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LA SUPLENTE
Luisa Fernanda de Borbón y Borbón
(1832-1897)
El 29 de marzo de 1830, consciente de que la reina María Cristina estaba al fin embarazada, su esposo Fernando VII se había apresurado a restablecer la Ley de Partida con la Pragmática Sanción, dejando así sin efecto la Ley Sálica de Felipe V para que su sucesor, fuese hembra o varón, pudiese reinar.
Con la Ley Sálica en vigor, a la muerte de Fernando VII los derechos sucesorios pasaban automáticamente a su hermano menor Carlos María Isidro.
Por esta razón, y para que la Corona de España quedase en su línea descendiente directa, el monarca promulgó la Pragmática Sanción sin esperar a conocer el sexo de su hijo, que resultó ser al final la futura Isabel II.
La provocadora medida de Fernando VII acrecentó el odio entre los partidarios liberales de Isabel II y de su madre, y los absolutistas del llamado Carlos V, con el consiguiente estallido de las guerras carlistas.
Así estaban las cosas cuando la reina María Cristina volvió a quedarse embarazada por segunda vez en la primavera de 1831, resurgiendo las divisiones entre quienes anhelaban la llegada de un varón para zanjar las disputas sucesorias, y los partidarios de don Carlos, recelosos de que un heredero masculino frustrase para siempre las aspiraciones del infante a la Corona.
El doctor Asso Travieso regresó en noviembre a Santander en busca de dos amas de leche; finalmente escogió a María del Cobo y a Ramona Alonso.
Por segunda vez renació la esperanza sucesoria en Fernando VII, que escribió ilusionado a su secretario Grijalva:
Tu ama sigue con sus ascos y ganas de vomitar, y está muy agradecida a las oraciones de Nuestra Señora de Valverde y Santísimo Cristo de la Veracruz, y desea se continúen.
María Cristina, por su parte, insistía en la eficacia de las plegarias a la Virgen de Valverde, de la cual se declaraba también devoto su esposo, como reconocía él mismo a su secretario en esta otra carta:
Tu ama me encarga te diga que, ya que vas a Fuencarral, no te olvides de la Virgen de Valverde… Tu ama sigue muy bien; pero se le ha puesto en la cabeza que va a malparir, por ciertos dolorcillos que tiene; Castelló dice que no hay miedo; sin embargo, aprieta tú en mi nombre a Nuestra Señora de Valverde.
La Virgen de Valverde escuchó finalmente sus ruegos: a las dos y media de la tarde del 30 de enero de 1832, nació felizmente la infanta Luisa Fernanda.
A falta de un varón, el destino sembró otra vez la discordia dinástica, mientras la salud del monarca empeoraba.
Con cuarenta y siete años, Fernando VII se movía ya torpemente a causa de la gota que le torturaba y que al año siguiente le llevó sin remedio a la tumba.
Luisa Fernanda se convirtió así, desde su nacimiento, en un recambio para la corona que, tras la regencia ocupada por su madre María Cristina durante siete largos años, ciñó en sus sienes su hermana mayor Isabel II.
Luisa Fernanda era una princesa de Asturias de facto, en calidad de segunda heredera del trono, aunque jamás fuese declarada oficialmente como tal.
TRAUMÁTICA SEPARACIÓN
Desde pequeñas, tanto Luisa Fernanda como Isabel sufrieron el distanciamiento de su madre, casada al principio en secreto con un ciudadano cualquiera: el guardia de Corps Agustín Fernando Muñoz.
Las dos hermanitas crecieron así juntas, convirtiéndose en cómplices de numerosas confidencias. De ojos azules y algo rolliza, Isabel era muy sociable, alegre y apasionada; Luisa Fernanda, en cambio, tenía la mirada oscura y era tímida y retraída, con una tendencia innata a la sumisión, como si presintiese ya desde el principio que sería siempre la «infanta suplente».
El 17 de octubre de 1840, a las seis y media de la mañana, partió la ya ex regente María Cristina del puerto de Valencia a bordo del vapor Mercurio, iniciando su primer exilio de casi cuatro años alejada de su patria y de sus hijas.
