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LA BORBONA

Elena de Borbón y Grecia

(1963)

En febrero de 1995, un mes antes de la boda de la infanta Elena con Jaime de Marichalar, el biógrafo de la primogénita de los reyes, Fernando Gracia, brindó a sus lectores un curioso documento: las cartas astrales de los prometidos.

Nacida la tarde del 20 de diciembre de 1963, a las dos y diez minutos exactamente, nuestra infanta tenía su ascendente en Aries, lo cual, según su carta, la convertía «en una joven emprendedora y fiel».

Jaime, por su parte, había nacido el 7 de abril del mismo año que ella, a las diez horas y treinta minutos. Aparecía señalado por el signo de Leo, muy próximo a Marte, mostrándose como «un joven noble y luchador».

Las cartas de ambos concluían casi como el cuento de La Cenicienta: «Doña Elena tiene el sol en Sagitario y él en Aries, ambos signos de fuego. Todo parece indicar que les espera un futuro muy halagüeño»…

A juzgar por lo que luego aconteció, es obvio que las cartas astrales reflejaron tan sólo un deseo cargado de buenas intenciones. Sólo eso.

Doce años después (el mismo número asignado a la infanta en su Documento Nacional de Identidad), el 13 de noviembre de 2007 (para colmo, martes), un portavoz de La Zarzuela anunció «el cese temporal de la convivencia de los duques de Lugo». Tal fue el eufemismo empleado para no alarmar en exceso a la opinión pública.

Pero, como decimos, la adopción del término «divorcio» fue sólo cuestión de tiempo. Dos años para ser exactos: el 25 de noviembre de 2009, tras el «cese temporal de la convivencia» con el que se pretendía hacer concebir alguna que otra vana esperanza de reconciliación, los abogados de ambas partes difundieron un comunicado ya inequívoco por medio de la agencia Efe.

Firmado por el abogado de la infanta, Jesús Sánchez Lambás, y por la letrada de Marichalar, Cristina Peña, el documento precisaba que el divorcio se abordaba de «mutuo y común acuerdo».

Para nadie era un secreto que el matrimonio de la infanta había atravesado momentos muy complicados tras los accidentes vasculares sufridos por Marichalar, que a punto estuvieron de costarle la vida en 2001 y 2002.

Una isquemia cerebral provocó al duque consorte de Lugo la hemiplejia de la parte izquierda del cuerpo. Pese a las diferencias existentes ya entre la pareja, doña Elena acompañó a su marido durante varios meses en Nueva York, mientras aquél se reponía de sus graves dolencias.

Finalmente, la sentencia de divorcio quedó inscrita el 21 de enero de 2010 en el Registro Civil de la Familia Real, ubicado en el Ministerio de Justicia.

Este Registro se estableció el 23 de enero de 1873, y perduró hasta 1931, al instaurarse la Segunda República; pero el 22 de noviembre de 1975, cuando don Juan Carlos fue proclamado rey de España, restableció el Registro, que a partir de 1981 adoptó su denominación actual: Registro Civil de la Familia Real.

Marichalar perdió desde entonces la posibilidad de «apellidarse» duque consorte de Lugo, título concedido por don Juan Carlos a su primogénita Elena con carácter vitalicio pero no hereditario; igual que el ducado de Palma otorgado a la infanta Cristina.

El error de los padres lo pagaron, como siempre muy caro, las inocentes criaturas del matrimonio roto: Felipe Juan Froilán, nacido el 17 de julio de 1998, y Victoria Federica, el 9 de septiembre de 2000.

No era la primera vez que toda una infanta de España se divorciaba, en contra de lo que algunos autores sostienen; el ejemplo de Eulalia de Borbón resulta muy elocuente en ese sentido.

PALABRA TABÚ

Sin ser infanta de España, doña Letizia Ortiz Rocasolano protagonizó también en su día otro atenuado divorcio, a los doce meses del matrimonio con el profesor de Literatura Alonso Guerrero, antes de desposarse con don Felipe.

Igual que sus padres: la enfermera madrileña Paloma Rocasolano y el periodista asturiano Jesús Ortiz, unido sentimentalmente a la también periodista Ana Togores.

