UNA AVENTURA ARRIESGADA
Pablo Rido estaba leyendo uno de aquellos viejos libros que tanto éxito de público tuvieron en el siglo XX. Su ayuda de cámara, criado de confianza y amigo entró, anunciando:
—Eusebio Bermúdez quiere verte.
—¿Para qué? -preguntó Rido, dejando el libro abierto y boca abajo encima de una mesita metálica, junto a él.
—Trae una oferta de dinero. Nos irá bien. Hemos gastado mucho y el banco ha llamado varias veces advirtiendo que si seguimos firmando talones al ritmo actual, dentro de tres años estaremos arruinados.
—Eso es grave, ¿no?
—Puede serlo; pero no hay que apurarse. He estado estudiando historia y he descubierto que en el mil seiscientos se podían comprar cuadros de Velázquez por un equivalente de mil escudos actuales. ¿Imaginas el negocio? Podríamos trasladarnos en la máquina a casa de ese Velázquez y le encargamos diez cuadros nuevos o le compramos cualquier cosa que tenga a mano. Pagamos con diez mil escudos y volvemos con la mercancía al siglo XX y la vendemos por cinco millones de escudos. En cuanto anunciemos cuadros de Velázquez a quinientos mil escudos, habrá cola ante la casa...
—No me gusta usar la Máquina para esta clase de negocios, Sánchez -dijo Rido-. Dile a Bermúdez que puede entrar.
El joven se levantó, preparando una botella de coñac y una caja de cigarros puros. Conocía los gustos del famoso Bermúdez.
—¿Qué le trae por aquí? -preguntó cuando el jefe de I. G. entró en el salón, seguido a poca distancia por Sánchez Planz, que en seguida se retiró, comprendiendo, por la mirada de su amo, que este no deseaba verle allí.
—Hola, Rido. Seguramente le extrañará mi visita. Le necesitamos.
—¿Y usted no necesita un trago? ¿Y un buen cigarro?
—Las dos cosas; pero ante todo necesito que me prometa ayudarme.
—¿Quiere hacer un viaje al siglo XVII? Hace un momento Sánchez me hablaba de que nos conviene ir allí en busca de algunos cuadros de Velázquez. Podríamos aprovechar el viaje. Usted iría a descansar y...
—No quiero descansar, Rido. No necesito descansar. Lo único que me hace falta es un hombre como usted. ¿Podría su máquina trasladarse a Naique o a Pali? Es en el sistema de Rulis...
—No. Ya le dije una vez que la máquina inventada y perfeccionada por mi padre tiene una limitación básica: Su campo de acción se reduce a la Tierra. Se mueve a través de los tiempos terrestres, pero no pude salir de nuestro planeta. Puede viajar a través del tiempo, no a través del espacio.
—Lo sé -suspiró Bermúdez-. Tenía la leve esperanza de que hubiera introducido algún perfeccionamiento... Hubiera sido muy interesante poder trasladarnos a un punto determinado de Naique o de Pali.
—¿No existe una línea regular de transportes...? -preguntó Rido.
—Sí. Existe eso y existen muchas otras cosas que no sirven de nada. ¿Sabe algo de lo que ocurre con los sabotajes de Naique?
—Algo he oído -replicó, prudentemente, Rido.
—Le voy a explicar lo que sucede, capitán -dijo Bermúdez-. Nuestras fábricas de energía concentrada han sido destruidas misteriosamente. Por medio de análisis sumamente precisos, hemos descubierto que el sabotaje procede de Naique. Hemos enviado agentes allí y todos han fracasado. El último de ellos fue asesinado hace unos días, cuando entraba dentro de la zona atmosférica terrestre. Hemos gastado más de veinticinco millones de escudos en investigaciones y no hemos obtenido el menor éxito.
—¿Por qué no explica las cosas desde el principio? -pidió Rido-. Para mí no tiene sentido eso de que un planeta autónomo dentro de la Galaxia pueda crear conflictos semejantes a un poder tan grande como el nuestro. ¿O es que no somos tan poderosos?
—Lo somos y no lo somos, Rido -dijo Bermúdez-. EL gobierno se niega a ayudarnos. Da muchas excusas y trata de justificar con vaguedades su no intervención. Hasta ahora yo creí que era desinterés. Hoy sé que es miedo. Todo el poder de la Galaxia se estremece ante la idea de intervenir contra Naique y Pali. Dos pequeños planetas insignificantes. Tan insignificantes como se quiera; pero dueños de un poder muy grande.
