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LA DAMA DE HIERRO

Isabel de Borbón y Borbón

(1851-1931)

Sus hermanas Pilar y Paz la temían por su carácter adusto, agrio y envarado. Eulalia, simplemente, la detestaba. Pero aun así, la también infanta Isabel de Borbón, apodada «la Chata» por su nariz respingona impropia de su casta, debió de estremecerse al conocer el complot orquestado contra su vida.

Con tan sólo veinticuatro años, Isabel era entonces demasiado joven para morir de forma violenta. Únicamente otra infanta más de su misma dinastía, como veremos en el penúltimo capítulo, estuvo en el punto de mira de una banda de asesinos.

Pero centrémonos ahora en la primogénita de la reina Isabel II y de su padre oficial, el rey consorte Francisco de Asís, motejado «Paquita» en las cortes europeas por obvias razones, como ya apuntamos.

Sobre la verdadera paternidad de la Chata, a quien desde su nacimiento rondó ya la muerte como enseguida comprobará el lector, profundicé en mi anterior obra Bastardos y Borbones. Tampoco dudó jamás de su auténtica paternidad Ceferino Míguez, duque de Guanarteme, tal y como consignó en su estudio genealógico publicado en 1966.

La infanta Isabel era hija en realidad de José Ruiz de Arana, hombre muy influyente en el gobierno de la época. De ahí, precisamente, que la hiciesen pasar también a la Historia como «la Araneja».

Tres años antes de nacer Isabel, «el pollo Arana», tildado así por sus detractores, había sofocado heroicamente la sublevación liderada por el general progresista Francisco Serrano.

Poco después, el intrépido capitán de coraceros asistía ya a los bailes que se celebraban por la noche en palacio, gracias a los cuales logró convertirse en favorito de la reina. El nuevo amante disfrutó de las dádivas reales hasta el fin de sus días. Isabel II hizo que le designasen senador real y embajador ante la Santa Sede.

Más tarde, ya en el exilio, Arana pidió permiso a la reina para revelar a la infanta Isabel que él era su verdadero padre. Autorizado a ello, fue junto a su hija y la consoló. Por entonces residía él en París, cerca del palacio de Castilla, propiedad de Isabel II, con su esposa Rosalía Osorio de Moscoso, hija menor de los condes de Trastámara.

El viernes 5 de enero de 1900, el escritor Melchor de Almagro coincidió con la infanta Isabel durante un paseo por la Casa de Campo.

Meses después, caricaturizaba así a la infanta:

Los ojos de la princesa son azules, como los de «Carlos IV» de Goya; el pelo, blanco como la nieve; la nariz, excesivamente chata, que al impedirle respirar a sus anchas hace que los labios se entreabran contraídos, en una extraña expresión de «bull-dog» que fuese a morder.

Tampoco su hermano Alfonso XII podía presumir de sangre absolutamente pura, pues no era hijo de rey sino fruto de los amores tempestuosos de Isabel II con otro atractivo oficial, llamado en este caso Enrique Puigmoltó y Mayans.

Sin ir más lejos, en cierta ocasión la propia Isabel II, mientras discutía con su hijo Alfonso XII por cuestiones financieras, le espetó: «Lo que tienes de Borbón lo tienes por mí». Y se quedó tan pancha.

EL TESORO RESCATADO

Abordemos ya, sin más preámbulos sanguíneos, el intrincado asunto con el que arrancamos este capítulo.

La Historia, por ignorancia en este caso, ha guardado sepulcral silencio sobre el terrible episodio que nos disponemos a desvelar casi un siglo y medio después de producirse.

El Archivo del Palacio Real de Madrid guarda aún ignotos tesoros sobre la dinastía que reina hoy en España; y uno de éstos es, sin duda, el intento de asesinato de la entonces princesa de Asturias, Isabel, y de su hermano el rey Alfonso XII, de tan sólo diecisiete años. Doble magnicidio que, de haberse saldado con éxito, habría «guillotinado», como en la Francia del siglo anterior, la monarquía de los Borbones en España.

Además de infanta, Isabel fue dos veces princesa de Asturias y, como tal, heredera directa del trono: a su nacimiento y hasta el 28 de noviembre de 1857, cuando, sin haber cumplido aún los seis años, fue desplazada de su rango por el alumbramiento de su hermano Alfonso; y en 1874 con la Restauración hasta 1880, tras la venida al mundo de la primogénita de su hermano, María de las Mercedes.

