El Borbón desconocido
La Jolla es hoy una próspera comunidad de más de 40.000 residentes en el interior de la ciudad californiana de San Diego. La mitad de sus habitantes son estudiantes universitarios y la otra mitad, jubilados ricos.
Sus numerosos barrios se circunscriben a unos amplios límites que arrancan al sur, en Pacific Beach, y recorren la costa del océano Pacífico hasta el extremo norte de Reserva Torrey, en Del Mar.
El clima es muy agradable casi todo el año, ya que se encuentra al sur de California, cerca de la frontera con México.
Los más viejos del lugar aseguran que el nombre de la localidad procede del término amerindio Woholle, que significa «hoyo en la montaña», en alusión a las cuevas en el norte, cerca de La Jolla Cove Park.
Sea como fuere, en aquel paraíso californiano mantuvo abierta su mansión, hasta su muerte en 2003, el actor Gregory Peck; también tienen allí residencias otros astros del celuloide como Cliff Robertson o Raquel Welch; directores de cine como Gore Verbinski, a quien se debe la exitosa película Piratas del Caribe; y escritores vivos como Anne Rice, autora de Entrevista con el vampiro, o desaparecidos, caso del más célebre todavía Raymond Chandler, fallecido allí.
Pero nadie espera que en aquel recóndito lugar del Pacífico resida hoy, en el ocaso de su vida, un hombre de casi ochenta años que dice llamarse Alfonso de Bourbon Sampedro, dando así preferencia al regio apellido en francés, pronunciado igual que el célebre whisky.
Don Alfonso, desde luego, lo pronuncia a la perfección, pues el francés fue el idioma de su infancia y juventud, aunque también domina el inglés y el alemán, incluso mejor que el español.
Educado en las universidades de la Sorbona y de Heidelberg, fue luego intérprete en las Naciones Unidas, hasta que en 1975 recaló en La Jolla, donde vive desde hace más de treinta y cuatro años en un modesto «condo» de su propiedad, como denominan allí a los apartamentos de varios dormitorios, situado en el número 105 de Eads Avenue.
Alfonso de Bourbon constituye una excepción a los jubilados ricos que viven casi a cuerpo de rey en La Jolla; a diferencia de ellos, su existencia discurre allí modestamente, en el más absoluto anonimato. Nadie diría que aquel hombre frágil y espartano en sus costumbres es el hijo secreto del príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia.
Él, al menos, asegura serlo: «Yo sé quién soy», insiste durante nuestra entrevista, celebrada en noviembre de 2009.
Y la verdad es que, a falta de una prueba de ADN, al verle por primera vez tiene uno la sensación de contemplar el vivo retrato de Alfonso XIII. Se diría que mide lo mismo que él: alrededor del metro ochenta de estatura; es más bien enjuto, enfundado en un traje azul a juego con la corbata de franjas con la enseña española; la flor de lis, símbolo de los Borbones, reluce en el ojal de su americana.
El bigotillo, encanecido a su edad, y la frente ancha recuerdan también al monarca y a quien él dice ser su padre, el príncipe de Asturias; igual que su sonrisa pícara y entrañable a la vez. El perfil netamente borbónico constituye otra prueba física palpable de su filiación; lo mismo que sus ojos, más azules aún que su pretendida sangre azul, idénticos a los del príncipe de Asturias, heredados a su vez por éste de la reina Victoria Eugenia.
Su hablar es pausado y su entonación, armoniosa, con acento afrancesado. Es atento y ceremonioso: el anfitrión perfecto, que una y otra vez insiste en que «mi casa es su casa».
Lo primero que llama la atención al entrar en su apartamento es el tremendo desorden que reina allí: montones de objetos y cajas se apilan en el salón y en el pasillo, como si todo aquel arsenal de cachivaches aguardase a ser embalado ante una inminente mudanza.
Cuatro años antes que yo, pasó casualmente también por allí el periodista Ignacio Carrión, de El País, acompañado del pintor valenciano Sebastián Capella, amigo de Alfonso de Bourbon y residente como él en La Jolla, desde hace más de cuatro décadas.
Pese a considerarse nieto del rey Alfonso XIII, don Alfonso de Bourbon no lleva ni de lejos el mismo tren de vida que el artista de Sagunto, que cobra 40.000 dólares por cada uno de sus retratos.
En cierta ocasión, José María Aznar le prometió que le encargaría uno suyo cuando fuese presidente del Gobierno. Don Alfonso ignora si el lienzo cuelga ya o no en alguna de las paredes del domicilio de Aznar, en la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcón.
En cualquier caso, él se conformaría con la décima parte de los 800 dólares que cobra su amigo Capella a cada uno de sus alumnos por impartirles una docena de clases en su estudio.
Pero don Alfonso no es avaro ni ambicioso; la vida, desde luego, le ha enseñado a no serlo. A su amigo Capella le vendió un calendario con fotos de la familia real española por 20 dólares, alegando que de algo había que vivir. Aunque él afirma que el «seguro social» que percibe, como jubilado, le permite llegar sin grandes problemas a fin de mes.
«Llevo una vida muy tranquila; ya soy viejo y nadie sabe cuántos días o meses me quedan aún en este mundo», murmura resignado, como si su misión aquí hubiese terminado hace ya tiempo.
Sus recuerdos, registrados en cinta magnetofónica, arrancan hace exactamente setenta y siete años en Suiza, donde dice que vino al mundo…
EL ABANDONO
—Nací en Lausana, el 22 de octubre de 1932. Mi padre era Alfonso de Borbón y Battenberg, que falleció sólo seis años después en Miami, Florida, tras un desgraciado accidente de automóvil. Mi madre era Edelmira Sampedro, mujer de una buena familia cubana. Oficialmente ellos no tuvieron hijos… ¿Entiende lo que le quiero decir?
—Sí, claro —asiento yo; como tantos otros «Borbones» huérfanos, contra su voluntad, de su propia historia…
—No tengo documentos que acrediten mi filiación. La única prueba que tengo es mi asombroso parecido con Alfonso XIII. Todo el mundo dice que mi rostro es casi idéntico al de él.
—De eso mismo doy fe yo también pero… ¿quién le dijo a usted que su padre era el príncipe de Asturias?
—Me lo dijeron en Suiza, donde vivía yo entonces.
—¿Quiénes?
—Las hermanas católicas.
—¿Estuvo usted en algún convento?
—No exactamente; porque en un convento, las monjas no suelen relacionarse con personas de fuera. Era más bien una casa de acogida, regentada por las hermanas católicas de San Carlos Borromeo.
—¿Llegó a vivir con sus padres?
—No, no… porque ellos viajaron mucho en aquellos años a Estados Unidos y a Cuba; yo fui criado, como le digo, por las hermanas católicas en Suiza.
—Entonces, sus padres lo entregaron a ellas en adopción…
—Así fue; ellas me criaron.
—¿Recuerda dónde nació? ¿En una clínica? ¿Tal vez en una casa particular?
—Francamente, no lo recuerdo…
—Disculpe si le digo que me sorprende mucho que una madre sea capaz de abandonar así a su propio hijo.
—Bueno, mi padre era hemofílico, como usted sabe. No quiero enjuiciar a mi madre, pero a las mujeres cubanas, aunque sean muy lindas y encantadoras, les gusta mucho divertirse. Igual que a mi abuelo Alfonso XIII, que en paz descanse; mientras el rey gozó de buena salud, el dinero que tenía lo gastaba en night-clubs. De todas formas, le recuerdo que Nuestro Señor Jesucristo dijo muy claramente: «No juzguéis, y no seréis juzgados».
—Es usted católico…
—Por supuesto.
Recuerdo entonces el sorprendente testimonio de Ramón Alderete, secretario particular del infante sordomudo don Jaime de Borbón, hermano de quien Alfonso de Bourbon asegura ser hijo, según el cual Edelmira Sampedro pudo quedarse embarazada antes de partir con el príncipe de Asturias a Estados Unidos.
La increíble revelación ha pasado inadvertida hasta ahora en España. No en vano Alderete deslizó un extenso párrafo en sus memorias Les Bourbons que j’ai connus, publicadas en Francia en 1972, las cuales jamás se han traducido al castellano.
¿Qué decía el secretario de don Jaime sobre el futuro retoño de Edelmira y el príncipe, a quienes tuvo oportunidad de tratar durante su estancia en Francia y en Suiza?
Esto mismo:
Se aseguraba que la condesa [Edelmira Sampedro, titulada condesa de Covadonga tras su boda con el príncipe de Asturias] estaba embarazada y si fuera verdad este hecho habría planteado a la Familia Real un problema particularmente espinoso: «Imagínese, Alderete, que puede nacer con manos negras, incluso si es de él, y que siempre encontrará quienes apoyen sus pretensiones al trono de España, incluso si su padre ha renunciado por él a sus derechos…», me repetía sin cesar la Madre Dolores, quien no dudaba que fuera un varón lo que la condesa traería al mundo, incluso si ella confesaba cierto escepticismo sobre su verdadera paternidad. Y eso, hasta el día en que fue biológicamente probado que, si la condesa debía ser madre, no lo sería —legalmente— por obra de D. Alfonso.
Alderete refería así el estado de buena esperanza de Edelmira Sampedro, sobre el cual la madre Dolores Loriga, ecónoma general del convento de la orden de la Asunción en la villa parisina de Saint-Michel, expresaba sus reservas, hasta el punto de lamentar que la criatura naciese con los inconfundibles rasgos caribeños de su madre, reflejados incluso en la piel de «sus manos negras», como ella decía.
La madre Dolores, llamada antes de su consagración Carmen Loriga y Parra, era prima hermana del primer conde del Grove, Juan Loriga y Herrera-Dávila, antiguo preceptor del rey; también era su hermana política, pues el conde estaba casado con Josefina Loriga y Parra.
El propio Alfonso de Bourbon había conocido a la religiosa durante su estancia en París, donde tuvo el privilegio de estudiar en la exclusiva Sorbona.
Dolores Loriga trató así al presunto bastardo del príncipe de Asturias, confiado desde su nacimiento a las hermanas católicas de San Carlos Borromeo, en Suiza.
EDELMIRA
Los primeros años de Alfonso de Bourbon forman hoy una especie de nebulosa en su frágil memoria, resentida sin duda por el grave accidente de automóvil sufrido hace casi veinte años, que ha dejado en él una secuela física, impidiéndole caminar con normalidad.
