CAPÍTULO 3
LOS CADÁVERES HABLAN SI SABES ESCUCHARLOS
En la filosofía del derecho, en la religión y en el sentido común la vida es el bien más preciado que existe, por eso los crímenes que implican su pérdida son los más graves. Si además de matar a una persona, se le ha causado daño o se ha abusado sexualmente de ella, tenemos los crímenes más horrendos con los que podemos encontrarnos.
Pero si infligir daño a un cuerpo humano puede ser uno de los crímenes más atroces, también llevamos acumulados muchos años de estudio que nos permiten reconocer las marcas, señales y rastros que quedan en un cuerpo y así poder reconstruir los hechos e identificar a los culpables. No es fácil interpretar los indicios y leer un cadáver, pero el método científico es de gran ayuda para intentarlo. Y dado que el método científico se basa en la experimentación, también se ha estudiado la descomposición de los cadáveres, tanto observando cómo se produce en los animales, como utilizando cuerpos humanos legados a la ciencia. Existen unas instalaciones llamadas «granjas de cadáveres» en las que se dejan cuerpos, de diversas tallas y estaturas, en diferentes condiciones para observar cómo se descomponen. La más famosa es la de la Universidad de Tennessee, en la que científicos como William Bass, Arpad Vass o Bill Rodríguez han hecho interesantísimos trabajos sobre este tema. Gracias a ellos podemos afinar en aspectos como la causa de la muerte, las circunstancias en las que se produjo y cuándo tuvo lugar, datos que resultan cruciales en numerosos juicios. Muchos sospechosos pueden presentar una coartada para cierta hora (por ejemplo, que estuvieron cenando con unos amigos, o en el cine), por eso generalmente es imprescindible precisar el momento exacto de la muerte para ver si el sospechoso, después de la cena, se acostó o, en cambio, mató a alguien por el camino.
La descomposición de un cadáver es un proceso muy variable, en el que influyen muchos factores como la causa de la muerte, la edad y peso del cadáver, la temperatura y humedad, etcétera. Sin embargo, se pueden encontrar unos patrones comunes que nos ayudan a desentrañar las circunstancias. Si conocemos en detalle las diferentes etapas en las que se produce la descomposición, o qué aspecto tienen las víctimas de determinados delitos, podemos girar hacia atrás las manecillas del reloj y afinar en la hora y en las circunstancias de la muerte.
FINIS GLORIAE MUNDI
En la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla existe una obra maestra del barroco andaluz que estremece. Pintada por Juan de Valdés Leal, estaba destinada a adoctrinar al espectador sobre la futilidad de esta vida y el poco valor de los bienes terrenales. El cuadro, titulado Finis Gloriae Mundi («El fin de las glorias mundanas»), representa el cuerpo de un obispo enterrado, con lujosos ropajes y joyas, pero descompuesto, reducido a calavera y rodeado de podredumbre. La obra forma parte de un díptico, que incluye la menos conocida In Icto Oculi, pero a mí esta no me impresiona tanto como la primera. Realmente pocas cosas hay más democráticas y que tanto igualen a la gente como la muerte. En mi Denia natal decimos «segur es morir-se» —lo único seguro es morirse— y Benjamin Franklin lo adornaba diciendo: «Solo dos cosas hay seguras, la muerte y pagar impuestos». De la segunda, la Agencia Tributaria podrá señalar alguna que otra excepción, de la primera no, salvo en algunas religiones, que hablan de inmortales o de gente que sube a los cielos en cuerpo y alma.
Realmente nacemos con un envase retornable, biodegradable y reciclable. El oficio de difuntos lo deja claro, «polvo al polvo, cenizas a las cenizas», aunque prefiero a Quevedo y su soneto, aquel de «cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día», que acaba diciendo «su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado». Llama la atención que el polvo se considere la última constancia del paso de alguien por el mundo, algo hermoso ya que metafóricamente cierra el círculo y nos hace pensar en el primerísimo instante de la vida animal, la concepción. No siempre un cadáver acaba convertido en polvo. Un cadáver puede sufrir diferentes procesos de descomposición y cada uno de estos tiene una escala temporal diferente, lo que puede ser tremendamente interesante desde el punto de vista de la ciencia forense.
Para empezar, ¿a qué consideramos muerte? Parece que sea algo muy obvio, pero no lo es. Hipócrates ya describía los rasgos del rostro cuando se avecinaba la muerte. Hablaba de nariz afilada, ojos hundidos, orejas frías, color lívido en la cara. Hoy en día todavía se conoce este aspecto con la expresión «facies hipocrática». Tradicionalmente se consideraba como muerte el cese de la actividad cardíaca y respiratoria, y muchos de los métodos tradicionales para determinar la muerte, como tomar el pulso o poner un espejo en la nariz, se basaban en este principio. El problema es que hay casos documentados donde el cese de la actividad cardíaca o respiratoria no ha sido irreversible, como ha ocurrido con personas que han estado a punto de ahogarse en aguas frías. Actualmente, la muerte se certifica en función de varios parámetros además del cese de la actividad cardiorrespiratoria, como el estado de las pupilas o la actividad cerebral.
Lo primero que debe hacer un forense es verificar la muerte. Obviamente la mayoría de casos no dejan lugar a la duda, si el cuerpo ya está frío, o partido en pedazos, pero aun así es muy típica la escena de ver a alguien en el suelo y como el primero que llega le pone la mano en el lateral del cuello para buscarle el pulso. Fallo. Lo más usual hoy en día es coger una linterna y enfocarla en el ojo para ver si la pupila está dilatada o no, algo que ya empieza a verse en alguna película, aunque el gesto del pulso sigue siendo frecuente.
Normalmente, cuando se encuentra el cadáver, y una vez hecha la documentación fotográfica y la recogida de muestras, el juez autoriza su levantamiento y se lleva al instituto de medicina legal para hacerle la autopsia, de la que hablaré en detalle más adelante. No obstante, a primera vista, ya sea en el lugar del crimen o recién llegado a la sala de autopsias, un cadáver puede dar información valiosa sobre su identidad o la causa de la muerte. La inspección inicial del forense consiste en tratar de buscar marcas y señales externas que nos permitan identificar el cadáver, como peso, medida, rasgos físicos, tatuajes o marcas distintivas, entre otros datos. Esto puede parecer muy obvio, pero conviene tener en cuenta que muchos cadáveres se encuentran en fragmentos o en estado de descomposición, y la identificación puede basarse en un trozo de piel con un tatuaje distintivo, una cicatriz o la ficha dental. El forense también debe buscar indicios de cómo se produjo la muerte, mirando la posición del cadáver o las heridas que presenta, o si existen señales de lucha. En la serie El mentalista el personaje de Patrick Jane es un antiguo mago mentalista que hacía creer que sus poderes eran verdaderos y ahora colabora con la Policía Estatal de California (y luego con el FBI). Se pasa toda la serie tratando de cazar al asesino de su mujer y su hija, John el Rojo, algo que aparentemente consigue al final de la tercera temporada, pero luego se alarga, de forma un tanto artificiosa, tres temporadas más para acabar atrapando a otro sospechoso que sí parece ser el verdadero culpable. La serie habla de todos los engaños que utilizan los supuestos videntes. Solo hay una excepción, un episodio en el que aparece una supuesta vidente que le dice que su hija no sufrió cuando fue asesinada y esto emociona al mentalista. A ver, una niña apuñalada. Simplemente viendo si la mancha de sangre es grande y regular (señal de que se desangró sin llegar a despertarse) o si hay muchas puñaladas en el cuerpo, manchas de sangre y heridas de defensa (apuñalamiento en los brazos y muñecas porque se los puso en la cara para protegerse) se puede saber si sufrió o no. No hace falta molestar a ningún espíritu. CSI es una serie que en general mantiene un tono bastante científico, aunque en un episodio aparece un vidente con supuestos poderes reales y, en otro, el forense le explica a Grissom dónde están los chakras, algo imaginario propio de la medicina ayurvédica.
Para determinar la hora de la muerte, hay que conocer muy bien todo lo que le puede pasar a un cadáver y la escala temporal en que sucede, algo que sabemos gracias a muchas horas de investigación.
QUÉ PASA CUANDO HACE POCO QUE HEMOS MUERTO
En las primeras horas después del fallecimiento tienen lugar los llamados «fenómenos cadavéricos tempranos» que, bien reconocidos y descifrados, nos pueden ayudar a determinar la hora aproximada del fallecimiento y en algunos casos las circunstancias de este.
