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LA RISUEÑA

Margarita de Borbón y Borbón

(1939)

Ella no oyó el disparo; tampoco lo vio. Pero estuvo allí…

La mirada entrañable del rey Alfonso XIII, plasmada en un lienzo de Laszlo (1910) que presidía el rellano de la escalera de Villa Giralda, residencia de los condes de Barcelona en Estoril, hacía presagiar la inminente tragedia.

Y ésta llegó, como todas, a traición, cuando nadie lo esperaba: el 29 de marzo, Jueves Santo, de 1956. En medio de aquel paisaje que parecía decorado a propósito, brumoso y lóbrego, soñoliento y fatalista.

Juan Carlos, de dieciocho años, y su hermano Alfonso, de casi quince, habían suplicado a su madre que les dejase jugar con la pistola Long Automatic Star, del calibre 22, que don Juan guardaba bajo llave en un secreter.

Doña María de las Mercedes acabó cediendo, fue a buscar la llave a la chaqueta de su marido y… poco después sonó un disparo, seguido de un desconcertante silencio. Las miradas asustadas de los condes de Barcelona se dirigieron súbitamente a la segunda planta, donde jugaban sus hijos Juan Carlos y Alfonso.

La infanta Margarita, nacida ciega en Roma el 6 de marzo de 1939, estaba arreglándose justo entonces en su habitación para ir a cenar.

Al cabo de cuarenta años, doña Margarita —«Margot» para los suyos— revivía aquel horrible episodio al periodista José Antonio Gurriarán, que lo recogió luego en su excelente obra El Rey en Estoril:

Fue instantáneo, nada. Fue un golpe muy duro para la familia, que nos impactó mucho, porque, además, era el primer ser que moría así… Lo de Alfonsito fue una cosa tan inesperada, volvía de los oficios de Semana Santa, que creo que era la primera vez que se celebraban por la tarde, había ganado la semifinal de un trofeo de golf…

Margarita lloró ya desconsoladamente el día en que su hermano Alfonsito, nacido el 3 octubre de 1941 en Roma, como ella, se fue a estudiar a Madrid con sólo nueve años bajo la tutela del general Franco.

Margarita y Alfonsito estaban muy unidos, seguramente por ser los hermanos pequeños. Lo corroboraba la propia infanta a Gurriarán:

Aquel viaje fue duro para mí, y lloré mucho… Alfonsito y yo hemos estado mucho tiempo juntos, casi toda la vida.

Pero el dolor por la pérdida de un hermano resultaría ya insuperable. La infanta, de dieciséis años entonces, se derrumbaría por dentro. Igual que su madre, la condesa de Barcelona, mientras descansaba en su saloncito privado.

De su pared principal, bajo la amplia chimenea de madera y mármol, colgaba un óleo del hermano de doña María de las Mercedes, don Carlos, muerto en el frente de Guipúzcoa casi veinte años atrás. Al lado, sobre el tresillo de color palo de rosa, había un retrato a la sanguina de su hijo Alfonso, al que estaba a punto de perder también.

La condesa de Barcelona se quedó sin respiración al escuchar los gritos de Juan Carlos mientras bajaba como una exhalación por la escalinata: «¡No, tengo que decírselo yo!», espetó él a la señorita de compañía.

Don Juan salió como un relámpago del despacho y corrió escaleras arriba, hacia el tétrico escenario. Allí descubrió a su hijo Alfonso desplomado en el suelo, con un disparo en la frente. Su primogénito Juan Carlos estaba unos segundos antes con él. El conde de Barcelona intentó detener como pudo la fuerte hemorragia. Taponó con sus dedos los orificios de entrada y salida por donde brotaba la sangre a borbotones. Pero el infante, de sólo catorce años, murió irremediablemente en sus brazos. El médico de la Familia Real, José Loureiro, certificó la muerte instantánea.

Margarita necesitó cambiar de aires para evitar caer en una depresión; su padre la envió a Madrid el 17 de abril para estudiar un curso de puericultura de once meses en la escuela Salus Infirmorum (Salud de los Enfermos), en la antigua calle de Joaquín García Morato, número 18.