Pero los efectos intangibles, que sin duda debieron producirse, le hacen incapaz de recordar hoy con precisión la fecha en que sus «padres» decidieron casarse, desafiando al mismísimo rey Alfonso XIII.
Su presunto padre, el príncipe de Asturias, vivía en Lausana en completa libertad por primera vez en su vida, lejos del protocolo de la corte y de los claustrofóbicos muros de palacio.
Tras la dolorosa salida del alcázar, el 14 de abril de 1931, la familia real se instaló en el céntrico hotel Meurice de París, para trasladarse poco después a un hotelito en Fontainebleau, a sesenta kilómetros de la capital del Sena, donde recibía a los escasos fieles monárquicos que desfilaban por sus salones.
Precisamente allí, en Fontainebleau, Alfonso XIII dispuso un alojamiento especial para el médico de su primogénito, el hematólogo Carlos Elósegui, que desde hacía varios años velaba por la delicada salud del regio hemofílico.
En julio de 2009 el hijo del doctor y ahijado del príncipe de Asturias, el también hematólogo Alfonso Elósegui, me reveló que el ático de la villa de Fontainebleau donde vivía la familia real había sido habilitado en exclusiva para su padre, que pensaba ya en casarse con su madre y residir allí con su futura familia. «De hecho —añadió Elósegui—, yo debía haber nacido en Fontainebleau, pero lo hice en Madrid, un año después, en 1932.» Justo el año en que nació también Alfonso de Bourbon, en Suiza.
¿Qué misteriosa razón impulsó entonces al doctor Carlos Elósegui a regresar inesperadamente a Madrid, donde ya siempre vivió con su familia? ¿Tuvieron acaso algo que ver los escarceos amorosos de su regio paciente con Edelmira Sampedro, que desembocaron en un posible embarazado no deseado?
En cualquier caso, su hijo Alfonso Elósegui asegura que «algo muy gordo debió de pasar para que mi padre guardase un silencio sepulcral durante toda su vida».
Por más que él y su madre le preguntaron qué diablos había sucedido allí, Carlos Elósegui permaneció mudo, como una tumba, el resto de sus días. ¿Intentó evitar con su silencio que alguien más conociese la existencia del hijo bastardo del príncipe de Asturias, encomendado desde su nacimiento a las monjitas de San Carlos Borromeo?
Sea como fuere, a esas alturas el príncipe de Asturias acababa de conocer al gran amor de su vida: una cubana melosa, que además era sencilla, alegre, bonita e inteligente. ¿Qué le importaba entonces que fuese plebeya?
La primera vez que escuchó de Edelmira Sampedro las mágicas palabras «Te quiero», don Alfonso pareció resurgir de sus cenizas, como el ave fénix.
Tenía él entonces veinticinco años, uno menos que ella, nacida el 15 de marzo de 1906 en Sagua la Grande (Cuba).
Sus expresivos ojos azules se clavaron aquel día como un imán en los almibarados de ella, profundos, luminosos, negros como su cabello de azabache.
Poco después, el príncipe de Asturias observó el gesto cariacontecido de su padre al pedirle permiso para casarse con su cubana del alma. Pensó, ingenuo, que la vida de exiliado en Suiza le habría cambiado, pero comprobó con desencanto que el rey seguía sintiéndose más rey que nunca a la hora de exigir el cumplimiento de las normas dinásticas.
Aquel día, Alfonso XIII taladró con la mirada a su primogénito, advirtiéndole:
—Deberías saber que un matrimonio morganático es totalmente imposible para un futuro rey de España…
Su hijo le replicó, escéptico:
—Pero ¿es que voy a ser rey algún día?
—Si te casas con esa señorita, jamás —aseveró el rey.
—Entonces, ¿quieres que renuncie a mis derechos de sucesión?
—Si insistes en casarte con la cubana, deberás hacerlo —zanjó su padre, a modo de ultimátum.
El príncipe debió de pensar con qué autoridad moral le exigía su padre aquel sacrificio, cuando él mismo se había desposado de manera irresponsable con una mujer que, por muy princesa británica que fuese, había contaminado con su sangre la de sus hijos Alfonso y Gonzalo, que nacieron hemofílicos.
Pero el amor a Edelmira pudo más que todos los celos dinásticos, pues Alfonso sabía que si renunciaba al trono, como finalmente hizo, convertiría a su hermano Juan en el príncipe heredero; no en vano, a su renuncia siguió, diez días después, la de su hermano Jaime, sordomudo.
Fue así como el 11 de junio de 1933, Alfonso de Borbón y Battenberg renunció a su título y privilegios de príncipe de Asturias para convertirse en conde de Covadonga (título de nuevo cuño, pues Alfonso XIII había utilizado el de marqués —que no conde— de Covadonga).
Lo hizo en Lausana, tras suscribir la siguiente carta a su padre que hallé en la biblioteca de palacio.
La carta fue rubricada sin notario presente que diese fe del acto, razón por la cual algunos autores le han restado validez.
Dice así:
Señor:
Vuestra Majestad conoce que mi elección de esposa se ha fijado en persona dotada de todas las calidades para hacerme dichoso, pero no perteneciente a aquella condición que las antiguas leyes españolas y las conveniencias de la causa monárquica, que tanto importan para el bien de España, requerirían en quien estaría llamada a compartir la sucesión en el trono, si se restableciese por la voluntad nacional.
Decidido a seguir los impulsos de mi corazón, más fuertes incluso que el deseo que siempre he tenido de conformarme con el parecer de Vuestra Majestad, considero mi deber renunciar previamente a los derechos de sucesión en la Corona, que, eventualmente, por la Constitución de 30 de junio de 1876 o por cualquier otro título, nos pudieran asistir a mí y a los descendientes que Dios me otorgare.
Al poner esta renuncia, formal y explícita, en las Augustas manos de Vuestra Majestad, y por ellas, en las del país, le reitero los sentimientos de fidelidad y de amor con que soy, Señor, su respetuoso hijo,
ALFONSO DE BORBÓN
La carta se redactó en la secretaría de Alfonso XIII; una vez rubricada por su hijo, fue devuelta a Fontainebleau por el padre Martínez, director espiritual del príncipe de Asturias.
Don Alfonso fundamentaba su renuncia precisamente en que la mujer elegida por él para casarse no era de estirpe regia; es decir, que el matrimonio que iba a celebrar diez días después de la carta a su padre, exactamente el 21 de junio de 1933 (fecha que Alfonso de Bourbon era incapaz de recordar), con Edelmira Sampedro-Ocejo y Robato podía considerarse a todas luces morganático.
Alfonso y Edelmira se habían conocido en un sanatorio de Leysin, cerca de Lausana. La delicada salud del príncipe de Asturias había requerido su traslado previo a una clínica del barrio de Neully, acompañado por su fiel doctor Elósegui y un enfermero. Dos veces por semana acudían sus padres a visitarle.
Nada más verla, Alfonso sucumbió a los encantos de Edelmira. Procedía ella de una rica familia con intereses en el negocio de la caña de azúcar, que se había instalado en un chalet próximo a la clínica donde Edelmira se restablecía de cierta insuficiencia respiratoria, la cual, según varios testigos, no le impedía en absoluto danzar en los salones de baile y moverse alegremente por las playas de la costa del lago Léman.
La presunta madre de Alfonso de Bourbon era hija de un español, Pablo Sampedro-Ocejo, natural del pueblo cántabro de Matienzo, que había emigrado a Cuba a finales del siglo anterior, donde se desposó con una cubana de origen asturiano, llamada Edelmira Robato y Turro.
Tanto Edelmira como su madre empezaron a soñar con los ricos oropeles que un matrimonio con el primogénito del ex rey de España podía procurarles.
La historia de amor entre el príncipe y la plebeya se había convertido ya en un cuento de leyenda pionero en la prensa de medio mundo; máxime cuando faltaban aún tres años para que Eduardo VIII de Inglaterra abdicase con intención de casarse con la señora Simpson.
El príncipe de Asturias y Edelmira proporcionaban ahora a los periodistas la fascinante historia de amor que constituía una novedad excepcional en aquella época.
El propio príncipe relató luego al periodista José María Carretero cómo se enamoró perdidamente de ella, convertida al principio en su atenta enfermera: «Yo estaba —evocaba Alfonso de Borbón y Battenberg—, cuando me fui a Suiza, gravemente enfermo. Tanto, que no podía moverme de la habitación. Muy triste, además. Quedaba atrás para siempre mi España, y la vida se me iba yendo poco a poco. Los demás compañeros del hotel salían todos los días para hacer excursiones, para entregarse a los deportes sobre la nieve. Les veía partir, como una bandada de pájaros ansiosos de libertad. Hubiera quedado solo, totalmente abandonado a la tristeza de mi invalidez, si no hubiera sido por la generosa atención de dos damas cubanas: madre e hija, que, privándose de todo esparcimiento, se dedicaron piadosamente a hacerme compañía. Muchas tardes, el hotel quedaba desierto. Todos los huéspedes, enfermos o sanos, salían a gozar del paisaje maravilloso… Yo estaba postrado, impedido de andar. Pero me sentía casi dichoso porque, alegrando con su charla, con sus risas, con sus delicadezas, mi espíritu estaba a mi lado una mujer joven, bella, de talento: Edelmira Sampedro. Así nació en mí el amor por la que hoy es mi compañera.»
Alfonso se desposó así con Edelmira en la parroquia de Ouchy, a orillas del lago Léman, durante una ceremonia a la que el rey rehusó asistir.
Sólo acudió la reina Victoria Eugenia con las infantas Beatriz y María Cristina, que estuvieron presentes tanto en el acto religioso, como en el civil, celebrado en la alcaldía de Lausana.
A esas alturas, hacía ya ocho meses que había nacido Alfonso de Bourbon en Lausana, según recuerda él mismo…
«NUNCA MÁS VOLVÍ A VERLOS»
Setenta y siete años después, pregunto a Alfonso de Bourbon si llegó a conocer a su padre.
Su respuesta es tan firme, como resignada:
—No —asegura.
—Tenía usted seis años cuando él falleció —insisto.
—Pero, por desgracia, no poseo ningún recuerdo de él en mi memoria —lamenta—. Cuando mis padres me cedieron en adopción a las monjas en Suiza, ya nunca más volví a verlos.
—¿Ni siquiera conserva una foto o algún otro objeto de él?
—Tan sólo una imagen de mi padre, vestido de uniforme militar; era realmente guapo de joven. Compruébelo usted mismo —añade, tendiéndome una pequeña fotografía.
