Al casarme me trasladé a una casa muy amplia de la familia de mi marido, en la Rabenstrasse, cerca del Danubio. Tanto Frank como yo pasábamos consulta en dos habitaciones de la casa. Cillie se presentó la noche de Año Nuevo de 1933 con el doctor Destouches. Me había hablado de él con cierta picardía. Yo me había hecho una idea equivocada. Era un hombre serio, atractivo físicamente. Bueno, física y humanamente. Su posterior evolución ideológica me hace difícil decir esto, pero quisiera ser objetiva: era guapo y simpático. Unía a su sentido del humor, a veces agrio, una amabilidad que llegaba a la ternura.

Se hacía querer. Yo estaba entonces bajo el síndrome del psicoanalista principiante, que consiste en mirar a las personas y sus relaciones desde la perspectiva de los conceptos analíticos. Desde esta óptica me pareció un tipo complejo, con clara tendencia a la melancolía. Siempre pensé que la melancolía es una forma de literatura. Su impulso de escritor venía de ahí. Visto de lejos y a fuerza de ser honrada, he de decir que cuando le conocí sabía que Destouches le había pedido a Cillie la traducción al inglés del artículo de Freud «La aflicción y la melancolía».

Tuve ocasión de preguntarle para qué lo quería. Me dijo que pensaba utilizarlo en la novela que estaba escribiendo, la que publicó en 1936.

Durante ese viaje tuvimos una larga velada con el doctor Storfer, editor de Freud, que por entonces estaba en tratos para publicar algo de Wilhelm Reich. Mi marido volvió días después con Anny Reich y tras la cena celebramos una velada monográficamente psicoanalítica. Destouches nos deleitó con sus delirios, verdaderamente divertidos. Entre bromas y veras se pasó la noche hablando de todo tipo de perversiones infantiles, de excitaciones sobre cadáveres, etcétera. Tenía dotes excepcionales y conseguía dar la impresión de pervertido. No creo que lo fuera. Sus perversiones eran más bien fantasías… que con la distancia del tiempo parecen hasta inocentes. Para Cillie fue un amigo leal y bueno. Pienso que abrigaba hacia mí sentimientos parecidos. Meses más tarde, cuando las cosas se empezaron a poner verdaderamente mal, me ofreció su apartamento en París en caso de que tuviera que dejar Austria por mi militancia izquierdista. No sólo me dijo que sería bien recibida, sino que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. En aquellos momentos un ofrecimiento así no era baladí. Fue en junio de 1933 cuando me lo ofreció, en su segunda visita a Viena. En esos seis meses habían pasado muchas cosas. Esa segunda vez vino con una bailarina americana, a quien había dedicado su primera novela. La noche de Año Nuevo de 1932 estaba sola en casa, tenía al niño con mis padres y Frank estaba en Praga. Cillie y Destouches venían de casa de los Tranneck y comentamos la impresión de desesperanza que les había producido Max. Por aquellos días yo pensaba que Max era un derrotista con su idea de que el socialismo había cavado su propia tumba al no impedir la Primera Guerra Mundial. Viendo cómo Dollfuss nos apretaba el cuello, pensaba —y sigo pensándolo— que la única forma de parar el carro fascista era aplicar nuestra fuerza y nuestros medios, aliándonos con el diablo, o solos. Si se hubiera aceptado con unos años de anticipación la idea del frente popular, los nazis y los fascistas no hubieran provocado ni las matanzas previas a la guerra ni la guerra misma. En fin… agua pasada que no moverá ninguna rueda.

Tomamos una cena frugal y pasamos a una salita pequeña, muy acogedora, donde teníamos una estufa. De aquella curiosa noche recuerdo, sobre todo, a Cillie, o mejor dicho, recuerdo una versión distinta de ella. Hasta entonces era como nuestra hermana pequeña. En realidad tiene sólo tres años menos que yo. Sin embargo, quizá porque hablaba poco o porque no gustaba de intervenir acaloradamente en las discusiones, teníamos la impresión de que estaba, en cierta forma, bajo nuestra protección. Bien pensado era una estupidez, pues siempre participó activamente en nuestro grupo, era persona celosa de su independencia y tenía una fuerte personalidad. Es cierto que tras la estúpida muerte de su marido en la montaña, un joven médico a quien ella quería más como a un hermano que como otra cosa, proyectamos sobre ella una especial sobreprotección. Por eso, la noche en que se presentó en mi casa con Destouches, quizá pretendía ponerse a mi altura, indicarme claramente que dejara de ejercer de madre confidente para ser definitivamente su amiga, su igual.

