Gonzalón
Fue un escándalo internacional.
Pero en España, la censura franquista logró al final, como hizo con algún otro episodio comprometido en la ajetreada historia de los Borbones, que el gran tumulto se disipase.
Prueba de ello es que hoy, casi cuarenta años después de la enorme polvareda que el caso levantó en el extranjero, casi todo el mundo ignora aquí su existencia.
Todo empezó el 25 de octubre de 1972, cuando el Caudillo recibió en audiencia al segundo nieto del rey Alfonso XIII en su residencia de El Pardo.
Aludimos, naturalmente, a Gonzalo de Borbón Dampierre, hijo del infante sordomudo don Jaime de Borbón y hermano menor de Alfonso, duque de Cádiz.
«UNA CALAMIDAD»
Permítame el lector que retrate, en pocas pinceladas, a nuestro nuevo protagonista, a quien sus amigotes de fiestas y correrías nocturnas motejaban, con gran elocuencia, «Gonzalón»; así podrá entenderse mejor por qué este niño grande bordeó peligrosamente el abismo tantas veces en su vida.
Gonzalo fue, desde pequeño, el simpático y juerguista de la familia, como su padre; además, claro está, de ser un vago redomado, lo cual no significaba que fuese tonto en absoluto, como daba fe su propia madre Emanuela Dampierre, en sus memorias publicadas hace ya veinte años en el semanario Hola:
Gonzalo —recordaba la duquesa de Segovia—, que siempre me ha divertido mucho, era mal estudiante y temía que no pudiera ingresar junto a su hermano en la Universidad. Alfonso, más responsable y un año mayor, intentaba ayudarle, pero era tarea ardua y difícil, porque el menor de mis hijos se las ingeniaba de mil modos para no estudiar, justificando su pereza con un exceso de imaginación. Ambos leían mucho, también para ir conociendo el idioma, pero mientras uno se interesaba por la Historia y la Geografía, el otro prefería las novelas de aventuras. Siempre han estado muy unidos, como uña y carne, y Alfonso estaba muy preocupado porque su hermano tenía que aprobar el bachillerato en Zug o no podría ir a España. Pero como siempre ha hecho, en el último momento se puso a estudiar y sus notas fueron de sobresaliente. Gonzalo siempre fue un chico inquieto que difícilmente aceptaba las normas y tal vez por ello a mí me divertía… Debo decir que Gonzalo ha aportado a mi vida de madre la chispa, la alegría y el orgullo también. De ambos, se parece más a su padre el menor; incluso en sus maneras, en su forma de caminar… Mi esposo tenía un talante alegre y Gonzalo también. Nada le divertía más que saltarse las clases particulares, pero de una forma tan especial… Por ejemplo, yo le mandaba a la casa de su profesor, le explicaba qué autobús debía tomar, en qué parada bajarse, caminar unos metros, llegar ante la puerta y tocar el timbre. Él hacía todo, pero una vez tocado el timbre de la puerta volvía sobre sus pasos sin esperar ser recibido. En efecto, había cumplido todas y cada una de mis órdenes, pero regresaba a casa sin haber cumplido su obligación.
«Un chico inquieto que difícilmente aceptaba las normas…»
Pocas veces, una sola frase bastó para retratar tan fielmente a una persona.
Sobre aquel mismo muchacho expansivo que soñaba despierto, volcó todo tipo de alabanzas Luis María Anson, siendo corresponsal de Abc en Hong Kong, en una desconocida crónica publicada a mediados de los años sesenta:
Don Gonzalo de Borbón —escribió entonces el futuro director del diario monárquico— ha pasado unos días en Hong Kong, adonde vino en viaje de negocios. Es don Gonzalo hombre de una simpatía desbordante y recuerda en todo a aquel inolvidable monarca que fue su abuelo, don Alfonso XIII. Hombre joven, hombre de nuestro tiempo, inteligente, agudo, lleno de sencillez y de espontaneidad, don Gonzalo es un conversador agradabilísimo. Le encontré en el Hotel Mandarín, y tuve una larga charla con él. Ayer domingo aparecieron en el South China Sunday Post unas interesantes declaraciones de don Gonzalo de Borbón y Dampierre. En ellas, el entrevistado se refiere a los problemas políticos de España con gran ponderación y objetividad, y, al hablar del futuro español, señala como candidato a la Corona a don Juan de Borbón, conde de Barcelona. Por su simpatía, su sencillez y su inteligencia, don Gonzalo ha tenido un gran éxito personal en Hong Kong.
Curiosamente, sobre el mismo sobrino que le consideraba legítimo sucesor al trono de España, don Juan de Borbón comentó a uno de sus íntimos: «¿Gonzalo…? Gonzalo es una calamidad».
AUDIENCIAS EN EL PARDO
Aquel joven que ensalzaba Anson y añoraba, cariñosa siempre con él, su madre Emanuela Dampierre, volvió a cruzar el umbral del palacio de El Pardo para ser recibido por Franco.
Tampoco esta vez iba solo; lo acompañaban Robert Lee Vesco, consejero financiero de Costa Rica, y Rafael Díaz-Balart Gutiérrez, agregado agrónomo de la embajada de Costa Rica en Madrid, a quienes aludiremos de nuevo enseguida.
Advirtamos que don Gonzalo había visitado ya aquel mismo palacio para conocer a Franco, tras pisar por primera vez en su vida suelo español, en septiembre de 1954.
En aquella ocasión acompañó a su hermano Alfonso a la entrevista gestionada por el general Fuentes de Villavicencio, durante la cual ambos escucharon los elogios del Caudillo a su abuelo Alfonso XIII.
El jefe del Estado se mostró partidario de la institución monárquica y les preguntó:
—¿Conocen ustedes la Ley de Sucesión?
—Sí, mi general —asintieron los jóvenes.
—No he decidido nada absolutamente todavía acerca de la cuestión de saber quién será llamado mañana a la cabeza del Estado.
El primo de Franco, general Franco Salgado-Araujo, consignó luego el comentario que le hizo éste sobre esa visita: «Me resultaron muy simpáticos y presentaron amables excusas por no haberme visitado antes. Hablamos de diferentes asuntos y aunque el mayor me dijo que él no siente apetencia por subir al trono, yo le dije que el futuro rey tiene que educarse en centros docentes de España para que, viviendo dentro de su ambiente, ame a la Patria y la conozca mejor, y así pueda servir con eficacia. El mayor me pareció inteligente y culto».
