Las cartas del Vaticano

La historia de Borbones y bastardos debe escribirse, a ser posible, con documentos irrefutables.

Por eso, si en páginas anteriores presentábamos algunos legajos inéditos del expediente de fray Juan de Almaraz que cuestionan la pureza de sangre y la legitimidad de los descendientes del rey Carlos IV, además de la increíble confesión de la Reina Gobernadora sobre su matrimonio con Muñoz y sus ocho hijos naturales, en este otro capítulo nos disponemos a ofrecer reveladores despachos reservados del Vaticano y la nunciatura española sobre otro hecho de extraordinarias consecuencias para la dinastía.

Me refiero, claro está, a la probada bastardía del rey Alfonso XII, fruto de los amores tempestuosos de la reina Isabel II con otro atractivo oficial, llamado en este caso Enrique Puigmoltó y Mayans.

No en vano, en cierta ocasión la propia Isabel II, mientras discutía con su hijo Alfonso XII por cuestiones financieras, lo cual era demasiado frecuente entre ambos dado que la madre pedía constantemente al rey cuantiosos préstamos que jamás devolvía, le espetó: «Lo que tienes de Borbón lo tienes por mí». Y se quedó tan ancha.

La nieta de la ardiente y voluptuosa reina María Luisa de Parma poco tuvo así que envidiar a ésta en amores, como enseguida veremos.

Hace ya casi medio siglo que el padre Cristóbal Fernández logró acceder a los despachos internos de la curia eclesiástica sobre tan peliagudo asunto. La casi desconocida correspondencia exhumada por el clérigo revela hechos increíbles. ¿No resulta acaso insólito que la propia Isabel II sugiriese, en un documento privado, que el padre de la criatura que llevaba entonces en las entrañas (el futuro Alfonso XII) no era su esposo, el rey consorte Francisco de Asís, sino el ya mencionado Enrique Puigmoltó y Mayans?

«¿ES QUE DESEAS QUE ABORTE?»

Fechado en Madrid, el 14 de octubre de 1857 (Alfonso XII nacería sólo mes y medio después, el 28 de noviembre), el comunicado reservado de monseñor Giovanni Simeoni, encargado interino de Negocios de la Santa Sede, al cardenal Antonelli, secretario de Estado, desliza un párrafo que le deja a uno helado.

Dice Simeoni:

Ya en precedentes informes dije a V. E. que el general Narváez había hablado fuertemente a S. M. [Isabel II] de la obligación que le incumbía de acabar con el escándalo [el romance de la reina con Enrique Puigmoltó], habiendo sido en estos últimos meses tan enérgicas las expresiones, que la misma Reina, llorando, le repuso: «¿Es que deseas que aborte?».

Dos párrafos después, monseñor Simeoni alude a un nuevo hecho que constituye otro claro indicio de la paternidad de Alfonso XII:

Sobre la importante cautela sugerida por V. E. en su despacho de quitar de las manos del conocido sujeto [Enrique Puigmoltó] la carta de que alardea, no será tan fácil de lograrlo [sic] al Gobierno. La Reina misma ha prometido hacérsela restituir; pero es ésta una de esas promesas que luego no pone empeño en cumplir.

¿Qué carta era ésa tan importante que requería ser recuperada de inmediato para preservar el buen nombre de la reina Isabel II?

El propio monseñor Simeoni nos da la respuesta en otro de sus despachos oficiales al cardenal Antonelli, fechado el 15 de septiembre, más de dos meses antes del nacimiento del futuro Alfonso XII, a quien, por cierto, bautizaría luego el nuncio Lorenzo Barili en representación del papa Pío IX:

El mismo monseñor Claret [confesor de Isabel II] me ha dicho —afirma Simeoni— haberle asegurado la Reina que el padre de la prole que espera es su augusto esposo; pero que en una carta amatoria al oficial de referencia [Enrique Puigmoltó] ha escrito de su puño y letra que dicha prole debe atribuirse a ese oficial, en cuyas manos está la carta.

En román paladino: el verdadero progenitor de Alfonso XII era el capitán de ingenieros valenciano Enrique Puigmoltó y Mayans, como atestiguaba la propia Isabel II en una carta manuscrita dirigida a su amante, donde aseguraba que él era el padre del hijo que entonces esperaba.

¿No es extraordinaria esta revelación, silenciada durante tanto tiempo por obvias razones, igual que el testimonio de Juan de Almaraz?

LOS PUIGMOLTÓ

Añadamos tan sólo unos rasgos del favorito de Isabel II o el padre del rey Alfonso XII, como se prefiera.

Nacido en Onteniente, en agosto de 1827, Enrique Puigmoltó era hijo de un prócer valenciano, el conde de Torrefiel, de nombre Rafael Puigmoltó y Pérez, alcalde de aquella localidad en tiempos de Fernando VII. El padre del favorito era un hombre profundamente inquieto y turbulento, que ambicionaba a toda costa figurar en la corte, pero de la cual siempre se le mantuvo alejado por orden expresa de Fernando VII.

Pese a ello, don Rafael no se cansó de elevar peticiones de gracias y recompensas; en una de ellas reclamó que se le reconociesen sus grados de militar, alegando que fue ayudante de Bessiers en 1824, como general de caballería.

Pero el conde de Torrefiel cometió la osadía de alinearse en la guerra civil junto a los carlistas, enemigos acérrimos de Fernando VII. El monarca no le perdonó jamás semejante afrenta, cerciorándose de que lo condenaban en 1836 a diez años de presidio en Ceuta por «infidencia y espionaje».

Preso en la cárcel madrileña del Saladero, Torrefiel intentó no ser trasladado a Ceuta, arguyendo enfermedades que no padecía; pero la Reina Gobernadora, tras retirarle la llave de gentilhombre, se encargó de que lo condujesen hasta allí.

Finalizada la guerra carlista, el conde de Torrefiel logró ser rehabilitado de todos sus títulos y honores. A diferencia de sus padres, Isabel II olvidó el pasado, consintiendo que se le designase senador por Madrid, en enero de 1846.

Don Rafael Puigmoltó tenía dos hijos, Rafael y Enrique. Ambos eran pendencieros y algo bravucones; ninguno de los dos se libró del arresto por dar sablazos y bofetones, o por hablar mal de un superior.

Rafael, el primogénito, siendo teniente de artillería, asistía en 1853 a los bailes y recepciones que la reina ofrecía en el palacio de La Granja. Pero el azar quiso que al año siguiente, mientras cumplía destino en Alicante, ascendido ya a capitán, falleciese a causa del cólera morbo.

Su hermano Enrique era entonces teniente de ingenieros, de guarnición en Baleares, tras pasar por la academia diez años atrás, durante los cuales pidió continuos permisos para visitar los balnearios de Puda, Vich y Baden, donde trataba de reponerse de una crónica afección herpética, similar a la que sufría su futura amante Isabel II; no en vano, a los padecimientos cutáneos de su padre, sumaba ésta el carácter herpético de su abuela María Luisa de Parma y el de su propia madre, María Cristina; herpetismo que heredaría también el tataranieto de María Luisa, Juan Carlos I, actual rey de España.

Al enterarse de la muerte de su hermano, Enrique Puigmoltó solicitó permiso a la reina para estar junto a sus padres, en Valencia.

El 8 de marzo de 1856 fue destinado como oficial del regimiento del arma, de guarnición en Madrid; se le puso, en concreto, al mando de la cuarta compañía, segundo batallón.