Es un bello retrato del príncipe, tomado el 14 de junio de 1920, con tan sólo trece años. Aparece, en efecto, uniformado de campaña, luciendo el Toisón de Oro y la placa del principado de Asturias.
Aquel día juró bandera como miembro del célebre Regimiento de Infantería Inmemorial del Rey número 1, cuyo bautismo de fuego se remontaba nada menos que a las campañas de Languedoc y Cataluña, entre 1637 y 1658.
Ataviado con el uniforme de soldado con correaje y fusil, el príncipe besó piadosamente la enseña española, mientras el comandante Suárez cruzaba su espada con la bandera.
Paradojas del destino: un hemofílico, a quien el menor rasguño podía provocar una hemorragia mortal, ingresó aquel día en el ejército español.
—La verdad es que se parece usted bastante a él —advierto.
—Bueno, yo tengo los ojos también azules y de niño tenía el cabello rubio, como él, aunque ahora se me haya vuelto casi todo blanco —comenta, con media sonrisa.
Alfonso de Bourbon Sampedro conserva también un curioso artículo aparecido en el diario Hoy, que glosa la figura militar de quien asegura ser su padre.
Titulado El soldadito del rey, dice así:
Esta mañana hemos visto pasar por la popularísima Puerta del Sol al Príncipe soldado.
El porte marcial del soldadito, su figura esbelta, su rostro aniñado, atraían todas las miradas.
Desde la dama elegante, que mandó parar el auto, hasta el golfillo subido a un farol, todos los espectadores nos hemos sentido invadidos de una dulce simpatía infinita.
—Mírale, mírale… Ése es.
Todos querían contemplarle de cerca. Por la estatura no era posible distinguirle. Es ya tan alto como los soldados.
Esta mañana hemos visto al Príncipe de Asturias cruzar —un soldado más entre los soldados— la popularísima Puerta del Sol.
Y eso, que a algunos les puede parecer un episodio sin importancia de la vida cortesana, tiene, en estos tiempos de democracia, un alto valor significativo.
Que lo digan los aplausos del pueblo. Que lo atestigüen las espontáneas aclamaciones de los humildes. Unos y otras le han acompañado constantemente durante el trayecto.
Ha sido un plebiscito popular.
El pueblo de Madrid ha sancionado el acto.
Así quiere al Príncipe. Un soldado más entre los soldados, cruzando las calles de la villa con su fusil al hombro, marcando el paso, magnífico y grande en su sencillez de soldadito del Rey.
—¿No es entrañable? —expresa hoy su «hijo» con cierta frustración.
EL VIL METAL
—¿Hasta cuándo vivió usted en Suiza?
Observo que a don Alfonso de Bourbon parece inquietarle mi pregunta, como si hubiese decidido hace ya tiempo cerrar para siempre aquella etapa de su vida.
—Bueno —titubea—, yo viví allí… y también en Francia, donde proseguí mis estudios en la Sorbona; allí estudié Ciencias Políticas, trabajando luego como intérprete en las Naciones Unidas…
—¿Quién pagó su educación?
—Mi padre… Mi abuelo Alfonso XIII…
—¿Ambos?
—Son detalles que nunca me preocuparon —afirma, como si tampoco quisiera hablar de ello.
Y añade, inquietante:
—Déjeme que le diga una cosa: si usted pretende publicar esta conversación, debe saber que asume un riesgo. Yo no quiero causarle ningún problema. Usted conoce el mundo en que hoy vivimos: la moralidad, sobre todo en la juventud, ya no es la misma que hace cincuenta años. Es una tragedia. No quiero que tenga usted dificultades por mi causa en España. Me comprende, ¿verdad?
—Perfectamente… pero ¿quién le pagó a usted su educación? —reitero.
—Mi abuelo, su familia…
—¿Le dejaron a usted dinero?
—No; a mí no. Yo jamás recibí ni un centavo.
—¿Y las personas que se ocuparon de usted?
—Son detalles que la gente no tiene por qué saber…
A veces, un solo gesto revela tanto o más que una afirmación.
El ademán esquivo y circunspecto de Alfonso de Bourbon me hizo reflexionar luego sobre aquel delicado asunto.
¿Quién pudo financiar los costosos colegios y universidades en las que estudió el presunto hijo del príncipe de Asturias y de Edelmira Sampedro?
Su padre difícilmente pudo hacerlo, pues murió sumido casi en la miseria.
La boda con Edelmira le salió demasiado cara, en términos económicos, ya que Alfonso XIII le rebajó por ese motivo la pensión en dos tercios, de 15.000 a sólo 5.000 francos franceses.
No era extraño así que, ya en el tramo final de su vida, el príncipe asegurase que no tenía dinero ni para tomar un taxi.
Es rigurosamente cierta la anécdota según la cual un testigo le vio guardar cola con Edelmira a la puerta de un cine de moda, en el barrio parisino de Montmartre. Como los espectadores eran legión y don Alfonso se hallaba aún demasiado alejado de la entrada principal, el testigo vio al príncipe sentado en plena calle, en una humilde silla de tijera que le había costado tres francos. La había llevado él mismo hasta allí, bajo el brazo, en previsión de que una larga espera le obligara a descansar su pierna inflamada.
Tras mucho cavilar, llegué a la conclusión de que el único que pudo costear la educación de su «nieto mayor» fue, en principio, el propio Alfonso XIII, como daba a entender Alfonso de Bourbon. De hecho, todos los miembros de la familia real, a excepción de la reina Victoria Eugenia, dependían casi exclusivamente de él.
La precaria situación de sus dos hijos mayores Alfonso y Jaime —exigua recompensa por sus impagables renuncias al trono— contrastaba con la gran fortuna que el monarca había atesorado desde el mismo año de su nacimiento, en 1886, con el producto de la Lista Civil que le correspondía por ley como heredero de la Corona.
La propia contabilidad de la intendencia de la Casa Real, ratificada luego por la auditoría de la República, atribuía a Alfonso XIII un patrimonio de 32.492.262 pesetas en 1931.
A esta suma, ya de por sí elevada, había que añadir tres conceptos fundamentales para delimitar la verdadera riqueza del monarca: el dinero en metálico, las alhajas y los inmuebles, que sumaban en total otros 11.863.783 pesetas.
Entre los inmuebles no podían incluirse los palacios de La Magdalena, en Santander, ni el barcelonés de Pedralbes, por ser donaciones al monarca de ambos municipios.
De esta forma, el patrimonio de Alfonso XIII superaba los 44 millones de pesetas en 1931, equivalentes en la actualidad a más de 93 millones de euros.
Pero ahí no acaba la cosa: además del patrimonio exclusivo de Alfonso XIII, éste administró el capital de la reina Victoria Eugenia, que superaba los dos millones de pesetas en metálico y valores; y por supuesto, el de sus hijos, que sumaba casi 23 millones de pesetas, repartido del siguiente modo: Alfonso tenía alrededor de 13 millones de pesetas en 1931, don Jaime 2,6 millones, Beatriz 2,3 millones, María Cristina 1,9 millones, don Juan 1,6, y don Gonzalo 1,4 millones de pesetas.
El patrimonio de Alfonso XIII y su familia alcanzaba así, al proclamarse la República, casi 70 millones de pesetas, equivalentes en la actualidad a más de 147 millones de euros. El doble incluso de lo que algún autor complaciente ha estimado erróneamente.
Es evidente que el rey no pudo poner a salvo toda su fortuna cuando sobrevino la República, pero se calcula que alrededor de un tercio de ella logró depositarla en bancos de Ginebra, París y Londres, sobre todo; es decir, más de 48 millones de euros, invertidos en valores extranjeros (acciones, obligaciones y bonos).
Con las rentas obtenidas por semejante caudal pudo mantener Alfonso XIII a su familia durante el exilio, e incluso vivir él mismo como lo que siempre fue: un auténtico rey.
A CUERPO DE REY
Para nadie eran un secreto, ni mucho menos para el propio Alfonso de Bourbon Sampedro, las sonadas juergas nocturnas de Alfonso XIII en Cannes y en la Riviera francesa junto al inefable Douglas Fairbanks, casado con la actriz Mary Pickford, con quien fundó la United Artists junto a Charles Chaplin y Griffith.
Aparte de los nigth-clubs a los que aludía Alfonso de Bourbon en nuestra conversación, el monarca derrochaba el dinero en los más exclusivos cotos de caza europeos, como el de Piedita Iturbe, princesa de Hohenlohe, en el castillo checoslovaco de Rhoterhau; y se jugaba fuertes cantidades en el casino de Deauville, cuando no se acercaba al lujoso Embassy Club de Londres, donde tenía reservada la misma mesa que el príncipe de Gales.
Solía alojarse también en el hotel París, en Montecarlo, donde el veterano barman Emile había tenido el detalle de bautizar como Alfonso XIII el cóctel preferido del monarca, elaborado concienzudamente con las dosis justas de ginebra y dubonet, y un ligero toque de angostura. Riquísimo, y desde luego sin nada que envidiar al dry Martini «tamaño de rey» que tanto gustaba a su hijo don Juan, pues llevaba dos copas de ginebra en lugar de una sola. Con permiso, claro está, del old fashion preferido de la condesa de Barcelona, preparado con una generosa parte de whisky a la que se añadía algo de naranja y angostura.
Con razón anotaba José María Gil Robles un comentario censurado en sus memorias tituladas La monarquía por la que yo luché, pero que recientemente ha rescatado Felipe Alfonso Rojas Quintana en su tesis doctoral José María Gil Robles, una biografía política: «[…] El pretendiente de la Corona estaba entregado al alcohol y los excesos […] El abuso del alcohol le estaba debilitando la inteligencia y la voluntad, ahogaba sus penas en alcohol y en diversiones de todo tipo».
Gil Robles criticaba también el comportamiento de doña María: «[…] No se ocupaba mucho de la casa. Estaba todo el día de juerga, se iba con amigotas de dudosa condición y cuando don Juan no estaba en casa, se marchaba dejando su hogar sin rumbo».
Aquellos veranos, Alfonso XIII se convirtió en una especie de ex monarca playboy para los periódicos de la época. Contaba él mismo, acodado en la barra de la lujosa cafetería del hotel París, cómo había huido de España tras proclamarse la República. Al parecer, sin apenas tiempo para hacer las maletas, se entretuvo en palacio quemando más de doscientas fotografías de contenido erótico y pornográfico que podían comprometer su buen nombre si alguien las descubría. Y no digamos ya si ese alguien era republicano.
