La señora de la Fuenfría

—Cierto día me llamaron por teléfono del hospital de la Fuenfría para decirme que una de las pacientes allí ingresadas aseguraba ser… ¡hija del rey!

A Carmen Valero, marquesa del Valle de Uceda y viuda de un coronel de infantería, le faltó tiempo para acudir a la misteriosa llamada de su amigo médico.

Ella conocía aquel hermoso hospital de 226 camas casi como el pasillo de su casa, situada en el mismo marco incomparable de Cercedilla, en la sierra madrileña, junto a la calzada romana que unía antiguamente Titulcia con Segovia.

—Yo voy muchísimo a la Fuenfría a visitar enfermos, como miembro de una especie de catecumenado —me explica Carmen Valero al preguntarle por qué decidieron llamarla a ella.

Nuestra charla discurre, apacible, en el salón de su hotelito de Cercedilla, en mayo de 2009.

Aislada del mundanal ruido, entre pinos silvestres y rumores de arroyos, rodeada por las lejanas cumbres de Siete Picos, la Bola del Mundo y La Peñota, mi encantadora anfitriona vive allí sola desde que enviudó, acompañada únicamente las veinticuatro horas del día por Kao y Blacky, dos perritas bóxer que le dan incluso más cariño que algunas personas que la visitan.

Aquella tarde invernal, poco después del aviso telefónico de su amigo, doña Carmen atravesó el umbral del familiar edificio de cinco plantas, construido a principios del siglo XX por el arquitecto Antonio Palacios sobre una parcela de poco más de dos hectáreas.

En sus casi 6.500 metros cuadrados de superficie hospitalaria, los enfermos de la Fuenfría reciben hoy atención médica en las especialidades clínicas de rehabilitación, medicina interna y geriatría.

El destino quiso que aquel mismo centro hospitalario inaugurado por el rey Alfonso XIII en 1921, acogiese más de ochenta años después a una hija ilegítima suya: Juana Alfonsa Milán Quiñones de León.

EL REY ABOFETEADO

Aquella mujer —primogénita ilegítima del monarca— era fruto de los amores inconfesables de éste con la institutriz y profesora de piano de los infantes en palacio, Beatrice Noon, nacida en Escocia pero de ascendencia irlandesa.

A diferencia de cierta dama que llegó a propinar un sonoro bofetón al monarca cuando éste intentó cortejarla, Beatrice Noon no tuvo más remedio que sucumbir a los adúlteros designios de su rey.

Alfonso XIII había sido abofeteado, en efecto, por una de las damas de servicio de su hijo, el príncipe de Asturias, de lo cual daba fe el historiador Gonzalo de Reparaz. «Cierto día —aseguraba éste— cruzose [ella] con Alfonso XIII en un solitario pasillo del Palacio Real. Quiso aprovechar el monarca aquella ocasión única y, precipitándose sobre la muchacha, la besó. Entonces recibió Alfonso XIII la más estentórea bofetada de que hablan —o mejor dicho no hablan— los anales palatinos…»

Para disipar la menor duda, Reparaz reveló abiertamente sus fuentes: «Al año siguiente, residíamos mis padres y yo en Friburgo y conocimos el hecho por dos conductos perfectamente fidedignos: una parienta próxima de la señorita en cuestión, y un catedrático friburgués, amigo y antiguo compañero suyo de estudios».

Pero Beatrice Noon, en cambio, acató sin rechistar la voluntad del rey, comprobando muy pronto que su vientre se abultaba; poco después, fue expulsada de la corte para evitar el escándalo.

El 19 de abril de 1916 alumbró a una niña en París, que recibió el apellido de Milán, dado que el rey conservaba el ducado de Milán entre sus títulos históricos, evitándose así que con el apellido materno se deshonrase al monarca y a la institutriz.

Finalmente, Juana Alfonsa Milán obtuvo su segundo apellido del embajador español en París y albacea testamentario del rey, José Quiñones de León, convertido en su padre adoptivo.

EL ENCUENTRO

Muchos años después, en el ocaso ya de su vida, Juana Alfonsa Milán Quiñones de León fue ingresada en el hospital de la Fuenfría, donde se recuperaba de cierta demencia senil cuando la visitó por primera vez Carmen Valero.

—Nada más verla —recuerda ella—, comprobé que era exactamente igual que Alfonso XIII, sólo que en mujer; llevaba un moño y, cuando se enfadaba, se lo soltaba de repente, desplegando una enorme coleta que le llegaba hasta la cintura. Tendría cerca de ochenta años. Resultaba muy graciosa vestida de pantalón; parecía muy descuidada. Era menuda y delgada, como su padre. Yo le dije: «Creo que la he conocido a usted en casa de Elena Castaños». A lo que ella me contestó: «¡Ah, Elenita…! Fuimos las dos espías en la Segunda Guerra Mundial…». Yo sí sabía que Elena había trabajado para los servicios de información en Francia, porque siempre lo contaba. Elena era rusa; salió de su país en 1917 y había conocido a Juana Alfonsa en París. Años después se trasladó a vivir a Madrid, donde tenía su casa en la calle Isaac Peral; allí mismo coincidimos Juana Alfonsa y yo.

Desde entonces, Carmen fue para ella una especie de hada madrina que velaba, siempre que podía, por su bienestar.

—Conseguí que la trasladasen a una habitación sola, pues estaba en una doble; la pusieron al final del pasillo, en una buena habitación cuya parte trasera daba al pinar. La verdad es que la dirección de la Fuenfría se portó muy bien con esta señora. En su mesilla de noche tenía una fotografía enmarcada de su padre. Yo le decía: «Juana Alfonsa, córtate el pelo como él y seguro que así te creen; sales luego en tu silla de ruedas al pasillo, con la foto, para que todos vean que es verdad».

Pero nadie la creía. Incluso a veces, la vida de Juana Alfonsa en el hospital era un verdadero suplicio, convertida en blanco de las burlas.