El más reconocible es el algor mortis y hace referencia al enfriamiento que sufre el cuerpo después de la muerte. Nosotros, como animales de sangre caliente, poseemos un sistema bioquímico que a costa de consumir energía (que obtenemos de la comida) mantiene nuestra temperatura corporal constante alrededor de 36-37 °C. Cuando nos morimos ese sistema deja de funcionar y, como si fuéramos un radiador apagado, vamos transfiriendo el calor que hemos producido al entorno y nuestra temperatura baja poco a poco hasta igualarse con la del ambiente. En algunos libros aparece que la temperatura disminuye aproximadamente un grado por hora durante las primeras doce horas, aunque esto es muy variable en función de la temperatura, la humedad, la ropa que lleve el cadáver y el medio. Si el cuerpo está en el agua, la pérdida de calor será muy rápida; si está en la superficie, más lenta, y si está enterrado, también cambiará. Es importante tomar la temperatura del interior del cuerpo (suele ser la del hígado) dado que, si le queda algo de calor y todavía no está a temperatura ambiente, es una señal inequívoca de que la muerte es reciente, aunque establecer la hora exacta a partir de este dato es poco fiable y, como mucho, solo podemos obtener un margen.
Otro fenómeno que sucede al poco de morir es el rigor mortis o rigidez cadavérica. De todos es conocida la expresión «estar tieso como un fiambre» o «estar tieso» como sinónimo de no tener un duro o de estar muerto. El rigor mortis es un proceso que empieza a las tres o cuatro horas del fallecimiento y que se suele completar pasadas doce horas, empezando por los músculos más pequeños y acabando por los más grandes. A las veinticuatro horas del deceso suele alcanzarse el máximo agarrotamiento. Pasadas cuarenta y ocho horas, empieza a desaparecer y los músculos vuelven a estar flexibles. Dado que los músculos faciales también se contraen, es fácil que el muerto cambie la expresión de la cara, normalmente abriendo la boca. Otro fenómeno más macabro todavía es que, cuando se agarrotan los músculos que controlan el movimiento de los pulmones, pueden hacer que el cadáver exhale el aire que contiene y, al pasar por las cuerdas vocales, emita una especie de gemido. Si estás delante, el susto no te lo quita nadie. De la misma manera que, según la postura, el cadáver puede moverse o incorporarse. No está resucitando, se debe a la contracción muscular por el rigor mortis. Por cierto, para que la carne de ternera de calidad esté buena, tienen que haber pasado varios días desde su sacrificio. Esto es debido a que el proceso de maduración de la carne consiste en que pase el rigor mortis (momento en el que, si te la comes, estará dura como una piedra y te arriesgas a que el bistec te salga carísimo por la factura del dentista), pero en la fase post-rigor la carne se queda tierna y es el momento óptimo para su consumo pues la degradación de los componentes de los músculos hace que sea más blanda. Durante esta etapa muchas células se degradan, entre ellas los glóbulos rojos, que expulsan el potasio de su interior. Este potasio se puede acumular, por ejemplo, en el interior del ojo y es una de las formas más fiables de establecer la hora de la muerte para cadáveres encontrados a las pocas horas.
Como estamos viendo, los cadáveres siguen las leyes de la física y la química que gobiernan el universo. El algor mortis es un fenómeno termodinámico; el rigor mortis, un fenómeno bioquímico, y existe otro, el livor mortis, que se debe a la física clásica. Cuando el corazón se para, la sangre deja de circular y por acción de la gravedad empieza a depositarse en las zonas inferiores. Si una parte del cuerpo está en contacto con una superficie, los capilares estarán cerrados por la presión, por lo que la sangre no se depositará, acumulándose en las partes orientadas hacia abajo que no están en contacto con una superficie, como la parte lumbar (si el cadáver está boca arriba, técnicamente, en decúbito supino) o la parte delantera del cuello si está boca abajo (decúbito prono[15]). Al coagularse, la sangre se quedará fijada en esta zona hasta que llegue la descomposición, con lo cual será una indicación muy evidente de si el cadáver se ha movido y del relieve de la superficie sobre la que se encontraba.
Además de la posición del cadáver, el livor mortis puede indicarnos la causa del deceso. Por ejemplo, en los suicidios con los gases del tubo de escape, o en las muertes accidentales por estufas, calentadores de butano u hogueras en invierno. Esto se debe a respirar monóxido de carbono, que es capaz de reaccionar de forma irreversible con la hemoglobina. Mientras estás respirando este gas, la hemoglobina llega a los pulmones y suelta el CO2, pero, en vez de cambiarlo por O2, se une al monóxido de carbono (CO), que la inutiliza. Además no sentimos sensación de asfixia, por lo que directamente te caes y te mueres, de forma indolora e inodora. Al unirse al CO, la hemoglobina forma una molécula llamada carboxihemoglobina, que tiene un color rojo cereza o brillante. Un fallo típico de las películas es abrir el garaje, toser, empezar a agitar los brazos y tratar de rescatar al que se ha suicidado. Normalmente lo salvan, pero, si ya está muerto, el cadáver aparece blanco. Lo normal es que esté de color muy rojo, como un inglés en Benidorm. El mismo CO también se utiliza en la industria alimentaria para que la carne tenga mejor aspecto. En los envenenamientos con cianuro el cadáver también presenta un color rosado característico.
Y, por supuesto, en las primeras horas un cadáver puede deshidratarse. El 70-75 por ciento de tu peso corporal es agua. Cuando estás vivo, sudas para mantener la temperatura. El líquido que pierdes lo recuperas bebiendo. Una vez muerto, el agua se pierde gradualmente a través de los poros de la piel por transpiración (no se puede hablar de sudar porque el sistema que regula la temperatura corporal ya no funciona). La primera señal de que el cuerpo está perdiendo agua se puede encontrar en los ojos, donde aparecen marcas características, como el signo de Somer-Larcher, que se da en los cadáveres que han permanecido con los ojos abiertos. Este signo consiste en la aparición de una mancha marrón en el ángulo externo que, con el tiempo, acaba convertida en una banda marrón horizontal que atraviesa el globo ocular a la altura del ecuador debida a que, al deshidratarse la esclerótica (la pared exterior del ojo, de color blanco), esta va volviéndose transparente y deja ver los pigmentos del interior. Si alguien le ha cerrado los ojos al cadáver pasadas unas horas, esta mancha lo delatará. Otro signo típico de la deshidratación es el signo de Stenon-Louis, que se produce a las veinticuatro horas si los ojos están cerrados, y que consiste en que la córnea se hace opaca y los globos oculares se hunden dentro de las cavidades, dando ese aspecto de ojos vacíos tan propio de las películas de terror. ¿Os acordáis de los ojos de la madre de Norman Bates en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960)? Pues una cosa parecida.
Uno de los mitos más recurrentes es que, después de muerto, el pelo y las uñas siguen creciendo. No es cierto. El pelo y las uñas están formados principalmente por una proteína llamada queratina. Cuando te mueres, los procesos normales de una célula —entre ellos la síntesis de proteínas— dejan de funcionar, por lo que no puedes seguir fabricando queratina, ergo es imposible que el pelo y las uñas crezcan. Lo que realmente pasa es que, al deshidratarse el cuerpo, la carne pierde volumen. Las uñas y el pelo no se deshidratan ni pierden volumen puesto que el porcentaje de agua que tienen es mínimo, y por eso pueden aparentar haber crecido en un cadáver, cuando realmente son los tejidos que les rodean los que han encogido.
Si se tienen claros estos cuatro fenómenos (algor, rigor, livor mortis y deshidratación) y la escala de tiempo en la que sucede cada uno, los médicos forenses pueden hallar información valiosa sobre la hora y la causa de la muerte, aunque algunos guionistas no se hayan enterado. Me gusta mucho Hitchcock, pero todo el argumento de una película clásica de la historia del cine como es Vértigo: De entre los muertos (1958) se basa en una trampa de guion que un forense desmontaría en diez segundos y mirando el cadáver de lejos. Se supone que al detective Ferguson (James Stewart) le hacen creer que la presunta esposa de su cliente, encarnada por Kim Novak, se ha suicidado. Realmente, se trata de una doble que aparenta suicidarse y dan el cambiazo por el cadáver de la verdadera esposa, convenientemente asesinada por su marido un ratito antes. A ver, si te suicidas tirándote de un campanario, en el momento que impactas contra el suelo el corazón sigue latiendo y el sistema circulatorio todavía tiene tensión arterial, por lo que, en el momento del choque, cuando se fractura el hueso por el impacto y se producen heridas, la sangre manchará en un radio considerable debido a la presión arterial. Si lanzas un cadáver, no hay presión arterial, y este cae, los huesos se rompen pero la sangre no se esparce alrededor, de modo que el cuerpo no estará rodeado de una mancha de sangre. Si el forense llega pronto, la temperatura le indicará que hace ya un rato que está muerta y que, por tanto, la escala temporal no concuerda con el salto del campanario. Pero es que hay más. Si la ha matado a media tarde y finge el suicidio por la noche, el rigor y el livor habrán empezado y el forense notará que tiene músculos rígidos o depósitos de sangre, señal de que lleva tiempo muerta y que la han movido. Y ya, para finalizar, por la distancia entre el punto de impacto y el alero del campanario se puede saber si ha saltado o la han lanzado. Lo siento, Alfred, me encanta tu cine… pero lo de Vértigo no cuela.