Tampoco se privó don Alfonso de costosísimos viajes alrededor del mundo, como el que le llevó a visitar Tierra Santa y a estar dos veces consecutivas en Egipto, alojándose en el exclusivo hotel Semíramis, para recorrer luego el continente africano.
Un rey pobre, como lo consideraban sus acólitos, tampoco hubiera podido sufragar los elevados gastos para mantener a su familia, primero en París y luego en Roma y en Suiza. Eso, sin contar las bodas de sus tres hijos —Beatriz, Jaime y Juan— celebradas el mismo año. Sólo el enlace del nuevo príncipe de Asturias, don Juan de Borbón, reunió a cuatrocientos invitados en un inolvidable banquete.
Pero el remate fue la increíble luna de miel que llevó a los recién casados desde Frascati, un pequeño pueblo italiano célebre por sus vinos y por ser el lugar donde florecieron numerosos romances, hasta Honolulú, pasando por Yokohama, Kobe, Kioto, China, Siam, Ceilán, Egipto, Marsella, París, Londres y Estados Unidos.
Pues bien, Alfonso XIII fue quien financió esa vuelta alrededor del mundo durante más de seis meses.
Aprovechando su escala en Nueva York, don Juan y doña María de las Mercedes visitaron al ex príncipe de Asturias, cuyo ritmo de vida no podía compararse ni de lejos con el de su hermano menor.
Pero, aun siendo rico Alfonso XIII, un hecho tal vez le impidió ocuparse de su presunto nieto mayor: la relación con el infausto príncipe de Asturias se había deteriorado sin remedio, hasta el punto de que, como hemos visto, el rey rebajó la pensión de su primogénito a la mitad por casarse sin su permiso con Edelmira Sampedro.
Por si fuera poco, Alfonso de Borbón y Battenberg desafió a su padre al desdecirse en público de su renuncia a la sucesión al trono de España, razón por la cual el rey se negó a visitarlo en el lecho de muerte.
Si el monarca repudió a su hijo en el tramo final de su vida, ¿por qué iba entonces a velar por el hijo bastardo de aquél?
En la primavera de 1938, el secretario del conde de Covadonga, Jack Fleming, hizo llegar desde Nueva York, a los medios monárquicos españoles, la declaración de don Alfonso, que dice así:
Como hijo primogénito de Su Majestad el rey don Alfonso XIII, declaro no renunciar a ninguno de los derechos al trono de España que tengo desde mi nacimiento. Los documentos privados que me hubieran podido obligar a firmar, carecían de valor legal.
El monarca, furioso, condenó desde entonces a su hijo al más cruel ostracismo.
Sólo su madre, la reina Victoria Eugenia, hizo ademán de viajar hasta Miami, donde su primogénito consumía su existencia en completa soledad, abandonado en la fría habitación de un hospital. Pero la reina no pudo llegar a tiempo de ver con vida al hijo que más amaba.
Al entierro en el Graceland Memorial Park de Miami acudieron sólo tres personas. De vez en cuando alguien depositaba flores secas en la lápida del nicho. Al cabo del tiempo se supo que las mandaba, desde el otro lado del Atlántico, la reina Victoria Eugenia, destrozada al enterarse de que las últimas palabras de su primogénito habían sido para reclamar desesperadamente su presencia.
EL ÁNGEL CUSTODIO
La enigmática respuesta de Alfonso de Bourbon («Son detalles que la gente no tiene por qué saber»), tras preguntarle yo quién o quiénes se ocuparon de su manutención, así como de matricularlo en los mejores colegios y universidades, me anima a indagar en este misterioso asunto.
Reparo entonces en el pintor valenciano Sebastián Capella, afincado en La Jolla desde hace cuatro décadas y amigo de Alfonso de Bourbon.
Capella quedó prendado enseguida del gran encanto de California.
—Me invitaron unos amigos —recuerda— a pasar aquí tres meses en verano y acabé quedándome a vivir: me di cuenta enseguida de que no podría encontrar un sitio mejor en todo el mundo, a excepción de mi querida Valencia, por supuesto.
A sus ochenta y dos primaveras, don Sebastián no sólo sigue pintando retratos (más de ochocientos hasta ahora, entre ellos los de los reyes de España, Juan Carlos y Sofía) sino que imparte clases de expresión pictórica, juega todas las semanas al golf y recorre seiscientos metros diarios en la piscina de su casa.
—Cuando terminé la carrera de Bellas Artes en Valencia, me convencí de que si tenía que seguir viviendo de la pintura debía combinarla con otras cosas. Empecé entonces a enseñar, y así he conseguido sacar adelante a mi mujer y a mis cinco hijos —añade, orgulloso, este hombre afable al que su extraordinario vitalismo hace parecer veinte años más joven.
Le pregunto cómo y cuándo conoció a Alfonso de Bourbon.
—Cierto día, una de mis alumnas de la escuela de bellas artes me dijo que había invitado a cenar a un señor que decía ser descendiente de la realeza española. Y aquí, en San Diego, en cuanto hablas de la realeza española todo el mundo se derrite. «¿Tenéis inconveniente en venir también Margarita [la esposa de Sebastián] y tú a mi casa? Así me dais vuestra opinión sobre ese señor, pues yo sólo sé lo que me han contado de él», dijo mi alumna y amiga.
»Días después, en cuanto le vimos aparecer en casa de ella, yo dije para mis adentros: “No hay la menor duda de que este hombre desciende de reyes”. Desde entonces, hemos tenido bastante contacto con él.
—¿Hace muchos años de ese primer encuentro?
—Prácticamente desde que llegamos aquí —asegura Sebastián.
—Alrededor de cuarenta años —concreta su esposa Margarita.
—Con mi mujer —añade el pintor— se lleva muy bien. La llama por teléfono muchas veces. Alfonso es una persona educadísima; está muy solo y a veces le invitamos a comer.
—Es muy amigo mío —corrobora ella.
—¿Se le considera allí un descendiente de la familia real española? —pregunto yo.
—Sí, claro —responde él.
—Pero no tiene familia… —observo.
—No, ninguna. Vive solo en un apartamento desordenado. Recuerdo que hace ya algunos años le invitábamos a él y al escritor Ramón J. Sender a cenar en casa. Estuvimos juntos muchas veces mi esposa y yo con los dos.
—¿Y qué opinaba Sender de Alfonso de Bourbon?
—Él también estaba convencido de que era descendiente de la Corona española.
—El propio Alfonso —añado yo— asegura que es hijo del príncipe de Asturias y de Edelmira Sampedro, a quien su presunto padre conoció en el exilio de Suiza…
—Exactamente —asienten al unísono los Capella.
—De todas formas, él se parece mucho al rey Alfonso XIII…
—Uno era rubio y el otro, moreno —advierte Margarita.
—¿Hace tiempo que no le ven?
—Sí, hace tiempo —confirma él.
—Le hizo muchas fotos a mi madre; la quería muchísimo —evoca la mujer.
—¿Y dicen que no tiene familia?
—Está completamente solo —insiste Sebastián—. Igual que Sender. Si no hubiera sido por nosotros, Ramón no habría tenido a nadie que le acompañase. Era muy famoso, eso sí. Pero él, a diferencia de Alfonso de Bourbon, tenía un carácter brusco y hasta que no le tratabas mucho no advertías que era una gran persona.
—Y buen escritor…
—Ya lo creo.
—Yo le hacía tortillas de patatas —apunta Margarita.
—Sender —añade él— entregaba sus notas a mis hijas, cuando eran jovencitas, para que se las pasasen a máquina. Así escribieron varios libros de él. Como ellas no eran tan responsables a su edad, a veces me tocaba a mí terminar el trabajo. Por cada página que ellas le pasaban a máquina, él les pagaba un dólar…
—Pero Alfonso de Bourbon no ha reclamado a nadie ni un dólar —comento, para retomar el rumbo de la conversación.
—No, nada… aunque creo que tenía una modesta pensión —recuerda vagamente Sebastián.
—¿Una pensión…?
—Sí, una pensión de la reina Victoria Eugenia —asegura Margarita.
—Pero la reina murió en 1969…
—Se ve que le dejó una pensión vitalicia para protegerle durante toda su vida —matiza ella.
—Aun así, ¿su situación económica no sigue siendo precaria?
—Ha vivido todos estos años muy apretado —ratifica Sebastián—. Vende objetos. Logró que la ciudad de San Diego se hermanase con la de Alcalá de Henares. A raíz de aquello hizo calendarios y mucha propaganda con fotografías de la Universidad de Alcalá de Henares, de San Diego y de la familia real, que luego vendía para obtener ingresos con los que vivir.
—¿Trabajaba en algo?
—En nada, que yo sepa —comenta el pintor.
—Vive de la renta que le pasaba Victoria Eugenia. La reina le quería mucho, según me dijo él —insiste Margarita.
—¿Tiene amigos?
—Como es mucho más abierto que Sender, está muy relacionado con la gente más selecta y pudiente de San Diego. Cena fuera continuamente. A veces, en un acto de generosidad que le honra, nos ha invitado a cenar a mi esposa y a mí.
DIVISIÓN FAMILIAR
La reina Victoria Eugenia adoraba al presunto padre de Alfonso de Bourbon.
Jamás olvidó el gesto de su primogénito, aliándose con ella frente al resto de la familia, incluido el mismísimo Alfonso XIII.
La relación del monarca con Ena, apelativo familiar de Victoria Eugenia, se había deteriorado sin remedio tras la horrible pesadilla vivida en el hotel Savoy de Fontainebleau, al comienzo del exilio.
Una tarde, Alfonso XIII irrumpió en la habitación de la reina para exigirle, encarecidamente, que zanjase su amistad con los duques de Lécera.
En honor a la verdad, el rey no tenía razón alguna para pedirle a su esposa que rompiera con Jaime y Rosario Lécera, por más que diera pábulo a los infundios según los cuales la duquesa estaba enamorada de la reina y ésta mantenía un romance con el duque.
Victoria Eugenia no podía dar crédito a la inexplicable escena de celos de su poco o nada ejemplar marido. Aguantó con admirable resignación todos sus improperios y cuando el rey la puso entre la espada y la pared para que eligiera entre los Lécera y él, ella no titubeó: «Les elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara».
La insólita y lapidaria respuesta de la reina abrió profundas divisiones en el seno familiar, uniendo al padre con sus hijos Jaime, Juan, Beatriz y María Cristina, frente a la madre y su primogénito.
