27
La Segunda Guerra de los Reptiles
Majestad… —murmura Sasar, agotado tanto psíquica como físicamente de tratar con su querida reina Laima—. De verdad… os aconsejo muy, muy… Que no vais a la batalla, vaya.
—¡Oh, Sasar, Sasar…! —replica ella con tranquilidad mientras se coloca varias capas de faldas de colores, adornadas con cascabeles y piedrecillas brillantes—. Agradezco infinitamente tu preocupación por mi humilde figura, pero la guerra, como el amor, debe verse de cerca para comprenderla.
—Pero reina Laima… ¡Vos no podéis combatir! ¿No veis que la batalla en sí misma es un suicidio? —El pequeño consejero trata de convencer a la reina.
Tras largas horas de discusión, el Consejo de los sutums ha decidido enfrentarse al señor de Zapp. Saben que si el dictador consigue tomar Boma, la posibilidad de sacárselo de encima en un futuro próximo es absolutamente imposible. Pero nadie puede asegurarles que, huyendo, estarán fuera de peligro, puesto que el ejército de Usumgal los seguirá hasta donde haga falta y, si los atrapan a campo abierto, perderán la escasa ventaja de que disponen ahora, luchando en su propio terreno.
—¿Luchar? Jamás, pequeño Sasar. Yo no lucharé nunca. La guerra convierte en estúpido al ganador y rencoroso al vencido. Sólo quiero decir unas palabras a nuestro pueblo hermano.
—¿Pueblo hermano? ¿Qué pueblo hermano? —cuestiona Sasar, alterado—. ¡Oh! No estaréis refiriéndoos a los musdagurs, ¿verdad? No, ¿verdad? ¿Verdad que no? No, no, ¿verdad?
—Sí.
Parece que al pobre Sasar se le salgan los ojos de las órbitas al oír la monosilábica respuesta de su reina, y un sudor frío le recorre el espinazo.
—¿A los que nos vienen a matar? —dice el consejero señalando al techo—. ¿A los de Usumgal? ¿A los malos?
—Sasar… Necesito tu sabio consejo —dice de pronto la reina Laima, muy seria—. Tú me conoces desde que nací y me has ayudado en todo momento. Tu sinceridad y lealtad son de las pocas verdades de las que nunca dudaría. ¿Serás franco conmigo o contestarás lo que creas más conveniente para evitarme el sufrimiento?
—¿Mi consejo, decís? —pregunta Sasar, sorprendido—. Sí, sí, claro que sí, majestad. Decidme. ¿Qué queréis saber? ¡Podéis confiar en mí! Siempre estaré a vuestro lado.
—Sasar… —dice la reina reflexionando—. ¿Crees que es mejor esta falda que llevo ahora o la azul de círculos blancos?
—¡Oh, señora! —protesta el consejero, enfadado—. No cambiéis de…
Interrumpiendo la réplica del consejero, un sonido grave y potente, que hace vibrar las paredes del cuarto real, llega desde la torre de los Cuatro Vientos. Es la alarma que da el vigía, que los sutums han situado en el punto más alto de la ciudad, para indicar que ha visto al ejército de Usumgal en el horizonte de Kibala, de modo que la cuenta atrás para el enfrentamiento ha empezado ya.
En el exterior todos los sutums útiles han sido movilizados por el delegado y el Consejo. Los ciudadanos de Boma han cogido todo aquello que pueda ser utilizado como arma: piedras, martillos, hoces, palos, cuchillos y cualquier cosa que sea útil, aunque remotamente, en el campo de batalla.
La poca experiencia guerrera que poseen los sutums la han tenido que buscar en los diarios y las crónicas que guardan en la biblioteca, y que narran las estrategias de cuando musdagurs y sutums luchaban juntos contra las otras razas; desde aquellos tiempos inmemoriales, los sutums no han tomado parte jamás en un conflicto armado. A medida que van equipándose con instrumentos caseros para guerrear, los ciudadanos se dirigen a la entrada de la ciudad, en la misma dirección en que ya se aprecian las siluetas de los cuatro kushus gigantes, que se acercan con rapidez arrastrando al ejército de Usumgal.