Sin embargo, ella no pudo hacer el curso de enfermera por no haber terminado el bachillerato, y se conformó con otros de masaje y fisioterapia.

En la vida alegre y bulliciosa de Alfonsito, el más cariñoso y entregado lazarillo de su hermana cieguita, nada hacía presagiar semejante desgracia.

DEL DULCE EXILIO DE LAUSANA…

Con tan sólo tres años, en octubre de 1942, la infanta Margarita se trasladó con su familia a Ouchy, en Lausana (Suiza). Huían de los peligros de la guerra y buscaban refugio en un país neutral.

A esas alturas, la antigua ama checa de Margarita, que era una excelente puericultora, había comentado a doña María de las Mercedes que su hijita, cuando movía las manos, no se las miraba, al contrario que los niños de su edad.

Comenzó entonces un trasiego por los más afamados oftalmólogos de Italia y de Suiza, incluido el célebre doctor Hermenegildo Arruga de Barcelona, cuya labor científica le valió el condado de Arruga.

Todos los especialistas coincidieron, sin excepción, en el fatal diagnóstico: la infanta distinguía tan sólo un punto de luz y sombras; padecía así un mal irreversible.

Margarita, en efecto, había nacido ciega en la Clínica Americana de Roma. Sus padrinos de bautismo fueron Esperanza de Borbón, hermana de su madre, y su tío el infante don Jaime.

Como la madrina no pudo asistir y la representó al final su hermana Dolores, doña Margarita ironizaba años después con que tenía en realidad dos madrinas.

Desde sus primeros pasos, la infanta fue educada por sus padres para que, dentro de su limitación, pudiese valerse por sí misma; y eso incluía no hacer demasiadas distinciones con sus hermanos y primos.

Su propia madre advertía de los peligros de ese trato tan exigente. Así lo explicaba la condesa de Barcelona a su biógrafo, Javier González de Vega:

No sé si «nos pasamos un poco», pues a veces [Margarita] es demasiado atrevida. La recuerdo cuando en Normandía, en el Castillo de Eu, se subía por tejados altísimos, y los primos le decían: «Margot, el pie izquierdo… ahora el derecho». ¡Y sigue siendo igual!

En Ouchy, alquilaron la villa Les Rocailles, en la rue Roseneck, cerca de Vieille Fontaine y de la iglesia del Sagrado Corazón. En palabras de la infanta doña Margarita al periodista Gurriarán:

A Suiza llegamos hablando francés y español. En realidad, el inglés lo empezamos a aprender en Lausana, con miss Jackson. Lo chapurreábamos, cuatro cosas, pero el inglés bien, con más materia y fundamento, lo empezamos a aprender en Portugal. Mi abuela y mi padre querían que hablásemos siempre español. En Suiza, con los amigos, y entre nosotros los hermanos, a veces hablábamos en francés. Y mi padre se indignaba…

Vieille Fontaine era propiedad de la reina Victoria Eugenia. Pudo comprarla con el dinero que le dieron por una cruz con esmeraldas incrustadas. Pero fue en el espléndido jardín que descendía en pendiente hacia el lago, en Les Rocailles, donde más jugó Margarita con sus hermanos.

A sólo doscientos metros, la infantita tenía como vecinos a sus primos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, que residían en el hotel Royal, rodeado también de un hermoso jardín.

Pasado el tiempo, el dulce exilio en Lausana pervivía entre los mejores recuerdos de doña María de las Mercedes, tal como le relataba a González de Vega:

Allí todos hablábamos en español. Venía gente a vernos, y era importante que los chicos se dieran cuenta de quiénes eran: ¡españoles! Desde muy pequeños, Alfonso casi no se tenía de pie, cuando acababan de cenar, Juan y yo estábamos en mi saloncito arriba, y claro, venían a darnos las buenas noches. Entonces poníamos en el gramófono la Marcha Real, y estaban los cuatro allí formado, quietos, quietos. No la poníamos entera, sino una marcha corta, porque Alfonsito era tan chiquitín que algunas veces se tenía que sujetar a Margarita, que estaba al lado de él, para no caerse.

