Cuando aparecieron los dos en el café, estaba pensando que me gustaría conocer el París canalla del que me habían hablado y que un apuesto y delicado francés me enseñara los misterios de la ciudad.
Llegar a un sitio sola acaba por no ser divertido. Llevaba en París dos días y apenas había intercambiado otras palabras que pedir comida en un restaurante o la entrada en un museo. La falta de diálogo es lo que más extraño cuando voy sola por una ciudad. Ese sentimiento de extranjería se rompe si alguien, un desconocido incluso, me acompaña.
Mahé se despidió. Nosotros salimos enseguida. Decidimos ir al Moulin Rouge. Él parecía contento. El ambiente de aquellas calles me atraía, incluso las putas, abundantes, parecían alegres.
Fue una travesía de París llena de explicaciones que me aturdían y a la vez me encantaban. Deseaba vivir una aventura, y el miedo a lo desconocido se esfumó, como la tarde, con aquel desconocido.
—¿Qué haces en Viena? —me preguntó.
—Doy clase de gimnasia a señoritas.
—¿A bailarinas?
—Sí, también a bailarinas, ¿por qué?
—Me gustan las bailarinas, tienen algo en el cuerpo que vibra. Si tomas la mano a una bailarina se nota una tensión especial.
Me tomó con fuerza la mano y continuó:
—Tú podrías ser bailarina. Las bailarinas ocultan en su cuerpo una línea invisible que me atrae.
Sonreí y eché a andar, pero no me soltó, y mi mano derecha se dejó apretar por su mano izquierda. Llegamos al Moulin Rouge.
—Si quieres entramos, pero antes tendremos que tomar algo sólido. Conviene ir cenado al Moulin. A la salida uno corre el riesgo de estar hambriento y no tener dónde saciarse… Aunque yo vivo muy cerca de aquí.
Fue una cena frugal. Bebí vino moderadamente. Él no lo probó. Para Louis Destouches el alcohol era el gran mal del hombre occidental.
—En Occidente nos pasamos la vida comiendo y bebiendo. Hemos convertido una necesidad en un atentado contra la supervivencia. Te extrañarías si supieras cuántos franceses mueren al cabo del año simplemente por su falta de moderación en el comer y, no digamos, en el beber. Por no hablar del tabaco. El día que se sepan los males que arrastra se dirá, con razón, que es una forma más de suicidio estúpido y caro. Desde luego hay gustos que merecen palos.
—¿No serás médico? —pregunté.
—Sí, sí lo soy.
—El placer de la comida es pernicioso, el de la bebida también, el del tabaco es criminal. ¿Hay algo que se pueda hacer y sea a la vez agradable y bueno para la salud? —le dije sonriendo.
—Sí, la gimnasia. Puedes seguir con ello y hacer adeptos sin problemas.
—Gracias, pero estaba pensando en otra cosa que, según dicen, es más divertida que la gimnasia.
—«Dicen»…, ¿es que no lo sabes?
Le miré con una sonrisa nada enigmática.
—Créeme —contesté—, tengo en Viena muchos amigos y en especial una muy buena amiga que se gana la vida elucubrando sobre las consecuencias que tiene eso que no queremos nombrar aquí. Quizá porque no tiene un solo nombre: Eros, dicen, está en todas partes.
—¿Tienes amigos psicoanalistas?
—Sí, tengo algunos amigos de la escuela de Freud —le dije—. Incluso he conocido al doctor Freud y a algún miembro de su familia. Mi mejor amiga es psicoanalista. Vive de eso. Quizá hayas oído hablar del doctor Reich. Su primera mujer, también psicoanalista, vive en Praga. Suele pasar temporadas en Viena, en casa de mi amiga Annie Ángel.
—Naturalmente que conozco al doctor Freud —contestó—, vamos, que sé quién es, que he leído cosas suyas. También he oído hablar del doctor Reich, pero no he leído nada de él. Y Annie Ángel, ¿es tan guapa como tú? —preguntó.
—¿Es un cumplido? —contesté.
—No. Es una pregunta interesada. Por cierto, que esos amigos tuyos, ¿serán todos judíos?
—No todos. Muchos de ellos sí, aunque no son religiosos.
Me quedé mirándole y él no se despojó de la sonrisa abierta, cómplice incluso. Me extrañó su interés por los judíos. Así que le solté como un escopetazo:
—Yo sí soy judía.
