INTRODUCCIÓN

BREVE HISTORIA DE ESTE LIBRO

Dedicarte a la ciencia supone vivir con la espada de Damocles del paro sobre tu cabeza. Hasta que ganas una oposición en la universidad o en el CSIC, o te vas fuera de España y no vuelves, te pasas muchos años dependiendo de la próxima beca o de la próxima convocatoria de contratos y proyectos… si existe. Sea como sea, van a valorar principalmente tu productividad científica de los últimos años. Un proyecto que no funciona, una mala relación con el director del laboratorio o un competidor que publica antes que tú y ya estás fuera de la carrera investigadora. En una de esas épocas de la vida en que no sabes si van a aceptar tu artículo de investigación ni si te darán el próximo contrato, decidí hacer un curso de capacitación en genética forense que organizaba la Universidad de Zaragoza, por si en algún momento tenía que buscar trabajo fuera de la investigación en ciencia básica. Al final no hizo falta y pude seguir investigando con plantas. Saqué la plaza de profesor asociado, luego la de contratado doctor y, finalmente, la de titular en el Departamento de Biotecnología de la Universidad Politécnica de Valencia. Y conseguí dirigir mi propia línea de investigación en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP), a la que sigo dedicando la mayoría de mi tiempo y esfuerzo en estos años en que tanto cuesta conseguir financiación para investigar. Bueno, a eso, y al Máster de Biotecnología Molecular y Celular de Plantas, que es lo que más trabajo de papeleo exige. A pesar de todo, no quería desaprovechar mi formación adicional. En el último cambio de plan de estudios, fiel a esa costumbre tan española de que cada gobierno cambie todo el sistema educativo, se abrió la posibilidad de ofertar asignaturas optativas para el cuarto curso del Grado en Biotecnología. Se me ocurrió la idea de ofertar una asignatura llamada Biotecnología Criminal y Forense aprovechando lo que había aprendido en el curso y para facilitar la salida a los alumnos que quisieran encauzar su carrera profesional hacia la ciencia forense o la policía científica. Ya habíamos tenido varios en la licenciatura. Era fácil. Solo había que hacer una propuesta de programa de la asignatura, que una vez aprobada por la escuela se publicaría y los alumnos votarían. Solo se ofertarían aquellas asignaturas que fueran las más votadas por los alumnos. Mi propuesta quedó segunda, por detrás de Biología Molecular del Cáncer. El primer año tuve cuarenta y un alumnos y el segundo cincuenta, llegando al cupo máximo establecido para una optativa, así que parece que la asignatura está funcionando.

La docencia se divide en clases teóricas y prácticas. En las sesiones de teoría hablamos de los fundamentos de la ciencia forense y de cómo se hacen las diferentes pruebas y análisis. En las prácticas, visitamos instalaciones de la Ciudad de la Justicia de Valencia o de la jefatura de policía, y médicos forenses o policías científicos cuentan los aspectos pragmáticos de su trabajo a los alumnos. Además, los estudiantes tienen que hacer un trabajo académico que consiste en buscar toda la información posible sobre un caso real no resuelto, o cerrado de forma que quedan dudas razonables de que su resolución haya sido correcta. El trabajo se elige al azar entre los casos propuestos. Estos trabajos han sido uno de los aspectos más agradables de mi carrera como docente universitario y he disfrutado viendo las exposiciones y corrigiendo los pocos fallos que he encontrado. De hecho, en el primer año, las exposiciones fueron de cuarenta y cinco minutos y los propios alumnos me pidieron que fueran de una hora porque querían decir más cosas. Hay que tener en cuenta que la asignatura se imparte de forma intensiva durante un periodo de dos meses. A pesar del escaso tiempo que tienen para prepararlos (en grupos de tres o cuatro personas), los trabajos suelen ser exhaustivos, muy documentados y en ellos realmente aprendí detalles que me eran desconocidos de casos históricos como el asesinato de Kennedy, el crimen de los Galindos o el estrangulador de Boston… hasta que pillé el truco. Como en las películas, un alumno se fue de la lengua y confesó que, cuando contó en casa que tenía que hacer un trabajo sobre la muerte de Hitler, su padre, gran aficionado a la historia de la segunda guerra mundial, se había ofrecido a ayudarle. Así descubrí que los trabajos estaban tan bien hechos en tan poco tiempo porque contaban con la entusiasta colaboración de familiares, amigos y parejas de mis estudiantes. Tengo la sensación de que he hecho más por la unidad de las familias que el Vaticano. Curiosamente, cuando pido trabajos a mis alumnos de las asignaturas Ingeniería genética para el estrés ambiental o Proteómica de plantas, no despiertan el entusiasmo de su entorno y tienen que valerse por sus propios medios sin ayuda externa. Mi experiencia docente es la semilla de este libro, pero obviamente no basta. También me he valido de entrevistas y datos que me han pasado profesionales de este ámbito, y he leído muchos libros y artículos de investigación. Y alguna cosa más que descubriréis a medida que avancéis en la lectura. Todo por mis lectores.