A su llegada a la localidad francesa de Port-Vendres, donde se puso bajo la protección de Luis Felipe I de Francia, casado con Amalia de Borbón, tía carnal suya, escribió esta carta al nuevo regente Espartero:
Anoche he llegado a este punto, después de una navegación muy feliz, y no puedo menos de decirte que el capitán, su segundo y los encargados del consignatario, se han comportado muy bien; en particular, el capitán, que desearía el grado de alférez de navío, y el segundo el de fragata. Mucho deseo tener noticias de mis queridas hijas, y del país por quien tanto me intereso; en estos objetos siempre pienso, y mi corazón está con ellos. A todos tus compañeros dirás muchas cosas en mi nombre, y tú cree en el aprecio que te tiene, María Cristina.
¿Cómo pudo una madre, se preguntará con razón el lector, abandonar de tal modo a dos criaturas indefensas de diez y siete años, respectivamente, a las que no volvió a ver hasta pisar de nuevo tierra española, el 4 de abril de 1844, declarada ya la mayoría de edad de Isabel II?
Por tres razones al menos, que sepamos: el daño irreparable que supuso para ella la publicidad de su matrimonio morganático con Muñoz; la necesidad de criar en París a cinco de los ocho hijos nacidos hasta entonces de su relación con el guardia de Corps, y su deseo de que Isabel II reinase en España, aunque fuese bajo una regencia de signo tan distinto a la suya.
El general Baldomero Espartero, conde de Luchana, convertido en ídolo nacional por sus brillantes victorias en la primera guerra carlista, ocupó en efecto la Regencia del Reino y encargó la tutoría de Isabel y Luisa Fernanda al diputado asturiano Agustín Argüelles, masón y defensor de la Constitución de 1837.
Pero el tono conciliador de la reina difería por completo del victimismo de su célebre manifiesto de Marsella publicado poco después, cuya autoría la prensa francesa atribuyó no sin razón al ex ministro Cea Bermúdez.
Decía así:
ESPAÑOLES:
Al ausentarme del suelo español en un día para mí de luto y amargura, mis ojos arrasados de lágrimas se clavaron en el Cielo para pedir al Dios de las misericordias que derramara sobre vosotros y sobre mis augustas hijas mercedes y bendiciones.
Llegada a una tierra extranjera, la primera necesidad de mi alma, el primer movimiento de mi corazón ha sido alzar desde aquí mi voz amiga, esa voz que os he dirigido siempre con un amor inefable, así en la próspera como en la adversa fortuna.
Sola, desamparada, aquejada del más profundo dolor, mi único consuelo en este gran infortunio es desahogarme con Dios y con vosotros, con mi padre y con mis hijos.
No temáis que me abandone a quejas y a recriminaciones estériles; que para poner en claro mi conducta como gobernadora del Reino, excite vuestras pasiones. Yo he procurado calmarlas, y quisiera verlas extinguidas. El lenguaje de la templanza es el único que conviene a mi aflicción, a mi dignidad y a mi honra.
Igual que hizo su bisnieto Alfonso XIII casi un siglo después, María Cristina justificaba a continuación su decisión de abandonar España en el deseo de evitar una cruenta guerra civil:
Algunos hubo que me ofrecieron su espada, pero no acepté su oferta, prefiriendo yo ser sólo mártir a verme condenada un día a leer un nuevo martirologio de la lealtad española. Pude encender la guerra civil; pero no debía encenderla la que acaba de daros una paz como la apetecía su corazón, paz cimentada en el olvido de lo pasado; por eso se apartaron de pensamiento tan horrible mis ojos maternales, diciéndome a mí propia, que cuando los hijos son ingratos, debe una madre padecer hasta morir; pero no debe encender la guerra entre sus hijos.
Pasando días en tan horrenda situación, llegué a mirar mi cetro convertido en una caña inútil, y a mi diadema en una corona de espinas. Hasta que no pude más, y me desprendí de ese cetro y me despojé de esa corona para respirar el aire libre, desventurada sí, pero con una frente serena, con una conciencia tranquila, y sin un remordimiento en el alma.
VIDA EN EL ALCÁZAR
En la soledad de palacio, Luisa Fernanda mostró enseguida la falta de cariño, acentuada por su gran corazón.
En una carta a su entonces aya, Joaquina Téllez-Girón, marquesa de Santa Cruz, la infanta exhibía con ingenuidad sus cualidades y defectos: docilidad frente a pereza en el estudio:
Mi querida aya: Te doy mi palabra de dar muy bien las lecciones; te la he dado y no la he cumplido y a mí me viene bien cumplir las palabras y las promesas y yo me aplicaré para ser más sabia. Adiós, querida aya; recibe mil besos de tu amante amiga que te ama de corazón.