Un error típico de muchos criminales es pensar que, cuando matas a alguien, si luego quemas la casa borras las pruebas y no se puede saber si la víctima se ha muerto en el incendio o no. Gran error. Primero, para degradar por completo un cuerpo hace falta muchísima temperatura, que en un incendio no suele alcanzarse. Pero aún hay más: cuando alguien queda atrapado en un incendio, normalmente muere por la asfixia de los gases antes que quemado, así que si en el pulmón no tiene carbonilla y humo, mal vamos. Además, al quemarse adopta un pose característica, conocida como la postura del boxeador (este es el nombre que sale en los libros de medicina forense), debido a que tenemos más músculos flexores que extensores y, puesto que sufren una fuerte deshidratación con el calor, se quedan contraídos asemejando la típica posición de guardia de un boxeador. Otro fenómeno típico de los cuerpos quemados es que, por el calor, hierve el contenido interno del cráneo y, en menor medida, el del tronco. Lo más normal es que la cabeza acabe estallando por la presión y, en muchos casos, también lo hagan el tórax y el abdomen. Si encuentras un cuerpo en un incendio y no tiene los músculos contraídos, o no ha estallado la cabeza, es posible que llevara varias horas muerto antes de producirse el incendio.
Como hemos visto para cadáveres recientes, ninguna técnica nos da una fecha exacta, sino que trabajamos con márgenes. La forma de hacer la estimación es considerar la fecha según diferentes técnicas o, incluso, recurriendo a técnicas indirectas. Por ejemplo, en casos de cuerpos hundidos, accidentes o incendios, si llevan un reloj analógico es muy probable que se pare indicando la hora, lo mismo que las llamadas de móvil, tanto las emitidas como las contestadas, te pueden dar una estimación de hasta qué hora estuvo vivo. Otra evidencia indirecta que suele considerarse es el contenido estomacal. La digestión dura aproximadamente dos horas, después de la cual el bolo pasa al intestino, donde está unas seis horas. Analizando el tracto digestivo y viendo en qué fase de la digestión se encuentra, podemos hacernos una idea del tiempo transcurrido entre su última comida y la hora de la muerte.
FENÓMENOS CADAVÉRICOS TARDÍOS DESTRUCTORES. AQUÍ EMPIEZA A OLER A MUERTO
Pasado un tiempo, lo más normal es que el cadáver empiece a descomponerse, algo que hace el trabajo de forense muy desagradable. Ahora sabemos que esta descomposición sigue unas pautas y se puede dividir en etapas. La primera es el periodo cromático. Mientras estamos vivos, tenemos aproximadamente dos kilogramos de bacterias repartidas por diferentes partes del cuerpo, principalmente en el intestino, y en el caso de las mujeres también en la vagina. Estas bacterias, en general, son nuestras amigas ya que nos ayudan a asimilar mejor la comida. De hecho, los alimentos prebióticos están pensados para mejorar esta flora intestinal y los probióticos directamente contienen los bichitos que la forman. Sin embargo, cuando te mueres, estas bacterias ya no se acuerdan de que son tus amigas, de todo lo que habéis vivido juntos, de que nadie mejor que ellas conoce cómo eres por dentro y, simplemente, se dejan llevar por sus instintos más primarios… Tienen hambre y ya no les llega comida. Favorecidas por la autolisis celular que ya ha ablandado muchos tejidos y por la falta de un sistema inmune que las mantenga a raya, comienzan a comerte por dentro. Hay un dicho: «Cría cuervos y te sacaran los ojos», pero nunca he conocido a nadie que críe cuervos ni que se quede ciego por ello. Sería más correcto decir «cría bacterias y se te comerán por dentro», porque realmente eso es lo que pasa. El periodo que necesitan las bacterias para comerte es bastante irregular. En obesos y bebés es bastante más rápido porque, en proporción, hay más tejido blando. Si te has muerto por una enfermedad infecciosa, esas mismas bacterias pueden haber adelantado la faena mientras estás vivo y la descomposición será más rápida. Por el contrario, si antes de morirte has tenido un tratamiento con antibióticos o has muerto envenenado o intoxicado, esto puede haberse cargado las bacterias y la descomposición será mucho más lenta.
La primera señal de que las bacterias están saciando su hambre con tus intestinos es una mancha verde que aparece a la altura de la fosa ilíaca derecha, la hendidura que hay por encima de la ingle y a la derecha de los abdominales (si es que los localizáis, porque los míos son muy tímidos y se esconden detrás del michelín). El color verde que asociamos con la descomposición es debido a que las bacterias, principalmente clostridios y coliformes, descomponen la hemoglobina y esta se une a compuestos de azufre producidos por las mismas bacterias, formando sulfohemoglobina, que tiene el característico color verde cadáver podrido. Por eso este periodo se llama cromático, porque el cadáver empieza a coger color de maquillaje de Halloween. Pero el cambio no es solo visual. Las proteínas de cualquier animal, incluyéndote a ti, querido lector, tienen aminoácidos como la cisteína o la metionina que contienen azufre. Al ser digeridas por las bacterias, forman compuestos como el ácido sulfhídrico, que huele a huevos podridos. No es una metáfora. La clara de huevo es muy rica en aminoácidos con azufre y, al descomponerse, emana ese olor característico. Las proteínas también tienen grupos con nitrógeno que, al descomponerse por acción de las bacterias, pueden producir unos compuestos llamados poliaminas, que tienen nombres tan expresivos como putrescina, espermina, espermidina y cadaverina. No mienten. Huelen precisamente a lo que su nombre sugiere. Así que el olor a cadáver es una mezcla de compuestos que contienen azufre y nitrógeno, los cuales huelen mal por separado, pero, juntos, peor.
Creo que hasta aquí os hacéis una idea de que un cuerpo que lleva varios días muerto no es algo agradable. Pero la mente humana es misteriosa. El ya mencionado Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, mató a una de sus novias (una chica deficiente mental llamada Antonia Rodríguez), la escondió en el campo y, durante una temporada, seguía realizando prácticas sexuales con ella. Imaginad el estado en el que se encontraría la pobre infortunada para haceros una idea del personaje. Y los hay peores. La película de Hitchcock Psicosis, basada en la novela homónima de Robert Bloch, y el asesino en serie Buffalo Bill que aparecía en El silencio de los corderos están inspirados en un personaje real, Ed Gein, al que solo se le atribuyen dos muertes… pero que tenía la costumbre de asaltar cementerios y hacer de todo con los cadáveres recientes, desde marroquinería con la piel a artesanía con las calaveras y los huesos. En la serie American Horror Story, estrenada en 2011, un personaje tiene un cadáver guardado en un cajón y de vez en cuando lo saca y juega con él. Por supuesto, el cadáver siempre es guapo y está limpio. Opino que, en realidad, tendría que jugar a los puzles porque, durante la descomposición, el tejido conectivo también se degrada y, si coges una extremidad, lo más normal es que te quedes con ella en la mano.
Experimentos caseros. Los gases que se producen en la descomposición de la materia orgánica se pueden producir a partir de materia inorgánica. En cualquier tienda de minerales puedes encontrar piedras de pirita, que son como cubos regulares de color brillante y están compuestas de sulfuro de hierro. Si las mezclas con ácido clorhídrico, es decir, el salfumán que compras en el súper, el gas que se desprende es ácido sulfhídrico, el mismo que se forma en la descomposición de un cadáver. Si lo hacéis, que sea en un lugar con mucha ventilación, ya que es bastante tóxico.
La mancha verde no aparece en todos los cadáveres. Si en el cuerpo tienes heridas o laceraciones, por ejemplo, debidas a un apuñalamiento, puede ser que la descomposición empiece por allí. En los cadáveres de neonatos o fetos, al no tener todavía el intestino colonizado por la flora, la mancha verde empieza por el ano o por las vías respiratorias, por tanto la descomposición irá de fuera hacia dentro por la acción de las bacterias del ambiente.
