No conocí a Louis Destouches. Fue él quien me conoció a mí y no paró hasta hacerme su amante. No me importó en absoluto. Me gustaba. Yo, por entonces, hacía muchas locuras. En realidad las he hecho demasiado tiempo y así me ha ido, pero no me arrepiento de nada. Ni del sexo que compartimos ni de la gente que conocí con él ni de los viajes que realizamos.

Cuando al final de la guerra nos encontramos encerrados con Pétain, Laval y toda la tropa de colaboracionistas en Sigmaringen, no sabíamos si acabarían fusilándonos, pero yo seguía tocando el piano como si aquella siniestra compañía fuera la misma que la de la sala Gravean el 3 de mayo de 1935. Fue allí donde se me presentó. Me había mandado una carta un día después de mi recital en la sala Chopin: Mozart, Fauré, Ropatz, Debussy. La nota decía así:

Querida señora:

Estoy contento de ofrecerle este testimonio, por si le puede servir a su propaganda. Es sincero y no tiene nada que ver con mis sentimientos personales. Se que a este respecto, cualquier afirmación puede parecer impertinente.

Muy sinceramente suyo.

Louis Destouches

En la hoja adjunta se leía: «Lucienne Delforge ha nacido dentro de la música. Su lirismo es real, natural. Este don no suele aparecer sino una o dos veces en cada generación y casi nunca en una mujer».

No tenía, como se ve, un claro concepto de las mujeres artistas. Reconozco, sin embargo, que lo que más le gustaba en este mundo eran las mujeres. Le gustaban tanto que las prefería de dos en dos.

En esa época se sentía verdaderamente angustiado con la novela que estaba escribiendo. A veces me hacía tocar y hablarle al mismo tiempo. Decía que eso daba ritmo a su prosa. Sus angustias, cuando se producían, me resultaban inaguantables. Pienso que las manías y las neurosis son contagiosas. Cuando se ponía así, le pedía que me dejara en paz, que se fuera. Solía volver con otros bríos.

La temporada que pasé con Louis conocí un Montmartre que no imaginaba. Entre Pigall’s Tabac y la avenida Junot pasé una primavera inolvidable. Al atardecer paseábamos por el barrio XVIII con ojos nuevos, casi infantiles. Louis, como es sabido, tenía un estudio en Lepic, junto a la calle Girardon, encima de una tienda de antigüedades falsas. El tipo que llevaba el negocio era un tal Hébert y tenía gran habilidad para las falsificaciones. Conseguía envejecer cualquier cosa, el libro más moderno o un cuadro recién terminado. De todos los personajes que conocí, algunos destacan en mi recuerdo. Un actor llamado Le Vigan. Se drogaba como un poseso, pero nunca logré saber con qué. Otro era un pintor: Mahé. Tenía un barco en el Sena. Era un viva la virgen, alegre y dicharachero. A veces algo cruel. Estaba casado con Magy, una pianista que ensayaba en el barco. Tenía un piano de cola que ocupaba una buena parre del salón central de la embarcación. Por entonces Mahé andaba liado con otra: se llamaba Madeleine. Me parece que acabó casándose con ella. Le Vigan era homosexual o lo pretendía. Un individuo flaco, parecido al loco de Antonin Artaud, pero más bajo de estatura. Aseguraba haber nacido allí, en el barrio XVIII, «entre bidés».

—Por eso soy tan limpio y tan bien dispuesto. Mi padre era veterinario, de ahí la atracción sexual que me producen los animales de cuatro patas y más de doscientos kilos, pero tampoco desdeño los bípedos.

—Como los canguros —contestaba Mahé.

—Los canguros los uso para meterme dentro de la bolsa. Son como madres —concluía.

En realidad se llamaba Robert Coquillaud y era un actor de primera categoría, tanto en el teatro como en el cine. En la Madame Bovary que hizo Jean Renoir, el trapero Lheureux es precisamente Le Vigan. También con Renoir hizo un papel en Bajos fondos.

Recuerdo haberle visto, al final de la guerra, en una película de Jacques Becquer: Goupi-Manos rojas. Cuando Louis se marchó a Sigmaringen, Le Vigan fue con él y aparece en sus novelas finales. Pero para mí no era el personaje que describe la literatura de Louis. Acabó sus días en Argentina. No sé cómo aceptarían allí su difícil y ágil ironía.

