El enredo
Hace ya algunos años, durante una visita a un amigo anticuario, éste me reveló que acababa de «cazar» la pieza documental más hermosa y deslumbrante de toda su vida.
Los buenos libreros de siempre acostumbran emplear el término cinegético cada vez que salen a buscar libros o archivos de cualquier tipo por las ferias y anticuarios de medio mundo. «Que tengas buena caza», se desean, animosos.
Significaba eso que Antonio Campos, dada su avanzada edad, había tenido que aguardar casi medio siglo para experimentar el gozo indescriptible de abatir la joya de la Corona, nunca mejor dicho, pues mientras se hallaba «de caza» en la localidad francesa de Anglet, entre Bayona y Biarritz, en la bella región de Aquitania, vio lo que nunca en su larga vida pensó que sería capaz de ver: un montón de cartas y documentos autógrafos extendidos sobre uno de los mostradores de la feria.
Tras permanecer en silencio varios minutos, escudriñando entre aquellos papeles redactados en perfecto castellano, el expositor le dijo algo que él ya sabía: «Pertenecen al archivo privado de la reina María Cristina de Borbón de España».
Aparentando calma, Antonio Campos volvió a examinar minuciosamente varios legajos y pudo comprobar en todos ellos la autenticidad de la enrevesada e inconfundible caligrafía de la Reina Gobernadora, con la cual estaba ya familiarizado, pues en su propia casa conservaba algunas cartas originales de ella a varios políticos de la época, así como una copia manuscrita del testamento abierto a su muerte, acaecida en su lujoso castillo de Sainte-Adresse, cerca de El Havre, en agosto de 1878.
Poco a poco, sin perder el disimulo, cualidad imprescindible en un veterano librero como él, consiguió que aquel vendedor le llevase luego hasta su misma casa, donde pudo contemplar la mayor obra de arte que jamás admiraron sus ojos. Apilados en varias estanterías de nogal, contó a simple vista casi un centenar de libros y carpetas, algunos de los cuales comprobó luego que contenían secretos inconfesables de la Reina Gobernadora, apodada así porque durante seis años, mientras su hija Isabel II era aún menor de edad, ocupó la regencia del reino.
Días después, con la garantía de la más absoluta discreción, Antonio Campos cerró el trato con el vendedor francés. Todo aquel impresionante archivo pasó finalmente a manos del Estado español, que en 2003 empezó a digitalizarlo, una vez depositado en el Archivo Histórico Nacional, donde hoy se conserva para que todos, historiadores y curiosos, puedan consultarlo.
Precisamente entre aquellos voluminosos legajos descubrí yo uno de los más inconfesables secretos de María Cristina de Borbón, el cual vamos a desvelar en este mismo capítulo.
Pero retrocedamos en el tiempo para conocer mejor a la misma reina que puso finalmente en libertad al decrépito fray Juan de Almaraz, en Peñíscola.
EL REY Y EL GUARDIA
Al principio, todos aclamaron a María Cristina de Borbón a su llegada a Madrid, el 11 de diciembre de 1829.
Viajaba en una carretela tirada por ocho caballos ingleses. El rey Fernando VII cabalgaba al estribo derecho; sus hermanos, los infantes don Carlos y don Francisco de Paula, al izquierdo. Seducía a la muchedumbre María Cristina con su hermoso traje azul celeste, color que sus partidarios asumirían desde aquel día bautizándolo como «azul cristino».
Cuántas esperanzas había depositadas en aquella dama siciliana, nacida un 27 de abril de 1806 en Palermo, ciudad donde la familia real de Nápoles se había refugiado ante la ocupación del reino por Napoleón. Empezando por su marido, Fernando VII, que anhelaba más que nunca el sucesor que no habían podido darle sus tres esposas anteriores: María Antonia de Nápoles, María Isabel de Braganza y María Josefa Amalia de Sajonia.
Era tan atractiva María Cristina, que su esposo se enamoró de ella sin ni siquiera conocerla. Bastó un retrato de esmalte en miniatura que le mostró Luisa Carlota, hermana mayor de ella, para seducir al lascivo monarca.
Para los liberales, la lozana María Cristina representaba la esperanza contra el absolutismo que encarnaba el infante don Carlos, llamado a relevar a su hermano mayor en el trono ante la falta de descendencia de éste y la vigencia de la ley sucesoria que postergaba a las mujeres respecto a los varones.
En la escalera de honor de palacio aguardaban a la reina el mayordomo mayor, el sumiller de corps, los grandes de España, gentilhombres y el resto del servicio, incluidas las señoras de tocador. Se dispararon salvas de artillería y repicaron las campanas.
Hasta conocer en persona a su amada, el resignado rey tuvo que consolarse auscultando con la mirada el retrato que le entregó su cuñada Luisa Carlota, y con las esporádicas cartas que cruzó con su novia mientras ésta viajaba hacia España.
Fernando escribió así esta carta, fechada el 2 de diciembre de 1829, en Madrid:
Pichona mía, Cristina: Anoche, antes de cenar, recibí tu cariñosísima carta del 29 y tuve el mayor gusto en leer que tú, salero de mi vida, estabas buena y ya más cerca de quien te adora, y se desvive por ti, y no piensa más que en su novia, objeto de sus más dulces pensamientos. Puedes creer que todos los días más de una vez, cuando estoy solo, canto aquel estribillo:
Anda salero
salerito del alma,
cuánto te quiero.
Al tratamiento de «Pichona mía», «azucena» o «ricura», respondía ella siempre con un discreto «Mi muy querido tío» o «Majestad y tío».
Cortés y sumisa, se despedía así:
Adiós, mi amado tío, crea el amor de quien os besa la mano y se dice vuestra más afecta y obediente sobrina y futura esposa.
Pero los días felices pasaron muy pronto. La precipitación y osadía de Fernando VII mancillaron el matrimonio desde la misma noche de bodas, consumada con una violación.