—Me llamaron —aclara Carmen— porque ella [Juana Alfonsa] presumía de quién era y las chicas de la limpieza la trataban mal. Eran «las meonas», como yo las llamo: a menos categoría, más… Había dos chachas que le tomaban el pelo. «¡Ay, mira, la que dice que es tía del rey! ¡Está loca!», se mofaban de ella. Y yo les replicaba: «¡Claro que es la tía del rey, os pongáis como os pongáis!». La situación empezó a degenerar. Yo conocía a una de las chicas que se metían con Juana Alfonsa; no la despidieron de milagro. Fui a ver hasta a sus padres.

La propia demencia senil, que ofuscaba a veces a Juana Alfonsa, alimentaba esos mismos recelos, como observaba Carmen:

—Llegó incluso a pedir que le hiciesen reverencias. Tenía unos ratos tremendos y otros buenísimos. «¡A mí no me levantéis la voz porque soy la hija de Alfonso XIII!», clamaba. Y eso, en el pueblo, pues no sentaba bien. Al mismo tiempo, ella tenía mucha falta de cariño. Yo iba todos los días a verla; procuraba que viniera conmigo algún conde o marqués, para que así se sintiera más acompañada.

DE PARÍS A GINEBRA

Al contrario que otros hijos ilegítimos de Alfonso XIII, Juana Alfonsa gozó siempre de un trato preferente por parte de la familia real. Empezando por su propio padre, que sentía auténtica predilección por ella, como recordaba su buen amigo y biógrafo Ramón de Franch: «Ya en el exilio, en 1940, el rey se paseaba por Ginebra del bracete de una joven, y la gente dio en pensar que era una nueva amante, cuando lo cierto es que era su estampa, en lo que él tenía de Habsburgo, afinadas las facciones en un óvalo casi perfecto. Joven, un tanto madurilla ya, rubia, algo coqueta y muy elegante, lleva con garbo de princesa la ilegitimidad de su origen. Nació y se educó en París, al cuidado de la embajada española, cuando Quiñones de León era la eminencia gris de aquella representación diplomática, mucho antes de ser embajador. Y pasaron los años… La chica continuaba viviendo la mayor parte del tiempo en París, donde el rey la veía, en épocas normales, con relativa frecuencia. Luego, sacándola del infierno francés apenas las Panzerdivisionen dieron al traste con la línea Maginot y la drôle de guerre, don Alfonso la mandó llevar a Ginebra, que no se encuentra lejos de Lausana [donde residía Alfonso XIII], ni demasiado cerca tampoco. La discreción nunca sobra, aunque al prójimo le divierta interpretarla como le dé la gana. Muerto el rey, no es un misterio para nadie el vínculo que lo unía a esa gentil persona. Ella misma ha descorrido el velo, introduciéndose con su propia ejecutoria en las altas esferas de la sociedad local, así como en los renombrados —si bien hoy decadentes— círculos internacionales de Ginebra. Vive siempre sola, es decir: soltera, bajo la custodia de una inglesa de cierta edad, que ella presenta como su señora de compañía. Las dos, más una criada por todo servicio, habitan un pisito de alquiler, decentemente puesto en un buen barrio moderno. Allí se presentaba a menudo el rey, provisto de algún obsequio y de un caudal de cariño».

SEGUNDO PADRE

Parecido cariño al que le profesaba el rey, recibió en su infancia y juventud Juana Alfonsa de la especie de padre putativo que siempre fue para ella don José Quiñones de León.

Nacido también en París, el 28 de septiembre de 1873, José Quiñones de León fue a parar allí obligado por las circunstancias, aunque éstas fuesen diferentes de las de Juana Alfonsa. No en vano su padre, miembro de una importante familia leonesa, había seguido fielmente a la reina Isabel II hasta el exilio, en 1868. Más de sesenta años después, lo hizo él también, acompañando esta vez al rey Alfonso XIII en su destierro.

Mientras Juana Alfonsa correteaba aún por las calles de París, en agosto de 1918, Quiñones fue nombrado embajador por un gobierno de concentración nacional. Antes de la batalla del Marne, ya había sido designado ministro plenipotenciario cerca del gobierno emigrado a Burdeos.

Sin embargo, su vida diplomática propiamente dicha empezó de agregado de la legación en París, con el embajador canario Fernando de León y Castillo, marqués del Muni, convertido en su auténtico maestro de ceremonias.

Más de una vez, Juana Alfonsa subió con su padre adoptivo a la peniche anclada en el Sena para disfrutar de una travesía inolvidable.

Quiñones de León compartía la propiedad de aquel barco con el político francés Aristide Briand, precursor de la unidad europea. El embajador español admiraba al ministro de la Tercera República francesa por su implicación en la fundación de la Sociedad de Naciones.

Juana Alfonsa cruzó en aquella embarcación bajo la arcada del puente de Mirabeau, adornado con duendecillos que parecían sostener los cimientos, para alcanzar a continuación el puente más moderno de Grenelle, con su réplica menor de la estatua de la Libertad. Finalmente, coronó el Royal, construido en 1685 por uno de sus antepasados franceses, Luis XIV, apodado el Rey Sol.

Quiñones de León era también un «padre» para los hijos descarriados de Alfonso XIII, como el infante don Jaime, a quien tuvo que sacar más de una vez del apuro a causa de los dispendios de su segunda esposa, la prusiana Carlota Tiedemann, responsable de su trágica muerte.

Con don Jaime y don Juan, precisamente, embarcó el diplomático en París, rumbo a Inglaterra, para arreglar unos asuntos de la testamentaría del rey Alfonso XIII, en junio de 1948.

Diecisiete años atrás, Quiñones había recibido a la reina Victoria Eugenia y a sus hijos en la estación de tren de París; aquella misma noche hizo lo mismo con Alfonso XIII, a bordo del Côte d’Azur Express.

El monarca confiaba ciegamente en él. Quiñones era la discreción personificada. Cuando alguien le preguntaba por sus memorias, él contestaba, enigmático: «Lo que se puede contar ha perdido importancia, y lo que todavía la tiene no se puede contar».

De forma muy parecida me respondió, años después, el antiguo jefe de la Casa del Rey don Juan Carlos, general Sabino Fernández Campo, al preguntarle lo mismo.

