Final

¿Vacaciones? Hace casi cincuenta años que me gano la vida y ya no sé lo que son. Antes del 14 los ricos estaban siempre de vacaciones. En cambió, para los obreros, para los pobres, las vacaciones eran algo raro. Ahora… bueno, para los niños perfecto, pero para los adultos… a los adultos no les sirven de nada las vacaciones. Dos días después de volver no se acuerdan de dónde han estado. Se pasan el tiempo en el taller haciendo planes: «Este año iremos a España». A ochenta por hora… y no ven nada. El coche les hace creerse ricos y poderosos. Las vacaciones sirven para comer. Ya lo decía Rabelais que, por cierto, fue cura en Meudon: «La tripa mueve al mundo». La tripa y la vanidad, dos cosas que hacen las vacaciones perfectas. Consecuencia: aumento de las reservas de grasas abdominales. Lo decía el ilustre Pétain: «Francia es mitad cocina, mitad burdel». Ya no hay burdeles, pero queda la cocina. La cocina y el Renault 4-4: cuatro caballos, cuatro ruedas, cuatro puertas y cuatro personas dentro. Todos igual: filete con patatas fritas, mojarse el culo en la playa durante agosto, el mismo coche y la misma pinta: gordos y pesados. ¡Que se vayan de vacaciones!, pero que no vuelvan.

Hace unos días, ya lo he dicho, vino a verme Gallimard, aquí en Meudon; no pudimos darle café, se tomó un té y yo le dije que el té era un invento inglés que había acabado con la yerba mate. ¿Cuánta yerba mate habrá libado Le Vigan en Argentina? A este loco le cogieron en Sigmaringen el 21 de abril del 45. Le juzgaron y le condenaron a diez años de trabajos forzados y a la indignidad nacional; también le confiscaron sus bienes… ¿Qué bienes?… Se pasó varios años en el penal… luego lo soltaron y se fue a Argentina… a sorber yerba mate bajo el poncho… Le Vigan… el mejor de los gauchos.

No se olvidaron de mí… ¡qué va!… me persiguieron con el artículo 75 por toda Europa. ¡Claro!, había que explicar a los franceses que ellos no habían colaborado, que nadie… sólo el doctor Destouches, que casualmente estaba ese día haciendo de médico gilipollas cuidando a unas niñas pequeñas con su abuela… cuando el heroico Ejército francés entró en desbandada.

¿Qué hicieron Sartre y sus amigos? ¿Dónde estaban durante la Ocupación? En el Flore. Bebiendo, hablando y ensayando obras de teatro. No hay como subirse al caballo ganador. Cuando los alemanes se fueron de París el 18 de agosto de 1944, estos héroes y santos mártires estaban resistiendo en el campo con fiereza sin igual. Se presentaron en París el 16 de agosto de 1944, traían su bronceado veraniego y protestaban de lo mal escogido que estaba el día de la Liberación… Qué falta de sentido hacerles venir de sus lugares de esparcimiento… arrastrar a sus amantes hasta el Barrio Latino en días tan calurosos, con el Sena llenándolo todo de humedad. ¡Puaf!

Llegaron con sus coches nuevos, pero en lugar de ir al Lousianne, donde acostumbraban, se bajaron en el hotel Welcome, que está a diez metros del Lousianne. El hotel Welcome… naturalmente… «Bienvenidos»… ellos, que no se habían marchado. Se fueron al Welcome para evitar ser reconocidos (¿por quién?). Tomaban turin-gins en el Flore… sí, lo ha escrito Sartre. Bebían turin-gins en lugar de los habituales martinis para que no se les reconociera. Jean Paul y Albert, los dos juntos diseñando el futuro de la patria y haciendo las listas negras de la depuración. No hay que fiarse de los bizcos, tienen muy mala leche.

Los ídolos de la juventud habrían ido a la cárcel. Esa serpiente bizca, si tanto sufre por haber quedado libre… tenía a todos los nazis, las salas llenas, en el Sara Bernhardt… Que hubiera subido al escenario y les hubiera dicho: «¡Vosotros, teutones! ¡Os odio! ¡Atracadores! ¡Torturadores! ¡No tardarán en daros por el culo!». Si hubiera hecho eso, habría tenido lo que pidió para mí: ¡cárcel!