Mahé y Le Vigan, a veces también Louis, tomaban al pintor Gen Paul, que tenía su taller en la Avenue Junot, como cabeza de turco de sus bromas, frecuentemente pesadas.

A Gen Paul le faltaba una pierna, la perdió en la Gran Guerra. Tenía en su taller todo tipo de instrumentos musicales. A veces salíamos de taberna en taberna montando una fanfarria de sonido desigual. Normalmente yo me encargaba de dar la melodía con un viejo violín. Otras veces lo hacía Noceti, a quien llamaban Nonos, un violinista que vivía allí mismo, en la Rué Lepic, y que por esas fechas compuso con Louis unas canciones desgarradas. Le Vigan pasaba el platillo y luego cenábamos generalmente en la Place du Tertre. Louis se encargaba de pedir la cena para todos, supuestamente la que más convenía a nuestro carácter y condición física. Tardaba un buen rato en elegir y luego él no probaba bocado. Se oponía a que tomáramos vino, queso, mantequilla o café. Mahé le mandaba a la mierda y pedía vino para todos. Louis no lo probaba. Le Vigan se encargaba de pagar la cena, si la colecta había sido suficiente.

Una noche, estábamos tomando el café cuando Le Vigan gritó: «El último que pague», y salió corriendo. Mahé, Louis y el cantante Revol salieron tras él. Yo no sabía qué hacer pues, como era evidente, Gen Paul no podía correr. Volvió Le Vigan y, desde la puerta, gritó:

—Chiquita, ¡huye de la peste! ¡Al cojo que le cojan!

Gen estaba pálido como un cadáver.

—Aquí me conocen —decía.

Al final, como no tenía dinero suficiente, tuvo que hacer un arreglo con el encargado, que de mala gana aceptó un pago aplazado.

Gen Paul, a quien llamaban Popol, no era precisamente un hombre de orden. En cuanto vendía un cuadro y tenía dinero fresco hacía las mayores locuras y no paraba hasta vaciar su cartera. Un día, en la puerta del Pigall’s Tabac, llamó a un taxi.

—A Gibraltar —dijo al taxista.

—¿A la Rué Gibraltar?

—No, hombre, no. A Gibraltar, en el sur de España.

—Pero… señor… Hacen falta papeles.

—Tengo dinero. ¡Mira! —Y Popol sacó un fajo de billetes.

Otra vez tomó un taxi y se fue a Bilbao, en la costa vasca española. Volvió acompañado de un tipo de dos metros, un armario. Se llamaba Urquiri. Un buen día, Urquiri cogió una guitarra y cantó. ¡Una revelación! Le engominamos el pelo, le alquilamos un esmoquin y a los pocos días debutaba en una revista.

A veces se sumaba al grupo Marcel Aymé, un hombre muy callado. Louis le decía toda clase de barbaridades, llegando al insulto.

—¿Por qué le dices esas cosas? —le pregunté una vez.

—Si no habla nada, es que tiene de qué arrepentirse. Así se lo facilito.

Frecuentemente nuestro guía era Pierre Labric. Trabajaba en el cine como especialista, es decir, doblaba a los protagonistas en las escenas de acción. Si había que tirarse de un coche en marcha allí estaba el bueno de Pierre para llevarse los golpes. Sus cardenales eran el pan nuestro de cada día. Se hacía llamar «alcalde de la comuna libre de Montmartre». Conocía todas las esquinas y era doctor en burdeles.

Tanto Mahé como Labric tenían entrada libre, y por la puerta grande, en todas las casas de putas de París. Mahé decoró algunas. A veces yo iba con ellos. Las residentes no miraban con buenos ojos a las mujeres acompañantes. En uno de esos burdeles conocí a Henry Miller.

—Dice ser un escritor americano. Vive al lado del dispensario de Clichy —nos dijo Louis—. A veces viene a pegar la hebra conmigo al consultorio, pero estoy demasiado ocupado para hablar de literatura con desconocidos.

El tal Miller iba acompañado, por eso me llamó la atención, de una española y de un tipo más elegante que Chevalier. La Madame nos lo susurró: el dandi era el marido de la española. Más tarde me enteré de que ella también pretendía ser escritora. Solían ir a mirar y, según le sonsacamos a la Madame, la jovencita española de cara virginal hacía bonitos «cuadros» con las más avezadas hetairas de la casa.

—Toma nota Lucienne, eso sí que es tocar el piano.