En la corte alcanzó el favor de la reina, que lo distinguió con la Gran Cruz de San Fernando de primera clase y con el título de vizconde de Miranda. Recompensas, como sucedía a menudo con los amantes de Isabel II, ganadas con admirable arrojo en el regio lecho, convertido en auténtico campo de batalla. Sólo que, en el caso de Enrique Puigmoltó, la condecoración de San Fernando se le otorgó por arriesgar su vida en la defensa del Real Palacio los días 14, 15 y 16 de julio de 1856, cuando el general Espartero abandonó el poder y su homólogo O’Donnell tuvo que hacer frente a la sublevación.

Tras alejarse para siempre de la villa y corte de Madrid, a raíz de su sonado romance con la reina, Puigmoltó recaló en Valencia, donde contrajo un primer matrimonio en 1863, el mismo año que fue elegido diputado por Enguera.

En 1879 ascendió a brigadier; y en 1881 obtuvo la Cruz de San Hermenegildo, casándose en segundas nupcias cuando ya era conde de Torrefiel, vizconde de Miranda y general de división.

Fallecido en 1900, el favorito se llevó buena parte de sus secretos de alcoba a la tumba. Pero aun así, los documentos vaticanos revelan hoy detalles desconocidos de su regio idilio.

CUESTIÓN DE ESTADO

Prosigamos con hechos consumados: en el mismo despacho reservado del 15 de septiembre de 1857, monseñor Simeoni ponía en antecedentes al cardenal Antonelli sobre el escandaloso romance de la reina, convertido en una peligrosa carga de profundidad para el Estado.

La trascendencia del documento nos anima a reproducirlo casi íntegro, pese a su extensión.

Dice así:

Eminencia reverendísima:

Hace tiempo que generalmente se viene hablando del cambio del Gabinete Narváez, a causa de la fuerte oposición que le hacen algunos, incluso pertenecientes al partido moderado. No me parece del todo ajena esta causa; pero hay otra, bien deplorable por cierto, que no dejará de afligir el ánimo del Santo Padre [Pío IX]. Hace algunos días que ha comenzado a cundir entre la clase alta, aunque hasta ahora había podido conservarse en relativo secreto, el trato que S. M. tiene, desde hace meses, con un oficial del cuerpo de ingenieros. Llega éste a las habitaciones de la Reina después de media noche, permaneciendo en ellas hasta el amanecer.

El presidente del Consejo de Ministros y el ministro de Estado han hablado fuertemente a S. M. con la amenaza de presentar la dimisión, y le han expuesto la necesidad de alejar del Real Palacio a tal sujeto; el duque de Valencia ya le habría enviado, sin más, a servir en el Ejército de Cuba o de Filipinas, si no le hubiera contenido el temor de producir, con el disgusto, alguna desgracia en el próximo parto de Su Majestad.

He tenido largo coloquio sobre este desagradable asunto con monseñor Claret, confesor de S. M., el cual, considerando que ello es ya tema de justas críticas, y que ya ha hablado seriamente sobre el caso a la Reina fuera de confesión, me ha manifestado haberla declarado repetidas veces, con enérgicas palabras, la estrecha obligación que tiene de alejar a dicho militar, no solamente del Real Palacio, sino también de Madrid; y también las funestas consecuencias que su conducta puede ocasionar a la nación y al trono. Y quiera Dios que, dando a luz un varón, no se abran campo las dudas sobre la legitimidad del mismo y, consiguientemente, sobre el derecho de suplantar a la hermana en la sucesión a la Corona. El mismo monseñor Claret me ha dicho haberle asegurado la Reina que el padre de la prole que espera es su augusto esposo; pero que en una carta amatoria al oficial de referencia ha escrito de su puño y letra que dicha prole debe atribuirse a ese oficial, en cuyas manos está la carta. Añadiome monseñor Claret que, en la triste situación en que él se halla, ha dicho claramente y más de una vez a la Reina que le es imposible aguantar tal estado de cosas; y que la Reina, a sus muchísimas y graves reflexiones, siempre le había mostrado buena voluntad, prometiéndole, hasta con lágrimas en los ojos, alejar de Madrid el objeto de sus ilícitos amores; pero, hasta el presente, no lo ha hecho [la cursiva es, una vez más, mía].

En febrero de 1858, Isabel II no sólo seguía sin cumplir su promesa hecha al padre Claret, sino que sus relaciones con Puigmoltó eran aún más intensas.

El propio nuncio Barili daba fe de ello, en otro comunicado fechado el día 25 de aquel mes:

El mismo monseñor Claret con toda firmeza me ha asegurado, a primeros de este mes, que él estaba engañado y que las deplorables relaciones de Su Majestad con el joven oficial de ingenieros, acaso nunca de veras rotas, poco después del nacimiento del príncipe de Asturias se han reanudado con gran vigor. Le pregunté que dónde pudo obtener indicios tan fuertes para caer en un parecer tan contrario al anterior, y me respondió que algunas de las más ilustres damas de la reina y algún probo oficial de Palacio se lo habían comunicado, inculpando de ello a otro oficial y a una camarera secreta, no sólo de intervenir, sino desgraciadamente en Palacio hay división de partidos entre los cortesanos, procurando los unos insinuarse en el afecto de la Reina, en detrimento de los otros.

Previamente, monseñor Simeoni había llamado la atención, con extraordinaria perspicacia, sobre las dos causas que, en sus propias palabras, convertían a la reina en esclava de «una pasión que la domina»:

Estoy cada día más persuadido —advertía el encargado de Negocios de la Santa Sede— de que son dos principalmente las causas: la primera, la educación que le dieron en los primeros tiempos de revolución, encaminada precisamente a pervertirla; no me es grato referir aquí las indignas artes empleadas para lograr el inicuo fin; la segunda causa debe atribuirse a los que se empeñaron en unirla en matrimonio con un joven de ningún criterio [Francisco de Asís] y de figura casi ridícula, hacia el cual la augusta esposa nunca pudo concebir sentimientos, no diré ya de amor, ni siquiera de simpatía. Añada V. E. a todo esto el incentivo por parte de personas que están a su lado, y reparará en que si la Reina merece por su conducta alta desaprobación, también por otra parte merece compasión.

Permítame el lector una reflexión fugaz: ¿no eran acaso las dos razones esgrimidas por Simeoni argumentos de peso para proceder a la anulación eclesiástica del matrimonio entre Isabel II y Francisco de Asís?

LAS CARTAS DEL PAPA

Lejos de arreglarse, el escandaloso romance de la reina y el oficial de ingenieros adquirió proporciones inusitadas, hasta el extremo de que obligó a intervenir al mismísimo pontífice.

Al padre Vicente Cárcel Ortí, notable historiador de la Iglesia española contemporánea, debemos la exhumación de importantes documentos vaticanos.

El 13 de marzo de 1858, el cardenal Antonelli hizo llegar así al nuncio Barili un despacho, acompañado de dos cartas personales de Pío IX para Isabel II y Francisco de Asís, cuya entrega confió el Papa a la propia discreción de su representante en España.

El despacho reservado dice así:

No hace falta decirle —advertía el cardenal Antonelli al nuncio Barili— de cuáles molestos pensamientos está preocupado el ánimo del Santo Padre, calculando las desastrosas consecuencias que hace temer, ya referente a la religión, ya al orden público, ya a otros, incluso personales, un asunto tan grave y que ha adquirido tales proporciones, que le hacen objeto de perniciosos e inconvenientes comentarios.