Gonzalo, como decimos, volvió a celebrar una audiencia privada con Franco en octubre de 1972, el mismo año que su hermano Alfonso contrajo matrimonio con la nieta del Caudillo, Carmen Martínez-Bordiú.
La boda se celebró el 8 de marzo y reabrió las quinielas sucesorias, pese a que Juan Carlos había sido ya designado tres años atrás como sucesor en la jefatura del Estado a título de rey.
Su propio primo Gonzalo estuvo presente en el acto celebrado en La Zarzuela pero, al no confirmar a tiempo su asistencia por hallarse de vacaciones en Grecia, no pudo estampar su firma como testigo, a diferencia de su hermano Alfonso.
Sin embargo, como luego se demostró, la boda de la discordia llegó demasiado tarde, cuando Franco ya había cortado su baraja sucesoria por el naipe de don Juan Carlos; además, quienes conocían bien al Caudillo aseguraban que éste jamás iba a correr el riesgo de que alguien pudiera acusarlo de nepotismo.
Cuando Gonzalo acudió de nuevo a El Pardo, su hermano Alfonso se hallaba aún en Estocolmo, en calidad de embajador del régimen.
Trece días antes de la audiencia, se había casado su prima la infanta Margarita, hermana de don Juan Carlos. Y sólo cuatro días antes, el 21 de octubre, el propio don Juan Carlos montó en cólera al enterarse, por Laureano López Rodó, de que Franco pretendía conceder a su primo Alfonso el título de príncipe, faltándole tiempo para presentarse también en El Pardo.
Finalmente, don Juan Carlos pudo convencer al Caudillo de que desistiese, argumentándole que la existencia de dos príncipes confundiría a la opinión pública a la vez que podía convertirle en blanco de las críticas por favorecer a su familia.
Don Juan Carlos propuso entonces que se le otorgase a su primo el título de duque de Cádiz con tratamiento de alteza real, a lo que Franco accedió, no sin lamentarse: «Siempre se le ha llamado Príncipe a Alfonso de Borbón y ahora que se ha casado con mi nieta no le quieren reconocer esa condición».
Así estaban las cosas cuando el espabilado de Gonzalo puso de nuevo los pies en El Pardo, donde hasta entonces era bien recibido.
Con la inestimable ayuda de su padrastro, el financiero italiano Antonio Sozzani, casado con su madre en segundas nupcias, Gonzalo se había convertido en un reputado agente de cambio y bolsa, primero en Nueva York y luego en Manila y Madrid.
EL GRAN FIASCO
A su cargo de vicepresidente de la Cámara de Comercio de España y Costa Rica, sumó luego Gonzalo la vicepresidencia de la Cámara de Comercio Hispano-Italiana.
De Costa Rica, precisamente, eran consejeros en Madrid los dos hombres que lo acompañaban aquel 25 de octubre de 1972, a quienes presentó al jefe del Estado español con toda la diplomacia del mundo.
Uno de ellos, Robert Lee Vesco, pretendía hacer negocios en Madrid mediante una nueva empresa denominada Compañía Española de Finanzas y Administración (Cefasa), que resultó ser al final una tapadera de turbias actividades.
Pero los sabuesos de Franco, lejos de morder el anzuelo, descubrieron el fraude. La compañía fue automáticamente disuelta, sin que los trapos sucios afectasen en España al buen nombre de los Borbones, a quienes el Generalísimo tanto respetaba.
Pero lo peor vino tan sólo mes y medio después, cuando se supo que Gonzalo de Borbón Dampierre, nieto del rey Alfonso XIII y primo hermano del sucesor en la jefatura del Estado, figuraba como sospechoso en uno de los mayores fraudes financieros investigados por las autoridades de Estados Unidos en toda su historia.
No en vano, se estimaba que al menos 224 millones de dólares, procedentes de cuatro fondos de inversión (Venture Fund, Fondo de Fondos, International Investment Trust y Transglobal Growth Fund) gestionados por Robert Lee Vesco y sus colaboradores, entre ellos don Gonzalo, habían sido desviados a empresas de otros países para lucro personal de los desleales administradores.
Cefasa, sin ir más lejos, estaba destinada a ser una de esas compañías encargadas de absorber la fortuna saqueada de los fondos particulares por Vesco y sus cómplices.
En tan sólo cuatro años, de 1968 a 1972, Gonzalo de Borbón se había metido en los dos mayores líos de su vida, el primero de los cuales veremos muy pronto.
Entre tanto, las autoridades estadounidenses lo implicaban en un gran escándalo que cuestionaba ante los ojos del mundo la honradez del primo hermano de don Juan Carlos.
El propio Philip Loomis, miembro de la Securities and Exchange Commision, la agencia independiente de Estados Unidos encargada de regular los mercados de valores, conocida popularmente como la SEC, proclamó a bombo y platillo que las autoridades se enfrentaban entonces a «uno de los mayores fraudes de valores jamás perpetrado».
Y no era para menos: las redadas de la Interpol se extendieron desde Nueva York, centro financiero del mundo, hasta Luxemburgo, Bahamas, Puerto Rico y Costa Rica. Había en total 43 personas y empresas acusadas. Junto a don Gonzalo de Borbón, figuraba en el punto de mira nada menos que Donald Nixon, sobrino del presidente de Estados Unidos.
Donald, de veintiséis años, era hijo Donald Nixon, hermano menor del presidente, a quien Sean Stone interpretaría en la película Nixon, dirigida por Oliver Stone en 1995.
Robert Vesco había sido acusado de financiar de modo irregular las campañas políticas de Richard Nixon a través de su sobrino Donald.
Por si fuera poco, entre los acusados se hallaba también James Roosevelt, primogénito del trigésimo segundo presidente de Estados Unidos y único en ganar cuatro elecciones presidenciales, Franklin Delano Roosevelt.
Nacido en 1907, James Roosevelt había sido condecorado por su valor en la Segunda Guerra Mundial, siendo oficial del cuerpo de marines.
En 1932 creó su propia agencia de seguros, Roosevelt y Sargent, tras abandonar la carrera de Derecho. Cinco años después, se incorporó a la Casa Blanca como secretario oficial del presidente. Desde 1966, presidía la multinacional Overseas Management Company.
