Capítulo 5

¡El tren, por fin!… Parecía no hacer otra cosa que coger trenes… El caso es que llegó. Era el último… Un tren por llamarle de alguna forma, en realidad una locomotora enganchada a unos quince vagones. ¿Vagones? No, furgones desmantelados, sin tabiques ni puertas… Los viajeros subían y se instalaban entre cachivaches. «Será el último de esta línea», se decía. ¡Hala, arriba! Ya está, nos costó, pero ya está. Lili, Bébert en su zurrón y yo.

Con o sin fe, el tren arranca… ¡chum!… Los vagones de atrás patinan. Entramos en un revoltijo de traseros, tetas, brazos, pelos… apretujados, imbricados. Hay mujeres que hablan idiomas extranjeros… Las oigo parlotear lenguas en las que no se entienden ni las palabras simples que les dicen a sus chicos. Bastaría con que este viaje durase y las aprendería… ¿Facilidad para las lenguas? No, talento de recepcionista de hotel. El idioma es como un alimento, te paseas por delante y… ¡zas!, lo pescas, se te graba. El tren corre, avanza. El tren anda, en fin, a su manera, casi se sale de los raíles, se encarrila otra vez, se orienta, y sigue corriendo. Bueno, imaginemos por un momento la situación, consideremos los lugares donde entonces asomamos la cara… pronto hará treinta años. Recordemos el rescoldo de las ciudades. Las pasamos por docenas, consumidas a medias, poco más que cenizas, restos de escombros. Recuerdos… siempre con la sensación de que mejor sería no haber existido.

¡Me divierte el tren este!… Es cuestión de quedar comprimidos, prensados, despojados y estrujados, ya lo decía yo: no tardarán en sacar zumos de todos nuestros líquidos, orina, sudor y sangre… El vagón rebota, sólo pretende volcar, dar una voltereta en cada curva… Veo que desfilan, entre dos caderas y tres nucas, praderas, bosques y una granja… ¡ah!, y niños que juegan. Llevamos dos horas viendo pasar árboles… Esos árboles del norte: verdes, oscuros, pelados o perennes. Me parece que la locomotora se ha puesto a soplar… ¡sí!… hollín espeso. Entre dos piernas, creo ver por la ventana el terraplén… o sea que hay menos hollín, pero los ojos me arden, sí… sí… árboles. No sería extraño que apareciésemos momificados, ahumados al final de este apretado trayecto.

De pronto, el gran frenazo, chirridos, patinazos, contrachoques… Suerte que estamos en un túnel. Se dedican a cegar el túnel: bombas y pasadas de los aviones quieren reventar la montaña y la bóveda.

Estamos como ratas, los vagones se menean, todo el convoy se tambalea, ¡vaya gresca! Cadenas y trozos de vidrio y alaridos por encima de todo. ¿Por qué gritarán tanto las mujeres? Vemos abierta la bóveda… chispas, guirnaldas de chispas, el techo salta a cada bombazo. Varios vagones de cabeza deben estar hechos harina. Hay que bajarse y meterse debajo del vagón… esto no pasaba ni en el metro.

De la entrada a la otra punta, vientos huracanados, vuelan astillas, piedras. De pronto un chorro de llamas… ya entiendo, fósforo, bombas de fósforo. Quedan cuerpos sobre las piedras, tendidos… o muy viejos o muy desvanecidos.

De pronto, un capitán con la guerrera desgarrada dice:

—¿Doctor Destouches? Es usted, ¿no? Su gato, su señora. Me presento: capitán Hoffman de ingenieros. ¿Han visto al mariscal Von Lubb?

—No, capitán.

—Anda todo tan revuelto ¡todo!… Estaba encima del carbón… hicimos un agujero, todos los oficiales y los maquinistas, pero ahora no aparece debajo del carbón… y este tren tiene que irse… Volverán las escuadrillas de aviones, esta vez cargadas de minas. Inundarán el túnel. ¡El tren tiene que irse!

Me enfoca su torch. Hago que miro mi reloj, pero no tiene ni cristal ni manecillas. Le pregunto la hora:

—Las seis menos cinco —me dice.

—¿De la tarde o de la mañana?

—De la tarde.

Empiezo a impacientarme y noto, yo que no bebo nada, la sensación de estar ebrio… Hoy aún sigo con esa sensación de embriaguez. Subimos a un vagón.

—¿Ningún francés? ¿Keine Franzosen? —pregunto.

Alguien contesta, es una mujer. No va nada andrajosa… más bien casi coqueta. Nosotros andamos más pobres que ratas, ¿pero de dónde sale esa señorita? Mejor será que le pregunte.

—¡Tengo mucho gusto señorita! Le presento a mi mujer Lili y a mi gato, que se llama Bébert. Louis Destouches, doctor en medicina.

—¡Qué contenta me pone doctor!… Señora, ¡un abrazo!… si me lo permite.

El nombre de aquella señorita era Odile Pomaré: blusa, gorrito de piel, pañuelo de cuello…, pero no tiene buena cara… consuntiva me parece… esa leve rubicundez de los pómulos… delgada y febril… descarnada… Tiene cara de estar enferma… No hace falta que le pregunte, enseguida se pone a toser, para que yo me dé cuenta, claro, quiere que mire el salivazo en su pañuelo…

—Sí… sí… ¿A menudo?

—Desde hace un mes a menudo, pero ya en Francia…

—¿De dónde viene?

—De Breslau.

¿Qué hacía en Breslau esta señorita gargajosa? Lectora en la Universidad, agregada de alemán. Esa Odile… ahí delante, tal cual, sin arrugas, quiero decir, su vestido y su chal malva, sin arrugas. Su familia está en Orange, ella estudió en Aix. Su tesis en París. ¿Será verdad? Una cosa sí es cierta: esta Odile está muy enferma… por muy flojas que se me hayan quedado las ideas médicas, Odile está tísica, tuberculosa.

—Señorita, si me permite, voy a tomarle la temperatura.

—¿Dónde doctor?

—Bajo el brazo, señorita. ¡Lili, el termómetro! Lili, muy maltratada por las bombas y el viaje, había logrado salvar su cinturón… Ahí es nada… mi reserva suprema… ampollas, cápsulas, jeringas, aceite alcanforado, morfina… más un frasquito de cianuro… ¡y el termómetro!

—¡A ver! Treinta y ocho y medio.

Al menos una cifra. No se lo voy a decir. Ya veremos después.

A la señorita Odile le dijeron que los rusos estaban en puertas, que agarrara a los cuarenta niños de su clase y se largara. ¿Cuántos de esos cuarenta niños quedan? ¿Diga? ¿Doce?

No la miro, no puedo escucharla… A decir verdad me cabrea con sus historias de Breslau… sus nenes cretinos. La señorita Odile explica… tres veces cambiaron de tren. Le dieron unas cajas de leche en polvo para que los alimentara. Los ha perdido por el camino, a los niños me refiero.