La frase quedó en el aire algún tiempo. Visto de lejos diríase que fue a parar a su conciencia como una referencia incómoda.
El Moulin Rouge estaba lleno de turistas, pero también tenía sus fans locales. Fue pícaro y divertido. No paré de pedirle aclaraciones sobre las frases de doble sentido.
—¿Cuál es el París real —me decía Louis—, éste, alegre, ligeramente canalla…, la miseria que se ve en Clichy o la falsa opulencia de la Place Vendóme? Quizá ninguno de ellos. Además, de poco sirve saber lo que es real, si al fin y al cabo es difícil cambiarlo. Tú eres real, hermosa, llena de vida. Se diría, incluso, que inteligente.
Me reí. Hacía frío a la salida del cabaret. Me ofreció su chaqueta, pero la rechacé. Lo hice en mala hora, pues acabé por enganchar una bronquitis.
—No te preocupes —le dije—, aguanto bien el frío. Soy amiga de la nieve. ¿Sabías que Austria tiene mucha nieve? —le pregunté bromeando.
—Sí, lo sabía, incluso he estado en el Tirol, pero no creo que vayas a esquiar así, vestida con ropa tan ligera. Si quieres vamos a un café.
El café estaba lleno de gente noctámbula, con un calor reconfortante, pero demasiado ruido. Nos sentamos y nos hicimos servir un té para mí y un Perrier para él. Seguramente pensaba en cómo aproximarse a mí. Yo esperaba que lo hiciera, pero una especie de estupidez hace que las mujeres nos callemos en estos casos. Se le veía incómodo, como si la gente le acogotara. Daba la impresión de querer hablar, pero no conseguía asir un tema de conversación. Intenté ayudarle, pero resulta tan difícil al principio… ese oscuro silencio que sobrevuela en las citas primerizas. Me estaba poniendo nerviosa. De pronto sacó dinero del bolsillo y pagó. Menos mal.
—¿Nos vamos? ¿Dónde te alojas? —me dijo.
—Cerca de la Gare du Nord —contesté.
Fue fácil encontrar taxi y el paseo resultó agradable. El aire que entraba por las ventanillas bajadas nos hacía sentir el fresco de la noche.
Allí, en la leve oscuridad del coche, el malestar ante lo desconocido, que yo notaba en él, fue desapareciendo. Descuidadamente me volvió a tomar la mano. La suya estaba fría. Acoplé perceptiblemente mi hombro derecho al izquierdo suyo.
—Mira, quizá te parezca una impertinencia innoble. Piensa lo que quieras, pero ¿por qué no coges tus cosas y te vienes a mi casa? Es grande y está en Montmartre, no lejos del Moulin Rouge. Te gustará. Bueno, no quisiera parecer un salteador de caminos.
—No pareces un salteador de caminos, pero si te digo que sí voy a parecer una chica muy fácil. ¿No crees?
—Bien, eso de la facilidad podemos discutirlo luego. De momento, sería agradable que aceptaras.
—Está bien. Tardaré algo. Lo primero que hago al llegar a un hotel es deshacer las maletas.
Pasó calor entre las manos de ambos.
—Te espero en el taxi. No tardes mucho, se acerca la hora de las brujas —me dijo cuando bajé del coche.
—¿Qué quieres decir?
—Nada especial, date prisa.
En este inesperado final del día, le dejé sentado dentro del Renault negro. Percibo aún la mirada entre irónica y cómplice del taxista, un hombre grande y bigotudo que nos ofreció tabaco. «Fueron minutos, los de esta espera, llenos de exaltación», me dijo días después, «donde ese pequeño monstruo que habíamos llamado Eras se adueñó de mi cuerpo y de mi mente». Le preocupaba aparecer ante una desconocida sólo como un aventurero, como un ligón de café.
Bajé con las maletas. Pagué la cuenta y él, que me miraba desde el coche, salió y me ayudó a meter el equipaje.
—¿He tardado mucho? —pregunté.
—No has tardado nada.
Volvió a cogerme la mano y no hubo conversación hasta llegar al 98 de la Rué Lepic.