Ha creído, por consiguiente, el Santo Padre haber llegado el momento de usar con SS. MM. los paternales avisos y las solícitas insinuaciones que, respectivamente, se dirigen a ambas partes. Éste es el objeto de las dos cartas autógrafas adjuntas, cuyo contenido ha querido Su Santidad que V. S. I. conozca enteramente, remitiéndole a tal fin copias exactas.

En cuanto a poner tales cartas en manos de Sus Majestades, se deja enteramente al parecer de V. S. I., cuya perspicacia y prudencia sabrá bien determinar tanto la oportunidad de darles curso, como el modo de hacerlo en tiempos tan inciertos.

Espero alguna noticia sobre el recibo de las supradichas cartas y el parecer de V. S. I. sobre su entrega.

Pero monseñor Barili no estimó oportuno entregar, de momento, las cartas del Papa a los reyes. La razón constituía en sí misma una esperanza: movida por los consejos de su confesor, la reina había experimentado una conversión interior que le hizo asistir a unos ejercicios espirituales, tras los cuales ordenó el traslado definitivo de su amante a Valencia.

El propio nuncio Barili daba así cuenta de ello al cardenal Antonelli, el 12 de abril:

Eminencia reverendísima:

No se me ha presentado ocasión para poder contestar con la necesaria precaución y con toda la amplitud correspondiente al despacho reservado de V. E. I. de 13 de marzo, que me trajo el señor Pablo de Marchesi del Búfalo. Pero no queriendo diferir más lo que hay de más esencial en el argumento de que allí se trata, diré que llegó cuando la Reina estaba terminando un curso de ejercicios espirituales, dirigidos por su confesor, y que el Martes Santo, previa la confesión, comulgó para cumplir el precepto de la Iglesia. Dudando de la oportunidad del momento para la comisión que se me había confiado, quise aconsejarme, recomendado el mayor secreto, con el confesor, quien me dijo tener ahora esperanzas de que las cosas no irían mal, y que, por consiguiente, era de parecer que ese aviso del Santo Padre, de momento no necesario, podía reservarse como recurso supremo para otra grave circunstancia, si desgraciadamente se repitiese. Me parece recto el consejo, sobre todo reflexionando que en la Reina produciría muy fuerte impresión el saber que Su Santidad estaba informado de ciertas cosas. De haber necesidad, no habría que atender a esto; pero no habiéndola, convenía no arriesgarse a alguna consecuencia desagradable.

Mas si el Santo Padre, en su alta prudencia, me encarga que se dé curso (y puede indicármelo con esa frase por telégrafo, si es preciso) procuraré obedecer de la mejor manera.

¿Leyó finalmente Isabel II la carta de Pío IX? No puede afirmarse con rotundidad. Pero he aquí, ahora, un extracto de esa misiva secreta para quien quiera hacerlo. Conservada en el archivo de la Academia de la Historia, de donde la rescató hace tiempo Carmen Llorca, dice así:

El interés que tomo por todo aquello que afecta a su Augusta Persona, me ha aconsejado manifestarle lo que ha llegado a mis oídos en estos mismos días. Parece que una persona muy influyente en el presente estado de cosas en España, trata de introducir en la Corte a alguien cuya proximidad daría pretexto a los enemigos del trono y a los agitadores políticos para hablar contra V. M., buscando disminuya el respeto que se le debe. Por lo demás, cualquiera que sea la importancia que se deba dar a estos rumores, cierto es que en el actual estado de cosas todos debemos levantar los ojos al Cielo.

¿Quién era el conspirador anónimo que intentaba, según el Papa, introducir a Enrique Puigmoltó en la corte para desprestigiar a la reina?

Con certeza, tampoco se sabe.

De todas formas, la carta de Pío IX evidencia su gran interés por los asuntos de España, así como la cantidad de personas ávidas de influir en la moldeable Isabel II.

ULTIMÁTUM DEL CONFESOR

La insistencia del padre Claret, acompañada de sus oraciones y penitencia constantes, abrieron finalmente los ojos a Isabel II. La reina expulsó de la corte a su favorito, sumida temporalmente en los más elevados designios.

Previamente, el nuncio Barili había informado al cardenal Antonelli sobre el ultimátum del confesor a Isabel II para que zanjase de una vez el escándalo:

En consecuencia, lleno de celo como está [el padre Claret], y usando de apostólica libertad, protestó ante la Reina que no podía él con su presencia cohonestar semejante escándalo, ni ser tenido ante el público por un estúpido que no ve lo que tiene delante de los ojos, ni ser vergonzoso traidor a sus deberes; así que escogiese la Reina entre cumplir las promesas tantas veces repetidas o entre su partida de Madrid. La Reina se echó a llorar, suplicando a monseñor Claret que no la abandonase; éste, sin embargo, tras largos discursos, repuso que ya no se fiaría más de palabras, sino de hechos. Por lo cual,

  1. S. M. debería hacer vida conyugal con su marido por las noches.
  2. Ordenar la salida de Madrid del joven con quien tenía relaciones.
  3. Licenciar de su servicio a la sobredicha camarera y al indicado oficial de Palacio [los cuales, según informaba el nuncio, facilitaban los encuentros entre la reina y su amante]; y mientras no le constase que todas estas tres cosas se habían hecho, él no volvería más a Palacio.

Pero la reina se mostró aún remisa, dejándose cortejar unos meses más por el oficial de ingenieros. Su confesor se vio obligado así a cumplir su palabra, alejándose un tiempo de la corte.

Meses después, como ya sabemos, Isabel II regresó al redil, desembarazándose del único hombre en su vida que le dio un hijo varón y un heredero, aunque fuese ilegítimo.

Pero la concupiscencia de la carne siempre fue mucho más fuerte en ella que todos sus buenos propósitos.

EL PRIMER ADULTERIO

Monseñor Brunelli, representante de Pío IX en España entre 1847 y 1854, fue el primero en denunciar al Papa las bajas pasiones de la reina ninfómana.

Poco después de llegar a Madrid, en julio de 1847, Brunelli informó al Vaticano sobre la que él mismo calificó como «vida extremadamente desordenada» de Isabel II.

He aquí su despacho cifrado:

Por desgracia debo decir que no podemos contar para nada con la Reina, porque son muy pocas las cosas que dependen de su voluntad. Y lo peor es que, por la desviación de sus principios, la mala inclinación de su corazón y la superficialidad de su inteligencia, no se da cuenta, o mejor dicho, es incapaz de percatarse de las urgentes necesidades de la religión y de la Iglesia en sus extensos dominios. Lleva una vida extremadamente desordenada, que provoca grave escándalo en la nación, inquieta y disgustada por otros mil motivos. Si manifiesta alguna inclinación hacia la Santa Sede y su delegado es sólo con la esperanza de conseguir la nulidad de su matrimonio.

Brunelli confirmaba así un nuevo escándalo de la reina, unida entonces al general Francisco Serrano —el «general Bonito», como ella le llamaba—, predecesor de Enrique Puigmoltó.

En honor a la verdad y en su propio descargo, añadiremos que Isabel II, con tan sólo dieciséis años, fue obligada por su madre a desposarse con su primo hermano, al que no podía ver ni en pintura.

El gran rédito político que la Reina Gobernadora pretendía obtener con semejante enlace consanguíneo entre una mujer ardiente como Isabel II y un hombre apocado como Francisco de Asís, no justificó su cruel decisión.

Aquella boda impuesta despertó el temperamento pasional que la joven reina había heredado de su abuela y de su madre.