Gonzalo de Borbón había conocido a Robert Vesco en Nueva York; trabó luego buena relación con él en Costa Rica y en Madrid.
Recordemos que el protagonista de la trama, Robert Vesco, era consejero financiero de Costa Rica cuando fue recibido por Franco en El Pardo, gracias a la mediación de don Gonzalo, vicepresidente de la Cámara de Comercio de España y Costa Rica.
El propio presidente costarricense, José Figueres, concedió asilo a Vesco en su país e intercedió por él ante Jimmy Carter.
En 1981, Figueres declaró: «Vesco ha cometido muchas estupideces, pero yo siempre he defendido el asilo y volvería a protegerle; nunca abandono a mis amigos».
El primo de don Juan Carlos tenía la extraña habilidad de rodearse de pájaros de mal agüero como Vesco…
UN ESTAFADOR DE PRIMERA
Nacido en Detroit (Michigan, Estados Unidos), el 4 de diciembre de 1935, Robert Lee Vesco vivió siempre en la cuerda floja.
Estafó a inversores, sobornó a presidentes de Gobierno, coqueteó con los cárteles del narcotráfico… Era un tipo muy peligroso, que sedujo, en un abrir y cerrar de ojos, a Gonzalo de Borbón.
Cuando llegó a New Jersey siendo un muchacho, procedente de Detroit, para trabajar en una fábrica de maquinaria industrial, nadie imaginó que Robert Lee Vesco fuera a convertirse en el dueño y señor de aquella empresa a la que rebautizó como International Controls Corporation (ICC).
Desde entonces, todo fue coser y cantar para este prestidigitador de las finanzas: reflotó empresas en quiebra, como por ensalmo, hasta configurar su propio holding industrial.
Con apenas treinta años, era ya inmensamente rico.
Pero aún no había escalado todos los peldaños del poder financiero. El último y definitivo escalón llegó al asociarse con otro pájaro de cuidado como él, Bernard Confeld, propietario de la Investment Overseas Service (IOS).
Acuciado por la crisis energética de los años setenta, Confeld cedió el control de la empresa a Vesco. Fue entonces cuando éste empezó a saquear los fondos de la compañía, desviándolos a empresas suyas radicadas en otros países.
La SEC estadounidense acusaba a Vesco de vender acciones de IOS a Kilmorey Inversiones, una empresa ficticia creada por él mismo para apropiarse de esos fondos. Hasta que el 30 de octubre de 1971, Kilmorey traspasó el control de IOS a un grupo de empresarios españoles y latinoamericanos encabezado por Gonzalo de Borbón y Rafael Díaz-Balart, cuñado del presidente cubano Fidel Castro.
EL CUÑADO DE FIDEL CASTRO
El mismo Díaz-Balart que acompañó a Gonzalo de Borbón y a Robert Lee Vesco en la audiencia con Franco, figuraba también entre los acusados por la SEC.
Díaz-Balart pasaría de ser el amigo íntimo de Fidel Castro, con quien compartió el aula de la facultad de derecho en la Universidad de La Habana, en la segunda mitad de los años cuarenta, a ser enemigo acérrimo del héroe de la revolución cubana.
Pero antes de eso, se alegró naturalmente de que su amigo Fidel engatusase a su hermana Mirtha mientras ésta estudiaba Filosofía y Letras en la misma universidad. En 1948, cuando Fidel y su flamante esposa viajaron a Nueva York de luna de miel, Díaz-Balart y su mujer los acompañaron.
El socio de Gonzalo de Borbón había sido senador y subsecretario de Gobernación, cargo equivalente en Cuba al de ministro del Interior, en el último gobierno de Fulgencio Batista.
En julio de 1953, Fidel Castro fracasó en su asalto al cuartel militar Moncada, siendo encarcelado en la prisión de Isla de Pinos junto a un centenar de seguidores. Pues bien, cuando Batista decretó una amnistía dos años después, Díaz-Balart se opuso a su excarcelación. Hasta tal punto habían cambiado ya las tornas entre ambos, mientras Castro y su esposa iniciaban los trámites de divorcio.
En 1959, cuando Castro se hizo con el poder en Cuba, su antiguo cuñado huyó de la isla con su familia a Estados Unidos. En cuanto llegó a Nueva York, le faltó tiempo para constituir uno de los primeros grupos anticastristas, al que denominó La Rosa Blanca.
Gonzalo de Borbón lo conoció cuando ya pertenecía al cuerpo diplomático de Costa Rica, para el que también trabajaba Robert Vesco.
La quiebra del holding de Vesco arruinó a numerosos bancos e inversores. Confeld fue detenido. Vesco se esfumó. Por si fuera poco, el escándalo Watergate y la consiguiente caída de Nixon impidieron que éste pudiese ayudar al hombre que había financiado alguna de sus campañas políticas.
Desde entonces, Vesco se convirtió hasta su muerte, en noviembre de 2007, en prófugo de las autoridades estadounidenses. Su huida permanente de la justicia le llevó primero a Costa Rica, luego a Nicaragua y finalmente a Cuba, convertida en santuario para los fugitivos de Estados Unidos.
En La Habana, donde falleció, montó su propio negocio de tráfico de cocaína.
LA MISIÓN DE WALTERS
Muchos se preguntaron entonces cómo un escándalo de semejante magnitud, en el que la SEC estadounidense implicaba a Gonzalo de Borbón junto al sobrino de Nixon, el primogénito del presidente Roosevelt y el cuñado de Fidel Castro nada menos, pudo pasar casi inadvertido en España, donde enseguida se le dio carpetazo.
Añadamos tan sólo, sin que eso desvele todo el misterio, que España tenía entonces un alto valor geoestratégico para Estados Unidos. Prueba de ello es que, en marzo de 1971, el presidente Nixon encargó a Vernon Walters, agregado militar en Italia y coronel de los servicios de inteligencia, una misión confidencial en España, según revelaba el experto en política internacional Joan E. Garcés, tras exhumar antiguos documentos top-secret de la Administración norteamericana.
Walters transmitió a Franco que «España era vital para el Oeste y Nixon no quería ver desarrollarse una situación caótica o anárquica. Nixon expresó la esperanza de que Franco entronizara al joven Príncipe Juan Carlos», mientras reservaba para sí la jefatura vitalicia de las Fuerzas Armadas.