El vagón se mueve, el tren se mueve, muy lento, pero anda… luego corre, o me parece que corre. Pasa el tiempo y la señorita Odile sigue ahí pegando la hebra.

—¡No tengo nada que darles, doctor!

—¿A quiénes?

—A los niños.

Coño, nosotros tampoco, hace días que no vemos un chusco… tanto atropello, tanta bastez y encima escuchar estas memeces. Y esa machacona orden que me atormenta desde niño: «¡Adelante, muchacho!»… Sería en el 98 cuando oí por primera ver el grito de «¡adelante, muchacho!»; era mi tío, cruzábamos el Carrousel, iba a abrir su tienda en la Rué Saints-Péres… mi madre y yo nos dirigíamos la Rué Drouot, su taller, Rué Provence, donde arreglaba encajes… el mierda de mi tío. Pensaba tal vez en la necesidad de acostumbrarme a correr al trabajo… en autobús se iba más rápido, pero salía a veinticinco céntimos por barba. ¡Qué costumbre más exasperante tienen los viejos de darse pisto con su juventud, sus mínimas insignificancias del pasado: el pipí en la cama, la tosferina, la lengua sucia, el sarampión, la mili! Viejos maduros para vivisección y tan felices con su chochez. ¡El narcisismo de los prefiambres! ¡Cada loco con su tema!

Volvamos a los hechos. Aparecieron los niños de la señorita Odile. Débiles, abuñolados… No habría mataderos si los funcionarios encargados del sacrificio mirasen los ojos de los animales… no habría guerras si se miraran los ojos de los niños… Las guerras se comprende que duren, nunca se acaban, vuelven a la carga los hijos de puta de siempre y por ambos lados.

De repente se paró el tren.

—¿Qué estación es, Lili?

—No hay ningún cartel —me contesta.

—Voy a buscar comida.

Salgo del tren, los críos me siguen. No hay viento, el humo es espeso y se eleva recto… El mar está cerca… es Hamburgo. Bueno, sus escombros.

Cuerpos mezclados con asfalto. No cuerpos enteros sino miembros… sobre todo pies. Destruyeron Hamburgo con fósforo líquido… Todo ardió, las casas, las calles, las aceras y la gente… hasta las gaviotas. Aquí una tienda, más lejos, una sastrería… todo hecho papilla.

Huele… ahí… un cadáver… es un comerciante frente a su caja registradora… sentado… la cabeza, el busto, desplomados hacia adelante… ¿Un farmacéutico?, ¿un tendero?… La caja abierta y al lado una lata llena de cupones de racionamiento… ¿De qué ha muerto? ¡De una explosión! Las tripas le salen por una herida que va de la cadera al ombligo… los intestinos sobre las rodillas.

Fue un torpedo arrojado por un avión, tiró la puerta, entró… y explotó dentro… dejó intactos, eso sí, los cupones de racionamiento. Hedía.

Salgo… los niños detrás… Se arrastran por las calles algunas sombras con los abrigos puestos. Con los niños viene tosiendo la señorita Odile. Me da la impresión de que juega con ellos, son seis o siete chavales… bueno… luego comprobaré que no son tan pequeños.

Llegamos al puerto. ¡Qué panorama! Humea… acaban de bombardear. Ni un alma en los muelles, los barcos están medio hundidos, apenas queda alguno sano. Veo a los niños que saltan a una embarcación de recreo de tres palos milagrosamente indemne, tiesa, balanceándose con las velas plegadas, entre el gris del humo y el gris de la mar.

Tras ellos salta a la cubierta la señorita Odile, se pierden en la cámara; ya no les veo, sólo oigo sus risas.

Cerca hay un mercante sueco, medio abrasado, escorado a babor sobre el muelle… Su escora me permite escalar sin mayor dificultad… entro… busco la cocina… todo está por el suelo: platos, tazas, cubiertos… y una alacena cerrada cuya puerta descorro. La gran sorpresa: comida.

Latas y más latas: carne, judías, verduras y… salmón, mucho salmón ahumado. Es el paraíso. Busco un cuchillo, corto una porción de salmón, me sabe raro… Tanto tiempo sin comer y uno pierde la costumbre. Me harto. Busco unos sacos… los lleno… Estoy cansado… agotado… Me tumbo y por la ventana entra el humo gris, veo las nubes que corren también grises… un silencio de mar en calma. El tiempo se detiene. Busco ayuda para arrastrar los sacos hasta el tren. Me acerco al yate… Oigo risas. Subo a bordo y asomo la cabeza por una escotilla. ¡Vaya panorama!

A la señorita Odile Pomaré no se le ve la cara, tiene sobre la cabeza su vestido malva, sin arrugas, sus braguitas blancas sujetas al pie izquierdo, tumbada en la litera enorme que aún conserva las mantas de cuadros rojos y verdes… Allí, alrededor, los siete enanitos de Blancanieves enseñan también sus vergüenzas. El juego consiste en que la señorita Odile adivine, a ciegas, quién es el que le hurga con la cosita entre sus piernas… magníficas, quizá un poco delgadas. Ellos, silenciosamente, se sortean el turno… Luego el afortunado se sube encima y sin decir palabra hace los gestos. Desde mi atalaya no puedo ver si la cosa va en serio, pero la señorita Odile se mueve hacia arriba, hacia abajo… extiende sus brazos y aprieta contra las suyas las caderas del muchacho. Ya no tose la señorita Odile… parece jadear… risas en el auditorio. Se acaba el juego, el joven se vuelve con la cara roja. La señorita Odile, dice un nombre y un apellido: esta vez ha rallado. Más risas… Continúa el juego.

Hago ruido adrede y bajo a la cámara. Me miran como si fuera un extraterrestre. Les hablo de comida y me siguen al barco. La señorita Odile, muy seria y circunspecta, me alcanza.

—¿De verdad ha encontrado comida, doctor?

—Sí, mientras usted jugaba al escondite.

No responde la señorita Odile, pero sonríe cómplice y me agarra del brazo. La señorita Odile vuelve a toser. Entramos en el barco y, a duras penas, arrastramos los sacos. Nos costará llegar al tren con ellos. Hay tiempo. Tenemos que buscar un carro, algo con ruedas. Ya estamos en el muelle, el olor de las recientes explosiones lo llena todo, por todas partes se ven hierros retorcidos, metralla.

Por fin, en un almacén derruido, encontramos una bicicleta con remolque. Una pesada bicicleta a la que se ha unido un remolque de dos ruedas.

Empiezan a aparecer sombras para el pillaje del puerto… marineros que vuelven… hay que darse prisa. Cargamos nuestras mercancías. Me subo en el sillín y pedaleo; ellos, detrás, empujan como pueden… avanzamos… La señorita Odile, con los pómulos ardientes, tose otra vez. Atravesamos la ciudad y llegamos a la estación, pero antes los muchachos se han dado un atracón de ahumados. Todos olemos a salmón… la señorita Odile menos, pero también.