Por su sencillo apartamento de la rue Piccini desfiló también Juana Alfonsa Milán. El diplomático conservó hasta el final de sus días una fotografía enmarcada de ella, con sus cabellos rubios y oscilantes por la brisa del Sena, junto a otras imágenes de los infantes, los reyes y los duques de Alba, a quienes profesaba también un inmenso cariño.

A su entierro, celebrado en noviembre de 1957 en el camposanto francés del Père-Lachaise, acudió Juana Alfonsa, entre docenas de fieles a la memoria de aquel hombre modesto y discreto que dejó escrito en su testamento, a modo de epitafio: «No se invitará a nadie ni se admitirán coronas».

Delante del coche mortuorio, como único honor y agasajo oficial al difunto, abrió paso una pareja de guardias en motocicleta; detrás del coche que portaba el féretro, en algunos otros automóviles, se dispuso el reducido duelo presidido por el conde de Barcelona, que había llegado la víspera a París procedente de Lisboa.

Treinta y seis años después, el destino quiso de nuevo que Juana Alfonsa Milán diese el último adiós a su hermano don Juan en la capilla ardiente, instalada en el Palacio Real de Madrid.

Su amiga Isabel García Tapia, hermana del doctor que atendió a don Juan en la Clínica Universitaria de Navarra, le dio la noticia de la muerte de su hermano. «Tras la llamada de mi amiga Isabel, me encerré en mi casa y no cogí el teléfono», manifestó, muy dolida, Juana Alfonsa.

Aquel viernes, 2 de abril de 1993, en la misma puerta de la capilla ardiente, evocó así ella a su querido hermano en una de sus contadísimas declaraciones a la prensa, recogida por la periodista Dolores Martínez: «En el año cuarenta y dos empezamos a tener contactos, nos escribíamos, nos llamábamos por teléfono. Ahora estoy aquí para ver cómo responde el pueblo de Madrid ante una persona que ha sacrificado toda su vida y que ha dado continuas muestras de una humanidad extraordinaria. Personajes como el rey padre se dan pocos en la historia».

MODERNA Y CULTA

Diez años después de la muerte de su hermano, a causa de un cáncer enroscado en la garganta, Juana Alfonsa llegó al hospital de la Fuenfría, como recuerda Carmen Valero:

—La conocí en invierno y ella estuvo hasta el verano siguiente, alrededor de ocho meses en total… Su estancia allí era gratuita; más tarde, de acuerdo con la Casa Real, se la trasladó a una residencia cerca de la calle Arturo Soria, en Madrid, donde falleció y cuyos gastos pagó la propia Casa Real.

En diciembre de 2001, la Fuenfría se integró en la red sanitaria de la Comunidad de Madrid; primero en su Instituto Madrileño de Salud y, luego, en el actual Servicio Madrileño de Salud.

—Ella —añade Carmen Valero— había hablado hasta entonces todos los días con la madre del rey [doña María de las Mercedes, fallecida en enero de 2000]… Tenía muchas fotos en su habitación: con su madrastra [la reina Victoria Eugenia], con don Juan Carlos antes de ser rey, y con Alfonso [duque de Cádiz], en Lausana. En la imagen aparecía vestida con un traje de noche de gasa, muy vaporoso, junto a la reina Victoria Eugenia. Pero Juana Alfonsa no era guapa como ella…

Carmen destaca, en cambio, el perfil de mujer avanzada a su tiempo que siempre la distinguió:

—Era una mujer más moderna que las de su época. Muy culta. Se educó en Francia y hablaba muy bien alemán, francés e inglés, además del castellano.

A su muerte, acaecida en Madrid el 16 de mayo de 2005, Juana Alfonsa dejó cuatro hijos huérfanos: tres varones y una hija, María de la Soledad, dos de ellos con abundante descendencia.

La «otra familia» del rey Alfonso XIII era así mucho más numerosa que la legítima…

«ID Y REPRODUCÍOS»

Un año después de nacer Juana Alfonsa, el 24 de septiembre de 1917, Alfonso XIII envió a su íntima amiga la marquesa del Mérito, viuda de Valparaíso, una desconocida carta que habla por sí sola.

Escrita de su puño y letra, firmada con las iniciales «R. H.» («Rex Hispaniae») y timbrada con las cruces de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa, dice así:

Me he reído mucho con tu carta. Tú ves la vida del lado que se ha de tomar: con alegría, para que este valle de lágrimas sea soportable, y siguiendo vías, cumplamos con el deber sagrado de la Biblia, que dice: «Id y reproducíos».

Pues eso mismo hizo Alfonso XIII durante gran parte de su vida.

Con razón, su buen amigo Ramón de Franch testimoniaba lo siguiente sobre el monarca: «Alfonso XIII no bailaba, o por lo menos no sé de nadie que lo hubiese visto bailar en lugares públicos. Ahora, en cuanto a lo otro, los testigos y cómplices de su incontinencia eran infinitos, singularizándose entre ellos los viejos áulicos del séquito, excepto el probo marqués de Torres, de quien la corte decía que era la templanza hecha hombre. Inútiles de toda inutilidad fueron los buenos ejemplos del marqués para su señor y dueño, así como las recomendaciones que la Real Familia, y en particular doña Victoria Eugenia, deslizaban cuando venían rodadas al azar de cualquier circunstancia favorable».

El soberano predicó con el ejemplo: el mismo año de su casamiento con Victoria Eugenia fue ya padre por primera vez.

Su hijo ilegítimo se llamaba Roger de Vilmorin y guardaba un asombroso parecido físico con él. La madre, Mélanie de Vilmorin (de soltera Mélanie de Dortan), estaba considerada una de las mujeres más hermosas y seductoras de Europa. Se había casado a principios de siglo con el multimillonario Philippe Vilmorin y vivía con él en el castillo francés de Verrières, lugar de cita obligado de la más alta alcurnia de su tiempo.

Alfonso XIII se encaprichó de aquella mujer casada y, al contrario de lo que hizo con otros hijos bastardos suyos, jamás mentó a Roger de Vilmorin ni trató de asegurarle un porvenir económico, tal vez porque sabía que no necesitaba su dinero. No en vano el muchacho creció amparado por la inmensa fortuna de su falso padre.

