El chantaje

El 25 de noviembre de 1885 se destapó la caja de los truenos en palacio.

Aquel infausto día murió el rey Alfonso XII, minado por la tuberculosis, a raíz de una más que probable enfermedad venérea.

Para ninguno de sus íntimos era un secreto que Alfonso XII, igual que su abuelo Fernando VII, tenía su propia camarilla de vividores de la época que le reían las gracias, acompañándole en sus continuas conquistas; entre ellos, jamás faltaban Julio Benalúa, Vicente Bertrán de Lis, y los duques de Tamames y de Sesto.

Cuando todo acabó, los doctores Alonso Rubio, Santero y García Camisón suscribieron el siguiente dictamen, hurtado en su día para ocultar la verdadera causa de la muerte del soberano:

Los infrascritos, doctores de la Facultad de Medicina, han reconocido en el día de hoy a S. M. el Rey; y después de tener en cuenta todos los antecedentes de la enfermedad y apreciados, además, los síntomas que ofrece al presente, consideran que la enfermedad que en la actualidad padece es una tuberculosis aguda, que pone al augusto enfermo en grave peligro. Real Sitio de El Pardo, a 24 de noviembre de 1885.

Al día siguiente falleció el monarca, a quien sólo faltaban tres días para cumplir veintiocho años.

Su hermana Eulalia sentenció: «Es un golpe tan atroz que todos nos hemos quedado como estatuas».

Concluida la agonía, Eulalia estaba tan nerviosa y afligida que fue incapaz de sostener la pluma en su mano. Rogó pues a su tía, la duquesa de Montpensier, que escribiera a Paz todo lo que ella le iba dictando.

La desconocida carta, fechada el 26 de noviembre, dos días después de la muerte de Alfonso XII, nos ha dejado el testimonio más sobrecogedor de las últimas horas de vida del monarca. Probablemente Paz no pudo leerla entonces, dado que el mismo día 26 había partido con su marido, Luis Fernando de Baviera, en tren desde su palacio muniqués hacia París.

La víspera había recibido ella un telegrama de su hermana pequeña, presagiando el desenlace fatal: «Alfonso, peor. Estamos todos en El Pardo. Eulalia».

Uno de los más crudos fragmentos de esa carta de Eulalia, exhumada de la Real Biblioteca, dice así:

No quería parar de hablar [el rey], quería tener a alguien para seguir la conversación; le dije: «Camisón [su médico, Laureano García Camisón] me ha encargado te pida no hables porque te cansa». Me contestó: «Si te vas y no me dejas contarte las cosas, diré versos». Esta idea me espantó; era una manía el no estar callado cuando no podía hablar, y de cuando en cuando decía: «Estoy muy bien, hablo muy bien».

El día y la tarde la pasamos en el cuarto de al lado y entrando alguna vez que otra. A las siete creímos lo mejor para no alarmarle decirle que aunque Crista quería quedarse [la reina María Cristina], nos íbamos los demás a Madrid y volveríamos al día siguiente. También se lo creyó y se despidió. Por supuesto, ni siquiera nos acostamos. No tengo más que decirte que hasta hoy ni me he lavado ni me he peinado. La venida del día se hace eterna. Tuvo dos o tres amagos de disnea, pero se le cortaron. Crista estaba en el cuarto y fue la que avisó porque después de calmarse de los ataques le dijo Alfonso: «Dame un beso, me voy a dormir».

Ella notó algo raro en la respiración y le dijo a la criada: «Abra V. la ventana para verle la cara». Al haber hecho apagar la luz, se la vio, comprendió lo que era y llamó. Eran las ocho y cuarto cuando a la voz del criado «¡El rey se muere!», entramos todos; ya no conocía y era tan cadáver como hoy… Nos quedamos mudos. Le besamos la mano y salimos.

«¡MIS HIJOS!, ¡MIS HIJOS!»

Ante el inminente final, Alfonso XII hablaba, paradójicamente, por los codos. «Era una manía el no estar callado», aseguraba Eulalia.

¿Escuchó acaso la infanta, entre semejante locuacidad, los encendidos lamentos de su hermano que otros, menos olvidadizos o más atentos que ella, sí pudieron advertir aquellos días en la regia alcoba del palacio de El Pardo?

Si ella los percibió, ¿calló entonces por deber de discreción, como hizo luego con tantos otros episodios de sus desmemoriados recuerdos?

Según varios testigos, el monarca exclamó horrorizado, en sus contados momentos de lucidez: «¡Mis hijos!, ¡mis hijos!… ¡Qué conflicto!, ¡qué conflicto!».

¿A quiénes requería así Alfonso XII, en su lecho de muerte, como si presintiese una especie de apocalipsis familiar?

Su muerte permitió revelar un gran secreto: el monarca había asegurado su vida al suscribir, en febrero del año anterior, una póliza con la compañía La Previsión, de Barcelona, por importe de 500.000 pesetas.

Pero no era éste su mayor sigilo, no; el rey había aludido, mientras encaraba la muerte, a otro secreto inconfesable en vida. Entre amagos de disnea, Alfonso XII evocó de repente a sus dos hijos bastardos, lamentando el incierto futuro que les aguardaba si la parca le impedía al final incluirlos en su testamento, como así sucedió.

¿Quién velaría entonces por las dos indefensas criaturas? Esta incertidumbre le atormentó.

En un solo instante, visualizó así toda una vida.

Añadamos que la «despistada» infanta Eulalia escribiría años después, el 30 de abril de 1926, una carta al mayor de esos niños, llamado Alfonso, como su hermano, en la que le decía: «He albergado siempre la esperanza de que el lazo secreto que nos une conservará siempre sólida nuestra amistad».

Ese niño era su propio sobrino.

LA DIVA

Tenía sólo quince años la primera vez que la vio.

El entonces príncipe Alfonso se hallaba en el Theresianum de Viena, adonde se había trasladado para proseguir sus estudios iniciados en el colegio Stanislás de París.

Fue su propia madre, Isabel II, ante quien ya había cantado Elena Sanz en el palacio de Basilewski, la que convenció a la joven para que visitase luego a su hijo en el Theresianum de Viena, ciudad a la que se dirigía para actuar en el teatro Imperial.

«Hoy vendrá a verme la Elena Sanz», suspiraba el entonces príncipe Alfonso a su madre, en una carta fechada el 19 de diciembre de 1871.

Nada más verla luego, en el colegio, Alfonso se sintió anonadado por aquella exuberante mujer, la cual, para colmo de atracción en un adolescente, era ocho años mayor que él.

La diferencia de edad estimuló aún más la precocidad del príncipe, heredada de su madre Isabel II, como asegura el psiquiatra Enrique Rojas: «En el aspecto sexual, indiscutiblemente, tuvo importancia la herencia materna».

Igual que muchos de sus antepasados, el futuro Alfonso XII tampoco fue un joven normal en este sentido. «En una persona sana y madura —explica Rojas—, la sexualidad no ocupa nunca un primer plano, está siempre en un tercer o cuarto lugar, aparece como algo que pertenece a la propia intimidad, nunca en un lugar destacado, algo que ocurría en el caso del joven Alfonso.»

Dejemos ahora a Benito Pérez Galdós, testigo presencial del primer encuentro de Alfonso y Elena, que relate el romántico episodio:

Ello fue —consignó en sus Episodios Nacionales— que al ir Elenita a despedirse de Su Majestad, pues tenía que partir para Viena, donde se había contratado por no sé qué número de funciones, Isabel II, con aquella bondad efusiva y un tanto candorosa que fue siempre faceta principal de su carácter, le dijo: «¡Ay, hija, qué gusto me das! ¿Con que vas a Viena? ¡Cuánto me alegro! Pues, mira, has de hacer una visita a mi hijo Alfonso, que está, como sabes, en el Colegio Teresiano. ¿Lo harás, hija mía?». La contestación de la gentil artista fácilmente se comprende: con mil amores visitaría a Su Alteza; no: a Su Majestad, que desde la abdicación de doña Isabel se tributaban al joven Alfonso honores de rey.

Como testigo de la pintoresca escena, aseguro que la presencia de Elena Sanz en el Colegio Teresiano fue para ella un éxito infinitamente superior a cuantos había logrado en el teatro. Salió la diva de la sala de visitas para retirarse en el momento en que los escolares se solazaban en el patio, por ser la hora del recreo. Vestida con suprema elegancia, la belleza meridional de la insigne española produjo en la turbamulta de muchachos una impresión de estupor: quedáronse algunos admirándola en actitud de éxtasis; otros prorrumpieron en exclamaciones de asombro, de entusiasmo. La etiqueta no podía contenerles. ¿Qué mujer era aquélla? ¿De dónde había salido tal divinidad? ¡Qué ojos de fuego, qué boca rebosante de gracia, qué tez, qué cuerpo, qué lozanas curvas, qué ademán señoril, qué voz melodiosa!

En tanto, el joven Alfonso, pálido y confuso, no podía ocultar la profunda emoción que sentía frente a su hechicera compatriota… [Al partir Elena Sanz] las bromas picantes y las felicitaciones ardorosas de «los Teresianos» a su regio compañero quedaron en la mente del hijo de Isabel II como sensación dulcísima que jamás había de borrarse.

EL REENCUENTRO

Casi seis años después del flechazo, el 4 de octubre de 1877, siendo ya rey, Alfonso XII volvió a ver a su idolatrada Elena Sanz Martínez de Arrizala en el Teatro Real de Madrid.

En esta nueva ocasión, el tenor roncalés Julián Gayarre cantaba la ópera La favorita, de Donizetti. Y, casualidades de la vida, la protagonista era precisamente la favorita del rey en la vida real: Elena Sanz, emparentada con el político Martín Belda, que llegaría a ser marqués de Cabra, pues su padre era primo de éste.