El tren se ha despoblado, algunos quieren llegar a la frontera, pero se necesita el salvoconducto.

—¿Qué salvoconducto? —dice la señorita Odile. Bébert come salmón con una gula peligrosa para sus pobres tripas.

—Hace falta salvoconducto para pasar a Dinamarca —le dice Lili.

—¡Niños, nos quedamos aquí! Esto es Hamburgo, una ciudad muy bonita.

Yo sé en qué está pensando la señorita Odile. La señorita tuberculosa no piensa en los escombros, ni en las bombas. La muy pendón está pensando en el yate de tres palos y en renacer como una Blancanieves, tísica y rijosa. La señorita Odile espera que algún marinero sin barco se una a la fiesta y eche una mano a estos desvalidos muchachos. Además… es posible… más adelante, algún barco llegará con el final de la guerra, o antes, y la llevará al sur. La señorita Odile sueña con que el calor del sur le cure la tos.

Se llevan unos sacos con comida, vuelven por donde vinieron conmigo. Les vemos alejarse.

El tren arranca otra vez… es la última etapa hasta Flensburgo… avanza lentamente, abriéndose paso por el bosque… entre los árboles… otra vez los árboles, que pasan sin cesar.

—Flensburgo está a un paso de Copenhague —digo a Lili. No contesta, está ahí, medio dormida. Ha comido por primera vez en muchos días.

Quiero enseñarle a Lili esos árboles que pasan. Los árboles… mi obsesión por ellos viene de antiguo, de cuando durante la guerra pasaba las horas en las trincheras o andando, siempre clasificándolos mentalmente… ¿Cuántos árboles distintos hay? La gente no sabe que los árboles también se mueven, los bosques avanzan y retroceden. Casi nadie sabe tampoco distinguir un roble de un alerce. Y sin embargo, la palabra roble o la palabra alerce encierran muchos árboles distintos. En Botánica el nombre general se pone primero, para indicar el grupo o género, seguido del nombre particular, que indica la especie del árbol dentro de su género. Todos los robles pertenecen al género Quercus y todos los alerces al género Larix.

Pero lo que resulta más difícil es distinguirlos con sus nombres vulgares. En cada sitio se llaman de forma diferente. Pasa como con los peces. Para complicarlo todavía más, hay algunos árboles que son híbridos.

La gente no sólo cree que los árboles son todos más o menos iguales; piensa, además, que en Europa hay los mismos árboles que en América; eso sólo ocurre con una especie, el enebro común; pero existen en Norteamérica pinos, píceas, alerces, abedules, robles y hayas que también se dan en Europa. Las robinas sólo crecen en Norteamérica y en cambio los cedros verdaderos sólo se encuentran en el Mediterráneo y en la India.

Al contrario que en América, donde las cordilleras corren de norte a sur, ¿sabes Lili?, en Europa lo hacen de este a oeste, por lo que los árboles no han podido regresar fácilmente al norte después de las glaciaciones. Fue el hombre quien repobló las zonas altas que el frío había arruinado. En Europa los árboles apenas se mueven por sí mismos.

Lili, digo, pero Lili duerme y yo sigo hablando para ella: los árboles, como los hombres, crecen con la edad, pero la copa de un árbol alcanza una altura máxima, después ya no crece y a partir de cierta edad el árbol decrece, disminuye. Es la senectud, son como los hombres, a quienes a partir de la madurez sólo les crece la cintura, menos a ti y a mí, Lili. El perímetro de los árboles, la circunferencia de su tronco, no deja de aumentar y, además, todos los de la misma especie crecen igual: dos centímetros y medio al año en árboles de crecimiento lento: pinos, tejos, castaños y tilos. Otros se desarrollan más rápido: cinco y hasta siete centímetros por año, como las secuoyas, los abetos de Low, los cedros del Líbano y los cipreses de California. El sauce, con el que hacen los ingleses los palos de criquet, también crece mucho: hasta siete centímetros. Lo mismo ocurre con el roble rojo y los eucaliptus.

Se aprende a distinguir árboles como se aprende a distinguir a las personas, por la experiencia. Al principio no se sabe diferenciar un ciprés de una tuya. Después de un tiempo estudiando árboles, algo indefinible, una inconsciente combinación de rasgos permite una identificación casi inefable —hasta desde un tren en marcha, como ahora, Lili— entre una pícea y una douglasia. Pero para llegar a eso hay que empezar distinguiendo los coníferos de los frondosos.

Bueno Lili… pues no es tan fácil describir la diferencia de sus hojas. Vamos a ver… conífera: nervios paralelos, que si se aprietan entre los dedos dejan un olor y un tacto resinosos. El crecimiento anual es un verticilo de ramas en la base de un vástago. Sus hojas suelen ser oscuras, duras, estrechas y terminadas en espina. Muchas veces son pequeñas y esnamiformes; otras, aciculares.

La tranquilidad de los bosques, el silencio de este tren con Lili durmiendo, con Bébert durmiendo, con los árboles por las ventanas…

Por fin Flensburgo y la noche… una larga noche… Al día siguiente otro tren sueco que nos llevará al otro lado… a Copenhague.

Dinamarca dibuja una cabeza de cisne en la parte alta de Europa… Todo pasa por ese cuello de cisne fatal, ese cuello es Schleswig, y la frontera corta el cuello precisamente ahí… Flensburgo. Pero hemos de pasar la noche en la estación. ¡Qué poco me gustan las estaciones! Tampoco me gustan los sótanos ni las hondonadas… Hoy ni por un imperio cogería el metro, ni me metería en un cine… Es la experiencia de la reclusión… si alguien te invita a su sótano es para maltratarte… todo se vuelve ectoplasma en un sótano… Las catacumbas, claro que hay vecinos a los que les gustan… también habría voluntarios para el presidio.

En la estación me doy cuenta de que voy a ceder… voy a quedarme dormido…

Despierto y ya es de día.

—Lili, chica, ¡hemos de pasar como sea!

No estamos solos en las vías… mucha gente… Seguro que todavía hay muchas personas en aquella plataforma ahora, quince años después…, aunque no serán los mismos… ahora habrá turistas… los viajes dejaron de interesarme a partir de ese viaje. Un tren de la Cruz Roja sale para Suecia con suecos repatriados de Alemania.

Engaños… vueltas y revueltas. Lili por el balasto y con la única señal que me queda: mi brazalete de la Cruz Roja de Bézons… siempre lo llevo en el bolsillo… aquí está. Por fin nos dejan subir.

—Ustedes no pueden ir a Suecia.

—Nos quedamos en Copenhague —les digo. Asienten—. En tres horas habremos llegado.