No en vano María Luisa de Parma, la abuela, había sucumbido a los encantos del guardia de corps Manuel Godoy, mientras que María Cristina de Borbón, la madre, hizo lo mismo con el también oficial Agustín Fernando Muñoz, desposándose con él en secreto.

Tres reinas de la Casa de Borbón —María Luisa, María Cristina e Isabel II— bebieron así los vientos por tres hombres uniformados.

Del primer adulterio de Isabel II, casada con su primo Francisco de Asís, daba fe el ex ministro García Ruiz, contemporáneo de los hechos, en sus Historias:

De entre las liviandades del Real Palacio no salían más que intrigas estériles, cambios infecundos de Gabinetes y escándalos a montones y de todas clases… El rey Francisco, que estaba separado de su mujer, no por celos, que no tenía, sino por odio personal a Serrano, favorito de aquélla, vivía en El Pardo, y el Gobierno procuró cortar el escándalo que tal separación producía, y al efecto comisionó a Benavides, hombre agudo y despreocupado, para que viese de convencer al esposo de que se uniese a la esposa.

Mejor informado aún estaba monseñor Brunelli, que aludía al primer romance extraconyugal de la reina en este otro despacho reservado:

La relación sentimental de la soberana con el general Serrano es notoria, y todos hablan de ella sin reserva ni respeto alguno. Mientras la reina está en Madrid, el asunto pasa inadvertido; pero cuando marcha de veraneo aumenta el escándalo, como ocurrió el mes de mayo en Aranjuez y recientemente en La Granja, ya que no se toman precauciones. El general Serrano ha seguido a la reina, que no convive con su marido, y nunca la abandona; pasean juntos y asisten a las cacerías, carreras de caballos, al teatro y hacen algunas excursiones por Segovia y El Paular. Estas imprudencias han provocado reacciones en los círculos políticos y en la prensa, y el propio Gobierno está preocupado por las graves consecuencias que la escandalosa conducta de la soberana puede provocar y ha convertido en tremenda cuestión política lo que en principio pareció ser simplemente un entretenimiento pasajero de la temperamental reina.

El rey consorte Francisco de Asís tampoco soportaba a su libertina esposa, como advertía el nuncio Brunelli en otro comunicado que dejaba la reputación de aquélla por los suelos:

El rey, insensible a cualquier manifestación amorosa de su esposa, no sólo no siente por ella la menor atracción, sino que le repugna y trata de evitar cualquier contacto con ella porque la teme, creyéndola capaz de cualquier exceso. Es verdad, por otra parte, que en los pocos meses que han convivido no han faltado por parte de la reina algunos momentos de gran excitación y furor, que han llegado a poner en grave peligro la integridad personal del rey. Por ello el ministro Pacheco me advertía que una eventual unión de los regios esposos bajo el mismo techo podía dar origen a nuevos y más graves escándalos. No cabe duda, sin embargo, que el rey estaría dispuesto a reanudar la vida matrimonial al menos de forma aparente, con el fin de calmar las habladurías de la Corte y del pueblo. Pero la dificultad principal, dificultad insuperable de momento, nace de la reina. Habría que conocer muy a fondo su carácter y seguirla muy de cerca para darse cuenta de todas sus extravagancias. Odia a su esposo porque ni física ni espiritualmente le place y porque es más fuerte su pasión por personas que la adulan y despiertan en ella vicios y caprichos; porque hay que decir que, además de sus relaciones ilícitas con el general Serrano, la reina se presenta y se comporta muchas veces en público de forma chocante y populachera. Y lo peor es que nadie puede corregirla ni aconsejarla. Los principios religiosos no le dicen nada, porque en su primera infancia fue obligada a las prácticas religiosas y ahora le aburren y molestan tanto que los viola continuamente sin remordimiento alguno.

MALAS INFLUENCIAS

Monseñor Brunelli responsabilizaba en parte al embajador británico en Madrid, Edward George Bulwer-Lytton, de la deplorable conducta de la reina, a quien, en sus propias palabras, «rodeaba de personas desacreditadas y depravadas que la pervierten con sus consejos».

Dispuesto a no dejar títere con cabeza, el prelado atribuía también al infante Francisco de Paula (presunto hijo de Godoy, como ya vimos) una mala influencia sobre su sobrina.

El primero de los acusados por Brunelli, el diplomático Bulwer-Lytton, era autor de célebres comedias y novelas históricas como Los últimos días de Pompeya y Rienzi, publicadas ambas con gran éxito en 1835.

Recordemos a este propósito que monseñor Simeoni, encargado de Negocios de la Santa Sede, reprobaría años después, sin facilitar nombres, esa misma influencia perniciosa de que era víctima Isabel II.

Brunelli, por su parte, denunciaba así los hechos:

Este hombre [Bulwer-Lytton] que no tiene religión alguna, y de quien son conocidas su mala fe y su desenfrenada moralidad, es el autor de la total perversión de mente y de corazón de la joven soberana, que por otra parte es digna de la mayor compasión, tanto por la edad en que ha subido al trono, como por la educación que ha recibido y los ambientes en que ha vivido. Cómplice y consejero fue, entre otros, un tal Enrique Mislei, famoso revolucionario italiano, amigo del embajador inglés, que consiguió hacer llegar a manos de la reina los primeros libros contra la fe y las costumbres. Igualmente influyeron en ella su tío don Francisco de Paula y su primo, el infante don Enrique [ambos masones], comprados con elevadas cantidades de dinero de las cuales tenían urgente necesidad para pagar las enormes deudas contraídas y satisfacer sus vicios. Además, el embajador Bulwer, gracias a la amistad personal que le une a la reina, ha sabido rodearla de personas desacreditadas y depravadas que la pervierten con sus consejos.

De esas malas compañías, tanto para la dócil reina como para su no menos impresionable esposo, dejó constancia Ildefonso Bermejo, conocedor de no pocas intimidades de los monarcas, en su Estafeta de Palacio:

¿Qué consejeros íntimos tenía la reina? Muchos que desatinaban y uno que le decía: «Señora, divorciaos de vuestro esposo; declaradle impotente y la ley os favorecerá». ¿Quién aconsejaba al rey? Muchos insensatos, y entre ellos uno más arrojado que todos, que le decía, presentándole una pistola: «Tomad, señor, amartillada; yo os diré dónde encontraréis a Serrano y disparadla contra su corazón». Una y otra cosa se propuso, pero ninguna se llevó a cabo, aunque lograron la separación.

No le hizo falta al rey consorte disparar finalmente aquella pistola contra su odiado general Serrano, pues muy pronto éste salió del corazón de su esposa sustituido por Puigmoltó.

LA PRIMOGÉNITA BASTARDA

Con motivo de este nuevo idilio, el nuncio Barili había cursado este revelador despacho al Vaticano:

Estoy esperando la respuesta a S. M. del Santo Padre sobre el bautismo de la futura prole. Aunque las desagradables noticias por mí suministradas en el pliego anterior tienen alguna publicidad, Vuestra Eminencia verá si deben tenerse en cuenta para la gracia solicitada. Lo que puedo decir es que, con ocasión de pedir la ropita bendecida para la princesita de Asturias [Isabel, la Chata] no se tuvieron en cuenta noticias semejantes o sospechosas peores aún, surgidas, por desgracia, en situaciones iguales a la presente.

¿Qué insinuaba el nuncio apostólico?

Ni más ni menos que el hijo que la reina estaba a punto de alumbrar podía considerarse tan bastardo como la infanta Isabel, nacida seis años atrás.