Después de ponerte verde —en el sentido propio del término—, las bacterias siguen con su festín y producen gran cantidad de gases que van acumulándose dentro del cadáver. Esto marca la segunda fase, el periodo enfisematoso o gaseoso. Los gases provocan una hinchazón, sobre todo del abdomen, la papada, los globos oculares y, en hombres, también del escroto. Debido a la presión de los gases putrefactivos, el ventrículo izquierdo se contrae e impulsa la sangre, por lo que se marcan las venas superficiales que han servido de autopista para las bacterias y toman color verde y luego negro, por acumulación de diferentes compuestos de degradación de la hemoglobina. Una curiosidad es que esta acción de las bacterias, más la de los insectos, que veremos más adelante, genera una cantidad apreciable de calor. Un cadáver en descomposición está a mayor temperatura que el entorno, lo que provoca fenómenos curiosos. Cuando exhalas en un ambiente frío el vapor se condensa y se ve, o cuando te sirven un plato de sopa muy caliente también ves el vapor. Cuando un cadáver se descompone en un ambiente frío, sale un vaporcillo perfectamente visible que puede servir para localizarlo.
Cuando la gente se disfraza de zombi suelen reproducir fielmente lo de la piel verde y las venas marcadas en negro, pero olvidan el pequeño detalle que en este periodo los cadáveres están grotescamente hinchados. En el famoso vídeo de Thriller, de Michael Jackson, si el maquillaje fuera fiel a la realidad, además de ropa hecha jirones y pieles verdes o grises, deberíamos haber visto vientres hinchados como por un ataque de aerofagia producido por haberte comido cinco kilos de fabada, ojos de sapo y unas entrepiernas que harían palidecer a John Travolta/Tony Manero en Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) o al mítico ballet de la película Top Secret! (Abrahams y Zucker, 1984). De hecho, en este periodo algunos cadáveres pueden llegar a explotar. Dado que esto puede alargarse hasta una semana después del fallecimiento, cuando ya se han realizado las exequias y se ha depositado en la tumba, estas explosiones se oirán en un cementerio desde el interior de los nichos. No me gustaría estar cerca si esto sucede. Un caso particular son los cuerpos ahogados, que normalmente se hunden, pero cuando llega la fase gaseosa, si no se lo han comido antes los peces, la densidad disminuye y los cuerpos vuelven a flotar y tenemos esa imagen típica de los cadáveres hinchados flotando que el drama de la emigración ha hecho vergonzosamente frecuente.
Finalmente viene el periodo colicuativo, que, como su nombre indica, es aquel en el que los tejidos blandos ya se han convertido en papillita. Después de esto ya solo nos queda el estudio del esqueleto… que veremos en el capítulo siguiente, porque antes hay que ver las excepciones. No todos los cuerpos cumplen el mandato bíblico de cenizas a las cenizas y polvo al polvo. La podredumbre y corrupción de la carne tiene excepciones.
EMBALSAMAMIENTOS Y CONSERVACIÓN ARTIFICIAL DE CADÁVERES
Desde muy antiguo muchas culturas han intentado, por diferentes motivos, frenar de forma artificial el proceso natural de descomposición. Conocer estos métodos es importante para la ciencia forense de cara a las exhumaciones o por si aparecen cadáveres que han sido preparados. Cuando pensamos en un cadáver preparado para conservarse, lo más inmediato es pensar en una momia. Realmente la primera cultura que hizo momificaciones fue la chinchorro, en el Valle de Camarones, en el desierto de Atacama —entre las actuales ciudades de Ilo en Perú y Antofagasta en Chile—, varios milenios antes que los egipcios, aunque en la cultura popular asociemos siempre una momia a la civilización de Egipto. La imagen que tenemos de una momia es la de un cadáver envuelto en vendajes que, en las películas, se levanta de su tumba y a pesar de ir cojeando siempre atrapa a la chica que grita. Así lo vimos en la década de 1930 con el actor Boris Karloff, en la de los cincuenta con Christopher Lee y en 2000, aunque en esta ocasión parecía más atontado el explorador (Brendan Fraser) que la momia (Arnold Vosloo). Para conseguir frenar el proceso de putrefacción, los antiguos egipcios retiraban los órganos y los guardaban en los vasos canopes, cada uno de ellos dedicado a un dios diferente. Gracias a la cultura egipcia se han hecho aportaciones a la anatomía. Por ejemplo, el cerebro se eliminaba sin abrir el cráneo a través de unos ganchos que se hacían pasar por la nariz. Hoy en día, ciertos tumores en la base del cráneo también se operan a través de la nariz. Las aportaciones más destacables de la cultura egipcia han sido, sin duda, en el campo de la química. El natrón (que significaba «sal divina») que utilizaban en el embalsamamiento, ya que favorece la desecación del cadáver, era carbonato de sodio. El amonio, un compuesto que contiene nitrógeno, se llama así en honor al dios Amón y algunos derivados de este compuesto se utilizaban en las momificaciones. Otra aportación cultural de la momificación está presente en las cabalgatas del 5 de enero, esas en que los Reyes Magos llevan oro, incienso y mirra mientras el público desata los instintos más básicos, viscerales y violentos para atrapar un caramelo o una baratija que, una vez en casa, se quedará en un búcaro hasta la cabalgata del año siguiente. Si tienes suerte, en Halloween algún niño pesado del vecindario llamará a la puerta disfrazado, por ejemplo, de momia, y le podrás vaciar el contenido del búcaro en la bolsa del truco o trato (malditas costumbres importadas). La mirra y otras resinas aromáticas se utilizaban en el proceso de embalsamamiento de cadáveres en el antiguo Egipto y su simbolismo es hacer referencia a la naturaleza humana de Jesús (el incienso a la divina y el oro a que era rey).
En la actualidad el embalsamamiento de cadáveres es muy típico en Estados Unidos, y más infrecuente en España. El origen de esta costumbre tan americana de embalsamar los cadáveres tiene que ver con la historia. Durante la guerra de Secesión, los cadáveres eran enterrados donde caían. En caso de que las familias los reclamaran, eran desenterrados y enviados por tren a sus familias, que recibían un ataúd con un contenido putrefacto y maloliente. En 1861 el coronel Elmer Ellsworth, de veinticuatro años de edad, fue abatido mientras arriaba la bandera confederada de un hotel. El ejército de la Unión vio la oportunidad propagandística e hizo de su muerte un gesto de heroísmo. Para que pudiera ser honrado en su pueblo, contrató los servicios del embalsamador Thomas Holmes. Su cadáver fue expuesto varios días. De la misma manera, el cadáver del asesinado presidente Lincoln fue embalsamado y viajó desde Washington hasta Illinois siendo expuesto en todas las estaciones donde paraba el tren para recibir honras fúnebres de los ciudadanos. Estos dos traslados fueron la mejor propaganda que se pudo hacer a esta técnica… y hasta nuestros días, en los que la gente sigue embalsamándose. También hay que tener en cuenta el factor social, pues en Estados Unidos las familias están más dispersas y las distancias son muy largas, por lo que los entierros suelen hacerse pasados varios días y no como aquí, donde normalmente se hacen el día siguiente. Esto explica también la costumbre, que nos sorprende tanto cuando la vemos en las películas, de reunirse para comer o cenar durante el funeral o, como mínimo, servir un aperitivo. Algo que la gente agradece cuando viene de lejos y se queda varios días hasta el entierro.
En España no tenemos demasiada costumbre de embalsamar los cuerpos, aunque cada vez es más frecuente dar algún tipo de conservación. Una profesión con futuro es la de tanatopractor, es decir, el que se encarga de arreglar a los cadáveres. La deliciosa película japonesa Despedidas (Yojiro Takita, 2008) narra en clave de humor las aventuras de un músico en paro que encuentra trabajo de tanatopractor. Es bastante descriptiva de las vicisitudes del oficio en una sociedad muy cerrada como la japonesa, acompañado por los acordes de una gloriosa banda sonora de Joe Hisaishi. La verdad es que yo soy de los que piensa que cualquier tiempo pasado fue un asco y que en costumbres funerarias, gracias a los tanatorios con refrigeración, hemos adelantado. Todavía recuerdo algún velatorio de mi niñez en Denia, cuando la costumbre era hacerlos en casa y en verano había que poner barras de hielo disimuladas en el ataúd que, por supuesto, acababan goteando.