Arranca el tren otra vez… Se acaba el calvario corto… empezará enseguida el calvario largo. La detención, la cárcel… el destierro en el mar… el mar gris… gris… como ahora está Meudon… teñido de ese gris que todo lo difumina y ensucia.

Recordar estos largos años, desde que llegamos a Dinamarca hasta nuestra vuelta a Meudon, es hacer un balance de desgracias, de incomprensión y de soledad.

De Dinamarca recuerdo el frío como una compañía permanente, y no debió de ser para tanto, pues si intento mirar con atención aquellos días también hay sol y luz, pero el exilio lo hace todo frío y escaso. Mientras el mundo volvía a la normalidad, nosotros seguíamos en guerra. Una guerra solitaria que no compartíamos con nadie. Desde mi juventud he visto en París exiliados del más variado tipo, pero siempre agrupados. Nosotros estábamos solos y solos seguimos hasta el final de ese exilio continuo que ha sido nuestra vida en los últimos años.

El 27 de marzo de 1945 llegamos a Copenhague. Al salir de la estación fuimos directamente al hotel Inglaterra. Nuestro aspecto era deplorable. Habíamos perdido el equipaje. Mi abrigo y la canadiense de Louis llevaban incrustados todo el hollín y todo el polvo del camino, pero estábamos vivos.

Nos rechazaron como si fuéramos vagabundos, categoría que ni siquiera alcanzábamos en aquel momento; pero las piezas de oro que llevaba cosidas a mi cintura y las buenas y, al parecer, convincentes palabras de Louis les hicieron ceder. Ocultamos a Bebert, no fuera a pasarnos como en Berlín. Al fin nos dieron una habitación. Nos parecía mentira encontrar una cama, una cama con ropa limpia.

Dormimos horas y horas, de día y de noche, con avidez. Nos levantábamos, comíamos cualquier cosa y volvíamos a la cama. Al fin despertamos.

Tardamos algunos días en localizar la llave de la casa de Karen Jensen. Ella había escrito a Louis en el 42, comunicándole dónde estaba el oro que Louis le había entregado antes de la guerra. Asimismo le decía que podía disponer de su casa en Copenhague si la necesitaba. Una prima de Karen, Helia Johansen, nos dio la llave del apartamento. Un cuarto piso en el número 20 de Ved Stranden. El oro fue sacado del banco y enterrado en el jardín de Helia. Ella misma lo desenterró y nos lo entregó. Como ya he dicho, yo también llevaba en el cinturón unas cuantas monedas de oro. No podíamos cambiarlo directamente en el banco, pero la señora Lindespuist, una fotógrafo profesional amiga de Karen, nos lo cambió en el mercado negro. Después de tantas penalidades comenzábamos a vivir como personas. Pero, como dicen, la alegría dura poco en casa de los pobres.

La primera carta que recibimos en Copenhague era de un tío materno de Louis; en ella le anunciaba la muerte de su madre. Fue como un mazazo. He visto a Louis pasar por lo peor, pero aquello fue horrible… No sabía qué hacer ni cómo consolarlo. Se quedó tumbado en la cama días enteros. La tensión acumulada en tantos meses de huida se abatió sobre él con aquella noticia.

—Mi pobre madre. No pienso en otra cosa. Era la más débil, la más inocente… ha pagado por todos. ¡Qué martirio! Vuelvo a pensar con horror en mis asperezas con ella. La vida ha sido atroz, no dejo de pensar en el Pére Lachaise… y en encontrarme otra vez con ella. La veo aún, cuando nos despedimos, como un pobre gato expulsado de casa… en la esquina de la avenida Junot. ¿Recuerdas?

Poco después nos enteramos de que un juez llamado Zousman había promulgado en Francia una orden de captura contra Louis, pero aún estaban los alemanes en Dinamarca. El día 4 de mayo de 1945 entraron los ingleses en Copenhague. Nos enteramos entonces del suicidio de Hitler y de la ejecución de Mussolini. Me impresionó una foto que publicaron los periódicos. En una gasolinera de Milán habían colgado por los pies, ya muertos, como si fueran animales en un matadero, a Mussolini y sus amigos. Entre ellos estaba Clara Petacci, la amante del Duce. Le habían atado pudorosamente la falda a las rodillas para que no se le vieran los muslos.

Louis tomó contacto con Thorvald Mikkelsen, un abogado que había pertenecido a la Resistencia danesa contra los nazis y cuya mujer, francesa, acababa de morir. Conocía los libros de Louis y lo admiraba. Mikkelsen se encargó de tramitarnos los papeles con las autoridades y el 20 de junio nos dieron un permiso de residencia.

Empecé a dar clases de baile y tomé contacto con Birges Bartholin, profesor de ballet de la Ópera de Copenhague, quien me pidió que le acompañara en sus clases. Di muchas lecciones de baile español. También recibí alumnas en casa. No ganaba mucho, pero me sentía a gusto. Louis había vuelto a escribir. El otoño se anunciaba aparentemente tranquilo, aunque todo se iba a unir pronto en contra nuestra.

Dirigía la legación francesa en Copenhague un individuo llamado Guy de Girard de Charbonniére, un mal hombre de buena familia que nos persiguió sin piedad. Fue él quien se dirigió al Ministerio de Asuntos Exteriores denunciando nuestra presencia en Copenhague. Una mañana Mikkelsen nos mostró un periódico con una foto de Louis. El titular decía: «Notorio nazi francés se oculta en Copenhague». Louis se había dejado la barba al llegar a Dinamarca, pero, pese a ello, un vendedor de periódicos lo identificó y avisó a la policía. Días antes nos enteramos del asesinato de Denoel, el editor. Pensamos que había sido una venganza de la Resistencia francesa. El crimen nunca se aclaró.

—¡Ya ves! Denoel. Otra tumba que se cierra. Una más. Con este desgraciado se amortajan tantas cosas… tantos recuerdos… parece como si la vida quisiera detenerse, como si se negara a palpitar. ¡Pobre Denoel! Con su Premio Renaudot… con el Goncourt trucado, escamoteado. En fin, aunque las alforjas de la tristeza estén bien repletas de amargura, es necesario seguir camino. Me da la impresión de haber dejado en Francia a un doble al que han despellejado a placer.

El 17 de diciembre vino la policía a detenernos. Era de noche. Llamaron muy fuerte a la puerta; los vi por la mirilla y me parecieron, no sé por qué, franceses. Creímos que venían a matarnos. Le dije a Louis que huyéramos por el tejado: «¿Crees que estoy tan ágil como tú, que eres un gato?». Sacó de un cajón un revólver que había comprado, lo colocó al alcance de la mano sobre una mesilla y se sentó. Puso cara de circunstancias y me dijo que abriera la puerta.