Garcés recordaba que en otoño de 1971 se habían producido movilizaciones de protesta en Euskadi, así como los juicios del Tribunal Militar de Burgos contra nacionalistas vascos.
Con el mensaje confiado a Walters, Nixon «entendía que ésta sería una situación ideal que aseguraría una transición pacífica y ordenada que el propio Franco supervisaría».
El presidente de Estados Unidos barajaba también la posibilidad de que Franco optase al final por permanecer en la jefatura del Estado, en cuyo caso le pedía que renunciase a las funciones de presidente del Gobierno en beneficio de una persona que asegurase, cuando él falleciese, la «pacífica y ordenada» entronización de don Juan Carlos.
Franco dio garantías a Nixon de que seguiría el plan previsto. «La sucesión se llevará a cabo en orden. No hay alternativa al Príncipe», aseguró.
El propio Vernon Walters consignó en sus memorias: «Todos los oficiales superiores con los que hablé dudaban que Franco pusiera al Príncipe en el trono antes de morir. Creían, sin embargo, que nombraría a un primer ministro. No creían que hubiera disturbios de importancia en el país cuando Franco muriera, y dijeron que las Fuerzas Armadas podrían manejar fácilmente tales problemas».
Franco cumplió con la segunda opción ofrecida por Nixon.
En junio de 1973 designó así presidente del Gobierno a Luis Carrero Blanco, quien, sin embargo, voló por los aires dentro de su automóvil en diciembre del mismo año.
El Caudillo, en cualquier caso, no se desmarcó de la intención última del gobierno de Estados Unidos, pues de su decisión de instaurar la monarquía en la persona de don Juan Carlos se derivó luego la transición de una dictadura a un régimen democrático con la legalización de partidos políticos.
Si algo ponía de manifiesto Joan E. Garcés era el intervencionismo soterrado de Estados Unidos en los planes de Franco.
Don Juan Carlos encarnaba así la esperanza de Estados Unidos en el advenimiento de una democracia en España.
¿Cómo iban a permitir entonces Franco y Nixon que el primo hermano del sucesor en la jefatura del Estado español mancillase el buen nombre de los Borbones, llamados a reinar de nuevo, al verse mezclado con Robert Vesco en uno de los mayores escándalos financieros de todos los tiempos?
LA GRAN EXCLUSIVA
Años después, calmada ya la galerna, Gonzalo volvió a destapar la caja de los truenos con una millonaria exclusiva vendida al semanario Hola.
Recordaba yo, a este propósito, la confesión que sobre Gonzalo me hizo en cierta ocasión su tío Leandro de Borbón Ruiz-Moragas, la cual él mismo recogió luego en la primera parte de sus memorias.
Contaba don Leandro que su otro sobrino Juan Carlos, rey de España, le hizo una confidencia en 1992, durante uno de sus contados encuentros con el monarca en La Zarzuela.
Según esta confesión, Gonzalo fue un día a visitar al monarca acompañado de su entonces novia. Enterado por su ayudante de que su primo le aguardaba a la entrada junto con una bella señorita, don Juan Carlos indicó al guarda que le diese largas, asegurándole que ya le avisaría en una mejor ocasión.
Poco después, recibió una llamada del mismo puesto de guardia para decirle que los señores que acababan de marcharse de allí iban acompañados de una espesa nube de fotógrafos y periodistas.
Fue entonces cuando don Juan Carlos le dijo a Leandro, indignado: «Gonzalo es el colmo: cobra por línea».
Así era. En 1983, Gonzalo viajó a Londres, pagado por Hola, para reunirse con su hija secreta en una exclusiva de muchas cifras.
Nadie, fuera de su círculo más íntimo, sabía que era padre de una hija nacida en Miami, Florida, el 19 de junio de 1968, fruto de su relación con la atractiva Sandra Lee Davies Landry, divorciada a su vez de Gareth Davies en 1965 y más tarde unida al astronauta Alfred Worden, uno de los primeros en viajar a la Luna a bordo del Apolo XV.
La niña fue bautizada el 4 de agosto como Stephanie Michelle de Borbón por el reverendo Roger J. Radloff.
En la ceremonia de rito católico, celebrada en la iglesia de Saint Kieran’s de Miami, actuaron como padrinos Joaquín Rodríguez María, en ausencia y por poder, junto a Annette Andre y Ann O’Neill.
El propio Gonzalo explicaba así, en Hola, su decisión de revelar al fin su oculta paternidad:
Considero que ha llegado el momento para mí ineludible de romper el silencio sobre un hecho tan trascendental de mi vida, que aun cuando era conocido por los miembros más allegados de mi familia, no había trascendido nunca al conocimiento público. Estefanía es ya una mujer y no quiero, por tanto, mantener por más tiempo silenciada la existencia de mi hija y es natural que yo me interese de algún modo por su futuro. Así que mi hija se llama Estefanía Michelle de Borbón.
Emanuela Dampierre era hasta entonces la principal depositaria del secreto.
Indignada por la decisión de su hijo de anunciar a los cuatro vientos su paternidad, consignó en sus memorias esta cruel e injusta sentencia contra los hijos bastardos, despojados de su propia historia no por su culpa, sino por ligereza y egoísmo de sus progenitores:
Es cierto —admitía la duquesa de Segovia— que los disgustos que me dio Gonzalo a lo largo de los años fueron muchos. Por poner otro ejemplo, considero que también fue una irresponsabilidad por su parte reconocer a una hija que una norteamericana decía haber tenido con él. Cuando mi hijo hizo público tal reconocimiento en 1983, la joven ya era una adolescente de quince años. Podía algún día llegar a reclamar algo en España. Por eso, repito, odio a los bastardos. No lo puedo resistir. Siempre acaban acercándose a uno por interés. Cuando Gonzalo me contó lo que había hecho, por poco me da un ataque. En un intento de justificar lo injustificable, me dijo: «La he reconocido porque era una mujer. Si llega a ser un varón, ¡ni hablar!».