¡Señoritos de mierda! Amantes de los proletarios… ¡Si sólo han visto obreros en las fotografías, esas que salen en los periódicos! ¡Qué gran mentira! ¿Intelectuales? ¡Basura maloliente! ¡Renacuajo con gafas! Es un chacal que no sabe reír, con esa gesticulación absurda y epileptoide.

Yo soy un enemigo del pueblo. ¿Por qué? Mientras ellos se reunían en St. Germain des Pres, yo curaba enfermos. Cuando ellos estrenaban obras de teatro, yo iba en motocicleta casi de madrugada a Bézons… ¡Excremento enano y bisojo!

Ahora defiende a los moros de Argelia. Él, educado y de buena familia, tiene el descaro de ser el mejor defensor de los morazos que ponen bombas en las estaciones de autobús de Oran. Ese jesuita podrido descubre ahora que el fin justifica los medios, y por lo tanto hay bombas buenas, que llevan a buen fin, y bombas malas. Le da igual que las buenas maten a niños… Ese sacrificio es el que se merece la revolución liberadora que hará felices a los árabes en cuanto los franceses se vayan de allí.

¡Filósofo de mierda! Justificador de todas las masacres siempre que sean en la buena dirección! Maniqueísmo y mentira.

Me jodieron bien… Al fin y al cabo, qué importa. No puedo quejarme… Hice lo que me dio la real gana. He escrito como y contra quien he querido.

Naturalmente me equivoqué… he querido equivocarme siempre… porque es la única forma de acertar. ¿Equivocarse? Los únicos que no se equivocan son los que lamen el culo a los poderosos de ayer, hoy y mañana. Hay que escoger entre mentir o morir. Yo no he mentido nunca, por eso tienen razón quienes dicen que he muerto. He muerto de indignidad nacional y, por eso, he muerto de dignidad personal, que es la única que cuenta.

Hace unos días, ya lo he dicho, me vino a ver Gallimard y el muy asno me insinuó que mis novelas ganarían mucho retomadas por el cine.

—Sus novelas son guiones que pueden pasar al cine —me dijo muy serio.

—¡Ya!, el cine tiene todo lo que le falta a mis novelas —le contesté—: el movimiento, el paisaje, lo pintoresco, las buenas hembras desnudas, a pelo, los tarzanes, los efebos, los leones, los juegos de circo, los juegos de alcoba, los crímenes, las orgías, los viajes… todo lo que el puñetero escritor no hace sino indicar. Qué increíblemente fatigosa es la novela de habla emotiva, ¿verdad? La emoción no puede ser captada y transcrita más que a través del lenguaje hablado… del recuerdo del lenguaje hablado y al precio de una paciencia inabarcable, a fuerza de infinitas y pequeñísimas retranscripciones. El cine no puede hacerlo… es una revancha del maldito escritor. A pesar de todo el ruido, de la publicidad, de las pestañas postizas, de los suspiros, las sonrisas, los sollozos… el cine sigue siendo hueco, mecánico, frío. Yo soy el inventor de un estilo y es imposible que eso lo recoja el cine.

—Y usted es inventor de un estilo… ¿Lo cree así?

—Sí, señor… es una pequeñísima invención… práctica, como el piñón múltiple de las bicicletas. Pero resulta que no hay grandes inventos, sólo pequeños. Lo único que hizo Lavoisier fue poner cifras a cuerpos naturales que eran conocidos mucho antes de que él naciera. Pasteur no hizo otra cosa que dar nombre a todo lo más pequeño que encontraba bajo su lupa. Yo he intentado captar la emoción. La emoción no se revela sino después de un enorme esfuerzo a través de lo hablado, que hay que reproducir escribiendo al precio de penurias, de infinita paciencia, echándole unas pelotas que usted no puede ni sospechar. Retenga, al menos, que la emoción es avara, fugaz, evanescente. No basta con desearlo para atrapar a la muy puta. ¡Para ello hacen falta años de acechanza austera! Y eso… con mucha suerte.

—Veo que ha reflexionado mucho sobre sus escritos.

