Annie Ángel se marchó a Praga en octubre del 34 para no volver. Quería empezar otra vida más coherente, más pegada a la realidad, decía. No deseaba ver cómo se derrumbaba todo. En aquellos días de febrero la Viena de siempre quiso olvidar, incluso muchos que votaron y aplaudieron a los socialdemócratas. Como si todo hubiera sido un sueño. Como si no hubiera habido ahorcamientos sonados. Fue una forma de esconder la cabeza debajo del ala. Estas actitudes se pagan caras y así ocurrió también aquella vez. Creo que mi amiga tenía razón.

—Cillie —me dijo—, no quiero envejecer así, no quiero sentirme inútil y humillada.

La revolución de febrero la marcó. La hizo virar de rumbo, rompió su matrimonio y cambiaron sus ideas sobre el amor y la convivencia. Se había enamorado de un joven linotipista. Los vi juntos algunas veces antes de febrero. Me comentó que su enamoramiento había sido repentino, precisamente durante el levantamiento.

—Siempre pensé en un amor tranquilo, útil, sin entrega excesiva —me dijo—, para ir tirando. He dejado de creer en eso. Cuando el mundo se desgarra a nuestro alrededor, no puede haber amores tranquilos. Es la hora de las hogueras y hay que quemarse en ellas. No tengo mucho en común con él, apenas unas amistades, pero quiero compartir su vida. Quiero quemarme en esa pasión si ello es posible. No puedo renunciar. Si lo hiciera, me sentiría mal toda la vida, y no hay cosa peor que la añoranza. Es mejor arrepentirse de lo hecho que de lo no hecho.

En septiembre Annie había recibido noticias de que su nuevo amor, Hans, estaba en Brunn, en Checoslovaquia. En octubre, como ya dije, ella salió para Praga. El niño quedó aquí, más al cuidado de sus abuelos, los padres de ella, que de Frank, su marido.

En los primeros meses del año 34 deshojé la margarita entre Gutenberg y Karl. Me fui a vivir con Karl y rompí con Gutenberg. Louis me animaba a ello en sus cartas. Insistía hasta la saciedad en los bienes que se derivaban del dinero y Karl era rico. Me insinuaba, a veces me ordenaba, que trabajara menos. Seguía con sus bromas acerca de mi cuerpo, de mis piernas y de mi trasero.

(Cuartilla con membrete: 98, Rué Lepic).

28 de abril de 1934

Querida Cillie:

Pienso a menudo en ti y estoy contento de que, al fin, hayas tomado unas vacaciones, después de lo que has pasado. Nosotros tuvimos aquí, también en febrero, una buena batalla campal frente al Parlamento: cientos de heridos y unas decenas de muertos. Conserva cuidadosamente a ese Karl. Un amante generoso es un pequeño dios, sea judío o no. Las cosas parecen calmarse en Viena. Sin embargo, Europa está demasiado embrutecida, demasiado maleada, demasiado podrida para emprender una guerra. Eso espero y deseo. Además, ¿qué podría conquistarse? Todo está conquistado ya.

¿Y ese sexo? ¿Qué haces con él? ¿Y Gutenberg? ¿Y las dos Annies? ¿Tienes bonitas alumnas? Deberías enseñármelas algún día, las piernas… más piernas. Es mi único placer. La humanidad sólo es odio y aburrimiento.

En Clichy la pesadilla continúa; la mala gente abunda. Si todos los seres humanos fueran como tú, la tierra sería más habitable. Me encantaría volver a verte, pero no sé cuándo.

En fin, me gusta imaginarte liberada de los problemas materiales y de su mezquina realidad.

Te recuerdo, niña.

Muy afectuosamente.

Louis

Karl no era celoso, pero Gutenberg sí. Era lógico, pues fue a él a quien abandoné. Quizá busqué con ello la paz en los momentos en que se preparaba una guerra. Tardé en casarme con Karl, quería probar primero y, la verdad, no me fue mal. Era amable, cariñoso y me dejaba hacer. Representaba el amor tranquilo del que tanto habíamos hablado en nuestra juventud. Mientras Annie, la racional, la juiciosa, salía de Viena como un vendaval con un hombre al que apenas conocía, yo me disponía a conocer a fondo a una persona con la intención de casarme con ella y tener hijos y todo eso, en una Viena que había hervido en febrero y que empezaría a soltar lava muy pronto. Karl pensaba que los nazis estaban controlados pese a sus gritos y sus mascaradas. Como en tantas otras cosas, nos equivocamos.