La casa donde vivía daba a la calle Girar-don. La planta baja estaba ocupada por una tienda de pretendidas antigüedades. «Cacharros viejos», decía Louis. El edificio tenía tres pisos y Louis ocupaba la tercera planta. Había libros por todos lados, en un desorden que denotaba vida. Decorado burgués, estilo médico rural, armarios bretones —me informó—, sillones de estilo, un amplio diván y en la pared una lámina al pastel que representaba una bailarina, firmada por Degas. Por la ventana trasera del estudio, París. París y su cielo.
Según me confesó mucho más tarde, se había trazado una meta aquella noche: ser un caballero, un simple anfitrión. Me hizo pasar a una habitación, que no era la suya. Había sido desde 1929 la habitación de Elizabeth, que estaba en los EE UU.
—Bien, me iré a la cama, a esa cama que me has ofrecido —y sonreí al decirlo—. La verdad, esperaba otra cosa.
—Quiero demostrarme y demostrarte que no me acerqué a ti con la única intención que quizá tú hayas estado imaginándote toda la noche.
Parecía encontrarse bien al pensar que era un acto de renuncia tener cerca a una mujer que consideraba hermosa y tomar distancia.
—Soy francés, me siento francés en el sentido de que las infinitas variantes en torno al trivial e imperioso sentido de la reproducción siempre me parecieron curiosas —me dijo al día siguiente—. He vivido mucho tiempo transformado en Priapo, disfrazado de macarra o de mecenas. Los asuntos del sexo nunca me parecieron trágicos, excepto cuando tienen que ver con la enfermedad o con el embarazo. Digo lo de Lenin: es un magnífico estimulante biológico. Nada más y nada menos. Desprovisto de celos, de donjuanismo, de sadismo, no siento entusiasmo sino por la belleza de las formas, la fluidez, la juventud, el movimiento, la gracia. En pocas palabras: soy un sucio, un mirón. Siempre me gustaron las mujeres hermosas y lesbianas, bueno, que no tengan inconveniente en hacerlo con otra mujer. Que se acerquen, se acaricien, se devoren. Dicen que es una perversión. Es posible, pero del sexo me interesa el aspecto morboso o lo que llaman perversión. Lo otro, la convivencia, el cogerse de la mano, puede ser una buena amistad o una farsa, pero no tiene mucho que ver con la pasión, o, mejor dicho, con lo que yo entiendo que es la pasión. Sin transgresión, sin desgarro, sin saltar el muro de lo prohibido, no hay pasión.
Me lo dijo de amanecida, como desquitándose de su caballerosidad de la noche anterior.
Sonó el despertador en la habitación. Él ya estaba vestido, recién afeitado y olía levemente a perfume. Se marchó enseguida para tomar el autobús.
Pero antes se acercó otra vez a mi cama, me dejó en la mesilla las llaves de la casa y me dio un beso. Casto, mañanero, cariñoso.
—Aprovéchate de París —me dijo—. Va a hacer buen día. Si vas al Louvre no veas más que las momias egipcias y medita sobre la estupidez de nuestros antepasados, que quisieron vencer a la muerte y ahí los tienes, puestos en una vitrina para asombro de turistas.
Remoloneé por la casa hasta bien entrada la mañana. Luego bajé por la calle torcida de Lepic hasta el metro. Fui al museo de Arts et Métiers y paseé por el Sena. Comí algo en el Barrio Latino, con el apetito de una turista pobre y andarina.
Cuando volví a su casa, él estaba en su cuarto. Parecía dolerle la cabeza. Luego me explicó que tenía neuralgias a causa de una herida de guerra. Sin embargo, se levantó y me regaló la mejor de sus sonrisas.
—Vamos al Bois de Boulogne. Me gusta pasear entre los árboles mientras caen las hojas. Las hojas caen en mayor cantidad al atardecer. Te diré los nombres de todos los árboles. Viniendo hacia aquí me he encontrado con Marcel, un amigo que trabaja en el cine —creo que maneja las cámaras—, y me ha dicho que están rodando una película cerca de la Porte Dauphine, al lado del Bois de Boulogne. El actor principal es Carlos Gardel, el cantante argentino. ¿Sabes quién es? Si quieres nos acercamos a verlo, en esos estudios acaban tarde.