Nuestra infanta Margarita dio sus primeros pasos de la mano de su abuela, la bella Victoria Eugenia, en el jardín del Royal. Era su nieta predilecta, lo mismo que su abuela era la nieta favorita de la reina Victoria de Inglaterra. Tal vez fuera porque Margarita reclamaba más cariño por su limitación física; carencia que a la reina le recordaba, sin duda, a las de sus hijos hemofílicos Alfonso y Gonzalo, o a la sordomudez de don Jaime.

Margarita era, además, todo dulzura y modestia.

Su amigo alemán Nils Peter Sieger contaría años después a Gurriarán que, cuando había mucha luz, la infanta podía distinguir algunos colores, como el azul y el blanco, y que por eso le encantaba iluminar todo el salón cada vez que iba a su casa.

Una vez la acompañé [a doña Margarita] a una cena con dos alemanes. La señora de la casa la servía en el jardín, y estábamos Margot, los dos alemanes y yo, que, como sabes, soy también alemán. Al servir el vino, la señora le tendió la copa a la Infanta, ésta dio un manotazo y vertió el vino en el vestido de la señora, que se indignó y dijo: «¿Usted no ve?». Margot le respondió, con gran tranquilidad: «No, yo no veo».

De los nietos, Alfonsito era el preferido de la reina Victoria Eugenia, a quien encontraba un gran parecido con su tío Alfonso; consideraba que con su nariz aguileña y su diminuta boca, Alfonsito era casi la viva imagen del difunto príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón y Battenberg.

Margarita y Alfonsito jugaban y reían con su abuela, a quien denominaban cariñosamente «Guenguen», como la propia Victoria Eugenia llamaba también a su abuela la reina Victoria de Inglaterra.

La infanta disfrutó sus primeras vacaciones de invierno en Gstaad, hospedándose con su familia en el Gran Hotel.

La duquesa de Parcent recordaba a Pérez Mateos lo bien que lo pasaron en la nieve: «Nos tirábamos bolas, hacíamos muñecos, paseábamos por los bosques. Y bajábamos en trineo. Nosotros íbamos en unos trineos pequeños que se enganchaban a otros, grandes éstos a su vez, tirados por caballos».

De aquel año de 1943 se conserva una fotografía de los cuatro infantes en la nieve. Juanito y Alfonsito aparecen sentados en un trineo, Margarita sobre el blanco suelo, mientras Pilar sonríe a la cámara, de pie.

Las Navidades fueron especialmente felices en Les Rocailles, donde un Papá Noel alto y corpulento, con unas barbas blancas y larguísimas, despertó el terror de los infantes, incluida Margarita, que oyó a su hermano Juanito llorar despavorido. Papá Noel se despojó entonces de su blanca pelambrera y de su corona de purpurina, y reapareció el rostro de don Juan. Los pequeños se quedaron atónitos y sonrieron luego.

La vida siguió allí su propio ritmo pausado: paseos por la orilla del lago Léman, juegos en el jardín del Royal o Les Rocailles.

… A LA VIDA EN ESTORIL

El 2 de febrero de 1946, los condes de Barcelona abandonaron Suiza para instalarse en Portugal.

Llegaron allí el día de la Candelaria. El embajador español, Nicolás Franco, fue a recibirlos y les ofreció, en nombre de su hermano el Generalísimo, una estupenda casa. Pero don Juan, herido en su orgullo, rechazó el ofrecimiento con un argumento irrefutable: «Los reyes no cobramos mientras no funcionamos».

De aquellos años, Margarita recordaba el sonoro bofetón que le propinó su padre por contar un chiste… ¡sobre Franco!