Transfigurada en el papel de doña Leonor de Guzmán, favorita del rey Alfonso XI y madre del bastardo Enrique, conde de Trastámara, más tarde primer rey de esta casa, Elena Sanz cautivó al público con su primera interpretación en el Real, a la que siguió su encarnación en el muchacho Maffeo Orsini, en Lucrecia Borgia, donde la musa del rey bordó el racconto del primer acto y el brindis del tercero.

Al término de las actuaciones, Alfonso XII se apresuró a reclamar la presencia de Elena Sanz en los salones que formaban el conjunto de su palco en la ópera, a modo de palacio en miniatura. Constaban aquéllos de una gran habitación de descanso, compuesta a su vez de una sala y de dos gabinetes laterales, con salida a una terraza, la cual coronaba el pórtico.

La habitación central estaba forrada de fino papel en tono barquillo, un gabinete punzó y otro celeste y blanco con medias cañas doradas, grandes espejos, arañas de cristal tallado y muebles tapizados de seda. Una cálida chimenea de mármol de Granada, labrada por el escultor Manuel Moreno, presidía la estancia donde Alfonso y Elena pasaron solos inolvidables momentos. Los techos de estilo Renacimiento, pintados por Llop, acompañaban a la pareja con sus lindas escenas de ninfas, musas y amorcillos. En un gran medallón del centro, Flora, fiel reminiscencia de la propia Elena, representaba el genio de la juventud y la hermosura, repartiendo sus dones rodeada de Artes, Letras y Emblemas de España.

A esas alturas, Alfonso XII ya había puesto de moda entre la sociedad madrileña dos viejas costumbres adquiridas durante su estancia en el Theresianum de Viena: la adopción de las «teresianas», copia de los gorros que él llevaba en su adolescencia en aquel colegio; y las características «patillas alfonsinas» que el joven monarca había copiado de las que adornaban el rostro austero del emperador austríaco Francisco José. De esa misma guisa cayó rendida Elena Sanz a sus reales pies.

Pero llegar hasta allí no fue tarea fácil para la amante del rey.

TALENTO Y ESFUERZO

Nacida en Castellón de la Plana, el 15 de diciembre de 1849, Elena Armanda Nicolasa Sanz Martínez de Arrizala Carbonell y Luna había sido educada con su hermana Dolores en el Colegio de las Niñas de Leganés, donde entró con sólo diez años para aprender canto y formar parte del coro.

El colegio se hallaba bajo el patronazgo del marqués de Leganés, más conocido por sus otros títulos de duque de Sesto y marqués de Alcañices.

El centro benéfico ocupaba un discreto edificio en la calle de la Reina, situado a la derecha según se descendía por la calle del Clavel a la de San Jorge. En un palacete de la misma calle de la Reina había residido de niño, con sus padres, el célebre escritor francés Victor Hugo durante la invasión napoleónica; no en vano su padre era uno de los generales más distinguidos del rey intruso, José Bonaparte.

Muy pronto, Elenita destacó entre sus compañeras de coro por su increíble voz mientras entonaba motetes, misereres y otras piezas religiosas propias de Semana Santa.

Empezó a ser conocida como «la niña de Leganés», incluso después de abandonar el colegio, en 1866. Con apenas diecisiete años, muchas familias aristocráticas se la disputaban ya para gozar de su canto en reuniones y tertulias.

Nunca el conde de Romanones, testigo directo del romance regio, tuvo tanta razón al afirmar que «los reyes atraen como el imán al hierro al elemento femenino, y las mujeres acuden a ellos como las mariposas a la luz».

Enseguida se convirtió en discípula del profesor de música del Real Conservatorio, Baltasar Saldoni, y el tenor Enrico Tamberlik le pronosticó una fulgurante carrera.

Tamberlik fue precisamente quien la recomendó que viajase a París, inscribiéndola en el teatro Chambery, donde representó en 1868 el papel de Azucena en El Trovador.

Tres años después, le sorprendieron allí los caóticos días de la Commune, entre los meses de marzo y mayo de 1871. Pero Elena no se arredró, sintiéndose llamada a los lugares de mayor peligro y, a despecho de la metralla de las fuerzas de MacMahon, recogió y curó heridos, rozando así el heroísmo como protectora de la desgracia ajena.

Enterada de su reputación y después de oírla cantar, la reina Isabel II le dispensó todo su amparo, haciendo posible que viajara a Italia para perfeccionar sus estudios y labrarse un prometedor futuro en la ópera.

Elena se convirtió así en una asidua cantante en la Scala de Milán, junto a Julián Gayarre, alcanzando sonoro renombre por sus interpretaciones en La favorita, Un ballo di maschera y Carlos V, de Halévy.

Al mismo tiempo, se embarcó en giras por todo el mundo, acompañando a Gayarre por los escenarios de Argentina y Brasil, así como a Adelina Patti en los de San Petersburgo, donde actuó ante el mismísimo zar de Rusia.

En 1876, la tiple había sido contratada ya en la Ópera de París por dos temporadas, añadiendo a su elenco otros dos soberbios papeles en Rigoletto y Tristán e Isolda.

La reina Isabel II la recibió con su efusión más cariñosa en el palacio de Basilewski; la convidó a comer, llevándola luego en su coche a los paseos por el Bois. Para que la oyeran cantar, invitó en repetidas soirées a sus amigas, entre las cuales estaba la célebre soprano Ana de Lagrange, tan querida del público madrileño.

Pero Isabel II, además de adorar el canto, lo predicaba ella misma con su discutible ejemplo…

LOS PINITOS DE LA REINA

Pocos saben que la madre de Alfonso XII se erigía a veces en protagonista de algunas óperas en su lindo teatrito privado, transformándose en una mediocre heroína de Cimarosa, de Mercadante y hasta de Rossini.

Isabel II había heredado de su madre, la reina María Cristina, una voz de andar por casa. Sólo que mientras esta última exhibió siempre el timbre característico de las mezzosoprano, la hija lució en cambio una discreta voz de tiple ligera.

Su maestro de canto, el paciente Francisco Frontera de Valldemosa, sufrió lo indecible para educar la rebelde voz de la reina, la cual desafinaba más de lo permitido. Aunque para los cortesanos que la escuchaban serviles en su teatrito, la soberana había sido dotada por la Providencia de un talento inigualable. Isabel II nombró cantante de su cámara a la gran Manuela Oreiro de Lema en 1849, que interpretó para ella, en la intimidad de palacio, las óperas Ildegonda y La conquista de Granada, ambas de Arrieta; además de Luisa Miller, de Verdi, y la Straniera, de Bellini.

La reina disfrutaba también de lo lindo caracterizándose de heroína junto a la Oreiro y a otros afamados artistas de su tiempo, como la contralto Sofía Vela; el tenor Lázaro Puig, marqués de Gaona; el barítono Adolfo de Gironella, o el bajo de la Real Capilla, Joaquín Reguer.

Los preparativos de estas actuaciones privadas eran más importantes incluso que las representaciones mismas. Para la Oreiro, así como para el resto del reducido elenco de la compañía, constituía un gran honor alternar en el escenario con la mismísima reina de España, que siempre se mostró agradable y atenta con sus colegas de reparto.

El teatro de la reina tenía segundas partes, generosos coros y nutrida orquesta. Todo ello bajo la genial batuta de Valldemosa, que también dirigió muchas de las funciones celebradas en el Liceo Artístico y Literario.

Pero además de su pequeño teatro de palacio, la reina impulsó la construcción del nuevo Teatro Real donde Elena Sanz cosechó algunos de sus principales triunfos.

Gracias a su regia contribución, el 7 de mayo de 1850 el conde de San Luis cursó la siguiente orden para Antonio López Aguado y Custodio Moreno, encargados de dirigir las obras del nuevo teatro:

Ministerio de la Gobernación del Reino.

Decidida S. M. la reina a que la capital de la Monarquía no carezca por más tiempo de un coliseo digno de la corte, he tenido a bien mandar que se proceda inmediatamente a terminar las obras del Teatro de Oriente, bajo los planos que se hallan aprobados.

Siendo usted el autor de éstos, y el que ha dirigido una gran parte de las obras que se hallan hechas en el expresado teatro, ha tenido a bien mandar S. M. que usted se encargue de llevar a cabo el proyecto, a cuyo fin se dictarán por ese Ministerio las disposiciones oportunas.

El 10 de octubre de ese mismo año, Isabel II inauguró el Teatro Real.

Las carrozas y carretelas ricamente forradas se estacionaron a la entrada de coches aquella noche solemne. Los palafreneros y postillones trataron de ordenar el brillante cortejo de aristócratas y potentados que acudían a contemplar la nueva maravilla. En las rojas butacas de terciopelo, en los palcos aislados por medio de tabiques, todo el mundo aguardaba con impaciencia la llegada de la familia real, que ocupó el palco central cuajado de frutas, hojas y floraciones de talla, cuyas esbeltas columnas soportaban, estoicas, los pabellones de terciopelo carmesí con adornos dorados.

A la aclamada irrupción de Isabel II y Francisco de Asís, la orquesta tocó la «Marcha Real». Detrás de los monarcas se alinea ron los mantos, diademas, bandas, uniformes y pecheras relumbrantes del séquito palatino.

Veintisiete años después de aquella noche inaugural, Elena Sanz pisó aquel mismo escenario, convertida en favorita del monarca en la ficción y en la realidad.

Isabel II la admiraba y ayudó a que llegase lo más lejos que pudo. Ella misma convenció a Teodoro Robles, empresario del Teatro Real y gentilhombre de su cámara, para que contratase a la amante de su hijo. Robles obedeció sin rechistar.

Pero en 1878, tras dos años repletos de éxitos, toda la rutilante carrera de Elenita se apagó. Tenía sólo veintinueve años y, ante ella, el más incierto futuro.