Louis ponía cara de fauno al decir esas cosas. Le asomaba la pata de cabra bajo el pantalón.

Una tarde intentaron que les siguiera el juego con una joven de Clichy protegida de Louis, Pauline, que era el perro fiel de la cuadrilla, y dos profesionales del burdel. Primero las bromas y luego las veras. Les seguí la corriente y nos introdujeron en un salón decorado de rojo: paredes, sillas y la enorme cama, tan grande que podía caber un regimiento. El dúo de putas era de edad despareja, pero no de mal ver. Empezaron a desnudarse una a la otra, invitándonos al juego. Había algo de falso en todo aquello. No en el juego, sino en la forma de llevarlo a cabo. No me daba repugnancia. Simplemente no sentía lujuria. Así que me marché.

No todo era diversión. En aquella época ensayaba al piano no menos de seis horas diarias. El teclado ha sido una parte decisiva en mi vida, pero resulta agotador. Louis, por su parte, se angustiaba con el libro que tenía entre manos. Decidimos hacer un viaje; pensaba que cambiar de aires le relajaría.

El 4 de julio salimos en barco de Amberes hacia Copenhague. Louis tenía allí una amiga, ¡cómo no!, bailarina del Kursaal, en el Tívoli. Se llamaba Karen Jensen. Paseamos por el puerto, vimos museos, también el castillo de Elsinor. Fuimos a Suecia y luego estuvimos en Berlín y Múnich. Por fin recalamos en Balgastein. El hotel se llamaba Grüner Baum.

Tuve problemas para conseguir un piano, pero la llegada de Emil von Sauer, el profesor del conservatorio de Viena con quien me había citado previamente, arregló las cosas. Emil era un gran profesor y me fue de mucha utilidad.

Trabajaba con él ocho y diez horas diarias. Louis hacía lo propio con su libro. Por la mañana salía al museo o a la iglesia, que tenía, según creo recordar, unos frescos del siglo XVI que le interesaban. Una vez fui con él y no me llamaron la atención.

Cuando llegamos a Salzburgo, nos esperaba una amiga vienesa de Louis: Cillie. Resultó ser una mujer maravillosa. Nos hospedamos en el mismo hotel y Louis quiso que él y yo tomásemos habitaciones separadas.

Me imaginaba, cuando vi a Cillie, que entre Louis y ella había, o había habido, algo más que una buena amistad, pero me resultó absurdo ese detalle de la «separación de cuerpos». Hice algunas bromas, estando ella presente, que no agradaron a nuestro, al parecer, común amante.

—¿Acaso Salzburgo te provoca la castidad del monje que llevas oculto?

—Es para que podamos trabajar más cómodos.

—Yo no toco el piano por la noche y no me molesta verte escribir.

Cambió de conversación, pero me dio la impresión de que a Cillie el juego idiota de Louis le parecía, como a mí, una chiquillada.

Salzburgo es una ciudad maravillosa y el festival resultó una delicia. Los tres fuimos al Tristan e Isolda que dirigió Bruno Walter. Casi todas las tardes pasábamos las horas muertas en el Hohensalzburgo. Otras veces callejeábamos por el casco viejo: iglesias, museos… Louis daba la sensación de estar tranquilo y se tomaba las cosas con humor. Estoy segura de que Cillie le producía una paz especial. La verdad es que a mí también. Parecía incansable en su amabilidad. Una cortesía nada profesional. Todo en ella resultaba como el mar en calma. Me gustaba verla caminar, con sus piernas elásticas y bien dibujadas, su sombrerito de paja y su vestido estampado de flores. Sentía por ella una atracción física difícil de describir, distinta de la que me producía un hombre como Louis, quien, por cierto, no me dejaba en absoluto indiferente.

El 2 de agosto, de repente, sin previo aviso, Louis nos dijo mientras desayunábamos que se volvía ese mismo día a París. Necesitaba aislarse.

—Para terminar esta pesadilla de libro. O acabo con él o él acaba conmigo. Me siento como un boxeador frente a su contrincante: contra las cuerdas. Es inútil que saque al enemigo a pasear, los dos sabemos que tendremos que encerrarnos y decidir a golpes quién gana.