En su larga conversación con José Antonio Gurriarán, mantenida en su propia casa de Madrid, en diciembre de 1998, la infanta evocaba así aquel lacerante episodio:

Sí, me acuerdo de una torta bien dada que, además, me dolió mucho porque yo adoraba a mi padre. Conté un chiste de Franco y me pegó una torta, al tiempo que me preguntaba, molesto: «¿Quién te ha enseñado eso?». Yo le dije: «¡Ay, papá, no sé, alguna compañera!». Él me respondió: «Pues no te rías nunca si te cuentan algún chiste de esos, no tiene ninguna gracia»… Muchas veces le oí decir que Franco era el Jefe del Estado español y que, por tanto, no teníamos derecho a hablar mal de una persona que, en definitiva, dirigía nuestro país.

Verlo para creerlo, teniendo en cuenta las archiconocidas disputas entre Franco y don Juan durante tantos años, culminadas con el salto dinástico que, a modo de puñalada trapera, asestó el Caudillo al conde de Barcelona en favor del hijo de éste, designándole sucesor.

El 25 de abril de 1946, partió don Juanito hacia Lisboa y, dos días después, lo hicieron Pilar, Margarita y Alfonsito en un avión fletado, cargado de equipaje, que no pudo hacer escala en suelo español.

Los acompañaban a bordo Petra, la doncella de doña María de las Mercedes, Luis Álvarez Zapata, dos señoritas (una española y otra austríaca), el cocinero y un simpático perro scott-terrier.

Los años en Villa Bellver, propiedad del conde de Feijó, un noble portugués, poco tuvieron que envidiar a los de la tranquila Suiza. La vida era también apacible en la pequeña localidad de Estoril, donde se refugiaban otras muchas nobles familias huyendo de las penurias de la guerra.

Los infantes se divertían con algunos de los once hijos de los condes de París, que vivían muy cerca de Sintra, en una gran casa con una granja repleta de animales. En Villa Alkamé jugaban también en compañía de los hijos de los reyes de Italia.

A bordo del pequeño yate Saltillo, los condes de Barcelona y sus hijos navegaban todos los veranos rumbo a Marruecos o a Italia, a Rapallo, donde la infanta María Cristina y Enrico Marone tenían una casa preciosa en lo alto de un acantilado.

«Íbamos como sardinas en lata», recordaba doña María de las Mercedes.

Aquel Saltillo, como su propio diminutivo indicaba, no era precisamente un portaaviones. Pero era más que suficiente para saciar la enorme vocación marinera de don Juan. El día en que se lo prestaron los Galíndez, un matrimonio de Bilbao, fue uno de los más felices del conde de Barcelona. Salió corriendo hacia el muelle de Estoril al divisar sus palos en el horizonte. Y desde entonces, cada verano, los Galíndez, los condes de Barcelona y sus cuatro hijos, acompañados a veces de sus primos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, solían navegar hacia Marruecos.

Partían de Cascais en dirección a Tánger, y durante todo el viaje vivían en el barco. Por las mañanas iban a la playa, y por las tardes paseaban y recorrían los comercios de la ciudad. La condesa de Barcelona y su amiga Mercedes Galíndez aprovechaban para comprar las típicas babuchas en la tienda de un moro frente al hotel Minzah.

Mientras, Juanito y su hermana Pilar se iban de paseo con su primo Alfonso, y Alfonsito se marchaba con su inseparable Margarita y su otro primo Gonzalo.

Solían merendar en casa de Pedro González Díez, marqués de Torre Soto, que tenía una casa muy bonita en el monte.

De regreso en la bahía de Cascais, se deleitaban comiendo «brujas» en el restaurante El Pescador, como denominaban a un cangrejo muy abundante allí que tenía la cruz de Santiago visible en su caparazón rojo, razón por la cual en Galicia lo llamaban «santiaguiño».

A Margarita le encantaba pescar «lulas», como llamaban allí a los calamares; mientras esperaba a que picasen en algún lugar de la costa del Alentejo o del Algarve, su hermano Juanito tiraba del hilo para que ella creyese que ya lo habían hecho. Entonces la infanta, persuadida de que no era una lula, sonreía ante la broma de su hermano.

La condesa de Barcelona cultivó en aquellos años la práctica de la hípica. Muy cerca de su casa había un picadero regentado por un portugués llamado Rogelio Maçedo. Allí empezó ella a montar. Enterado de su afición, Nicolás Franco le prestó a Bonito, un estupendo caballo.