Hace horas que las mujeres sutums que así lo han querido y los niños han iniciado su camino hacia las Hursag, al este de Boma. El Consejo ha decidido que era absurdo que los que no iban a combatir se quedaran en la ciudad, puesto que si el ejército de Usumgal conseguía entrar, no escaparían de ninguna forma. En cambio, si se iban, tendrían la oportunidad de llegar a las montañas, donde podrían esconderse, en caso de que el ejército popular sutum lograra retener al de Usumgal aunque fuera unas horas.
Cada vez es mayor el número de sutums que se acumulan en las afueras de la ciudad. Y cada vez se ve más claramente la imagen de los kushus que se acercan con el ejército. Ya se aprecia también la unidad de musens sobrevolando la zona que envían información a las otras unidades de tierra. En la primera fila del improvisado ejército de Boma, se halla un sutum más bien barrigón, de mediana edad y ojos tristes. Es el delegado Kingal, que mira al frente y ve con amargura el futuro de su pueblo.
Armado con una simple hoz de labrador y la tapa metálica de un cubo de basura, que le hace de escudo, es la patética imagen que representa a la perfección a un pueblo trabajador que se ve obligado a luchar en una guerra que no es la suya.
—Trescientos cincuenta años… —murmura Kingal dirigiéndose al Consejo de sutums que tiene a su espalda, armados todos de forma improvisada y con los nervios a flor de piel—. Trescientos cincuenta años para reconstruir todo lo que destruyó una guerra y ahora lo volveremos a perder todo en otra. Quizás éste es el destino de nuestro pueblo: vivir una constante tragedia que…
Kingal deja de hablar de repente y su mirada se pierde en el horizonte. Se sorprende porque hacía mucho tiempo que no recibía una transmisión telepática. Los sutums que lo rodean lo miran extrañados, pues saben que se está comunicando mentalmente y no se atreven a decirle nada para no interrumpir el mensaje.
Mientras el representante de los sutums sigue en ese estado de tránsito, los kushus están tan cerca que sus tripulantes los frenan. No avanzarán más. El ejército del señor de Zapp ya ha llegado a Boma.
Desde su posición privilegiada, el cruel dictador comprueba cómo un triste ejército, armado con palos y piedras, le está esperando a las puertas del aparente pueblecito, y no puede evitar la risa, sádico como es él, mientras hace una señal a la primera unidad de musdagurs; se trata de los integrantes del ejército civil, todos ellos voluntarios, que se han alistado en Zapp para luchar contra el pueblo que les ha estado robando el agua; todos engañados por un dictador que ha conseguido hacerles odiar a su raza hermana.
Al percibir la señal de Usumgal, la unidad baja de la plataforma a paso ligero y se sitúa en primera fila, en formación de ataque.
Kingal sale de su estado de tránsito en el momento en que el último de los musdagurs voluntarios se coloca en la formación. Todos los sutums observan que el rostro de su delegado exuda pánico. Éste, al volver en sí, mira a la unidad de musdagurs que está a punto de atacar: transpiran odio y venganza; a continuación mira al ejército popular de los sutums: están atemorizados y rabiosos.
Coincidiendo con la señal que Usumgal hace a la unidad de civiles para que empiece el ataque, el delegado de los sutums, levantando las manos y con los ojos cerrados, transmite un mensaje mental a su pueblo. Debe concentrarse como nunca lo ha hecho, porque no está acostumbrado a hablar telepáticamente. Pero lo consigue. Su gente lo escucha, mientras la unidad de musdagurs de Usumgal corre rápida y furiosa contra ellos, con las espadas desenvainadas y los escudos en alto.
Pero los sutums, en lugar de ponerse en guardia y tratar de contrarrestar el ataque, continúan escuchando el mensaje de su representante. Reinan el caos y la confusión. Hace unos instantes todos estaban dispuestos a luchar contra el ejército de Usumgal, pero ahora que éste se les está echando encima, no atacan, ni se defienden.
Cada vez más cerca, los musdagurs gritan para ahogar la rabia que sienten, como si esa actitud precipitara el momento del topetazo. Aunque los oyen perfectamente, los sutums permanecen quietos, pues desde el momento en que Kingal ha comenzado a hablarles, están experimentado una mezcla de confusión, duda y miedo ante el mensaje que les está transmitiendo.
