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LA CELESTINA

Luisa Carlota de Borbón Dos Sicilias

(1804-1844)

Sólo por su probado valor y capacidad de convicción, ya fuera por las buenas o por las malas, Luisa Carlota merece un puesto de honor entre las infantas de la Casa de Borbón.

Con razón, el marqués de Villaurrutia aludía a ella como una «mujer de carácter y aun de lenguaje varonil, que no desdeñaba usar con la adecuada energía, cuando lo requería el caso».

Demasiadas veces se olvida injustamente que Luisa Carlota fue la única mujer capaz de engatusar a un monarca tan desconfiado y receloso como Fernando VII, erigiéndose así en una infalible alcahueta.

Que no se interprete mal lo que acabamos de apuntar, pues, más que un defecto, su exitosa mediación en el matrimonio de su hermana pequeña María Cristina de Borbón con su tío carnal Fernando VII resultó ser una virtud en verdad encomiable.

Hasta conocer en persona a su amada, el rey felón se consolaba auscultando con la mirada cada detalle del retrato que le entregó su cuñada Luisa Carlota. Era una imagen de esmalte en miniatura que bastó para seducir al lascivo monarca. Y por si acaso éste cambiaba de opinión en el último instante, Luisa Carlota siguió poniéndole al rey los dientes largos con varias cartas, como la que estamos a punto de exhumar del Archivo de Palacio.

Está fechada el 31 de octubre de 1829, un mes antes de partir María Cristina hacia Madrid desde Palermo, donde había nacido el 27 de abril de 1806, para contraer matrimonio con Fernando VII.

Redactada con buena caligrafía y algunas faltas de sintaxis y ortografía subsanadas en parte, debido a su educación en italiano y en francés, la infanta Luisa Carlota esculpía para el rey el retrato físico más completo que conozco de la futura reina de España, como si del reclamo de una agencia matrimonial se tratase:

Querido Fernando de mi vida, Fernando de mi corazón. Hoy ha sido el día para mí más feliz de mi vida. Como si no faltara más para que fuese completo que estuvieras aquí. Albricias a mis ojos, Cristina se parece al retrato de la pulsera tanto como el que te he dado, pero éste es mejor pues es animado, tiene los ojos en los carrillos, es de unas curvas regulares, morenilla, pero con mucha gracia, es un poco más pequeña que yo, de buenos colores; la nariz es muy regular, no se le conocen manchas, el pelo muy negro, ojos bastante oscuros y brillantes, muy buenas cejas; en fin, a mis ojos es un conjunto muy hermoso… Le he entregado el librito y me encarga por si no tiene tiempo que te dé las gracias y la disculpe en su nombre y te repita que te desea ver cuanto antes. Perdona la molestia.

Deseo que sigas muy bien, que te aprovechen los paseos a caballo. Nosotros todos muy buenos a Dios gracias. Adiós mi muy querido hermano. Mantente bueno y manda lo que gustes a tu afecta hermana que de corazón te quiere,

LUISA

REGIO ARREBATO

La minuciosa descripción de María Cristina hecha por Luisa Carlota surtió en el monarca el mismo efecto que si la contemplase con sus propios ojos, como lo prueba esta carta que su propio tío carnal Fernando VII dirigía, obsceno, a «la novia», como él la llamaba, fechada el 29 de septiembre del mismo año:

Yo ya me había informado de tus prendas personales y todo esto ha hecho que sin conocerte, ya estoy enamorado de ti y no deseo más que unirme a ti, pues todo el día no pienso más que en mi amada Cristina… Mi anhelo ahora es si yo te gustaré a ti, porque tengo el genio muy vivo y algunas veces me impaciento…

Sobre María Cristina, el escritor coetáneo Agustín Pérez Zaragoza dijo en 1833 que era la «hermosa Minerva de la Iberia». Hasta un marino americano, Slidell Mackenzie, algo fetichista por cierto, se encaprichó de sus orejas, menudas y armoniosas, las primeras que contempló realmente bellas, como luego consignó en su libro de viajes A Year of Spain.