Nos ordenaron coger nuestros abrigos y nos metieron, sin decir palabra, en un coche celular.

Tengo la copia de la carta que envió el mal nacido de Charbonniére al Ministerio de Asuntos Exteriores danés:

Señor Ministro:

He tenido noticias de que el Sr. Destouches, inculpado de traición y objeto de una orden de detención decidida el 19/IV/1945 por el Juez de Instrucción del Tribunal del Sena, se ha refugiado en Dinamarca, residiendo en Copenhague, Ved Stranden, número 20.

En nombre de mi gobierno, tengo el honor de solicitarle, a título de reciprocidad, que proceda a su detención y a su posterior extradición a Francia.

Vuestra Excelencia encontrará adjunta la copia de la orden de detención, así como el texto de los artículos 75 y 76 del Código Penal en que se funda dicha orden.

Reciba, Sr. Ministro, mi más alta consideración.

Firmado: Guy de Girard de Charbonniére

Pasamos nuestra primera noche en prisión en dos celdas separadas, una especie de cabinas telefónicas cuyo techo era una reja. Allí estuve varios días, sin saber qué había sido de Louis. Pensé que lo habían fusilado, enviado a Francia… no sé cuántas cosas imaginé y ninguna buena.

A los pocos días empezaron a interrogarme sobre asuntos insólitos. Si Louis hacía abortos. A qué iban si no tantas jóvenes a nuestro domicilio. Locuras.

¿Por qué es la policía tan miserable? Siempre busca, antes que cualquier cosa, humillar al detenido.

Mikkelsen, nuestro abogado, estaba en EE UU y no regresaría hasta marzo del 46.

Una celadora que hablaba francés me informó de que había visto a mi marido. Me tranquilicé. También me dijo dónde estábamos: en la prisión de Vestre Faengsel, al sur de la ciudad.

Al fin me soltaron, pero no decreció mi angustia. Comenzaron unos largos meses de impotencia y temor. Tal y como dijo Louis en Sigmaringen, le habían colocado el artículo 75 en el culo, el artículo que señalaba la pena de muerte para los traidores. ¿Traidor a qué, a quién?

A pesar de lo mal que lo pasamos, pese a que Louis quedó destrozado para siempre, he de reconocer que las autoridades danesas resistieron las pretensiones de una extradición que no se fundaba en nada concreto, sólo en los panfletos antijudíos que Louis había escrito antes de la guerra y que difícilmente podían convencer a nadie de una traición frente al enemigo, puesto que fueron escritos antes de que existiera ese «enemigo».

La angustia es algo que se mete en el estómago y se apodera de los nervios y de la cabeza. Convivir con la angustia es vivir en la obsesión. Louis estaba angustiado por mí y yo por él. Aquellos meses destrozaron nuestras vidas, nos convirtieron para los restos en dos seres solitarios condenados a hacerse compañía.

Mi Lucette querida:

Ahora me han puesto solo en una celda, así estoy mejor y leo. Los guardianes son muy amables y me dan bien de comer. Me duele menos la cabeza. Paseo dos veces al día a un paso que me recuerda cada vez más el de mi pobre madre, me cuesta levantar los pies del suelo. Tienes que ser fuerte. No tengas pena, eso me causaría más dolor que nada en este mundo.

Prefiero morir a verte desdichada. Además alguna vez tendrán que tomar una decisión en un sentido u otro, pero saldremos de esta incertidumbre atroz a la que ninguna salud podría resistir mucho tiempo, y la mía ya no vale gran cosa, tengo la impresión de que es ahora el corazón el que empieza a fallar. Me han dado papel y empiezo a escribir. Muchas veces hablo contigo y con Bébert en voz baja.

Estoy contigo, mi querida pequeña y ya sabes que para un bretón lo ausente cuenta más que lo que se tiene delante.

Con afecto.

L. Destouches

No me tranquilizaban nada estas cartas que, por supuesto, pasaban por la censura de la prisión. Cuando en marzo Mikkelsen volvió de los EE UU pudimos recibir cartas sin censura, ya que las dirigía a su abogado, y éstas empezaron a ser, si cabe, más amargas.

Estoy continuamente contigo y con Bébert. Hablo contigo permanentemente… ya sabes que salgo de la vida con facilidad.

Mi brazo empieza también a dolerme. Cuídate, pequeña, te lo ruego, es preciso no poner mala cara. Puedo permanecer aquí durante años y eso si no me mandan para Francia.

Conoces la situación mejor que yo: soy un escritor, nada más que un escritor. Todos los autores franceses se han tenido que expatriar por una u otra razón. Cualquier pretexto es bueno para perseguir en Francia a un escritor: Villon, Ronsard, Chateaubriand, Jules Valles, Víctor Hugo, Lamartine, Rimbaud, Verlaine, León Daudet… todos sufrieron persecución. Mis libros, los libros por los que se me persigue, tienen ya diez años… Intentaré escribir, cuando pueda, la historia espantosa de todo esto.

En junio de 1946 los daneses volvieron a pedir precisiones al gobierno francés sobre las razones que avalaban la extradición solicitada. Nada. Louis echaba la culpa de todos sus males a los escritores franceses: Malraux, Sartre… La verdad es que no le ayudaron mucho… Sartre le insultó impunemente en Temps Modernes.

Ese mes de junio, cuando comenzaba ya la tímida primavera, apareció Karen Jensen y con su llegada, en lugar de mejorar, las cosas se complicaron para mí.

Karen había vivido el final de la guerra y hasta su vuelta a Copenhague con su amante en Madrid, un diplomático español que llevaba en la capital de España una vida digna y oficial con su familia legítima: esposa y cinco hijos. Para él, católico y franquista, Karen era, según ella contó, una muñeca llamativa. Debía tratarla, pienso yo, como a un caballo de raza: con azúcar y buenos alimentos, aunque luego sólo sirviera para dar un paseo por el campo los domingos.

He de admitir que Karen era muy guapa. Tuve ocasión de conocerla poco antes de la guerra en uno de sus frecuentes viajes a París. Era amiga de Elizabeth y ésta se la presentó a Louis. Como digo, era muy guapa, alta, morena, solía llevar el pelo recogido sobre la nuca. Tenía el cuello muy largo y un cuerpo extraordinariamente flexible. Sus piernas eran, en efecto, interminables, musculadas, ágiles y de línea correcta. Tenía una cara vivaracha, con la frente ligeramente abombada, la nariz pequeña un tanto respingona y los labios bien dibujados y generalmente risueños.

Karen era insaciable con el sexo y una liante con las personas que tenía cerca. Según parece, se había malmetido entre Elizabeth y Louis ayudando a que la americana se marchase a los EE UU. Bien es verdad que los tres se habían pasado más de una y más de dos noches juntos haciendo lo que a Louis siempre le había gustado. Tengo la impresión de que Karen se hizo una composición de lugar que yo no estaba dispuesta a aguantar… y no es que sea mojigata.