Pese a que Alfonso XIII y Mélanie de Vilmorin siguieron luego caminos diferentes, su relación fue cordial hasta la misma muerte de ella, en 1937.

LA «INFANTA MOROSA»

En noviembre de 2005 me abrió amablemente las puertas de su casa uno de los hijos bastardos del monarca.

Al preguntarle por qué su padre fue tan infiel a la reina Victoria Eugenia, Leandro de Borbón Ruiz Moragas trató de justificarle de forma insólita.

—No es que fuese infiel —aseguró—. Entonces, y a diferencia de hoy, aunque se enfriase el matrimonio, era inconcebible el amor libre, así como que las mujeres solteras quisiesen tener hijos. La mujer tenía que ser virgen y además demostrar que no era adúltera; exactamente igual que el hombre. Quiero decir con esto que tenías una mujer y tenías un agujerito, y todo debía ser al amparo de eso. Pero si con su mujer [Alfonso XIII] no se llevaba bien, como era natural, él no buscó sino que cuando se ofrecieron pues cogió alguna rosa…

A diferencia del primero de sus hijos naturales, Alfonso XIII sí trató de asegurar el futuro económico de María Teresa y Leandro de Borbón Ruiz Moragas, así como el de Juana Alfonsa Milán.

Con tal fin confió a su amigo íntimo el conde de los Andes una cantidad de dinero fija, con cuyos intereses vivieron sus tres vástagos durante muchos años.

El propio Leandro me lo explicó así:

—Nosotros teníamos una especie de manda que nuestro augusto padre le había dejado a su albacea testamentario, el conde de los Andes. La suma ascendía a un millón de pesetas de 1931 [equivalente en la actualidad a más de dos millones de euros], depositada en un banco de Ginebra, con cuyas rentas vivimos mi hermana, yo y Juana Alfonsa Milán hasta 1958. Al principio nos daban mil quinientas pesetas mensuales a cada uno; a partir de 1945, y hasta 1950 aproximadamente, recibimos tres mil pesetas cada uno al mes; luego, la cantidad se elevó a cinco mil pesetas. Más tarde, en 1956 creo recordar, recibimos entre diez y doce millones de pesetas más cada uno. Mi encuentro con Andes fue muy duro, pues tuve que escucharle unas palabras que no me gustaron nada: «A mí no me agrada la existencia de ustedes, pero mi condición de albacea testamentario me obliga a cumplir la voluntad de mi rey», dijo.

Leandro de Borbón conocía ya la existencia de Juan Alfonsa Milán por su amigo Julián Cortés Cavanillas, biógrafo del monarca. Pero jamás pensó que la voz de aquella mujer fuese a resonar de improviso en el auricular de su teléfono, a finales de los años cincuenta:

—Nunca supe quién le facilitó mi número, pero el caso es que Juana Alfonsa me llamó un día y me dijo así, de sopetón: «Oye, soy tu hermana; soy hija de nuestro padre el rey. Estoy ahora en el hotel Princesa y me quieren echar de aquí porque no he podido pagar la factura; como tú sabes, este mes están cerradas las transferencias del extranjero a España y por eso no he recibido aún el dinero que nos envía Andes».

Poco después, Leandro llegó al hotel donde se alojaba Juana Alfonsa con sus hijos y una institutriz. Su hermana le rogó que hablase enseguida con el director del establecimiento para que no la expulsasen de allí. Tras mucho interceder, Leandro logró al final que la dirección prorrogase una semana el plazo a su hermana para pagar su deuda. Luego, se despidió de ella convencido de que nunca más volvería a verla. Pero se equivocó.

—Trabajaba yo entonces —recuerda él— en la calle Ventura de la Vega, donde tenía mi despacho. A media mañana solía tomar un cafetito en el Buffet Italiano, muy cerca de mi oficina, en la Carrera de San Jerónimo. De repente, uno de aquellos días la vi aparecer por allí. Charlé amablemente con ella. Poco después volvió a visitarme, hasta que un buen día el encargado de la cafetería me dejó helado con estas palabras: «Señor —advirtió—, tiene usted algunas facturas que ha dejado pendientes su hermana…». «¿Mi hermana?», le repliqué yo, confuso. «Sí, la señora a la que usted convidaba.» Huelga decirle que pagué todas las cuentas pendientes y nunca más volví a verla.

TORRE DE MARFIL

El gran amor de Alfonso XIII —excepción hecha de Victoria Eugenia, de la cual se enamoró perdidamente al principio, hasta el punto de casarse con ella y asumir el grave riesgo de la hemofilia— fue sin duda la popular actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que conoció en los años veinte.

Carmen estaba separada del célebre torero Rodolfo Gaona, de carácter y educación diferentes por completo a los suyos.

Con ella tuvo el rey dos hijos naturales: María Teresa, nacida en Madrid el 9 de octubre de 1925 y fallecida en Florencia el 6 de septiembre de 1965; y Leandro, que vino al mundo el 26 de abril de 1929 y es el único de todos los hijos bastardos del monarca que ha conseguido apellidarse igual que él con la ley en la mano.

Como ya hiciera su padre Alfonso XII con la bella cantante de ópera Elena Sanz, Alfonso XIII instaló también a su adorada actriz en un lujoso chalet madrileño, donde la visitó asiduamente hasta que la proclamación de la República se lo impidió.

Por su casa de la avenida del Valle, integrada en la Colonia Metropolitano Alfonso XIII, pasó también, en febrero de 1933, mientras el monarca estaba exiliado, un conocido periodista de la revista Blanco y Negro que firmaba con el seudónimo «Brujo bohemio».

Carmen describió al reportero su propio hotelito, revelándole incluso el dinero que le había costado.

—Veinticinco mil pies de terreno [los jardines]. Dos mil construidos [el edificio]. Costo del hotel, terreno y jardín, sesenta y ocho mil duros. Un total de dieciocho habitaciones, repartidas entre el sótano, dos plantas y el torreón, donde tengo mis libros y paso grandes ratos; vamos, mi torre de marfil.

Desde la torre más alta de su palacete, donde la «princesa» tenía su biblioteca, se dominaba al este el Madrid populoso de los teatros y las variedades; al sur, la formidable silueta gris del Palacio Real; al oeste, la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria; y finalmente al norte, los caminos comunales y secretos de El Pardo.