Nos quedamos solas y fueron días de entendimiento y comprensión. Por la noche, después de largos paseos, o tras una jornada musical en el festival, ella me pedía que tocara y yo lo hacía. Cansada, pero con ganas. La primera vez se sentó detrás de mí. Le pedí que se pusiera donde la pudiera ver. Con la vista baja o mirándonos, yo tocaba para ella. Cuando terminaba, se acercaba a mí y me acariciaba el pelo, a veces me besaba en la frente. Sentía en esas ocasiones toda la placidez del mundo en sus leves caricias, apenas sentidas por lo breves.

Meses más tarde, con ocasión de mi concierto en Viena, Cillie me presentó a su marido. Era un tipo educado, moreno, delgado, que me pareció muy alto. Vestía con una corrección que entonaba con su comportamiento. Tuve la impresión de que se compenetraban mediante esa división del trabajo que suele darse en las parejas destinadas a perdurar. Les reservé dos butacas de primera fila para la noche del concierto. Tocar en Viena es siempre un reto y quería cerca de mí el apoyo de su calor, el mismo que sentí en Salzburgo.

Enseguida dominé los nervios y la angustia. Concluido el primer movimiento, el concierto se convirtió en un diálogo entre Cillie, sentada recatadamente en su butaca, y yo. Quedé contenta, y en un concierto una es el mejor juez.

Vinieron a buscarme y apenas percibí las frases amables de Karl, pero Cillie me dijo: «Has estado maravillosa», y entonces estuve segura de que la crítica al día siguiente me trataría bien. Así fue.

Cenamos juntos y vino con nosotros Emil von Sauer, que tanto me había ayudado. Estuve toda la noche buscando un aparte con Cillie. No sé muy bien qué quería decirle, pero el hecho no se produjo. Sólo en la despedida pude tener su hermoso rostro entre mis manos. Lo retuve un momento antes de besarlo.

Años después, en Sigmaringen, recordé con Louis su tragedia, la tragedia de tantos judíos cogidos por el ruego de odios absurdos, el mismo que nos trajo la guerra e hizo cenizas nuestra juventud, el mismo que nos llevó a Sigmaringen y nos sacó de allí hacia un futuro incierto.

El año 1935 fue quizá el mejor de mi vida. Todo parecía abrirse en mil promesas realizables. A finales de ese año entregaban el Premio Nobel a los Joliot-Curie. Francia entera estaba orgullosa del premio, como si todos los franceses hubieran realizado en sus cocinas los experimentos científicos que llevaron al famoso matrimonio al éxito y la fama. Fui elegida para dar el concierto de la entrega del premio en Estocolmo. Me preparé durante el otoño y fue todo un éxito.

A la vuelta de Salzburgo, Louis se había enclaustrado en Saint-Germain-en-Laye para terminar la novela que tanto le obsesionaba. A los pocos días de estar en París me llegó una carta suya, mezcla de disculpa por el plantón de Salzburgo y declaración de principios.

26 de agosto de 1935

Querida Lucienne:

Me hartas feliz si no me rechazases para siempre. Te quiero y tengo necesidad de ti. Sabes que si desaparezco es porque te estorbo. No soy un ser normal. Soy fiel a mi manera, pero fiel como un breton. Me agobia la regularidad de la vida. Sabes que no me gusta dármelas de artista, de histérico, de sujeto excepcional que tiene-la-necesidad-de-lograr-sus-caprichos.

Odio ese tipo de personas, bien lo sabes. Pero también sabes que, a veces, no puedo permanecer en un sitio. Me siento mucho más cerca de la gente cuando la dejo. Tú, Lucienne, soportas la realidad, eres mujer y las mujeres viven de realidades en tanto que los hombres sólo pretenden abstraerse. Quiero que sepas que para mí la realidad es una pesadilla continua.

No quisiera morir sin haber engullido todo lo que sé de los demás y de las cosas. En ello, más o menos, estriban mis ilusiones. Pero me falta aún muchísimo.

Mi madre todavía trabaja. Me acuerdo de cuando era más joven, del enorme montón de puntillas que tenía que planchar por pocos francos, el fabuloso montón que se desbordaba cada día sobre su mesa. Aquello no terminaba nunca. Me entraban pesadillas por las noches y a ella también. Ahora yo, igual que ella, tengo sobre mi mesa un enorme montón de horror, de sufrimientos, que desearía planchar antes de acabar.

Me encuentras siempre imposible, pero ya ves que he vivido desde pequeño en una pesadilla de miseria. Me queda el hábito de esperar siempre lo peor. Pero me gustaría que perdonaras mis torpezas y mis brutalidades. No quiero ser pesado, no quiero abrumarte.