Tres meses después de morir Fernando VII, en 1833, se verificaba en una estancia de palacio el matrimonio secreto entre María Cristina y el guardia de corps Agustín Fernando Muñoz, hijo de unos estanqueros de Tarancón (Cuenca), de quien la reina se había enamorado perdidamente a raíz de una excursión a la finca de Quitapesares, cerca de La Granja de San Ildefonso.
La historia sentimental de los Borbones volvía a escribirse así de forma parecida a como la consignó la reina María Luisa de Parma, abuela de María Cristina, al perder también la cabeza por su amante Manuel Godoy.
Por no hablar de la propia madre de María Cristina, la infanta María Isabel, hermana de Fernando VII, la cual se casó frisando ya los cincuenta, tras enviudar, con el general napolitano Francisco del Balzo, quince años menor que ella.
DECLARACIÓN DE AMOR
Antes de ahondar en el polémico matrimonio de María Cristina de Borbón con su apuesto guardia de corps, resumamos el contenido de una interesante hoja anónima que, bajo el título Casamiento de la reina Cristina con D. Fernando Muñoz y firmada con el seudónimo «El Labriego», se hizo circular en 1840.
Impresa a tres columnas, la hoja se repartió profusamente en Madrid aquel año, precedida de un artículo sobre «La cuestión de la Regencia» publicado por El Eco del Comercio, razón por la cual muchos pensaron entonces que su verdadero autor era don Fermín Caballero, principal redactor de aquel periódico y natural de Cuenca, como Agustín Fernando Muñoz.
¿Qué se decía en aquella hoja clandestina?
El protagonista, al principio, era Agustín Fernando Muñoz, un apuesto garzón de veinticinco años que a punto estuvo de ser expulsado del Cuerpo de Guardias de Corps, en 1832, señalado como sospechoso de simpatizar con Carlos María Isidro.
Casualmente, Muñoz pudo librarse del castigo por hallarse ausente de Madrid con licencia en su pueblo de Tarancón. Pero, sobre todo, en razón de su amistad con el también guardia de corps Nicolás Franco, amante de la modista y confidente de la reina, Teresa Valcárcel, la cual intercedió por él para deshacer el entuerto.
A esas alturas, la reina ya había puesto sus ojos en Muñoz. Muy pronto, urdió un plan para conquistarle: aprovechando la semana que aquél servía de garzón en palacio, organizó un viaje a la hacienda de Quitapesares, la madrugada del 17 de diciembre de 1833.
Pero el crudo temporal del invierno hizo que María Cristina regresase a palacio aquella misma mañana. Resuelta a partir de nuevo al día siguiente, ordenó que durante la víspera los vecinos de los pueblos adyacentes abriesen paso en el puerto. La reina pudo reemprender así el viaje a Quitapesares, acompañada en su coche por el ayudante general de guardias, Francisco Arteaga y Palafox, el gentilhombre Carbonell y, cómo no, por el propio Muñoz, sentado frente a ella.
Llegados a Quitapesares, salió María Cristina a pasear por los jardines con Arteaga y Muñoz. Pero enseguida fingió que necesitaba algo y envió a Arteaga a buscarlo a la quinta. Fue así como la pareja se quedó completamente sola; ocasión que la reina debió aprovechar para declararse al guardia. Aquel mismo día regresaron a Madrid, donde al cabo de unas horas el romance se convirtió en la comidilla de toda la corte.
María Cristina pensó entonces en seguir los mismos pasos de su madre, casándose cuanto antes con el hombre al que tanto amaba.
PASO EN FALSO
Las relaciones de Muñoz en la corte se reducían entonces a un puñado de personas: el marqués de Herrera, el escribiente del consulado Miguel López de Acevedo, a cuya mujer había cortejado él mismo cuando era un simple guardia, y el sacerdote Marcos Aniano González, paisano suyo, que se hallaba accidentalmente en Madrid recién ordenado y postrado en cama, en la callejuela de Hita.
Muñoz habló con el presbítero para que le casase con la reina, ofreciéndole una capellanía de honor si encontraba el modo de hacerlo en secreto; también le pidió que confesase a la reina, desconfiada con los sacerdotes de su Real Capilla.
Intentaron primero obtener la licencia del patriarca, pero éste se mostró receloso con el joven clérigo, consciente de la gravedad de administrar un matrimonio morganático y mantenerlo en secreto: también negó su aprobación el obispo de Cuenca, de quien era diocesano el propio Marcos Aniano.
Recurrieron entonces los enamorados al nuncio de Su Santidad, el cardenal Tiberi, el cual se resistió al principio. Pero, una vez repetida la instancia con esquela autógrafa de la real novia, el representante del pontífice acabó concediendo licencia al sacerdote Aniano González para una sola celebración. Estas diligencias se practicaron entre el 25 y 27 de diciembre de 1833.
El 28 de diciembre ofició así el presbítero conquense esa única ceremonia nupcial, asistido por el también clérigo Acislo Ballesteros, y con el marqués de Herrera y el escribiente del consulado, Miguel López de Acevedo, como testigos.
No tardó Muñoz en recelar de los que estaban en el secreto, alejándolos de palacio por temor a que pudiesen hablar algún día. Fue así como a Teresa Valcárcel se la trasladó a Bayona por un escribano que dio fe de la entrega a su marido, un francés del que vivía separada. A Nicolás Franco, ascendido a teniente coronel, se le destinó a la Tenencia de Rey de Jaca, mientras que el gentilhombre Carbonell tomó posesión de su nueva plaza en Andalucía.
Despejado así el peligro, la reina no toleró la menor crítica sobre su relación con Muñoz. De hecho, no le tembló el pulso al firmar la orden de destierro para Pedro Jiménez de Haro, editor de La Crónica, periódico que sólo había publicado cinco números hasta entonces, y para Ángel Iznardi, firmante de un polémico artículo y fundador luego de El Eco del Comercio.