Su educación dejó bastante que desear, encomendada a profesores elegidos no por sus cualidades intelectuales, sino por su afección al trono. Tan sólo las clases de arpa y canto entusiasmaban a la pequeña, inclinada ya desde entonces a la práctica religiosa.
La brillantez y personalidad arrolladoras de Isabel eclipsaban a nuestra infanta a medida que iba creciendo y hacían que se encerrara cada vez más en sí misma.
La condesa de Espoz y Mina, Juana de Vega, al cuidado también de las niñas, advertía con extrañeza en sus Memorias que no las encontró afligidas por la marcha de su madre, mostrándose incluso Isabel convencida de que la reina gobernadora jamás regresaría a España. Así lo manifestaba la condesa:
Con sorpresa vi que no hablaban con frecuencia de su madre, no siendo cuando se trataba del viaje, sobre el que me contaron mil circunstancias curiosas, y algunas de ellas me hicieron inferir que la resolución del viaje de Su Majestad fuera del reino fuese no sólo aprobada sino impulsada por personas que gozaban de toda su confianza, pues ni una sola vez las vi afligidas con la idea de que no volviese a verlas. En dos distintas ocasiones me preguntó Su Majestad si creía que su mamá volvería; mi contestación fue que lo ignoraba. La réplica de Su Majestad fue: «Ayita, yo creo que no».
Doña Juana de Vega no se equivocó en su corazonada…
ASALTO AL PALACIO REAL
La soberana expatriada contaba con numerosos partidarios que conspiraron activamente desde la política para devolverle la regencia, como Martínez de la Rosa, Cea Bermúdez o Donoso Cortés.
Al mismo tiempo, en los cuarteles, los auténticos cerebros de la conjura eran los generales Narváez, Diego de León, Manuel Gutiérrez de la Concha y Fulgosio, secundados por el marino Montes de Oca.
O’Donnell iniciaría el movimiento en Navarra; Borso le apoyaría en Zaragoza; de Andalucía se encargó Narváez; en el norte se sublevaría Montes de Oca, y en Madrid la acción quedaría a merced de León, Concha, Fulgosio, Pezuela y otros jefes adictos a la causa de María Cristina.
El alzamiento no le salió gratis a la depuesta regente, que puso a disposición de los militares rebeldes nada menos que 8 millones de reales.
La misión más audaz corrió a cargo de los sublevados de Madrid, que planearon asaltar el Palacio Real, apoderarse de la reina niña y de su hermana Luisa Fernanda, y proclamar la regencia de María Cristina.
La noche del 7 de octubre de 1841, los heroicos tenientes Gobernado y Manuel Boria, a la cabeza de varios soldados, invadieron las escaleras del alcázar, ayudados por los generales. Pero los alabarderos comandados por Domingo Dulce y Barrientos lograron rechazar a los sediciosos tras una lucha enconada.
Concha, Pezuela y Fulgosio, vestido de levita, sin más insignia militar que el fajín, huyeron por la calle de la Almudena y lograron salir de España.
Peor suerte corrió Diego de León, conde de Belascoain. Perseguido por soldados a quienes había mandado en la guerra civil, fue finalmente detenido y condenado a muerte por un consejo de guerra.
Nadie creía que el bizarro teniente general de treinta y tres años, compañero y amigo de Espartero durante la guerra civil, coronado por los laureles de la victoria en las gloriosas jornadas de Villarrobledo y Belascoain, no mereciese la recompensa del indulto.
La reina niña suplicó al regente que le perdonase, pero éste fue inexorable y cruel. El condenado murió como un valiente, negándose a que le vendasen los ojos y dando él serenamente la voz de fuego al pelotón de fusilamiento.
Poco antes de expirar, escribió una carta a su verdugo Espartero dejando en evidencia a María Cristina.
HÉROES CON ESPADAS
Entretanto, Isabel alabó también a quienes habían defendido valerosamente a ella y a su hermana Luisa Fernanda en palacio. La pequeña preguntaba con frecuencia a su tutor, Agustín Argüelles, si las espadas que se estaban haciendo para regalar en su nombre al coronel Dulce y al teniente coronel Barrientos habían sido ya templadas.