Fuimos al Bois de Boulogne y, ya de noche, nos acercamos andando a los estudios de cine, un barracón grande y destartalado. Allí todo el mundo parecía cansado. Nos dejaron pasar y Marcel, un hombre alto, flaco, de buenos modales, nos rogó que no metiéramos ruido. Puedo decir que conocí a Gardel, un individuo paciente al que hacían repetir una escena de amor con una actriz. Creo recordar que se llamaba Imperio Argentina. La mezcla de francés, inglés y español hacía de aquel barracón una babel cinematográfica. Aún debieron seguir trabajando mucho tiempo después de que nos fuéramos a cenar.
Fue ese día cuando me preguntó mi apellido. Pam, le dije. Aprovechó para uno de sus frecuentes y divertidos monólogos durante los cuales sus ojos azules traspasaban el espacio y parecía dirigirse al mundo o a sí mismo. De repente volvía, te miraba y concluía con una frase feliz o una caricia. Como diciendo: «Sé que estás aquí».
—¿Te llamas Pam? Tienes nombre de dios griego, ¿lo sabías? Algunos dicen que Hermes engendró a Pam con Penélope, la fidelísima mujer de Ulises. Era tan feo al nacer, con cuernos, barba, cola y patas de cabra que Hermes le llevó al Olimpo para que se divirtieran los dioses. Era, según cuentan, un dios tranquilo y perezoso, dado a las orgías. Se jactaba de haber poseído a todas las Ménades borrachas de Baco y a Selene. Es el único dios que ha muerto. Lo anunció un marinero de nombre Tamo que lo oyó al cruzar en su barco frente a Paxi. En todo caso era un dios poco pagado de sí mismo, que cultivaba el buen vivir y no la tragedia. No era un salvador, sino un vividor. Un flautista.
Me miró y dijo:
—¿Y… tú?
—Acepto el linaje de ese dios con cuernos —le contesté.
Me sentía atraída por él, casi hipnotizada, y esa noche, mientras hacíamos el amor por primera vez, viendo por la ventana las luces de París, acepté jugar el juego que más le gustaba.
—Será un regalo para mí —me dijo.
—Está bien —continué—, creo haber perdido la vergüenza contigo.
Extrañamente, me siento a gusto recordando tamaño disparate.
Al día siguiente no lo vi ni a la hora de cenar. Debió llegar muy tarde y yo, agotada de pasear por París, debía estar profundamente dormida cuando entró, si es que lo hizo, a darme las buenas noches. La mañana siguiente amaneció radiante. Clavada en la puerta de mi habitación había una cita con una hora, las seis de la tarde, y un plano de la isla de St. Louis. El muelle Bourbon y el nombre de un barco. Esa mañana me acerqué a Notre-Dame y pasé por la isla. En efecto, allí estaba el barco; se llamaba Malamoa. Más tarde comprobé que el capitán era Mahé, el joven rubio a quien había visto con Louis el día en que nos conocimos.
Me produce algún pudor contar lo que pasó aquella tarde. Louis apareció a la hora fijada. Yo estaba leyendo contra el sol en el muelle y no lo vi llegar. Venía acompañado de tres personas: un matrimonio descompensado (él era mucho mayor que ella) y una chica morena, joven, de aspecto proletario, llamada Pauline. La mujer se acercó y me besó con sorprendente confianza.
—¿Ésta es Cillie? Es muy hermosa —dijo.
Su marido tenía un aire resignado y oscuro. Vestía con una corrección chocante en aquel muelle lleno de bohemios, turistas y vagabundos. Louis sonreía en su lejanía real o fingida.
Mahé nos esperaba, pero nada más saltar al barco y hechas las presentaciones desembarcó para hacer unas compras.
Henri Mahé era, como ya dije, rubio y de facciones correctas. Tenía el cabello abundante y largo. Pintaba y ejercía de bohemio. Era un tipo simpático y alegre, nada trágico en su comportamiento.
En el salón del barco había sillas y butacas, dos mesas relativamente pequeñas y, cosa extraña, un piano de cola. Según supe después era de su mujer. Louis, que conocía bien los enigmas del barco vivienda, sirvió, contra sus principios, abundantes copas de champán.