En una legendaria familia como la de los Borbones, el divorcio fue siempre una palabra maldita que se evitó pronunciar; empezando por la propia reina Isabel II, que mientras residió en el Palacio Real de Madrid hizo todo lo que pudo para que nadie supiese sus verdaderas intenciones hacia su afeminado marido Francisco de Asís.

Sólo cuando los reyes partieron al exilio, tras la revolución de 1868, cada uno hizo de su capa un sayo, instalándose en sus respectivos castillos; don Francisco de Asís, que de tonto nunca tuvo un pelo, se cercioró antes de obtener una espléndida pensión vitalicia en su convenio de separación.

El mismo comportamiento siguió el bisabuelo de nuestra infanta Elena, el rey Alfonso XIII, al verse obligado también a exiliarse en París tras la proclamación de la Segunda República, en abril de 1931; tanto él como la reina Victoria Eugenia de Battenberg vivieron ya desde entonces separados.

El término «divorcio», como advertimos, ponía los pelos de punta en una corte donde cada gesto y cada palabra estaban previstos y reglamentados desde hacía siglos.

La infanta Isabel, hermana del rey consorte Francisco de Asís, llevaba al menos veinte años separada del conde polaco Gurowski, cuestionándose incluso si el estado mental de la señora había influido algo en ello.

Tampoco hacía falta apellidarse Borbón para disimular un divorcio.

Muy pocos supieron así con exactitud el estado de relaciones entre la reina Natalia de Serbia, nacida en 1859, y su marido el rey Milan. Se decretó y anuló tantas veces su divorcio, que no pudo afirmarse a ciencia cierta si el monarca serbio era o no un marido divorciado.

La unión de Alberto I de Mónaco fue otro digno ejemplo. Lady María Victoria Douglas, cuya madre era princesa de la Casa reinante de Baden y cuyo padre era el XI duque de Hamilton, se vio obligada por su pariente y tutor, el difunto emperador Napoleón, a casarse con Alberto de Mónaco.

Era éste, según lady María Victoria, un marido cruel, del que finalmente huyó llevándose a su hijo con ella. Ambos hallaron protección en la gran duquesa María de Rusia, quien osó desafiar incluso a las autoridades que, por indicación del despechado Alberto de Mónaco, intentaron en vano arrebatar la criatura a su madre.

Lady María Victoria logró finalmente anular su matrimonio y se casó poco después con el conde Festetics de Tolna, magnate austro-húngaro que ocupaba una privilegiada posición en la corte de Viena.

El príncipe Alberto de Mónaco también contrajo segundas nupcias con una bella estadounidense, Alicia, duquesa viuda de Richelieu, hija de Miguel Heine, banquero de Nueva Orleans. Pero también este matrimonio acabó separándose judicialmente.

La viuda del gran duque Constantino, tío del entonces zar de Rusia, pasó la mayor parte de su vida separada de su marido, uno de los hombres más ilustres de su tiempo. Sólo por influencia del emperador Alejandro, hermano del gran duque, pudo evitarse el escándalo de un divorcio.

Otro hermano de Constantino, el gran duque Nicolás, vivió separado de su mujer, la cual se refugió en un convento en Kiev, donde pasó el resto de sus días haciendo penitencia por los pecados del marido.

Murió en olor de santidad, después de haber llevado, desde su entrada en el convento, el hábito de monja con el nombre de madre Anastasia.

Una de las princesas de Prusia, Luisa, estaba también divorciada del príncipe Alejo de Hesse. Tenía entonces setenta años y residía en Wiesbaden. Desde que falleció el marido, se extendió el rumor de que la princesa Luisa había contraído matrimonio morganático con su chambelán, el barón Wangenheim, pero el Almanaque de Gotha no recogía ese matrimonio.

Su hermano, el príncipe Federico Carlos, el célebre general que se apoderó en 1870 de la plaza fuerte de Metz, pasó gran parte de su vida separado de su esposa, que no llegó a obtener el divorcio por la oposición del anciano emperador Guillermo.

Igual que sucedió con la infanta Elena y Jaime de Marichalar casi un siglo y medio después, acaeció entonces con el príncipe Jerónimo Napoleón y la princesa Clotilde de Saboya, hermana del rey Humberto de Italia.