¿Cómo no iba a sentir entonces un flechazo el libidinoso Fernando VII, con tres esposas fallecidas ya a sus espaldas y un sinfín de furtivos encuentros durante sus largas juergas nocturnas en compañía de Pedro Collado, apodado «Chamorro», criado del rey y zafio aguador de la Fuente del Berro?

Tal fue su arrebato al contemplar la diminuta imagen, obsequio de Luisa Carlota insistamos, que la misma noche en que falleció su tercera mujer, Fernando VII envió a Nápoles a Pedro Bremón y Alfaro para iniciar la negociación de la boda con su sobrina carnal.

CUMBRES ALTAS

Rompamos ahora otra lanza por Luisa Carlota, cuyas armas de mujer resultaron decisivas para casar a su hermana con el monarca, coronando así dos inaccesibles montañas: el cúmulo de intrigas suscitado por este nuevo matrimonio, unido a la innegable fealdad del regio novio.

Sobre la primera recóndita cumbre, la propia hermana del rey, la infanta Carlota Joaquina de la que nos ocupábamos en el anterior capítulo, llegó a ofrecerle como esposa a su hija la princesa de Beira, viuda y con un hijo.

Incluso las huestes apostólicas, acaudilladas por la infanta María Francisca de Asís, propusieron como novia de Fernando VII a otra princesa alemana muy influenciable.

Pero la infanta Luisa Carlota, de espíritu liberal y fuerte carácter, hizo sucumbir al rey ante los encantos de su hermana menor, hasta el punto de lograr que exclamase, en presencia del bibliotecario del monasterio del Escorial, José Quevedo: «Otras veces me han casado… ¡Ahora me caso yo!».

Ocupémonos ahora de la otra gran cima que debió superar el monarca con ayuda de su cuñada: su repulsivo aspecto.

De figura contrahecha, los grandes y vivarachos ojos negros de Fernando VII no lograban disimular la protuberante napia borbónica, ni su boca hundida y rematada por una saliente mandíbula.

Su primera esposa y prima hermana, María Antonia de Nápoles, quedó «espantada» al conocerle, llorando desconsolada por sentirse engañada sobre su aspecto. No en vano, en la primera carta que escribió la princesa desde Aranjuez a su cuñado, el archiduque Fernando de Toscana, evocó horrorizada la tremenda impresión que le causó el entonces príncipe de Asturias a su llegada a Barcelona:

Bajo del coche y veo al príncipe: creí desmayarme: en el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original es un adonis, y tan encogido. Os acordaréis que Santo Teodoro escribía que era un buen mozo, muy despierto y amable. Cuando está uno preparado encuentra el mal menor; pero yo que creí esto, quedé espantada al ver que era todo lo contrario.

¿No era acaso un milagro conseguir que el gran antagonista de Apolo conquistase el corazón de la Minerva personificada?

Pues Luisa Carlota lo hizo.

Desposada con el infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, nuestra infanta logró disipar el horror patrocinando el enlace con su hermana por el odio que profesaba a su concuñada María Francisca, casada con el infante Carlos María Isidro.

Para los liberales, la lozana María Cristina, convertida finalmente en reina de España, representó la esperanza contra el absolutismo que encarnaba don Carlos, llamado a relevar a su hermano mayor en el trono ante la falta de descendencia de éste y la vigencia de la ley sucesoria que postergaba al principio a las mujeres respecto a los varones.

LA BELLA Y LA BESTIA

Recalquemos el impagable servicio a la Corona de la infanta Luisa Carlota al impulsar el matrimonio de su hermana, logrando incluso que ésta dirigiese cartas de amor al regio novio, como esta misma del 30 de noviembre de 1829:

Mi muy querido tío:

Siempre mayor gusto halla mi corazón en vuestras cartas. La que he recibido esta noche me ha incantada [sic]. ¡Ah, querido tío, cómo responder a tanto amor sino con igual amor! ¡Ah, si también yo tuviese mil corazones, todos serían de usted! Tanto es grande el afecto que me inflama por mi tío y por mi Fernando. No se puede explicar. Yo misma no podría hallar términos para demostrárselo…

Era todo un prodigio que una mujer como María Cristina, que tantas pasiones había desatado «en los corazones combustibles de sus compatriotas», al decir de lady Blessington, se rindiese ahora sin condiciones ante los nulos encantos de Fernando VII «el indeseable».