¿Qué habría sucedido si, finalmente, los traidores hubiesen segado las vidas del rey soltero y de su radiante sucesora en el trono? ¿Habría desaparecido de nuevo la monarquía en España, tras el estallido de una revolución similar a la que, siete años antes, había expulsado a Isabel II del país dando paso a la Primera República? ¿O tal vez la causa carlista y su pretendiente hubiesen tenido oportunidad de reinar en España por vez primera desde la muerte de Fernando VII?

La historia ficción no es objeto de esta semblanza, pero cualquiera de esas dos hipótesis hubiese resultado verosímil.

Sabemos que Alfonso XII sufrió un primer atentado el 25 de octubre de 1878, a manos del tonelero anarquista Juan Oliva Moncasi, que disparó hasta tres veces contra él a la altura del número 93 de la calle Mayor. Pero montado en su caballo, al frente de un séquito militar, Alfonso XII salió milagrosamente ileso.

Al año siguiente, el rey volvió a ser encañonado por otro anarquista, el panadero Francisco Otero, autor de varios disparos también fallidos contra el monarca y su segunda esposa, la reina María Cristina, mientras regresaban a palacio en carruaje descubierto tras un paseo por el Retiro.

Pero antes de ambos regicidios frustrados hubo otro ignorado hasta hoy que pudo acabar con las esperanzas e ilusiones del floreciente trono de los Borbones.

Investigando entre legajos polvorientos, descubrí hace algunos años un manuscrito de una veintena de folios cuyo encabezamiento llamó poderosamente mi atención: «Secretísimo», estampó con tinta negra su autor, Francisco Merry y Colom, embajador de España en Berlín.

Fechado el 1 de abril de 1875 en la capital alemana con el membrete de la legación de España, el despacho advertía del delicadísimo asunto a tratar: «Sobre el complot contra la vida de S. M. el Rey y Su Alteza la Princesa de Asturias».

El destinatario de tan alto secreto de Estado no podía ser otro que Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros. El mismo que alentó de manera decisiva la restauración monárquica en España, culminada con el golpe de Estado del general Martínez Campos en Sagunto.

Reconstruyamos, pues, fidedignamente esos mismos hechos que han permanecido tanto tiempo ajenos a los historiadores.

LA CONSPIRACIÓN

Todo empezó la mañana del 31 de marzo de 1875.

A las diez y media, el embajador español en Berlín recibió la visita inesperada de un mensajero en su residencia del hotel Royal.

El criado le tendió una tarjeta de presentación que decía: «Conde de Bray Steinburg, secretario de la Embajada de S. M. el Emperador de Alemania». Instantes después, el caballero que aguardaba afuera irrumpió en el salón alhajado; su gesto afligido puso en guardia enseguida al diplomático español.

—Tengo que hablarle de un asunto muy grave —corroboró el conde de Bray, quien, tras presidir el Consejo de Baviera, dirigía entonces en la sombra el gabinete privado de Otto von Bismarck, canciller y artífice de la unificación alemana.

—Usted dirá… —repuso, solícito, el legatario Francisco Merry en perfecto alemán.

—Le pido mil excusas si hiero su sensibilidad sacando a colación determinados sucesos y personas de España, pero cumplo órdenes estrictas… —advirtió, respetuoso también, el visitante.

Acto seguido, como si volviese a presentar sus credenciales, el conde de Bray dijo ser amigo del príncipe Adalberto de Baviera, hijo del rey Luis I de Baviera y esposo de la infanta de España Amalia de Borbón, por medio de los cuales había conocido a la reina Isabel II en el exilio de París.

—El príncipe Bismarck —agregó el conde— me ha dicho que es usted un hombre de honor, amante del rey y de su familia, y que goza de la confianza de su gobierno, razón por la cual me ha ordenado que contactase directamente con usted.

—¿Y bien? —empezó a impacientarse el diplomático español.

—Usted no ignora que el Príncipe está muy bien informado de lo que sucede en otros países gracias a nuestra red internacional de espías. Hace unos días, él recibió aviso de uno de sus agentes secretos en Madrid, alertándole de que los carlistas y federales tramaban un atentado contra la vida de S. M. el Rey de España y de la condesa de Girgenti (título adoptado por la infanta Isabel tras su boda impuesta con Cayetano de Borbón, conde de Girgenti y hermano de Francisco II, el proscrito rey de las Dos Sicilias).