LA OTRA FAMILIA

En abril de 1879, Alfonso regaló a Elena un retrato suyo vestido de almirante, dedicado así:

Cuando mandaba la escuadra blindada, querida Elena, todas las brújulas marinas sentían distinta desviación según la proximidad de los metales que cubrían mi férrea casa; si allí hubieses estado tú, tus ojos las hubieran vuelto todas hacia ellos, como han inclinado el corazón de tu Alfonso.

Alfonso XII exigió a Elena que se retirase de los escenarios y guardase silencio; a cambio, la instaló en un pisito luminoso de la antigua Cuesta del Carnero, hoy calle de Goya, esquina con Castellana, donde la visitaba con frecuencia, entregándose a ella con verdadera devoción.

Como era natural, con semejante ímpetu sensual el retoño no tardó en llegar: el 28 de enero de 1880 nació, en el número 99 de la avenida de los Campos Elíseos de París, el primer hijo de la favorita y el rey, bautizado en la parroquia Lo Honoré como Alfonso Enrique Luis María Sanz y Martínez de Arrizala.

El primogénito bastardo del rey llevaba así el mismo nombre que su padre y hubiese podido reinar igual que él de no haber sido por el destino, que permitió en cambio hacerlo, con el numeral trece, al hijo póstumo y legítimo del monarca.

El diario La Publicidad se hizo eco del natalicio de forma enigmática: «Hace unos días, la señorita X dio a luz en París un niño. Se asegura que el acta de nacimiento, hecha en presencia de un embajador, se ha redactado de forma que el recién nacido sería llamado a recoger la sucesión al trono».

La pareja tuvo al año siguiente otro hijo varón, llamado Fernando. Precisamente el mismo nombre que Alfonso XII imploró a su esposa María Cristina, en su lecho de muerte, que pusiera al hijo que ésta llevaba ya en las entrañas, para que no se llamase Alfonso. Por nada del mundo quería el supersticioso monarca que su hijo reinase con el numeral trece; pero la reina, influenciada por los ministros de la Corona, le desobedeció.

La noticia del alumbramiento de Alfonso Sanz estremeció de dolor, y sobre todo de celos, a María Cristina, incapaz hasta entonces de alumbrar al ansiado varón que sucediese a su esposo en el trono de España. La reina daría a luz a dos niñas seguidas, las infantas María de las Mercedes y María Teresa.

Pero la ausencia de un varón inquietaba a muchos, empezando por los propios monarcas. Algunos arbitristas de la eugenesia se dirigieron al rey para darle consejos que asegurasen con un varón la sucesión en la Corona. Uno de ellos era británico, de nombre Albert Byron Hansford, el cual escribió al monarca desde Altor Hampshire el 23 de septiembre de 1880, veinte días después del nacimiento de la infanta Mercedes, afirmando que si seguía sus instrucciones tendría un hijo tan seguro como que el sol resplandecía en el cielo.

El 30 de septiembre envió otra carta Victor Advielle, residente en París, en la calle de Puente de Lodi número 1, en la cual se mostraba mucho más difuso y ceremonioso que el inglés y, desde luego, más osado, pues pedía al rey una condecoración en pago de su receta.

Otro ciudadano italiano, Alberto Leone, escribía desde Mesina, dando como señas la lista de Correos, como si fuese un hombre sin domicilio o sencillamente un vagabundo. Leone animaba a los reyes a participar con otros matrimonios en un experimento de fertilidad.

Finalmente Von Bernay, de Friburgo, en Baden, y Kristian Siegmann, natural de Heidhausen, cerca de Werden, en el Rin, recomendaban a la regia pareja que copulase antes de la medianoche por ser, en su opinión, mucho más eficaz.

En cualquier caso, todos ellos coincidían en que la reina, para bien de la dinastía, debía acostarse del lado derecho.

Entre tanto, humillada en su amor propio de esposa y de reina, María Cristina presionó al presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, para que expulsase a Elena Sanz de España, donde acababa de instalarse de nuevo con su primogénito.

Los deseos de la reina se cumplieron y la antigua cantante regresó a París con su retoño, al que matriculó luego en un colegio religioso. Finalmente, ella volvió a Madrid para residir esta vez en un palacete en la confluencia de las calles de Alcalá y Jorge Juan.

Advirtamos que el pequeño Alfonso (de Borbón) Sanz fue concebido durante la viudez del monarca, tras la muerte prematura de la reina María de las Mercedes; si bien nació cuando Alfonso XII ya estaba casado en segundas nupcias con María Cristina.

MUJERIEGO EMPEDERNIDO

De todas formas, eso no impidió al monarca compartir a su esposa y a la favorita con otra de sus amantes, Adelina Borghi, apodada «la Biondina» por su rubia melena, que también era contralto y cantante en el Teatro Real antes de ser expulsada de España para evitar un nuevo escándalo.

Curiosamente, la Biondina se hizo muy popular con su interpretación del paje Urbano de la ópera Los Miserables, obra que había sustituido a La favorita en el madrileño Teatro Real.

Pero fuera del escenario, en el palco regio donde la reina María Cristina presenciaba la ópera, se vivió un drama silencioso más conmovedor aún que la desgarradora exclamación de Massini «¡Oh, terrible tormento!».

La patética expresión de la soberana, cohibida por las crueles miradas de los espectadores mientras la Biondina regía el proscenio, pudo figurar también en los anales operísticos.

El propio Romanones revivía así aquel trance:

La reina asistía todas las noches a la función Real. Se necesitaría la pluma de un Stendhal para describir el combate silencioso que se libraba a diario en el palco regio, lucha ante todo de la mujer consigo mismo, la más dura que puede mantenerse; nada se traslucía al exterior, porque los celos suponen conceder cierta beligerancia a la amante, y esto no lo podía otorgar la soberana. Con ímprobo esfuerzo sujetaba las lágrimas y se mantenía serena e indiferente; de tal modo lograba su propósito, que nadie percibía en su rostro cuanto acontecía en el fondo de su alma. Se daba cabal cuenta de la existencia de su desdicha, pues, además de lo que sus ojos veían, a menudo llegaban a sus manos reveladores de los más íntimos detalles y llegaban por caminos insospechados; un libro podría escribirse sobre los anónimos en palacio; entonces, después y hasta la última hora no dejaron de encontrarse sobre la mesa de los reyes.

Hasta tal punto trascendieron los anónimos rumores que Cánovas, presionado por María Cristina, ordenó al gobernador Elduayen que expulsase a la contralto de Madrid. El propio Elduayen llevó a la Biondina en su coche oficial, acompañándola luego a pie hasta el mismo vagón del expreso que salía para Francia.

Aun así, dos años después volvió a verse al paje Urbano danzar por el escenario del Teatro Real; señal de que el idilio prohibido proseguía hasta poco antes de la muerte del rey.

Alfonso XII, como su madre, era insaciable en el amor. En la Real Academia de la Historia se conserva una prueba elocuente: la carta de Mariano Roca de Togores, marqués de Molins y embajador en París tras la Restauración, al propio Cánovas del Castillo.

Molins da cuenta en esa epístola, fechada el 3 de diciembre de 1877, de la grave confesión que hizo la reina Isabel II, molesta sin duda por el casamiento de su hijo con la hija de su odiado duque de Montpensier, sobre la disipada vida de Alfonso XII:

Dice aquella persona [la reina madre] que no sabe por qué a ella se le exige la continencia, cuando el novio [Alfonso XII] tiene éstas y las otras, y aquí los nombres, y que ha estipulado la continuación de N., y volvió a nombrarla, en su servidumbre de casado.

La carta pone así de manifiesto que, en pleno idilio con María de las Mercedes, y sólo un mes antes de casarse con ella, el joven rey no sólo «tenía a éstas y las otras», sino que se proponía introducir a una de ellas en su servicio íntimo tras su boda.

LAS CARTAS ÍNTIMAS

Pero Elena siempre fue especial para él.

Entre otras cosas, porque le dio dos hijos varones, Alfonso y Fernando Sanz y Martínez de Arrizala, el segundo de los cuales, a diferencia del primero, sí fue concebido mientras el monarca estaba casado con María Cristina.

La mejor prueba de ello es la fecha de nacimiento de Fernando Sanz que figura inscrita en el Registro Civil de Buenavista: 25 de febrero de 1881.

Su madre no cautivó sólo al rey. El ex jefe del Gobierno de la Primera República, Emilio Castelar, quedó impresionado al conocerla:

Quien haya visto en su vida a Elena Sanz —escribió— no podrá olvidarla nunca. La color morena, los labios rojos, la dentadura muy blanca, la cabellera negra y reluciente como el azabache, la nariz remangada y abierta con una voluptuosidad infinita, el cuello carnoso y torneado a maravilla, la frente amplia, como de una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor.

Incluso Pérez Galdós dedicó a la musa un espacio de honor en sus célebres Episodios Nacionales:

Moza espléndida, admirablemente dotada por la Naturaleza en todo lo que atañe al recreo de los ojos, completando así lo que Dios le había dado para goce y encanto de los oídos.

Tampoco Julián Cortés Cavanillas, biógrafo de Alfonso XII, escatimó piropos a la cantante:

Elena Sanz era el tipo representativo de la «buena mujer» de aquella época. Muy alta, con todas las curvas necesarias y perfectas para demostrar la hermosura integral, con ojos grandes y oscuros, bien sombreados por abundantes y largas pestañas, y con labios abultados y sanguíneos, propios de los temperamentos ardientes, enamoraba por estas gracias tanto como por su voz, modulada y exquisita, y por la elegancia de su rico atuendo «a la última» de París. Si a tantas cualidades físicas y artísticas se añade su natural bondadoso y su limpio concepto de la caridad y de la abnegación, no es difícil comprender que la famosa Elena despertara grandes pasiones en todos los lugares donde su presencia dejaba un recuerdo inolvidable.