Sin embargo, de haberme consultado, yo le habría aconsejado todo lo contrario: «Aunque sea tuya, no la reconozcas». Y sin lugar a dudas, de haber vivido Alfonso también hubiera tratado de impedirlo. Jamás he mantenido el menor contacto con esta chica que, por lo visto, no es sólo gorda, sino obesa. Pero tampoco lo mantuvo Gonzalo. En cierta ocasión quedaron en París para verse. La madre no le pidió nada, así que él no pagó un duro pero reconoció a la hija de ambos… Tras aquel absurdo encuentro en París, Gonzalo no volvió a hablar con la chica ni tan siquiera por teléfono. De todos modos, ella hizo unas declaraciones en las que decía haber echado en falta a un padre. Es muy fácil. Todo el mundo echa en falta aquello de lo que carece, pero ¡qué le vamos a hacer…!
Acusaba Emanuela Dampierre a Estefanía, y en general al resto de los bastardos como ella, de «acercarse a uno por interés».
Pero la abuela, irascible y rencorosa, parecía ignorar que su hijo había cobrado un dineral por reconocer ante todo el mundo que era padre de una niña a la que ni siquiera llamaba por teléfono, como admitía la propia Emanuela.
Era lógico pensar entonces que el aprovechado por la situación había sido precisamente Gonzalo, necesitado de dinero, y no tanto Estefanía, que reclamaba su legítimo apellido, resignada ante la falta de cariño.
Por último, aunque la chica fuera obesa, no era ésta razón para que su abuela la despreciara con semejante crueldad.
ROMANCE Y RUPTURA
Estefanía no vino al mundo, desde luego, porque ella quisiera.
Sus padres se habían conocido en Madrid, en 1966.
En cuanto clavó su mirada en ella, descendiente de Daniel Emmett, compositor de la canción Dixie, auténtico himno musical del sur de Estados Unidos, Gonzalo fue incapaz de renunciar a su nuevo capricho.
Sandra acababa de encontrar trabajo como modelo publicitaria en televisión, gracias a su porte elegante y a su exquisita sensualidad.
Hasta entonces, ella había probado casi todo, incluidos sus cuatro años de novillera en México, entre los quince y los diecinueve.
La pareja empezó a frecuentar las más selectas fiestas y reuniones sociales.
En cierta ocasión, mientras almorzaban en casa de los marqueses de Villaverde, Sandra tuvo que hacer de tripas corazón para seguir comiendo mientras el padre de la futura esposa del duque de Cádiz, médico de profesión, se recreaba como si tal cosa describiendo con pelos y señales las más cruentas operaciones quirúrgicas.
Gonzalo trabajaba ya entonces como agente de cambio y bolsa. Su profesión le llevaría a recorrer medio mundo durante varios años. Muy pronto iba a conocer a Robert Lee Vesco, en Nueva York.
Entre tanto, su relación con Sandra transcurría sin sobresaltos. Hasta que un día sucedió algo que un hombre irresponsable como él rara vez previno: Sandra se quedó embarazada.
En el último mes de gestación, Gonzalo viajó a Filipinas por asuntos de trabajo. La mujer se quedó sola en Madrid. Únicamente sus amigos se preocuparon esos días por ella; entre ellos, Marta, esposa de Joaquín Rodríguez, padrino luego de la recién nacida Estefanía.
Aconsejada por sus amistades, Sandra decidió regresar a la Florida para dar a luz allí. Dos días antes de partir, Gonzalo volvió de Filipinas. Es fácil imaginar la tensa escena entre ambos: Gonzalo le imploró, con lágrimas en los ojos, que se quedase, pero ella no dio finalmente su brazo a torcer.
Poco después, nació una preciosa niña en el Doctor’s Hospital de Miami, que pesó dos kilos y ochocientos cincuenta gramos.
La madre envió a Clotilde Martínez-Bordiú y a Joaquín Rodríguez la partida de nacimiento de Estefanía para que Gonzalo registrase su paternidad, cosa que éste finalmente hizo.
Con apenas cinco meses, Estefanía se trasladó a vivir a México con su madre, donde residía parte de la familia de ésta.
Comenzó así un periplo para madre e hija, que las hizo retornar poco después a Los Ángeles, donde Sandra contrajo matrimonio con el astronauta Alfred Worden, convertido así en padre putativo de la niña.
De Los Ángeles se trasladaron los tres a vivir a San Francisco, y luego a Palm Beach, en Florida, donde Estefanía tuvo que adaptarse sucesivamente a tres nuevas escuelas: Palm Beach Gardens High School, Palm Beach Elementary School y Palm Beach Community College.
En Palm Beach, el apellido Borbón de Estefanía convivió con otros de mayor raigambre en Estados Unidos como los Kennedy, Braganza, Donnahue (dueños del imperio de almacenes Woolworth), o Reynolds, cuyo nombre de pila, Burt, correspondía a uno de los actores más populares del país.
En todo ese tiempo, Gonzalo no mostró el menor interés por su hija. No contestaba a sus cartas, ni la llamaba por teléfono. Tampoco la felicitaba en el día de su cumpleaños.
No resultó extraño así que cuando Rubén González, corresponsal de la revista Hola, preguntó a Estefanía por su padre, ésta desvelase su enorme carencia afectiva: «Claro que quiero conocer a mi padre. En el colegio nadie me cree cuando les digo que tengo padre y que es un noble de España…», repuso la infeliz.
Previamente, los padres de Estefanía habían redactado y firmado dos documentos, en el primero de los cuales Sandra se hacía cargo de ella, renunciando a exigir cualquier obligación a Gonzalo; en el segundo, el padre se comprometía a reconocerla formalmente como hija suya, a cambio de ceder la patria potestad a la madre.
Tantos años de incomunicación con su padre provocaron que Estefanía, con catorce años, se llevara la mayor sorpresa y alegría de su vida al enterarse de que Gonzalo deseaba por fin conocerla.
El encuentro tuvo lugar en Londres, muy cerca del palacio de Windsor.
Duró el tiempo que los fotógrafos tardaron en disparar sus flashes y carretes. Exactamente igual que hubieran hecho si, avisados por Gonzalo de Borbón, el rey Juan Carlos hubiera recibido finalmente a su primo en La Zarzuela.
El reportaje fue todo un éxito de ventas en España. Pero, una vez publicado, Gonzalo volvió a olvidarse de su hija como si jamás hubiese existido.
La pobre Estefanía se resistió a entender que su padre había confesado su paternidad tan sólo por dinero.