La prueba de esa grave desavenencia familiar la aportó el propio príncipe de Asturias en una terrible carta escrita poco después de que Edelmira le abandonase temporalmente. En ella, el primogénito se retrataba tal como era.
La misiva iba dirigida a su hermana Beatriz, que estaba a punto de casarse en Roma con un aristócrata italiano, el príncipe Torlonia. Meses antes, la negligencia de su hermana, cediendo el volante de su coche al infante don Gonzalo, hemofílico y menor de edad, había provocado la muerte de éste en accidente de tráfico.
Una copia de esa carta, repleta de graves faltas de ortografía y sintaxis, hecho insólito en un joven educado como heredero de la Corona, me la mostró Balansó en su casa de la calle Profesor Waksman, en Madrid.
Fechada en París, el 6 de enero de 1935, quedé impactado al leerla.
Dice así:
Querida Beatriz:
No creas que es falta de cariño hacia ti el no asistir a tu boda, pero comprenderás que yo no puedo ir en estos momentos en que está ausente mi mujer. Primero, porque, si hubiese estado, ¿la habría convidado Papá? Me figuro que no. Pues como para mí está presente, ésa es una razón. Segunda, que tu novio te querrá mucho, será muy bueno, todo lo que quieras, pero yo no veo el porqué ése a [sic] de tener más suerte que mi mujer, porque sus antepasados tuvieron dinero para dárselo al Papa y la mía no lo tuvo para sacar un título.
Pues no quiero pensar mal y creer que, para consolarte de haber sido por desgracia causa de la muerte de un hermano, hagan todo esto, pues de ser así no quiero el calificarlo, por existir en la lengua de Cervantes una sola palabra.
Como todo es posible dada la canalla que te rodea, no me choca que ése fuese el motivo. Pero quiera Dios que tu marido y tus hijos no te hagan lo mismo que vosotros le hacéis a Mamá, pues yo cada día estoy más convencido de que el que la hace la paga y Dios no espera a pasarle la cuenta al final del viaje de la vida, sino que lo hace en este mundo.
Y la tercera y última, es que creo va a ser la apoteosis del monarquismo, y si voy podría hacer mucho daño al decir pura y exclusivamente la verdad por el [sic] cual no asiste la reina (ya ves no digo la madre, que es una razón). Y como para callarme tendrían que matarme, es preferible no vaya. Y como el daño a Papá iba a ser muy grande y creirían [sic] era venganza, pues la gente es muy cochina, materialmente me imposibilitan el asistir.
Y, por último, por los periódicos he visto que habéis nombrado a Jaime y al tío Nino [el infante don Carlos de Borbón-Dos Sicilias] como testigos por tu parte. Y aunque os pese a todos y me quiten todo, hay dos [cosas] que no me podéis quitar: la primera, el ser vuestro hermano mayor, y la segunda el derecho a vivir. Todo lo demás ya sé hace tiempo lo perdí, así como parecer casi extraño a la familia; pues bien sé que protocolariamente soy el último, pero el primero en poner el nombre bien puesto en todas partes, cosa que otros no hacen. En lo demás siempre me he… (jodido) y quedado como un caballero, sin dos pesetas, ya lo sé, pero es lo que nos suele pasar a los pocos que hoy día existen en el mundo, en donde lo que reina es esa cosa que se llama dinero.
Que tengas mucha suerte (aunque lo dudo, pues el que mal empieza mal acaba) y no tengas que llorar lo que has hecho, pues ten en cuenta es un paso para toda la vida y que a alguno lo has destrozado. Espero veas en esta carta cariño y no venganza, pues no es ése mi deseo.
Te abraza tu hermano,
ALFONSO
P. S. Ya sé que piensas ir ahora a ver a Mamá. A buena hora, mangas verdes. No me choca, pero ya no tiene mérito hoy en día que eres libre. Eso antes, hija mía, pues el concepto que me merecéis todos es muy bajo. Acuérdate de lo que os dije a raíz de la muerte de Kiki [su hermano Gonzalo].
Alfonso se alineó así con su madre frente a su rencoroso padre, que tampoco le perdonó jamás la afrenta dinástica de postularse como legítimo heredero de la Corona de España.
¿Cómo iba a ser capaz Alfonso XIII de velar por el futuro de su presunto nieto mayor, abandonado en un hospicio de Suiza, si tanto resquemor guardaba a su primogénito?
Pensé entonces en la reina Victoria Eugenia, la única capaz de ocuparse del niño para rendir tributo a su hijo amado.
Precisamente por eso, cuando Margarita Capella me reveló que Alfonso de Bourbon cobraba una pensión de la reina Victoria Eugenia, lo comprendí todo.
LA ECONOMÍA DE ENA
Victoria Eugenia tenía dinero suficiente para ocuparse de Alfonso de Bourbon.
Tras abandonar España con sus hijos, reclamó al rey la dote que ella había aportado al matrimonio con sus correspondientes intereses —alrededor de tres millones de euros en la actualidad—, así como una considerable pensión.
Alfonso XIII, que ya tenía experiencia en estas lides con sus dos hijos mayores, intentó torear también a la madre haciendo oídos sordos al asunto de la dote y pagándole exclusivamente una pensión mucho menor que la que ella reclamaba.
Pero Ena, desengañada, recurrió a la mismísima Corona británica para que intercediese por ella ante la República española.
Apeló, en suma, a la vigencia del tratado internacional rubricado entre España y el Reino Unido antes de su boda, en 1906, que garantizaba a la futura reina una asignación presupuestaria de 450.000 pesetas anuales, equivalentes en la actualidad a 120.000 euros.
El propio Niceto Alcalá-Zamora supervisó la petición de doña Victoria Eugenia, dado que el acuerdo constituía en realidad un compromiso del Estado como tal, y no de la monarquía.
Pero las revueltas aguas de la política española impidieron entonces la adopción de medidas sobre el particular. La reina tuvo que esperar así hasta 1955, cuando el general Franco dispuso por decreto ley de 2 de septiembre la asignación a la ya viuda de Alfonso XIII de una ayuda de 250.000 pesetas anuales.
La sustancial rebaja de la cantidad inicial obedecía a que en el mismo tratado se estipuló que, si la reina enviudaba, como así sucedió al promulgarse el decreto ley, percibiría 250.000 pesetas, en lugar de 450.000.
La asignación se actualizó con el transcurso de los años, hasta alcanzar las 700.000 pesetas al fallecer la reina, en 1969, equivalentes en la actualidad a 180.000 euros.
Pero mucho antes, al iniciarse el exilio, para evitar un posible escándalo internacional, pues la prensa empezaba ya a publicar las desavenencias económicas de la regia pareja, Alfonso XIII ofreció finalmente a la reina la cantidad de 6.000 libras esterlinas anuales, que mantuvo en su testamento.
El monarca aseguró así una pensión vitalicia para su viuda, equivalente a más de 4,8 millones de euros, de modo que ésta pudiese obtener por su capital heredado, invirtiéndolo al 4 por ciento, una renta anual de 6.000 libras esterlinas al cambio de 38,10 pesetas por libra.
Hasta que no dispuso de la asignación presupuestaria, a partir de 1955, la reina vivió rodeada de lujos gracias a los ingresos por la venta de sus joyas y también, por qué no decirlo, al dinero que le pasaba regularmente su esposo.
Tras ser declarada persona non grata por la Italia de Benito Mussolini al entrar en la Segunda Guerra Mundial, a causa de su nacionalidad británica, doña Victoria Eugenia se trasladó a la neutral Suiza, donde al cabo del tiempo adquirió Vieille Fontaine, un auténtico palacio con casita de invitados, situado en la rue de l’Élysée, junto al lago Léman.
Es cierto que su nueva morada la pagó en gran parte con la venta de una gran cruz de esmeraldas al joyero Harry Winston, pero mantener aquella suntuosa propiedad, con una decena de personas a su servicio, incluido su excepcional cocinero francés, requería unos elevados ingresos que sólo el rey podía proporcionarle.
El singular palacio de la reina, propiedad en la actualidad de la sociedad de valores Bondpartners, puede alcanzar hoy un precio en el mercado superior a los nueve millones de euros.
En Vieille Fontaine, Ena ofreció cócteles a decenas de invitados, desde nobles y banqueros, hasta artistas como Charles Chaplin, que residía entonces muy cerca, en Vevey, así como a miembros de las familias reales sin trono de Rusia, Rumanía o Italia.
Muy cerca de allí, en Lausana, había dado precisamente sus primeros pasos Alfonso de Bourbon.
Tres meses después de la muerte de Ena, acaecida el 15 de abril de 1969, Alfonso de Bourbon iba a conocer a uno de sus tíos.
ENCUENTRO EN ESTORIL
En julio de 1969, don Juan Carlos fue designado por Franco sucesor en la jefatura del Estado a título de rey.
A cientos de kilómetros del palacio de El Pardo, en Estoril, a orillas del Atlántico, vivía entonces la familia real española su exilio portugués.
Al contrario que El Pardo, Villa Giralda, bautizada así en recuerdo del yate del rey Alfonso XIII y de la añorada torre sevillana, era una modesta residencia sin pretensiones palaciegas; se asemejaba a un cortijo andaluz, de fachada blanca y construcción chata, disimulado en el entorno ajardinado.
En aquel chalet petit-bourgeois vivían aún los condes de Barcelona; no así su hijo el infante don Alfonsito de Borbón, fallecido trece años atrás a causa de un fortuito disparo salido de la pistola que empuñaba su hermano mayor Juan Carlos.
El 15 de julio de 1969, a su regreso de Estoril, don Juan Carlos visitó a Franco en El Pardo. Era el día clave que puso fin a todos los rumores y quinielas sobre la sucesión. Franco decidió entonces cortar la baraja sucesoria por el candidato más joven, de cuya preparación se había ocupado él mismo durante más de veinte años y a quien había introducido en los oscuros recovecos del régimen.
Ese día, Franco exigió el «sí» incondicional a don Juan Carlos. Había llegado la hora de la verdad: o aceptaba, aun a costa de enfrentarse con su propio padre, o la Corona difícilmente sería ya instaurada en España.
El propio don Juan Carlos explicaba semejante tesitura a su biógrafo José Luis de Vilallonga: «Yo hubiera querido naturalmente que las cosas pasaran de otro modo, sobre todo por respeto a mi padre. Pero aquel día Franco me puso entre la espada y la pared. Esperaba mi respuesta. Le dije: “De acuerdo, mi general, acepto”. Sonrió imperceptiblemente y me estrechó la mano».