Al cabo de unos días, se dispuso ella misma a entregárselas en la Real Cámara, en presencia de los jefes de palacio, tras pronunciar este discursito influenciado sin duda por su propio tutor, enemigo declarado de la reina madre:
Coronel Dulce, teniente coronel Barrientos, recibid de mi mano estas dos espadas en señal de mi aprecio y agradecimiento por vuestro valor heroico en la noche del 7 de octubre. Yo no olvidaré jamás este eminente servicio, y espero que vosotros defendáis en cualquiera ocasión con la misma lealtad y bizarría que entonces la persona de vuestra Reina y el Trono constitucional contra todos los que intenten atacarlos.
Ignoraban entonces Isabel y Luisa Fernanda que el frustrado asalto al palacio había sido obra de su madre, impaciente por tenerlas consigo en París.
La desconocida carta de la infanta Luisa Fernanda a su hermana, cuatro meses después de aquella terrible noche, prueba su ingenuidad:
Mi muy querida hermanita:
Ha sido un gusto indecible el que he tenido viendo que hoy te conformaste en dar las espadas; no esperaba yo otra cosa, pues creo que tú estarás eternamente agradecida al servicio que te hicieron Dulce y Barrientos, pues sin ellos la noche del 7 de octubre te hubiesen llevado aquellos que antes tenían fama muy grande de valientes soldados. Adiós, mi muy querida hermanita, consérvate buena, como lo desea tu hermana.
LUISA FERNANDA
Aun así, la conducta de Espartero con Diego de León no se la perdonó la Historia: dos años después, en 1843, fue derribado de la regencia por los vencidos de 1841, teniendo que fugarse a Inglaterra en otro vapor, el Prometheus, de la marina real inglesa.
POR RAZÓN DE ESTADO
Hacia 1844, los propios carlistas, buscando la reconciliación dinástica, reavivaron el viejo proyecto de boda entre el primogénito del pretendiente, conde de Montemolín, y la jovencísima Isabel II.
Para facilitar las negociaciones, don Carlos abdicó en su hijo el 18 de mayo de 1845, adoptando para sí el título de conde de Molina.
Cinco días después, el nuevo Carlos VI dirigió un manifiesto a los españoles, prometiéndoles: «No hay sacrificio compatible con mi decoro y mi conciencia a que no me halle dispuesto para dar fin a las discordias civiles y acelerar la reconciliación de la real familia».
¿No era acaso la celebración de una boda regia con la primogénita de su tío el mejor modo de «acelerar la reconciliación»?
Precisamente a ese «sacrificio», invocado por el nuevo pretendiente, aludía su primo hermano, el infante Francisco de Asís, en una desconocida carta dirigida al conde de Montemolín desde Pamplona, el 13 de julio de 1846:
[La Nación española] tiene derecho a ver recompensados sus sacrificios por sacrificios que a su vez le hagan las personas reales. Me han dicho que uno de los pensamientos de la corte de las Tullerías, en las presentes circunstancias, es tu matrimonio con mi prima. Creo que poniendo los ojos en ti se ha dado un gran paso hacia la reconciliación, que debes desear ardientemente… No malogres, pues, tal oportunidad; aprovéchala por tu bien, el de toda tu familia, y el de esta Nación desventurada.
Paradojas de la Historia: Francisco de Asís ignoraba entonces que sería él, y no su primo, quien finalmente se desposaría con Isabel II.
La corte del pretendiente carlista no aceptó la renuncia de éste al título de rey de España y de las Indias para contentarse con el de rey consorte y sin número.
Entretanto, la «misma corte de las Tullerías» a la que aludía Francisco de Asís en su carta no hacía más que entrometerse en los designios de España, con la anuencia de la reina madre exiliada.
María Cristina se había arrojado en brazos de su tío Luis Felipe, tal y como daba a entender el propio rey de los franceses a su hija Luisa, reina de Bélgica, en otra desconocida carta fechada en Neuilly, el 14 de septiembre de 1846:
Ya sabes, mi querida hija, que la reina Cristina, durante su regencia y mucho tiempo antes de su expulsión, nos pedía sin cesar la conclusión de los matrimonios de nuestros dos hijos menores, los duques de Aumale y de Montpensier, con sus dos hijas, la reina Isabel II y la infanta Luisa Fernanda… Antes de que la reina Cristina viniese a París, y después en las numerosas conversaciones que tuve con ella durante su permanencia a nuestro lado, había respondido siempre a su insistencia en que el esposo de la reina, su hija, fuese uno de mis hijos, manifestándole la opinión, que jamás ha variado, y que hoy día se halla confirmada por el asentimiento casi unánime de la España, de que el esposo de la reina debía, por el contrario, ser elegido entre los príncipes descendientes de Felipe V, en la línea masculina, cláusula que excluía a todos mis hijos.