La cosa empezó mal. Karen llegó a su apartamento, donde yo vivía con Bébert, y lo encontró desaliñado. Efectivamente el gato había afilado sus uñas en los sillones, pero no me parece que fuera para ponerse como se puso. La primera vez que fuimos a ver a Louis, éste le dijo que le pagaría los destrozos.

—Además es que Lili es muy desmañada —le dijo Karen.

No contesté, pero me molestó semejante denuncia. Nunca he sido un ama de casa ordenadita, pero no sé a qué venía aquello.

Desde que llegó, siempre venía conmigo a ver a Louis y enseguida tuve la desagradable sensación de que era yo quien la acompañaba, y no al revés. Era de esas personas que siempre controlan la situación y mandan en los demás como la cosa más natural del mundo. Me hacía sentir como una niña a quien es preciso educar, enseñar las maneras… hasta se metía en mis ensayos de baile para indicarme cosas. Ella era bailarina y no mala, pero había perdido facultades durante su experiencia española. Diría incluso que había engordado un poco. No estaba en condiciones de darme lecciones de danza. Yo me mantenía en perfecta forma y ella no tenía la elasticidad de antes. Volvió a trabajar en el Kursaal y allí fui un día a verla, pero recurría más al erotismo larvado que a la danza.

Louis, que lo estaba pasando muy mal en la cárcel y no mucho mejor en la enfermería, adonde luego lo llevaron, aún tenía humor para incitar a Karen… «Lo estaréis pasando muy bien las dos juntas… ya me gustaría veros…». Eran bromas. Bueno, más o menos, pero Karen se lo tomaba en serio.

Alguna vez traía a un amigo a casa, no siempre al mismo, cenábamos juntos y luego ellos se iban al cuarto de Karen. Una noche vino con un joven muy guapo: «¿Te gusta? Pues éste no se escapa», me dijo. Ya en la cena Karen se le insinuó con bastante descaro, pero cuando nos levantamos de la mesa el muchacho, muy amablemente, se despidió.

—¿Qué te ocurre? ¿No te gustan las chicas? —le dijo.

—Sí —contestó él—, pero no para hacer el amor con ellas.

—¡Vaya! Para uno que me gusta de verdad, resulta que es maricón —dijo Karen despectivamente cuando se marchó.

Ya estaba en la cama leyendo cuando se abrió la puerta y apareció Karen con un salto de cama negro, transparente, propio de un burdel. Se sentó junto a mí y sin más preámbulos me dijo:

—Tengo ganas de hacer el amor contigo. A Louis le encantará que lo hagamos.

No supe qué decir. Se desnudó y se metió en la cama. Comenzó a acariciarme y a desnudarme. Yo me dejé hacer. Ésa fue mi equivocación. No me agradaba. Después de un buen rato ella estaba muy excitada, pero me repugnaba contestar a sus besos y a sus caricias. Al fin me dijo:

—No te gusta, ¿eh? Bien, quizá te apetezca otra cosa.

Salió de la habitación y volvió con un cinturón. Me dio la vuelta y empezó a azotarme con la correa. Me levanté de un salto y dije: «¡Basta!». La agarré por los brazos y la empujé fuera de la habitación.

—Mañana te vas de esta casa —me gritó al marcharse.

Estaba roja de ira y roja por el ridículo, supongo.

Al día siguiente fui a ver a Louis y le conté todo lo ocurrido. No dijo nada contra Karen, pero me aconsejó que me mudara. Un celador aficionado a la pintura que se había hecho amigo de Louis nos prestó un apartamento helador en el centro de Copenhague, al lado del parque Kongens Have. No sólo era muy frío, sino también pequeño.

Este incidente ocurrió en septiembre de 1946. El 19 de octubre volvieron a interrogar a Louis. Reaparecían las acusaciones.

Louis entró en una etapa de depresión. No comía, cogió la pelagra, reumatismo, parálisis radial… perdió casi todos los dientes. Apenas pesaba sesenta kilos para su metro ochenta de estatura.

«Parezco el caballo de un picador[2]», solía decir.

En noviembre nos enteramos de que a Le Vigan le habían condenado en París a diez años de trabajos forzados. Le preguntaron sobre Louis y se portó muy bien durante el juicio. Al final de noviembre condenaron a muerte a otro amigo de Louis, Lucien Rabatet, aunque luego le conmutaron la pena. Seguía con el artículo 75 pegado al culo.

Esas Navidades las pasé también sola, bueno, con los compañeros del ballet de la Ópera, pero en el fondo sola. Pese a todo, la situación era más esperanzadora. Milton Hindus, un estudioso americano —judío además—, puso en circulación en Nueva York una carta en favor de Louis. Henry Miller, el músico Edgar Várese y el editor James Laughlin, entre otros, la firmaron. A finales de febrero del 47 lo sacaron de la cárcel y lo llevaron al Rigshospital, donde podía pasear por los jardines y recibir a quien quisiera. Allí terminó su primer libro del exilio.

El 24 de junio de 1947 fue liberado definitivamente. Tuvo que firmar un documento comprometiéndose a no abandonar Dinamarca. Pocos días antes, Antonio Zuloaga, el diplomático español que había vuelto a París tras la Liberación, encomendó la defensa de Louis en Francia a Albert Naud, un abogado que estuvo en la Resistencia y se portó muy bien con nosotros.

Vivimos casi un año en el frío apartamento de Kronprincessegade. Louis no salía a la calle, daba la impresión de que la cárcel le había acostumbrado al encierro. Escribía y leía. Escribía como un poseso. Sobre sí mismo, sobre todos nosotros. Luchando con cada palabra, arrancando a su mente, según decía, una música que el idioma se deja robar con enormes dificultades, con un esfuerzo sobrehumano.

Nuestra situación económica empeoró lenta e inexorablemente, debido, sobre todo, a que los libros de Louis no podían reeditarse en Francia y todos sus bienes estaban precautoriamente confiscados. El baile de unos editores a otros apenas nos sacaba de algún apuro.

Abandonamos Copenhague y nos trasladamos a una finca que el abogado Mikkelsen tenía cerca de Korsor, a cien kilómetros al suroeste de Copenhague. La finca se llamaba Klarskowgaard (literalmente: la granja del bosque claro) y en ella ocupamos una casa del servicio bastante mal dotada. Al principio no teníamos agua caliente, aunque sí calefacción. Llegamos allí en la primavera de 1948.