LOS MUERTOS NO TIENEN GLAMUR

Si has leído la lista de capítulos, quizá te hayas sorprendido. En un libro que trata de cómo la ciencia puede servir para solucionar crímenes, que va a hablar de sucesos terribles y de cómo se resolvieron, resulta que a alguien se le ocurre hacer chistes en el título de los capítulos. La idea se la tomé prestada a la gente con la que hablé en el proceso de documentación previo a su escritura. Conté con la inestimable ayuda de policías científicos, forenses, fiscales, abogados y científicos de laboratorios forenses. Cuando hablan de su trabajo y de sus experiencias, suelen utilizar ese tipo de tono y recurren con frecuencia al humor negro. Por ejemplo, una inspectora de la policía científica me contó que un día encontraron un cuerpo que llevaba varios años escondido entre dos colchones en una pensión de mala muerte en Tenerife. La descripción de la pensión venía a ser como la del Castillo del Terror de una feria cutre y la familia al cargo de ella no desentonaba con la ambientación. Contó que, a medida que revisaban la habitación, se dieron cuenta de que el cuerpo estaba entre los dos colchones porque oyeron el ruido de los «crispies» pisoteados. Los «crispies» a los que se refería con la naturalidad del que los consume en el desayuno eran las crisálidas secas de los insectos necrófagos que sirven para indicar la presencia de un cadáver y pueden ayudar a descifrar las circunstancias de la muerte. De hecho, cuando hablaba de algún caso, siempre se refería con un mote como «El motorista fantasma», «El niño del contenedor» o cualquier otro. «Es que así me acuerdo de cuál es cuál», se justificaba.

Este es el primer golpe que debe superar alguien que se dedica a la investigación criminal. Los muertos no tienen glamur. En las series o películas la sangre es roja brillante, los muertos son guapos, están bien peinados y en posturas dignas, pero es mentira. Lo que ven las primeras personas que llegan al lugar de un accidente o de un crimen violento no se parece a nada que hayas visto. Los cadáveres están en posturas poco estéticas y, si ya han pasado varias horas de la muerte, seguramente sus esfínteres se habrán abierto y estarán rodeados de un charco de sus propias heces y orines, un detalle que nunca verás en CSI o en Bones. Si han pasado varios días, pueden estar descompuestos, llenos de gusanos o su carne se puede haber convertido en una papilla maloliente. Si ves la foto de la autopsia de Marilyn Monroe, no hay ni rastro de la belleza que encandiló a varias generaciones, sino una cara hinchada e irreconocible. Elvis Presley murió sentado en el váter de la forma que menos se imaginaría ninguno de sus numerosos imitadores. Si coges un atlas de anatomía forense, puedes encontrarte fotos de niños de cuatro años de edad decapitados en un accidente de coche, o de caras destrozadas por un disparo de escopeta donde la mandíbula inferior y la barbilla han desaparecido y la superior forma una siniestra sonrisa o, incluso, algunas peores relacionadas con violaciones y abusos sexuales a menores de las que voy a ahorrarme la descripción. Esto tampoco lo has visto en ninguna película. Si tu trabajo implicara ver escenas como estas de vez en cuando, necesitarías crear un distanciamiento psicológico por el bien de tu salud mental. El humor negro, negrísimo a veces, es una estrategia que utilizan muchos profesionales con este fin. Me di cuenta en las entrevistas que hice durante la documentación de esta obra y he encontrado comentarios similares en otros libros de memorias de médicos forenses. Por tanto, los títulos de los capítulos no son más que un modesto homenaje a los profesionales que, día a día, lidian con lo peor del ser humano para hacer una sociedad más justa.