Más de una vez desayunó Carmen fruta y café con leche en compañía del monarca, tras hacer algo de gimnasia con ayuda de la música acompasada del fonógrafo. Luego, paseaba sola o iba de compras hasta la hora del almuerzo, cuando regresaba al hogar envuelto en una tibia y dulce penumbra.

—Me agrada extraordinariamente —decía ella— esa luz pálida en la caída de la tarde, luz misteriosa, única para que la imaginación juguetee un poco, agradabilísima para conversar.

Ante esa misma luz tenue y seductora sucumbió Alfonso XIII innumerables veces. Previamente, los vecinos de los hotelitos adyacentes veían llegar un coche imponente hasta aquella zona sosegada del nuevo Madrid, del cual se apeaba un hombre difícil de reconocer. Algunos decían que se trataba de un banquero importante; otros hablaban de un gran industrial; finalmente, los más osados, aseguraban que era el mismísimo rey de España.

Carmen regaló dos hermosos hijos al monarca. Debió de ser muy duro para la reina Victoria Eugenia reparar en que aquellas dos criaturas sanas podían constituir un valioso argumento para su nulidad matrimonial, pues quedaba así demostrado que la hemofilia era una tara transmitida únicamente por ella.

Alfonso XIII, por su parte, se sintió muy consolado al comprobar que María Teresa y Leandro estaban a salvo de la «peste sanguínea» que asolaba a sus hijos legítimos Alfonso y Gonzalo.

—Eso le reconfortó muchísimo —corrobora Leandro de Borbón—. Pero es que además, antes de que naciese mi hermana María Teresa, mi madre tuvo dos abortos; y luego, entre mi hermana y yo, hubo otro aborto más. Ello figura en la declaración jurada que hizo Irene Torres, la sobrina de Concha Torres, íntima amiga de mi madre.

Significaba eso que, de haber ido las cosas bien, Alfonso XIII y Carmen Ruiz Moragas hubiesen sido padres… ¡de cinco hijos bastardos!

Pregunté a Leandro si el monarca tenía algún hijo favorito, y me contestó:

—No lo sé; pero yo pienso que, como todo buen padre, a quien más se quiere es generalmente al que más lo necesita, al que está enfermo. Por eso creo que Alfonso y Gonzalo debieron ser los más queridos.

Alfonso XIII sufrió mucho sin duda por la delicada salud del príncipe de Asturias y del infante don Gonzalo. Pero hizo sufrir también lo que no está escrito a su esposa Victoria Eugenia por su relación con la actriz Ruiz Moragas.

La reina sospechó al final que detrás de una posible nulidad eclesiástica, e incluso del mismo romance de su marido, estaba el marqués de Viana, su principal enemigo en la corte. Por eso, en el ocaso ya de la dictadura de Primo de Rivera, lo mandó llamar para decirle con gran severidad: «No está en mi mano castigarle como usted merece. Sólo Dios puede hacerlo. Su escarmiento tendrá que esperar hasta que usted esté en el otro mundo».

Fue tal la impresión que causó al marqués de Viana la terrible profecía de la reina, que sufrió un desmayo al salir de palacio y aquella misma noche murió.

LA ROYAL FILMS

Alfonso XIII llevaba una doble vida dentro y fuera de palacio.

La costumbre de impetrar al cielo en la Real Capilla y correrse luego alegres juergas fuera del alcázar era algo muy borbónico.

Empezando por el fundador de la dinastía en España, Felipe V, que mientras su primera esposa María Gabriela de Saboya se consumía en la cama invadida de tumores fríos que supuraban (escrófulas), él mantenía relaciones sexuales con ella hasta que la pobre mujer, extenuada, puso fin al tormento marchándose al otro mundo.

Su hijo, que reinó como Fernando VI, sometió también a su esposa Bárbara de Braganza a otro insufrible calvario en el lecho conyugal, convertido poco después en lecho de muerte. La desgraciada tampoco pudo soportar las continuas violaciones del lascivo monarca, a quien nada importaban sus hemorragias, vómitos y escalofríos, causados por una horrible carcinomatosis.

Fernando VII fue otro digno ejemplo de esa indigna tradición, pues mientras de día rezaba rosarios y oficios con su esposa María Josefa Amalia de Sajonia, por la noche frecuentaba locales de alterne y se entregaba a la concupiscencia de la carne con verdadero deleite, en compañía de su incondicional duque de Alagón, a quienes sus íntimos llamaban cariñosamente «Paquito Córdoba».

Por no hablar de su hija la reina Isabel II o del hijo de ésta, Alfonso XII, a quienes ya hemos aludido, largo y tendido, en estas mismas páginas.

Detengámonos ahora en el digno continuador de la dinastía, Alfonso XIII, que supo combinar admirablemente su afición al cine pornográfico con su condición de canónigo honorario de la catedral de Toledo, de la de Barcelona y de la de San Juan de Letrán, en Roma. Eso, sin contar con que también era caballero de San Juan de Jerusalén y de la orden del Santo Sepulcro.

Recuerdo, a este propósito, la reveladora conversación que sostuve en febrero de 2007 con Román Gubern Garriga-Nogués, insigne catedrático de Comunicación Audiovisual y conocedor de la historia jamás contada del séptimo arte.

Román Gubern me ayudó a entender la insaciable concupiscencia del monarca, que a punto estuvo de llevarse al huerto también —si es que en realidad no lo hizo— a su propia abuela, Eulalia Planás, casada con el banquero Manuel Garriga-Nogués, quien para colmo era un conspicuo monárquico.

—He oído contar en casa —me aseguró Gubern—, a mi madre, que mi abuela, Eulalia Planás, que era muy guapa, fue una de las mujeres más admiradas por el rey y que cuando éste venía a Barcelona, le tiraba los tejos. Pero lo que ya no sé es si pasó algo más…

Sus revelaciones fueron más allá aún. Mientras charlábamos aquella primaveral mañana, me dejó helado al decirme, muy seguro:

—El conde de Romanones llevaba películas pornográficas a Alfonso XIII escondidas en una maleta.