Louis no fue nunca un hombre de campo y aquello era el campo. La finca llegaba hasta el mar, pero no era su mar, el que a él le gustaba: El Havre, St. Malo, con sus puertos y sus barcos de tres palos. Éste era un mar gris, sin mareas; los peces que en él se pescaban apenas tenían gusto. No compartíamos la misma forma de ver el mar. El aspecto salvaje y gris de la costa me gustaba. Me bañaba en el océano hasta bien entrado el invierno, pero a él nada de aquello le agradaba. Vivió esos años trágicamente, como un león enjaulado. Lo único que seguía interesándole eran los árboles, los distinguía todos… y los animales. Además de Bébert, nos hicimos con una perra y tres gatos más. Llamamos a la perra Bessy y a los gatos Tbimine, Poupine y Flauta.

Los días pasaban lentos, con esa cortedad de luz que tienen en el norte. Gimnasia de mañana, paseos… algunas clases de danza en Korsór. Le sentía envejecer, callado, melancólico, resignado a veces, otras iracundo. Riéndose de sí mismo con amargura. Siempre escribiendo, diríase que combatiendo contra las palabras.

En mayo de 1949 vino a vernos Henri Mahé. Louis estaba expectante, como si la llegada de su amigo le trajera un renovado viento de libertad y no sólo recuerdos.

Mahé estuvo con nosotros tres días. Hablamos y paseamos con normalidad. Ya no era el joven alegre de antes de la guerra, pero seguía teniendo sus ocurrencias, sus desmanes verbales. Louis ya no le seguía las bromas. Cuando Mahé partió, permanecimos en la puerta un momento viendo alejarse el taxi que lo llevaba a la estación de Korsor. Louis se quedó pensativo y dijo como para sí:

—Cuando se es joven uno puede atrapar el día de ayer, el mes pasado. Aparentemente al menos, la vida se comparte más fácilmente con los demás y con uno mismo. Da la impresión de que hacerse viejo consiste en que los días están más separados entre sí, que el ayer y el mañana no están unidos por el hoy. Los días pierden su continuidad, ya no hay marcha atrás. Esa separación que se produce entre los días se percibe también en las personas. Es como si se unieran caminos divergentes que es imposible juntar. Al final uno está irremediablemente solo.

Me miró y concluyó con una sonrisa lejana.

—Bueno, nosotros no estamos solos, estamos juntos.

Sonaba a falso y era falso. Él se sentía solo y yo me sentí culpable.

En mayo de 1950 tuve que ser internada urgentemente en un hospital de Copenhague. Unas terribles hemorragias me dejaron al borde de la muerte. Se las habían ocultado a Louis para no alarmarlo. Tenía un fibroma en un ovario. Me lo extirparon en el hospital. Tras la operación se produjo una fuerte infección y de nuevo me abrieron la herida. El 25 de julio volvimos en tren a Korsor. Durante más de un año no pude realizar ejercicios gimnásticos. Seguramente me habían seccionado algún músculo abdominal. Me costó volver a bailar con soltura.

Fue como si de repente yo también hubiera envejecido. La regla no me volvió tras la operación y mi vida, por mecánico y estúpido que parezca, también dio una revuelta definitiva en el camino. Miraba al Báltico, aquel Gran Belt que sonaba sin bravura entre las islas, y pensé en regresar. Empecé a detestar el porridge, las patatas y el arenque ahumado.

Por esos días, ya en el verano de 1950, Colette, la hija de Louis, tuvo su quinto hijo. Esa maternidad incontinente sacaba de quicio a Louis y le hacía detestar a su yerno. «Esa sabandija», decía. Para darle más quebraderos de cabeza, también a Colette tuvieron que extirparle un fibroma, lo que le preocupó sobremanera. Las relaciones de Colette con su padre, que nunca fueron buenas, no mejoraron a pesar de la preocupación que él sintió por ella durante su enfermedad.

Por fin, en febrero de 1951, se vio en el Tribunal del Sena el caso de Louis. En la víspera los intelectuales estaban divididos, pero no pocos lo apoyaron ante el juez. La sentencia, teniendo en cuenta lo que nos temíamos, fue relativamente leve: un año de cárcel y cincuenta mil francos de multa. Dos meses después los abogados consiguieron el indulto.

El sábado 30 de junio de 1951 salimos en tren de Korsor y al día siguiente tomamos el avión para Niza. Estábamos tan cansados de esperar el retorno que no fue un viaje alegre. Al subir al avión me di cuenta de que Louis tenía aspecto de mendigo. Llevaba un traje claro con chaleco, los pantalones sin planchar y un bastón que le daba un aire de Charlot.

Pasamos unos días con mi madre en el sur, en Mentón, y luego fuimos en avión a París. El día que llegamos a Le Bourget murió Pétain. El viejo mariscal, que tenía más de noventa años, acabó sus días en la isla de Yeu, donde estaba preso o desterrado. Era el 23 de julio de 1951, una casualidad o un símbolo. La guerra estaba definitivamente terminada, En París hacía un calor húmedo y pegajoso.

Creo que fue a través del editor Gastón Gallimard, con quien Louis acababa de firmar un contrato, como conocimos a un industrial con dinero. Se llamaba Marteau. Tenía una casa palacio, en Neuilly. Se había encaprichado con Louis y quería ejercer de mecenas.

—Ustedes se quedan en mi casa todo el tiempo que quieran… como si desean instalarse aquí definitivamente. Podrá escribir con toda la tranquilidad del mundo —le dijo a Louis.

Louis aceptó, de momento, la invitación, pero ya el segundo día empezó a rezongar.

—Estos ricos, en cuanto te descuidas, se apoderan de ti y te convierten en un adorno o en un animal doméstico para divertir a las visitas.

La verdad es que eran muy amables, especialmente Madame Marteau, pero resultaban un poco pesados con sus atenciones. Louis no soportaba que se metieran en su vida y, sobre todo, no aguantaba la caridad ni la limosna. Empezó a hacer lo posible para que nos echaran a la calle: subía los animales a la habitación, arrojaba sin ningún miramiento de su lado a Madame Marteau en cuanto ésta se acercaba a ofrecerle un té. Me obligó a saltar a la comba temprano en nuestro cuarto, sabiendo que Madame Marteau dormía debajo. Los dueños aguantaban con paciencia sus excentricidades, pero el ambiente empezó a cargarse y nos fuimos con los bártulos a casa de mi padre, en la Rué Dulong.

Mi padre se había vuelto a casar con una chica mucho más joven que él. La Mite, como la llamaba Louis, era pálida y delgada, guapa y amable, y aún lo es. Mi padre no ejercía de padre —lo que a veces es una virtud— y mucho menos de suegro. Vivimos con ellos bastante tranquilos.

Yo había heredado de mi abuela unos cuantos millones de francos y pensamos comprar una casa.