—Quieto, pueblo de Boma. No os mováis. No levantéis ninguna arma. No tiréis ninguna piedra. No toquéis a los musdagurs que se acercan. Os lo pido yo, Kingal, vuestro líder. Confiad en mí.
Incluso Usumgal, desde su posición encima del kushu, se extraña al ver la inexplicable actitud de los sutums. ¿Por qué no se defienden? ¿Por qué no corren? ¿Por qué no atacan? ¿Qué está pasando?
Y entonces, en el momento en que los musdagurs llegan ya ante las filas de los sutums, en lugar de usar las armas contra éstos, lo que hacen es frenar en seco y volverse hacia Usumgal. ¡Se están uniendo al ejército de Boma!
—¿Cómo? —se alarma Usumgal levantándose de su asiento, encima del kushu real—. Pero… ¿qué hacen éstos ahora? ¿Se han vuelto locos? Pero… ¿por qué? Pero… ¿cómo?
Mientras el señor de Zapp trata de comprender qué ha ocurrido, un miembro del ejército civil de musdagurs, vestido con túnica y capucha, se dirige hacia Kingal, que todavía permanece con los ojos cerrados y los brazos abiertos, de cara a los suyos.
—El delegado Kingal, supongo, ¿verdad? —pregunta Golik descubriéndose y tendiéndole la mano.
El delegado, a quien las piernas no le responden demasiado bien tras el rato de tensión que ha pasado pidiendo a su pueblo que no atacara al ejército musdagur, abre los ojos al fin y comprueba que su arriesgada decisión ha sido acertada.
—Por un momento he pensado que no me creería cuando le he contado que éramos la resistencia musdagur —le dice Golik al tiempo que le da un golpecito en la espalda—. Por fortuna al final lo ha hecho y ha convencido al pueblo, ¿eh? Si no, esto hubiese sido un caos y habríamos acabado todos muertos, y claro, a ver quién lo limpia todo después…
Y es que, sin que Usumgal lo supiera, la resistencia musdagur al completo se ha alistado en el ejército civil de voluntarios y de esa forma ha conseguido llegar a Boma, transportada por el propio señor de Zapp. Cuando los kushus han traspasado la frontera, que era hasta donde llegaba el bloqueo que les impedía comunicarse telepáticamente, Golik se ha puesto en contacto con Kingal para explicarle la situación. Y así han evitado la confrontación entre los dos ejércitos populares.
—Bien… Y ahora, si no le sabe mal, delegado Kingal… Tenemos una batalla pendiente, ¿recuerda? —dice Golik señalando a los kushus—. Todavía quedan dos unidades de musdagurs, una de urgugs, y unos musens bastante molestos. Por si acaso, mientras le explica todo a su pueblo, yo empiezo a organizar la defensa. ¿De acuerdo?
—¡Aaaah…! Sí… Sí… Claro está… —tartamudea el delegado que todavía está tratando de asimilar todo lo que ha pasado en los últimos segundos.
Usumgal, histérico al ver que una de sus cinco unidades acaba de unirse al enemigo, se dirige al resto de su ejército.
—Unidades segunda y tercera, ¡atacad inmediatamente! —grita, desde arriba del kushu, muy enfadado.
Seguirá con su plan tal como estaba previsto. Atacará primero con los musdagurs y, cuando la batalla esté en su punto álgido, ordenará a los musens que bombardeen la llanura, aunque eso suponga sacrificar a su propio ejército.
Los aludidos, sin adivinar las aviesas intenciones de su señor, saltan de las plataformas para dirigirse contra los sutums y los musdagurs de la resistencia.
—¡Muy bien! —dice Golik viendo cómo se acercan—. Señores… ¡Ahora sí toca luchar! ¡Atención! ¡Quiero a todos los miembros de la resistencia en primera línea! Que los sutums con armas de corto alcance se queden en la retaguardia y…
—¡Un momento, caballero! —interrumpe una voz las instrucciones de Golik.
Todos se dan la vuelta, patitiesos al principio, para pasar a quedar desconcertados y sorprendidos después, cuando ven a la reina Laima haciendo su aparición en pleno campo de batalla. Finalmente, se ha puesto la falda de colores con cascabeles y piedrecillas brillantes; también lleva una especie de blusa blanca con una gran faja negra y su capuchón con tiras laterales.