¿Qué pecado tan grave habían cometido ambos para merecer semejante castigo?
Bastó con que publicasen el siguiente suelto, el 5 de febrero de 1834, un mes después de la boda secreta de la reina con su guardia:
Ayer se presentó Su Majestad la Reina Gobernadora en char avant [sic] carruaje abierto, cuyos caballos dirigía uno de sus criados, y en el asiento del respaldo iba el Capitán de Guardias, Duque de Alagón.
Resultó que el «criado» era el propio Muñoz. Pero la reina se tomó el error como un ultraje y, sin pensarlo dos veces, ordenó cerrar el periódico y desterrar de la corte a los responsables de la afrenta.
Con razón escribía el afectado Iznardi a su amigo cubano Domingo del Monte una desconocida carta, digno ejemplo del profesional íntegro, reacio a revelar sus fuentes ante la mayor adversidad.
Fechada el 24 de febrero de 1834, en Carabanchel Alto, la misiva contextualiza también la pugna política entre liberales y carlistas, a propósito de la relación de la reina con Muñoz, estando «tan cercana la privanza de Godoy».
Dice así:
Aquí me tienes, desterrado de la Corte no sé por cuántos días: el motivo es el más liviano que tú te puedas figurar, porque se reduce a haber insertado la noticia de que la Reina había salido a paseo, gobernando los caballos de su coche uno de sus criados, según lo leerás en el número 5 de La Crónica, que te remito. La noticia la remitió a la redacción D. Andrés Arango, pero no conviniendo a éste dar la cara ni siendo decente que yo lo descubriera, me tienes aquí purgando pecados ajenos, si es que ha habido pecado, que yo no lo creo. En Madrid se ha dicho que un tal Muñoz, a quien la reina ha elevado a gentilhombre desde guardia de corps, era precisamente el que iba rigiendo los caballos, y sea que la reina descubriese alguna alusión maligna en el artículo, cosa que yo no descubro ni hubiera consentido, o sea que a Muñoz disgustase que se le llamase criado, lo cierto es que el Superintendente de policía, por orden verbal de la reina, suprimió La Crónica y me desterró. Te aseguro, Domingo mío, que en este lance he sentido mucho menos mi propia desgracia que el descrédito que ha traído sobre la reina esta medida arbitraria; porque, como tú sabrás, la suerte de los liberales de España está unida, en el día, con la de la reina, y el perderse ella es perdernos nosotros, al menos por ahora. Desde este suceso no queda cosa que no digan los carlistas de las relaciones de María Cristina con Muñoz, y como está tan cercana la privanza de Godoy, la comparación es cómoda de hacer y las consecuencias tristes de sacar.
Si María Cristina de Borbón era suspicaz hasta ese extremo, se comprenderá mejor por qué guardaba tan celosamente el secreto de su enlace con Muñoz.
Pero la boda de poco sirvió para tranquilizar su escrupulosa conciencia, pues jamás resultó válida ni para las leyes canónicas que el clérigo, recién ordenado, desconocía, ni mucho menos para las civiles.
Amigo y paisano del contrayente, Marcos Aniano González había pasado por alto la imprescindible intervención del párroco en la ceremonia, prescrita por el Concilio Tridentino, que era ley del reino.
La verdad era tan incómoda y doliente como que la piadosa María Cristina y su no menos compasivo esposo habían convivido maritalmente en pecado mortal, como simples amantes y padres de una prole de ocho hijos ilegítimos.
Por eso, en cuanto regresó a Madrid, tras varios años de exilio en París durante la regencia del general Espartero, María Cristina recurrió a su hija Isabel II para que revistiese a su amado Muñoz con todos los honores posibles.
Sumisa y complaciente con su madre, Isabel II dispuso así este real decreto el 12 de febrero de 1844:
En atención a las particulares circunstancias y a los méritos que concurren en D. Agustín Fernando Muñoz Sánchez, y teniendo en cuenta la alta consideración que por su distinguida posición merece, vengo en hacerle merced de Grande de España de primera clase con el título de duque de Riánsares [nombre de una ermita cercana a Tarancón], para sí y sus descendientes primogénitos por el orden de sucesión regular,
YO, LA REINA
El hijo de los estanqueros de Tarancón quedó así equiparado, por el favor real, a la jerarquía civil más cercana a la realeza.
Sobre él recayeron, desde entonces, todo tipo de títulos y distinciones: marqués de San Agustín; el collar del Toisón de Oro, la más alta condecoración de los Borbones españoles; la maestranza de Granada; cruces y más cruces…
Pero nada de todo eso podía librarle de una preocupación que aún le quitaba el sueño.
LA CEREMONIA DE LA VERDAD
En el Archivo Histórico Nacional localicé un librito cuyo título despertó por sí solo mi curiosidad: «Desposorio del Excmo. Sr. D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, duque de Riánsares, con S. M. la Augusta Reyna Madre Dña. María Cristina de Borbón», leí, sin dar crédito.
¿Era acaso aquel documento el testimonio fehaciente del inválido casamiento oficiado en 1833 por el sacerdote Marcos Aniano, amigo de Muñoz?
Enseguida comprobé que no era así, sino que tenía ante mis ojos un revelador legajo jamás publicado.
Suscrito el 12 de octubre de 1844 por don Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba y confesor de la reina Isabel II, en la primera parte del documento se aludía al real decreto expedido por Isabel II el día anterior, según el cual:
Atendiendo a las poderosas razones que le había expuesto la referida Señora Su Muy Augusta Madre y después de haber oído a su Consejo de Ministros, había venido en autorizarla para que contraiga matrimonio con don Fernando Muñoz, duque de Riánsares [la cursiva es mía] declarando que por este matrimonio de conciencia, o sea con persona desigual, no decae de mi gracia y cariño, y que debe quedar con todos los honores y prerrogativas que le corresponden como Reyna Madre, pero que su marido sólo gozará de los honores, prerrogativas y distinciones que por su clase le competan, conservando sus armas y apellidos; y que los hijos de este matrimonio quedarán sujetos a lo que dispone el artículo doce de la ley nueve, título segundo, libro décimo de la Novísima Recopilación, pudiendo heredar los bienes libres de sus padres con arreglo a lo que disponen las leyes.