A María Cristina siempre le había entusiasmado el trato con la gente corriente, favorecido por la situación de las habitaciones que ocupaba en el palacio de sus padres, sobre las caballerizas, donde, según su biógrafo Fermín Caballero, «se oía y se veía lo que no está bien que oigan y vean las señoritas».

De la ardiente corte de Nápoles, un estadista francés llegó a comentar, excediéndose durante una discusión, que las princesas tenían más o menos «le diable au corps» y que si no se daban prisa en casarse era probable que procreasen hijos sin conocer esposo.

El propio lord Malmesbury, que visitó Nápoles en 1829, relataba una anécdota que presenció allí, durante una recepción nocturna en palacio: el noble inglés precedía a un grupo de invitados cuando María Cristina se le acercó y, cogiendo uno de los botones dorados de su uniforme, le pidió que le dejase ver la inscripción; su madre se volvió indignada para recriminar a la princesa.

Incluso a más de un apuesto caballero «se le aconsejó que saliera de viaje, en bien de su salud, por habérsele visto mirando demasiado fijamente a la linda Cristina». Comentario nada exagerado, si se repara en que María Cristina fue amonestada por el arzobispo de Nápoles a causa de un escarceo con un apuesto oficial de la guardia palatina.

Aquella mujer que tantos ardores despertaba en propios y extraños se convirtió así, por mediación de la infanta Luisa Carlota, en la cuarta esposa de Fernando VII y madre de la futura Isabel II y de la infanta Luisa Fernanda.

TODO QUEDA EN FAMILIA

Luisa Carlota pertenecía a una prolífica familia de doce hermanos, la mayor de los cuales era precisamente ella misma, nacida el 24 de octubre de 1804.

Al primogénito de los varones, Fernando Carlos, príncipe heredero de las Dos Sicilias, seguían por edad Carlos Fernando, príncipe de Capua; Leopoldo Benjamín, conde de Siracusa; María Antonia; Antonio Pascual, conde de Lecce; María Amalia; Carolina Fernanda; Teresa Cristina María; Luis Carlos María José y Francisco de Paula Luis, conde de Trapani, el benjamín de sólo dos años.

Luisa Carlota era hermanastra de la duquesa de Berry, dado que el padre de ambas, Francisco I de Nápoles, se había desposado primero, en junio de 1797, con su prima María Clementina de Habsburgo, archiduquesa de Austria e hija del emperador Leopoldo II, fallecida tres años después de dar a luz a María Carolina, convertida luego en duquesa de Berry.

Transcurridos cinco años desde la muerte de su primera mujer, Francisco I se casó en segundas nupcias con la infanta María Isabel de Borbón, hermana de Fernando VII, enlace del que nacieron Luisa Carlota y sus once hermanos.

Era sospechosa María Isabel, como su hermano Francisco de Paula, de ser fruto de los amores adulterinos de la reina María Luisa de Parma con Manuel Godoy, Príncipe de la Paz. La propia embajadora de Inglaterra, lady Holland, advirtió el «indecente parecido» de los infantes con Godoy.

Hija menor de Carlos IV y María Luisa de Parma, la madre de nuestra protagonista había nacido en julio de 1789, diez meses después de que el guardia de Corps Manuel Godoy irrumpiese en la intimidad de palacio.

El testimonio de la reina María Carolina de Nápoles, suegra de María Isabel, levantaba también sospechas sobre la paternidad de la madre de Luisa Carlota. En carta a su ministro Gallo, la reina María Carolina aseguraba, sin escrúpulo alguno, que su nuera era «una pequeña bastarda, a quien quiero mucho porque es muy buena y no es culpa suya haber sido procreada por el crimen y la maldad».