—Empiece por el principio -rogó el capitán Rido-. Pero antes permítame que haga entrar a Sánchez Planz. Nos está escuchando desde el pasillo con un detector, y acabará resfriado, pues se halla en plena corriente.
—Es que... este asunto es muy secreto y confidencial -dijo Bermúdez.
—En poder de Sánchez estará tan seguro como si sólo estuviese en el mío.
Abrióse de nuevo la puerta y entró el mayordomo, que había sustituido su oscuro traje de servicio por una chaqueta corta, de estar por casa. Lo hacía para dar más intimidad a la conversación y no turbar al visitante con la presencia de un simple mayordomo.
—Muchas gracias, jefe -dijo a Rido-. Me encanta oír palabras amables dirigidas a mí.
Bermúdez se encogió de hombros. Si Rido consideraba de confianza a su mayordomo, él no podía ser más exigente.
—Se trata de lo siguiente: Naique se está apoderando de los mercados en la Galaxia. Produce más económicamente que nosotros y vende mucho más barato. Nos hace una competencia desastrosa, contra la cual nada podemos. No se puede vender al precio que ellos ofrecen, porque perdemos dinero. Y no es que ganemos menos, sino que perdemos dinero. Hemos intentando establecer nuevas fábricas de energía más económica, y los saboteadores de Naique las han volado. Hemos tratado de investigar sus propias fábricas de energía, y nuestros agentes han sido capturados por el enemigo.
—¿Así? ¿Enemigos?
—Sí: enemigo. Naique es nuestro peor enemigo. Nos está destrozando económicamente. Y sé que sus agentes actúan por igual contra Industrias Galácticas que contra el Gobierno de la Galaxia.
—Pero el Gobierno no se quiere enterar, ¿verdad?
—Eso parece. Hace mucho tiempo enviamos a Naique a un agente muy bueno: Bashomme. Lo capturaron en cuanto pisó el suelo de Naique, fue juzgado y en el juicio confesó que había ido allí a destruir fábricas e industrias locales en favor del Gobierno de la Galaxia. Fue declarado culpable y está cumpliendo una sentencia de ciento doce años de trabajos forzados. La Federación envió a Naique al mejor abogado criminalista, especializado en este tipo de procesos. Visitó a Bashomme en su celda y en su informe al Gobierno reconoció que Bashomme no había sido martirizado, ni sometido a los efectos de ninguna droga. Se atuvo a su confesión y hubo que dejar que se le condenase. El Gobierno tuvo que conformarse y alegrarse de que Naique no pidiera más explicaciones. Los procesos por espionajes y sabotaje son muy molestos para la nación que se presenta como patrocinadora de los agentes y servicios.
“Se envió otro agente. Fue detenido, y cuando estaba en la cárcel se suicidó. Todas las investigaciones demostraron que se trataba de un verdadero suicidio. El tercer agente se estrelló con su caza contra un asteroide. El cuarto y el quinto se desintegraron en su viaje de regreso.
—¿Por qué no se envía una violenta nota diplomática a Naique?
—Eso mismo me pregunto yo -dijo Bermúdez-. El Gobierno Federal se niega a hacer nada que pueda romper las relaciones con Naique. Dicen que lo importante es mantener la puerta forzosamente abierta. A Naique le interesa permanecer como estado autónomo dentro de la Galaxia, porque así puede extender sus actividades comerciales por todos los planetas. Si rompiera sus relaciones con nosotros, no podría invadir los mercados. Por eso se ve obligado a mantener una apariencia de buena amistad que permite a nuestros hombres entrar en Naique y visitar aquel planeta. Ellos no pueden cerrar sus puertas a nuestros agentes, porque sería tanto como cerrar a sus propios agentes comerciales las puertas de todos los planetas de la Galaxia. Se ponen muchas trabas e impedimentos; pero siempre tienen que dejar entrar a nuestros hombres.
—¿Y Pali?
—El planeta Pali es un misterio absoluto. Se mantiene fuera de la Confederación. No deja entrar a nadie en su territorio ni permite que su gente visite otros planetas. Lo cierto es que nadie ha visto jamás a un habitante de Pali. Las relaciones entre Pali y Naique son un misterio. Unos dicen que son cordiales. Otros afirman que son malas.
—¿No es posible llegar allí?