El confesor de Isabel II proclamaba nada menos que ésta había autorizado a su madre a contraer matrimonio con su guardia de corps… ¡señal inequívoca de que la pareja aún no estaba casada ni canónica ni civilmente!
Recordemos que esto sucedía en octubre de 1844, y que el primer hijo de María Cristina y de Muñoz, al que siguieron luego otros siete «muñoces», como se les dio en llamar entonces, había nacido diez años atrás.
Tan sólo faltaba por venir al mundo el último de esos «muñoces», José María, el cual lo haría dos años después, cuando su madre tenía ya cuarenta años de edad.
El documento revelaba también que tampoco existía el «matrimonio secreto» que algunos historiadores, incluidos varios biógrafos de Isabel II y de María Cristina, habían referido como válido en sus obras.
Más claro, agua: María Cristina seguía siendo viuda de Fernando VII, mientras que Agustín Fernando Muñoz era un soltero ya maduro, a quienes la reina Isabel II autorizaba por fin a convertirse en esposos legítimos en octubre de 1844, once años después de la muerte de Fernando VII.
Prosigamos ahora con el increíble relato del obispo de Córdoba. Tras anunciar que unía la Real Orden mencionada al expediente formado «para la práctica de las diligencias de exploración de libertad y voluntad de los señores contrayentes, bajo el competente número de testigos que prestaron sus declaraciones respectivas, y dispensadas las canónicas amonestaciones por las graves causas que son muy obvias», dio así comienzo a la descripción de la ceremonia matrimonial:
Nos revestimos de medio pontifical en el Altar portátil colocado al efecto en la misma habitación, asistido del señor D. Nicolás Luis de Lezo Racionero, de la Santa Iglesia Patriarcal de Sevilla, capellán de honor de S. M. y maestro de ceremonias de su Real Capilla, y con todas las que prescribe el Ritual Romano, y a la hora de las nueve y media de la noche desposamos por palabras de presente que hacen y celebran verdades, y legítimo matrimonio según orden de Nuestra Santa Madre Iglesia, recibiendo sus recíprocas promesas y consentimientos al referido Excmo Sr. D. Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, natural de la villa de Tarancón, Obispado de Cuenca… de estado soltero y de edad de treinta y seis años cumplidos en cuatro de mayo último, con S. M. la Señora Doña María Cristina de Borbón, viuda del señor Rey don Fernando Séptimo que está en gloria… de edad de treinta y ocho años cumplidos en veintisiete de abril último. [La cursiva es mía.]
El documento probaba así que María Cristina de Borbón y Agustín Fernando Muñoz contrajeron «matrimonio legítimo» el 12 de octubre de 1844, a las nueve y media de la noche, en los aposentos privados de la Reina Gobernadora, ante un altar portátil alrededor del cual se congregaron los oficiantes y contrayentes referidos.
De la ceremonia matrimonial dieron fe, como testigos, el presidente del Gobierno, Ramón María Narváez, además de Alejandro Mon, secretario de Estado y del Despacho de Hacienda; Luis Mayans, de Gracia y Justicia; Francisco Armero Peñaranda, de Marina, y Pedro José Pidal, de Gobernación, entre otros.
La nueva situación civil de la reina, dejando de ser viuda para pasar a segundas nupcias, hizo que perdiese su pensión de viudedad.
El 8 de abril de 1845 el Congreso le concedió, sin embargo, una asignación de tres millones de reales como tributo de gratitud nacional por sus servicios al Estado.
La viuda de Fernando VII se convirtió así, finalmente, en esposa del antiguo soltero de Tarancón.
DOBLE VIDA
La insistencia en este punto resulta crucial para entender por qué María Cristina de Borbón llevó una doble vida hasta que su hija Isabel II fue reina efectiva.
Por un lado, María Cristina quiso evitar de aquel modo que el matrimonio morganático con su guardia de corps le impidiese ocupar legalmente la regencia durante la minoría de edad de su hija; por otro, temió que su matrimonio desigual sirviese también a sus enemigos políticos para poner en tela de juicio el futuro reinado de Isabel II.
Indignados con Fernando VII por restablecer la Ley de Partida, tras derogar la «Ley Semisálica» de Felipe V, para que su hija Isabel II pudiese reinar en lugar de su tío Carlos María Isidro, los carlistas tampoco estaban dispuestos a tolerar que María Cristina ejerciese como regente habiendo celebrado un matrimonio desigual con Muñoz. Para colmo, existía el riesgo de que descubriesen que la cuñada de Carlos María Isidro, nominado Carlos V, era madre soltera de ocho hijos.
Al drama exterior se unía el no menos intenso drama interior que asolaba a María Cristina, cuya piadosa conciencia se debatía en torno a la validez o no de ese matrimonio improvisado en una estancia de palacio, meses después de fallecer su marido.
La posibilidad de que el enlace fuese nulo la convertía, a ojos de la nación, en la vulgar amante de un apuesto guardia de corps, además de en madre soltera de ocho hijos. Si en cualquier monarquía del mundo una situación semejante sería aún hoy motivo de escándalo, convirtiéndose en comidilla de políticos y periodistas, imagine el lector las terribles consecuencias que hubiese tenido hace más de siglo y medio.