Muy poco después, la condesa de Barcelona cogió una cuadra con dos boxes y alquiló un caballo para Pilar, Pie de Plata; Alfonsito montó a Salvaje, un ejemplar hispano-árabe del hierro de Buendía.

Margarita, que a causa de su ceguera no podía participar en los paseos a caballo, aprovechaba el tiempo a su manera: estudiaba en los libros de braille, escuchaba piezas de música clásica, incluida la Marcha turca de Mozart que tanto le fascinaba, o daba clases de piano.

También visitaba la casa-taller de la modista Josefina Carolo, en compañía de su madre y de Pilar, y a veces incluso de Juanito.

Comentaba la propia Josefina a Gurriarán:

Recuerdo un día en que hice pruebas de un vestido a doña Margarita, y vino acompañada en aquella ocasión por su hermano don Juanito. Por su peso, era difícil confeccionar la ropa a la infanta, había que hacerle unos frunces para disimular los kilos, y ella repasaba todo, no dejaba pasar absolutamente nada… Como la prueba se prolongaba, porque la infanta es una mujer muy frontal, que dice todo con dulzura pero dice todo lo que piensa, me acerqué al infante y le advertí: «Esto se puede demorar un poco más, don Juanito, tenga paciencia».

Josefina Carolo le hizo muchos vestidos largos y blancos a la infanta, la cual repasaba al tacto cada uno de ellos antes de estrenarlo, cerciorándose con exquisita sensibilidad de que le quedaban bien.

Los condes de Barcelona se instalaron en aquella época en Villa Giralda. Así lo recordaba doña María de las Mercedes:

Entonces tenía un solo cuarto arriba y una terraza inmensa. Rocamora lo arregló y en la terraza construyeron cuartos a los lados y al fondo. A un lado estaban las chicas, con su cuarto de baño; al otro, los chicos, igual. Y en el piso estaban también las dos señoritas, y dos cuartos de servicio. La casa era muy simpática. Primero la alquilamos y luego, diez años más tarde, ya se compró.

La condesa de Barcelona añadía, en alusión a su hijo Alfonsito: «Con Margarita estaba más que con nadie y por eso le puso Alfonso a su hijo, que a mí me recuerda al mío».

TACONES CERCANOS

Tras la dolorosa pérdida de Alfonsito, la infanta Margarita se convirtió, como decíamos, en alumna de la madrileña escuela Salus Infirmorum.

Fundado por María de Madariaga, miembro de Acción Católica, el colegio regentaba guarderías para niños necesitados o abandonados donde trabajó con ahínco nuestra infanta por las tardes, mientras que por las mañanas recibía clases teóricas de puericultura.

Permanecería en Madrid desde los dieciséis hasta los diecinueve años. Precisamente con dieciséis, calzó doña Margarita sus primeros zapatos de tacón para asistir a una ópera de Wagner en el Liceo de Barcelona.

Conscientes de su pasión por la música clásica, los condes de San Miguel, que habían residido con los condes de Barcelona en el exilio de Suiza, invitaron a la infanta a su casa durante dos semanas enteras. La estancia de la infanta en la Ciudad Condal coincidió con una gira de la ópera de Bayreuth.

Desde pequeña, los condes de Barcelona le habían inculcado la afición por la música, convertida luego en auténtica pasión, abonándola a unos conciertos que solían celebrarse los martes y algún viernes en los teatros São Luiz y Tivoli, de Portugal.

Doña Margarita aún recordaba al cabo de los años a Carolina Petzenick, su primera profesora de piano al llegar a Portugal, tal como recogió el periodista Gurriarán:

Se probó con Alfonso, pero no dio resultado. Pilar y yo teníamos como profesora a Carolina Petzenick, que era judía polaca; también dio clases a las infantas Cristina y Beatriz, que estaban entonces en Madrid. Como profesora era magnífica.

Fallecida Carolina a mediados de los años sesenta, la infanta siguió estudiando piano con Tania Ashold, que también era muy buena maestra.