En la corte se rumoreaba ya entonces que la Chata tampoco era hija de su padre oficial, sino del comandante y gentilhombre de cámara José Ruiz de Arana y Saavedra, distinguido por la reina, en prueba de su incondicional amor, con el título de duque de Baena, además de con la Cruz de la Orden de Carlos III y la Cruz Laureada de San Fernando.

Muy pronto, los rumores se convirtieron en una evidencia para muchos. Hasta el punto de que la infanta Isabel fue motejada como «la Araneja» para la posteridad, haciendo un juego de palabras con el segundo apellido de su ilustre progenitor.

¿No recordaba este sobrenombre al de Juana la Beltraneja, a quien todos suponían hija del valido don Beltrán de la Cueva y no de su padre oficial Enrique IV de Castilla, el Impotente?

Claro que, si de apodos se trataba, el de la Chata hablaba por sí solo, pues los madrileños la llamaban así por su insignificante nariz, impropia de su casta. A falta del preceptivo análisis de ADN, la napia borbónica constituía entonces un claro indicio de paternidad; exactamente a como sucedió con el infante Francisco de Paula y su hermana, la infanta María Isabel, retratados magistralmente por Goya.

Sobre la paternidad de la Chata jamás albergó la menor duda Ceferino Míguez, duque de Guanarteme, tal y como hizo constar en su estudio genealógico publicado en 1966.

«El pollo Arana», como llamaban entonces sus detractores al presunto progenitor de la infanta Isabel, se convirtió en un hombre muy influyente en el gobierno de la época.

En honor a la verdad, añadiremos que don José Ruiz de Arana se hizo acreedor por su heroísmo a los favores regios. Sucedió en el tumultuoso año de 1848, tres antes del nacimiento de la infanta Isabel, cuando el entonces intrépido capitán de coraceros aplastó la sublevación que lideraba el general progresista Francisco Serrano, antiguo favorito de la reina.

El historiador Ricardo de la Cierva elogiaba así el valor del nuevo amante de Isabel II, herido de bala en un hombro durante la revuelta en la que actuó como ayudante de campo del capitán general de Madrid, José Fulgosio:

Con su arrojo suicida, que le habría llevado a la victoria del 26 de marzo en la barriada del Príncipe, el capitán general Fulgosio decidió pasar al ataque en la Puerta del Sol, donde la Guardia Civil rechazaba los asaltos rebeldes a Gobernación. El capitán Ruiz de Arana desbordó a los sublevados de España y por la calle del Carmen marchó hacia Fulgosio, que ya cargaba delante de sus tropas, para contenerle mientras los coraceros acosaban al enemigo.

Pero cuando entraba en la plaza, Fulgosio recibió una descarga cerrada en el pecho, y el capitán sólo pudo recogerlo y meterle en un portal, donde expiró con el tiempo justo para pedirle entrecortadamente a su subordinado: «Dígale a la Reina cómo muero por ella».

El heroico superviviente de la revolución conquistó aquel día el corazón de su reina.

Ruiz de Arana asistía ya a los «bailes pequeños» que se celebraban por la noche en palacio, entre un reducido número de miembros de la familia real y de la alta nobleza que servían en la corte. En esos «bailes pequeños» conoció la reina a su nuevo favorito, quien, paradojas del destino, procedía de una familia muy relacionada con el rey consorte Francisco de Asís.

Arana no era un simple plebeyo, ascendido sólo por su valor a la cúspide de palacio. Descendía, como decimos, de una aristocrática familia del más rancio abolengo. Sus abuelos maternos eran los duques de Rivas: Juan Martín de Saavedra, antiguo jefe de palacio durante el reinado de Fernando VII, y María Dominga Ramírez de Baquedano, también marquesa de Villasinda y sexta condesa de Sevilla la Nueva.

La hija mayor de éstos, María Candelaria de Saavedra, nacida en 1794 y séptima condesa de Sevilla la Nueva, era la madre del «pollo Arana», casada con José María Ruiz de Arana y Álvarez en marzo de 1823.

Los padres del nuevo favorito habían ocupado puestos de gran responsabilidad en el entorno palaciego. La madre, sin ir más lejos, había sido aya de las hijas del infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII; y luego, sucesivamente, dama de honor de las reinas Isabel II y María de las Mercedes.

El padre del pollo Arana fue introductor de embajadores durante el reinado de Fernando VII, cargo diplomático que mantuvo después con Isabel II, precisamente; en aquellos años se le designó también gentilhombre de cámara de la reina y secretario particular del infante Francisco de Paula.

Nacido el 28 de agosto de 1826, su hijo el pollo Arana hizo enseguida buenos negocios valiéndose de su privilegiada posición.

El propio ex ministro García Ruiz aseguraba cómo en 1853, mientras Isabel II se hallaba con su esposo en La Granja, éste daba rienda suelta a sus pasiones y le hablaba con pasmosa naturalidad de su amante.

García Ruiz definía a Isabel II como «una nueva Mesalina, siempre sedienta, nunca harta de torpes y libidinosos placeres»; y aseguraba, emulando a la imperial corte romana, que «hacíase llevar el valido [Ruiz de Arana], para forzarla, viandas estimulantes, así de tierra como de mar, y tomaban sendos baños en marmóreas pilas llenas de rico vino de Jerez».

Arana disfrutó del favor real hasta el fin de sus días. En 1867, Isabel II le encargó que acompañase en su nombre a los reyes de Portugal, durante una visita a España. Luego hizo que le designasen senador real y embajador ante la Santa Sede.

Más tarde, ya en el exilio, Arana pidió permiso a la reina para revelar a la infanta Isabel que él era su verdadero padre. Autorizado a ello, fue al lado de su hija y la consoló. Por entonces residía él en París, en la avenida de Friedland, cerca del palacio de Castilla, propiedad de Isabel II.

A esas alturas tenía ya su propia familia, tras casarse en 1859 con Rosalía Osorio de Moscoso, hija menor de los condes de Trastámara.

La duquesa de Baena era una dama de profundas convicciones religiosas, conocida por sus obras de beneficencia y con una excelente reputación en la corte. No en vano fue, sucesivamente, dama de honor de la reina Isabel II, antigua amante de su esposo, y de las también reinas María de las Mercedes, María Cristina y Victoria Eugenia. Falleció en París, en 1918.

Su esposo había muerto mucho antes que ella, el 23 de junio de 1891.

SECRETARIO, AMANTE…

De la simple lectura de las cartas del rey consorte Francisco de Asís a la infanta Pilar, podría creerse a pies juntillas que aquél era su verdadero padre. Pero no era así.

Transcribamos una de esas misivas; en concreto, la que Francisco de Asís, preocupado por la formación y el ejemplo en una adolescente de quince años, escribió el 20 de noviembre de 1877. Dos años después, a la muerte prematura de Pilar, su hermana Paz conservó la epístola como oro en paño en el archivo familiar.

Dice así:

Queridísima hija Pilar:

Con mucho gusto he leído tus cartas y veo con satisfacción tus buenas disposiciones para el estudio. No dudo que, prestando atención y poniendo buen deseo, aprovecharás las lecciones que te dan los entendidos maestros encargados de hacerlo.

Más de una vez te he dicho, y ahora te lo vuelvo a repetir, que has llegado a una edad en que no tendrías disculpa si no aprendieras, pues no te falta inteligencia y tu razón se encuentra bastante formada para conocer el triste papel que hacen las personas ignorantes.