En general los embalsamamientos para un funeral suelen ser una especie de vuelta y vuelta, pensados para aguantar pocos días. Se suele utilizar formol, formaldehido o sulfato de zinc. Los embalsamamientos para largo tiempo, y más si el cuerpo tiene que estar expuesto, son bastante complicados. En la actualidad el embalsamamiento y exposición parece destinado a líderes políticos como Lenin, Stalin, Ho Chi Minh, el filipino Ferdinand Marcos o Evita[16] (es curiosa la preponderancia de países de la órbita comunista, cuando Marx y Lenin condenaban el individualismo y el culto a la personalidad). En España no tenemos esa costumbre, lo que hacemos con los reyes es dejar que se pudran (literalmente) en una sala destinada a tal efecto en El Escorial llamada «el pudridero». Pasados treinta o cuarenta años, los restos son enterrados en la cripta del Real Monasterio del Escorial. Ahora mismo en el pudridero se encuentran los cuerpos de Juan de Borbón y de su esposa María de las Mercedes, que cuando sean enterrados completarán el espacio de la Cripta Real, por lo que habrá que habilitar algo para los siguientes. Entre los cuerpos embalsamados más famosos en España tenemos a la hija del doctor Pedro González de Velasco, fundador del Museo Nacional de Antropología, que no pudo superar el fallecimiento de la joven Concha, de quince años de edad, y la embalsamó para luego robar el cadáver e instalarlo en su casa. La leyenda dice que paseaba con ella por Madrid. Si tuviéramos que elegir el cuerpo embalsamado más hermoso del mundo, sería sin duda el de Rosalía Lombardo[17]. En Palermo, en la Cripta de los Capuchinos se guardan centenares de cuerpos que se enterraban allí embalsamados y expuestos. Originalmente era la forma de enterrar a los frailes, pero luego mucha gente adinerada quiso seguir este mismo ritual. El de Rosalía fue uno de los últimos cuerpos en ser admitido en esta cripta. Murió de neumonía a los dos años y sus padres le pidieron al químico Alfredo Salafia que la embalsamara para que pudieran seguir visitándola. Utilizó un método que nunca desveló en vida, pero que dejó escrito en sus memorias. Consistía en una mezcla de glicerina, ácido salicílico y sales de zinc. El resultado fue excepcional. El cuerpo de la pequeña Rosalía se asemeja a una niña durmiendo, de ahí su merecido apodo de la Bella Durmiente. Durante un tiempo circuló la leyenda de que los monjes la habían cambiado por una muñeca dado su estado, pero un estudio hecho en 2007 reveló que realmente era un cuerpo embalsamado. Por cierto, que este estudio se hizo sin el permiso de la hermana y los sobrinos de Rosalía, que todavía viven, y parece ser que deterioró el cuerpo.
Siempre se dice que el forense es el único médico al que los enfermos nunca se le quejan, pero no olvidemos que es un trabajo con muchísima responsabilidad y que sus errores pueden tener consecuencias muy graves. Ocurrió así, por ejemplo, en el caso del canario Diego P., un obrero de la construcción desempleado cuya hijastra tuvo un accidente en un parque con un tobogán. Al tratar de curarle las heridas con una crema, le produjo una reacción alérgica. El médico interpretó que el estado de la niña era fruto de los malos tratos, cuando era efecto de la alergia. El accidente le produjo un coágulo a la niña, que falleció a los dos días. El parte de malos tratos y una serie de errores médicos llevo a su detención y linchamiento público, aunque la autopsia exoneró a Diego de toda culpa[18]. Otro caso conocido fue el de José Antonio Rodríguez Vega, el asesino de ancianas de Santander, que asesinaba y violaba a mujeres ancianas que vivían solas en sus domicilios. Tiempo después, se consideró que algunas de las víctimas que se le atribuyeron habían fallecido por causas naturales y que el error se debía a un trabajo forense poco concienzudo.
FENÓMENOS CADAVÉRICOS TARDÍOS DE CONSERVACIÓN. NO TODOS NOS CORROMPEMOS
Por supuesto estoy hablando de ciencia forense, y en concreto de medicina y de lo que le puede pasar a un cadáver. Si hablara de la actualidad política, no me atrevería a hacer esta afirmación. Existen determinadas circunstancias en las que un cuerpo evita el proceso normal de descomposición. Las cuatro más conocidas son momificación, congelación, corificación y saponificación.
Las momificaciones de Egipto o de la cultura chinchorro no son tales, sino embalsamamientos. Las dos culturas tienen en común que ambas se han desarrollado cerca de desiertos, en climas secos, los cuales favorecen las momificaciones naturales, por lo que posiblemente vieran que muchos cadáveres se conservaban y trataran de reproducirlo utilizando sus técnicas.
La momificación natural se da en ambientes secos, cálidos y con ligera corriente de aire que producen una deshidratación rápida del cuerpo antes de que las bacterias actúen. La deshidratación es una forma clásica de conservar los alimentos y evitar la acción microbiana. Por tanto, el proceso que se sigue para convertir una pierna de cerdo en jamón, una de vaca en cecina o un lomo de atún en mojama es básicamente el mismo que se emplea cuando se momifica un cuerpo.
Para diferentes culturas, que un cuerpo esté incorrupto se considera una señal milagrosa, a pesar de que tiene una explicación natural. El famoso olor a santidad que desprenden muchos cuerpos incorruptos se puede explicar por el hecho de que un cuerpo momificado de forma natural no huele mal, puesto que las bacterias no han podido medrar en la carne deshidratada y han muerto. Si uno espera encontrar un olor a cadáver y en su lugar no encuentra nada, o un ligero olor a carne seca (como a jamón o cecina), puede asociarlo con un olor agradable, aunque tampoco es que sea una cosa como para ponértelo de ambientador en el coche. La Iglesia católica tiene una lista larguísima de santos y beatos cuya incorruptibilidad es considerada una señal de santidad, como santa Magdalena de Pazzi, la venerable sor María Jesus de Ágreda o santa Bernardette Soubirous, la de La canción de Bernardette (Henry King, 1943). En algunos casos es más tradición popular que realidad. Muchos cuerpos aparentemente incorruptos estaban en realidad embalsamados. En ocasiones, detrás de pesados ropajes, y máscaras mortuorias se encuentra un cadáver esqueletizado, que desde fuera da el pego.
Las momificaciones naturales a veces son un problema. Debido a la sequedad del clima, el 80 por ciento de los cadáveres enterrados en los nichos superiores del cementerio de San José, en Granada, se momifican. Esto supone un problema a la hora de reutilizar los nichos ya que hay que partir la momia a trozos en un proceso engorroso y desagradable. Se han intentado técnicas que no funcionaron, como inocular bacterias necrófagas. Actualmente se intenta instalar en los nichos pequeños aspersores que aporten la humedad necesaria para asegurar la putrefacción y facilitar la posterior manipulación.
La congelación de un cadáver, como su nombre indica, se refiere a un cadáver congelado al poco de morir, por lo que las bacterias no han podido ejercer su acción. La congelación rompe tejidos y se pierde el agua, lo que produce una deshidratación. El aspecto de un cadáver congelado es muy similar al de un cadáver momificado. La momia de hielo más famosa es la de Ötzi, el hombre de los Alpes, que fue asesinado de un flechazo en la Edad de Bronce, hace más de cinco mil años. Cuerpos congelados han aparecido en muchas montañas y glaciares, como las momias de Llullaillaco en Salta (Argentina), tres niños de quince, seis y siete años sacrificados hace quinientos años en un ritual religioso, o los tres soldados austrohúngaros muertos en la batalla de San Matteo (1918) que aparecieron en los Alpes en 2004.
No todos los cadáveres conservados se convierten en momias. Otro proceso que previene la descomposición cadavérica es la corificación. Esta se da en los cuerpos enterrados en ataúdes de zinc o de plomo sellados, una práctica en desuso, pero que durante un tiempo fue típica en la clase alta. La falta de oxígeno, junto con la acción bactericida de los metales, previene el crecimiento de las bacterias. El nombre de este proceso hace referencia a que la piel del cadáver adquiere la consistencia del cuero recién curtido. Un caso particular de corificación son los cuerpos encontrados en turberas. En el norte de Europa, en la Edad de Hierro se practicaban sacrificios humanos con elaborados rituales. Estos cuerpos eran lanzados a los pantanos ricos en turba. Aquí se juntan varios factores. Primero, las bajas temperaturas. Segundo, la turba es rica en ácidos provenientes de la descomposición de la materia orgánica, como el tánico, el propiónico y el sórbico, que actúan como conservantes ya que matan a los hongos y a las bacterias. Tercero, la ausencia de oxígeno permite la conservación de la piel y de los órganos internos (no así de los huesos, que se descomponen por el ácido). Entre las más conocidas están el Hombre de Tollund y el de Grauballe, en Dinamarca, y el de Lindow, en Gran Bretaña. La más antigua es el Hombre de Cashel, encontrado en 2011 en Irlanda y que nació quinientos años antes que Tut-Ank-Amón. Esta forma de conservación permite investigar crímenes de hace milenios, porque casi todos los cuerpos encontrados proceden de muertes violentas.