Con razón, el conde de Romanones advertía la terrible odisea interior y el sufrimiento contenido de María Cristina para no perder lo que más anhelaba en el mundo:
En la lucha que ésta sostuvo para conservar la Regencia y no abandonar a su hija Isabel y a la vez seguir los impulsos de su corazón, lucha tremenda, que sintetiza seis largos años de tortura, en que se puso a prueba su bien templado ánimo, puede encontrarse la explicación del hecho extraño de que, habiendo contraído nupcias, o creyendo haberlas contraído con Muñoz, a los diez días de conocerle y a los tres meses de ser viuda, dejara pasar once años sin hacerlas públicas, y, aun requerida por Cortina, al renunciar la Regencia, se negara a reconocer que hubiera mantenido relación alguna con el garrido guardia de Corps.
Tampoco resulta así extraño el comentario de José Montero Alonso:
Las modas de la época —miriñaque, ropas abultadas, abundancia de adornos— permiten disimular el estado físico determinado por los embarazos de la reina. Mas no faltan, explicablemente, comentarios, hablillas y malicias sobre una realidad difícilmente ocultada. Alguien, por ejemplo, ha dicho que nuestra reina es una dama casada en secreto y embarazada en público.
Romanones abundaba en esta misma paradoja:
María Cristina de Borbón se presentaba en público con frecuencia en visible estado de embarazo, cuando oficialmente era viuda; así compareció ante las Cortes para jurar el Estatuto Real.
Aun así, María Cristina hizo todo cuanto estuvo de su mano para disimular sus continuos embarazos.
El 29 de agosto de 1834 huyó espantada de La Granja, tras desatarse una epidemia de cólera en Segovia, refugiándose en El Pardo, donde se encerró aprovechando el rigor sanitario para no ser vista en los tres últimos meses de gestación.
El 17 de noviembre, entre las once y las doce de la noche, alumbró a su primera hija con Muñoz, María de los Desamparados, asistida por su suegra, doña Eusebia Sánchez, y por el médico de palacio, don Juan Castelló.
Tan sólo nueve días después del parto, la reina tuvo ya que pasar revista en la Florida al segundo escuadrón de guardias que salió para el norte.
En la misma noche del alumbramiento, sacaron a la recién nacida en un coche cerrado por la puerta de El Pardo situada frente a Las Rozas. La pequeña iba en brazos del administrador del Real Sitio, don Luis, acompañado del doctor Castelló, quienes la entregaron luego a la señora Rafaela Tadea Castañedo, viuda del antiguo administrador de la granja Villanueva. Esta mujer estableció su residencia en Segovia junto con la niña y un ama de cría, para que estuviese más cerca de sus verdaderos padres.
Al año siguiente, María Cristina intentó de nuevo conciliar su doble vida.
El 29 de mayo de 1835, embarazada otra vez, acudió desde el Palacio de Aranjuez a clausurar el Parlamento, regresando ese mismo día al Real Sitio.
El 8 de julio volvió a Madrid; a los tres días se trasladó a La Granja para vivir aislada y lo más cautelosa posible, debido a su estado.
Por eso, el 17 de julio expidió una Real Orden el mayordomo mayor, marqués de Valverde, suprimiendo los besamanos. Todas las precauciones fueron pocas. Desde La Granja salían cada tarde María Cristina y Muñoz hacia la finca de Quitapesares, donde se declararon mutuo amor, para encontrarse con su hija, traída desde Segovia por la señora Castañedo y el ama de cría en un espléndido coche. Los encuentros diarios hicieron que muy pronto, entre los vecinos del lugar, la niña empezase a ser conocida como «la hija de la reina».
El 14 de agosto, embarazada de seis meses, María Cristina tuvo que cumplir de nuevo con sus obligaciones de regente, acudiendo a un gran Consejo de Ministros y Magnates convocado por el conde de Toreno con motivo del pronunciamiento de varias provincias.
El 12 de septiembre volvió a encerrarse en El Pardo, donde ni los gentilhombres ni las damas la vieron en mucho tiempo.
Nacida al fin María del Milagro, el 8 de noviembre de 1835, fue conducida en enero del año siguiente a París con su hermanita María de los Desamparados. Su abuelo paterno Juan Muñoz y el sacerdote Juan González Caboreluz, tío del confesor Marcos Aniano González, a quien aquél debía el favor de su nombramiento como oficial de la Real Biblioteca, hicieron juntos el viaje con las dos niñas.
Para evitar sospechas, alegaron que el motivo del viaje era un encargo de libros de la biblioteca al padre González Caboreluz. Una conocida casa de comercio de Aranjuez financió los gastos de estancia de los niños en París. Pronto corrió la misma suerte que sus dos hermanas mayores el resto de la prole ilegítima de María Cristina y Agustín Fernando Muñoz.
PASAPORTE FALSO
María Cristina cuidó hasta el último detalle para consolidar su doble vida de reina y madre de ocho bastardos.
Viajar a París requería exhibir en la frontera un pasaporte falso que no levantase sospechas sobre la verdadera identidad de su poseedora.
Nadie absolutamente, fuera de su círculo más íntimo de familiares y amigos, debía saber que ella, madre de la reina de España y antigua regente de la nación, residía temporadas en París con su esposo y sus hijos.
En el Archivo Histórico Nacional hallé el documento diplomático que, con el número 5.162, permitió a la reina cruzar de incógnito el puesto fronterizo en numerosas ocasiones.
Resultaba curioso que el titular de ese falso pasaporte fuera una tal «condesa de la Isabela», parecida distinción a la que, en 1848, concedió Isabel II a su hermanastra Cristina Muñoz y Borbón, titulándola «marquesa de la Isabela».
El desconocido documento acreditativo, encabezado por el primer secretario de Estado, duque de Sotomayor, dice así:
Por cuanto ha resuelto conceder pasaporte a la Señora Condesa de la Isabela que con su familia, comitiva y criados pasa a Francia.
Por tanto ordena a las autoridades civiles y militares del reino le dejen transitar libremente y a las de los países extranjeros adonde se dirija pide y encarga no pongan embarazo alguno en su viaje a la referida Señora Condesa de la Isabela y demás personas que la acompañan.