—¿Está usted seguro de lo que dice? —inquirió el embajador con un nudo en la garganta.

—Completamente —asintió el conde.

Y añadió:

—Para cerciorarse de tan grave asunto, el príncipe Bismarck en persona envió a Madrid a un agente de su máxima confianza, apellidado Regray. El mismo que destacó en su día en la capital para averiguar quiénes habían asesinado al general Prim. Aquí tengo los despachos de Regray y los del cónsul alemán en Bayona. Compruebe usted mismo si no su asombrosa coincidencia —afirmó, entregándole una carpeta.

Francisco Merry y Colom hojeó sigilosamente los documentos durante unos minutos, torciendo el gesto una y otra vez en señal de disgusto y preocupación.

—El caso es gravísimo, sin duda… La conspiración parece estar ya en marcha —resolvió.

—Nada más enterarse Bismarck —advirtió el conde—, me hizo llamar a Londres, donde yo estaba en comisión de servicio. Ayer mismo le visité en su casa de campo y me puso al frente del asunto. Al parecer, la ejecución del atentado se ha adelantado por la actitud del general carlista Cabrera. Von Bismarck exige que empeñe usted su palabra de honor y su fe de caballero en no revelar todo lo que yo le cuente más que al presidente del Gobierno, señor Cánovas del Castillo, así como en que cifrará usted solo los telegramas sin asistencia de secretario alguno. No podemos correr el riesgo de que alguien más de nuestro gobierno acceda a esta información, pues pondríamos en peligro las vidas de S. M. el Rey de España y la condesa de Girgenti.

—Cumpliré cuanto me pide —prometió el embajador con la misma solemnidad que si hubiese firmado un tratado de paz.

—El Príncipe desea que nadie sepa jamás que él mismo ha facilitado toda la información para desarmar el complot. La razón es muy sencilla: a los alemanes nos conviene mantener buenas relaciones con todas las formaciones políticas en España, y no podemos olvidar que en este lamentable asunto se entremezclan personas de muy diversas tendencias.

—¿Se puede saber quiénes? —indagó Merry.

—El obispo de Urgel es uno de los instigadores.

—¡Monseñor Caixal y Estradé! No puedo creerlo.

—Según parece, el prelado sufrió ya varios destierros por simpatizar con la causa carlista y oponerse a los decretos liberales del gobierno. Además, en la tercera guerra carlista fue nombrado Vicario General Castrense de las tropas del pretendiente, si tampoco me equivoco…

—No se equivoca —corroboró el embajador—. Pero me cuesta creer que un obispo pueda respaldar una acción tan ominosa.

—¿Y qué me dice de Zorrilla?

—¿Manuel Ruiz Zorrilla, ex presidente del Gobierno con Amadeo de Saboya?

—El mismo. Nuestras informaciones apuntan a que ya habría aceptado incluso un puesto en el nuevo régimen.

—Eso ya no me sorprende tanto, dado su enconado enfrentamiento con Cánovas y su oposición sistemática a la restauración monárquica en la persona de Alfonso XII. Ruiz Zorrilla representa un peligro cierto en el exilio. Es un masón redomado… ¿Y qué sabe usted de Sagasta?

—Puedo asegurarle que Sagasta nada tiene que ver en el complot, aunque algunos miembros de su partido participen en el mismo.

—¿Los asesinos están en París?

—Allí mismo; debemos vigilarlos para que no regresen a España.

—Otra cosa importante: la reina Isabel II no debe saber nada del asunto para no afligir su corazón de madre.

—No se preocupe, la mantendremos al margen.

Hasta aquí, hemos reconstruido fielmente la entrevista secreta.

Lo que sucedió después es público y notorio. La providencial intervención, y por qué no decirlo también, el interés político del primer ministro Otto von Bismarck bajo el reinado de Guillermo I de Alemania, preservó las vidas de Alfonso XII de España y de su hermana Isabel, protagonista de este capítulo.

El desconocido episodio que acabamos de referir aconteció cinco años después del estallido de la guerra franco-prusiana, provocada por un malentendido diplomático con la Francia de Napoleón III a propósito, precisamente, de la sucesión al trono vacante de España.