—No. Están rodeados por una barrera que rechaza cualquier intento de penetración por medio de aeronaves. Se supone que existe alguna secreta relación entre Pali y Naique. Necesitamos averiguarlo y necesitamos poner fin a los sabotajes que estamos sufriendo. Necesitamos demostrar que las culpas son de Naique. Entonces el Gobierno Federal intervendrá y probablemente se cerrarán todas las fronteras de la Galaxia a las mercancías de Naique. Eso nos interesa, pues si continuamos como ahora, tendremos que cerrar nuestras fábricas...
Cuando Bermúdez hubo terminado su relato acerca de la situación económica de I G., que era una repetición de lo que había dicho delante de los consejeros, Rido preguntó:
—¿Y qué pinto yo en este asunto? ¿Qué se espera de mí?
—Un viaje a Naique y conseguir lo que no lograron otros cinco agentes. Los peligros son enormes. El enemigo es listo y tiene medios de investigación acerca de los cuales prácticamente no sabemos nada, excepto su tremenda eficacia. Descubra quienes son los agentes que Naique tiene en la Galaxia. Denos sus nombres y, a ser posible, averigüe el secreto de esa fuente de energía económica. Por lo primero le pagaremos, aparte de todos sus gastos y dietas, cinco millones de escudos. Si además nos trae la fórmula de la energía económica, le pasaremos lo que usted pida. Lo mismo nos importa darle cien millones, que ofrecerle un tanto por ciento sobre todas las ventas que realicemos gracias al empleo de esa energía.
—No está mal -sonrió Rido-. ¿Y si me matan?
—Usted es persona muy conocida, capitán. No creo que se atrevan a matarle directamente. Procurarán herirle a traición, fingiendo un accidente. Eso reduce en mucho las posibilidades de empleo de toda su fuerza. Han de matarle fingiendo un accidente. No pueden actuar abiertamente, y esto es una ventaja para usted. Por lo menos hasta cierto punto. ¿Acepta?
—Me interesa reflexionar un poco antes de aceptar -dijo Rido-. Ya le llamaré diciéndole si acepto o no.
—Si acepta podría partir mañana mismo hacia Naique. Sale uno de sus aparatos de transporte de viajeros. Espero que nos dirá que sí.
Sonriendo, Bermúdez se marchó, dejando sobre la mesa, como prueba de “buena fe” y de “garantía” un cheque por un millón de escudos. Este dinero podía quedárselo Rido tanto si su misión tenía éxito como si de ella no resultaba nada. I. G. le pagaría todos los gastos que realizase.
—¿Aceptarás? -preguntó Sánchez Planz, cuando volvió, después de acompañar a Bermúdez.
—Me gusta la aventura; pero me molesta llevarla a cabo en beneficio de una empresa comercial. Se parece demasiado a un trabajo.
Sánchez cogió el cheque dejado por Bermúdez y lanzó un silbido.
—Es mucho dinero -dijo.
—Desde luego.
Sonó un timbre y encendióse una luz amarilla sobre la pantalla del fonovisor, en la cual apareció en seguida el rostro del general Markens, de la aviación sideral.
Sánchez conectó el altavoz y, a una señal de Rido, conectó también los visores, para que Markens pudiese ver a Rido como éste le veía a él.
—Capitán, necesito hablar con usted en seguida y no puedo hacerlo por una red de comunicación pública. Venga a mi despacho sin perder un segundo. Ante su puerta le aguarda un aerotaxi, que ya tiene paso libre hasta mi oficina. Venga solo. No pierda ni un minuto.
Rido acercóse a la pantalla y preguntó ante el oculto micrófono.
—¿Puede anticiparme algo acerca del motivo de mi urgente visita?
El general Markens sólo vaciló un instante. En seguida pidió:
—Coja cualquier libro de esos que tiene sobre la mesa y acérquelo al objetivo, abierto por la página que usted quiera. No dé nombre alguno. No conviene que las personas que puedan haber conectado con esta onda sepan lo que voy a decirle. Le indicaré las primeras letras de las líneas.
Rido cogió un ejemplar de Lo que el viento se llevó, primera edición española de 1943, y lo mostró un momento a Markens, quien, en seguida, le hizo seña de que lo retirase. El general tenía otro ejemplar de aquella obra. Rido lo sabía.
Markens buscó el volumen, que guardaba como una joya de coleccionista, ya que sólo existían dos ejemplares de aquella traducción, y los bibliófilos especializados en coleccionar traducciones de dicha famosa novela pagaban hasta cien mil escudos por aquellos libros, que faltaban en todas las colecciones, excepto en las de Markens y Rido.
Buscando en su propio ejemplar, Markens indico:
—Seis, cuarenta y dos, una, doce, catorce, veinticuatro. ¿Le dice algo el nombre?