Antes bien le den todo el favor y ayuda que necesitase, por convenir así al bien del servicio nacional.
Dado en Madrid, a 6 de mayo de mil ochocientos cuarenta y siete.
EL DUQUE DE SOTOMAYOR
Otro duque, el de Riánsares, necesitaba también su propio pasaporte para cruzar la frontera francesa. Sólo que el suyo, a diferencia del de su esposa, fue expedido con su verdadero nombre.
El capitán general de Castilla la Nueva se lo facilitó sin rechistar.
Dice así:
Concedo libre y seguro pasaporte al Excmo. Sr. Duque de Riánsares, Reg. de Caballería, que pasa a París acompañando a S. M. la Reina Madre.
Por tanto ordeno y mando a los jefes militares y autoridades civiles sujetos a mi jurisdicción, y a los que no lo están, pido y encargo no le pongan impedimento alguno en su viaje, antes bien le faciliten los auxilios que se expresan y raciones que se marcan, pagando los bagajes a los precios reglados por S. M. como igualmente los que necesite y puedan contribuir al servicio nacional, anotando a continuación el comportamiento que haya tenido en su marcha. Debiendo presentar este pasaporte al Comisario de Guerra encargado de pasarle revista, según lo prevenido por S. M. en los artículos 3.º, 4.º y 5.º del capítulo 1.º de la Real Instrucción de 12 de enero de 1824.
Dado en Madrid, a siete de marzo de mil ochocientos cuarenta y siete,
JOSÉ MANSO
LA CAMARILLA REGIA
A esas alturas, la Reina Gobernadora disponía ya de su camarilla palatina de aduladores, de la que formaban parte, en lugar privilegiado, sus propios suegros don Antonio y doña Eusebia, así como la hija de éstos, Alejandra, nombrada camarista del regio alcázar.
Completaban la nómina de favoritos don José Muñoz, contador del Real Patrimonio; don Marcos Aniano González, confesor de Su Majestad, capellán de honor, administrador del Buen Suceso, prebendado de Lérida y deán de La Habana, títulos obtenidos gracias a su amistad con Agustín Fernando Muñoz y al impagable gesto de casarlos, aunque fuese en vano; don Juan González Caboreluz, ayo de la reina Isabel II, además de oficial de la Real Biblioteca; don Serafín Valero, hijo del dómine de Tarancón, administrador de Vista Alegre; don Miguel López de Acevedo, nombrado director de la Casa de la Moneda en atención a sus servicios prestados como testigo del enlace secreto de la reina con Muñoz, siendo escribiente del consulado; don Atanasio García del Castillo, antiguo administrador de la Casa de Campo y del Alcázar de Sevilla; el ex jesuita don Juan Gregorio Muñoz, y otros parientes y amigos de la regia pareja trasladados desde Tarancón a la corte.
Los padres de Muñoz eran, como decimos, el centro medular de esa camarilla palatina. Cada vez que iban al teatro, ocupaban el palco de proscenio frente al de Su Majestad. Paseaban por el Prado en carruaje tirado por tres mulas y al despedirse de la reina, en sus frecuentes visitas a palacio, la tuteaban: «Adiós, hija».
La pasión de María Cristina y Muñoz quedaba al descubierto en los bailes organizados por la propia reina en el palacio del conde de Altamira, que en el carnaval eran de máscara. Ningún invitado ignoraba el correspondido afecto de la reina por su guardia de corps, ni siquiera los vínculos secretos que unían a la pareja.
En uno de aquellos bailes de disfraces, todos los asistentes pudieron ver al conde de Toreno, al ministro Moscoso de Altamira, al general Freire y otros personajes de la época haciéndole la corte a Muñoz, ataviado de arriero manchego sin careta. Los demás iban, en cambio, de uniforme, excepto Toreno y Moscoso, que vestían de rigurosa etiqueta. Mientras la reina bailaba rigodones, como hacía de pequeña en la corte de Nápoles, Muñoz cenaba con Acevedo, Herrera y algún que otro amigo.
El escritor francés Charles Didier, que residió un año entero en España, recreaba el ambiente de aquellas fiestas en las que cuanto se consumía era de pago, aunque fuese un simple vaso de agua.
Resultaban cómicos, para Didier, los bailes baratos organizados por la regia pareja en su madrileño palacio de las Rejas, donde se instaló años después de la regencia. En el cuarto de los refrescos, unos mozos se encargaban de servirlos en mangas de camisa y con sucios delantales, mientras el olor del tabaco, mezclado con el de las lámparas de aceite, hacía irrespirable el ambiente en el salón de baile.
La reina bailaba casi todo el tiempo con cuantos la invitaban, que eran muchos, sin importarle la edad ni el aspecto que tuviesen. El propio Didier vio a Su Majestad bailando un galop con un diplomático que pasaba ya de los setenta años. Varios hidalgos decrépitos tomaban antes clases de danza en casa de la marquesa de Valverde para disfrutar luego del honor de tener a la reina por pareja.
Bailando también se ahogaban las penas.
LOS OCHO «MUÑOCES»
La prolífica María Cristina emuló a su abuela María Luisa de Parma en lo que a maternidad se refiere; los amoríos son otra cosa.
A sus dos hijas con el rey Fernando VII, las infantas Isabel y Luisa Fernanda, sumó ella los ocho vástagos que tuvo con Agustín Fernando Muñoz, de los cuales damos cumplida cuenta ahora, enumerándolos por riguroso orden de nacimiento:
- María de los Desamparados Muñoz y Borbón (18341864) fue la primera condesa de Vista Alegre en 1847. Nacida en El Pardo el 17 de noviembre de 1834, contrajo matrimonio con el príncipe polaco Ladislao Czartoryski en el salón azul, llamado de la Emperatriz, de la Malmaison, la residencia que María Cristina compró a Luis Felipe de Orleans por 500.000 francos. Su descendencia se ha extinguido.