Me di cuenta de que las insinuaciones algo cochinas que Cillie, con la rijosa complicidad de Destouches, no paraba de hacerme, me obligarían a tomar una decisión. Si cortaba las insinuaciones y rompía el tono del discurso claramente erótico en que estábamos metidos, asumía el papel de madre represora que pone fin al juego de su hija, lo cual me resultaba harto desagradable. Si, por el contrario, aceptaba la provocación y tomaba la iniciativa, debía superar las inhibiciones que me creaban tanto la presencia de un desconocido como de la propia Cillie. Ellos jugaban con la ventaja que les daba decidir las reglas del juego y conocer bien a los contendientes.

Pensé que los dos se habían puesto de acuerdo. Más tarde me enteré de que no había sido así. Tomé una decisión. En un momento dado, les dije:

—Está bien. Id a la habitación, ya sabéis dónde está. Yo voy a arreglarme.

Si cuando volviera del tocador seguían en la sala, ellos y no yo habrían roto el juego. Si estaban en la habitación les seguiría en el enredo. Estuve unos diez minutos en el cuarto de baño. La angustia me tomó, bien a mi pesar, por la boca del estómago. Mis sentimientos eran contradictorios, deseaba que ocurriera y que no ocurriera, las dos cosas a la vez.

Salí del baño de puntillas y me acerqué a la salita. Estaba vacía. Me detuve y tomé del aparador una copa, la llené de brandy y la bebí de un trago. «Que necesite una darse ánimos a estas alturas…», pensé. La habitación tenía las luces encendidas. Destouches estaba en el sillón de lectura, vestido; Cillie en la cama, riendo, completamente desnuda.

—¡Un momento! —dije, y fui a la cocina por una vela en su palmatoria. Volví y apagué la luz. Dejé la vela encima de la mesilla. Me estaba comportando como una cochina burguesa. Me desnudé deprisa y como pude. Me eché sobre la cama abierta y me tapé y tapé a Cillie.

—Pero, bueno… —se oyó decir a Destouches desde su poltrona.

—¿Este señor no participa? —Logré articular.

—Señora, es usted la represión del voyeur. Primero me apaga la luz dejándome en penumbra y luego se tapa como si esto fuera Siberia. No ha observado usted que la estufa está encendida.

Se levantó, y con k complicidad de Cillie, arrancó mantas y sábanas dejándonos con nuestras vergüenzas al descubierto.

—¿Estás nerviosa? —me dijo Cillie al oído.

—No —mentí—, ¿y tú?

—Tampoco —creo que ella decía la verdad.

Comenzó a acariciarme con lentitud. Al principio sólo me dejaba hacer, luego colaboré sin ninguna inhibición. Había pasado lo peor.

Destouches acabó participando. Recuerdo que el amanecer nos sorprendió despiertos. A esa hora les dije: «Tengo sueño», y me fui a otra habitación. Cuando desperté era casi mediodía. Se habían ido. Nos volvimos a ver esa misma tarde. Hubo unas sonrisas cómplices y ningún comentario.

Rememorar el primer día, o mejor, la primera noche que conocí a Destouches, es para mí una sensación agradable. La memoria de una Viena confiada y tranquila, sentada sobre un volcán que estallaría muy pronto. También es el recuerdo dulce de un erotismo nuevo que, paradójicamente, se presentó de golpe en presencia de quien era un extraño. Ese dios, que nos abandona y que a menudo nos hiere, se hizo presente en aquella noche larga y morosa de Año Nuevo.

En junio de ese año de 1933, Destouches volvió a Viena; venía de Zúrich, pero ya no fue a casa de Cillie en la Herrengasse. Vino acompañado, ya lo dije, de una norteamericana, Elizabeth, que daba la sensación de estar algo triste y apagada. Entre los dos viajes de Destouches, Dollfuss había dado un golpe de Estado, derogando el sistema parlamentario constitucional. Precisamente en esos días de junio el gobierno había prohibido el partido nazi, pero tal cosa anunciaba lo peor.

Solamente en Viena éramos cerca de trescientos cincuenta mil socialistas, pero muchos teníamos sensación de impotencia. Cuando quisimos reaccionar fue tarde. La matanza que sobrevino y la agitada vida de esos meses marcaron nuestra existencia. Me alegro de haberme decidido a actuar, de bajar a la calle, como se decía entonces. Se destrozó mi vida, mi tranquilidad y, en cierto modo, perdí a mi hijo, o, mejor dicho, algunos años de la infancia de mi hijo. Sin embargo, después de la guerra no tuve el sentimiento de haberme dejado cazar como un conejo. Luché y perdí, pero además luché y perdí temprano, lo cual vino a ser, a la postre, una ventaja personal.

