estaba obligado a prestarle toda la ayuda posible.
—¿Desea que le escoltemos, capitán?
Rido vaciló. Después de lo ocurrido, tal vez no fuese muy prudente insistir en usar aerotaxis de servicio público.
—¿Pueden llevarme a Madrid? Tengo algo en mi casa y deseo recogerlo esta noche.
—Será un placer -dijo el oficial.
Del aerotaxi descendieron tres de los agentes que iban en él y quedaron sólo Rido, el oficial y el operador, que estaba pidiendo onda directa de Nueva York a Madrid.
La voz de la encargada de la central anunció unos segundos más tarde que la onda había conectado con Centro Madrid.
—¿Máxima aceleración? -preguntó luego.
—Sí -dijo Rido.
El operador transmitió la respuesta mientras los tres ocupantes del aparato se sujetaban a los asientos y el oficial pulsaba el adaptador de presiones.
—¿Están preparados? -pregunto de nuevo la joven operadora.
Uno tras otro, los tres ocupantes del aerotaxi respondieron afirmativamente. El último en hacerlo fue el oficial, que esperó a que la presión interior del vehículo estuviese adaptada a la máxima aceleración.
Sin una sacudida, el aparato se puso en movimiento. La única señal de velocidad se advirtió en la transformación de las luces de Nueva York en rayas amarillentas cuando el aparato pasó ante ellas a velocidad de meteoro.
Un instante después Rido vio a través de los cristales de las ventanillas como el agitado mar, a sus pies, se convertía en una lisa superficie. Era un efecto de óptica y de velocidad.
La onda ascendía en busca de menores resistencias atmosféricas y durante unos cinco minutos el aparato se deslizó a quince mil metros de altura, luego inició un suave descenso y en seguida comenzó el proceso de desaceleración.
Llegaban a Centro Madrid. Hacía quince minutos que habían salido de Nueva York.
En Centro Madrid, la Policía, ya advertida, anunció a Rido:
—La onda termina aquí, señor; pero si nos dice a dónde quiere ir, la conectaremos.
—A mi domicilio. Si quiere mi tarjeta...
El policía se echó a reír.
—Lo conocemos -dijo-. Por favor, un momento.
Acercóse a una ventanilla y habló con un policía, que estaba sentado ante un enorme cuadro de instrumentos, en los cuales manipuló en seguida.
—Capitán, puede usted llegar hasta el cruce Norte de su manzana. Si quiere que hagamos llegar la onda hasta su misma puerta, tendrá que esperar cinco minutos. Ha habido una avería en la conexión y no podemos comunicar directamente con su casa. Un cortocircuito; pero sin consecuencias.
—En cinco minutos podemos ir y volver -dijo Rido-. No se molesten. Muchas gracias.
El policía volvió a saludar y el aerotaxi se deslizó por el largo pasillo, sobre la invisible onda magnética, a cuarenta centímetros del suelo de cemento. Al salir del Centro Madrid pasaron al antiguo Palacio de Oriente, milagrosamente conservado, a pesar de las guerras. Luego, la marcha del aparato se aceleró, aunque sin alcanzar la velocidad de crucero que había desarrollado durante su travesía del Atlántico.
Al entrar en el domicilio que tenía en Madrid le sorprendió la deficiente iluminación que había en el vestíbulo, a base de antiguas lámparas de filamento y algunos tubos fluorescentes.
—Hemos sufrido una avería en el suministro de fluido -explicó el conserje-. Ha habido que poner en marcha la dinamo de reserva. El ascensor funciona muy despacio. Necesitará una linterna para su piso, pues las luces no funcionan. Sólo obtenemos fluido para iluminar los pasillos y hacer funcionar los ascensores. Pero nos han asegurado que la avería quedará reparada dentro de media hora. Si quiere esperar...
—No es necesario. Sólo he de estar en casa un momento.
Rido cogió una de aquellas antiguas linternas eléctricas que funcionaban con pilas y que resultaban tan anacrónicas como las velas. Entró en el ascensor, que generalmente le llevaba hasta su piso en veintitrés segundos, pero que ahora necesito minuto y medio para hacer el mismo recorrido.
—No te marches -pidió al encargado-. Bajaré en seguida. Tengo prisa. He de volver a Nueva York.
Rido recorrió a largas zancadas el pasillo hasta detenerse ante la puerta de su piso. Tuvo que abrir la puerta dando tres vueltas a la llave. Normalmente bastaba introducir la llave en la cerradura y ésta funcionaba por energía. La falta de esta obligó a Rido a un trabajo que si no era pesado resultaba, en cambio, fastidioso.
Apenas entró en su piso, proyectando ante él el denso haz luminoso de su linterna, Rido supo que desde la última vez que él había estado allí semanas antes, alguien había entrado. Y esta visita era tan reciente que aún flotaba en el ambiente un tenue olor que resultaba extraño a la casa.
Paseó la luz de la linterna por el vestíbulo y descubrió la trampa que le habían preparado. En el suelo, enfocado hacia la puerta, vio un proyector de energía. A su lado hallábase un pequeño condensador de fluido. Del condensador partía un fino alambre de platino conectado con la cerradura.
Todo el plan resultó claro para Rido. Arrancó el alambre e hizo lo mismo con el otro alambre que iba desde el condensador hasta el proyector.
—¡No está mal! -exclamó el joven.