De regreso en La Zarzuela, don Juan Carlos escribió esa misma tarde una carta a su padre, que le entregó personalmente Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar.
Aquella maldita carta desató la ira y fomentó el desengaño del conde de Barcelona, sintiéndose traicionado por el hijo querido en quien había depositado todas sus esperanzas dinásticas.
El histórico documento, que hizo a don Juan retirar la palabra a su hijo durante casi un año, dice así:
Madrid, 15-VII-1969
Queridísimo papá:
Acabo de volver de El Pardo adonde he sido llamado por el Generalísimo; y como por teléfono no se puede hablar, me apresuro a escribirte estas líneas para que te las pueda llevar Nicolás, que sale dentro de un rato en el Lusitania.
El momento que tantas veces te había repetido que podía llegar, ha llegado y comprenderás mi enorme impresión al comunicarme su decisión de proponerme a las Cortes como sucesor a título de Rey.
Me resulta dificilísimo expresarte la preocupación que tengo en estos momentos. Te quiero muchísimo y he recibido de ti las mejores lecciones de servicio y de amor a España. Estas lecciones son las que me obligan como español y como miembro de la Dinastía a hacer el mayor sacrificio de mi vida y, cumpliendo un deber de conciencia y realizando con ello lo que creo es un servicio a la Patria, aceptar el nombramiento para que vuelva a España la Monarquía y pueda garantizar para el futuro, a nuestro pueblo, con la ayuda de Dios, muchos años de paz y prosperidad.
En esta hora, para mí tan emotiva y trascendental, quiero reiterarte mi filial devoción e inmenso cariño, rogando a Dios que mantenga por encima de todo la unidad de la Familia y quiero pedirte tu bendición para que ella me ayude siempre a cumplir, en bien de España, los deberes que me impone la misión para la que he sido llamado.
Termino estas líneas con un abrazo muy fuerte y, queriéndote más que nunca, te pido nuevamente, con toda mi alma, tu bendición y tu cariño,
JUAN CARLOS
Pero la reacción de don Juan fue «tremenda», como recordaba el propio don Juan Carlos a la periodista Pilar Urbano.
Mientras estuvo con él en Estoril, nada sabía de las intenciones de Franco, pero su padre al principio no le creyó. Su indignación fue tal, que llegó a escribir una carta a todas las familias reales oponiéndose a la designación.
Así estaban las cosas entre padre e hijo cuando Alfonso de Bourbon Sampedro, de treinta y seis años, llegó a Estoril procedente de Nueva York, donde entonces residía, para visitar por primera vez en su vida a «su tío» don Juan de Borbón, de cincuenta y seis años.
En cuanto divisó Villa Giralda, le pareció extraño que aquélla fuese la morada del heredero legítimo al trono de España; pensó más bien que allí vivía algún comerciante o el gerente de una compañía maderera, pero nunca un miembro destacado de la realeza.
Le sorprendió también no encontrar guardia alguno vigilando los alrededores; tan sólo vio a un jardinero arreglando los setos y algún rosal. En el jardín crecía sano, junto a un grupo de cipreses, el arbusto brotado de aquella bellota del Árbol de Guernica que trajo don Juan Carlos de Vizcaya.
Contempló, en el porche, algunos trofeos de caza cobrados por el conde de Barcelona en sus safaris africanos, junto a un tapiz en que figuraba el palacio de La Granja, escenario del nacimiento del propio don Juan, así como de gran parte de la intrahistoria de los Borbones de España desde su primer eslabón, el rey Felipe V.
Alfonso de Bourbon llamó a la puerta de color verde, sintiéndose observado desde unos ojos de buey disimulados en los laterales.
Segundos después, le abrió el ayudante de cámara de don Juan, Luis Álvarez Zapata, que había servido a la real familia en el cuarto de la reina Victoria; tras identificarle amablemente, le invitó a pasar a una salita repleta de muebles y fotografías. Arriba, en la habitación del conde, se acumulaban sus mejores trofeos deportivos, sus trompetas y sus escopetas…
Cuarenta años después, Alfonso de Bourbon revive conmigo su entrevista con el conde de Barcelona:
—Lo primero que recuerdo es que don Juan se quedó muy sorprendido al verme por mi gran parecido con su padre. Por aquel entonces, mi cabello y mi bigote eran oscuros; no como ahora. Nos abrazamos… —carraspea don Alfonso, con la mirada humedecida por los únicos recuerdos que le hacen sentirse Borbón.
Al cabo de unos segundos, prosigue:
—Cuando le dije que mi vida no era fácil, me confesó que mi caso no era el único. Me dijo que Alfonso XIII tuvo siete hijos ilegales [ilegítimos] porque era muy mujeriego.
—¿Siete hijos ilegítimos en todo el mundo? —agrego yo, irónico.
—No, no —sonríe él ahora—. Sólo en Portugal. Dios sabe cuántos más tenía en otros países. Yo entonces le dije que deberíamos formar el club de los regios bastardos.
—¿Ignoraba él su existencia hasta aquel primer encuentro?
—Alguien le dijo que yo existía, que me llamaba Alfonso de Borbón [castellaniza por primera vez su apellido] y que residía entonces en Nueva York.
—¿Qué recuerdo conserva de él, después de tanto tiempo?
—Mi tío don Juan era un caballero de la vieja escuela. Cada pulgada, un rey [lo repite dos veces]. Él era el verdadero pretendiente al trono de España, pero Franco no lo quiso porque era demócrata y liberal. El régimen de Franco era fascista; por eso Franco y don Juan llegaron a un acuerdo por el cual éste viviría en el exilio, pero su hijo se educaría en España. Don Juan esperaba ser rey de España algún día, pero finalmente hubo un desacuerdo muy fuerte entre padre e hijo. Si don Juan Carlos no hubiera aceptado la propuesta de Franco, éste habría nombrado sucesor al marido de su nieta, Alfonso de Borbón Dampierre. Y eso era algo que ninguno de los dos estaba dispuesto a tolerar.
—Recordaron, como es lógico, a su padre Alfonso de Borbón y Battenberg…
—Don Juan quería mucho a su hermano mayor. Quedó muy impresionado cuando mi padre falleció repentinamente en Miami. Pero le reconfortó saber que había recibido los santos sacramentos antes de morir desangrado. Hacía mucho tiempo que no le había vuelto a ver, pero jamás dejó de quererle.
MUERTE EN MIAMI
Reconstruyo entonces con Alfonso de Bourbon los últimos momentos del infausto príncipe de Asturias, tras comentarle que en el verano de 2006 conocí a Brandon Killmon, uno de los dos policías de Miami que instruyeron el atestado por la muerte de su padre en accidente de tráfico.
Postrado en el lecho de una desangelada habitación del hospital Gerland de Miami, el príncipe se dispuso a consumir la gran tragedia de su vida en completa soledad. Era el 8 de septiembre de 1938.
A su derecha, el cuarto donante de aquella agitada noche extendía el brazo para que, gota a gota, pasase la sangre a las azuladas venas del moribundo.
De pronto, una enfermera irrumpió en la habitación y se acercó al médico.
—Doctor —susurró—, un policía quiere hablar con usted. Ha venido también un tal señor Fleming; dice que es el secretario del príncipe.
El doctor Cooper sacudió la cabeza, en señal de agotamiento.
—Ahora mismo voy —afirmó.
Poco después, el médico le dijo a Fleming si podía avisar a los padres y hermanos del príncipe de Asturias. El secretario se alarmó: «¿Tan grave es?», inquirió. El facultativo asintió y preguntó dónde estaba su madre. Fleming confirmó que se hallaba en el castillo de Carisbrook, en la isla de Wight, visitando a su madre, la princesa Beatriz de Inglaterra.
—Pues telegrafíela —indicó Cooper.
—De acuerdo. ¿Y qué le digo?
—Que se ha hecho todo lo humanamente posible para mantener al príncipe con vida, pero que ya no hay esperanza de salvarle. Si la reina quiere volver a ver a su primogénito… Por cierto, y el padre, ¿dónde está?
—Su Majestad el Rey vive en Roma —repuso Fleming, algo escéptico, dada la inexistente relación con su hijo a raíz de que éste se desdijese en público de su renuncia al trono de España—. De todas formas, telegrafiaré también a Roma —resolvió el secretario.
El médico se volvió entonces hacia el corpulento policía que, a juzgar por su rostro aniñado, no tendría más de veinticinco años.
—Ella no tuvo la culpa —repuso Brandon Killmon.
Aludía así el agente a Mildred Gaydon, la cigarrera de un club nocturno de Miami con la que el príncipe de Asturias trató de consolarse aquella trágica noche.
—Fue un camión —añadió entonces el policía—, que se desvió demasiado a la derecha, la chica trató de esquivarlo y le falló la dirección. Examinamos a fondo el coche y dijo la verdad. Es un coche muy antiguo, impropio de un príncipe de sangre real.
Muchos años después, el propio Killmon me facilitó una copia de la declaración de Mildred Gaydon, prestada la madrugada del 8 de septiembre, horas antes de que don Alfonso falleciese desangrado en el hospital; ocupaba casi veinte folios mecanografiados a doble espacio, en cada uno de los cuales podía distinguirse, en la parte superior, el membrete de la Jefatura de Policía de Miami.
El valioso testimonio de aquella mujer permitía reconstruir con todo detalle los movimientos y el estado de ánimo del príncipe de Asturias la trágica velada del 7 de septiembre de 1938, mientras su «hijo» Alfonso de Bourbon, también solo y abandonado, estaba a punto de cumplir seis años, en Suiza.
El príncipe, de treinta y un años, se sinceró con aquella veinteañera alta y morena, como si presintiese su trágico final. Había bebido. Tal vez por eso estaba tan extraño aquella noche. Solía beber más de la cuenta cada vez que iba al club nocturno, despertando el morbo de la gente, a la que le encantaba pasar la velada en el mismo local que un príncipe. Hasta el final de su vida, le rodeó un mundo de apariencias.
Aquella noche fue la primera y última que Mildred Gaydon, apodada «la Alegre», visitó al príncipe en su hotel. Estuvieron alrededor de tres horas juntos en la habitación, hasta que decidieron salir a tomar unas copas. El príncipe insistía a la mujer en que se quedase con él. «No me dejes solo; presiento que va a pasar algo», le dijo. Y añadió, angustiado: «Casi cada vez que me ha ocurrido algo, he tenido esa corazonada…».