Te abrazo fuertemente. Me gustaría verte de vez en cuando. No temas, no te plantearé cuestiones indiscretas ni te comprometeré con tus amantes, si llegas a tenerlos. No me olvides.

Haré sustituciones de médicos por aquí y por allá, como cuando era estudiante. Ya ves, todo vuelve a empezar, la eterna juventud. ¡Es fácil!

Tuyo.

Louis

No lo abandoné. Le seguí viendo durante ese invierno en París o en un hotel llamado Pavillon-Royal en St. Germain-en-Laye.

La novela avanzaba y a pesar de ello Louis atravesaba largos períodos de melancolía en que todo le parecía negro, como el cielo previo a la tormenta.

Llovía una tarde de enero en St. Germain-en-Laye. Paseábamos bajo la lluvia. El color gris del ambiente lo volvía especialmente triste. No había gente en las calles, pero yo estaba alegre, no podía estar triste. Para mí el pequeño restaurante en el que acabamos sentándonos, con sus manteles de cuadros rojos, las velas en las mesas y la lluvia fuera, era un trasunto de mi casa de niña. Él estaba conmigo, pero se le notaba solo, se sentía solo. Tuve la premonición de que acabaría solo. Aparentemente no ha sido así, pero sé que en el fondo, él siempre ha estado solo.

Nos trajeron la cena. Yo tenía apetito y me dispuse a ejercer de «hambrienta». Él, como solía, escogió el menú: una buena sopa y carne roja para mí. Para él una menestra. Pedí vino, no le gustaba que se probara el alcohol. Era una pose y una ocasión para la consabida prédica.

—El hombre es un ser que digiere. La digestión es un acto muy complicado, te lo digo yo, que lo absorbe todo: el cerebro, el cuerpo… Digerir es el instinto hipertrofiado de conservación… eso le pasa a la humanidad: comer, beber, fumar, diez veces, cien veces, más de lo necesario. Difícilmente se encuentra al ser humano en el fondo de esta bullabesa alcohólica y fumadora.

—Pues mira —le dije—, no pienso amargarme la cena. Si crees que el hombre es un gran estómago, yo no estoy de acuerdo. Además, me propongo comer con apetito.

—No he dicho que el hombre sea exclusivamente digestión, pero se dedica a ello más que a cualquier otra cosa. No pensaba en ti, que eres una persona adorable, sino en lo simples que somos en el fondo: instinto de conservación e instinto de reproducción y ya está.

—Me parece —le dije—, que simplificas un poco. El amor no es sólo reproducción.

—No lo niego, el amor es algo respetable… y agradable, pero es un bien muy escaso… excepto en la literatura, literatura que yo encuentro grosera y pesada. «Te quiero» es una frase abominable e impúdica. La mayor parte de los hombres se conforman con una buena erección y la consiguiente descarga de dos centímetros cúbicos de un líquido miserable. Es el delirio, un delirio de algunos segundos que nos une a la naturaleza. Racionalizar tal situación con maniobras verbales no me parece honrado. Creo que hay que respetar ese delirio, esa especie de unión mística con la naturaleza. Al fin y al cabo, los hombres tienen un destino difícil y doloroso. La naturaleza juega con ellos. Son seres que no se sienten nacer, sufren al morir y esperan vivir permanentemente. Esperan vivir, pero no viven de verdad… Esperan… aprobar el bachillerato, ascender en su trabajo. Esperan ser queridos. El hombre es un animal desgraciado, es el único de todos que conoce su porvenir. Conoce la existencia de la muerte en su primer pensamiento lúcido. Pensamiento que intenta ocultar bebiendo, comiendo, viajando… corriendo de un lado a otro. El hombre es un ser que envejece. Su lugar no es otro que el ataúd. Todas las noches nos acostamos en un ataúd. Nuestras camas son ataúdes y el sueño no es otra cosa que un ensayo para la muerte.

—Alegre reflexión —le dije—. Pues, con todo lo oído, sigo con mis patatas fritas y el bistec. Y tú harías bien en empezar la menestra, que estará ya fría.

No valía desviar la conversación a parajes más halagüeños. Louis dejaba la conversación, pero no cambiaba de actitud. Sus palabras no eran retóricas, la desesperación le absorbía en sus momentos bajos, demasiado frecuentes.