Coincidencias de la Historia: el «canciller de hierro», como apodaron a Bismarck sus compatriotas tras anexionarse en 1871 las regiones francesas de Alsacia y Lorena y crear un único imperio alemán bajo la corona de Guillermo I del que sólo quedó excluida Austria, salvó providencialmente la vida de la «dama de hierro», como hemos motejado a nuestra infanta Isabel de Borbón.

El destino quiso, en cambio, que Cánovas del Castillo muriese asesinado a manos del anarquista italiano Angiolillo, el 8 de agosto de 1897.

Mientras el presidente del Gobierno descansaba en el balneario guipuzcoano de Santa Águeda, del cual era cliente habitual, el criminal se le acercó y le disparó tres tiros a bocajarro. Su muerte causó gran estupor internacional. La desconsolada viuda recibió el pésame de todos los soberanos y estadistas de Europa, incluido Bismarck, que nada pudo hacer entonces para salvarle la vida.

La infanta Isabel se deshizo en elogios hacia el gran hombre de Estado que ayudó a desbaratar el complot contra su vida y que constituía uno de los más sólidos pilares de la regencia de María Cristina de Habsburgo.

LA MUERTE AL ACECHO

El fantasma de la muerte rondó, implacable, a la regia familia de la infanta Isabel y a ella misma desde antes incluso de su propio nacimiento, registrado el 20 de diciembre de 1851.

Un año antes, el 11 de julio, nació casi muerto su hermano mayor y primero de los diez hijos de Isabel II; el principito de Asturias vivió tan sólo una hora, lo suficiente para recibir el agua bautismal con el nombre de Fernando, como su abuelo.

La reina alumbró a su segundo vástago con veintidós años de edad. Asistida por los médicos de cámara Francisco Sánchez, Bonifacio Gutiérrez y Pedro Rubio, la soberana dio a luz una robusta niña a las once y diez minutos de la mañana del 20 de diciembre de 1851. Su padre oficial, el rey Francisco de Asís, presentó a la recién nacida sobre una bandeja de plata a los cortesanos congregados en palacio, y a continuación se asomó con ella al balcón principal para que la aclamase todo el pueblo mientras se izaba la bandera blanca en la Punta del Diamante.

Pero apenas mes y medio después, el 2 de febrero de 1852, la amenaza de la muerte asoló de nuevo a la reina. Sucedió en la festividad de la Purificación de la Virgen, durante la primera salida de Isabel II tras el alumbramiento de la princesita de Asturias, bautizada como María Isabel Francisca de Asís.

Terminada la «Misa de parida» en la capilla real de palacio, la soberana se dirigió a su cámara para cubrirse con un espléndido manto de terciopelo carmesí y bordado de oro.

Poco después, la comitiva se dispuso del siguiente modo: en cabeza iba la alta servidumbre de palacio, seguida de la reina, y ésta, a su vez, de la marquesa de Pobar, que llevaba en brazos a nuestra protagonista. Rodeaban a la reina y a la marquesa el rey consorte Francisco de Asís, la reina madre doña María Cristina, la infanta Luisa Fernanda, el infante Francisco de Paula, el nuncio de Su Santidad y el cardenal arzobispo de Toledo. Cerraba el cortejo el capitán de guardias, duque de Bailén, junto a otros jefes del cuerpo de alabarderos y numerosos personajes de la corte.

Los alabarderos velaban en todo momento por la seguridad de la reina y de su familia, incluida naturalmente la princesita Isabel, impidiendo que el público se acercase a la galería de palacio por donde transcurría la comitiva. Pero cuando Isabel II alcanzó las ventanas de la Sala de Alabarderos, una repentina tromba de público obligó a detener la procesión.

Entre la multitud apiñada, un hombre vestido con hábito de sacerdote atravesó resueltamente la muralla humana y suplicó a los alabarderos que le dejaran situarse en primera fila para entregar a la reina un memorial. Los guardias titubearon, pero la reina, que había observado atentamente la escena, ordenó que franquearan el paso al humilde clérigo. Éste avanzó y se arrodilló, en espera de que la soberana llegase a donde él se hallaba. Confiada y resuelta, la reina se acercó para recoger el memorial, justo cuando el sacerdote extrajo un estilete del interior de su sotana, asestando con él una fuerte puñalada a Isabel II en el costado derecho, de donde empezó a brotar la sangre.