La princesa Clotilde era una de las más modestas y piadosas personas de sangre real en Europa, diametralmente opuesta al anticlerical y disipado príncipe Napoleón.

Tras la guerra de 1870 y la caída del Imperio francés, se produjo la separación legal de este matrimonio.

En el mismo siglo XIX encontramos al gran Napoleón divorciándose de la emperatriz Josefina por estéril, y a María Luisa, su segunda mujer, abandonándole para vivir con su chambelán austríaco, conde Neipperg, mientras su marido estaba prisionero en la isla de Santa Elena.

Ejemplos de separaciones y divorcios existen también hoy en otras casas reales. Sin ir más lejos, tras el divorcio de los príncipes de Gales, Carlos y Diana Spencer, pudo comprobarse cómo los hijos del matrimonio quedaron bajo la custodia del padre, futuro rey de la Corona británica, con quien pasaban las Navidades y decidía en qué colegio debían estudiar.

¿Qué razón había entonces para enmascarar el término «divorcio» con el de «cese temporal de la convivencia» en pleno siglo XXI?

DEL DIVORCIADO DE LUJO…

El divorciado, en nuestro caso, era Jaime de Marichalar y Sáenz de Tejada, cuarto de los seis hijos de los condes de Ripalda.

Natural de Pamplona, Marichalar estudió en los colegios de los jesuitas de Burgos, San Estanislao de Kostka de Madrid y en la Yago School de Dublín. Pese a su esmerada formación, no llegó a completar jamás una carrera universitaria, inclinándose por la gestión de empresas y el marketing, estudios que amplió en París de soltero.

Era, en definitiva, un hombre sin licenciatura que llegó a ser comisionado de un fabricante de pulseras magnéticas muy conocidas en España, en representación del cual viajó a Italia para introducir el milagroso invento.

La fortuna se cruzó al principio en su camino: tras pasar por el banco de negocios Credit Suisse First Boston, y en concreto por su oficina madrileña en el Paseo de Recoletos, donde trabajó como ejecutivo financiero, don Jaime fue designado presidente de la Fundación Winterthur nada menos.

Contaba el periodista Jesús Cacho, con su habitual sagacidad, que el yerno del rey logró del Credit Suisse un cargo a su perfecta medida, con un espléndido despacho en la sucursal parisina antes de ser trasladado a Madrid, y un sueldo mensual de 2 millones de las antiguas pesetas.

De soltero, Marichalar residía en el número 27 de la parisina rue Daru, en un apartamento de cincuenta metros cuadrados, tras vivir un año entero en casa de un marqués, justo en la acera de enfrente.

José María de Juana, director entonces del desaparecido diario Ya, rubricó un artículo oponiéndose a las medidas de gracia dispensadas al yerno del rey:

No es correcto que Jaime de Marichalar esté trabajando en una empresa bancaria que, además, es extranjera. No están las cosas en nuestro país como para olvidarnos de componendas, de juegos y presiones económicas. No se pone en duda la honestidad del señor Marichalar, pero no puede trabajar en una empresa privada quien está vinculado a la Familia Real y puede llegar a ser consorte de una reina de España. Eso obliga a unas pautas de conducta muy especiales.

Su colega Jaime Peñafiel puso también el grito en el cielo. «¡Ay, esas empresas que no siempre valoran a sus empleados simple y sencillamente por lo que valen!», escribió en El Mundo, tras el nombramiento del duque de Lugo al frente de la Fundación Winterthur y su promoción en el Credit Suisse.

Poco después, Marichalar se incorporó también al Consejo y a la Comisión Ejecutiva de la cementera Portland Valderrivas que presidía Marcelino Oreja Aguirre, filial a su vez del grupo Fomento de Construcciones y Contratas (FCC) controlado por Esther Koplowitz.

Uno de los últimos fichajes le vino a este afortunado hombre de empresa como anillo al dedo: Bernard Arnault en persona, presidente del grupo francés LVMH (Louis Vuitton Moët Hennessy), líder del mercado mundial del lujo, lo nombró su consejero en Madrid.