Tu carta me ha satisfecho y confío en que fijarás tu imaginación y que, sin dejar de divertirte lo que permite y exige tu edad, comprenderás que la educación de una joven, sobre todo cuando esta joven es una infanta, no son los paseos y las diversiones los que la constituyen, y que debes dar preferencia al estudio, a la lectura de obras instructivas y propias de tu edad y no a andar corriendo de teatro en teatro y juzgando producciones que no puedes ni debes entender aún. Sé que este lenguaje no será muy de tu gusto. Todos cuantos teníamos tus años apreciábamos las cosas de la misma manera; pero después, cuando hemos crecido, vimos cuán sinceramente nos querían aquellos que no nos daban todos nuestros gustos.

La tendencia de tu sexo es a las futilidades, y quisiera que, sin convertirte en una pedante, cosa altamente ridícula, te formes un carácter serio y formal que más tarde te granjeará el respeto y la consideración de la sociedad.

Espero tener el placer en breve de que me remitas, como me ofreces, algunos de tus trabajos, para que pueda estimar tus adelantos reales.

Nada tengo que recomendarte la docilidad en escuchar a las personas que están encargadas de dirigirte, pues creo que seguirás sus consejos y que en esto, como en todo lo demás que te llevo dicho, darás prueba de que de veras quieres a tu padre, que te ama de corazón

FRANCISCO DE ASÍS MARÍA

¿Había algo más natural para un padre que desvivirse por la educación y progresos de la hija amada?

A juzgar por su carta, Francisco de Asís ignoraba que Pilar tampoco era hija suya; de hecho, desde el mismo nacimiento de la niña, en junio de 1861, el «padre» se había prodigado en muestras de cariño hacia ella, colmándola de regalos y chucherías. Pero, como advertimos, ella no era de su misma sangre. En cierta ocasión, para tranquilizar a la emperatriz Eugenia de Montijo sobre la salud de la infanta Pilar, barajada como futura esposa del hijo de Napoleón III, Isabel II aseguró que su padre «había sido un real mozo, sano y fuerte». Justo lo que no era el débil y enfermizo Francisco de Asís.

Tan sólo dos meses antes de que la infanta muriese a causa de una meningitis tuberculosa, en junio de 1879, lo hizo también el único amor de su vida, el príncipe imperial Luis Napoleón, mientras combatía contra los zulúes en África enrolado en el ejército británico, dado que, como príncipe desterrado, se le prohibió luchar en las filas francesas.

La infanta Paz consignó, en su diario, aquel frustrado idilio:

Cada paso que doy me recuerda a mi hermana. ¡Cuántos castillos en el aire hacíamos juntas! El hijo de Napoleón III era el personaje principal. Desde que volvimos a España estaba deseando que Alfonso [su hermano] lo convidase. Rezaba siempre por él, cuando se fue a la guerra de los zulús. Lo mataron dos meses antes de que muriese ella. La emperatriz Eugenia tomó de la tumba de su hijo una corona y la mandó a la de Pilar a El Escorial.

Poco antes de su muerte, una violeta, que era la flor de los Bonaparte, se le cayó a Pilar de su libro de oraciones y el tallo se rompió. Al enterarse, semanas después, del fallecimiento del príncipe imperial, la infanta languideció y murió.

Si Francisco de Asís no fue el padre de la infanta Pilar, ¿quién fue entonces?

A falta de una prueba genética, estamos en condiciones de afirmar que el progenitor de la infanta Pilar, así como el de su hermana Paz, como luego veremos, fue Miguel Tenorio de Castilla, nacido el 8 de agosto de 1818 en Almonaster la Real, provincia de Huelva.

El nombre de Miguel Tenorio, como tal, seguramente no aporte gran cosa al lector; veamos, por eso, quién era este «galán sobremanera y mozo alentado», como lo definía uno de sus compañeros en la Universidad Sevillana, apellidado Bermejo.

Hijo del licenciado José María Tenorio Herrera y de Leona de Castilla y Forero, Miguel Tenorio fue recibido en el seno de la Iglesia católica el 11 de agosto de 1818, en la parroquia de San Martín de Almonaster la Real, según consta en su certificado de bautismo archivado en el libro 16, folio 274.

El párroco don Justo Pastor Espinosa de los Monteros administró aquel día el santo sacramento en presencia de los padrinos Miguel Pablo Tenorio, abuelo paterno, y de la esposa de éste, María Francisca Javiera de Castilla.

Al recién nacido se le pusieron los nombres de Miguel, Fabricio, Rafael, Ciriaco y Francisco Javier de los Dolores, de acuerdo con la generosa costumbre de adornar al neófito con santos.

Años después, aquel niño demostró poseer uno de los dones más preciados para conquistar a las mujeres: escribía poesías como nadie. Sus primeras estrofas se las dedicó, de hecho, a su entonces novia Isabel Tirado Rañón, oculta bajo el seudónimo de «Belisa», en un librito publicado en 1841.

A su condición de poeta romántico, sumaba Tenorio la de político del partido moderado. Con sólo veinticinco años era ya gobernador de la provincia de Huelva, y llegaría a serlo de una docena de provincias más.

En 1853 se le designó Caballero de la Maestranza de Ronda y, poco después, obtuvo la Gran Cruz de Isabel la Católica, convirtiéndose en gobernador de Zaragoza.

Su actuación durante la sublevación de Hore, en febrero de 1854, al lado del gobierno del conde de San Luis, le hizo acreedor de la llave de gentilhombre de cámara de la reina «por su leal, decidido y acertado comportamiento».

El 20 de abril juró su cargo de gobernador de Zaragoza ante el marqués de Ayerbe. Pero a raíz de «la Vicalvarada», fue destituido de sus funciones y no pudo seguir disfrutando del favor real como premio a su lealtad inquebrantable.

En 1857 se lo nombró comisario regio en los Santos Lugares; al año siguiente obtuvo el acta de diputado a Cortes, cargo que desempeñaría durante ocho legislaturas consecutivas en Madrid, donde se sintió soliviantado por las incesantes críticas a Isabel II y Francisco de Asís.

El destino dejó libre de ataduras a Tenorio, que perdió a su esposa Isabel Tirado Rañón, víctima del cólera, el 28 de junio de 1856. La pobre mujer, natural de la Palma del Condado, había sido condecorada con la Banda de la Orden de Damas Nobles de la reina María Luisa de Parma.

Su temperamento romántico y su encendido monarquismo le movieron a escribir al general Sanz, jefe del Cuarto del Rey, el 12 de octubre, festividad de la Virgen del Pilar.

Si poco antes reproducíamos una carta del rey consorte Francisco de Asís a su «hija» Pilar, transcribiremos ahora otra del futuro amante de la reina, de cuya relación adúltera nacería precisamente aquella infantita.

Nada hacía presagiar que el mismo hombre que manifestaba en su carta «el más cariñoso respeto a S. M. el Rey», apelando a «la lealtad castellana», iba a ser capaz de engañar al mismísimo monarca:

Mi querido general:

Si no hubiese dificultad en ello, quisiera merecer de V. que saludase en mi nombre con el más cariñoso respeto a S. M. el Rey y le pidiese una Orden para que me permitan visitar ampliamente el Monasterio y el Palacio del Escorial. He visto algunas personas que tienen licencias hasta perpetuas para entrar en los Sitios Reales, y me sería muy agradable deber la mía directamente a S. M.