Por cierto, ya que lo he mencionado, el caso conocido como «El niño del contenedor» estuvo protagonizado por una pareja que estaba a cargo del hijo de una amiga, en un ambiente de miseria y drogadicción. La pareja maltrató al menor, de unos seis años, hasta que se les fue la mano. Para ocultarlo, echaron el cuerpo al contenedor y denunciaron la desaparición del niño. Las incongruencias del relato despertaron el recelo de los investigadores, que los presionaron hasta que confesaron los hechos. Pero había que encontrar el cuerpo. Los investigadores tuvieron que ir al vertedero e inspeccionar las bolsas de basura una a una hasta que, después de semanas de trabajo y mal olor, encontraron los restos del niño, tan descompuestos que no se pudo esclarecer si la muerte fue homicidio, asesinato o accidente, por lo que el caso se resolvió con una condena de siete meses de prisión.

LA FASCINACIÓN POR EL MAL

¿Por qué los alumnos se matriculan en una asignatura como la mía? El mal nos atrae. No lo reconocemos, pero nos da morbo. En el instituto los empollones no ligan, pero en cambio los repetidores que se meten en peleas, fuman en los baños e insultan a los profesores ejercen de machos alfa y suelen atraer a las chicas más guapas. Posiblemente sea una herencia de nuestro pasado salvaje, en el que un macho musculado y bestia era mejor protección contra los tigres dientes de sable y los osos de las cavernas que un mindundi flacucho y desgarbado que pintaba en las paredes, miraba al cielo tratando de predecir las estaciones o hacía garabatos en una tablilla de arcilla diciendo que había inventado algo llamado escritura. Con el tiempo y para consuelo de los empollones que han pasado toda la secundaria y gran parte de la carrera célibes y a dos velas, consiguen que alguien se fije en ellos y que dejen a aquel novio macarra que las trataba mal… o no. Las cifras de víctimas de violencia machista siguen poniendo los pelos de punta, muchas con denuncia previa. También suceden cosas difícilmente explicables si no fuera por esta fascinación por el lado oscuro del comportamiento humano. Muchos convictos de crímenes horribles y espantosos reciben cientos de cartas de admiradores, e incluso algunos se han casado mientras cumplían su pena. Ted Bundy, uno de los peores asesinos en serie de la historia de Estados Unidos, responsable de la muerte de al menos treinta mujeres, se casó estando en prisión con Carole Anne Boone. En España tenemos a José Rabadán, «el asesino de la katana», que a los dieciséis años mató con una espada japonesa a sus padres y a su hermana de nueve años con síndrome de Down alegando que para él era un juego. En la cárcel recibió cientos de cartas de admiradoras y empezó a salir con una. El 25 de mayo de 2000 Clara García Casado, de dieciséis años, recibió treinta y dos puñaladas a manos de dos compañeras suyas de instituto que querían emular los crímenes de Rabadán, por el que sentían admiración. Esta es otra constante de la investigación criminal, los copy-cats, los criminales que cometen crímenes imitando a otro criminal, no por disimular y atribuirle a otro las culpas, ya que en ocasiones se trata de asesinos convictos o fallecidos, sino como homenaje. También existen los que se atribuyen crímenes que no han cometido solo para llamar la atención o como muestra de su fascinación por algún criminal.