Como estamos viendo, el truco para conservar un cadáver es matar a las bacterias, ya sea deshidratando, congelando o quitando el oxígeno y poniendo un metal o un ácido que se las cargue. En la vida normal para matar bacterias utilizamos jabón. Así que esto también puede servir para conservar cadáveres. La saponificación es un fenómeno químico que evita la corrupción (la de los cadáveres, insisto, no la de los políticos). Para esto se requieren dos premisas: primera, que el cuerpo esté enterrado en un medio alcalino y, segunda, estar gordo o ser un bebé. En ambos casos el porcentaje de grasa corporal es superior a la media. La grasa es la forma que tiene el cuerpo de almacenar energía a largo plazo para cuando lleguen las vacas flacas. Si no llegan nunca, estarán diez segundos en la boca y toda la vida en las caderas. En un medio alcalino, las moléculas de grasa pueden romperse formando unas moléculas popularmente conocidas como jabón, elemento indispensable para tener la ropa limpia y para hacer una película de presidiarios. El mismo proceso de fabricación de jabón a partir de aceite o grasa es el que se da en un cuerpo en un medio alcalino. En un cuerpo saponificado, la grasa externa se convierte en una mezcla jabonosa llamada adipocira, que ejerce una importante acción antimicrobiana, impidiendo la descomposición y conservando el cadáver.
Otra aplicación de las grasas y aceites es utilizar el glicerol que se desprende en el proceso de saponificación y hacerlo reaccionar con ácido nítrico, lo que produce nitroglicerina. En El club de la lucha (David Fincher, 1999), Brad Pitt y Edward Norton empleaban la reacción que acabo de describir para preparar explosivos a partir de la grasa que robaban de las liposucciones.
Uno de los cuerpos saponificados más famosos es el de la Dama de Jabón (Soap Lady) que se expone en el Museo Mütter del Colegio de Médicos de Filadelfia. Durante muchos años se exhibía explicando que era una señora de unos cuarenta o cincuenta años de edad, que posiblemente murió en la epidemia de fiebre amarilla que asoló Filadelfia a finales del siglo XVIII y que su cuerpo fue encontrado al desmantelar un pequeño cementerio. Las dos investigaciones llevadas a cabo sobre el cuerpo han demostrado que ninguno de estos datos es cierto. Una radiografía encontró horquillas y botones en su vestido que no se utilizaron en Estados Unidos hasta 1830, y nunca hubo un cementerio donde se suponía que se encontró su cadáver. La edad se asumió por el hecho de que no tenía dientes, pero de acuerdo con las radiografías de sus huesos se ha determinado que posiblemente no llegara a los treinta años, por lo que todo lo relacionado con este cadáver convertido en una pastilla de jabón de metro sesenta sigue siendo un misterio.
De todos los fenómenos cadavéricos tardíos que impiden la descomposición, la saponificación es la más útil para la investigación forense. Las corificaciones son infrecuentes hoy porque ya no se utilizan ataúdes de plomo o zinc, mientras que las momificaciones también suelen darse en cuerpos inhumados correctamente. Sin embargo, las saponificaciones son frecuentes en cuerpos enterrados sin ataúd o directamente abandonados, que son los que suelen ser víctimas de crímenes violentos y encontrarse tiempo después. Esto ayuda por una parte a fechar la muerte (el proceso oscila entre tres semanas y seis meses) y, por otra, conserva el cadáver, incluidas las evidencias que pueden ayudar a determinar las causas del fallecimiento. Por ejemplo, un artículo médico publicado en 2004[19] describe el caso de un recién nacido de tres días en un estado aparentemente normal que deja de comer, entra en fiebre alta y fallece a los quince días. Diez meses después de su fallecimiento, los padres, no contentos con las explicaciones del hospital, solicitan una exhumación del cadáver y un informe forense. Los investigadores encontraron el cadáver parcialmente saponificado, lo que evitó la descomposición y permitió encontrar un fuerte golpe en la base del cráneo. La causa de la muerte no fue natural, sino que se averiguó que el bebé se le resbaló a una matrona y se dio un golpe con la pila, hecho que fue silenciado por el hospital. Otro caso que aparece en la bibliografía médica[20] es el hallazgo de un cadáver, al remover un terreno para construir (un efecto inesperado de la burbuja inmobiliaria), del que se habían eliminado la cabeza y las manos para evitar la identificación. La muerte se había producido hacía más de seis meses, pero el hecho de que su conservación fuera buena debido a la saponificación permitió identificarlo gracias a un tatuaje.
Pues hasta aquí os he contado los diferentes estados en que puede hallarse un cadáver antes de ser un esqueleto y qué es lo que encuentra el forense cuando llega a la escena del crimen. Pero ¿qué pasa una vez han hecho el levantamiento del cadáver y se llevan el cuerpo al instituto de medicina legal? ¿Cómo se investiga un cadáver? Bueno, esa parte no me la han contado ni la he leído. La he visto.
¿CÓMO ES UNA AUTOPSIA?
Para documentar el libro y explicaros cómo se hace la investigación forense, pude acudir a una sala de autopsias. Fue un día de mayo, soleado. He quedado a las diez de la mañana con Manolo, un familiar lejano y, a pesar de eso, buen amigo y médico forense. Dejo a la niña en el colegio a las ocho, así que voy a un bar y desayuno tranquilamente. Me había propuesto no hacerlo para evitar algún espectáculo desagradable, pero me vence el hambre. No confío en mi reacción cuando me vea delante de un cadáver.
Se hace la hora. Pasamos fugazmente por el servicio de Genética para que yo deje la cartera y vamos a la sala. Antes de entrar, me pongo la bata, el gorro, los patucos y la mascarilla. Escamoteo una bolsa de plástico en el bolsillo del pantalón, por si vomito. Es paradójico. La última vez que me vestí de esa forma fue para entrar en una sala de neonatos. Ahora voy a ver de cerca el otro extremo del hilo de la vida.
La sala es una especie de loft alto, con unos discretos armarios con el instrumental quirúrgico y básculas. No hace frío, pero sí fresco, o por lo menos a mí me lo parece. Me llama la atención la asepsia y pulcritud y sobre todo que hay luz, mucha luz. Nada que ver con esa tenebrosa sala pequeña bañada por las tinieblas de una tenue luz azul que sale en CSI. Creo que la cafetería no está tan limpia. Hay dos cuerpos. Cada uno yace en una mesa de acero inoxidable con fondo de rejilla y salida directa al desagüe para que drenen los líquidos. Hay una pila y un grifo al pie de cada mesa. Me cuentan que antiguamente eran mesas de mármol, con un canalillo para que los líquidos fluyeran hacia el lateral. Lo más normal era acabar la autopsia con los pies chapoteando en material en descomposición y fluidos biológicos varios.
Cuando llego, la primera de las autopsias del día ya está bastante avanzada. Un varón de cuarenta y tantos años y 114 kg de peso. Ha fallecido de muerte súbita mientras jugaba al pádel (cuánto daño hizo Aznar). Hay que hacerle un estudio muy detallado de cada órgano para averiguar qué pasó y descartar cualquier causa punible. La mayoría de sus órganos ya han sido retirados y reposan en la mesa de al lado.
En la otra mesa yace desnudo el cuerpo de otro varón en la cincuentena, alto y flaco, de complexión atlética. Suicidio. Todavía lleva alrededor del cuello el cinturón que ha utilizado para ahorcarse. Alrededor de cada uno de los cuerpos hay cuatro personas. Un médico forense, un técnico y dos mozos (así se les llama). Manolo me presenta a los cuatro, que aceptan mi extraña presencia sin reparos. Pilar, la forense, me explica que es una autopsia fácil, suicidio con nota de despedida y antecedentes clínicos de depresión. No hay nada que haga esperar alguna sorpresa, pero hay que seguir el protocolo que obliga a hacer la autopsia. Lo primero es cortar con el bisturí por la frente, justo por la línea del flequillo, y estirar la piel como quien se quita una camiseta dejando el cráneo al aire. Luego, con una sierra eléctrica, de las pequeñas y radiales, no al estilo de La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), se corta el cráneo como quien parte un coco por la mitad. Antes se hacía con serrucho. Algo hemos adelantado. De momento no he vomitado ni me ha dado tanta impresión como pensaba. Con el movimiento se abre un párpado del cadáver y deja ver un ojo marrón donde se aprecian síntomas de deshidratación. Los dos cuerpos de esa mañana son recientes, por lo que he evitado uno de mis temores, el olor nauseabundo de poliaminas y ácido sulfhídrico. En la sala podría hacerse aquel famoso anuncio de «¿a qué huelen las nubes?» porque no hay ningún olor fuerte. Como mucho, un lejano olor ferruginoso que recuerda a una carnicería. La sierra acaba su recorrido y para separar la tapa del cráneo hacen palanca con una herramienta diseñada a tal efecto.