La visita del Escorial es para mí en estos momentos necesaria. ¿Quiere Vd. saber por qué? Lo diré sin la menor reserva. Yo tengo un corazón que arde hoy de un modo desusado en el antiguo y casi extinguido fuego de la lealtad castellana. Es mi pasión única; día y noche pienso en el honor y en el porvenir de nuestros Reyes; todo lo que los engrandece me halaga y recrea; todo lo que les ofende me hiere en lo más profundo del alma. Pues bien, colocado así, con esta disposición de espíritu, en medio de la sociedad más irreverente y murmuradora del mundo que es la de Madrid, tengo en el pecho una fuente de lágrimas que muchas veces suben hasta los ojos, porque oigo explicar lo que está pasando del modo que más me lastima. Deseo, pues, ir a consolar mi fe monárquica al austero retiro de Felipe II. Allí pediré a Dios por SS. MM. en presencia de las cenizas de sus augustos abuelos y procuraré adivinar si están destinados a reposar por muchos siglos bajo la protección de la monarquía, o tal vez condenados a la violación y al escarnio como las del Panteón de San Dionisio después que se hubo levantado en París la guillotina de María Antonieta sobre el pedestal de la calumnia.

Francisco de Asís concedió, naturalmente, el ansiado permiso a Tenorio, quien pudo recluirse así en El Escorial para implorar al cielo la continuidad de la dinastía. El rey agradeció las oraciones de su humilde servidor, y cuando Tenorio regresó a Jerusalén, en mayo de 1858, le regaló una medalla de plata acuñada para conmemorar el nacimiento de la infanta Isabel, que en realidad era hija de José Ruiz de Arana.

Ignoraba entonces Francisco de Asís que, tres años después, «el hombre de la medalla de plata» sería el padre de la infanta Pilar.

La propia Isabel II contribuyó, sin duda, a vencer la resistencia inicial de Tenorio, el hombre leal e irreductible que parecía vislumbrarse en su correspondencia privada.

Si había un don que la reina sabía convertir en defecto era su extroversión; la pasmosa facilidad con que hacía que hasta el último de sus vasallos se sintiese en palacio como en su propia casa. Era alegre, desenfadada, casi picaresca… y solía adornar su expresión con una sonrisa jovial y una voz muy agradable.

A su dulce encanto y cordialidad, sumaba la reina una vida relajada que favorecía las tentaciones libidinosas. Muchos días se levantaba a las tres de la tarde, para acostarse avanzada ya la madrugada. Al principio, recibió más de una vez a Tenorio vestida con un peinador y calzada con zapatillas, como hacía en las audiencias con los diplomáticos. Jugó también con él al rehilete, uno de sus juegos preferidos, que consistía en lanzar una pequeña flecha con una púa en un extremo y plumas en el otro para clavarla en un blanco.

Más de una vez bailó con él horas enteras en palacio, poniéndose a continuación uno de sus trajes con incrustaciones de piedras preciosas para irse al teatro y cenar luego en el departamento más reservado de cualquiera de los mejores restaurantes madrileños.

Para colmo, además de reina, Isabel II resultaba atractiva a los hombres. Tenorio cayó fulminado ante su mirada oscura y resplandeciente; se sintió cautivado ante sus sensuales escotes que mostraban el inicio de la curva de sus bien formados senos.

No hay duda de que él vio en ella la grandiosidad de la reina y de la mujer. Su nariz ladeada le daba cierta gracia; tenía el pelo negro, peinado con raya en medio, generalmente hacia atrás. Como mujer presumida, le gustaba lucir un ramito de flores sobre una oreja. Su figura, aunque rolliza, estaba bien proporcionada y los afamados modistas de París contribuían a realzarla con vestidos de rico terciopelo negro o de brillante brocado.

Además de todo eso, Tenorio no era de piedra.

Consciente de ello, Isabel II lo acercó cada vez más a ella. Hasta que el 20 de abril de 1859 dictó esta Real Orden:

En atención a las buenas circunstancias que concurren en D. Miguel Tenorio y Castilla, vengo en nombrarle mi secretario particular, con el sueldo que disfrutaba su antecesor D. Ángel Juan Álvarez.

Tenorio fue así, además de amante, secretario particular de la reina durante seis largos años, hasta el 10 de agosto de 1865. Poco después, Isabel II se enamoró de Carlos Marfori, sobrino del general Narváez.

Designado consejero de la Corona, Tenorio se trasladó a San Sebastián y luego a Segovia, donde fue nombrado ministro plenipotenciario en Alemania.

La revolución de septiembre de 1868 reunió de nuevo a Tenorio con su reina en París.

… Y PADRE

Para entonces, entre junio de 1861 y febrero de 1864, la reina ya había alumbrado a tres infantas: Pilar, Paz y Eulalia.

Las tres, como advierte De la Cierva, «eran enteramente sanas, inteligentes, bellísimas, simpatiquísimas, dotadas de un sorprendente sentido político, aficionadas a las artes y a la literatura».

Pero durante su vida las tres ofrecieron claros indicios de no ser hijas de Francisco de Asís: ninguna mostraba el menor cariño ni simpatía por el rey, y al parecer las dos menores —la infanta Pilar, como hemos visto, falleció con sólo diecisiete años— no sintieron en exceso la muerte del monarca.

La infanta Paz, por su parte, rehusó siempre firmar con el primer apellido Borbón.

Todas esas reveladoras señales, y sobre todo una deslumbrante biografía escrita por el doctor Manuel Martínez González, amigo de Gregorio Marañón, que investigó durante su jubilación la vida y milagros de su ilustre paisano Miguel Tenorio de Castilla, hacen sospechar que el verdadero padre de las tres infantas no fue Francisco de Asís, sino el propio Tenorio de Castilla, doce años menor que la reina Isabel.

Por si fuera poco, el cronista Pedro de Répide, que lo sabía casi todo de los entresijos de la corte isabelina, asegura que en una ocasión una persona se mostró preocupada ante la reina por la salud de las tres infantas, en vista de la tuberculosis que acabó con la vida de Alfonso XII, y que Isabel II la tranquilizó diciéndole: «No hay cuidado, el padre de éstas disfrutaba de muy buena salud».

La anécdota recuerda a la que protagonizó la emperatriz Eugenia de Montijo, preocupada en su caso por la salud de la infanta Pilar, con la que pretendía casar a su hijo Luis Napoleón.

Répide insinuaba que el padre de las tres infantas era Tenorio, y el autor de su biografía, el doctor Martínez González, probaba que así era al menos en el caso de la infanta Paz.

No en vano Tenorio falleció a las cuatro y media de la madrugada del 11 de diciembre de 1916, en el palacio de Nynphenburg, tras residir allí durante veintiséis años nada menos, en la suite 122 del ala sur, por deferencia precisamente de la infanta Paz.

¿No es éste un detalle muy revelador del gran cariño que la infanta profesaba a quien consideraba su verdadero padre?

Redactado de su puño y letra con una caligrafía admirable, dieciséis años antes de su muerte, el testamento de Tenorio designa a la infanta Paz heredera universal de todos sus bienes.

Dice así:

En la ciudad de Munich el día tres del mes de mayo del año de mil novecientos. Yo Don Miguel Tenorio y de Castilla, hijo legítimo de Don José María Tenorio y de Doña Leona de Castilla, natural de la villa de Almonaster, de ochenta y dos años de edad, propietario, ministro plenipotenciario de primera clase de España cesante, viudo de Doña Isabel Tirado, hallándome en pleno uso de mi inteligencia, creyendo como creo en la existencia de Dios, y en la fe católica en la que he vivido y quiero morir, ordeno mi testamento en la forma siguiente:

Primero: Designo por mis albaceas ejecutores testamentarios al excelentísimo señor Don Tomás de Ybarra, gran cruz del mérito naval, a Don José Ángel de Cepeda y Cepeda, secretario de la Diputación Provincial de Huelva, y a Don Ignacio Justo de Cepeda y Córdova, caballero maestrante de Sevilla, los tres juntos y cada uno de por sí por el orden en que aparecen designados y con todas las facultades en derecho necesarias, incluso las prórrogas de ley o costumbre.