La mujer, como era natural, se asustó. Le daba pavor que él pudiese desangrarse mientras estaba con ella. Bill Shulman, un camarero que conocía muy bien al príncipe, le había explicado por encima en qué consistía la hemofilia que padecía. Don Alfonso insistió a la chica: «Anda, sé buena conmigo y quédate. Soy muy desdichado. Desde que nací he estado siempre caminando por una cuerda floja, y en cualquier instante puede suceder algo que me haga precipitarme al abismo».
Estaba destrozado, y buscó refugio en aquella mujer de vida fácil, a quien empezó a explicarle los graves riesgos de su enfermedad. «Sería suficiente con que me arañaras para que amaneciera muerto, e incluso podría desangrarme si me cortara al afeitarme…», dijo en tono de amenaza.
La chica le instó a que no siguiera por ese camino. Estaba cada vez más asustada, mientras don Alfonso bebió otro trago de whisky. «Y luego —prosiguió él— tu familia se asombra de que quieras huir de palacios y hospitales para disfrutar un poco de la vida, lejos del aburrimiento y la soledad de la corte. Entonces, te desheredan. Eres un estorbo para tu propio padre, que te obliga a renunciar a los derechos sucesorios que te pertenecen desde la cuna por el mero hecho de casarte con una plebeya…»
Fueron entonces a tomar unas copas fuera de allí, en Miami Beach. Por nada del mundo quería don Alfonso viajar en coche aquella noche. Tenía verdadero pánico a que le sucediese lo mismo que a su hermano Gonzalo cuatro años atrás, que murió desangrado en Austria tras un leve accidente de automóvil, pues él también era hemofílico.
La muchacha se dirigió hacia la puerta muy decidida, mientras le decía: «Yo conduciré. Iré muy despacio. Aquí no me quedo ni un minuto más. Si tengo que hacerte compañía, que sea donde haya gente a nuestro alrededor».
Instantes después la pareja subió al sedán del príncipe. Era un coche que debía de tener más de quince años. La carrocería presentaba abolladuras por todas partes, y en los neumáticos apenas se distinguía el dibujo.
Fueron a Cayo Largo, al drive-inn de Mac, donde conocían a Mildred Gaydon. Allí tomaron una copa sin necesidad de bajar del coche, que permaneció aparcado junto a varios vehículos con otras parejas en su interior. Bajo un cielo estrellado, con música de radio y risas de fondo, Alfonso de Borbón volvió a sincerarse con su único paño de lágrimas tras sus dos divorcios consecutivos de las cubanas Edelmira Sampedro y Marta Rocafort, el 8 de mayo del año anterior y el 8 de enero de aquel mismo año, respectivamente.
Mientras el príncipe relataba a la muchacha anécdotas de su infancia en palacio, se quedó petrificado en su asiento al oír el chasquido de un vaso, que acababa de caérsele, contra el suelo del coche. El vaso que Alfonso intentó depositar sobre el tablero con su mano temblorosa terminó hecho añicos entre sus pies. El whisky salpicó sus zapatos blancos, y los fragmentos de vidrio quedaron esparcidos por las alfombrillas, los zapatos y los calcetines del príncipe, que permaneció inmóvil, recostado en el respaldo. La muchacha le oyó lamentarse: «Lo sabía… Lo sabía…». Empezó a ponerse muy nerviosa: «¿Sabías qué?», inquirió. Don Alfonso le rogó que encendiera la luz; ella accionó la lamparita situada bajo el tablero y el suelo del coche se iluminó. Había algunos cristales prendidos en los calcetines del príncipe. La mujer se asustó mucho y recordó la insistencia de su acompañante en que no le dejara solo, su miedo a la muerte, su terrible confesión.
El príncipe seguía inmóvil y ella se inclinó dispuesta a ver sangre. Pero, milagrosamente, ningún fragmento de vidrio le había rozado ni siquiera la piel. Cualquier corte hubiese sido fatal para él. La muchacha recogió uno a uno los pedazos de cristal y los echó fuera del vehículo. «¿Estás ya más tranquilo?», le dijo. Pero el príncipe siguió con su abatido discurso: «Es una señal —advirtió—. Eso trae mala suerte. Tengo que regresar de inmediato al hotel… Lo sabía. No debí salir nunca de allí». Y acto seguido, le pidió que le dejara conducir el vehículo. Ella se resistió, repitiéndole que estaba temblando y que así no podía sostener el volante con firmeza. Trató de disuadirle para que le dejara a ella conducir. Pensó incluso en bajarse del coche y esperar a que cualquiera de los otros automóviles aparcados frente al bar la llevara de regreso a Miami. Por fin, tras asegurarle que si conducía en su estado podía sucederle lo mismo que a su hermano Gonzalo, logró que don Alfonso desistiese.
Ella también temblaba. Gotas de sudor frío le resbalaban por la frente, nublándole la vista. Muy despacio tomó la carretera de Miami. Conducía con miedo, sin atreverse a levantar una mano del volante para frotarse los ojos. Pero cuando el automóvil enfiló minutos después el bulevar Byscaine, Mildred Gaydon se desvió ligeramente a la derecha y el coche acabó empotrándose contra un poste telefónico. Un transeúnte que presenció el accidente avisó enseguida a Brandon Killmon y a su compañero Steve.
Cuando la pareja de policías llegó hasta allí, Alfonso estaba inconsciente. A su lado, Mildred Gaydon lloraba desconsoladamente. Parecía fuera de sí. Don Alfonso y ella estaban junto a un hombre que portaba un maletín de primeros auxilios. Era el doctor Cooper, con quien al día siguiente hablaría Killmon en el pasillo del hospital mientras el príncipe agonizaba. «El herido es hijo del depuesto rey Alfonso XIII de España, y paciente mío. Es hemofílico y puede desangrarse aquí mismo si no le llevamos inmediatamente al hospital. Necesita transfusiones», advirtió el doctor a los policías. Mientras sacaban al príncipe del coche, el doctor Cooper no dejaba de presionarle las arterias con la mano. Cuando uno de los camilleros de la ambulancia le cogió las piernas, don Alfonso dejó escapar un grito de dolor. El médico se apresuró a reconocer su pierna derecha. En cuanto la vio, cerró instintivamente los ojos, apretándolos en un gesto de gran consternación: el príncipe tenía una fractura con una hemorragia interna que iba extendiéndose con la misma rapidez que si hubiesen derramado agua sobre un mantel. Era su sentencia de muerte.
Tras escuchar en silencio mi relato, Alfonso de Bourbon permanece un rato ensimismado, como si en el fondo de su alma buscase al padre que el destino le negó sin la menor piedad.
Luego, con los pies de nuevo sobre la tierra, se dispone a hablarme de alguien a quien también quiso mucho…
PARÍS, MON AMOUR
—En 1969 —evoca Alfonso de Bourbon—, el mismo año que visité a mi tío don Juan en Estoril, hice lo mismo con mi otro tío don Jaime, en París. El infante vivía todavía allí con su segunda esposa, Carlota Tiedemann; meses después se trasladó a Lausana, a un coqueto chalet inaugurado con una pequeña fiesta el día de Santiago, patrón de España.
—¿Estaba don Jaime también al corriente de su existencia? —le pregunto.
—Él tenía amigos en Nueva York y en Florida, que le hablaron de mí; en cuanto supo que yo era hijo de su hermano mayor, se puso loco de alegría y reclamó mi presencia en París. Su madre había fallecido meses antes en su casa de Lausana, octogenaria. Jaime estaba aún muy afectado porque adoraba a la reina Victoria Eugenia.
—¿Qué opinión le mereció don Jaime?
—Don Jaime era el más grande caballero que jamás he conocido. Me llevó con él y con su esposa Carlota Tiedemann a varias fiestas, presentándome a sus amigos como su sobrino. Era muy simpático y alegre, nada tonto, como siempre se ha dicho de él con mala fe, simplemente porque la fatalidad hizo que fuese sordomudo; al contrario, sabía muy bien lo que le convenía en cada momento, aunque su situación económica, como la de mi padre, fuese siempre precaria.
—Alfonso y Jaime siempre se quisieron mucho…
—Bueno, eran los dos hermanos mayores y sólo se llevaban un año de diferencia, de modo que se criaron juntos.
—Recuerdo que don Jaime, de niño, estuvo al cuidado de unas monjitas que le enseñaron a leer en los labios, hasta que pudo seguir una conversación y expresarse con su inconfundible voz ronca y dramática, propia del sordomudo. Salvando las distancias, a usted también le ayudaron otras hermanas de la caridad a salir adelante…
—Sí… Tiene gracia —admite, melancólico.
Alfonso de Bourbon fue uno de los muchos entusiastas de don Jaime que desfilaron por su casa de París, en 1969.
El infante solía recibir también la visita de delegados legitimistas franceses, que le consideraban su auténtico rey, y a su hijo Alfonso, duque de Cádiz, el delfín. Muchos de sus partidarios le besaban la mano en los actos presididos por él, manifestándole su adhesión de forma a veces conmovedora.
En una ocasión, uno de esos delegados se regocijó ante don Jaime por la multitudinaria asistencia a una misa organizada por los legitimistas en la catedral de Reims, a la que el infante no pudo acudir.
—La iglesia estaba llena, monseñor —dijo, entusiasmado.
—No lo dudo —corroboró don Jaime.
Y acto seguido hizo poner los pies en el suelo a su emocionado partidario:
—Pero anteayer era domingo, ¿verdad?
En aquella época, seis años antes de su trágica muerte, el infante llevaba en París una vida apacible. Se levantaba temprano y sacaba a pasear a su teckel Caramba I, y luego a Caramba II en la «dinastía canina» del hogar.
Resultaba divertido verle al volante de su «topolino», encogido como un saltamontes gigante para poder entrar en el minúsculo automóvil.
Su sinceridad para decir en cualquier momento lo que pensaba, por inconveniente que resultase, era proverbial. En cierta ocasión, durante una cena con diplomáticos iberoamericanos y personalidades francesas, los comensales elogiaron la crema de langosta que acababan de servirles, elaborada por una cocinera bretona. Cuando estaban a punto de pedir que alguien fuese a felicitar a la brillante artífice de aquel plato, don Jaime terció así de escueto: «Esta sopa es de bote. La compramos en la tienda de al lado…».
Al llegar la amarga despedida, conscientes de que nunca más volverían a verse, don Jaime abrazó cariñosamente a su sobrino y trazó luego con la mano el signo de la cruz en su frente.