Pero ninguno de estos requiebros, provenientes de tres hombres que ya lo habían visto casi todo, podía compararse con las cartas íntimas que escribió Alfonso XII a su amada; cartas que comprometían seriamente su reputación de hombre casado, por muy rey que él fuese.

En ellas, Alfonso XII suspiraba, rendido, ante su diva: «Tú estás que te hubiera comido a besos y me pusiste Dios sabe cómo…».

También ejercía de padre sin recato alguno, interesándose por «los nenes» y preguntando a su madre, coloquialmente, si necesitaba más «guita».

Media docena de copias de esas cartas me las mostró Balansó, en su casa, una tarde de septiembre de 1995, antes de transcribirlas en su libro Trío de príncipes.

El propio señor Cobián, abogado defensor de la familia real en el pleito de filiación presentado por los hijos de Elena Sanz, tuvo en sus manos algunas de esas cartas que, a su juicio, no probaban que Alfonso XII fuese padre de Alfonso y Fernando Sanz. «En estas cartas —aseguraba Cobián— aparece desbordada toda la espontaneidad de quien las escribiera. Leyéndolas se adquiere la certidumbre de que jamás pensó en que pudieran conservarse para fines interesados. Seguro de la lealtad ajena, mostró su autor la ingenuidad propia, diciendo cuanto le plugo, cuanto sintió, cuanto ideó, sin reservas, sin temores, sin presión ni cautela alguna. Y a pesar de esto al hablar de “los nenes” ni una sola vez los titula sus hijos. No hay en ellas la más leve indicación de que lo fueran.»

Pero, dijera lo que dijese Cobián, no hace falta ser un lince para adivinar que a quienes llamaba el rey con gran afecto «los nenes» eran sus propios hijos.

El letrado negó además la autenticidad de toda esa correspondencia. Pero si era falsa, ¿a cuento de qué iba la Casa Real a pagar por ella 750.000 pesetas de entonces, equivalentes en la actualidad a más de 2,7 millones de euros, para que no se publicara?

Veamos todos esos increíbles billetes amorosos que hoy conserva, como el más preciado tesoro, la nieta de su regio autor, María Luisa Sanz de Limantour:

Idolatrada Elena:

Cada momento te quiero más y deseo verte, aunque esto no es posible en estos días. No tienes idea del recuerdo que dejaste en mí. Cuenta conmigo para todo. No te he escrito por falta de tiempo. Dime si necesitas «guita» y cuánta. A los nenes un beso de tu

ALFONSO

Elena mía:

Qué retratos y cómo te los agradezco. El chico hace bien en agarrarse lo mejor que tiene y por eso me parece le va a gustar tocar la campanilla… Tú estás que te hubiera comido a besos y me pusiste Dios sabe cómo…

Daría cualquier cosa para veros. Mas no es posible.

ALFONSO

Idolatrada:

Perdona si no soy siempre gentil; si anoche te hice tanto sufrir. En el pecado llevo la penitencia, pues varias veces me he despertado pensando en ti y lleno de remordimientos. De diez menos cuarto a diez y media te verá con sumo gusto mañana domingo

TU ALFONSO

Idolatrada Elena:

Mucho gusto he tenido en verte todos estos días en las funciones y siempre que puedo te miro y se me van los ojos tras de ti y tras de ellos. Mi corazón y mis sentidos.

Ayer te vi en tu ventana.

Mil besos de tu invariable,

A.

Elena mía:

Mil gracias por tu billete de ayer y cuanto me dices. Mucho sentí no poderte ver anoche, y aún más triste estoy ante la idea de que te hayas enfriado conmigo.

Otra vez haremos aún más, y así sudarás y no hay enfriamiento posible.

Tuyo de corazón,

A.

LA HERENCIA

La inesperada muerte de Alfonso XII, con tan sólo veintisiete años, le impidió dejar atada su última voluntad.

El monarca falleció así angustiado por el incierto porvenir de sus «otros hijos», abandonados en manos de la Providencia.

Excluidos de su testamento, Alfonso y Fernando Sanz no se beneficiaron de la póliza de seguro contratada por su padre con La Previsión por valor de 500.000 pesetas, equivalentes en la actualidad a más de 1,8 millones de euros.

Quedó estipulado que el dinero debía satisfacerse a los veinte años de la firma del contrato, o inmediatamente después de la muerte del regio asegurado, como así sucedió.

Sin ser boyante la situación económica de Alfonso XII, tampoco podía considerarse desesperada, como se la calificó en el debate parlamentario sobre la lista civil del monarca.

De hecho, éste legó a su hijo Alfonso XIII la cantidad de 1.313.902 pesetas, equivalentes en la actualidad a más de 4,5 millones de euros, sobre un capital que a su muerte se elevaba a 6.640.676 pesetas (más de 22,2 millones de euros).

Además, la infanta María Teresa, hermana mayor de Alfonso XIII, nacida sólo tres meses después que su hermano bastardo Alfonso Sanz, fue la gran beneficiada de la póliza de seguro de La Previsión, percibiendo en total 478.155 pesetas (casi 1,8 millones de euros), que en julio de 1887 se invirtieron en valores rusos al 5 por ciento de interés, depositados en el Banco de Inglaterra.

Pero todo ese dinero no era más que migajas de una antigua fortuna, la de los Borbones de España, que Alfonso XII no pudo recomponer en sus diez años de reinado.

Los dispendios de su madre Isabel II tuvieron mucho que ver en la precaria situación económica de la familia real, mantenida en gran parte en el exilio con la generosa ayuda de nobles como el duque de Sesto, además de la financiación ajena que hizo posible la restauración alfonsina.

Prueba de ello es que «la de los tristes destinos» no dejó al morir, el 9 de abril de 1904, otra propiedad que el Palacio de Castilla, adquirido en 1868, cuando a resultas de «la Gloriosa» revolución debió exiliarse en París. Con el producto de su venta se liquidaron numerosas deudas, entregándose donativos y regalos a sus antiguos amigos y servidores.

La propia infanta Eulalia señaló que el testamento de su madre «es un ejemplo de sus desordenadas bondades y de su poco sentido administrativo».

Isabel II las pasó así canutas en sus últimos años de exilio. Sobre su penuria económica hay muchos datos y anécdotas. Cierto día pidió ella al célebre abogado Nicolás Salmerón, ex presidente de la República, que asumiese su defensa ante los tribunales. Salmerón accedió encantado… ¡sin cobrarle ni un duro a la reina!

Agradecida, Isabel II le dedicó al abogado un retrato suyo, enmarcado en plata con perlas y piedras preciosas. El republicano, en un gesto que le honraba, aceptó complacido el retrato, pero devolvió el valioso marco a la soberana.

Años después, se repitió la escena con otro abogado, Manuel Cortina, que cifró sus honorarios en un nuevo retrato firmado de Isabel II. En la dedicatoria, la reina le indicaba, entre otras cosas: «Y, como ves, sin joyas», dejando bien claro que se había hecho retratar sin alhaja alguna.

El propio Alfonso XII, en una de sus cartas íntimas a Elena Sanz, reconocía sus apuros económicos para pasarle a ella y a sus hijos una pensión de 5.000 pesetas mensuales: «Querida Elena: Hasta hoy no te he podido remitir lo que va adjunto porque cerré el mes con deudas y sin un cuarto».

¿Podía ser más explícito?

A la muerte de Alfonso XII, sin un duro tras retirarse de los escenarios por decisión del rey, y a cargo como estaba de sus dos hijos bastardos, Elena urdió un plan para salir de su crítica situación.

EPÍSTOLAS DEL CONFESOR

Antes de nada, recurrió al padre Bonifacio Marín, camarero secreto del papa León XIII y confesor de la reina Isabel II, con quien ya había mantenido contacto epistolar antes de morir Alfonso XII.

Pero la ayuda económica, solicitada a través del confesor, resultó inútil.

Convertida en blanco indefenso de la ira de una mujer despechada, como sin duda era la reina viuda María Cristina, la pobre Elena Sanz dejó de percibir incluso la pensión que le pasaba el rey.

Con razón, Romanones afirmaba: «Doña María Cristina sufría como mujer y como reina; los últimos años de su matrimonio constituyen, si no una tragedia, sí un conflicto de celos de los muy frecuentes en la vida».

Desesperada, Elena Sanz reunió toda la documentación que conservaba sobre su romance con el rey y visitó al abogado republicano Rubén Landa, en París. Landa le puso luego en contacto con otro letrado de mayor renombre: Nicolás Salmerón.

Entre los documentos comprometedores, figuran las cartas autógrafas del padre Bonifacio Marín a Elena Sanz, las cuales señalan al propio sacerdote como intermediario y confidente del romance regio.

En la primera de esas desconocidas cartas, fechada el 4 de abril de 1880, Bonifacio Marín informa a Elena Sanz de que ha cumplido una misión cerca del rey, «habiendo sido recibido y oído con gratitud y amabilidad inexplicables, cuyo júbilo particular le comunico por orden expresa a la par que con toda mi espontaneidad».

El 14 de mayo, el clérigo confirma que Ramiro de la Puente y González Adín, marqués de Altavilla, ha recibido carta de Elena Sanz, lo cual revela que el antiguo amante de Isabel II era también cómplice del amor secreto del hijo.

Escribe así el padre Bonifacio:

R. [se refiere al marqués de Altavilla] ha recibido su última [carta]. Mucho celebro su determinación eficaz sobre el ilustre paciente, pues un fracaso por descuido hubiera sido doblemente sensible… A este fin ha pedido a Su Majestad la Reina que escriba a Su Majestad el Rey, lo cual ha hecho hace días. Si usted pudiera apoyarle por uno u otro medio en su racional y necesaria pretensión, se lo agradecería infinito… Mil besos a los niños.