—¿Quién es esta hippie? —pregunta Golik al Consejo de sutums, perplejo.
—Es… Esto… Es la reina Laima —responde Sasar, no muy orgulloso de cómo se está tratando el tema del protocolo, pero, considerando que un ejército de musdagurs furiosos se acerca a la zona con intención de asesinarlos a todos, se apresura a opinar que puede hacer la vista gorda por esta vez.
—¡Ah, caramba! Muy bien… Mucho gusto, señora. Yo me llamo Golik —se presenta el musdagur, que ya no se sorprende por nada a estas alturas—. Y ahora, ¿qué quiere usted? No es mala educación por mi parte, pero como puede ver esos musdagurs nos quieren matar a todos, ¿sabe usted? —dice señalándolos.
—¡Oh, Golik, Golik, Golik…! —musita Laima, avanzando poco a poco, a solas contra los más de diez mil musdagurs—. La guerra es una lucha entre gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce, pero que no lucha.
Y diciendo estas crípticas palabras, la reina continúa avanzando en dirección al ejército.
—¿Me lo parece a mí, o vuestra reina está como una regadera? —pregunta Golik todavía pensando en la frase que Laima acaba de decir.
—Está como una cabra —responden todos los consejeros a la vez asintiendo.
—Bien, pues, si me permitís, voy a apartarla del campo de batalla —dice Golik, y echa a correr en dirección a Laima—. ¡Ejército de la resistencia! Seguidme y…
Sin embargo, las instrucciones de Golik son interrumpidas una vez más por la reina Laima. Pero ahora no lo hace su voz física, sino su voz mental. Se está dirigiendo a los integrantes de los dos ejércitos al mismo tiempo. Suena potente, alta y clara como nunca ha sonado una voz telepática en Ki, pero también es tranquila y suave. La reina Laima tiene los ojos cerrados y está en medio del campo de batalla con los brazos extendidos.
—Musdagurs y sutums… Escuchadme, por favor…
Y, curiosamente, consigue que todo el mundo la escuche. Incluso los musdagurs de Zapp —los del ejército regular de Usumgal— han quedado confundidos por la potencia de esa voz en su interior y, por alguna extraña razón, quieren saber qué dice.
—Debo deciros a todos, que hoy… he tenido un sueño.
En ese momento, sin saber muy bien por qué lo hacen, los musdagurs, poco a poco, dejan de correr y ralentizan el paso y, avanzando lentamente, escuchan aquellas palabras que parecen transmitir sabiduría.
—Un sueño… en el que, un día, ¡esta región se pondrá en pie y verá el verdadero significado de sus creencias! —sigue diciendo Laima, mientras todos los soldados la miran fijamente.
—Un sueño… —prosigue— en el que Kibala, una región sofocante por el calor de la injusticia, sofocante por el calor de la opresión, ¡se transformará en un oasis de libertad y justicia!
Llegados a este punto, incluso Golik se deja llevar por las palabras que provienen de aquella extraña y peculiar sutum, que aunque muestra una apariencia colorista y barroca, dice cosas que, siendo sencillas, tienen bastante sentido.
—Un sueño… que asegura que, un día, sobre estas bolsas secas de magma, los hijos de los que fueron sometidos y los de los que los sometieron, ¡serán capaces de sentarse juntos a la mesa de la fraternidad!
La llanura es puro silencio. Nadie se mueve ni dice nada. Los dos ejércitos captan y procesan las hipnotizadoras palabras de Laima, que en ese instante baja los brazos y abre los ojos, para rematar su discurso mirándolos frente a frente.
—Un sueño… en el que mis hijos no serán juzgados por la textura de sus escamas, ¡sino por su reputación! Un sueño… en el que un día, allá en Zapp, con sus racistas despiadados y su dictador, que no sabe pensar en otra cosa que en guerra y poder… un día, precisamente allá, en Zapp, niños y niñas sutums podrán darse la mano con niños y niñas musdagurs, como hermanos y hermanas.
Dichas estas palabras, Laima se arrodilla ante el ejército de Usumgal. Y después de unos segundos, que valen más que trescientos cincuenta años… los diez mil musdagurs dejan caer muy despacio sus armas al suelo, con lágrimas en los ojos.