Y añadió, con similar aplomo:

—La productora barcelonesa Royal Films, de los hermanos Ramón y Ricardo de Baños, manufacturó películas pornográficas para el rey Alfonso XIII, algunas veces —se asegura— basadas en argumentos sugeridos por el propio monarca.

Finalmente, destacó el mérito del monarca en el desarrollo de este género cinematográfico inconfesable entonces:

—Alfonso XIII fue pionero e incluso promotor del cine pornográfico en España, porque él encargaba las películas a la Royal Films.

¿Cómo supo Román Gubern todo eso?

Fue el propio Luis García Berlanga, según me confesó luego, director de filmes inolvidables del cine español como El verdugo o Plácido, quien le dijo en varias ocasiones que el conde de Romanones llevaba a Alfonso XIII películas pornográficas en el interior de una maleta.

García Berlanga pudo contrastar ese hecho silenciado en la tertulia que celebraba en los años cuarenta con Miguel Mihura, Edgar Neville, Jardiel Poncela y otros célebres humoristas del 27.

Más tarde, pude localizar la transcripción de la intervención de García Berlanga en una mesa redonda en homenaje a Miguel Mihura, celebrada a finales de 2005 en el Centro Cultural de la Villa de Madrid.

¿Qué dijo entonces el cineasta sobre tan peliagudo asunto?

Ni más ni menos que esto: «Yo también he visionado recientemente las películas pornográficas a que hacía referencia Gubern, y no acabo de entender cómo podían gustarle a don Alfonso XIII esas señoras tan exorbitantes en blanco y negro de la Royal Films».

Aludía García Berlanga a tres cintas descubiertas por los coleccionistas Juan y José Luis Rado, filmadas en Barcelona entre 1922 y 1926, y restauradas por la Filmoteca de la Generalitat Valenciana en 1991.

El propio José Luis Rado puso nombre a las tres películas pornográficas: El ministro, de 20 minutos de duración; El confesor, de 26 minutos; y Consultorio de señoras, de 45 minutos.

Las tres se rodaron casi al mismo tiempo por la productora Royal Films, pues los actores se repetían y los decorados y la realización eran muy parecidos.

¿Visionó Alfonso XIII esas mismas películas?

No hay constancia documental de ello. Pero sí puede afirmarse que el monarca visionaba ese mismo tipo de películas en lugares diversos, alejados por supuesto de palacio, donde asistía en cambio con sus hijos a proyecciones de cine familiar.

La elocuente denominación de Royal Films fue «elegida intencionadamente», según Gubern, para bautizar a la productora fundada por los hermanos Ramón y Ricardo Baños a finales de 1915, en Barcelona, capital entonces del mundillo cinematográfico.

Resultaba también curioso que la sede de Royal Films estuviese en el número 7 de la calle Príncipe de Asturias, en el barrio barcelonés de Gracia.

Los actores y actrices se reclutaban en el barrio chino de la Ciudad Condal; y de los argumentos no valía la pena ni hablar, dado su mal gusto y vulgaridad.

Algunas cupletistas del barrio del Paralelo se negaron a participar en los rodajes por las repercusiones policiales que pudiera tener su aparición en pantallas en escandalosas posturas, así como por el bajo sueldo que se les ofrecía: alrededor de 25 pesetas por sesión, equivalentes a 60 euros.

El crítico de cine Ramiro Cristóbal se entrevistó hace más de quince años con Joan Tarrats, historiador y guionista de cine erótico, que le proporcionó reveladores datos de los gustos cinematográficos de Alfonso XIII, obtenidos a su vez de las confesiones del operador de cámara que rodaba esos filmes en aquella época.

Cristóbal relataba de esta manera lo que sucedió: «En esta situación —contaría él mismo [Ramón Baños] unos años más tarde—, recibió el encargo de personas importantes de Madrid —el propio rey Alfonso XIII, según él— para hacer varias películas pornográficas. Le pagaron al contado 6.000 pesetas por cinta [12.000 euros], y lo resolvió en un par de días echando mano de algunos amigos que quisieron prestarse al asunto y de algunas damas peripatéticas del barrio chino de Barcelona».

Ramón Baños, según Cristóbal, recibió el encargo del propio conde de Romanones a través de otros nobles como el marqués de Sotelo, el alcalde de Valencia y el propio dictador Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, a quien, en palabras de García Berlanga, «le gustaban las señoras a rabiar».

De hecho, la dictadura de Primo de Rivera supuso, para Berlanga, «una apertura total al libertinaje de costumbres; es entonces cuando empieza a salir todo lo erótico y lo porno, reflejo de la propia vida del dictador».

Los nobles a quienes aludía Ramiro Cristóbal habían visionado ya algunas cintas anteriores de Ramón Baños en Casa Rosita, un conocido prostíbulo de Valencia, lugar de cita obligado para los amantes de la vida disipada, que también frecuentaban el escritor Vicente Blasco Ibáñez y el torero Manuel Granero.

El monarca disfrutó reservadamente de sesiones de cine pornográfico acompañado a veces por cazadores como él. El gran operador de cine Josep Gaspar confesaba a Joan Francesc de Lasa cómo él mismo había sido escogido para trasladarse a Madrid, desde el coto privado donde cazaban el monarca y algunos aristócratas, para regresar de nuevo allí horas después con un amplio surtido de películas pornográficas.

Gaspar solía acompañar como cámara al rey Alfonso XIII y a su séquito en las jornadas cinegéticas organizadas en honor del monarca en dehesas y vedados cercanos a la capital; cuando el cielo se encapotaba, el operador ocupaba el tiempo libre de los insignes cazadores con proyecciones pornográficas en una sala del castillo donde se hospedaban. Las sesiones duraban hasta que volvía a lucir el sol.

Otras veces, las proyecciones se celebraban más lejos aún de Madrid, en un espléndido chalet levantado en honor de Alfonso XIII por la Real Compañía Asturiana de Minas, en el incomparable marco de los Picos de Europa. Allí disponía el rey de un enorme coto de caza, que limitaba con los pueblos de Sotres, Bulnes, Espinama y Caín.

«CHULERÍAS REALES»

Con un rey esclavo de sus pasiones no era extraño que aumenta se la prole ilegítima.