Alude ya el sacerdote a los dos hijos de Elena Sanz en ese momento, el mayor de los cuales, Jorge, había nacido en 1875 de padre desconocido; el otro, Alfonso, fruto de las relaciones extraconyugales del monarca, vino al mundo meses antes de la epístola del padre Marín. Por último, Fernando, hijo también del rey, aún no había nacido.

De entre la copiosa documentación, destaca una carta de Bonifacio Marín a Elena Sanz, sin fechar, que debió de redactarse en verano de 1882, así como un telegrama cursado por aquél el 14 de diciembre de 1881. Ambos documentos prueban que Isabel II estaba también al corriente de la paternidad de los dos niños, a quienes consideraba sus nietos.

Veamos la carta primero, en la que el prelado informa del próximo viaje de Isabel II a Bayona y de las mil piruetas que se le ocurren para que «los niños» puedan ser presentados por fin a la reina.

Isabel II, por cierto, llama a Elena Sanz «mi nuera ante Dios»; lo cual tampoco resulta extraño pues, como recordará el lector, la propia reina actuó de celestina para que su hijo y Elena se conociesen en Viena, bendiciendo luego esa relación.

Dice así don Bonifacio Marín a Elena Sanz:

Decididamente parte la señora [Isabel II] el veintiuno y pasará por Bayona el veintidós a las doce y diez minutos del día.

Ya tenía convenido su encuentro, pues de otro modo no hubiera hecho yo tal indicación a Vd. [Elena Sanz], porque por nada del mundo le hubiese ofrecido un papel ridículo.

El otro día en la discusión del caso con la señora dijo:

—Necesita mucha prudencia por Cristina [la esposa de Alfonso XII]; pero al fin Elena es mi nuera ante Dios.

Me reí con toda el alma.

Hoy he conferenciado de nuevo y determinado:

  1. Se presenta Vd., Malvina y Dolores, en Bayona a saludar a la señora.
  2. Se retira Vd. o se hace la indiferente y que presenten Malvina o Dolores a los niños como cosa de ellas; para que el Cónsul, los Camposagrado y demás españoles de Bayona no atribuyan a Vd. la cosa.
  3. No suban Vds. ninguna en el tren, porque todos los dichos la acompañarán hasta Biarritz, en donde la esperan otros; por tanto esperan Vds. otro tren o se marchan en coche a Biarritz.

Yo no sabía que esta señora quería y conocía tanto a Malvina, pues hoy lo ha demostrado.

Reservado. La Merced no quiere la presentación de los niños, con pretexto de caridad o amor hacia Vd.; pero es por celos, porque como él tiene, desea para él todos los mimos y que no se coja cariño a otros. La señora y yo queremos y nos basta, pues él no hará poco si no lo despiden por ser cuñado del otro.

Cuando llegue Vd. a Biarritz, telegrafíeme la dirección, para telegrafiarla yo después mi paso, en el que la dejaré el dinero.

No puedo ir el veintiuno; será el treinta o treinta y uno.

¿Cuántas veces ha llorado para escribir su carta? Al menos cuatro.

Lo siento sin sorpresa, porque se lo necesita y sólo a mí puede hacerlo con franqueza extensiva.

Finalmente, este telegrama del sacerdote a Elena Sanz resulta tanto o más elocuente:

Hoy miércoles, a las cinco y media de la tarde, estará Vd. sin falta con ambos niños en Palacio, pues les espera la señora.

Isabel II amaba a los dos nietos ilegítimos que le había dado su hijo Alfonso XII.

EL LACAYO DEL REY

Prudencio Menéndez, servidor fiel de Alfonso XII en palacio, fue cómplice también del romance secreto.

Disponemos de una docena de cartas suyas a Elena Sanz, escritas entre 1879 y 1885 con garrafales faltas de ortografía y de sintaxis, propias de un hombre de su casi nula cultura, pero que constituyen un testimonio de primera mano sobre la «otra familia» de Alfonso XII.

De su lectura se desprende el interés del monarca por el estado de su amante y de sus hijos en cada momento; de esa «otra familia» a la que dejó abandonada, sin quererlo, tras su muerte, pero a la que mantuvo asistida en vida siempre que pudo.

En su primera carta, fechada en La Granja de San Ildefonso el 10 de agosto de 1879, Prudencio Menéndez refiere el accidente que sufrió el rey durante una excursión, poco antes de celebrarse los segundos esponsales regios.

Su coche volcó en el camino de La Granja y el monarca se hizo una fortísima luxación en la mano y brazo derechos, que le impedía escribir. Su ayuda de cámara lo hizo entonces por él, considerando su «primer deber» informar de ello a la favorita para su tranquilidad y para que no diera pábulo a «tantas mentiras como le contarían».

Consciente de la influencia de Elena Sanz sobre el rey, el lacayo le imploraba también: «Le ruego, señora mía, que cuando le escriba le encargue por Dios no haga ningún esfuerzo hasta que la cura esté hecha, pues de hacer ensayos podría quedar mal, dígaselo Vd. por Dios, que a Vd. le hará caso».

En otra carta, datada el 27 de julio de 1880, cuando Alfonsito Sanz contaba tan sólo seis meses, Menéndez aludía así a él: «Celebro mucho esté tan bueno el Señorito y que la distraiga a Vd., que bien lo necesita».

El 19 de diciembre de 1881, nacido ya su hermano Fernando, el ayuda de cámara escribió a su madre: «Dios la protege y conservará en la plenitud de sus facultades por su buen proceder y hermoso corazón, y principalmente para cuidar de los hermosos Ángeles que la rodean… muchos besos a los niños».

El 14 de enero de 1882 volvió a preocuparse por ellos: «Sentí mucho la indisposición de Fernandito y supongo el malísimo rato que Vds. se llevarían y luego los colmillos de Alfonsito, no dudo que habrán pasado malísimos días».

Casi un mes después, el 10 de febrero, cursó recibo de dos cartas de Elena Sanz al monarca, comprometiéndose a remitirle las contestaciones y despidiéndose de ella con «mil besos a los niños».

El 30 de julio, Menéndez confirmó a Elena que había recibido unos retratos de sus hijos para entregárselos al rey de su parte. «Puede usted escribir directamente aquí y yo las mandaré [las cartas para el rey] como hemos quedado conbenidos [sic]», indicó el criado. Y añadió: «El 25 salió [el rey] para Comillas y como Vd. be [sic] me he quedado en este Real Sitio [La Granja]».

A continuación, se interesó por Fernando, lamentando que la estrecha vigilancia en palacio impidiese la fluida comunicación entre ella y el monarca: «Siento mucho la indisposición de Fernandito y espero no sea nada, efecto del calor, los niños tienen mil alternativas. Por no saber las señas, no la he escrito a Vd. antes, sepa Vd. que quiso [el rey] dejarme carta, pero el gendarme no nos dejó ni respirar».

El 9 de septiembre informó del encuentro de Isabel II con Elena Sanz, en Biarritz, al que también aludió el padre Bonifacio Marín: «El veinticinco vino el señor de su expedición y me dijo haberle dicho su madre la havía [sic] visto a Vd. en Biarritz; esto es todo lo que en este tiempo he sabido de Vd.; hoy quedará en su poder la carta y tan pronto tenga contestación se la mandaré a Vd. Nada puedo decirle del tiempo que aún estaremos en ésta [San Ildefonso], yo creo sea hasta fines de éste [septiembre], tan pronto lo sepa se lo diré a Vd. Ruego a Vd. dé mis cariñosos afectos a los niños».

El 18 de diciembre, de regreso en Madrid, Prudencio Menéndez piropeó así a los hijos del rey: «No me extraña que los niños estén tan hermosos, pues siempre lo fueron y dicho está que, cuanto mayores sean, más gusto dará verlos; la ruego a Vd. les dé un beso de mi parte».

Dos años después, el 9 de febrero de 1885, el criado hizo llegar a Elena, de parte del rey, unos regalos para Alfonsito y Fernando: «Los juguetes me los mandó [Alfonso XII] comprar para los niños y se a [sic] alegrado aya [sic] sido de su gusto, también a él le gustaron los regalitos y los retratos, principalmente los que tienen los trages [sic] de terciopelo, lelló [sic] la carta de los niños de felicitación y dijo que Fernandito salía tan aficionado a los caballos como él».

En esa misma epístola, Prudencio Menéndez daba fe de cómo el rey se preocupaba por ella: «Le di a leer la carta que Vd. le escribió y me dijo sentía mucho que estuviese Vd. mala y sufriera Vd. tanto y con tantas contrariedades que le perjudicarían a Vd. para su cura… Hoy día de la fecha entrego a su hermana de Vd. la paga, no se a [sic] podido arreglar antes porque como Vd. sabe siempre andamos sin tiempo para nada… Mis afectos cariñosos a los niños».

Tras agradecer a Elena y a los niños los regalos con motivo de su onomástica, Menéndez confirmó nuevamente, el 12 de mayo, el pago de la mensualidad que también efectuaba el rey a la hermana de su favorita: «Hoy día de la fecha he entregado a su señora hermana la paga que, efecto de mucho jaleo de este mes de elecciones y carreras y pichón, no hemos tenido tiempo ni para comer».

Pocas cartas resultan tan convincentes como éstas. Sus autores, Prudencio Menéndez y Bonifacio Marín, jamás pensaron que algún día, como hoy, verían finalmente la luz.

En ellas, se desvivieron en secreto por Alfonso y Fernando Sanz, alabaron sus progresos, lamentaron sus enfermedades, les enviaron juguetes, pidieron sus retratos… Los trataron, en suma, como lo que realmente eran: hijos del rey.