Pero la cruda realidad le hizo sollozar luego, disculpándole incluso: «Yo le perdono y le exculpo, pues supongo que alguna razón personal o familiar tiene para hacernos eso; además, mi madre, con todo lo que pudiera tener en contra, jamás me dijo nada negativo sobre él, con lo cual yo fui alimentando mis sueños. Así que cuando por fin le encontré —tuve que sentarme en mis manos para que no viera lo nerviosa que estaba—, me di cuenta de que todo lo que me había hecho sentir a lo largo de los años: dolor, ansiedad o ilusión, había sido una pérdida de tiempo porque mi padre no tenía ninguna intención de quererme. Lo intenté, sin embargo, durante mi estancia en Madrid, donde viví un año, pero no fue capaz de invitarme a una comida en familia. Ni siquiera a que pasara alguna tarde a saludar a mi abuela, doña Emanuela de Dampierre».
Duras pero certeras palabras de Estefanía, desengañada al final con el padre que el destino siempre le negó.
Instalada en Madrid durante todo el año 1991, tras matricularse en la Universidad de St. Louis, su padre ni siquiera se dignó verla.
Decepcionada, Estefanía se trasladó a Washington para proseguir sus estudios de administración de empresas en el Mt. Vernon College, adscrito a la universidad del distrito de Columbia.
Estaba decidida a olvidarse de su ingrato padre.
EL CONQUISTADOR
A esas alturas, la vida alegre era lo único que le importaba a «Gonzalón».
En la década de los ochenta irrumpió, como un meteoro, en el mundo del papel cuché. Sus años de agente de cambio y bolsa eran ya pura historia. Enseguida halló otro modo muy rentable de ganarse la vida: vender exclusivas a precios de oro.
Los reportajes en las revistas del corazón requerían caras nuevas, además de la suya. Coqueteó así con la actriz Victoria Vera, y mantuvo algún que otro escarceo con Pilar Ferré, María José Martí o Marcia Bell.
No es que él fuera un adonis, pero era muy expansivo y locuaz. Su compañía resultaba agradable y divertida, de lo cual dio fe, al principio, su primera esposa Carmen Harto Montealegre.
Diez años más joven que él, Carmen Harto estaba divorciada y era madre de un hijo que trabajaba como relaciones públicas en la discoteca Vanity.
Prendado de ella, Gonzalo se la llevó a México para casarse por lo civil en 1983, el mismo año que vendió la exclusiva de su hija secreta.
Su hermano Alfonso, nada proclive a los efluvios de Gonzalo, rehusó la invitación al enlace celebrado en Puerto Vallarta que, naturalmente, fue portada luego de las revistas del corazón.
El matrimonio duró apenas dos meses; ni siquiera tuvieron tiempo los contrayentes de inscribirlo en el registro, condición imprescindible para que fuese válido en España. Pero a Gonzalo, los trámites burocráticos nunca le importaron, pues con la boda, la luna de miel y el subsiguiente divorcio obtuvo ya los pingües beneficios que buscaba.
La propia Carmen Harto aseguró, años después, que cuando decidió separarse de Gonzalo, éste la amenazó para que no lo hiciera. En vista de ello, la esposa recurrió a don Juan Carlos, a través de Fernando de Baviera. «Fernando —le suplicó Carmen—, voy a pedirte un favor. Yo sé que hablas con el rey y te pido que le digas lo que está haciendo Gonzalo. Aunque no le creo capaz, quién sabe si cumplirá sus amenazas. Por favor, te pido que hables con él y le expliques lo que está ocurriendo para ver si consigue que su primo me deje en paz.»
Días después, Fernando de Baviera le transmitió a Carmen la negativa del rey, que volvió a poner el dedo en la llaga: «No puedo decirle nada a mi primo Gonzalo. Estoy seguro de que, si lo hiciera, él se iría a una revista para vender la exclusiva de nuestra conversación».
Ahí quedó todo. Al año siguiente, Gonzalo se casó, esta vez por la Iglesia, con otra atractiva mujer: la valenciana Mercedes Licer García, modelo de profesión.
Tenía ella sólo veinte primaveras; él, en cambio, cuarenta y siete.
Al enterarse de los planes de boda, Emanuela Dampierre intentó disuadir a su hijo de que no se casara. Habló con él por teléfono para que fuera a verla a casa de su hermano Alfonso. Pero Gonzalo no apareció por allí. Huelga decir que ni Alfonso ni su madre asistieron a la boda celebrada finalmente en la capilla del castillo de Olmedo.
La primera bronca de la pareja estalló sólo una semana después de su compromiso, a raíz de unas fotografías de Mercedes completamente desnuda, publicadas en la revista Interviú.
Mercedes juró y perjuró que la mujer que posaba en la revista no era ella. Finalmente, un juzgado de primera instancia de Barcelona le dio la razón, condenando al semanario a pagar cuarenta millones de pesetas.
Un año después de su boda, el matrimonio estaba ya tan distanciado que acabó rompiéndose de forma increíble. Aprovechando que Mercedes se hallaba de vacaciones en Venezuela, Gonzalo desmanteló por completo el hogar con ayuda de una empresa de mudanzas para trasladarse temporalmente a vivir a casa de su hermano Alfonso.
Cuando la señora de Borbón regresó de vacaciones, se encontró el antiguo nido de amor completamente vacío.
Indignada, Mercedes Licer declaró: «A Gonzalo le pierden las malas compañías, bebía y yo no tenía relaciones con él desde que me quedé embarazada hace ocho meses de una criatura que no llegó a nacer».
Algunos periodistas acusaron a la pareja rota de traficar con su intimidad. Algo que Mercedes admitió: «Sí, es cierto que vendimos la exclusiva de nuestra boda, pero es que necesitábamos dinero porque Gonzalo sólo ganaba cien mil pesetas al mes y, con su apellido, figuraos lo que tenemos que aparentar».
A diferencia de Carmen Harto, ella quiso hacer valer su matrimonio con un descendiente de reyes, llegando a ser inscrita en el anuario de la Casa de Borbón publicado por los legitimistas y a estampar su firma bajo una hermosa corona real.
En marzo de 1986 se publicó la sentencia de separación, que dejó a Mercedes Licer en ascuas, sin pensión alguna del marido, dado que éste había alegado carecer de bienes materiales.
Pese a que la justicia le dio la razón, Gonzalo se lamentó públicamente de su comportamiento en el pasado: «No estoy contento de cómo me ha ido la vida estos últimos años. Pero la culpa no es la vida en sí misma, sino mía y de mis propios errores».