La soberana gritó de dolor: «¡Ay, que me han herido!», y se desplomó en el suelo.

Su hijita Isabel presenció, impertérrita, el atentado. Enseguida cundió el pánico entre los asistentes, que creían muerta a la reina. Un alabardero se abalanzó contra el regicida y lo derribó, mientras éste aún exclamaba: «¡Tiene bastante!»; otro guardia recogió del suelo el puñal.

Sin pérdida de tiempo, el coronel de alabarderos Manuel Mencos tomó a la princesita en brazos para protegerla; gesto por el que más tarde la reina le concedería el merecido título de marqués del Amparo.

El regicida resultó llamarse Martín Merino Gómez, de sesenta y tres años, natural de la localidad riojana de Arnedo. Su fatídica hora llegó meses después, tras un proceso judicial en el que fue sentenciado a muerte.

Subido al cadalso, Merino hizo ademán de dirigirse al pueblo; percatado de ello, el público le frenó con un estruendoso grito de «¡Viva la reina!». Encogiéndose de hombros, Merino se sentó en el garrote y, mientras le ataban los pies, dijo al verdugo:

—No apriete usted mucho, que yo procuraré no menearme.

Luego se echó la argolla al cuello para probarla, y añadió alzando la voz:

—¡Señores, voy a decir la verdad, como la he dicho toda mi vida!

Se repitieron los vivas a la reina, pero el reo continuó, sereno:

—No voy a decir nada contra esa señora. El acto que he perpetrado es un acto exclusivamente de mi voluntad y no tengo cómplices. Sépase que ninguna conspiración ha tenido connivencia ni conexión conmigo. He dicho.

Acto seguido, volviéndose hacia el verdugo, le indicó:

—Cuando usted quiera.

El verdugo le colocó de nuevo la argolla en el cuello y dio la vuelta al fatal tornillo. La cabeza del difunto regicida frustrado quedó un poco inclinada. En su rostro no hubo alteración, como si hubiese tenido energía suficiente hasta el final para no estremecerse con violentas sacudidas.

TODO UN CARÁCTER

A esas alturas, la reina se había recuperado de sus heridas.

Su hijita sería, con los años, cómplice también de sus intimidades, incluidos escándalos, intrigas y desengaños.

Desde el principio, Isabel se propuso ser la otra cara de su madre, opuesta a su voluptuosidad e indolencia, a ese laissez passer que caracterizó siempre a la reina infiel.

En su ánimo prendió enseguida un exagerado sentido del deber que le llevó a defender, aun a costa de su propia felicidad, el trono de su hermano Alfonso XII y de su sobrino Alfonso XIII.

Fue conservadora a ultranza. «¡Tonterías francesas!», exclamaba ante todo lo que consideraba más o menos progresista.

Cuando Sagasta fue jefe del Gobierno, ella dijo de sus opiniones políticas: «¡Oh!, era de esperar. Toda persona sana puede sufrir la escarlatina».

Sobre su adusto carácter, al que aludíamos al principio, dejó constancia escrita Emiliano Aguilera, que conoció bien a la Chata:

Pero, a cuento de la simpatía de la Chata, ¿quiénes pudieran verla reír? Ni siquiera, por lo que he sabido de allegados, amigos o servidores suyos, reía en la intimidad y, sin llegar a tanto, sonreía muy poco. Si alguien dijo que le hacían gracia las bufonadas y las socarronerías populares, no dijo la verdad… Lo cierto es que ella sonreía con cuentagotas y entendía la dignidad de su alcurnia apareciendo siempre tiesa y envarada, más pronta al ceño severo que a cualquier gesto benévolo o acogedor.

La propia infanta Beatriz revelaba a la escritora Pilar García Louapre el verdadero carácter de su tía abuela Isabel:

Recuerdo que la infanta Eulalia tenía una gran personalidad. Decía que encontraba pesadas a sus hermanas, sobre todo a la Chata… Decía que Isabel era «pomposa» y, a veces, demasiado severa. La tía Isabel era muy popular, pero a veces las efusiones de la muchedumbre la fastidiaban. Mi padre [Alfonso XIII] se metía mucho con ella. Hay una anécdota que a mí me divierte mucho y era que cuando le acompañaba en las cosas oficiales, y estaba con el público, en una muchedumbre formada por la gente que la quería mucho, la apretujaban y se acercaban para saludarla, Isabel iba con la sombrilla «en ristre» y les daba con ella en las costillas; les hacía daño, y les decía sonriendo: «Tan amigos», con lo que la gente se alejaba. Mi padre le decía: «¡Ay, tía, qué cosas dices!». Y no se enfadaban, «tan amigos», también entre tía y sobrino.