No hace falta irnos a los casos extremos, los delincuentes, sean víctimas de trastornos mentales o bien personas perfectamente responsables de sus actos que voluntariamente deciden cometer actos reprobables, son un porcentaje muy mínimo de la sociedad. Todos los actos que menciono en este libro son la excepción. Vivimos en una sociedad aceptablemente segura, donde los crímenes violentos son puntuales y no nos matamos unos a otros. No obstante, a pesar de que la gran mayoría de nosotros nunca nos veremos implicados en un delito grave, ni como víctimas ni como causantes, todos sentimos fascinación por el mal… Hay gente que colecciona objetos relacionados con criminales o asiste a tours turísticos (sobre todo en Gran Bretaña) por sitios que han sido escenario de crímenes. No es extraño, pues ya a principios del siglo XIX Thomas de Quincey escribió el libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes en el que hablaba de la perspectiva artística del asesinato. ¿Quieres un ejemplo cercano? Busca en YouTube y encontrarás vídeos de gente que hace excursiones a la caseta donde se cometió el infame asesinato de las tres niñas de Alcácer, lo graba y lo cuelga[1]. Y te daré otro ejemplo todavía más cercano: ¿qué haces leyendo este libro sobre crímenes y en cuya introducción ya se han mencionado seis o siete cadáveres?

CRÍMENES DE MENTIRA

La ficción es un recurso para liberar nuestra fascinación por el mal. Toda historia buena tiene un malo carismático. La guerra de las galaxias no sería nada sin Darth Wader, ni Harry Potter sin Voldemort, ni El señor de los anillos sin Sauron… ni un ecologista sin Monsanto. Esto no es nuevo: ¿qué sería de las películas de vaqueros sin Lee van Cleef, Jack Palance o Lee Marvin? Incluso una mala película puede parecer buena si el malvado es suficientemente carismático. Por ejemplo, El silencio de los corderos, considerada una de las mejores obras de suspense —subgénero: películas con asesino en serie— de todos los tiempos. La historia tiene más lagunas e incongruencias que la declaración de renta de Jordi Pujol. A pesar de eso, ha quedado en la memoria de todos. A ver, ¿quién se cree que alguien puede llamar por teléfono desde una celda pulsando el botón de colgar o abrir unas esposas con un bolígrafo? Y ahora viene el despiporre: matar a dos guardas en pocos segundos, quitarle la cara a uno y ponértela encima para hacerte pasar por un herido. Lo ves en una película de karate de esas en las que están media hora volando para pegar una patada y te preguntas qué se ha fumado el guionista. No obstante, el juego de la bella y la bestia entre la joven y aparentemente frágil Clarice Starling (Jodie Foster) y el inconmensurable Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) nos atrapa desde la escena del primer encuentro entre los dos protagonistas, en la que vemos a Clarice como Eurídice descendiendo a los infiernos del pasillo de los reclusos más peligrosos para, al final, encontrarse a Hannibal quieto, tranquilo, en medio de su celda y empezar algunos de los diálogos más hipnóticos de la historia del cine con ese «acércate, acércate» para que le enseñe la credencial, adivinar su loción corporal, el juego del quid pro quo o frases míticas como: «Uno del censo intentó hacerme una encuesta. Me comí su hígado acompañado de habas y un buen chianti». Por cierto, lo de quid pro quo es otro error del guion, la locución correcta es do ut des. Y lo mismo nos pasa con otros personajes que se mueven entre la ficción y la realidad, como el Conde Drácula o Jack el Destripador. En ocasiones, al malo no hace falta ni enseñarlo, solo esbozarlo, hablar de él, y ya es suficiente para que sintamos sus presencia… ¿o nadie se acuerda de Sospechosos habituales y el personaje de Keyser Söze? Un malo sobre el que gira toda la trama pero que no aparece. En otros casos, la ficción nos permite ver cumplido algún deseo oscuro. A ver, ¿qué padre de niña preadolescente no tuvo un estremecimiento de placer viendo el capítulo de CSI en el que cosen a tiros a Justin Bieber? Ya sé que nadie lo dice, pero cuando habéis oído en el coche cincuenta veces lo de «Baby, baby, baby, baby ooooooo, baby, baby, oooooooo», el episodio 15 de la undécima temporada de CSI Las Vegas os arranca una sonrisa de complicidad malévola. Que se lo pregunten a Dani Mateo o a Pablo Motos, quienes lo sufrieron en su visita a España.