Existen numerosas anécdotas de su frivolidad, e incluso de la falta de respeto con que a veces trataba a políticos, cortesanos o simples particulares.

El historiador Claudio Sánchez Albornoz prefería llamar a esos desplantes de Alfonso XIII «chulerías reales», como la que él mismo así relataba:

En la antecámara del palacio real charlan animadamente el Grande de España de guardia, el mayordomo de semana, el jefe de los alabarderos, el coronel de las fuerzas que custodian la regia morada… Ríen a su placer comentando las divertidas páginas de un libro de un salaz historiador de muy deshonestas figuras femeninas. Se abre la puerta de la Cámara y aparece en ella la figura de don Alfonso. Los cortesanos interrumpen la plática y las risas. «Estabais hablando mal de mí.» El Grande de España le replica: «No, Majestad». «Os he oído charlar y reír y os habéis callado cuando yo he abierto la puerta de la Cámara.» «Pero no hablábamos mal de Vuestra Majestad.» «¿De qué hablabais?» El más osado de los cortesanos responde al cabo: «Señor, hablábamos del último libro de Villaurrutia sobre la reina gobernadora». A largos pasos don Alfonso avanza por la antecámara diciendo: «Más valía que Villaurrutia se ocupara de la puta de su mujer y dejara en paz a la puta de mi abuela».

El propio Eugenio Vegas Latapié, preceptor del príncipe Juan Carlos y monárquico medular, consignaba otra de esas «chulerías reales» con que obsequiaba Alfonso XIII a sus súbditos.

La misma tarde del 14 de abril de 1931, «recordó Maeztu —según escribía Vegas— algunas otras anécdotas reveladoras de la ligereza de carácter y frivolidad de Alfonso XIII. Nos dijo, por ejemplo, que cuando él iba a marchar a Buenos Aires, para hacerse cargo de la embajada en la Argentina, solicitó audiencia a Su Majestad. Durante la visita, en un momento dado, el Rey le dijo: “¡Vaya postín que te vas a dar en un camarote de lujo!”. Maeztu recordaba aquella frase con dolor, y pensaba cuántas semejantes pudo haber dicho el monarca, sin preocuparse del terreno en que habían de caer, creándole así nuevos enemigos».

Chulerías reales, meteduras de pata o comentarios de mal gusto. Como este otro que relataba Marino Gómez Santos, biógrafo de la reina Victoria Eugenia, acaecido en abril de 1906, cuando Alfonso XIII estaba ya prometido oficialmente con la princesa británica. Durante una visita a la catedral de Winchester, el arcipreste mostró al monarca español el trono en que estuvo sentado Felipe II con motivo de su boda con María Tudor. Junto al solio se hallaba el retrato de la que fuera reina de Inglaterra. El comentario del rey no se hizo esperar: «Si la Princesa con quien voy a casarme se pareciera a ésta, hubiérame guardado muy bien de pedir su mano».

Sus acompañantes británicos se limitaron a mirar hacia otro lado, avergonzados.

ADORATRICES ESPONTÁNEAS

El azar quiso que hallase, en el archivo de palacio, una curiosa y desconocida carta manuscrita del embajador español en Londres al marqués de Torres de Mendoza, hombre de la máxima confianza del rey.

No en vano Emilio María de Torres y González Arnao (el mismo que, como vimos, escribió desde el exilio al embajador chileno Emilio Rodríguez Mendoza y a la esposa de éste, Mercedes Basáñez, hija bastarda de Alfonso XII) había sido nombrado secretario particular de Alfonso XIII en 1908, quien lo recompensó con el título de marqués en 1924.

Torres despachaba a diario con el monarca y se encargaba de su correspondencia privada. Incluso algunas iniciativas empresariales del rey eran gestionadas por él mismo, siendo luego comunicadas al conde de Aybar.

La carta en cuestión estaba fechada el 21 de enero de 1925, y tenía la anotación «muy reservado» en el margen superior de la primera cuartilla.

Consciente, en su fuero interno, de las bajas pasiones que subyugaban al monarca, el embajador advertía al marqués de Torres de Mendoza del peligro que suponía para Alfonso XIII la futura presencia en Madrid de una dama muy poco recomendable para la reputación real.

Decía así el diplomático al marqués de Torres de Mendoza en su insólita carta:

Querido Emilio:

Es mi deber darle un aviso de carácter delicado y muy confidencial.

He sabido hoy que la señora de Peña, conocida bajo el nombre de Mrs. Isaacs, nombre de su primer marido, de quien se divorció o, mejor dicho, la divorciaron, se propone ir en breve a Madrid.

Trátase, como usted sabe, sin duda de una profesional del vicio norteamericana dedicada a su oficio desde los 17 años. Casada con Isaacs y repudiada por éste, arruinó a varios jóvenes, entre otros uno cuyo nombre figura en las listas de esta Embajada, aunque no pertenezca a nuestra carrera. Pudo persuadir a un opulento argentino llamado Peña a tomarla por esposa.

Una vez dueña de medios ilimitados se ha desenfrenado del todo, dando en el campo fiestas que son verdaderas orgías en que a la hora de la borrachera no sólo se desnuda en público, sino que hace exhibición de vicios contranaturales.

Como en varias ocasiones han asistido jóvenes conocidos, esos escándalos son la comidilla de todo Londres, pues han contado lo que vieron, y si siempre se la ha tratado como lo que es, ahora ha subido la protesta a su punto.

Advierto a usted que nunca se la ha recibido en esta sociedad.

Como sé que si va a Madrid procurará ver a quien usted se figurará y hacerse ver con él, es preciso que se evite, pues todo se sabe y estas cosas hacen más daño que todos los libelos del mundo.

Si lo cree usted útil como yo lo creo, hable al presidente del Directorio, pues se debe a todo precio impedir un tropezón parecido. Con decirle que estoy dispuesto a escribir directamente al general, comprenderá usted la importancia que atribuyo al caso. Enséñele si quiere esta carta.

Queda como siempre de usted buen amigo y compañero,

ALFONSO

El marqués de Torres de Mendoza evidenciaba así que no sólo el monarca se ponía siempre en tentaciones libidinosas, sino que muchas veces era arrastrado hacia ellas por busconas sin escrúpulos, deseosas de catar los ricos oropeles del trono.