Marichalar era ya desde hacía tres años consejero de Loewe, un viejo establecimiento que fue proveedor de la Real Casa de Alfonso XIII, pero que entonces lo eligió como hombre de confianza del «rey del lujo».

No en vano, además de Loewe y Vuitton, el grupo comercializaba marcas tan prestigiosas como Dior, Celine, Kenzo, Luxury, Stephano Bi, Chaumet, Zenith, Moët et Chandon, Guerlain o Aqua di Parma.

Con razón, la escritora Carmen Rigalt bautizó a Marichalar como «el duque del Lujo», con mayúscula.

En cuestión de ropa, don Jaime no se privaba de nada: desde capas españolas y estolas de marta cibelina de la peletera Nelsy Chelala, hasta una mezcla de shahtoosh, de los que poseía una increíble colección.

Por no hablar de joyas, y en concreto de los tres anillos que lucía en el dedo meñique, junto a la alianza: su sello, uno de tres cabujones heredado de una tía y otro que le regaló el célebre joyero parisiense Jar.

Y qué decir de su docena de pulseras, que él mismo llamaba sus porte bonheur; incluida una rivière de diamantes de la infanta Elena, firmada por Harry Winston, y otras de Vasari.

Marichalar solía lucir, por último, sus carísimos gemelos de joyeros como Luis Gil, Vasari o Arsenio Díaz.

Vinculado al mundo del lujo, pasaba también por ser un exquisito gourmet que suspiraba por los mejores restaurantes. No era raro que cogiera un avión sólo para cenar en uno de los establecimientos más caros de París o de Nueva York. Su pasión por los vinos le llevó a fundar una bodega con ilustrísimos socios como el ex presidente de Repsol, Alfonso Cortina, y el hermano de éste y antiguo banquero, Alberto Cortina; también figuraban como socios el consejero delegado de Iberdrola, Ignacio Galán, o el empresario naviero Fernando Fernández Tapias. Un selecto grupo de gente adinerada que adquirió parte de los viñedos de las bodegas vallisoletanas Matarromera, propiedad del empresario Carlos Moro, en cuyos terrenos, anexos a la reputada bodega de Vega Sicilia, comercializó la marca de vino de autor Vermilion.

El grupo Matarromera, dueño de cinco bodegas y de una destilería de aguardientes y brandys, suministró sin ir más lejos el vino en los almuerzos ofrecidos por los reyes en la XV Cumbre Iberoamericana celebrada en octubre de 2005, y también en la cena anterior a la boda del príncipe Felipe.

Añadamos, por último, que tanto Marichalar como la infanta Elena gozaron de la generosidad del fabricante de automóviles Volvo, que les obsequió en cierta ocasión con algunos de sus más sofisticados modelos recién salidos de fábrica, enviándoselos a su casa de Madrid, París o Nueva York.

… A LA DIVORCIADA ERRANTE

La infanta Elena, cuarta persona en la línea de sucesión a la Corona de España después de su hermano el príncipe Felipe y de sus sobrinas las infantas Leonor y Sofía, por este orden, debió casarse tal vez con otro hombre que fuese también de estirpe regia.

Coincidí entonces con Juan Balansó, frente a todas las huestes de aduladores empeñados en negar, para complacer los oídos regios, algo tan obvio y cierto como esto mismo: «Ese privilegio —al de heredar un trono, se refería Balansó— exige, en contrapartida, determinadas obligaciones que los demás mortales no tenemos. Entre ellas, en primer lugar, saber elegir bien a su príncipe consorte y evitar que, en el futuro, la línea sucesoria que del enlace de la infanta Elena vaya a partir pueda verse contestada con argumentos que, quizás, dañen su esencia dinástica en beneficio de otras ramas de la Casa Real».

La postura de Balansó, el mayor experto en casas reales europeas del último tercio del siglo XX, era compartida por el lúcido catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban: «Una Monarquía —advertía Esteban— en la que los miembros de la Familia Real adopten totalmente los usos comunes de los demás mortales no tiene razón de ser. Precisamente, una de esas costumbres diferenciadoras es la que se refiere a las bodas reales y que aconseja que los miembros de la Familia Real, especialmente el príncipe heredero, deben buscar como pareja a una persona “profesional”, es decir, a alguien que haya sido educado para ese difícil menester».