LA TRIBUNA DE CASTELAR

Del regio romance se hicieron eco muy pronto varios periódicos españoles y extranjeros. Pero de entre la abundancia de artículos, sobresale el que escribió Emilio Castelar, considerado uno de los más elocuentes oradores y prosistas del siglo XIX español, que hoy se conserva con broche dorado en las hemerotecas:

Necesítase para departir de todo esto, suma delicadeza por tratarse de dos damas, las cuales llevan dos coronas, la una de reina, la otra de artista. No rompemos ningún secreto muy guardado y recatadísimo diciendo que un día empeñaron callados litigios más o menos jurídicos e hicieron parciales componendas más o menos privadas la Reina Cristina de Habsburgo y la contralto Elena Sanz de Andalucía. Los objetos a que tales tratos se referían, eran dos niños criados en casa de la cantante y que llevan sendos nombres de regios almanaques: Alfonso y Fernando. Poco se había escrito de ambos en los últimos tiempos, cuando rompe la semana pasada Elena Sanz a hablar en coloquio, con un redactor de periódico francés, delatando al público porfiadas persecuciones y repetidas exigencias, todas ellas imperdonables por tratarse de dos criaturas puestas bajo sus alas y educadas en su mansión de hadas y arpegios.

Castelar describía a continuación una fiesta en la que había oído cantar, extasiado, a Elena Sanz, para arremeter después contra los «matrimonios de Estado» y defender el papel de los bastardos en la historia de la monarquía española:

¡Qué horóscopos del destino! Elena cantaba La Favorita. Su increíble belleza resaltaba en el marco de la escena mucho, pues lo escultórico de aquellas facciones a la verdad estatuarias, permiten apreciarla en su maravilloso conjunto. No creerías leer sabiendo cómo cantó para su estreno en Madrid la Favorita, una biografía de historiadores o una tragedia de poetas antiguos, donde oráculos más o menos sinceros en fórmulas más o menos claras presagian y agorean la suerte del protagonista.

Comprendamos la naturaleza humana y miremos filosóficamente las consecuencias de institución tan absurda como el matrimonio, que sólo debe tener por fundamento las afinidades mutuas del amor convenido entre diplomáticos y embajadores por razón de estado… Pero hechos los matrimonios por razón de estado; dada la consiguiente proximidad y consanguinidad dinástica de los cónyuges; conociendo la costumbre de festejarse los novios regios por medio de cartas y retratos sin conocerse, como de unirse los desposados regios, por medio de Procurador, sin tratarse; no debe, no, maravillarnos que junto a D. Pedro de Castilla esté D. Enrique de Trastámara, que junto a D. Fernando el Católico de Aragón esté D. Juan de Aragón, que junto a D. Felipe II esté el I y grande D. Juan de Austria y junto a D. Carlos II el Juan de Austria último y pequeño; que la Reina María Cristina de Borbón salte por todo y se una en matrimonio con un misérrimo estanquero de Cuenca; pues la naturaleza recobra siempre sus derechos y el amor sella con su igualdad humana la frente de los monarcas… ¿no hay monarquías como la de Portugal, por ejemplo, y dinastías gloriosísimas como las que dieron una Isabel primera y un Manuel el Grande, fundadas por bastardos? Pues que si el hijo de Alfonso VI y la princesa mora sevillana no muere de una desgracia fortuita, ¿quién duda que la sangre de los mahometanos correría por las venas de los monarcas españoles y católicos?

Con Elena Sanz, madre de dos bastardos de Alfonso XII, estaba a punto de repetirse la historia. Máxime cuando el primogénito, Alfonso, había sido concebido durante la viudez de su padre, pudiendo aspirar así a la condición de hijo natural.

Gustase o no, Alfonso era el hijo mayor del monarca y en él habrían recaído los derechos dinásticos si hubiese sido reconocido.

Su hermano Fernando, en cambio, era hijo adulterino, pues su concepción se produjo mientras Alfonso XII estaba casado con María Cristina.

Pero la reina, mucho más tozuda e influyente que su rival Elena Sanz, atenazada además por la envidia y los celos, iba a tratar de impedir que la nueva «Leonor de Guzmán» se saliese al final con la suya.

LOS PAPELES DE SALMERÓN

Sola y desamparada, Elena Sanz acudió al insigne Nicolás Salmerón, por indicación del también letrado Rubén Landa.

Salmerón era entonces un abogado y catedrático de Metafísica de cuarenta y siete años, con una larga y convulsa trayectoria política que le hizo pasar por la cárcel en junio de 1867, a raíz de sus actividades revolucionarias previas a «la Gloriosa» que envió a Isabel II al exilio.

El triunfo de la sublevación le permitió salir de prisión, convirtiéndose en miembro de la Junta Revolucionaria.

El 11 de febrero de 1873, con motivo de la formación del primer gobierno de la Primera República presidido por Estanislao Figueras, Salmerón fue designado ministro de Gracia y Justicia. En los cuatro meses que duró su ministerio, hasta que el nuevo presidente del Gobierno Pi y Margall lo sustituyó por José Fernando González, impulsó el proyecto de separación entre Iglesia y Estado, estableciendo también un sistema penitenciario sujeto al poder judicial.

El 13 de junio, Salmerón fue designado presidente del Congreso de los Diputados, distinguiéndose en la toma de posesión por su encendido discurso favorable a una república federal y a la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley para evitar la lucha de clases.

Con sólo treinta y cinco años, se convirtió en presidente de la República, tras la dimisión de Pi y Margall.

Luego, rivalizó con Castelar hasta el punto de negarle el voto de confianza que necesitaba su gobierno para salvar la República, en enero de 1874.

Fue diputado a Cortes en varias legislaturas, hasta que la Restauración monárquica acabó con su carrera política. Apartado de su cátedra de Metafísica, vivió exiliado en París, donde crecieron luego los dos hijos bastardos de Alfonso XII.

En París, precisamente, estableció contacto Elena Sanz con él.

El 23 de diciembre de 1885, Salmerón escribió a la antigua amante del rey aceptando su defensa y previniéndola de lo que se les avecinaba: «A juzgar —advertía el abogado— por lo que ya han hecho con Vd., no les inspirarán nobles sentimientos, tendrá Vd. que hacer comprender que no está dispuesta a aceptar una merced mezquina, cuando no pide gracia, sino justicia».

Poco después, Salmerón se entrevistó con el intendente de la Real Casa, Fermín Abella. La conversación bastó por sí sola para disparar todas las alarmas en palacio. Abella se la tomó como un chantaje, como explicaba luego el propio Salmerón a Elena Sanz, en una carta del 2 de enero de 1886: «Que la fortuna de Alfonso XII —alegó el intendente, según Salmerón— no era tan considerable como se suponía; que aún no estaba formalizado el inventario y que de arreglar el asunto era conveniente hacerlo pronto y no esperar a ultimar las operaciones del intestado».

Salmerón advirtió a su cliente que la Casa Real pretendía silenciar un posible escándalo, algo habitual en los Borbones de España: «Como las razones que aduje y la lectura que di a algunas de las copias, en esa conferencia, impresionaron profundamente al Sr. A. [Abella], quedó éste en transmitir la pretensión de Vd., mostrándose inclinado a aconsejar que se evite una reclamación ante los Tribunales».

Confiando ciegamente en su abogado, Elena Sanz lo autorizó a que enviase una carta a Fermín Abella con el resumen de todas sus pretensiones.

Fechada el 20 de febrero, la desconocida misiva nos ilustra sobre las condiciones para un posible acuerdo.

Dice así Salmerón al intendente de la Real Casa:

En primer lugar entiendo que debe hacerse un documento privado con el carácter de provisional, en el cual se consigne la obligación recíproca de entregar la una parte todas las cartas con que pudiera pretender demostrar la filiación natural paterna, y la otra la cantidad convenida.

¿No era acaso esa propuesta un vulgar chantaje?

Se trataba, en definitiva, de llegar a un acuerdo para devolver las cartas íntimas de Alfonso XII en poder de Elena Sanz, a cambio de una suma de dinero que permitiese a la madre y a los niños vivir sin problemas durante muchos años.

Salmerón desvelaba otros detalles del posible arreglo:

Para que en ningún caso pueda reproducirse reclamación alguna, ni aun por los menores, se declarará que no existen otras cartas que pudieran servir de prueba a las pretensiones; y a mayor abundamiento, se estipulará que las dos terceras partes por lo menos de la cantidad convenida, se invertirán en inscripciones de Deuda pública a nombre de los dos menores, a fin de que, asegurada la renta que ha de constituir una, aunque módica, decorosa pensión para alimentos, no haya jamás ni remoto temor a que puedan pedirlos los menores en cuyo nombre tanto como en el propio y fundada precisamente en esa concesión, renunciará la madre a toda pretensión de demostrar la paternidad de sus hijos. Al hacerse la entrega recíproca de las cartas y de la cantidad convenida, se otorgará una escritura para dar plena fuerza legal a la asignación de la pensión alimenticia y a la declaración y renuncia expresadas.

Pero los abogados de la reina María Cristina no aceptaron que una parte del dinero en deuda pública se invirtiese a nombre de Alfonso y Fernando Sanz, como proponía Salmerón.

Entonces, éste escribió a Elena Sanz otra reveladora carta, el 5 de marzo, en la que se concretaban aún más las bases de un posible acuerdo, que cifraba en 500.000 pesetas la cantidad mínima exigida por su clienta para entregar las cartas de amor del rey.

Dice así:

Muy Sra. mía y distinguida amiga:

Extrañará usted mi silencio, pero me dolía escribir a Vd. sin darle noticia del arreglo definitivo y en las condiciones que yo estimaba más al abrigo de todo riesgo e injerencias extrañas.