Louis pasó, ese año de 1934, una buena temporada en EE UU. Creo que intentó volver con Elizabeth, pero ella se había casado. Él nunca quiso hablar de ello. Me contó más tarde, en febrero del 35, que estuvo en Hollywood. Le gustaba mucho el cine. Consiguió meterse en algunos rodajes. Recuerdo que me habló de una película de Clark Gable y Claudette Colbert (It Happened One Night) y otra de John Ford (The Lost Patrol). Me contó que, a la vuelta de ese viaje, desesperado, pidió en matrimonio a tres o cuatro mujeres. Una era Louise Nevelson, una escultora bastante famosa.

—La conocí en el barco hacia Europa, nada más salir de Nueva York; era silenciosa y sabía escuchar, pero no me sorprendió que me diera calabazas. Es curioso que le pidiera que se casara conmigo en un barco llamado, para mayor mofa, Liberté.

En febrero de 1935, cuando me contó todo esto, estuve con él en Kitzbuhel, cerca de Innsbruck. Esquié mucho aquellos días. Él me esperaba en el hotel. Escribía una novela que tenía muy avanzada. Nunca le había visto tan amargado. Sufría trabajando en su libro. Parecía huir de algo y de alguien. Se levantaba temprano, antes incluso que los esquiadores, escribía y, hacia las diez de la mañana, se iba a la iglesia de San Andrés. Se trata de una iglesia gótica, creo que del siglo XV, que está al lado de otra más pequeña, la de Nuestra Señora, algo más antigua. Lo único que le interesaba de aquel templo, según me dijo, eran los frescos de Kircher del siglo XVIII.

—Quisiera hacer un libro más sustancial, menos declamatorio, más musical. Lo intento, pero no estoy seguro de conseguirlo. Envejezco, me veo envejecer trabajando. A veces quisiera dejarlo, pero es más fuerte que yo. Tengo la impresión de que me va a costar diez años terminar esta novela —no fue así; se publicó al año siguiente, pero también le trajo quebraderos de cabeza.

Conocí, a ratos, al hombre intratable de quien él mismo me había hablado. Una persona que se debatía entre el difícil y doloroso manejo de las palabras y su vocación de médico.

Supongo que arrastró esa ambigüedad o, mejor dicho, esa esquizofrenia toda su vida. Amigo de sus amigos, veía enemigos por doquier. Yo apenas conocía realmente el ambiente de París en que vivía, pero tengo la impresión de que todo lo extraño o lo lejano le producía una hostilidad absurda.

Un día me retrasé volviendo de las pistas. Había anochecido cuando llegué al hotel. Me riñó por el retraso como si fuera una niña. Me trató como tal, aduciendo que le había preocupado mi tardanza. Era mi confidente, mi amante ocasional, pero lo que parecía sentir por mí se asemejaba a veces a una relación paternal que me desconcertaba y me hacía sentir ridícula.

De aquellos días en la nieve me quedan recuerdos precisos. Nuestras relaciones sexuales no eran especialmente frecuentes, sin embargo le encantaba que le relatara mis experiencias con otros. No me ahorraba los detalles más escabrosos en una especie de confesión negra.

—Debes casarte con ese Karl. Ten en cuenta, niña, que la seguridad sólo la da el dinero y él es un hombre rico. Además, parece bien dispuesto. Luego le engañas y me reservas un pequeño trozo de ese engaño. Ten en cuenta que el pecado es un aliciente. Sin morbo no hay placer verdadero.

De vez en cuando me obligaba a quedarme desnuda mirando por la ventana, dándole la espalda. Al rato venía y me atacaba con fiereza. Entre risas me decía alguna cochinada, inmovilizándome contra la ventana. Menos mal que había una buena calefacción, porque de no ser así, me hubiera resfriado. Reconozco que me gustaban aquellas bromas inesperadas.