En el colegio de religiosas Amor de Deus, del que fueron alumnos sus hermanos durante su estancia en Portugal, se conserva todavía el viejo piano Lanz, fabricado en Berlín, que ella tocó maravillosamente en algunas fiestas estudiantiles.

Doña Margarita domina hoy varios idiomas, es diplomada en puericultura y toca admirablemente el piano.

Preside la Fundación Victoria Eugenia en ayuda de los enfermos de hemofilia, como sus dos tíos carnales Alfonso y Gonzalo, y ha patrocinado, con su marido, la Fundación Duques de Soria, destinada a promover la cultura española.

La fundación ha sido auspiciada por la Junta de Castilla y León y su sede se encuentra en el maravilloso convento de la Merced de Soria.

REINA DE LA SIMPATÍA

Como digna Borbón, de perfil tan parecido al de su padre, doña Margarita hace gala también de una espontánea simpatía.

Su diálogo informal con José Antonio Gurriarán acredita su atractivo perfil humano. El periodista coincidió casualmente con ella en la feria de Carcavelos, localidad cercana a Estoril; la vio allí comprando faldas, camisas y hasta ropa interior, como cualquier ama de casa…

—Y siempre —advirtió Gurriarán a doña Margarita— la encontré regateando. Una vez filmaba unas imágenes de la feria para un reportaje muy cerca de donde estaba usted, en un puesto de gitanos, de esos gitanos típicos de Portugal y de Carcavelos, vestidos de negro de pies a cabeza, con su traje negro, su sombrero negro, sus zapatos negros, aunque sea el día más caluroso del verano. Alguien me contó que lo que compraba la Infanta de España eran unos calzoncillos para su hermano, el Rey don Juan Carlos…

En lugar de quedarse cortada, doña Margarita reaccionó con pasmosa naturalidad:

—Pues puede ser —admitió ella—, porque compré allí infinidad de veces y ropa interior también, claro.

—Tengo que reconocerle —confesó su interlocutor— que en aquella ocasión tuvimos tentaciones de obtener unos planos pero al final no lo hicimos.

—¡Pues me hubieras hecho la puñeta! —exclamó la infanta, soltando una carcajada como las de su padre—. ¡Yo, que voy a Estoril para pasear tranquila por cualquier sitio sin que nadie me diga nada!

Para entonces, doña Margarita había conocido ya al gran amor de su vida en casa del escritor monárquico Alfonso Ussía.

Su príncipe azul en la vida real era Carlos Zurita Delgado, hijo del también doctor Carlos Zurita González y de la farmacéutica Carmen Delgado Fernández.

El novio de doña Margarita era un conocido especialista del tórax, además de un auténtico caballero, que acabó los estudios de Medicina con premio extraordinario y número uno de su promoción.

Enseguida Carlos Zurita puso a prueba el amor de la infanta Margot, marchándose a estudiar un doctorado de dos años en la Universidad de Bolonia; doña Margarita lo siguió sin pensárselo, recurriendo a una buena amiga, la princesa Claudia de Francia, duquesa de Aosta, con quien se alojó en su bonita casa Il Borro, en la vecina Florencia.

Don Carlos la correspondió aprendiendo braille para comunicarse con su amada cieguinha.

EL GRAN SUSTO

Convertido finalmente en marido de nuestra infanta, tras una inolvidable boda celebrada en la iglesia de San Antonio de Estoril, el 12 de octubre de 1972, Carlos Zurita llegó a ser también una eminencia en el campo de la medicina, miembro de su Real Academia, y consejero de importantes empresas como la aseguradora La Estrella, Albertis o el Banco Vitalicio, vinculado entonces al Banco Santander Central Hispano.

Precisamente mientras estuvo en el Banco Vitalicio, el cuñado del rey debió enfrentarse al mayor contratiempo en toda su carrera profesional: su presunta implicación en el denominado «caso Indelso», un fraude fiscal cifrado al principio en 120 millones de euros.