Pasamos muchos días buscando por St. Germain-en-Laye, lugar que tanto gustaba a Louis, y también en Bougival. Al fin encontramos una en el bajo Meudon, en el número 25 de la carretera de Gardes, frente al Sena, con vistas a la isla de Seguin. Todavía no se había edificado por allí ningún chalet moderno. Era una casa de mediados del siglo pasado. Hubo que arreglarla bastante y nunca quedó bien: ni la calefacción, ni el gas dejaron de darnos la lata. Nos trasladamos allí en cuanto pudimos, con los pocos muebles que nos dejó mi suegra. En la planta baja, donde instaló Louis sus cosas para trabajar cerca de la chimenea, le arreglé una pieza con una cama turca para que descansara durante sus cada vez más frecuentes y dolorosas neuralgias.

Louis se levantaba todos los días muy pronto. Dormía poco y frecuentemente se despertaba a medianoche con unos horribles dolores de cabeza: «Es como si un tren me pasase por medio del cráneo», solía decir. Nada más levantarse se ponía a escribir. Hacia las nueve yo le preparaba un té con un croissant. Luego leía los periódicos. Cuando hacía buen tiempo, se pasaba la mañana, hasta la hora del almuerzo, leyendo y jugando con los animales en el jardín, un lugar muy bonito, salvaje y con árboles enormes. Tenía espíritu de reclusión y apenas iba a Paría.

A finales del 52 murió Bébert. Parecía que la vida se nos agotaba y sin embargo Louis no dejaba de trabajar ni un solo día. Seguí dando clases de baile. Nunca me faltaron alumnas. Venían de Meudon y también de París, estas últimas hijas de amigos o de conocidos. En septiembre de 1953 Louis abrió un consultorio. Apenas nos daba dinero, pero a él le gustaba taba atender a sus pacientes, especialmente, a los ancianos y a los niños.

Los sábados y los domingos solían venir viejos amigos de Louis, con quienes hablaba a veces en largos y locos monólogos; otras escuchaba con atención, al menos aparente.

En 1958 murió la madre de Edith, su primera mujer. Le impresionó esa muerte, como todas, por lo que representaba en el recuerdo de su juventud. Edith me enseñó hace días la carta que le envió con ocasión de ese fallecimiento:

Querida Edith:

Te abrazo muy fuerte, es todo lo que puedo hacer en este caso. Uno mi pena a la tuya. Yo debería seguir contigo si no me hubiera portado toda mi vida tan locamente.

Tu madre siempre me trató bien, guardo de ella y de su hospitalidad el mejor de los recuerdos. Creo que me porté mal con ella. Espero verte algún día, cuando quieras. ¡Dios mío!, entre nosotros no hay sino recuerdos inocentes. Quiero esos recuerdos y quiero tu perdón.

Te abrazo.

Louis

Edith vino a verlo y luego volvió con frecuencia, con mucha más frecuencia que su hija Colette o sus nietos. Es curioso que se haya convertido en una de mis mejores amigas. Hablamos entre nosotras de lo divino y de lo humano, como si nos conociéramos de toda la vida. En realidad hemos convivido con dos hombres bien distintos, aunque las dos nos hayamos casado, sucesivamente, con la misma persona.

Quizá por eso nunca sentí celos de ella. Tampoco los tuve de otras mujeres que pasaron por la vida de Louis antes que yo, mujeres de los «tiempos alegres». Sí he tenido celos de una. Louis dedicó su primera novela a una bailarina norteamericana: Elizabeth Craig. Nunca la conocí. Hasta hace poco, ni siquiera la había visto en fotografía, pero sé que vivió con él en la Rué Lepic. He sentido hacia ella celos retrospectivos que me han llenado muchas veces de amargura, de un malestar difuso. Celos no producidos por el engaño o por la pérdida, sino por la ausencia, por mi ausencia de la vida de Louis durante los años anteriores a 1936. Él nunca ha querido hablar de ella a fondo. No se ha sincerado conmigo y creo que si lo hubiera hecho, si hubiera corrido la cortina que ocultaba esa parte dolorosa de su pasado, me habría liberado de ese fantasma sin rostro con el que conviví tanto tiempo.

Han sido celos persistentes, celos de los juegos sexuales que, lo sé, fueron el pan de cada día con ella, celos de lo que desconozco pero intuyo, de lo que no quise investigar pudiendo hacerlo a través de amigos comunes, pero que siempre me atormentó. Me resulta duro hablar de ello. Parecerá mentira que una mujer que desapareció de la vida de Louis hace tanto tiempo aún me produzca desazón en este momento, al recordar los últimos veinticinco años. ¡Qué difíciles y qué frágiles podemos resultar! Dicen que los celos se producen a causa de la posesión frustrada. No lo sé, pero son un fantasma angustioso que renace con fuerza de tiempo en tiempo y entonces una se siente insegura y despreciada. Es una humillación difícil de entender si no se ha pasado por esa experiencia.

He dicho que no la conocía ni en fotografía hasta hace poco tiempo y es cierto. Un día Mahé trajo unas fotos de Louis. En una de ellas, a la entrada de una casa de campo, aparecía Louis con un hombre mayor y una chica. El hombre era Ajalabert en su casa de Beauvais; ella era Elizabeth. Según me dijo Mahé, la fotografía la tomó en el invierno de 1933, durante la última estancia de Elizabeth en Europa. Los tres se cubrían con pesados abrigos y Louis llevaba, además, una bufanda oscura. En la foto se veía que Elizabeth era guapa. Me renació una leve angustia y me atreví a preguntar.

— ¿Qué fue de ella?

— Se casó con un rico judío americano —me contestó Mahé.

— Pero él… intentó recuperarla… sé que fue a EE UU a buscarla —le dije.

— ¡Vamos! ¿A estas alturas tienes interés en saber de una historia olvidada?

— No, simple curiosidad —dije, mintiendo.

— Louis fue a EE UU, pero no para volver con ella.

Sabía que no era verdad lo que me decía.

— Era guapa —afirmé.

— No estaba mal, pero tú has sido la mujer de su vida —me engañó.

Abandoné la conversación y me guardé la fotografía en el bolsillo. Me molesta ser objeto de la compasión de éste cómplice. Nunca consigo verlo de otra forma.

Louis y yo hemos hablado muy poco estos últimos años. Las confidencias ya no tienen sentido, nuestra vida agitada pasó, las ideas que intercambiábamos el uno con el otro comienzan a ser vulgaridades demasiado pronto; las caricias, con el sexo olvidado tiempo atrás, se convierten en roces mecánicos… en fin, la vida en común se achata y se diluye. Queda un tenue cariño que frecuentemente se confunde con la costumbre o la rutina. Además, él rechaza toda distracción. Ni un cine, ni un teatro. Un verano, no recuerdo cuál, le arrastré hasta el mar que tanto le gustaba de joven. Mi padre tenía dos apartamentos en Dieppe y nos prestó uno. Fuimos un domingo y, cuando llegamos, consideró que el lugar era excesivamente pequeño y ruidoso. Me obligó a tomar el primer tren que salía para París el lunes por la mañana. Nunca más ha querido salir de vacaciones.