Cuántos disgustos se habrían ahorrado las infantas Elena y Cristina si hubiesen seguido estos sabios consejos al pie de la letra…

Advirtamos también que, desde noviembre de 1975 y hasta diciembre de 1978, la sucesión en el trono de España se rigió por el artículo 11 de la Ley de Sucesión franquista de 1947, que excluía a las mujeres en la monarquía instaurada.

El nuevo soberano Juan Carlos I atisbó a la perfección el peligro de una reforma política encaminada a elaborar una Constitución democrática. La razón era muy sencilla: si un Parlamento libre establecía la igualdad entre hombres y mujeres en la sucesión del trono, tal y como se efectuaba ya entonces en otras monarquías europeas, las infantas Elena y Cristina tendrían preferencia sobre su hermano pequeño Felipe a la hora de ceñir la corona.

Para evitar eso mismo, don Juan Carlos se adelantó expidiendo un Real Decreto el 21 de enero de 1977 por el que nombraba Príncipe de Asturias a su hijo varón.

Como el propio rey intuía, la descomposición del entramado institucional franquista llevó a los redactores de la nueva Constitución a suprimir el enunciado que impedía la sucesión directa de las infantas al trono. Pero, respetuosos con la voluntad del monarca plasmada ya en el citado Real Decreto, los padres de la Constitución admitieron la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona; es decir, del benjamín Felipe sobre la primogénita Elena.

Para recompensar a sus hijas de semejante agravio, don Juan Carlos confirió a Elena y Cristina, por Real Decreto también, la dignidad de infantas el 12 de noviembre de 1987, plasmada en este meridiano párrafo:

Los hijos del Rey que no tengan la condición de Príncipe o Princesa de Asturias y los hijos de este Príncipe o Princesa serán Infantes de España y recibirán el tratamiento de Alteza Real.

Cabría preguntarse entonces si dos personas privilegiadas como ellas, que podían heredar algún día la Corona de España, de acuerdo con la Constitución, debieron o no prepararse para esa eventualidad desde su misma etapa de colegialas. Pero tampoco eso se previó.

De las propias palabras de doña Elena se desprendía esto mismo: «Ser Infanta —advertía la primogénita del rey— condiciona para bien. Conocer directamente personas de las que hay mucho que aprender, y vivir tan de cerca importantes acontecimientos de la vida española y mundial, es un privilegio del que soy consciente y que por supuesto me enriquece desde todos los puntos de vista. Los Reyes han intentado, en la medida de lo posible, que tuviésemos una educación similar a la de otros españoles de nuestra edad: colegio, estudios…».

Ahí radicaba, precisamente, el craso error: Elena, toda una infanta de España llamada a la sucesión, no era como «otros españoles de nuestra edad».

VAYA PAR DE GEMELOS

Aseguran quienes la conocen bien que Elena es la viva estampa de su padre, al menos en lo que a temperamento se refiere.

Para empezar, no valora el riesgo. Mientras estudiaba en el colegio Santa María del Camino, con quince años, sufrió un accidente en la clase de trabajos manuales. Entretenida con una alfombra a ganchillo, una compañera pasó por su lado y le golpeó sin querer en el codo derecho, con tan mala fortuna que a la infanta se le clavó la aguja bajo el párpado. Pero Elena pareció no inmutarse. Incorporada con pasmosa serenidad de la silla, le dijo poco después a la mujer que atendía en la Secretaría: «¿Me puede quitar esto? Me he pinchado»…

La señorita obedeció con rostro de espanto.

Graduada el 28 de junio de 1986 como profesora de Educación General Básica, la infanta acudió luego al mismo colegio en calidad de maestra.

Años después, ella se autodefinía así: «Soy espontánea, valoro mucho la familia y los amigos, procuro vivir con intensidad lo que hago. Tengo sentido del humor y lo valoro en los demás».

¿No era acaso esa descripción un calco de la de su padre?

Don Juan Carlos reaccionó de forma similar a la de su hija el día en que se estrelló contra la luna de cristal que daba acceso a la piscina de La Zarzuela. Acababa de jugar al squash con el esquiador Paco Fernández Ochoa y no reparó en aquel obstáculo transparente, que se le cayó encima al romperlo.