A continuación, anunció buenos propósitos que jamás cumplió: «No deseo romper mis esquemas. No soy un niño. Mi pelo blanquea. No voy a estar equivocándome toda la vida. No me casaré ahora, ni este año, ni el que viene, ni el otro… Es que no necesito casarme. Hay quien ha nacido para soltero y otros han nacido para casados. Yo he tardado en darme cuenta, pero lo he visto claro, por fin, aunque haya sido a través de un hecho doloroso para mí como es el de una separación, una ruptura».
Siete años después de separarse, en 1993, Gonzalo obtuvo el divorcio de Mercedes Licer, lo cual le permitió incumplir su promesa a los periodistas y casarse de nuevo en secreto con Emanuela Pratolongo, hija de un acaudalado hombre de negocios genovés, a cuyas órdenes trabajaba ella en una empresa relacionada con fletes de barcos.
DECLIVE Y MUERTE
Gonzalo ya había abandonado España a esas alturas, desengañado de casi todo, para instalarse temporalmente en Lausana. «Este país —se lamentó, en alusión a España— no nos ha tratado bien ni a mí ni a mi pobre hermano. Y como no soy una persona rencorosa, pues… me voy. Pero con mucha amargura.»
En Suiza, precisamente, correteó él siendo un niño por los jardines del hotel Royal en compañía de su hermano Alfonso y de su abuela la reina Victoria Eugenia.
La muerte violenta de Alfonso, en enero de 1989, degollado por un cable de acero que debía soportar la pancarta de meta en los campeonatos mundiales de esquí alpino celebrados en la estación invernal de Beaver Creek (Colorado, Estados Unidos), mientras descendía por la pista Eagle County junto al campeón austríaco Toni Sayler, fue para él un terrible mazazo del que ya nunca más se recuperó. «He sentido —declaró, pesaroso— más la muerte de mi hermano que la de mi padre. Lo último que me podía esperar es que le fuera a pasar esto a Alfonso. Se me ha caído el mundo encima. Tengo pánico a quedarme solo en la vida. Mi hermano siempre fue como mi padre. Me reñía de niño y también lo hacía ahora que soy mayor, y casi siempre, por cierto, con razón.»
La trágica muerte de su hermano mayor y «padre» hizo que Gonzalo huyese de nuevo hacia delante, viajando constantemente por Europa. En uno de esos fulgurantes viajes conoció a Emanuela Pratolongo, una mujer rica, seria y responsable, a quien Emanuela Dampierre no escatimó elogios en sus memorias.
Anulado su matrimonio con Mercedes Licer por el Tribunal de la Rota, Gonzalo pudo casarse así por la Iglesia con Emanuela Pratolongo, el 16 de septiembre de 1996.
Pero el destino, igual que a su hermano y a su sobrino Francisco, le había condenado ya a muerte.
Su propia madre evocaba así, en la revista Hola, la nueva tragedia acaecida el 27 de mayo de 2000:
Gonzalo había pasado por Madrid el fin de semana anterior a que le ingresaran en la clínica. Venía de acompañar a los enfermos a Lourdes, como hacía todos los años por esas fechas, y aprovechó para quedarse un par de días en Madrid para resolver algún asunto. Me llamó el lunes desde el hotel Emperatriz y me dijo que estaba esperando a un amigo para hablar de algo, y que luego le llevaría al aeropuerto. El miércoles se hizo un análisis en un centro médico de Lausana —donde residía con su mujer— porque se sentía muy fatigado. Sabía que algo le pasaba. Al día siguiente le ingresaron. Llegué cuando ya no había nada que hacer. Según me han dicho, murió de una broncopulmonía que se complicó después con una leucemia galopante. Qué cosa más rara, ¿no?… Cuando echo la vista atrás y reflexiono sobre mi existencia, creo que no me ha valido la pena haber vivido.
El 31 de mayo, cuatro días después del inesperado deceso, se publicaron en la prensa europea dos esquelas radicalmente distintas.
Si no fuera porque el nombre era el mismo en ambas, podía pensarse que se trataba de dos personas distintas, a juzgar por el tratamiento dispensado al difunto.
En el diario francés Le Figaro, los legitimistas insertaron la siguiente esquela:
Monseñor el príncipe Luis de Borbón, duque de Anjou, jefe de la Casa de Borbón, acompañado por su abuela, la duquesa de Anjou y de Segovia, y S. A. R. la princesa Emanuela de Borbón, participan el fallecimiento en Lausana, el 27 de mayo, de Su Alteza Real el Príncipe Carlos Gonzalo de Borbón, duque de Aquitania.
En España, sin embargo, el diario monárquico Abc, en sintonía con la casa reinante, recelosa siempre con los Borbón Dampierre, otorgó al finado el tratamiento de «excelentísimo señor», a secas; igual que a su madre Emanuela Dampierre.
En Francia, algunos legitimistas de la Casa de Borbón acusaron a la viuda de negligencia e incluso de mala fe, argumentando que había pactado directamente con la Casa Real los términos del anuncio de la muerte de Gonzalo en España, así como la relación de invitados al funeral y al entierro.
Para acabar de soliviantar a los legitimistas, la viuda aceptó que sobre el féretro se colocase tan sólo la insignia española. A nadie sorprendió, por eso, que Emanuela Pratolongo no acudiese a la ceremonia fúnebre oficiada en París.
Luis Alfonso de Borbón, por su parte, sobrino del difunto, retiró su nombre de la esquela española, encargando al Instituto de la Casa de Borbón la redacción de la francesa. De ahí, la abismal diferencia de tratamiento a Gonzalo en una y otra.
Para colmo de resquemores, sobre el mármol blanco de la tumba de Gonzalo, en las Descalzas Reales, no se inscribió el tratamiento de «alteza real» que sí figuraba en la lápida de su hermano Alfonso, situada justo enfrente, sino un escueto y humillante «don».
Ni siquiera recibió la distinción de «excelentísimo señor» que al menos le hubiera correspondido como hijo de un infante de España. Tal y como son considerados hoy los hijos de Marichalar y de Urdangarín, tan hijos de infante y nietos de rey como lo fue el desdichado Gonzalo de Borbón Dampierre.