La mujer, bien parecida, vestía un traje gris de lino y adornaba su cuello con unas perlas de buen tamaño. Recuerdo que llevaba unas medias también grises, de seda, más oscuras que el traje. Sus zapatos abiertos y de tacón alto le daban un aire espigado. Su gesto era forzadamente encantador y no resultaba difícil imaginar a su marido, sin duda adinerado, sometido a sus caprichos. A lo largo de la velada la afectación del comienzo se diluyó.
Tras dos copas de champán, vino hacia mí y, arrodillándose delante del sofá donde estaba sentada junto a Louis, acercó su cara a la mía y, entre susurros, me besó, primero el oído, luego las mejillas y finalmente los labios. Sabía que algo iba a pasar, pero me sorprendió que ocurriese tan pronto. Ni quería resistirme ni deseaba ser activa. Me dejé llevar. Me arrastró al cuarto vecino, donde una cama, que me pareció enorme, ocupaba el centro. El barco apenas se movía. Me tumbé en la cama y miré cómo se desnudaba. Recuerdo que pensé en el precio de tanta lencería fina. Tenía, en verdad, un hermoso cuerpo, delgado y firme. Me arrebató la ropa entre caricias. Cerré los ojos y me dejé llevar. No conocía a aquella dama y, sin embargo, confiaba en ella como si me pusiera en manos de un médico o de un peluquero. Poco a poco, contesté a sus sabios ardores y perdí el control. Recuerdo que, al final de la sesión, con la llegada de Mahé, éramos cuatro sobre la cama: esta dama, Pauline, Mahé y yo. Louis, sentado en un sillón a un lado, observaba sonriente. Lejos de él, el marido de la mujer también miraba.
Después de tantos años y con el tamiz de los hechos trágicos que ocurrieron más tarde, recuerdo con nostalgia aquella broma. Broma inocente que tuvo por centro nuestros cuerpos convertidos en voluntario y perverso espectáculo.
Contado así, visto con la lejanía del tiempo, los aspectos morbosos se diluyen y queda la risa. Empero, el sexo vivido intensamente no es otra cosa que un abuso de confianza. ¿Qué prendas íntimas llevaba yo aquella tarde soleada? ¿Qué nervios de ansiedad me tomaron durante la espera? ¿Qué gestos, qué caricias nuevas se me ocurrieron?
He de decir que no era la primera vez que tenía relaciones con otra mujer. Nunca me importó responder con un sí a una proposición si había confianza y cariño y el deseo llegaba, pero he de confesar que aquella tarde náutica sobre el Sena fue la primera vez que me enfrenté a unos desconocidos y que no podía, no quería, volverme atrás. Saber que has de contestar que sí a lo que te demanden es a la vez un reto y un descanso. Después de romperse el hielo con las copas de champán, no sabía, ya he dicho, cómo iba a empezar todo. Fue una suerte que ellos sí lo supieran. Así que cuando nuestra dama se me acercó y puso sus manos en mi cara, en mis muslos, en mi sexo, me sentí libré. Era una forma dulce de comenzar. Su descaro, cuando deslizó sus manos enjoyadas entre mis medias, me produjo una sensación de imperiosa necesidad, tuve que reprimirme para no tomar la iniciativa. Le agradecí también que me arrastrara a la cama y que se desnudara. Recuerdo sus muslos llenos y estirados. Cuando bajó sus labios a mi sexo, no pude sino responder con la misma caricia, pero era una situación incompleta, quería ver a Louis y lo que hacía. Sentado en un sillón, allí cerca, acariciaba levemente a Pauline y yo quería que él, aun sin participar, me acogiese con sus ojos claros. Pauline se deslizó sobre la cama y vino sobre mí. Las dos mujeres me acariciaban, pero yo quería ver la cara de Louis. Mis manos actuaban sin cansarse, demorándose en aquellas pieles suaves, en el sexo húmedo de ambas, pero mis ojos no le perdían de vista y querían ser mirados por Louis aun en los momentos álgidos de aquella maratón maravillosa.
Cuando llegó Mahé, lo vi desnudo en actitud de entrar en combate. Nos arrebató a Pauline y puso sonido en aquella película muda. Yo no entendía muy bien lo que decía, pero Pauline reía y alguna carcajada salió también del público tan escaso como atento. Recuerdo que Mahé, aparte de palabras, trajo una manera risueña de hacer las cosas. Tanto es así que me avergüenzo un poco al recordar la forma tan curiosa que tuvo de acabar su encuentro con Pauline.