Quien sí advirtió en ella un irresistible atractivo, por paradójico que resulte, igual que sucedió entre María Cristina y Fernando VII, fue Francisco Genaro José de Borbón (Francisco I de las Dos Sicilias), hijo de Fernando IV y de María Carolina, archiduquesa de Austria, al contemplar el retrato de la infanta que le envió la madre de ésta cuando acababa de enviudar.

Por fortuna, María Cristina y, en menor medida, Luisa Carlota se parecían físicamente a su padre, en lugar de a su madre, «deforme, pequeñuela y cabezuda, larga de talle y corta de piernas», en palabras de la princesa María Antonia en carta al archiduque Fernando.

Un verdadero encanto que la reina María Luisa llegó incluso a ofrecer en matrimonio nada menos que a Napoleón y que el emperador de los franceses rechazó con toda la diplomacia del mundo.

Para símiles y calificativos crueles, valga el pronunciado por un indiscreto cortesano que osó describir así a la infanta retratada por Goya en su Familia de Carlos IV: «Si se quiere tener una idea de la gracia de su figura hay que imaginarse una campana».

Privada de ambiciones y de todo sentido político, la madre de la infanta Luisa Carlota subió al trono de Nápoles en 1825, veintitrés años después de su boda con Francisco I, hombre piadoso que gobernó con mano dura las Dos Sicilias hasta 1830.

El rey Francisco I era culto y refinado. Rodeado de los mejores maestros, el príncipe heredero aprendió desde pequeño numerosas lenguas: hablaba griego antiguo y moderno, latín, francés, inglés, alemán, español e italiano. Un políglota consumado del que Luisa Carlota asimiló en parte su asombrosa habilidad para los idiomas.

Como su esposa María Isabel, el padre de nuestra protagonista estaba emparentado con la Casa Real española, pues sus abuelos paternos eran Carlos III, quien años atrás había ocupado también el trono napolitano, y la reina María Amalia de Sajonia, hija del rey de Polonia, con quienes el lector ya está familiarizado.

Por línea materna, Francisco I tenía como abuelos a Francisco de Lorena, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y a María Teresa de Austria, heredera de los Habsburgo.

FORMACIÓN Y CUIDADOS

A la primogénita Luisa Carlota se le impartieron también nociones de historia, gramática, literatura, música y pintura.

Como su hermanastra, la duquesa de Berry, había recibido ella los cuidados de Mad de La Tour-en-voivre, aya de las princesas napolitanas, que le enseñó el francés, lengua materna de los Borbones, además del italiano y del español, que en su caso aprendió directamente de sus padres.

Hasta los once años, Luisa Carlota residió con su familia en Palermo.

Tras la victoria de Austerlitz, en diciembre de 1805, Napoleón declaró extinguida la dinastía de los Borbones en Nápoles, y envió contra el reino al mariscal Masséna, que ocupó la ciudad el 14 de febrero de 1806 para instaurar como rey a José I, a quien más tarde sucedió Joachim Murat.

Dos años atrás había nacido Luisa Carlota en Nápoles, pero ahora tuvo que residir con su familia en Palermo, metrópoli situada en la costa septentrional de Sicilia, que acogió a la Familia Real napolitana bajo la protección de Inglaterra.

La pintoresca población se extendía por el fondo de un golfo muy abierto, dominado al norte por el monte Pellegrino, en el límite de la fértil llanura de Conca d’Oro.

La infanta hizo sus primeros rezos en la capilla de palacio, construida en el siglo XII y repleta de mosaicos y otras riquezas bizantinas o árabes que despertaron muy pronto su sensibilidad artística, igual que en su hermana María Cristina.

El 20 de mayo de 1815, tras la Convención de Calasanza, por la que se devolvía el reino de Nápoles a los Borbones, Luisa Carlota regresó allí con su familia.

Su abuelo, el rey Fernando IV, suprimió la autonomía siciliana y se erigió en Fernando I de las Dos Sicilias, reino establecido oficialmente tras el Congreso de Viena celebrado aquel mismo año.

Con doce años, Luisa Carlota asistió con sus padres y hermanos a la inauguración del Museo Nacional, instalado en un bello edificio construido en 1586. Admiró allí por vez primera la colección de arte clásico única en el mundo, enriquecida por las excavaciones de Herculano, Pompeya, Capua o Cumas, que comprendía pinturas murales, mosaicos, mármoles, bronces y cerámica.