Alfonso de Bourbon me muestra la felicitación navideña manuscrita que le envió el infante aquel mismo año en que se conocieron y estuvieron juntos por última vez en París.
Timbrada con la corona real en Neully, el 20 de diciembre de 1969, dice así:
Querido Alfonso: Te deseamos un Feliz Año Nuevo 1970, que sea tan próspero para la Paz del mundo entero.
Recibe un fuerte abrazo,
FDO. CARLOTA Y JAIME
¿DEMANDA DE FILIACIÓN?
He dejado casi para el final una incógnita ineludible, la cual, a medida que avanzaba nuestra conversación, me asaltaba una y otra vez: si Alfonso de Bourbon Sampedro afirma ser hijo del príncipe de Asturias, ¿por qué no ha reclamado jamás su apellido Borbón ante la justicia española?
Él insiste en que no tiene pruebas de su filiación, ni tampoco cree oportuno buscarlas ya a su edad.
—Yo nunca fui inscrito oficialmente —asegura—. En países con religión protestante reconocen también a los hijos ilegales [ilegítimos], los cuales son registrados y reciben una pensión económica; pero en los países de religión católica, como es mi caso, no reconocen a estos hijos y por tanto yo soy hijo ilegal [ilegítimo].
—Pero a usted —le replico—, si aportase pruebas fehacientes de su filiación, es posible que le reconocieran hoy los tribunales españoles. Eso mismo hicieron los jueces, por ejemplo, con Leandro Ruiz Moragas, hijo ilegítimo del rey Alfonso XIII con la actriz Carmen Ruiz Moragas, que hoy se apellida al fin Borbón con todas las de la ley.
—Bueno, pero a mí esas cosas ya no me importan. Yo mismo sé quién soy. No sólo por mi gran parecido con Alfonso XIII, sino porque yo sé quién soy —insiste—. Por otra parte, ignoro cuánto tiempo más el Todopoderoso me mantendrá en esta tierra.
—De todas formas, supongo que llevará usted los apellidos «Bourbon y Sampedro» en su documentación oficial…
—No, no los llevo; en inglés hay un proverbio que, traducido al castellano, viene a decir: «Deja a los perros durmiendo». Además, yo no tengo documentación.
—¡Cómo! ¿Es usted un hombre indocumentado? —añado, desconcertado.
—Bueno —sonríe—, así es. Puede usted hacer lo que quiera con la información que le he dado, pero no me pida que jure ante varias biblias que lo que alego es cien por cien la pura verdad. Insisto en que deseo evitarle el menor problema por mi causa.
Percibo cierta inquietud en su voz trémula; intuyo que quien realmente quiere ahorrarse contratiempos es él mismo.
¿Por qué si no ha permanecido callado durante tantos años, convencido como está de su filiación?
Le pregunto una vez más:
—¿Mantiene usted que el príncipe de Asturias es su padre?
—Sí —sentencia.
—Es su palabra.
—Pero quién sabe si, una vez publicada, mi palabra puede sembrar inquietud en la Casa Real española, donde seguramente pensarán qué pretende conseguir a estas alturas una persona como yo, que vive en California.
—¿Qué nacionalidad tiene usted?
—Estadounidense.
—¿No es también ciudadano suizo?
—Sí, claro.
—¿Está casado?
—Soy soltero… Pero soy un hombre normal —aclara, tratando de ahorrarme extrañas suposiciones.
Y añade:
—Me gustaría tener un dólar por cada linda muchacha de la cual yo estuve enamorado.
—¿Tiene hijos?
—No, al menos que yo tenga constancia [risas].
—¿De qué vive usted?
—Vivo del seguro social. Nunca pedí ni un centavo a la Casa Real española. En los países protestantes, como sucede en la Casa Real inglesa, los hijos ilegales [ilegítimos] reciben una pensión, pero no así en los países católicos. Yo siempre he trabajado, ganando mi pan diario honradamente.
Aprecio de nuevo cierta inquietud en Alfonso de Bourbon.
—Quiero subrayar —insiste— que no hago ninguna reclamación de herencia ni financiera. Yo sé quién soy y lo que la gente aquí o en España piense sobre mi filiación, sobre si soy un farsante o un impostor, a mí ya no me importa. Insisto en que quiero evitarle cualquier contratiempo por mi causa.
—No se preocupe —le tranquilizo—. Sólo usted sabe si lo que dice es verdad. A falta de una prueba de ADN, nadie puede poner la mano en el fuego por su filiación; pero tampoco nadie puede ponerla en sentido contrario. Tal vez en su caso, una imagen no valga más que mil palabras, pese a su asombroso parecido con Alfonso XIII.
—Una imagen, en efecto, no vale tanto. De hecho, hay personas repartidas por el mundo que se parecen unas a otras como gemelos, y no son familiares.
—Entonces, ¿qué sentido tiene que un hombre mayor como usted, con poco o nada ya que perder o ganar, mienta deliberadamente sobre algo tan serio como su propia paternidad?
—¿Qué le puedo decir? Usted no me conoce realmente; no sabe si estoy mentalmente enfermo.
—A mí, desde luego, no me parece que sea usted un perturbado.
—Bueno, hay genios que están mentalmente enfermos [ríe]…
LA ÚLTIMA VISITA A ESPAÑA
Hace veinticuatro años que Alfonso de Bourbon pisó por última vez suelo español.
Hoy, con setenta y siete años cumplidos, cansado ya de ser quien es, sabe que nunca más volverá a la patria de sus antepasados.
—En 1982 —recuerda orgulloso— tuve el honor de impulsar los lazos de hermanamiento de la ciudad de San Diego con Alcalá de Henares. Mis propios paisanos me eligieron como embajador de buena voluntad para sellar esa bonita alianza entre dos pueblos. Al año siguiente, encabecé una delegación oficial de cuarenta personas, recibida muy cariñosamente por el alcalde y el rector de la Universidad de Alcalá de Henares. También estuvimos con el entonces alcalde de Madrid, el profesor Tierno Galván, un hombre culto y atento. La experiencia fue tan grata, que dos años después, en 1985, organizamos una segunda expedición a la villa madrileña.
—¿Mantuvo entonces algún contacto con la Casa Real?
—No; nunca he querido crear problemas a nadie, ni mucho menos a la Casa Real española.
—Pero usted llegó a declarar por aquel entonces, en varios medios de comunicación europeos y americanos, que era hijo del príncipe de Asturias…
—Cierto, lo hice; pero a continuación no quise introducir más el dedo en la herida y guardé silencio hasta hoy. Si ahora vuelvo a hablar del tema es únicamente porque usted me ha localizado al cabo de tantos años. Ya le he dicho que no quiero reclamar absolutamente nada a la Casa Real: ni apellido, ni tampoco herencia alguna.
—Cuénteme entonces más cosas sobre el hermanamiento entre San Diego y Alcalá de Henares.
—Fortalecer esos lazos centró mis esfuerzos hace ya más de dos décadas. No olvidemos que San Diego ha estado ligada a España desde mediados del siglo XVI, si no recuerdo mal, cuando el marino Juan Rodríguez Cabrillo descubrió el territorio bajo bandera española. Poco después, se celebró una misa en honor de San Diego de Alcalá. California pertenecía entonces al virreinato de la Nueva España. En el siglo XVIII, los franciscanos, encabezados por fray Junípero Serra, establecieron la primera misión de San Diego de Alcalá. Finalmente, el territorio californiano, en manos de México hasta 1848, se convirtió en estado norteamericano. Tampoco debemos olvidar que San Diego fue la primera plaza española fundada en el territorio occidental de lo que hoy es Estados Unidos; de la misma forma que debe tenerse siempre presente que en Alcalá de Henares se forjaron los hombres (don Miguel de Cervantes, entre ellos) que trasladaron la lengua y cultura españolas al otro lado del Atlántico, concretamente a San Diego, Los Ángeles, San Francisco y California.
El aliento de Alfonso de Bourbon, y el de otros muchos paisanos suyos antes y después que él, hizo posible que Alcalá de Henares figure hoy entre las quince ciudades del mundo hermanadas con San Diego, además de Edimburgo (Escocia), Yantai (China), Yokohama (Japón), Perth (Australia), Varsovia (Polonia), Cavite (Filipinas) o Jalalabad (Afganistán).
Paradojas del destino: esos mismos lazos familiares entre ambas ciudades por los que Alfonso de Bourbon tanto luchó, le fueron arrebatados en su propia vida.
En octubre de 2009, un mes antes de nuestra entrevista, recibí una amable carta suya, en la cual esperaba encontrar una fotografía de él más joven, que me permitiese calibrar mejor su parecido con Alfonso XIII y el príncipe de Asturias.
Alfonso de Bourbon ya me había adelantado por teléfono que la imagen gustaría mucho. Acertó de pleno. Tomada en marzo de 1981, en San Diego, cuando tenía cuarenta y nueve años, refleja a un hombre en apariencia mayor, que posa junto a Margarita Capella, esposa de su amigo Sebastián Capella. Su parecido con Alfonso XIII, del que dice ser su padre, resulta impresionante.
El retrato iba acompañado de un breve texto, redactado de su puño y letra en una hoja con el membrete de la flor de lis.
Dice así:
10 de octubre de 2009
Muy estimado Don José María:
Muchas gracias por su llamada telefónica.
Aquí tiene lo que me había pedido. Le deseo buena suerte con su trabajo incansable.
Con un abrazo muy fuerte,
ALFONSO DE BOURBON
Días después, volvió a escribirme, enigmático, sugiriéndome incluso el título de un posible capítulo sobre su existencia:
[…] ¿En verdad, quién era este Alfonso de Bourbon que a los extranjeros alegaba ser el hijo del Conde de Covadonga y Edelmira Sampedro?
Su parecido físico con Alfonso XIII no es ninguna prueba legal [el subrayado es del original]. ¿Y en caso contrario, quién le empujó a tomar esa decisión? Sea lo que fuera, me parece que tenemos aquí un capítulo más de la todavía incompleta historia de los Borbones españoles, titulado por ejemplo EL BORBÓN DESCONOCIDO [las mayúsculas son también del original], con fotos en color. Napoleón Bonaparte dijo que historia es nada más que una serie de leyendas…
Dios bendiga a la familia de José María Zavala…
El final de su carta me recordó a su despedida en La Jolla.
—Que Dios le bendiga —me dijo, convencido de que nunca más volvería a saber de mí.
Le faltó sólo trazar con su mano la señal de la cruz en mi frente, como sin duda hubiese hecho el infante don Jaime.