Segundo: Instituyo por única y universal heredera de todos mis bienes a Su Alteza Real la Señora Infanta de España Doña María de la Paz, hija de Sus Majestades los Reyes Don Francisco de Asís y Doña Isabel Segunda, esposa de Su Alteza Real el Señor Príncipe Don Luis Fernando de Baviera, suplicando a ambos egregios Señores se dignen aceptar este pobrísimo y humildísimo testimonio de mi veneración y gratitud.

Tercero: En uso de las facultades que la ley me concede prohíbo que en mi testamento intervenga la autoridad judicial.

Ésta es mi última y constante voluntad. Fdo.: Miguel Tenorio.

Adviértase que Tenorio tuvo especial cuidado en no mentar el apellido Borbón en su testamento al referirse a su hija Paz.

Pero es que además ésta aceptó gustosamente todas las pertenencias de su padre, como lo prueba un documento registrado en el consulado de España en Munich, el 9 de marzo de 1917, aportado en su día por el doctor Martínez González:

De entre todos los bienes legados en Munich por el enviado español Miguel Tenorio de Castilla, fallecido el 11 de diciembre de 1916 en Munich, he recibido por entrega del cónsul español:

  1. Una gran maleta de cuero cerrada y provista de los sellos del Juzgado municipal y del Consulado español de Munich, con su contenido.
  2. Un baúl atado y provisto de los sellos del Juzgado municipal y del Consulado español de Munich, con su contenido.
  3. Una gran butaca de cuero.

Declaro que los sellos de ambas autoridades, aplicados a los envoltorios consignados en los números 1 y 2, estaban intactos y que también me entregó el Cónsul la llave de la mencionada maleta.

Declaro, finalmente, que en esa maleta, entre otras cosas, se encontraban los siguientes objetos: una cartera manual de cuero, un cofrecillo taraceado con dos relojes de oro y sus correspondientes cadenas también de oro, un reloj de oro, dos pares de gemelos, dos prendedores de pecho con brillantes, un alfiler de oro, un lote de monedas de cobre y plata, una moneda de bronce con estuche, una cajita con oro, un lápiz de oro, un rosario, dos monóculos de oro, además treinta marcos en efectivo, un servicio de hueveras de plata, un lote de fotografías, un espejo de mano, un jarrón, un servicio de café, un barómetro, un estuche con dos condecoraciones, un lote de objetos de escritorio, dos cofrecillos, un lote de revistas, vestidos y ropa, un crucifijo, un bastón, un paraguas. Fdo.: María de la Paz de Borbón y Borbón, Infanta de España.

El propio biógrafo de Paz, Miquel Ballester, disipa cualquier duda sobre la paternidad de la infanta.

En cierta ocasión, según Ballester, la propia infanta, al ver abatido al antiguo secretario de su madre durante un ágape en el palacio de Nynphenburg, le asió del brazo y anunció solemnemente a sus invitados: «Les presento a mi padre, Miguel Tenorio».

Aquella insólita declaración, además de causar estupefacción en los presentes, surtió en ellos el mismo efecto que el resultado positivo de una prueba de ADN.

LA SANTA DE MÉRIDA

Sobre la paternidad de la infanta Eulalia no existen, en cambio, más que fundados indicios.

Lo mismo que sus hermanas Pilar y Paz, ella había nacido en ese intervalo de tiempo —entre el 20 de abril de 1859 y el verano de 1865— en que Miguel Tenorio fue secretario particular de la reina y amante suyo.

Pero Eulalia, al contrario que Paz, jamás manifestó que su padre fuera Miguel Tenorio, ni se conoce documento alguno que lo pruebe. ¿Significa eso que no lo fuera? No, necesariamente.

El propio Alfonso XIII, nieto de Isabel II, reveló a la princesa Alicia de Coburgo, prima hermana de la reina Victoria Eugenia de Battenberg, que «el papá de la infanta Eulalia, la hija menor de Isabel II, había sido uno de los guardias de la reina». Así se lo contó la princesa, en una carta, al historiador británico Theo Aronson.

El testimonio de Alfonso XIII concuerda con la siguiente revelación que hizo su tía Eulalia al periodista Ramón Alderete, secretario del infante don Jaime de Borbón y Battenberg: «Sabe tan bien como yo que al rey [Francisco de Asís] no le gustaban más que los hombres y que, en consecuencia, nunca ha tenido hijos… Yo creo, y me gusta creerlo, que soy la hija de un hermoso capitán de la escolta real, con el que mi madre tuvo algunas debilidades…».

De su respuesta se desprende con claridad que ni la propia Eulalia sabía a ciencia cierta quién era su padre; aunque estuviese convencida, eso sí, de que no lo era Francisco de Asís.

Tampoco lloró ella la muerte de su padre oficial, como admitió en sus memorias:

No agitó ninguna cuerda del sentimiento en nuestros corazones… ni un recuerdo, ni un simple detalle que se tiñera de emoción… nada le unió a mí… habíamos sido ajenos el uno al otro.

Eulalia concluía recordando sus bellas manos que nunca fueron paternales para ella, y su fina voz, que tampoco le dedicó palabras de cariño.

Siglo y medio después del nacimiento de Eulalia, sigue siendo en parte un enigma la identidad de su progenitor, pues ni la propia Isabel II supo con certeza absoluta quién fue el padre de su última hija.

Y es que, en cuestión de amores, «Isabel II solía embrollarse con las matemáticas», como dijo, irónico, Balansó.

Por otra parte, la historiadora Ana de Sagrera, amiga de Eulalia en el ocaso de su vida, contó a Balansó, delante de un testigo, que cierto día la anciana infanta, durante uno de sus paseos por la playa, se quedó ensimismada mirando el mar, respiró hondo y le comentó: «Me gusta tanto la mar… ¡Cómo se nota que soy hija de marino!».

La propia Eulalia confirmó esa misma afición en sus memorias: «Heredé de mi padre el gusto por la mar».

Pues bien, ni a Miguel Tenorio, ni mucho menos a Francisco de Asís les agradaba el mar hasta el punto de convertirlo en una profesión vocacional.

A Francisco de Asís le asustaba tanto, que cuando la familia real tuvo que ir en visita oficial a las islas Baleares, la travesía en barco supuso para él un auténtico calvario durante el cual vomitó una y otra vez.

Existe, finalmente, un indicio que vincula a la infanta con Miguel Tenorio de Castilla. No es otro que su propio nombre: Eulalia.

¿Por qué llamaron así los reyes a su hija pequeña, si no existía constancia alguna de ese nombre hasta entonces en la genealogía de los Borbones de España? ¿Pudo tener algo que ver el hecho de que Miguel Tenorio fuese gran devoto de santa Eulalia, tan popular y venerada en su pueblo natal de Almonaster la Real?

Precisamente allí, en la provincia de Huelva, rodeada de jarales y viejas encinas, permanece hoy impasible al tiempo la ermita de Santa Eulalia, declarada Monumento Histórico-Artístico por Juan Carlos I en abril de 1976.

Casi un siglo antes, otra niña había sido bautizada con el mismo nombre de la santa de Mérida en otro remoto pueblo andaluz.