A su gusto estético, unió ella sus excelentes dotes de amazona que igualaba en destreza incluso a los más distinguidos jinetes de la corte de Nápoles.

MADRE Y MÁRTIR

Si Luisa Carlota tuvo once hermanos, la Providencia le dio exactamente el mismo número de hijos, todos ellos alumbrados en un período de quince años. Empezando por el primogénito Francisco de Asís, nacido en mayo de 1820 y desposado luego con Isabel II; y siguiendo por la primogénita Isabel Fernanda Josefa Amalia, apodada «Fernandina», que a sus veinte primaveras se dejó raptar por el conde polaco Ignacio Gurowsky, de quien se separó poco después de casarse. Según Melchor de Almagro, la tal Fernandina fue «una loca zarrapastrosa que vagaba por las calles madrileñas escandalizando a la Corte».

Sea como fuere, el destino reservó a Luisa Carlota no pocos sufrimientos con sus hijos: Enrique, duque de Sevilla, se batió a muerte con Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, marido de la infanta Luisa Fernanda.

Enrique era la otra cara de su hermano mayor Francisco de Asís: el primero, inconstante, altanero, veleidoso, fuerte de carácter y pendenciero; el segundo, en cambio, cultivado, inteligente, calmado e incapaz de romper un plato.

El 15 de mayo de 1870, a la una de la tarde, la infanta Luisa Carlota prorrumpió en llantos mientras los restos mortales de su hijo Enrique eran conducidos al cementerio de la Sacramental de San Isidro, en las afueras de la Puerta de Toledo.

El cadáver del infante iba dentro de una magnífica urna de bronce con cantoneras y frisos dorados, sobre la cual habían colocado la insignia de teniente general, la Gran Cruz de Carlos III y el símbolo de su pertenencia a la masonería, llevando las borlas cuatro masones de la misma categoría que el finado.

En la cabecera del catafalco se veía un escudo con las armas reales, y debajo de éste un paño bordado con signos diversos, descollando el número 33 en cifras de oro… Cuántos sufrimientos tuvo que soportar esta abnegada infanta de España desde su casamiento con el infante Francisco de Paula, el 11 de junio de 1819, primero en el Salón del Trono del Palacio Real de Madrid y al día siguiente con motivo de las velaciones celebradas en el oratorio privado de Su Majestad…

Luisa Carlota ya sabía muy bien cómo ahogaba el dolor de madre, esposa y cuñada.

CONTRA LAS CUERDAS

Mujer de armas tomar, nuestra infanta se las arregló como pudo para variar de nuevo el rumbo de la historia de los Borbones, igual que hizo propiciando la boda de Fernando VII con su hermana María Cristina.

Su audaz intervención resultó también providencial, como enseguida veremos.

Un terrible ataque de gota puso en peligro la vida de su cuñado Fernando VII, el 14 de septiembre de 1832. Postrado en el lecho de su regio dormitorio, en el palacio de La Granja, los médicos desahuciaron al monarca, mientras su amada María Cristina permanecía junto a su lecho atendiéndole como una primorosa enfermera, preocupada por el futuro de su hija Isabel.

Sus razones tenía la reina para estar inquieta por la sucesión, pues en la cámara del infante don Carlos se cantaba victoria antes de tiempo; incluso entre los diplomáticos extranjeros era unánime el convencimiento de que, fallecido el soberano, el trono pasaría a don Carlos, en lugar de a una reina niña como Isabel.

Sola y titubeante, María Cristina temió lo peor. Su hermana Luisa Carlota se hallaba lejos de la corte, en Andalucía, y de don Carlos y su camarilla no se fiaba.

Confió entonces en quien nunca debió hacerlo: en el ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde, un antiliberal que ya había traicionado a su protector Godoy, aprovechándose de la generosidad de Argüelles; un oportunista sin escrúpulos que ahora pretendía abandonar a la hija del rey moribundo para arrojarse en manos del pretendiente carlista.