Rido buscó las líneas indicadas en las páginas 370 y 371. El nombre que formó con las primeras letras fueron:
NAIQUE
—¿Le dice algo ese nombre, capitán? -preguntó Markens.
—Voy en seguida -prometió Rido.
Sánchez Planz le tendió una atomizadora de gran calibre, muy distinta de las pequeñas atomizadoras de ceremonia que se utilizaban para ir por la ciudad, más como ornamento o representación de un derecho a usar armas, reservado a los antiguos soldados, que como instrumento de defensa. ¿Para qué se iban a necesitar armas en una época en que la Ley y el orden se mantenían por medio de complicados pero eficacísimos sistemas policiacos de observación domiciliaria y de escucha de cuanto se decía en toda la ciudad? Sólo unos cuantos domicilios privilegiados estaban libres de los aparatos de escucha y observación conectados con la Jefatura Superior de Policía.
Rido estuvo a punto de rechazar la pesada arma.
—¿Para qué‚ quiero una atomizadora de guerra? Dame una de las...
Se interrumpió. Sí, realmente, el arma que le ofrecía Sánchez Planz era incómoda, en cambio resultaba mucho más segura que una simple pistolita ligera, elegante, poco voluminosa, pero con una carga tan limitada, que en tres disparos quedaba agotada su reserva de energía. Y, además, el alcance de sus disparos se limitaba a cien metros.
Rido guardó la atomizadora, riendo de los temores de su fiel criado.
—No te rías -dijo Sánchez Planz-. No eres tan viejo que no puedas con el peso de un arma de verdad, y si lo que cuentan de esos sabotajes es cierto, no te irá de más cargar con una protectora. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
—Nada. Hace siglos que no ocurre nada en las calles de la ciudad. Lo que te pasa a ti es que lees demasiadas novelas antiguas.
—Son maravillosas, Pablo -suspiró Sánchez-. ¡En aquellos tiempos sí que se vivía! Entonces la vida estaba llena de emoción. Ahora todo es mecánico y está previsto hasta el menor detalle; pero entonces... ¡Quién pudiera haber nacido en el siglo XXI!
Rido se fue, riendo, y subió el aerotaxi que esperaba ante la casa. Llevaba los emblemas del Ministerio de Defensa. Circulaba sobre una onda reservada y no hallaría el menor entorpecimiento en su camino hasta el Ministerio.
Mientras marchaba en el veloz vehículo, pensó en la emoción que hubiese embargado a cualquier habitante del siglo XX, aquellos a quienes su criado tanto envidiaba, si hubiera podido ver el mundo de diez siglos después y hubiese viajado en aquel pequeño y cómodo vehículo que se deslizaba como un proyectil sobre una onda magnética que le servía de camino y guía. Era como un invisible carril por el que no podía avanzar ningún otro vehículo similar. La onda magnética serpenteaba por entre los edificios, subía o bajaba y el aerotaxi parecía sortear continuos e inminentes peligros de choque contra otros vehículos similares; pero en realidad no existía peligro alguno, pues la onda que le servía de ruta y guía no podía ser interceptada por ninguna otra.
Era la ventaja de las ondas privadas, pues las de servicio público obligaban, al intenso tráfico aeromagnético, a continuas paradas que impedía el desarrollo de toda velocidad que eran capaces de alcanzar.
Aunque los aerotaxis no requerían conductor alguno, todos solía llevar a un operador encargado de la recepción y emisión de mensajes y señales. El que iba en el de Rido era joven y tenía todo un lado de cara enrojecido por una horrible quemadura. Pertenecía al cuerpo de Inválidos de Guerra.
—¿Dónde le hirieron? -preguntó Rido.
El operador volvióse, mostrando el lado intacto de su rostro y explicó:
—En Rigel. Iba en el Fedra cuando fuimos atacados por los rebeldes de Alfa Centauro. Su acorazado era muy superior al nuestro y a la primera descarga nos destrozaron uno de los “Cardy”. El tubo estaba cargado para dispararlo contra el enemigo y la explosión fue terrible. Tuve la suerte de estar dispuesto con otros compañeros para salir al exterior y reparar las posibles averías. Como llevaba la escafandra ya puesta, al caer en el vacío no morí como los otros. Quedé flotando entre los restos del Fedra y me recogieron dos días después. Estuve todo ese tiempo sin sentido, a causa de las quemaduras producidas en mi cuerpo, a través de la escafandra, por la explosión...