(Papel de cartas con la dirección impresa 98, Rue Lepic).

15 de mayo de 1933

Querida Cillie:

Estoy contento de volver a verte pronto. Iré primero a Inglaterra, luego a Bélgica, Alemania y Zúrich. El mundo es hoy una pesadilla y cada semana parece peor. La vida es también muy difícil aquí. Desde hace algún tiempo tampoco yo me encuentro muy bien. A menudo pienso en ti y estoy seguro de que sigues tan valiente y encantadora como siempre. Eres una criatura maravillosa. Ya lo sabes. Espero que los hitlerianos no lleguen hasta ahí. No les gustará encontrar a unos pobres pacifistas como nosotros. ¿Cómo está Annie, aún sigue analizando?

Te llevaré las puntillas que me pides. Estoy muy harto de París. Encuentro a la gente malintencionada y atosigadora. Ay, pequeña, no puedes imaginártelo.

Te quiero mucho. Pronto estaremos muy bien. Muy pronto te haré una mujer.

Louis

(Membrete del Gotttiard Hotel, Zúrich).

Viernes 9 de junio de 1933

Querida Cillie:

Llegaré a Viena el lunes próximo. Así pues, el domingo vete al campo de excursión. Iré directamente al Graben Hotel Elizabeth vendrá el martes o el miércoles. Te encantará conocerla. Te dejaré una nota tu Herrengasse. Tengo muchas ganas de verte.

Atentamente.

Louis

Pese a lo anunciado en su carta, Louis y Elizabeth llegaron en el mismo tren.

Me acerqué al hotel el lunes por la tarde y fuimos los tres a Hietzing. Hacía un día luminoso, casi de verano. Louis llevaba una americana azul y camisa sin corbata. Elizabeth, un vestido largo de tablas. Era tan alta como yo, tenía un bonito cuerpo, pero en su cara, excesivamente redonda y de pómulos marcados, había una expresión triste.

Louis, como siempre que deseaba agradar, estuvo muy ocurrente. Ella se esforzaba en comportarse amablemente, pero no respondía a la descripción anímica que él me había hecho. Durante aquellos días tuve ocasión de conocerla y creo que su relación con Louis había acabado. Al día siguiente nos quedamos un buen rato a solas.

—Cuando me fui a EE UU, dejé a un médico de suburbio, duro pero divertido, obsesionado por escribir. Ahora encuentro a un escritor doliente. Si he de decirte la verdad, aún no he tenido ánimo de leer su novela. Tengo la sensación de haber envejecido de pronto.

En mi interior le agradecí la confidencia. Continuó el soliloquio. Era evidente que necesitaba hablar con alguien, y supongo que yo le inspiraba la suficiente confianza.

—Quizá me haya afectado la muerte de mi madre, aunque era algo que esperaba desde tiempo atrás. Tengo la amarga sensación de haber desaprovechado los mejores años de mi vida. No sé si más adelante lo recordaré como algo enriquecedor y divertido, pero ahora lo veo todo negro. Tengo insomnio, cosa que nunca me había ocurrido. No soy tan presuntuosa como para querer entender este mundo, pero de pronto se me ha hecho hostil. Las cosas agradables me resultan indiferentes, ajenas. Quizá las muchachas de mi tierra, que ya desde la escuela sólo piensan en conseguir marido, tener hijos, engordar… y que entonces me parecían repulsivas, tengan bastante más juicio que quienes, como yo, huimos de aquel mundo que nos parecía cerrado y chato. Es un hombre atractivo, tú lo sabes, pero puede resultar obsesivo. Para una norteamericana —continuó—, tampoco es fácil entender esta parte del mundo… estas tensiones políticas que nada bueno pueden traer. Parece como si soplara un viento incendiario. No sé lo que es la guerra, no la he conocido. Para Louis, y para tantos como él, sólo el anuncio de que pueda estallar los descompone. A veces, por la noche, se levanta y viene a mi cuarto —sabe que ahora duermo mal— y me cuenta las cosas horribles que le pasaron en el frente. Es espantoso. No lo soporto más. Tengo que volver a mi país y olvidar… necesito olvidar, pero no sé si podré. Los seres humanos estamos hechos, al fin y al cabo, de debilidades y de penas.

Quise compadecerme, pero no me dejó. Cambió de conversación.