Me asustaba el contagio. Es bien sabido que la alegría es contagiosa, pero lo es mucho más el ánimo depresivo y yo entonces no quería la tristeza, me creía feliz y llena de ilusión. Todo se me vino abajo con la guerra y no por efecto del destino sino por mi mala cabeza.

Unos días después de esta cena Louis vino a París y me llevó a una exposición de pintura flamenca en la Orangerie. Era la pintura que más le gustaba. También en el arte era capaz de transmitir su delicada sensibilidad en los comentarios que le suscitaban sus pintores favoritos.

Hasta que entró la primavera le vi a solas algunas veces, y las más con amigos comunes.

En alguna ocasión apareció Lili, una joven bailarina, callada, de rasgos exóticos y andares flexibles.

Para acabar su libro, Louis pasó, creo recordar, el final del invierno en El Havre. Tengo cartas que llevan escrito el nombre del hotel: Frascati. Aquí está la frase que subrayé entonces: «Al envejecer comprobarás lo que va quedando de las ilusiones: nada de nada. Acaso una violenta pasión por rehacer el camino, pasión que es prima carnal de la muerte».

Sé que tuvo problemas con el editor Denoél a cuenta de algunos párrafos escabrosos de su segundo libro.

—Llevo cuatro años trabajando en esta novela que me ha hecho adelgazar doce kilos. No voy a cambiar ni una coma.

Eso dijo y eso hizo. El libro salió, recuerdo bien la fecha, una semana después de que el Frente Popular ganara las elecciones. Louis estaba contento por las dos cosas. Celebrando la salida de su novela, nos lanzó una perorata sobre Léon Blum y el ensayo del veterano político socialista sobre el matrimonio. Recuerdo que puso por las nubes al libro y al autor. Pronto cambió de ideas sobre Blum.

La novela de Louis fue un éxito de ventas, pero muchas críticas lo crucificaron, sobre todo los críticos de derechas, bienpensantes y estúpidos: «Veinticinco francos (era el precio del libro) de ignominia y de abyección», publicó un diario.

«La estética de la basura», escribió L’Ordre. «Es necesario impedir a ciertos individuos el derecho de emponzoñar a los demás», publicó el Marseille-Matin.

Paul Nizan en L’Humanité fue algo más ecléctico, pero a los comunistas también les daba miedo el nihilismo que, decían, se dejaba ver en la novela. Recuerdo que Nizan criticaba la escena en que una puta lleva un retrato de Lenin al cementerio de Pére-Lachaise el día de los federados: «Hacer de una prostituta el único personaje comunista al que se alude en la novela no parece ni objetivo ni correcto».

También hubo críticas elogiosas, pero tengo la impresión de que Louis se consideró maltratado y maltrecho. Como casi todos, Louis se sentía víctima de lo que consideraba incomprensión.

Me gusta recordar la última vez que dormí en Lepic con Louis, en junio de 1936. Mahé había decorado el nuevo Balajo de Georges France y nos invitaron a la inauguración. Resultó una amable velada y, al final, sobre el pequeño altillo de la orquesta, animado por Mahé, Louis se atrevió a cantar con su voz de bajo la canción que había compuesto con Noceti: El nudo corredizo.

Vive Katinka la putain
Celle qui n’aime pas le matin…
Grosse bataille petit butin

Quiso que le acompañara al piano y así lo hice; me pidió que le acompañara a su casa y allí fui.

Corrían tiempos en que tomar partido era una forma de autodefensa. ¿Qué podía hacer el ser humano solo, aislado, en un mundo en que las ideas se convertían en muralla infranqueable? Todos corrían a juntarse con sus iguales, como rebaño buscando el calor. Los que se quedaron solos o retrasados sufrieron las consecuencias, si cabe, más trágicamente, y Louis era un solitario destinado no sólo a la incomprensión, sino también a desbarrar en un momento en que las ortodoxias se imponían con pasos de gigante.

Louis se perdió y erró el tiro como tantos otros. Su temor a la guerra, como un instinto de muerte, le llevó a escribir unos panfletos antisemitas que hoy dan risa. Yo, que no quise estar sola, también perdí el sendero uniéndome a un hombre en cuyas ideas nunca creí. Ideas que ocho años más tarde me llevaron a Sigmaringen. Allí volví a ver a Louis con Lili y Le Vigan. Era el final triste e irreal de un mundo, el fin de nuestra juventud.