A pesar de que Vd. se adelanta en su apreciable del 27 pasado a facilitar la solución en el sentido que la otra parte, por una infundada desconfianza exige, he procurado insistir en que el capital que se asigne a los niños y que será por lo menos de 500.000 pesetas, mitad para cada uno, se invierta en inscripciones nominativas; pero llevando el vuelo hasta lo irracional, se han negado a constituir el capital en esa forma, a fin de poderlo retirar sin dificultad alguna, en el caso de que durante la minoridad de los niños se formulase alguna reclamación, o provocase escándalo, o de que al llegar a la mayoridad decidiesen resucitar la cuestión. En vano he procurado disuadirlos de que el temor que abrigan es infundado y de que en todo caso podría constituirse la inscripción nominativa, bajo la condición de que perderían el capital los niños si por Vd. o por ellos se suscitase cualquier reclamación; porque ven que, dada la índole de la inscripción nominativa, tendrían que apelar a un pleito para retirar el capital. En esta situación entiendo que no hay más remedio que renunciar a las inscripciones nominativas, procurando buscar las mayores garantías posibles en el depósito de los títulos al portador que han de constituir las rentas de los niños, y consignando, desde luego, que por falta de éstos, han de pasar a Vd. los títulos. No se ha resuelto así ya hoy porque con motivo de la boda de mañana, está el señor Abella ocupado. Siento haber tenido que ceder en eso; pero trataré de que el depósito ofrezca las mayores garantías y de que, sin intervención de nadie, se entienda Vd. para cobrar la renta directamente con la Banca en que se depositen los valores.

La muerte de Alfonso XII había dejado en la miseria a Elena Sanz y a sus hijos, privados de su pensión por orden tajante de la reina María Cristina.

Salmerón daba fe de ello en la misma carta:

He vuelto a insistir, porque me dolía continuara Vd. en angustiosa situación, en que se remitiera a Vd. algunos fondos, y últimamente se me ha prometido que enviarían a Vd. alguna cantidad, para que sin prolongar sus apuros pudiera esperar la solución definitiva.

Elena Sanz recibió finalmente 50.000 pesetas (alrededor de 180.000 euros), en concepto de atrasos en la pensión desde la muerte del rey.

Su abogado exigió también otras «setecientas cincuenta mil pesetas para ella y sus hijos»; de esta cantidad, 250.000 pesetas serían para Elena Sanz, y las restantes 500.000 pesetas se repartirían por igual entre sus dos hijos, constituyéndose para tal fin un fondo bancario en París.

Recordemos que las 750.000 pesetas reclamadas por Salmerón fueron las que finalmente cobró Elena Sanz para ella y sus hijos. Cantidad equivalente a 738.751 francos (2,7 millones de euros).

Todo, o casi todo, estaba así listo para la hora de la verdad.

EL ARREGLO

El 24 de marzo de 1886 se firmó finalmente el convenio, según el cual se constituyó un depósito de valores a favor de los hijos de Elena Sanz. A cambio, ésta hizo entrega a los representantes de la Casa Real de los documentos que acreditaban al difunto rey como padre de las dos criaturas.

La escritura número 40 se suscribió ante el vicecónsul de España en París, Francisco Carpi, siendo rubricada por Fermín Abella Blave y Rubén Landa Coronado, en representación de ambas partes.

De todas sus cláusulas, nos interesa reproducir la tercera, que dispone lo siguiente:

El Sr. Abella ha recibido el encargo, confiado en toda reserva a su rectitud de conciencia, de invertir un capital efectivo que no baje de quinientos mil francos en valores públicos, que permita asegurar por partes iguales una renta a los menores impúberes Don Alfonso y Don Fernando Sanz Martínez de Arrizala, hijos naturales de la Señora Doña Elena Sanz y Martínez de Arrizala, cumpliéndole, por tanto, consignar de la manera más solemne que el capital invertido en los valores que más adelante se determinan, no le pertenece, sino que lo ha recibido para destinarlo al objeto que en esta escritura se expresa. La Señora Doña Elena Sanz se obliga a no reproducir reclamación alguna respecto a la filiación natural paterna de sus dos mencionados hijos y a no publicar carta, ni documento alguno, al intento de revelar dicha filiación. Y si la expresada Señora faltase a la obligación y compromisos consignados, el Sr. Abella podrá desde luego retirar los valores depositados, obligándose los Sres. Don Rubén Landa Coronado y Don Nicolás Salmerón y Alonso, a hacer cuanto fuese necesario al efecto.

El pacto establecía la obligación de Elena Sanz de entregar 110 documentos comprometedores a cambio de que sus hijos Alfonso y Fernando percibiesen los 500.000 francos franceses que debían garantizar su futuro económico hasta la mayoría de edad, establecida entonces en los veintitrés años.

El dinero se invirtió así: 18.000 francos franceses de Renta Exterior Española al 4 por ciento, y 810 billetes hipotecarios del Tesoro de la isla de Cuba.

Los valores se depositaron a nombre de Fermín Abella en el Comptoir d’Escomptes de París, encargándose de su custodia a Prudencio Ibáñez Vega, banquero de Isabel II, quien remitió luego las rentas a Elena Sanz para que las administrase en nombre de sus hijos.

Así se hizo todo; al menos, mientras Fermín Abella estuvo al frente de la intendencia de palacio.

A su muerte, lo sustituyó Luis Moreno y Gil de Borja, marqués de Borja, con quien las aguas volvieron a revolverse.

Por si fuera poco, el Comptoir d’Escomptes, donde estaban depositados los valores, suspendió pagos. Entonces, el marqués de Borja tomó una decisión que contravenía el acuerdo alcanzado tres años atrás, en marzo de 1886: colocó la fortuna en títulos en casa del banquero Prudencio Ibáñez sin informar de ello al cónsul de España.

El pleito estaba servido.

EL TESTAMENTO DE ELENA SANZ

Las disputas entre los Sanz y la familia real prosiguieron a la muerte de la favorita, el 24 de diciembre de 1898.

Alfonso y Fernando quedaron entonces bajo la tutela de su hermano mayor Jorge, de padre desconocido.

En su última voluntad, Elena Sanz sugería con claridad quién era el verdadero padre de sus hijos, así como los motivos que la llevaron a comportarse con extrema prudencia en tan peliagudo asunto.

Desvelemos ya la cláusula primera de su testamento, por ser la más interesante de todas:

Declara en descargo de su conciencia que, por consideración que creyó debida al padre de sus hijos Alfonso y Fernando [Jorge queda, obviamente, excluido], guardó reserva respecto de la paternidad de éstos, y se prestó después de muerto aquél a aceptar una solución en que intervinieron respetables personas, alguna ya fallecida y conocidas las que viven de sus hijos, solución que implicaba un personal desistimiento, a reclamar los derechos de éstos y señaladamente de Alfonso. Pudo hacer esto reduciéndose a vivir con sus hijos fuera de su patria y en condiciones mucho más modestas de las que por ley se les había debido reconocer en prueba de piadoso respeto a la memoria del padre de sus hijos; pero de ninguna suerte tuvo el propósito (que por otra parte habría siempre carecido de eficacia legal) de renunciar a los peculiares derechos de sus hijos y principalmente de Alfonso. Hecha esta declaración que responde a una sagrada imposición de su conciencia, recomienda a sus hijos que, si se decidiesen a ejercitar los derechos que les asisten, no lo hagan sin aconsejarse previamente de las personas que mediaron en la solución aludida o, en defecto de éstas, de otras personas de recto y elevado criterio.

De su última voluntad se desprende así que el convenio suscrito en marzo de 1886 no implicaba la renuncia de Alfonso y Fernando a sus derechos como hijos del rey Alfonso XII.

Inducida por su amor a ellos, Elena Sanz promovió aquel acuerdo que no eximía a Alfonso ni a Fernando, insistimos, de su derecho de reclamar la paternidad a la muerte de su madre. Sólo mientras Elena Sanz viviese, tal y como se establecía en la cláusula tercera del testamento, «se obligaba a no reproducir reclamación alguna respecto a la filiación natural paterna de sus dos mencionados hijos y a no publicar carta, ni documento alguno, al intento de revelar dicha filiación».

Pero lo que sucediese a su muerte era ya distinto.

Entre tanto Jorge Sanz, primogénito de Elena Sanz y tutor de sus dos hermanos menores, reclamó la renovación del acuerdo tras averiguar que el banquero Prudencio Ibáñez había reconvertido sin su consentimiento, en valores de Renta Interior, títulos por importe de 31.000 francos franceses que estaban en Renta Exterior Española, causando un grave quebranto al patrimonio familiar.

Jorge Sanz defendió hasta el final los intereses de sus hermanos, recurriendo incluso a la intercesión de la infanta Isabel, hermana mayor de Alfonso XII. Pero al final no tuvo más remedio que reclamar formalmente sus bienes en España a través de Melquiades Álvarez, que enseguida inició negociaciones con Eugenio Montero Ríos, abogado de la Casa Real, por indicación de Antonio Maura.

Montero Ríos incumplió la promesa, hecha en nombre de la reina María Cristina, de conceder una renta vitalicia a Alfonso y Fernando Sanz.

Finalmente, éstos denunciaron al banquero Ibáñez ante la justicia francesa.

El Tribunal del Sena decretó, el 13 de mayo de 1905, que los títulos en disputa se entregasen al liquidador judicial. Pero el denunciado Ibáñez declaró que los valores jamás fueron reconvertidos y que las cuentas de sus últimos cinco años habían sido falsificadas.

La justicia dictó un fallo de Référé, que era la orden más grave y urgente que podía emanar de un tribunal francés; la orden se notificó a Ibáñez directamente, así como al marqués de Borja, intendente de la Casa Real, por medio del Parquet del Procurador de la República francesa.