- María del Milagro Muñoz y Borbón (1835-1856) fue la primera marquesa de Castillejo en 1847. Contrajo matrimonio en la Malmaison el 23 de enero de 1856 con Felipe, príncipe italiano del Drago. Entre sus descendientes figuran las familias italianas Colonna, Ruffo della Scaletta y Nasalli Rocca.
- Agustín María Muñoz y Borbón (1837-1855) fue el primer duque de Tarancón, título creado el 29 de febrero de 1848 para los segundogénitos de la Casa de Riánsares. Fue también vizconde de Rostrollano y guardiamarina de la Armada. Falleció soltero en la Malmaison, en junio de 1855.
- Fernando María Muñoz y Borbón (1838-1910) fue segundo duque de Riánsares y de Tarancón, marqués de San Agustín, primer conde de Casa Muñoz en 1848, vizconde de Rostrollano y de la Alborada en 1849. Coronel retirado de caballería, contrajo matrimonio en 1861 con Eladia Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, hija de los octavos marqueses de Campo Sagrado. Entre sus descendientes se hallan los Muñoz, los Sánchez de Toca y los López Dóriga.
- Cristina Muñoz y Borbón (1840-1921) fue la primera marquesa de la Isabela en 1848 y vizcondesa de la Dehesilla al año siguiente. Se casó con José María Bernaldo de Quirós y González de Cienfuegos, noveno marqués de Campo Sagrado, en la Malmaison, el 20 de octubre de 1860. Entre sus descendientes se cuentan los Álvarez de Toledo, los Mencos, Chico de Guzmán, Allendesalazar, Méndez de Vigo, Olazábal, Espinosa de los Monteros y diversas ramificaciones.
- Juan Bautista Muñoz y Borbón (1841-1863) fue primer conde del Recuerdo en 1848 y vizconde de Villa Rubio al año siguiente, además de segundo duque de Montmorot en Francia y ayudante del emperador Napoleón III. Murió soltero, sin descendencia.
- Antonio de Padua Muñoz y Borbón que nació el 3 de noviembre de 1842 y murió pocos años después de ser bautizado en París.
- José María Muñoz y Borbón (1843-1863) fue el primer conde de Gracia en 1848 y vizconde de la Arboleda al año siguiente. Murió también soltero y sin descendencia.
FALSEDAD Y SUPLANTACIÓN
Detallada la prole de María Cristina y Muñoz, nos disponemos a exhumar otro importante documento que ha permanecido inédito desde el 13 de octubre de 1844, cuando fue redactado y rubricado por don Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba.
La trascendencia de este legajo, conservado en el Archivo Histórico Nacional, aconseja reproducirlo en su integridad. La propia interesada, María Cristina de Borbón, lo llevó consigo al exilio, manteniéndolo oculto hasta después de su muerte por las poderosas razones que enseguida veremos.
La primera vez que abandonó España, en 1840, dejando a sus hijas Isabel y Luisa Fernanda bajo la tutela del regente Baldomero Espartero, María Cristina sustrajo de palacio numerosos documentos y joyas que luego reclamó en vano el propio Espartero, así como los gobernantes revolucionarios de 1854 y de 1868.
En 1840, sin ir más lejos, un grupo de expertos encargados de investigar las desapariciones informó así al gobierno en un comunicado: «Esta comisión ha hallado que se han sustraído de palacio documentos que, aun tratándose de particulares, no podían sustraerse sin delito». El dedo acusador señaló enseguida a la reina madre, que residía entonces en París.
De la lectura del documento que a continuación vamos a transcribir, cualquier fiscal que se precie hallaría hoy día materia fundada para formular una acusación por presuntos delitos de falsedad documental y suplantación de personalidad.
El lector, sin embargo, comprenderá que el modo de actuar de María Cristina de Borbón obedeció a los elevados intereses que había entonces en juego, como sin duda eran conservar la regencia y velar por el futuro de su hija Isabel II como reina de todos los españoles.
Nadie, por tanto, debía conocer su relación secreta con Agustín Fernando Muñoz, ni mucho menos saber que tenía ocho hijos ilegítimos con él, nacidos la mayoría en Madrid pero educados todos en París, lejos de la corte.
María Cristina y Muñoz urdieron con tal fin un burdo montaje, tal y como revela el siguiente documento cuyos párrafos esenciales me he permitido subrayar.
Empieza así relatando los increíbles hechos Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba:
Se dignó S. M. manifestarnos y declararnos en fe de su Real Palabra que a consecuencia de su trato y comunicación con el citado su señor esposo, después de haber quedado viuda con ánimo de contraer matrimonio cuando las circunstancias lo permitiesen en el modo y forma que dispusiera Nuestra Santa Madre Iglesia y llevados del mutuo amor que se profesaban habían tenido ocho hijos bautizados en diferentes parroquias con los nombres de otros padres por las razones que son bien obvias.
A saber, la primera llamada María de los Desamparados, María del Carmen, María del Milagro, Isabel, Fernanda, Juana, que nació en diez y siete de noviembre de mil ochocientos treinta y cuatro y fue bautizada en doce de diciembre siguiente en la Iglesia Parroquial de San Miguel y San Justo de esta Corte por el teniente de cura de la misma D. José Velasco, poniendo por padres a don Jacobo Villanoba y Jordán, natural de Barcelona, y doña Rafaela Tadea Castañedo Herrero, natural de esta Corte.
La segunda, María del Milagro, María del Carmen, Desamparo, Isabel, Fernanda, Juana, Patrocinio, que nació en ocho de noviembre de mil ochocientos treinta y cinco y fue bautizada en cinco de diciembre siguiente en la Iglesia Parroquial de San Millán de esta Corte por don Antonio Domínguez, teniente de cura de la misma, como hija de don Francisco Prego, natural de Marco, Reyno de León, y doña Dolores Núñez Doménec y Castañedo, natural de Marín, Arzobispado de Santiago.