—Esta ciudad es hermosa. Tienes suerte de vivir en ella. Bueno… si os dejan en paz.

Su depresión era evidente, pero, además, la actitud de Louis en los últimos meses favorecía su decaimiento. Posiblemente sin querer, se había comportado con ella un tanto brutalmente. Quizá sea mejor decir insensiblemente. Siempre habían sido libres. Según supe, Elizabeth se acostaba, en los tiempos alegres, con los amigos y amigas de él, y Louis hacía lo propio, pero al volver de los EE UU esos juegos le dejaron de atraer. Justo antes de llegar a Viena, Louis había ido a Amberes para conocer a una admiradora, una aprendiz de novelista llamada Evelyne Pollet. Tuve ocasión de leer, no hace mucho, una novela suya, probablemente la única que ha publicado. Se titula Escaleras, y en ella cuenta, sin apenas disfraz, lo que ocurrió en ese encuentro. Estaba casada y me da la impresión de que guardaba sus fogosidades para fuera de casa. Me consta que persiguió a Louis durante bastante tiempo. Elizabeth, que lo sabía, debió de recibir esas infidelidades como una bofetada.

Aquellos días paseábamos por Viena y sus alrededores. Un día, edificios: Louis se empeñaba en que Wagner (el arquitecto) era anti-Wagner (el músico). Despotricaba contra él, pero en el fondo apreciaba la utilidad de sus construcciones.

—No son el Partenón —decía—, pero debe resultar acogedor vivir en ellas.

Otro día, museos. Al siguiente, campiña. Viena estaba verdaderamente hermosa, pero dentro de la ciudad se oía el ruido sordo del volcán a punto de entrar en erupción en que, sin darnos cuenta, se había convertido. Recuerdo que fuimos al Museo Kunsthistorische, donde está el cuadro de Brueghel que más le gustaba, La fiesta de los locos, también conocido con el nombre de Combate entre el Carnaval y la Cuaresma. El artista lo pintó en 1559; la fecha está en el cuadro, abajo, a la izquierda. El centro de la escena, en primer plano, lo ocupa el Carnaval, representado por un gordo, sentado a horcajadas sobre un tonel, con un pastel en la cabeza y un espetón en la mano. Empuja el barril una máscara con salchichas en bandolera. Enfrente está la Cuaresma, un personaje enjuto cuyo alimento es un par de sardinas. El conjunto reproduce el típico pueblo holandés de la época celebrando la fiesta de Carnaval, y en los distintos grupos que aparecen se recogen las costumbres de los días de ayuno durante la Cuaresma. Pero Louis veía muchas más cosas en ese cuadro.

—Para empezar, el cuadro no tiene nada de religioso. Brueghel era erasmista y rompió con la pintura religiosa de la época —nos dijo a Elizabeth y a mí—. Este holandés no ve sólo su época, no narra trivialidades ni fiestas. Es, eso sí, la fiesta triste de la humanidad entera, ahí está el hombre en su miserable condición. Nos ha visto a todos lisiados, hechos jirones, sucios, con los miembros torcidos, con la pupila blanca. Nos ha reducido a lo que somos, un montón de escombros. Hay terror detrás de esta pintura, el terror que produce comprobar que la carne es inútil, que está perdida, que es devorada por el tiempo. Si uno se fija bien en la escena completa, nadie se ocupa del que tiene al lado, cada personaje va por su camino; sólo una figura, de espaldas al espectador, en el centro, en segundo plano, pone su mano en el hombro de otra. Las personas aquí retratadas están a lo suyo y las que van en grupo, gregarias, son religiosas. Da la impresión de que quienes hablan no son atendidos. Esa luz tenue, seguramente del atardecer, que ilumina la escena, apenas llega para calentar los cuerpos que llenan la plaza. Una narración sin principio ni fin…, reproduciendo el sinsentido de una fiesta de locos… ésa en que nos movemos, nuestra vida de hombres.

Les acompañé a la estación cuando fueron a Praga. Anny Reich había invitado a Louis y él estaba encantado de ir. Aprovecharía para presentar la traducción de su novela. Sin embargo, las reuniones literarias en Praga, de acuerdo con lo que me escribió más adelante, le resultaron especialmente odiosas.

Al despedirse, me dijo:

—Malos tiempos corren. Cuídate, niña. Cásate con un rico. No dejes que te pase nada.

Estaba preocupado por Annie Ángel. Sabía de su activismo político y le daba miedo. No se equivocaba. Fueron unos meses horribles antes, durante y después de febrero del 34. No sabíamos que la pesadilla acababa de comenzar.