La mayoría de los ciudadanos reconducimos esta fascinación por el mal y el crimen con la ficción. El género policíaco es relativamente reciente. Se considera que el primer detective de ficción es Auguste C. Dupin, creado por Edgar Allan Poe y antecesor de las obras del francés Émile Gaboriau, padre de la novela negra francesa (llamada polar). Pocos años después irrumpió el mítico Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Este género se ha adaptado a todos los ambientes, situaciones y paisajes. En los últimos años los policías más populares parece que ya no hablan inglés sino sueco o noruego, con escritores como Henning Mankell, Jo Nesbø o Stieg Larsson, heredado por David Lagercrantz, entre otros que le han dado un nuevo aliento (muy frío, casi polar, cosas de la geografía) al género. No voy a negar que soy muy fan del género negro, y que posiblemente de aquí nace mi interés por el tema. Si tengo que elegir, de entre lo mucho y bueno que hay, me quedo con tres. En castellano, con un descubrimiento vergonzosamente reciente, de esos que te da rabia no haber leído antes, Francisco García Pavón y su personaje de Plinio, jefe de la GMT (Guardia Municipal de Tomelloso), secundado por su ayudante don Lotario, el veterinario. En catalán, con Ferran Torrent y su Toni Butxana, al que leí por primera vez con catorce años y sigo releyendo de vez en cuando. En inglés, con Chester Himes, que retrata como nadie la violencia descarnada con dos de sus personajes, Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones, y además acabó sus días en Moraira, a escasos kilómetros de mi Denia natal.

El género negro en la literatura sigue gozando de buena salud y en cine siempre ha sido uno de los valores seguros para las productoras, pero en los últimos años ambas expresiones artísticas se han visto superadas por el fenómeno de las series. De la misma forma que en la década de 1970 los niños veían El hombre y la Tierra o Mundo submarino y querían ser biólogos, en los años ochenta Fama o Cosmos y estudiar arte dramático o astronomía, y en los noventa Urgencias o Periodistas y ser médicos o trabajar en un diario, en el siglo XXI el auge de las series policíacas está detrás del aumento de las vocaciones a la policía científica o la medicina forense. Es indudable que los guiones e historias de estas series tienen gran calidad, pero muchos de los aspectos científicos que aparecen son muy cuestionables. CSI es la serie arquetípica y la más longeva. Tiene de positivo que todo se basa en la recogida de pruebas, en las evidencias objetivas y en los análisis, no en lo que dicen los testigos. No obstante, luego los actores cogen mal las pipetas automáticas en el laboratorio, hacen en varios minutos análisis que en la vida real duran horas y, en lugar de tener cada uno su especialidad, el mismo experto es capaz de analizar muestras biológicas, desmontar un coche, hacer un análisis de suelos, detener e interrogar al sospechoso y liarse a tiros con el malo, todo desde un laboratorio impresionantemente equipado inmune a los recortes presupuestarios.

Sin duda, a pesar de los fallos y de algún que otro deje machista (los chicos siempre visten uniforme y las chicas van escotadas, ¿no te habías dado cuenta?), la serie CSI se parece más a la realidad que otras como El mentalista o Castle, donde la policía científica no es necesaria y nunca busca fibras o huellas dactilares porque Patrick Jane o Richard Castle lo saben todo y siempre pillan al malo.

Te guste o no la ficción policíaca, la historia de cómo la ciencia se aplica a la investigación criminal, la realidad actual de la ciencia forense y cómo consigue descifrar crímenes y dar con los culpables es más apasionante que cualquier capítulo de estas series o cualquier película de tiros. Solo espero que, al leerlo, te lo pases tan bien como mis alumnos en clase o como yo mientras me documentaba y escribía el libro, y que cuando veas el próximo capítulo de CSI, Bones, Castle o cualquier película policíaca, entiendas por qué hacen lo que hacen y, sobre todo, que detectes los fallos.

Venga, ponte los guantes y coge la lámpara forense y el pincel para las huellas dactilares, porque arrancamos.