—¡Vaya por Dios! —le contesté—. Para mí ya todo está reflexionado. Me han puesto la etiqueta de terrorista, violador de la lengua francesa, delincuente, pederasta y reo de derecho común. Desde 1932 se ha agravado mi caso, además de violador, soy traidor, genocida… hombre de las nieves. ¡Oh, pero qué limpiamente pueden despojarle a uno! ¡Este infame no ha existido nunca!, me dicen. ¡Está muerto!

La muerte… ¿qué muerte? Mi muerte o quizá las que he sentido de cerca durante tantos años. En realidad uno convive con ella desde el nacimiento, pero no es ésa la muerte en la que ahora pienso, me refiero a la muerte propia, al lento desaparecer de uno mismo. La muerte propia es producida siempre por los demás. No es la tuberculosis o el cáncer, el accidente o el pistoletazo suicida los que te llevan por delante. No se trata de un asunto objetivo, numerable… ¡Éste ya palmó! No es eso… Te eliminan de su vida, primero unos pocos, que te van conociendo, que no les aportas nada, que les caes mal, que te odian. Luego el número crece, son legión, sobre todo si tienes el mal gusto de destacar, de salirte del rebaño, de diferenciarte. Si no sigues las buenas maneras… entonces te miran como si fueras transparente. No existes. Es muy real. Tú crees existir, pero ya has muerto. Tú mismo, si estás despierto, si prestas atención, te darás cuenta. No es que te obsesiones con si te miran bien, te miran mal o no te miran, basta con que tú mires hacia dentro sin espejo y notarás que te vas muriendo, que tus recuerdos se te ensombrecen y no es eso lo grave, lo más empecinado es que ya no te duele nada de lo que fue tuyo y perdiste. La muerte es indolora e insípida. Tu capacidad de protesta decae. Te desvaneces para ellos y ellos se diluyen en tu lejanía… Sólo queda el enterrador que un buen día te mete en el hoyo… Luego certifican que has desaparecido. Lo ponen en un papel. Es suficiente. La vida es el complemento de la muerte. Cuanta más cantidad de vida hay en una persona menos muerte hay en ella. Tiene que ver con la edad: la muerte crece con los años al mismo ritmo que mengua la vida. Pensar otra cosa es engañarse. El tiempo, ése es el gran asesino. Veo a mucha gente que intenta disimular su influjo, pretende ocultarse a su impertérrita mirada. Las mujeres se pintan, se acicalan, ocultan sus codos arrugados, se embadurnan las patas de gallo. Los hombres arriman sus nacidos cuerpos a jovencitas veinteañeras, se tiñen el pelo o se pasan mechones de cabellos de derecha a izquierda del cráneo, por encima de sus calvas lustrosas. Da igual, la muerte ya se come todos los días unas cuantas neuronas. ¡La experiencia! ¡Qué risa! La experiencia consiste en malas artes adquiridas. El cerebro disminuye a partir de los treinta años. Es un hecho físico indiscutible, como innegable es que la elasticidad de los músculos, la velocidad de nuestros nervios, nuestros reflejos físicos y mentales decaen con el paso de los días. Una persona de quince años cicatriza sus heridas en menos de la mitad de tiempo que una de treinta. La muerte crece en progresión geométrica, nuestra vida desaparece a la misma velocidad. La rebelión contra la muerte es un intento vano. Nadie es capaz de enseñárnoslo, pero deberíamos saber desde muy jóvenes que la vida es una guerra sin botín.

Gallimard vino a verme a propósito de la reedición de mis primeros libros. ¡Vaya!, nada menos que en la Pléiade. Mucho ringorrango, pero pagan el cuatro por ciento… Como publican sólo a los autores muertos, pagan poco. Deben saber que yo también he muerto.

Acabamos hablando de muchas cosas, como de Balzac; sí, hablamos también de Balzac, que estuvo en Meudon, que vivió en Bellevue en casa del conde Apponyi, embajador de Austria por entonces. Gallimard es balsaciano y anda buscándole la pista al tal conde Apponyi… en el Ayuntamiento… en el catastro… ¡nada!

—Pronto vendrán los chinos —le digo.