El banquero incumplió lo que se le ordenaba y entonces maître Labori presentó una querella contra él. Dos horas después, el juez monsieur Boucard y el jefe de Seguridad, monsieur Hamard, acompañados de varios inspectores, registraron la oficina bancaria de Ibáñez, quien, poco después, se derrumbó confesando su delito.

El detenido declaró que desde hacía diez años no le quedaba ni un solo título de los depositados por la Casa Real en sus manos para velar por la seguridad económica de Alfonso y Fernando Sanz. Admitió que se había apropiado indebidamente de todos los valores, incluso antes de la ley de conversión de 1898, lo cual significaba que nunca pudo convertirlos por no hallarse ya en sus manos.

El complejo asunto se atajó a regañadientes, pues los hermanos Sanz, arruinados, no tuvieron más remedio que aceptar el arreglo propuesto por Ibáñez: recibieron así 300.000 francos en bienes y títulos a cambio de retirar su querella.

Pero una vez más resultaron engañados, pues los valores entregados —títulos de una sociedad cubana sin constituir, junto con acciones de un ferrocarril en Uruguay— apenas valían dinero.

Informado del fraude, Alfonso XIII empeñó su palabra para indemnizar a los hermanos Sanz, consciente también de que la Casa Real había actuado con negligencia al permitir que Ibáñez se apropiase de los valores.

Pero igual que el monarca faltó a su juramento ante los Santos Evangelios de respetar la Constitución monárquica de 1876, respaldando la dictadura de Primo de Rivera, acabó haciendo oídos sordos a su compromiso con los Sanz.

En 1911 aún proseguían las trifulcas jurídicas, zanjadas finalmente por el presidente Canalejas.

MARÍA CRISTINA SE CONTRADICE

A esas alturas, la reina María Cristina ya había prestado declaración bajo juramento ante la Sala Primera del Tribunal Supremo.

Los jueces solicitaron su presencia, como parte de las actuaciones en la demanda presentada por Alfonso Sanz Martínez de Arrizala contra los herederos de Alfonso XII sobre reconocimiento de hijo natural y todo lo que ello implicaba: apellido, pensión de alimentos y participación en la herencia.

Por increíble que parezca, María Cristina aseguró ante el juez que ignoraba la existencia de los dos hijos habidos de la relación de su esposo con Elena Sanz.

Pero luego incurrió en una flagrante contradicción, recordando que había advertido al intendente Fermín Abella que no entregase ni un solo duro a la favorita mientras ésta no renunciase por escrito a la reclamación de filiación.

Los abogados de Alfonso Sanz interrogaron a la reina, que se negó a responder algunas de sus preguntas. Contestó, eso sí, a la octava que le formularon, admitiendo estar al corriente de todo lo más importante que sucedió:

Que lo único que sabe, por referencia de Abella, es que a los pocos días de ocurrir el fallecimiento de su marido, el abogado de la Sanz, D. Nicolás Salmerón, vio a Abella para decirle que aquélla tenía unas cartas que suponían eran del Rey D. Alfonso XII, y que estaba dispuesta a hacer uso de ellas dándolas a la publicidad, provocando un escándalo; y entonces Abella aceptó comprarlas conviniéndolo con Salmerón, y entregando como precio de ellas tres millones de reales, juntamente con cincuenta mil pesetas que dicho señor Salmerón había solicitado; habiendo la declarante aprobado lo hecho por Abella, cuando éste tuvo necesidad de darle cuenta de todo lo ocurrido para poder justificar la inversión de las ochocientas mil pesetas [la cantidad declarada por María Cristina concuerda exactamente con la que facilitábamos anteriormente, repartida así: doscientas cincuenta mil pesetas para Elena Sanz, otras quinientas mil pesetas para sus dos hijos distribuidas entre éstos por igual, y las cincuenta mil pesetas restantes, en pago por los atrasos de la pensión tras la muerte del rey], enterándose entonces también la declarante del convenio que se había hecho en París en mil ochocientos ochenta y seis, en el que no tuvo intervención la que habla, ni conoció hasta después de realizado; debiendo hacer constar que dicho convenio le pareció muy mal a la declarante y así se lo dijo a Abella, pues tratándose como se trataba únicamente de la venta de unas cartas de ignorada autenticidad no había más que recibirlas y entregar el precio.

Pero, en contra de lo declarado por María Cristina, difícilmente la Casa Real iba a desembolsar casi 2,7 millones de euros por unas cartas que, como ella mantenía, eran «de ignorada autenticidad».

Añadamos, como nota interesante, que el arreglo final entre Elena Sanz y la Casa Real, alcanzado en marzo de 1886, cuatro meses después de la muerte del monarca, se produjo antes de que se aprobase la partición testamentaria, efectuada el 12 de junio del mismo año.

Significa eso que la reina María Cristina, asesorada por sus abogados, debió acelerar también el acuerdo con Elena Sanz para evitar que ésta pleitease y se suspendiesen así las operaciones testamentarias del difunto Alfonso XII.

Enfurecida durante el interrogatorio, María Cristina llegó a acusar de «sablistas» a los abogados de Elena Sanz.

Poco antes, había asegurado que todas las cartas íntimas de su esposo con Elena Sanz «habían sido quemadas». Pero lo cierto es que, como ya sabemos, la hija de Alfonso Sanz, nieta de Alfonso XII, las conserva hoy en su poder al cabo de más de un siglo.

Finalmente, Alfonso Sanz perdió el pleito que él mismo había iniciado en 1907. En su sentencia dictada el 1 de julio de 1908, el juez consideró que «un monarca no estaba sujeto al Derecho común»; es decir, que a un rey no se le podían reconocer hijos fuera del matrimonio. Verlo para creerlo.

LA HISTORIA SE REPITE

Sin darse por vencido, Alfonso Sanz realizó aún otro intento en solitario, pues su hermano Fernando ya había fallecido, poco antes del estallido de la Guerra Civil española, contratando esta vez al eminente profesor Luis Jiménez de Asúa.

Previamente en 1922, el mismo año en que falleció en Niza su hermano Fernando, Alfonso contrajo matrimonio en México con Guadalupe de Limantour Mariscal, una bella y acaudalada mexicana de veinticinco años con la que residió varios años en París, en el número 16 de la calle Ampère.

La hermosa Guadalupe era sobrina del ministro de Hacienda en el gobierno del dictador Porfirio Díaz.

Alfonso Sanz dirigió durante varios años la firma de automóviles Peugeot. Su matrimonio fue muy dichoso y tuvo dos hijas, Elena y María Luisa.

La primera de ellas, Elena, se casó con el empresario norteamericano Robert Borgs, con quien tuvo a su vez dos hijos, Bruce y Warren, hoy felizmente casados.

La segunda, María Luisa, contrajo matrimonio con el embajador de Chile en Madrid, Alberto Wittig, y vive hoy, viuda, en una hermosa casa de Marbella. La pareja tuvo cinco hijos: Leslie, Jaime, Priscilla, Patricia y Jennifer.

Precisamente de uno de los muchos escarceos amorosos de Alfonso XII dio fe la propia María Luisa Sanz de Limantour al escritor Ramón J. Sender, según relataba este mismo en su Álbum de radiografías secretas; se trataba nada menos que de una mujer casada: la esposa del primer secretario de la embajada de Uruguay en Madrid, con la que el rey tuvo una hija bastarda.

Yo traté muy de cerca —escribe Sender— a una hermana natural del rey Alfonso [XIII], casada con el embajador de Chile en Madrid. No es broma. Ella misma me decía que en palacio «no había protocolo para ella» y que se tuteaba con la reina madre a pesar de la diferencia de edad. Parece ser que el rey Alfonso XII, padre del que destronamos en 1931, era enamoradizo y que la reina María Cristina (con quien yo hablé una vez sin saber quién era) no tenía celos o que sus celos eran disimulados y discretos… En todo caso parece que hacia 1884, Alfonso XII, sin necesidad de consultar a Sagasta ni a Cánovas, se enamoró de la esposa del embajador uruguayo [era en realidad el primer secretario de la legación, pues el embajador era entonces Enrique Kubly, como veremos en el siguiente capítulo], quien tuvo el diplomático deber de cederle su puesto en el lecho conyugal. La embajadora [esposa del primer secretario] quedó encinta y parió a una criatura de perfiles borbónicos a quien yo conocí cuando ella tenía cuarenta y dos años y estaba todavía de buen ver.

Me invitaban a comer a la embajada, a veces, y la señora de la casa me decía altiva y señorial: «En el Palacio de Oriente no hay protocolo para mí». Como yo la escuchaba sin mostrar mayor extrañeza, añadía: «Esa misma silla donde usted está (era un sillón con respaldo tallado y coronado de lises) la ocupaba la semana pasada Su Majestad el rey don Alfonso».

Yo no me sentía muy halagado por aquello, la verdad. El embajador Rodríguez de Mendoza afirmaba con una falsa modestia: «¿Usted sabe? Mi esposa tiene sangre real. Es hermana natural de Su Majestad don Alfonso XIII». Y era verdad. No se podía pedir una figura más borbónica que aquélla. Lo que a mí me parecía sólo humorístico.

Hoy, María Luisa Sanz de Limantour, tía bastarda del rey Juan Carlos I, ha tomado el relevo judicial de su padre Alfonso Sanz, fallecido en 1970, para reivindicar una vez más su regio apellido.

De esta forma, a los abogados que antes lo intentaron en vano, en nombre de su difunto padre, se suma ahora el letrado Marcos García-Montes, que ha asumido una nueva oportunidad histórica para que su cliente pueda apellidarse Borbón con todas las de la ley. Algo que el «tío Leandro» de Borbón Ruiz-Moragas fue el primero en conseguir tras ímprobos esfuerzos.