Más tarde, el propio Fernández Ochoa me relató de primera mano cómo telefoneó al rey para interesarse por su salud:

—Por favor, querría hablar con Su Majestad.

—Na, na, na…

El esquiador ya sabía que era él. Le conocía desde hacía muchos años.

—¿Cristalerías Zarzuela?

—Aquí el cristalero —repuso el monarca.

Don Juan Carlos, como su hija Elena, conservaba su innato ademán campechano y su fino sentido del humor en circunstancias adversas.

El 5 de noviembre de 1986, nuestra infanta sufrió una caída mientras practicaba la equitación en el Club de Campo de Madrid; la atendieron en la clínica Puerta de Hierro, de donde salió tan campante con un collarín.

Cuando cumplió los dieciocho años, su padre le regaló un caballo español de la yeguada de Pérez Tabernero, bautizado por ella como Naviero.

Equitación, vela y esquí fueron sus deportes preferidos, no exentos del riesgo que a ella nunca le amedrentaba.

DINERO CONTANTE

Tanto los reyes como los infantes han recibido tradicionalmente del Estado una asignación anual para cubrir sus necesidades y las de su familia.

Elena, en concreto, percibe cada año del Presupuesto de la Casa del Rey una asignación para sus gastos de representación. En 2011 debió repartirse con la reina Sofía, la princesa Letizia y su hermana Cristina la cantidad de 375.000 euros por ese concepto.

Veamos, retrospectivamente, la evolución de los sueldos en la Casa Real española.

A finales del siglo XVIII, la asignación anual de los infantes era de 150.000 ducados y de sólo 50.000 la de las infantas.

Recordemos que la infanta Luisa Fernanda, hermana menor de Isabel II, disfrutó desde 1845 y hasta que nació su sobrina la infanta Isabel, de una asignación de 2,45 millones de reales por ser la inmediata heredera, y de otros 550.000 reales como infanta; luego se asignaron a ella y a su familia dos millones de reales anuales, cantidad rebajada a 1,5 millones en los años 1855 y 1856, tal y como vimos en el capítulo quinto.

La dotación de 2,45 millones de reales se transmitió luego a la infanta Isabel hasta el nacimiento del príncipe de Asturias, a quien pasó a su vez antes de reinar como Alfonso XII, reduciéndose a un millón de reales en 1855 y 1856.

Desde que cesó en 1857 como inmediata heredera del trono, la infanta Isabel tuvo señalados dos millones de reales al año, igual que su hermana María de la Concepción.

A las infantas Pilar, Paz y Eulalia no se les adjudicó, en cambio, pensión alguna durante el reinado de su madre Isabel II.

Además de las asignaciones al monarca y a su inmediato sucesor, y de las señaladas por regla general para los infantes, que existían otras especiales, como las suscritas por Carlos IV y María Luisa con su hijo Fernando VII en un convenio de 1814, según el cual se les prometieron ocho millones de reales al año.

Luego, las Cortes Constituyentes rebajaron esa suma a 1,5 millones, y dispusieron que de esa cantidad se entregasen 120.000 reales a cada uno de los siete hijos. En 1857 la cifra volvió a ser de 3,5 millones de reales.

A la reina María Cristina, como también vimos, la Ley de Presupuestos de 1841 le asignó 3.011.764 reales como pensión anual de viudedad, según las capitulaciones matrimoniales; y en 1845 se le señalaron tres millones de reales como testimonio de la gratitud nacional.

Para el rey consorte, Agustín Fernando Muñoz, con quien María Cristina de Borbón contrajo segundas nupcias tras la muerte de su primer esposo Fernando VII, los Presupuestos del Estado incluyeron hasta 1868 una partida anual de 2,4 millones de reales, que en los años 1855 y 1856 se rebajó a un millón.

Finalmente, en 1861 Isabel II percibió la más alta asignación del Estado en todo el siglo XIX: 12.837.500 pesetas.

Hoy, la infanta Elena, la más «borbona» de todas, sobrevive divorciada de Marichalar con ayuda de su asignación y postergada de la sucesión.