Trabajaba yo entonces en el diario El Mundo y tuve la fortuna de ser el primero en sacar a la luz pública este caso, que brindó a su juez instructor, Luis Pascual Estevill, la posibilidad de comprometer a la Corona en sus negocios sucios para protegerse él mismo, en un claro ejemplo de chantaje judicial que daría poco después con sus huesos en la cárcel.

Pero antes, el juez Estevill imputó a todos los miembros de la Comisión Ejecutiva del Vitalicio, incluido Carlos Zurita, en un delito fiscal, argumentando que el banco, igual que otras muchas empresas, se había servido de la sociedad Indelso para defraudar al Fisco.

Indelso era una pequeña constructora constituida el 21 de enero de 1970 con un capital social de 10 millones de pesetas, que emitió facturas falsas para justificar trabajos que nunca se habían realizado, a fin de que sus clientes, que las compraron, pudiesen generar dinero negro o eludir el pago del IVA.

Don Juan Carlos pasó por momentos de gran tensión, tras conocer que su cuñado había sido citado a declarar como imputado el 1 de diciembre de 1993. Pero nada más conocerse la decisión del juez, la Casa Real intentó por todos los medios anular la citación, cosa que al final consiguió.

La honorabilidad de Carlos Zurita quedó finalmente restaurada.

BUENA HIJA, BUENA MADRE

La infanta reside hoy con su marido en la calle Jorge Juan, muy cerca del Paseo de la Castellana.

En la vivienda, decorada suntuosamente, se respira el lujo.

Llama la atención el magnífico piano que doña Margarita toca con admirable destreza y sensibilidad, y, por supuesto, los recuerdos familiares, algunos de los cuales proceden de su abuela la reina Victoria Eugenia, como una pequeña butaca de brocado, varias miniaturas esmaltadas, y tapetes de petit point.

La biblioteca es una de las joyas de la casa, repleta de volúmenes heredados de su tía abuela Isabel, la Chata, que don Carlos Zurita cuida con verdadero esmero y complacencia, dada su enorme afición a la literatura y a la encuadernación.

Además de su casa en Madrid, la infanta ha pasado algunas temporadas en otra suya en Cascais, donde tantos recuerdos de familia se amontonaban.

De su matrimonio nacieron dos hijos, los mejores regalos del Cielo para doña Margarita. El primogénito, Alfonso Zurita y Borbón, nacido en 1973, estudió Ciencias Políticas en Inglaterra y cursó luego un máster en Relaciones Internacionales en una universidad de Washington, donde trabajó en el Banco Interamericano de Desarrollo, para trasladarse a continuación a la sede de la Unesco en París y regresar poco después a Estados Unidos. Un intenso periplo por el extranjero que no le impidió trabajar como becario en la compañía de instalaciones eléctricas Abengoa, propiedad de la familia sevillana Benjumea.

Su hermana María Zurita y Borbón, nacida dos años después que él, es la sobrina predilecta de don Juan Carlos. Se desenvuelve a la perfección en francés, inglés, portugués, italiano y alemán, y estudió Traducción en la Universidad Europea de Madrid. Trabajó como becaria en el bufete de abogados catalán Cuatrecasas, y en enero de 2000 se incorporó a la agencia de traducciones McLehm, fundada por sus amigas Mónica Artacho y Lola Espinosa de los Monteros. Igual que su tío don Juan Carlos, es una forofa de los coches deportivos, aunque, a diferencia de él, le apasiona la literatura.

A doña Margarita le viene como anillo al dedo este adagio: «Quien es buena hija, es buena madre». Y la infanta invidente profesó amor y fidelidad inquebrantables a su padre el conde de Barcelona, abandonado a la hora de la sucesión por su propia madre la reina Victoria Eugenia, cuando no por su esposa María de las Mercedes o por su hijo Juan Carlos, incluida su nuera Sofía.

El propio don Juan escribió, amargado:

Son muchos los años que llevo en la brecha sintiéndome muy solo. Todos los que por nacimiento deberían siempre estar a mi lado casi no lo han estado nunca.

El «casi» tenía nombre y apellidos: Margarita de Borbón y Borbón, la misma infanta a la que su padre abofeteó de niña por ridiculizar a Franco.