El cerebro queda al descubierto. No es muy diferente de los sesos de cordero que se ven en la carnicería, aunque más grande. Cae algo de sangre, negra. Separan el cerebro y hacen varios cortes. Todo normal para una persona de poco más de cincuenta años. Me sorprendo a mí mismo siendo capaz de reconocer el cerebelo. Pilar empieza a señalarme el resto de partes. Se me debe de notar el brillo en los ojos por la clase de anatomía en directo y Pilar parece encantada con su improvisado alumno. La base del cráneo desprovista del encéfalo me recuerda al caparazón de un centollo o buey de mar después de habértelo comido. Cosas de veranear en Galicia.
Toca seguir con la exploración de los órganos internos. En CSI siempre vemos el famoso corte en Y que va en diagonal desde los hombros hasta el esternón y luego hacia abajo por el centro, perpendicular a la cintura. Cada doctor tiene su técnica preferida y no es la que utilizan aquí. La usual es la técnica de Mata, que consiste en dos cortes a cada lado, desde la cintura hasta casi la axila y un tercer corte uniendo los dos anteriores por debajo de la garganta. El trazado rectangular resultante se abre como si fuera el capó de un coche, dejando al descubierto el interior del tórax y el abdomen. Para cortar las costillas se utilizan las típicas tijeras de podar. La cotidianidad con lo que lo hacen es contagiosa. Me preguntan por mi trabajo. Yo también hago autopsias, pero de plantas. Son más fáciles. Se ríen. Les digo que si encontramos algo verde me encargo yo. Me doy cuenta de que a las ocho personas allí reunidas las mascarillas les tapan la nariz, pero yo en cambio la llevo al aire. Me la coloco bien y mi nariz vuelve a gritar libertad. La llevo al revés. Me la quito, me la vuelvo a poner. Ahora por fin me tapa la nariz. Pregunto algo y se me empañan las gafas. Vuelvo a sacar la nariz de la incómoda mascarilla. No sirvo para un quirófano y a estas alturas ya no noto ni el olor a carne cruda.
El interior del suicida queda al descubierto. La forense empieza a inspeccionar los órganos mientras uno de los técnicos devuelve el cerebro a su sitio, le tapa el cráneo y sutura la piel. Veo una masa irregular anaranjada que recubre el abdomen. Pregunto si es el intestino. No. Es la capa de grasa. El intestino está detrás. Pensaba que la grasa sería blanca, como la del tocino o la del chuletón de ternera que se ve en la carnicería, pero no. La grasa abdominal tiene un agradable color anaranjado que recuerda a una zanahoria, imagino que por la acumulación de carotenos, que son muy liposolubles. El truco para que los pollos cojan ese color es hincharlos a provitamina A y parece que también funciona en las personas.
Empezamos con la inspección, de arriba hacia abajo. Pulmones normales. No fumaba. Separan el corazón para analizarlo con detenimiento más adelante. Sacan el hígado. Lo hacía más pequeño. Me parece enorme. La vesícula está limpia. Ninguna piedra. Cortan varias rodajas. Limpio. Hubiera seguido funcionando muchos años. Apartamos el intestino y llegamos a los riñones. Son lobulados, como hechos por bolas soldadas. Pregunto si es normal. Más o menos. Lo más corriente es tenerlos lisos, pero han visto muchos lobulados y son perfectamente funcionales. Supongo que será como tener los ojos azules o marrones, un carácter genético. Me pregunto si mis riñones serán lisos o lobulados. Si alguna vez entro en un quirófano, diré que me los miren. Abren el riñón como cuando cortas un aguacate para una ensalada, longitudinalmente. Aparece un quiste. No es grave. Los riñones funcionaban con normalidad. Pilar no saca el resto de los órganos, pero hace una inspección ocular. Los aparta con los dedos enguantados, los palpa y va anotando en el informe.
Vamos a la zona del conflicto, el cuello, todavía amoratado por el cinturón. Le hacen una incisión longitudinal desde la barbilla hasta la glotis. Le quitan la tráquea y el esófago. Me enseñan el hueso hioides. Desprovista del soporte, la lengua cae por debajo de la barbilla y queda colgando. Creo que esto es lo que los asesinos en serie y los fans de las películas gore llaman «la corbata colombiana». Es la segunda lengua humana que veo en una circunstancia fuera de la habitual. La primera ha sido unos minutos antes. Entre los órganos de la otra autopsia estaba la lengua encima de la mesa.
La zona parece un campo de batalla. Hasta un lego como yo ve a simple vista que el tejido no tiene el aspecto del resto de los tejidos y órganos que hemos visto. No hay ninguna historia rara. La muerte ha sido por el ahorcamiento autoinfligido y nada hace pensar en circunstancias externas. No hay abrasiones, ni señales de lucha ni nada extraño.
El corazón sigue en la mesa de autopsias. Pilar pide que lo pesen para el informe. 440 gramos. Pienso en la mitología egipcia y el juicio a los recién muertos, que consistía en comparar el peso de su corazón con una pluma. Si pesaba más, lo devoraba un monstruo. 440 gramos es más que una pluma aunque sea de cóndor. En el Antiguo Egipto le hubieran esperado las mandíbulas del monstruo. Pregunto si la enorme arteria por la que cabe un dedo holgadamente es la aorta. Sí. Bien, he acertado algo. Pilar corta una sección. El tejido cardíaco está sano. Sin cicatrices de infartos. Le pregunto qué hubiéramos visto en un corazón accidentado. Suele verse tejido de otro color. Blanco o negro. Depende. Nota el interés en mi voz y, con toda la paciencia del mundo, empieza a diseccionar poco a poco el corazón, señalando todas las partes. Mira, ¿ves J. M.? La válvula mitral, los ventrículos, estos agujeros de aquí es por donde entran las coronarias. Sabiamente va metiendo el bisturí por donde hay alguna parte interesante. En la parte externa me señala las coronarias. Disecciona una. Limpia. Me señala otra, la descendente. Hace un corte trasversal y algo le llama la atención. Vuelve a seccionarla un poco más arriba. Me señala el interior. Hasta yo me doy cuenta. Está casi taponada, prácticamente un setenta y ochenta por ciento del interior lo ocupa un depósito. Inspecciona las carótidas. Tienen unos depósitos mínimos y dentro de lo normal. El depósito de la coronaria está muy localizado. No hay nada antes ni después. Pilar se sorprende. De no haberse suicidado, lo más probable es que hubiera tenido un infarto en pocos años. No es lo frecuente. Deportista, en su peso, pero con una coronaria casi taponada. Carne de by-pass si lo hubieran detectado a tiempo… o de infarto fulminante si no. A veces pasa. Meten todos los órganos en la cavidad y cosen. Aquí no hay nada más que ver. El proceso completo ha durado poco más de media hora, ni siquiera ha llegado a los tres cuartos. Le pregunto a Pilar si siempre es tan rápido. Dice que no, que esta era fácil. Hay veces que tienen que estar dos días o más. ¿Cuáles son las más complicadas? Contesta sin titubear. Las de muerte súbita del lactante. Es como hacer un trabajo de precisión. Todo es minúsculo, tienes que ir con mucho cuidado para sacar muestras de todos los órganos y se hace difícil.
Vuelvo a la otra mesa. Los órganos siguen ordenados en el mueble anexo. Veo el estómago y el bazo. Pido que me enseñen el páncreas, cosas de venir de familia de diabéticos. Quiero conocer al causante de mis futuros dolores de cabeza. Una pequeña masa sanguinolenta que no destaca especialmente. En la mesa de autopsias el señor que hace unas horas jugaba al pádel está completamente eviscerado desde la nariz a la cintura. Con la columna vertebral y el arranque de las costillas al descubierto. Lo que se ve recuerda a las piezas de carne con las que se entrenaba Rocky Balboa o a una escultura de Jorge de Oteiza. Jose María, el forense, me dice que me fije. Van a extraer la vejiga. Saca la pequeña bolsa, junto con la próstata. Me enseña también el conducto seminal y se nota el ruido seco cuando el bisturí golpea la pelvis. Corta la vejiga y sale orina. Le pregunto si lo normal es que se abran los esfínteres cuando te mueres. A veces, no siempre. En este caso, retuvo la orina.