El inválido se interrumpió, súbitamente alarmado por el encendido de una roja señal en el cuadro de instrumentos del aerotaxi. Moviendo la palanca del telecomunicador, gritó:
—¡Ministerio De! ¡Ministerio De! ¡Atención! ¡Conteste! ¡Cambio!
Movió de nuevo la palanca y en respuesta a su llamada sólo se oyó un intenso crepitar que ahogó las palabras que se presentían.
—¡Ministerio Defensa, urgente, responda! -gritó el operador.
Y dijo a Rido:
—Otro aero se ha metido en nuestra onda y nos está persiguiendo muy de cerca. Creo que interfiere nuestra llamada al Ministerio de Defensa. ¡No puedo comunicar con la central!
Rido, como todos, sabía que usar una onda magnética oficial como medio de desplazamiento de un lado a otro de la ciudad, estaba castigado con severas penas, cuya gravedad iba en aumento según fuesen los daños que produjera el uso de la onda. Si la ocupación de la onda se realizaba con miras a huir de la persecución de la Justicia, desde la central que suministraba el fluido se podía destruir al usurpador mediante un aumento en la potencia de la energía eléctrica, haciendo así estallar el vehículo que circulaba por ella. No era un buen negocio irrumpir en uno de aquellos caminos magnéticos, y pocos se atrevían a hacerlo.
¿Qué podía haber impulsado a los que ahora circulaban por la misma onda que el aerotaxi enviado por Markens, a meterse en un lío tan grave? ¿Cuáles eran sus intenciones? No podían ser buenas desde el momento en que interferían las comunicaciones magnetofónicas con la central.
Rido volvióse en su asiento para mirar a través de la pequeña mirilla trasera del aerotaxi. Tras él vio a numerosos vehículos similares. ¿Cuál de ellos era el que marchaba por la misma onda magnética? ¡Imposible averiguarlo! Aquellas carreteras magnéticas, por encima de las cuales deslizábanse vertiginosamente los modernos vehículos del siglo XXX, eran tan invisibles como un soplo de aire o una onda hertziana. Se entrecruzaban sin interferirse, y cabrían millones de ellas en el grueso de una aguja. Cualquiera de los coches que seguían tras el de Rido podía avanzar por la misma onda. Tal vez aquel coche rojo y negro... ¡No! El coche rojo y negro acababa de torcer a la derecha...
—Realmente, los antiguos se complicaban menos la vida -dijo.
Sacó su atomizadora y preguntó mientras revisaba el indicador de carga, que estaba al completo:
—¿No es posible detener el coche?
—No, capitán, tenemos que ir hasta el Ministerio de Defensa sin detenernos.
—¿Puede acelerar?
—Ya lo he intentado. El dispositivo no funciona. Deben de haberse descargado las baterías de extra carga.
Rido se encogió de hombros. No le extrañaba. Todos los vehículos que se movían sobre ondas magnéticas llevaban unas baterías o pilas con reserva de energía que permitía acelerar la velocidad. Como esto nunca era necesario, el novecientos noventa y nueve por mil de los aerovehículos tenían sus baterías secas y sus pilas descargadas. ¿Le ocurriría lo mismo al otro? Lógicamente, no. Y lógicamente debía de buscar algo más que jugar a que le castigasen con una multa o con una suspensión de matrícula aeromagnética, por meterse en una onda oficial.
—Supongo que en la Central se habrán dado cuenta de que otro coche circula por la misma onda, ¿no?
—Sí, capitán. Noto que están tratando de llamar al otro, ordenándole que se retire; pero hay una interferencia impenetrable. No consigo captar ni una palabra. Si no circuláramos nosotros por la onda, aumentarían la potencia de la energía para dar un aviso más serio a esos locos. Pero no pueden hacer nada contra ellos sin hacerlo, al mismo tiempo, contra nosotros. Han aumentado la velocidad de nuestro coche; pero también deben de haber aumentado la del otro. Todo lo bueno o malo que hagan se reparte entre el otro coche y el nuestro.
—Y si cortan la onda nos estrellamos contra el suelo, ¿no?
—Sí, capitán.
—¿Lleva paracaídas? -preguntó Rido, sabiendo que el llevarlo era obligatorio y que, por sólo, resultaba molesto.
—Sí. Hoy lo llevo.
—Salte fuera del aparato -ordenó Rido.
—No puedo hacerlo -replicó el operador, ofendido por semejante orden-. Mi obligación...