El tercero, Agustín María, Raimundo, Fernando, Longinos, que nació en quince de marzo de mil ochocientos treinta y siete y fue bautizado en treinta de abril siguiente en la Iglesia Parroquial de San José de esta Corte por el teniente de cura don Martín Fernández Campillo, expresándose por padres a don Agustín de Rivas y a doña Baltasara Sánchez.
El cuarto, Fernando María, José, Nicolás, Avelino, que nació en siete de abril de mil ochocientos treinta y ocho y fue bautizado en veintisiete del mismo en la Iglesia Parroquial de San Ildefonso de esta Corte por el teniente de cura don Agustín Andreu con la expresión de ser sus padres los citados don Agustín Rivas y doña Baltasara Sánchez, naturales de esta Corte.
La quinta, Cristina, María del Carmen, Juana, Eusebia, Vicenta, que nació en diez y nueve de abril de mil ochocientos cuarenta y fue bautizada en veintiocho del mismo en la Iglesia Parroquial de San Martín de esta Corte por el teniente de cura D. Manuel Díaz como hija de don Pío Sánchez y doña María Carrillo, naturales de esta Corte.
El sexto, Juan Bautista, María de la Guardia, Eusebio, José, que nació en veintinueve de agosto de mil ochocientos cuarenta y uno y fue bautizado en dos de junio de mil ochocientos cuarenta y dos en la Iglesia Parroquial de La Magdalena de París por S. Y. Pesini, presbítero, expresándose hijo de don Agustín Funes y Carrillo, y doña María Albiol.
El séptimo, Antonio de Padua María de la Guardia Marcelo, que nació en tres de noviembre de mil ochocientos cuarenta y dos y fue bautizado en la Iglesia Parroquial de San Pedro de París en veintitrés de diciembre siguiente por P. F. Choel, cura de San Pedro de Chaillot, como hijo de los citados don Agustín Carrillo y doña María Albiol.
Y el octavo, José María de la Guardia, Eusebio, Juan, Tomás, Doroteo, que nació en veintitrés de diciembre de mil ochocientos cuarenta y tres y fue bautizado en seis de febrero del presente año de mil ochocientos cuarenta y cuatro en la Iglesia Parroquial de San Germán de Auxcroir de París por J. Sassen, presbítero de la misma, como hijo de los referidos don Agustín Carrillo y doña María Albiol, según expresan con más extensión las respectivas ocho partidas que nos exhibió S. M., advirtiéndonos estar equivocadas las fechas de los días en que nacieron los cinco primeros, que fueron los que ha manifestado, cuyos ocho hijos que actualmente viven los reconoce y ha reconocido siempre como suyos y del citado su esposo Excmo. Sr. D. Fernando Muñoz, duque de Riánsares, y como tales los han cuidado y cuidarán con el amor y cariño propio de padres, y cual corresponde a su elevada clase. Y mediante a que todos han sido tenidos en tiempo hábil para contraer matrimonio por no existir entre ambos impedimento alguno, y están ya legitimados por el subsiguiente que han de celebrar en el día anterior doce del corriente, expresaba S. M. que proveyéramos lo que creyéramos más oportuno atendidas todas las circunstancias para la enmienda, corrección o nuevo asiento de las partidas de bautismo de los referidos ocho hijos conforme exige la naturaleza e importancia del caso, a fin de que la filiación quede cierta, legal y legítima en todas sus partes con la debida claridad y expresión de día, mes y año del nacimiento de cada uno, el de su bautismo, iglesia donde se verificó, sacerdote que lo administró, padrinos, testigos y demás que pueda ser conducente para que reputados y tenidos como originales se deduzcan ahora y en todo tiempo los certificados de las partidas en el modo y forma que puedan servir estos documentos para todos los efectos que convenga, ratificándose S. M. en todo lo que deja manifestado y declarado, y expresando por último hallarse en la edad de treinta y ocho años cumplidos, y se sirvió firmarlo de que certificamos y lo firmamos,
MARÍA CRISTINA DE BORBÓN
JUAN JOSÉ, OBISPO DE CÓRDOBA
A continuación, el obispo de Córdoba tomó juramento al duque de Riánsares:
Enseguida, en el referido día, mes y año [13 de octubre de 1844], y en la misma habitación de S. M., se nos presentó el mencionado Excmo. Sr. D. Fernando Muñoz, duque de Riánsares, a quien recibimos juramento en debida forma, puesta la mano sobre la cruz que traía al pecho, ofreciendo también a fuer de caballero decir verdad en lo que supiera y fuera preguntado, y habiendo leído la anterior manifestación y declaración que se ha servido hacer S. M. su Augusta Esposa la Sra. Doña María Cristina de Borbón, dijo que todo cuanto en ella se confiesa es cierto.
Por último, el obispo de Córdoba dispuso una importante medida cautelar para exonerar a María Cristina y a Muñoz de posibles responsabilidades legales, así como para proteger el buen nombre de sus ocho «hijos naturales»:
Vistas las dos anteriores manifestaciones y declaraciones en que S. M. la Augusta Reina Madre y su esposo el Excmo. Sr. D. Fernando Muñoz reconocen por hijos suyos naturales los ocho contenidos en las respectivas partidas presentadas, y no debiendo hacer la enmienda en sus originales para evitar los gravísimos inconvenientes que ofrece el caso por su naturaleza de reservado y demás circunstancias que son bien obvias, debemos mandar y mandamos que se unan a este expediente las referidas ocho partidas, y que en un libro separado se extiendan las respectivas ocho nuevas partidas de bautismo.
Así fue como nadie pudo rebatir jamás, con pruebas, la legitimidad de los hijos de María Cristina y Muñoz. Hasta hoy…