Pero lo peor de todo no fue eso: cuatro meses después de la muerte de Gonzalo, su hija Estefanía aún seguía esperando que alguien de su propia familia le diese la dolorosa noticia, de la que se había enterado por otro conducto al cabo de quince días. «Lo supe —declaró a Hola— por un buen amigo de la familia que llamó desde Argentina. Hablando con mi madre, al darse cuenta de que no sabía nada, le dijo que mi padre había muerto hacía dos semanas. Cuando llegué a casa aquel día, fue muy triste, muy triste. Había hablado con mi padre en marzo y no sospechaba nada. Fue un shock para mí.»
Los organizadores del entierro y del funeral de su padre se habían encargado de borrarla de la lista de invitados.
Tampoco fue invitada Estefanía a la boda de su primo Felipe con la periodista Letizia Ortiz, celebrada en la catedral de La Almudena el 22 de mayo de 2004.
Otro hijo bastardo de la dinastía reinante en España, Leandro de Borbón Ruiz-Moragas, fue tachado, como ella, de la relación de invitados.
Solidarizada con él, Estefanía decidió poner también Leandro, de segundo nombre, a su quinto hijo Alexander, nacido aquel mismo año.
LOS LÍOS DEL TESTAMENTO
Gonzalo murió dejando cuatro nietos varones, nacidos entre 1994 y 2004: Nicholas, Jaime (llamado igual que su bisabuelo), Richard y Alexander.
Los dos mayores decidieron llevar luego el mismo apellido Borbón de su abuelo y de su madre, por delante del de su propio padre.
Estefanía se había casado con el norteamericano Richard McMasters, cuatro años menor que ella, el 27 de julio de 1995, en Palm Beach Gardens.
A esas alturas eran ya padres del primogénito Nicholas.
El benjamín, Alexander, a diferencia de sus hermanos, no llegó a conocer a su abuelo Gonzalo, pues nació cuatro años después de su muerte.
En octubre de 2000, Estefanía explicaba a Hola el trato esporádico y distanciado que mantuvo siempre con su padre: «Las relaciones entre mi padre y yo fueron siempre estrictamente privadas y más o menos frecuentes, con grandes paréntesis según épocas, pero siempre en el ámbito de lo privado. En los últimos años hablábamos varias veces por teléfono, cada dos o tres meses. Empezaba a saber cosas de él y él a saber cosas mías. La última vez que hablé con mi padre fue a finales del pasado mes de marzo. Recuerdo que me dijo sentirse algo cansado y que necesitaba parar un poco el ritmo de vida que llevaba. Pero para nada sospechábamos ni él ni yo que tenía una enfermedad tan fulminante».
Pero el distanciamiento entre ambos no significó en modo alguno que Estefanía rechazase las prerrogativas que le correspondían por ser hija de quien era. «Nunca habría renunciado a mis derechos —dijo, taxativa—. No existe razón alguna por la que ni siquiera me lo tendría que haber planteado. Eso está fuera de toda duda. Yo soy la hija legítima y reconocida de Gonzalo de Borbón. Soy Estefanía Michelle de Borbón. Sí, reclamo mis derechos sobre el testamento de mi padre, sea el que sea. Tiene un gran valor para mí, más que ninguna otra cosa en este momento, porque por fin la relación privada que manteníamos mi padre y yo estaba empezando a ser la relación de dos adultos que se deben entre sí un tiempo de sí mismos. Soy su hija y ni quiero ni voy a ser excluida por razones de lejanía geográfica.»
Al abrirse el testamento de Gonzalo, todos sus familiares se llevaron una sorpresa morrocotuda.
La más desconcertada resultó ser, curiosamente, la mayor beneficiada por su última voluntad: Mercedes Licer, cuyo matrimonio había sido anulado por la Iglesia.
En marzo de 2001, el albacea José María Ruiz de Arana, duque de Baena, se puso en contacto con Mercedes Licer para mostrarle el documento redactado por Gonzalo mes y medio después de contraer matrimonio con ella.
El testamento no dejaba lugar a dudas: Mercedes Licer aparecía como heredera universal de todos los bienes del difunto; si bien se otorgaba a Emanuela Dampierre el denominado tercio de mejora y libre disposición, es decir, la legítima.
La declaración de la propia Licer a Hola evidencia su desconcierto y alegría iniciales: «La herencia ha sido una sorpresa. Nunca imaginé que me lo dejara todo. No tengo ni idea de cómo ni por qué lo decidió así».
Pero la explicación era muy sencilla; tan sencilla como que a Gonzalo se le olvidó actualizar su testamento tras divorciarse de Mercedes Licer. Prueba evidente de que ni siquiera él mismo sospechaba que su enfermedad le llevaría de forma tan fulminante a la tumba.
Sólo así se explicaba que hubiese excluido del legado a su entonces esposa Emanuela Pratolongo, olvidándose también de su única hija, con quien había estrechado lazos en la etapa final de su vida.
La apertura del testamento puso a Emanuela Dampierre hecha un basilisco: «Cuando éste salió a la luz —evoca ella, en sus memorias dictadas a Begoña Aranguren—, sólo cabía pensar en dos posibilidades: o el día en que lo firmó había bebido, o bien los asuntos crematísticos le importaban tan poco que, sencillamente, había olvidado que lo hubiera hecho. Mercedes Licer dice que, poco antes de su muerte, mi hijo realizó cambios en sus inversiones. Nada de todo eso es cierto».
La herencia de Gonzalo de Borbón Dampierre se complicó cada vez más, hasta el punto de que Mercedes Licer anunció su intención de pleitear por la parte del legado del rey Alfonso XIII que, en su opinión, correspondía a Gonzalo.
Poco antes, la propia Licer había recibido una oferta económica del entorno de Emanuela Dampierre para que renunciase a su participación en la herencia.
Pero ella no claudicó. Recordaba haber visto en el madrileño piso del paseo de La Habana, mientras convivía aún con Gonzalo, un valioso lienzo de Madrazo, el reloj Cartier que regaló Victoria Eugenia a su futuro esposo Alfonso XIII en la petición de mano, así como una vajilla de oro y varias alhajas que habían pertenecido a la reina. Pero todos aquellos bienes desaparecieron.
Al misterio de la herencia se unió la sospecha de que el primo hermano de Gonzalo podía ser también padre de una hija ilegítima…