De eso mismo daba fe también Ramón de Franch: «Las adoratrices espontáneas del regio galán no lo dejaban a sol ni a sombra. Eran muchas a la vez, y todo cansa. Por esto, con tanta abundancia de faldas a su zaga, prontas a caer negligentemente al pie de un velador o de una mesita de noche, apretábale a menudo al rey el ansia de evadirse, y entonces buscaba el oasis donde satisfacer algo por encima de las vanidades del mundo y los apetitos de la carne».

Incluso al mismísimo Alfonso XIII acabaron abrumándole todos sus excesos libidinosos.

EL SECRETO DE ANITA LOOS

Claro que, entre las anécdotas sobre los gustos del rey, sobresale sin duda la relatada por Anita Loos.

Nacida en San Francisco, California, en 1893, esta niña prodigio del cine empezó a escribir guiones a los doce años; más tarde pasó a ser guionista del legendario D. W. Griffith y del no menos célebre Douglas Fairbanks.

Entre sus trabajos más conocidos se encuentran los guiones de películas ya míticas en la historia del cine universal como Intolerancia, Red Headed Woman, Saratoga o San Francisco. Aunque fue en 1925 cuando escribió el libro que la hizo más popular: Los caballeros las prefieren rubias… y su secuela Pero se casan con las morenas. Obra ensalzada por personajes tan variopintos como Winston Churchill, James Joyce o el filósofo Georges Santayana, y convertida en uno de los primeros best sellers en Estados Unidos, traducido a trece idiomas.

Durante su agitada vida, esta mujer menuda de apenas metro cuarenta y cinco de estatura, registró en su agenda personal sus citas y compromisos de cada día.

Pasó más de dieciocho años en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer como guionista, mientras en la vida real se divertía con personajes como Greta Garbo, Aldous Huxley, Clark Gable, Raquel Meller, William Randolph Hearst y el ya citado Douglas Fairbanks, simplemente Doug para sus amigos.

La agenda de Anita Loos fue el germen de la segunda parte de sus memorias, tituladas Kiss Hollywood Good-by en su versión original (Adiós a Hollywood con un beso, en castellano) y publicadas en Estados Unidos en 1974; memorias en las que alude, y no precisamente de modo ejemplar, al gran protagonista de este capítulo: Alfonso XIII.

El pasaje referido al monarca fue suprimido por la censura en su primera edición en España, publicada por la editorial Noguer en el ocaso del franquismo. Pero en junio de 1988, ya en plena democracia, la editorial Tusquets publicó íntegra la versión original.

¿Qué oculta verdad revelaba Anita Loos sobre Alfonso XIII?

Recordemos tan sólo que Alfonso XIII y Douglas Fairbanks eran viejos conocidos. El monarca coincidía con el artista norteamericano todos los veranos en Cannes, la capital de los reyes y millonarios de todo el mundo. Allí bebían, frecuentaban clubes nocturnos y jugaban a la ruleta en el casino.

Otras veces, el rey cenaba en la intimidad con una bella dama, surcaba el mar a bordo de un suntuoso yate, o acudía a una de esas fiestas exclusivas que simbolizaban el lujo y refinamiento de la época.

En la Riviera y en la Costa Azul, Alfonso XIII se convertía así en un bon vivant entregado a sus más bajas pasiones.

Años después, destronado ya, el mismo Fairbanks le invitó a pasar unos días en su lujosa mansión. ¿Qué sucedió entonces?

La propia Anita Loos, fascinada de pequeña por el apuesto monarca español, desentrañaba así el misterio: «Recordaba que, cuando era niña, mi héroe romántico había sido el juvenil rey de España, Alfonso. Pero (aunque derrocado y convertido en ex rey) Alfonso había sido no hacía mucho huésped de Doug Fairbanks. Y cuando Doug le preguntó si había alguna estrella de cine en particular que Su Majestad desease conocer, éste respondió animadamente: “Fatty Arbuckle”. ¡Fatty! Que había perdido prestigio hasta en Hollywood por haber causado la muerte de la pequeña y alegre Virginia Rappe cuando ésta trataba de defenderse de sus nada ortodoxos hábitos sexuales».

Anita Loos aludía así al escándalo suscitado en su día por Roscoe Conkling Arbuckle, apodado Fatty Arbuckle, el actor mejor pagado del cine mudo de entonces, colaborador de Charles Chaplin, Mabel Normand, Ford Sterling o Buster Keaton en la producción e interpretación de filmes memorables.

De Keaton, sin ir más lejos, llegó a ser íntimo amigo, fichándole para Comique, su propia compañía creada en 1917.

Sin embargo, su buena estrella en el cine se apagó un día para siempre. Sucedió en la festividad del trabajo de 1921, en la ciudad de San Francisco, durante una fiesta nocturna para celebrar la millonaria renovación de su contrato con la Paramount.

Fatty Arbuckle alquiló tres suites en el hotel St. Francis, retirándose ebrio a una de ellas en compañía de Virginia Rappe, compañera sentimental del director Ford Sterling, con quien el propio Arbuckle trabajaba.

Al cabo de un rato, Fatty abandonó la habitación. Más tarde, las amigas de Virginia Rappe descubrieron el cuerpo desnudo de ésta tendido sobre la cama.

La actriz fue trasladada de inmediato al hospital Pine Street, donde falleció días después de una peritonitis causada por la violación.

Fatty Arbuckle fue acusado de violador y su prestigio en Hollywood se derrumbó como un castillo de naipes.

Anita Loos relataba así el desenlace de aquella conversación entre Fairbanks y Alfonso XIII: «Pero cuando Doug le mencionó aquel escándalo, Alfonso replicó: “¡Qué injusticia! Eso le podría haber pasado a cualquiera de nosotros”».

No es extraño que Anita Loos concluyese aquel lamentable episodio de forma tan elocuente: «Yo no veía mucha cultura en que un rey quisiera asociarse con Fatty Arbuckle».

¿Por qué iba a mentir Anita Loos sobre un asunto tan repulsivo?