—¿Y cuándo calcula que estarán aquí los amarillos? —contesta embromándome.

—En Bizancio —le hago notar— andaban preocupados por el sexo de los ángeles cuando ya los turcos se cargaban las murallas y pegaban fuego a los barrios bajos. Lo mismo nos está pasando a nosotros ahora con lo de Argelia. Nuestros grandes hombres no se preocupan del sexo de los ángeles, ni del peligro amarillo, sólo se ocupan de comer. Comer cada vez más y con buenos vinos. ¡Que vengan, que se atrevan los chinos! ¡No pasarán de Cognac! Pero volvamos al conde Apponyi, el embajador de Austria que tan bien trató a Balzac. Yo también tuve una persona de Austria que me tomó de la mano cuando iba a salir a la calle mi primera novela. No era conde ni embajador… sólo era una mujer hermosa, con el culo mejor terminado del mundo. Se llamaba Cillie… Hacía sol y había luz en Montmartre en aquel otoño en que, en mal hora, cambié de oficio. De atardecida la vimos Mahé y yo, sentada en el Café de la Paix. Leía muy atenta una guía de París, una de esas guías que eran famosas en aquellos años y que llevaban el nombre de su autor o editor: Baedeker. Leímos juntos algo sobre el Sacré-Coeur, sobre Montmartre. Hoy leeríamos algo más actual, por ejemplo, nos interesaríamos por el cementerio del Pére-Lachaise:

Conocido también como cementerio del Este, es el primero y el más interesante de los tres grandes cementerios de Parts. Recibe su nombre del jesuíta Lachaise, confesor de Luis XV, que tenía una casa de campo en el punto donde hoy se encuentra la capilla del camposanto. La ciudad compró esta propiedad en 1804 e hizo construir el cementerio conforme a los planos de Brogniart. Más tarde fue ampliado hasta ocupar las cuarenta y cuatro hectáreas que ahora tiene. El Pére-Lachaise realiza las inhumaciones correspondientes a los barrios del noreste de París, pero cualquiera puede comprar allí una sepultura…

Todos pueden comprar… menos yo, que no quiero gastar el poco dinero que tengo en una tumba allí, y me quedaré aquí, en Meudon. Entonces, hace casi treinta años, no nos ocupábamos de la muerte. Nos entreteníamos con otras cosas. Diré más: a pesar de haberla visto tan cerca durante la guerra del 14, la muerte no existía, no la comprendía como ahora. En fin, volvamos a Cillie. Al verla le dije a Mahé: «Un tres palos», y él asintió. Bien arbolada, de línea fina… buena navegación. ¡Madre mía!, ¡qué culo tenía… y qué piernas! Recuerdo bien la tarde, pero su cara se me emborrona, no la preciso. Si fuera pintor tendría dificultades para reproducir su rostro, que era alegre. Eso sí, su risa vuelve a mí después de tanto tiempo. Pasamos entonces unos días llenos de luz… Luego todo se lo llevó la guerra… a ella… a sus amigos… a mí.

Hace unos días vino Mané. Tiene el pelo entrecano. Ha dejado de pintar. Le dije en broma:

—Yo moriré antes que tú. Bueno, ya sabes que estoy muerto… eso dicen, pero me refiero al día en que me entierren. Debes hacerme una lápida muy simple. Nada de cruces: ni griegas, ni latinas, ni gamadas… ni la de Lorena. Pintas un buen barco, grande, tres palos, de los que nos ponían los dientes largos en St. Malo. Las velas desplegadas, con una gran escora; se ha de notar el viento. Lo haces tallar en una buena piedra y me la colocas encima. A ver si hay suerte… y todavía navego.

No me debió ver buena cara porque me contestó serio, cambiando de conversación.

—Siempre andas en lo mismo… A propósito de un buen tres palos —me dijo—, ¿te acuerdas de la austríaca que encontramos en el Café de la Paix? Ésa sí que resucitaba a un muerto.