—Necesito este descanso para escribir, pero echo de menos escuchar hablar en francés; al no oírlo pierdo la música. Todo idioma tiene su cadencia y una novela debe tener también su ritmo, su melodía. ¿Te acuerdas de Mahé? A veces voy al barco y le hago sentarse con una botella de buen vino delante. Le pido que hable, simplemente que hable, mientras voy tomando notas. Es un mal hablado. Conoce todos los tacos del francés. Me es de mucha utilidad. Me refresca el lenguaje.

Insistía:

—El dinero, muchacha, es fundamental. En esta vida sólo hay dos clases de personas: los ricos, es decir, los amos, y los pobres. No es que estos últimos sean mejores que los otros, son igual de miserables, pero están condenados a arrastrarse por este mundo sin poder levantar el vuelo. La enfermedad y la cochambre les acompañarán siempre.

Yo no entendía que si todo estaba tan claro, y no había nada que hacer, dedicase una buena parte de su vida a curar esas miserias.

—Siento una gran piedad por los hombres —contestaba—, y me gustaría creer en algo. Tienen suerte los religiosos y los políticos. Unos creen que pueden salvarse y salvar las almas por toda una eternidad, ahí es nada, y los otros creen, o aparentan creer, que las cosas pueden mejorar aquí, en este valle de lágrimas, sin esperar a esa eternidad post-mortem que pregonan los curas. Soy más bien escéptico —continuaba—, pero quizá merezca la pena intentarlo. Mira Rusia. Has de saber —continuó— que me han publicado la novela en ruso. La traducción la ha hecho Elsa Triolet. Es muy conocida en Francia. Está casada con un poeta comunista que se llama Aragón. Cuando termine este maldito libro pienso ir a Rusia… a ver si me convencen —concluyó sonriendo.

Efectivamente acabó yendo a Rusia y a la vuelta escribió un duro libelo contra el sistema soviético. Cuando esto ocurrió era el tiempo del Frente Popular en Francia. Annie Ángel me contó más tarde que el libro escandalizó. Por lo poco que sé, Louis tenía el don de la inoportunidad. Al poco de conocerlo hizo, según parece, una intervención brillante y muy comentada en memoria de Zola, defensor de Dreyfuss, el militar judío perseguido en su tiempo. Cuatro años después se dedicó a escribir panfletos antisemitas. A pesar de todo lo que sufrí por el hecho, para mí azaroso, de ser judía y de haberme casado con un judío, nunca pude odiarlo.

Desde Kitzbuhel regresamos a Viena. Volví a mi casa con los esquíes, como una joven deportista que no ha roto nunca un plato. Él se fue al hotel y al día siguiente apareció por casa. Los dos nos hicimos de nuevas ante Karl. El engaño no quería ser cruel. Tampoco ahora, al recordarlo, me produce mala conciencia. Salimos los tres a cenar varias noches. Louis observaba a Karl, por una parte como un padre lo hace con su futuro yerno, pero por otra como suele ser común entre los hombres, estableciendo una rivalidad latente. También vino a ver a las chicas del gimnasio y se quedó impresionado. Se empeñó en que debíamos invitar al cine y a cenar a una rubia, en verdad hermosísima. Yo sabía muy bien lo que se proponía y me negué, no porque me importara el juego, sino por las consecuencias en forma de habladurías que iba a tener el asunto, concluyera o no como él pretendía.

El día que se marchó fuimos una vez más al museo para mirar el Brueghel, también pasamos por el Belvedere. Luego me pidió que subiéramos a su hotel. Acepté y pasamos la tarde juntos. Fue la última vez que nos vimos en Viena.

En el verano de 1935, se presentó en Austria acompañado por una nueva amante. Se llamaba Lucienne Delforge. Una pianista de talento. Era muy agradable y divertida. No le importaban las convenciones. Cuando la conocí llevaba el pelo rubio en una corta melena, con unos rizos a guisa de flequillo. Tenía la cara ancha y la sonrisa pronta, una nariz poderosa y el labio superior fino, en contraste con el inferior. Su cuerpo, como el de todas las amigas de Louis, era firme y proporcionado. Estuvo encantadora y cariñosa conmigo. Ese verano fue la última vez que jugué alegremente con Louis. A finales de ese año me casé con Karl.