Sus continuas renuncias a la propia dicha y los dramáticos acontecimientos que le tocó vivir, sumados a las numerosas decepciones por la ajetreada vida de su disipada madre, hicieron de Isabelita un alma abnegada. Acabó desposándose con quien ella no quería, obedeciendo ciegamente a la reina, que deseaba compensar con un matrimonio a la Familia Real de Nápoles y Sicilia tras enviarla al exilio por reconocer la unidad de Italia en la persona de Víctor Manuel II de Saboya.

Semejante respaldo de Isabel II, impulsada por sus ministros liberales, supuso el destronamiento de su primo Francisco II de Borbón, rey de las Dos Sicilias, a quien quiso complacer pidiéndole formalmente la mano de su hermano Cayetano, conde de Girgenti, para desposarlo con Isabelita, de tan sólo diecisiete años. Fue así como Cayetano de Borbón, de veintiuno, llegó a Madrid para convertirse en marido de nuestra infanta, siendo agasajado por la reina con las distinciones de infante de España y coronel del Regimiento de Húsares, con guarnición en Madrid.

La boda tuvo lugar con nocturnidad y alevosía, a las diez de la noche del 13 de mayo de 1868, en la capilla real de palacio. Pero lo que era una celebración real se tornó poco después en un funeral monárquico…

EL DISPARO FATAL

El estallido de la revolución española de septiembre sorprendió a los recién casados en París. A Cayetano le faltó tiempo para regresar a Madrid e incorporarse a su regimiento. Se batió como un jabato en la encarnizada batalla de Alcolea, que supuso el destronamiento de Isabel II.

Isabelita jamás olvidó su valor y, aunque no estuviese enamorada de él, siempre lo quiso y cuidó.

En junio de 1870 recibió la infanta otro aldabonazo del destino: mientras viajaba en el expreso con su marido para asistir en París a la abdicación de Isabel II en el joven príncipe de Asturias Alfonso XII, Cayetano sufrió el primer ataque epiléptico en su presencia. Consciente de su incurable enfermedad, el infante sucumbió a una depresión que a punto estuvo de costarle la vida tras arrojarse, desesperado, por una ventana del Hôtel du Cygne, de Lucerna.

El 26 de noviembre de 1871, a las nueve de la mañana, Isabel presenció horrorizada lo que nunca pensó que verían sus ojos: su esposo yacía con un revólver humeante todavía en la mano y la sien perforada. Segundos antes, ella había escuchado una detonación proveniente de su despacho del hotel suizo.

Ahora sólo le faltaba asistir a su propia muerte. Y ésta llegó en peor momento aún que la de su marido. Con casi ochenta años y paralizada por una apoplejía, la infanta revivió el derrumbamiento de la monarquía el 14 de abril de 1931. Proclamada la Segunda República, su sobrino Alfonso XIII partió hacia el exilio; al día siguiente lo hizo la reina Victoria Eugenia con el hemofílico príncipe de Asturias en una camilla, y los infantes. Y el día 19, la infanta Isabel emprendió el mismo camino en tren tras rechazar el galante ofrecimiento del gobierno provisional de permanecer en España, en atención a su quebrada salud.

Al cruzar la frontera, la anciana infanta llevaba apenas 200 pesetas en el bolso y unas cuantas alhajas de su joyero personal. Cuatro días después de abandonar Madrid, su corazón dejó de latir.

Murió casi sola, acompañada de su hermana Eulalia —cara y cruz de la misma familia—, que hasta el último momento permaneció a su cabecera en el convento de la Ascensión (Villa Saint-Michel), en la rue de la Faisanderie del barrio de Auteuil, regido por la madre Dolores Loriga, hermana del conde del Grove, preceptor del rey.

La «dama de hierro» reposa hoy, hecha cenizas, en la colegiata de La Granja de San Ildefonso, junto a Felipe V e Isabel Farnesio y lejos de su marido y de sus hermanos.