La trampa era tan perfecta, que sólo el oportuno milagro de la interrupción del suministro de fluido le había salvado. De no ocurrir la avería, al meter la llave en la cerradura, ésta hubiese funcionado automáticamente. Parte de la energía que debía correr el pestillo se hubiera dirigido, por el alambre de platino, hacia el condensador, provocando el paso de la energía acumulada dentro de él al proyector, que hubiese lanzado un chorro de energía contra la puerta. Esta, parte de la pared y cuantos seres vivos se hubieran encontrado a tres metros de la puerta, en el pasillo, hubieran quedado desintegrados, como alcanzados por los disparos de un Cardy de treinta centímetros.
El proyector y condensador habían sido construidos por Industrias Galácticas, y sólo la avería en el suministro de fluido al edificio, impidió que funcionara con la mortífera eficacia de que eran capaces.
Rido dejó este problema para más adelante y siguió hacia la cajita de caudales en que guardaba algunas de las piedras preciosas que había escondido allí. Sacó el magnífico iris. Metiéndolo en un bolsillo regresó al vestíbulo. Cogió el pesado condensador y lo sacó al pasillo, dejándolo allí con el proyector, cerró la puerta y cuando llegaba al ascensor, se encendieron las luces. La avería estaba reparada. Una anticipación de tres minutos hubiera costado la vida a Rido y a algunos vecinos más. Alguien se estaba tomando mucho trabajo y muchas molestias para acabar con él. Y, además, alguien demostraba un sospechoso conocimiento de todas sus intenciones, de todos sus pasos y estaba tratando de sacar mala ventaja de ellos.
En el ascensor preguntó al encargado si había subido alguien a su piso durante aquella tarde o aquella noche.
—Por este ascensor, no; pero ya sabe que hay otros...
Rido movió la cabeza y no hizo ningún comentario ni dio explicaciones. Mientras regresaba a Nueva York meditó sobre el animado giro que estaba tomando su vida. Hasta entonces había tenido que ir buscando las aventuras y emociones por medio de peligrosos viajes a través del espacio y del Tiempo. Ahora le servían las emociones a domicilio, y los que deseaban matarle estaban haciendo cola para cumplir su cometido.
Cuando llegó a Nueva York se puso en contacto radiotelefónico con Bermúdez.
—¿A cuánta, gente se ha informado de mi intervención en este Asunto? -preguntó.
—A nadie -respondió el jefe de las I. G.-. Pero ya sé que se están esforzando por acabar contigo. Primero en tu visita a Markens y luego al salir del “Asteros”. Y... ¿hay más?
—Sí. Ha habido otro. Por ahora estoy vivo de milagro.
—Debe de ser que tratan de impedirte que vayas a Naique
—Si sólo quisieran eso, se están pasando de la raya. Cualquiera imaginaría que tratan de alejarme el alma del cuerpo. ¿Podré tomar el transporte a Naique, o también habrá dificultades?
—Creo que las habrá; pero no pueden impedirte el viaje. Si lo hicieran se rescindiría automáticamente el permiso de que disponen para explotar la línea. No les interesa. De acuerdo con el contrato actual, si ellos no la sirven adecuadamente, el Gobierno puede establecer una línea propia hasta Naique. Los obstáculos que te puedan poner son insalvables.
Rido concretó algunos detalles más y luego regresó al Club Asteros. Sibila Riner estaba actuando en la última parte de su programa. Rido la saludó con un ademán, yendo a sentarse a la mesa que seguía ocupando Sánchez Planz. Sobre el mantel dejó el estuche del iris.
Sibila, a pesar de que tenía los ojos tapados con una servilleta, sonrió. El motivo de su sonrisa podía ser el iris o... cualquier otra cosa.
Rido miró a Krina Kartir. La expresión de la ayudante de Sibila era inescrutable; pero no indiferente.
Cuando terminó la actuación de la vidente, ésta se quitó la servilleta y fue hacia la mesa del capitán.
—¿Puedo...? -inquirió, tendiendo significativamente la mano hacia el estuche.
—Es para ti -dijo Rido-. Puedes abrirlo.
Sibila apretó el resorte del estuche y la tapa de éste se levantó suavemente, revelando la maravillosa gema que se guardaba en él.
—¡Es divina! -suspiró, encantada-. ¡Qué hermosura!
Levantó la vista hacia Rido.
—Es demasiado -dijo-. No creo que hayas tomado en serio mi capricho.
—¿Necesitas más pruebas? -preguntó Rido, señalando la piedra preciosa.
—No. No necesito más; pero...
Se puso en pie.
—Luego volveré -dijo.
Rido quiso detenerla para entregarle el estuche. Sibila se anticipó a su intento y alejóse corriendo. Krina la siguió, sin volverse.
—Es la primera vez que veo a una mujer rechazar un iris -comentó Sánchez Planz-. Generalmente se lanzan sobre ellos como fieras. Pero ya volverá, ¿no?
—Desde luego -dijo Rido.
Sirvióse otra copa de champan, luego explicó a su criado lo que había ocurrido a la salida del Asteros y en el piso de Madrid.
—¿Cómo te explicas el haberte salvado de esos ataques? -Preguntó Sánchez.
—Alguien vela por mí. Alguien que puede enviarme sus pensamientos convertidos en palabras. Si no oigo el aviso, me cazan los del aerotaxi. Y en cuanto a la interrupción del fluido... No sé. Diría que una casualidad; pero son demasiadas casualidades.
—Iré contigo...
—No; pero ten en cuenta que también a ti te pueden tender trampas. No caigas en ellas.