Cillie me hizo unas fotos aquellos días. Recuerdo que me las envió desde Viena y las utilicé para la prensa cuando se publicó mi primer libro y Denoel quiso promocionarme. Debí encontrarme favorecido, ¡qué coquetería!, de no ser así no las hubiera usado. Más tarde también me envió por correo el Brueghel: La fiesta de los locos. Vimos el cuadro juntos, con Elizabeth, en el Museo de Viena. Estuve frente al cuadro una hora y ellas protestaban de mi tardanza. Les intenté explicar que el viejo holandés, resentido y lúcido, había pintado allí nuestra vida, es decir, nuestra muerte. Ellas creían que bromeaba, pero me puse serio y entonces miraron con atención el cuadro.

¿Qué habrá sido de ellas? De Elizabeth, casada con un judío en los EE UU; de Cillie, viuda por dos veces, lejos también.

¡Qué lenta putrefacción ver pasar los días entre tanto gris aquí en Meudon!

Viernes 14 de julio de 1961. Información de la Agencia France Presse.

Louis Ferdinand Destouches, conocido como Céline, falleció el sábado 1 de julio a causa de un aneurisma cerebral que le produjo un derrame. El que fuera premio Renaudot en 1932 y escritor original y polémico murió el sábado pasado en su residencia de Meudon. Ayer martes fue enterrado en el cementerio municipal de esa localidad cercana a París. Al sepelio asistieron unas decenas de personas, entre las que se encontraban el escritor Marcel Aymé, el editor Gallimard y otros amigos del fallecido. Destouches, cuyas obras han sido publicadas recientemente en la Pléiade, atravesaba una situación económica precaria. Nuestro corresponsal informa, asimismo, que en los últimos años había vuelto a ejercer su antigua profesión de médico. El escritor fue acusado de colaborar con los ocupantes alemanes durante la guerra, y vivió exiliado en Dinamarca hasta que en 1951 regresó a Francia. Desde entonces habitaba en la banlieue, llevando una vida social extremadamente discreta.

En octubre de 1962 el semanario L’Expres dedicó un número a Destouches. Allí aparece la narración que sigue, realizada para la revista por la que fue su segunda esposa, Lucette Almanzor, bailarina que en tiempos formó parte del ballet de Serge Lifar.

Fue el sábado 1 de julio de 1961. Por la mañana, cuando me levanté a las nueve, hacía un calor insoportable. No lo encontré por la casa: había bajado al sótano y estaba acostado en un camastro viejo y sin uso. A pesar del calor tenía la mano derecha helada. Creo que ya no le circulaba la sangre por el brazo. Como pude, le arrastré al primer piso, a la cama.

—Voy a llamar al médico —le dije.

—Ni se te ocurra. Déjame morir en paz. No quiero ni inyecciones, ni médicos, ni plañideros. No avises a nadie. Este trance lo pasas solo o haces el ridículo.

Tenía un horrible gesto de dolor en la cara. El derrame cerebral debía de haber comenzado muy temprano. Se tapó la cabeza con la sábana, apenas dejaba ver su cabello. Salí de la habitación sin saber que hacer. Me senté en el salón, desolada. Por suerte, al rato llegó, como muchos sábados, Serge Perrault, un viejo amigo, bailarín de la Ópera, que había venido con su hija, todavía una niña. Esperamos un rato y entramos de puntillas en la habitación. Louisya había muerto.

Cuando organizamos sus papeles comprobamos que, quizá aquella misma mañana, había terminado su último libro. Finalizaba con la siguiente frase: «Honduras espumantes en donde todo deja de existir». La palabra «Fin» estaba escrita debajo de esta frase, con una letra convulsa.

Llovía aquel día de enero.

Algún tiempo después hice grabar su nombre en una lápida de mármol rosado. Mandé poner debajo las fechas que enmarcaron su vida: 1894-1961. El espacio restante de la lápida reproduce en bajorrelieve un barco de tres palos que trajo para la tumba Henri Mahé.

—En recuerdo de los tiempos alegres —me dijo.

Los tiempos en que Louis aún no escribía, aquellos que no compartí con él. Mahé me dio también unos versos de Baudelaire.

C’est un ironique, un moqueur,
mais l’énergie avec laquelle
il peint le mal et sa séquelle
prouve la beauté de son coeur.

No quise colocar estas palabras sobre la tumba que algún día será también la mía.