—Su obligación es obedecer a un superior, y yo lo soy. Se la doy por escrito. Tenga. Usted ya recibió lo suyo en el Fedra. Supongo que lo de ahora será peor. Salte y comunique con el Ministerio de Defensa. Explique lo que ocurre. Diga que tratan de alcanzarme para destruirme e impedir que me ponga en contacto con el general Markens. ¡Adiós!
El operador se dejó convencer en seguida. Deseaba salvar su vida y se daba cuenta de que la situación era muy comprometida.
Corrió la portezuela delantera y saludando militarmente a Rido salto al aire, cayendo como una bala hacia el suelo, hasta que su caída fue detenida por la apertura del blanco paracaídas.
Rido, que observaba por la mirilla trasera la reacción que aquel hecho producía en los aparatos que le seguían, pensó que desde alguno de ellos se dispararía contra el operador. El tiro era muy difícil, incluso con atomizadoras de precisión, y entonces él hubiera podido destruir a sus perseguidores. Estos debían de hallarse demasiado lejos o eran mucho más listos y prudentes de lo que el propio Rido estaba dispuesto a admitir.
La portezuela se había vuelto a cerrar automáticamente, y el aerotaxi continuaba avanzando velozmente siguiendo el invisible carril de su onda magnética.
La persecución se hacía enervante. Ningún ataque. La única señal de que algo no marchaba debidamente, estaba en aquella interferencia continua que resonaba como un crepitar de ramas verdes en una hoguera dentro del altavoz del receptor magnetofónico.
Rido escrutó una vez más el terreno a su espalda. Numerosos vehículos deslizándose velozmente sobre las ondas propias. Unos directamente tras él. Otros, más a la derecha o izquierda. ¿Cuál podía ser el de sus perseguidores, si es que tales perseguidores existían? Ni por el color ni por la silueta, existían diferencias esenciales en los coches. Todos del mismo tipo, variaban en la pintura exterior; pero, como siempre, predominaban el negro, el rojo y el azul marino.
Al penetrar en la larga Avenida de los Planetas, que desembocaba en el gran parque de Silene, continuando luego por la Avenida Sideral hasta el Ministerio, el capitán observó que un aerotaxi gris perla, en el cual ya se había fijado antes, era el único que seguía su mismo camino antes que, de otras calles transversales, surgieran nuevos vehículos que avanzaron por entre las altas construcciones de la Avenida de los Planetas.
Ahora ya sabía Rido cual era el coche que le seguía por la misma onda. ¿Qué debía hacer?
Apretaba fuertemente la culata de la atomizadora, esperando un ataque justificador de su réplica; pero mientras avanzaban vertiginosamente por la Avenida, hacia el Parque, el coche gris no llevó a cabo ningún ataque, limitándose a acelerar su marcha. Se iba acercando y, un momento antes de alcanzar el parque, Rido vio cómo se abrían las dos portezuelas del otro vehículo y por ellas saltaban al aire tres hombres previstos de paracaídas. Al mismo tiempo, el coche gris aumentó su velocidad y fue ganando terreno al aerotaxi de Rido.
La intención de los que habían ido en el otro coche saltaba a la vista. Dejando conectado el acelerador del vehículo, esperaban que el coche gris alcanzase y arrollara al del capitán.
¿Por qué no lo habían hecho antes?
Pablo se hizo esta pregunta, pero al mismo tiempo descorrió el cristal de la mirilla trasera y apuntó su atomizadora contra el coche gris. Aguardó unos segundos a que el tráfico aéreo se redujese, y cuando estaban entrando en el Parque de Silene, Rido apretó el gatillo de la atomizadora. El alza de los puntos de mira estaba puesta a quinientos metros.
Un destello verde amarillo brotó de la atomizadora y se materializó en una bola del mismo color en torno del coche gris.
Un fogonazo amarillo rojizo envolvió el coche gris, cegando a Rido, al tiempo que una ensordecedora explosión llenaba el aire y el aerotaxi era lanzado violentamente hacia delante, fuera del radio de acción magnético.
Hubo un instante en que el vehículo se halló desconectado de su onda, a punto de caer hacia el suelo, contra el cual se hubiera estrellado después de una caída de trescientos metros; pero la onda magnética, súbitamente energizada con una fuerte inyección de electricidad, saltó hacia el vehículo y lo “recuperó”, colocándolo de nuevo en su campo de acción y lanzándolo como un meteoro hacia su destino.
Atrás, una sonrosada y densa nube subía hacia el cielo, como único recuerdo de la explosión.
Rido se abanicó el rostro con la mano. Una vez más había salvado milagrosamente la vida.