Tras descartarse otros candidatos para Isabel II, entre ellos los propios hermanos de su madre, los condes italianos de Aquila y de Trapani, además del príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, sobrino del rey de Bélgica, se reparó en el infante Francisco de Asís, hijo del también infante Francisco de Paula, hermano de Fernando VII y de Carlos María Isidro.
María Cristina condicionó el matrimonio de Isabel con su primo carnal Francisco de Asís al enlace simultáneo de nuestra infanta Luisa Fernanda con el duque de Montpensier, a lo que finalmente accedió Luis Felipe de Orleáns, poniendo incluso la mano en el fuego por la virilidad del candidato, a quien luego apodarían sin embargo «Paquita» en las cortes europeas.
BOLSILLOS CUBIERTOS
Hagamos un breve inciso para iluminar tenuemente las cuentas reales.
Al inicio del reinado de Isabel II se dividió en dos la asignación anual de 40 millones de reales percibida por Fernando VII poco después de ser repuesto en el trono de España por Bonaparte, mediante el Tratado de Valencia.
Quedaron así 28 millones de reales para la reina Isabel, menor de edad, y los 12 millones restantes para su madre María Cristina.
En los Presupuestos del Estado de 1845 se elevó la asignación de Isabel II a 34 millones de reales anuales, cantidad que se mantuvo inalterable (salvo en los Presupuestos de 1855 y 1856, que rebajaron la cifra a 28 millones de reales) hasta 1868, cuando la reina fue destronada.
La infanta Luisa Fernanda disfrutó desde 1845, y hasta que nació su sobrina la infanta Isabel, de una asignación de 2,45 millones de reales en calidad de inmediata heredera, y de otros 550.000 reales como infanta; luego se asignaron a ella y a su familia 2 millones de reales anuales, cantidad rebajada a 1,5 millones en 1855 y 1856.
Además de las asignaciones al monarca y a su inmediato sucesor, y de las señaladas por regla general para los infantes, se fijaron otras especiales: Carlos IV y María Luisa suscribieron en 1814, por ejemplo, un convenio con su hijo Fernando VII por el que éste les prometió 8 millones de reales al año.
Para el infante Francisco de Paula, su esposa y sus siete hijos, el gobierno propuso en 1834 a las Cortes una cantidad total de 5,7 millones de reales al año, repartida del siguiente modo: 1,65 millones para el infante; 3,5 millones para los siete hijos, a razón de 500.000 reales para cada uno, y los 600.000 reales restantes a su esposa Luisa Carlota, en concepto de deuda por sus capitulaciones matrimoniales.
Pero las Cortes no concedieron finalmente más que 3,5 millones de reales al infante y a su familia, cantidad que siguieron percibiendo tras el fallecimiento de Luisa Carlota. Más tarde, las Cortes Constituyentes rebajaron esa suma a 1,5 millones, disponiendo que de esa cantidad se entregasen 120.000 reales a cada uno de los siete hijos. En 1857, la cifra volvió a ser de 3,5 millones de reales.
A María Cristina, tras abandonar la regencia, se le asignó por la Ley de Presupuestos de 1841 la cantidad de 3.011.764 reales como pensión anual de viudedad, según las capitulaciones matrimoniales; y en 1845 se le señalaron 3 millones de reales en testimonio de gratitud nacional.
EL GRAN CONSPIRADOR
Las bodas de Isabel y Luisa Fernanda se celebraron la misma noche del 10 de octubre de 1846, en el Palacio Real de Madrid.
Conozcamos de cerca al marido de nuestra protagonista.
Nacido el 31 de julio de 1824 de las entrañas de su madre, la princesa María Amelia de las Dos Sicilias, Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, acabaría matando en duelo a pistola al mismísimo infante don Enrique de Borbón, duque de Sevilla y hermano menor del rey consorte Francisco de Asís, quien para colmo era ya el flamante esposo de Isabel II.
La desmedida ambición de Antonio de Orleáns hizo sospechar ya a varios historiadores sobre su posible participación en el misterioso atentado sufrido por Isabel II el 10 de mayo de 1847, diez meses después de su boda y la de su hermana Luisa Fernanda.