El ministro Calomarde sugirió a la reina que persuadiese al rey para firmar un decreto nombrándola a ella regente y al pretendiente, primer consejero.

Pero el infante, como esperaba el propio Calomarde, rechazó semejante propuesta, ante lo cual el ministro urdió una regencia conjunta, que don Carlos también rehusó.

Junto a Calomarde, acosaban a la reina con el mismo propósito el ministro de Estado, conde de Alcudia, el obispo de León, el enviado de Nápoles Antonini, los condes Solaro y Brunetti, representantes de Cerdeña y de Austria, y hasta el confesor de María Cristina, don Francisco Telesforo. Todos ellos advirtieron a la soberana de que, para evitar los horrores de una guerra civil, debía dejar que la corona recayese en las sienes de don Carlos.

La Historia echó en falta entonces la fortaleza de carácter de la infanta Luisa Carlota, que no hubiese sucumbido, como sí hizo María Cristina, a las amenazas de los corifeos del pretendiente.

Rendida ante las presiones, la reina indujo a su agónico marido a rubricar un codicilo que derogaba la Pragmática Sanción y, por tanto, las esperanzas de que la hija de ambos, Isabel, pudiese reinar algún día.

A las seis de la tarde del 18 de septiembre de 1832, Fernando VII firmó, obnubilado, el documento en forma de decreto, y luego se sumió en un profundo letargo.

En la cámara de don Carlos daban ya por muerto a Fernando VII, rindiendo pleitesía al nuevo rey…

NADA DE BOFETADAS

Sucedió entonces lo que nadie hubiese imaginado: reventando caballos, la infanta Luisa Carlota llegó a Madrid la madrugada del día 22.

Enterada por el decano del Consejo de Castilla de lo acaecido en La Granja el día 18, se presentó allí de improviso con el infante Francisco de Paula.

El rey mejoraba ya levemente.

En el pasillo se topó con su hermana y la recriminó, llamándola «regina di galleria» por su falta de aplomo; con Calomarde se encaró luego y… ¿lo abofeteó?

Para algún autor, como Comellas, el sonoro bofetón fue pura historia ficción, aunque la impetuosa y resuelta Luisa Carlota fuese capaz de repartir más de un sopapo.

La «leyenda» de la bofetada, como la calificaba Comellas, podía confundirse con el suceso acaecido dos años atrás, en 1830, cuando el general Luis Fernández de Córdova, insultado por el ministro, le propinó un tremendo bofetón que lo derribó al suelo.

Abofetease o no Luisa Carlota a Calomarde, lo cierto es que la intervención de la infanta arrebató a don Carlos la ocasión más clara de ceñirse la corona en toda su vida.

Repuesto Fernando VII, el 31 de diciembre de 1832, anuló por decreto el codicilo del 18 de septiembre, el cual, según él mismo denunció, le había sido dado a firmar en contra de su voluntad. Aquel mismo día, el rey entregó a su esposa el regio bastón de mando mediante otro decreto que la habilitaba para despachar los asuntos de Estado durante su convalecencia, pasando por alto así su reciente debilidad al darle a firmar el codicilo.

Pero en los pocos meses de vida que restaban al monarca, la verdadera soberana fue la infanta Luisa Carlota, ante quien su hermana se plegó sin condiciones hasta el punto de que Cea Bermúdez, primer secretario del Despacho Universal, se reunió casi a diario con ellas y el rey.

Luisa Carlota, como María Cristina, rechazaba el absolutismo, pero por razones muy distintas, fruto de la inquina que profesaba a su concuñada María Francisca, como advertía Salcedo Ruiz en su singular Historia de España:

Con ese odio intenso propio de algunos corazones femeninos, y más que por amor a su hermana María Cristina, y a su sobrina la infantita doña Isabel, porque María Francisca de Braganza no llegase a ser reina de España, [Luisa Carlota] era capaz de todo.

Alentada así por su hermana mayor, María Cristina hizo las primeras concesiones a los liberales: decretó el indulto para los presos políticos y abrió las universidades clausuradas por Calomarde.

Menuda fue siempre Luisa Carlota…