Tienen que biopsiar la mayoría de los órganos y no van a cerrar todavía. Un neurocirujano quiere probar una técnica nueva de cirugía en el sistema parasimpático y va a aprovechar esta autopsia.
Parece que hoy no aprenderé nada más. Me marcho con Manolo. Si no me avisan, salgo a la calle con el gorro y los patucos. Vamos a la cafetería. Cortado para mí, pero antes guárdame la cartera que voy a lavarme las manos otra vez, por si acaso. No me apetece comer nada. He desayunado fuerte. Pocas horas después comeré con normalidad un espectacular arroz al horno. Parece que la experiencia no me ha quitado el hambre.
Manolo me cuenta, mientras se zampa una napolitana de chocolate, que él prefiere una autopsia que operar a un paciente, sobre todo con anestesia local. No le gusta hacer daño. Aunque desde que está en genética forense ya no hace ni una cosa ni la otra. Pido que me cuente algún caso curioso o que llame la atención para incluirlo en el libro. Me lo cuenta. Me despido, no sin antes enviar un Whatsapp con mi foto, vestido con la bata y el gorro, al editor para que vea que me estoy currando el libro y a alguien del trabajo para darle envidia (los científicos somos así).
Llego a casa. Quiero escribirlo en caliente. No he tomado notas ni he hecho fotos, así que todo será mientras lo tenga en la memoria. Por cierto, furtivamente he mirado en la ficha los nombres de las dos personas que yacían en la mesa. De uno solo he retenido el nombre de pila. Soy fatal para caras y nombres, así que no os enfadéis si me saludáis y no os reconozco u os saludo con otro nombre. No es desgana o mala educación, es que no doy más de mí. El otro nombre sí que lo recuerdo. Lo pongo en el buscador de internet. Encuentro un perfil de LinkedIn y otro de Facebook. Ninguno tiene foto. Los dos mencionan una empresa de un pueblo cercano y afición por el deporte. Buscando un poco más, llego a una cuenta de Twitter que lleva medio año inactiva, pocos tuits, pero puedo ver que le gustaba el fútbol y en concreto un equipo. ¿Es él? Quizá. Veinticuatro horas antes seguía vivo y ni él ni yo conocíamos nuestra existencia. Ahora, él no está y yo he conocido detalles íntimos de su anatomía y las trágicas circunstancias de su fallecimiento. La vida es frágil. Me pongo a escribir. Por cierto, las causas de las muertes son reales, pero las circunstancias están cambiadas para que ningún familiar pueda darse por aludido.
CASO REAL: EL ASESINO DEL TORSO
A todos nos suena el nombre de Eliot Ness como el intocable héroe de Chicago que consiguió encarcelar a Al Capone, aunque fuera por evasión fiscal. Tenemos en mente la película de Brian de Palma (Los intocables de Eliot Ness, 1987), con esa impresionante escena final en la estación de trenes en la que un carrito de bebé cae por las escaleras, plagiando, perdón, homenajeando, la escena cumbre de El acorazado Potemkin (Serguéi Eisenstein, 1925), como reafirma el hecho de que aparezcan dos figurantes vestidos de marinero. Lo que poca gente sabe es que, después de Chicago, Eliot Ness se fue a Cleveland y su último gran caso fue bastante poco lucido. Y en él se encontraron muchos cadáveres en diferentes estados de descomposición.
Estamos en 1934, en Cleveland. Cinco años después del hundimiento de la Bolsa y en plena Gran Depresión. La ciudad tiene grandes bolsas de pobreza y muchísimos vagabundos. El 5 de septiembre se encuentra en el lago el cadáver de una mujer que llevaba tres o cuatro meses muerta. La cabeza y las manos habían sido amputadas. El 23 de septiembre se encuentran los cadáveres de dos hombres más, uno llamado Edward Andrassy y otro sin identificar, asesinados tres o cuatro semanas antes. En los dos casos, sin brazos ni cabeza. El 26 de enero de 1936 aparece el cadáver de Florence Polillo y el 5 de junio se encuentran dos víctimas más. Todas presentaban el mismo patrón. Mendigos, decapitados entre la segunda y tercera vértebra cervical y sin extremidades. Podían ser hombres, mujeres, blancos o negros. Creo que ya vais pillando por qué es importante estudiar la descomposición para poder fechar el momento de la muerte.
Estaba claro que se trataba de un asesino en serie (este término es una mala traducción de serial killer, «asesino de serial de televisión» o, más concretamente, «asesino de culebrón», ya que seguir su historia es como acudir a una telenovela por episodios). Se solicita ayuda a Eliot Ness, que desde 1935 era director de seguridad pública de Cleveland. En un principio se muestra reticente a hacerse cargo del caso, pero la alarma pública por el goteo de cadáveres (aparece otro en julio y otro en septiembre) hace que se decida.
La investigación se centra en los mendigos y los ambientes homosexuales, puesto que el hecho de que los hombres aparecieran desnudos hace sospechar (las mujeres también, pero claro, la homofobia no es nada nuevo). Se interroga a más de diez mil personas y numerosos agentes se infiltran entre los mendigos y los ambientes homosexuales, sin ningún éxito. Y siguen apareciendo cadáveres, todos decapitados y sin extremidades. Entre febrero de 1937 y agosto de 1938 aparecen seis cadáveres más. La presión a los investigadores por parte de la prensa, la opinión pública y los políticos se hace insoportable, así que Eliot Ness decide hacer registros exhaustivos en las zonas de mendigos y quemar todas las chabolas, lo que le suscitó graves críticas.
Finalmente aparece un sospechoso, Frank Dolezal, antiguo amante de Florence Polillo, alcohólico y que solía amenazar a la gente con un cuchillo. Las pruebas que lo incriminan son un cuchillo, manchas marrones en su cuarto de baño y una confesión. Pero parece que fue una víctima de la presión para encontrar a un culpable. En agosto de 1939, Dolezal se ahorcó y la autopsia reveló que presentaba varias costillas rotas. Antes de su muerte, se retractó de su confesión diciendo que había sido golpeado hasta confesar.
Se encuentra a otro sospechoso, el doctor Francis Sweeney, un médico corpulento, alcohólico, violento y bisexual. Había sido diagnosticado como inteligente, psicópata y con tendencia esquizoide. En la primera guerra mundial había servido como médico militar y había realizado numerosas amputaciones. Era sobrino de un famoso congresista demócrata, con el agravante de haber sido el oponente político de Eliot Ness cuando quiso hacer carrera política, lo que limitaba la acción de los investigadores y aumentaba la presión por parte de la prensa. En un interrogatorio realizado por el propio Eliot Ness, Sweeney dijo: «¿De verdad cree que soy el asesino? Entonces, pruébelo».
La realidad es que, cuando sintió el cerco policial, Sweeney se mudó de Cleveland y se autorrecluyó en distintas instituciones mentales. Los asesinatos cesaron. Pero la historia tiene un epílogo sonrojante. Desde los hospitales psiquiátricos le mandó varias postales a Eliot Ness burlándose de él por no haber atrapado al asesino.
Hoy, la mayoría de los investigadores sospechan que Sweeney fue el asesino, aunque nunca se encontraron pruebas contra él y murió en un hospital de veteranos en Dayton, Ohio, en 1964. Tampoco está claro el número de víctimas, ya que en fechas parecidas y en zonas no muy alejadas aparecieron cadáveres con un patrón similar, por lo que las doce atribuidas podrían ser realmente más de veinte, o bien actuaron varios asesinos, ya que podría ser que hubiera algún imitador.
Ness nunca pudo superar el fracaso y se sumió en una depresión. En 1942 dimitió de su puesto y estuvo trabajando para el Gobierno en Washington, hasta que, dos años después, pasó a la empresa de seguridad Diebold. En 1947 quiso ser alcalde de Cleveland, pero perdió las elecciones y fue despedido de la compañía. Acabó trabajando en otra empresa en Pensilvania. Falleció de un infarto a los cincuenta y cuatro años de edad. Un final poco digno para alguien que había logrado desarticular a la mafia de Chicago y que había hecho un gran trabajo en Cleveland con la corrupción y el crimen organizado, pero que fue incapaz de resolver el primer caso de un asesino en serie en la historia de Estados Unidos y nunca acabó de superar el daño emocional.
Eliot Ness no supo reponerse de su fracaso. Hay gente que sí puede superar las malas experiencias, pero, en cambio, a otros se les quedan de por vida, como incrustadas en los huesos. Aunque, en la investigación criminal, que los huesos guarden memoria viene muy bien.