Aquel día, según relataba el historiador Morayta, atravesaba de noche Isabel II la calle Arenal, cerca de San Ginés, cuando un sicario disparó dos veces contra la reina desde un coche aparcado junto al arcén. Una bala rozó la cabeza de la soberana, mientras la otra impactó en su carruaje. Instantes después, la policía detenía al presunto autor del frustrado regicidio, que resultó ser Ángel de la Riva, un joven abogado de buena familia.
El criminal fue inexplicablemente castigado a una pena muy leve y poco después indultado. «El regicidio —concluía Morayta— sólo podía aprovechar a Montpensier».
Esta gravísima acusación tenía cierta lógica, pues si la reina Isabel II hubiera muerto entonces, la corona la habría ceñido su hermana Luisa Fernanda, dado que la reina no tenía aún descendencia. El duque de Montpensier hubiese sido entonces rey consorte, pero rey al fin y al cabo.
Desgraciadamente para su ambición, Montpensier tuvo que contentarse con ser el marido de la hija menor de Fernando VII, porque Inglaterra, que tampoco aprobó su matrimonio con la infanta Luisa Fernanda, se había opuesto radicalmente a que se casara con Isabel II. Parece ser que a los ingleses les bastaba ya con tener un Orleáns en el trono de Francia, como para encontrarse con otro miembro de la dinastía reinando en España.
El tiempo puso en su sitio a Montpensier.
Llegó un momento en que el duque no aguantó más y reveló su oculta ambición, declarando públicamente que «si la reina Isabel II perdía la corona por sus errores personales, no era justo que la perdiesen también la infanta y sus hijos».
Era un secreto a voces que, con la complicidad de su esposa, Montpensier se había erigido en patrocinador de un complot para destronar a Isabel II, llegando incluso a poner a disposición de los conspiradores su propio patrimonio personal. Así pagaba el duque las atenciones de su cuñada la reina, que le había distinguido con los honores de infante de España, nombrándole capitán general y otorgándole el Gran Collar de Carlos III.
En su palacio sevillano de San Telmo, el duque se dedicó a conspirar. Incluso la propia Luisa Fernanda, al regresar en cierta ocasión de la corte madrileña, hizo unas insólitas declaraciones que acabaron convenciendo a los más escépticos sobre las verdaderas intenciones de su marido: «Volvemos de esa corte corrompida e inmunda… La revolución es necesaria… Nosotros estamos dispuestos a ponernos al frente de ella», aseguró la infanta.
Por eso a nadie extrañó que el capitán general de Sevilla, Lassala, entregase a los duques, en su palacio de San Telmo, una real orden que disponía su destierro de España el 9 de julio de 1868.
Destronada Isabel II por la «Gloriosa» de aquel año, se produjo una honda división entre los revolucionarios, que hasta entonces habían estado unidos por su oposición frontal a la reina. Las disputas entre republicanos y monárquicos fueron intensas. Entre los candidatos de estos últimos figuraba precisamente Antonio de Orleáns, a quien apoyaban sin condiciones para ser rey sus partidarios, conocidos con el nombre de «montpensieristas».
El duque de Montpensier tenía también enemigos muy poderosos que se oponían a su ascensión al trono; entre ellos, el general Prim, el político más influyente de la época.
El duque no tuvo así más remedio que acatar el resultado de la votación de las Cortes para elegir nuevo rey, hecho público el 16 de noviembre de 1870, que fue el siguiente: Amadeo de Saboya (191 votos), los republicanos (60 votos), el duque de Montpensier (27), Espartero (8), Alfonso de Borbón, primogénito de Isabel II (2), y 198 votos en blanco.
Casi veinte años después, el 4 de febrero de 1890, Antonio de Orleáns falleció mientras paseaba en coche de caballos por los jardines de una de sus propiedades andaluzas.
Su viuda Luisa Fernanda, nuestra «infanta suplente», se entregó en cuerpo y alma al duelo. Recluida en su palacio sevillano de San Telmo, lloró hasta el final de sus días la muerte del esposo amado, entregada a una «orgía de luto», en palabras del cronista Theo Aronson.
Durante un año entero, Luisa Fernanda no se presentó a la mesa ni paseó por los jardines. Mandó incluso cubrir las habitaciones de crepé, orlar los retratos de negro y oscurecer las lámparas.
«Su vida —añadía Aronson— se centró en torno a la capilla con sus velas vacilantes y sus oraciones continuas»… Hasta que, con sesenta y cinco años, el 2 de agosto de 1897, le sobrevino la muerte.