El 10 de enero de 1963, Dorat encontró a Kreis con sus mercenarios en posición a ambos lados de la carretera, a cincuenta kilómetros de Kolwezi. Le quedaban cuarenta y seis, hombres, a los cuales se habían juntado una docena de africanos, todo cuanto subsistía del ejército del general Nadolo. Cazas suecos y helicópteros de observación de la ONU sobrevolaban constantemente la carretera. Los mercenarios alzaban el puño y gritaban injurias, pero no disparaban. Una brigada india en pie de guerra, apoyada por blindados, equipada con material moderno, avanzaba a cortas etapas hacia los mercenarios. Sus vanguardias sólo distaban diez kilómetros.

Dorat encontró a Kreis en forma excelente, tranquilo, preciso, eficaz; parecía haber tomado mucha autoridad. Sus hombres le obedecían sin un murmullo, sin una recriminación.

Kreis le tendió los prismáticos:

—¡Fíjese en sus amiguetes que vienen a curiosear!

Dorat cogió los prismáticos. La carretera se extendía muy recta, levemente ondulada. A tres kilómetros aproximadamente, se perfilaba la torreta de un carro armado. Dorat distinguió claramente a un casco azul, que a su vez les miraba a ellos con prismáticos.

Kreis sonrió:

—No se preocupe, no disparará. ¿Para qué? ¡Todo se va a la porra!

Llegaba una ambulancia de Kolwezi, trayendo el suministro. Dorat notó, al pasar, que transportaba también cajas de municiones. Sobre el polvo de laterita que cubría la pintura blanca, se leía: «¡Ave, Kimjanga, morituri te salutant!» y debajo, en letras enormes:

»Lista de los efectivos: 200 mercenarios.

»Presentes en Katanga: 65.

»En línea de fuego: 65.»

—¿Qué ha sido de Thomas Fonts? —pregunté de pronto Kreis.

Dorat le miró, asombrado:

—¿Le interesa más que el coronel La Ronciére?

—Uno se acuerda de Fonts; uno trabaja un momento de su vida con La Ronciére.

—El amigo Thomas ha acabado casándose con su americana. ¡Vaya boda! ¡Estuvieron a punto de liarse a puñetazos!

—¿Fonts y su mujer?

—No, los invitados. Los dos clanes del mismo gang estaban reunidos. Los vencedores y los vencidos del 13 de mayo. Fonts se desternillaba de risa.

»Acaban de mandarle de cónsul a Cuba. Excelente elección. No puede sino gustar a Castro. En aquel delirio romántico-marxista estará como pez en el agua.

Un mercenario rhodesiano interpeló a Dorat. Llevaba un gorro escocés prendido con una pluma de faisán y mascaba ruidosamente un croissant mojado en chocolate. Una espuma babosa discurría sobre su uniforme sucio:

—Entonces, ¿qué tal va eso en Elisabethville?

—La ONU la ocupa desde hace diez días. Se fraterniza. Los civiles toman el aperitivo con los cascos azules.

Y añadió malévolamente:

—¡Y las chicas empiezan a flirtear con los guapos suecos!

—¡Ah!, ¡los canallas! —exclamó el rhodesiano— ¡Me dan ganas de ir a tirarles granadas en la jeta!

—Sí —abundó un belga—. Y, además, a esas chicas habría que raparlas.

—¡Basta de tonterías! —cortó Kreis. Se encogió de hombros—. ¡No haréis nada, así es que cerrad el pico y volveos a vuestros puestos!

—¿Para qué? —preguntó el rhodesiano—. ¡Si no damos golpe...! Los otros avanzan y ni siquiera intentamos pararlos. Podríamos hacer una colecta para regalarles flores.

Kreis dio un paso hacia el rhodesiano:

—¡A callar, Felton! Son las órdenes y no tienes por qué discutir.

—¿Qué pasa? —preguntó Dorat.

—Es bastante complicado: todos los días recibo órdenes contradictorias. Primero, tengo que volar todas las instalaciones de la «Unión Minera». Luego, ya no se vuela nada. Hace tres días, me dijeron que contraatacara. Lo hicimos de noche, lo cual nos permitió sorprender a los indios en pleno sueño. ¡Les propinamos una buena paliza! A todas éstas, cambio completo: ahora tengo que mantener a distancia a los cascos azules y batirme en retirada hacia Kolwezi a medida qué ellos avancen. No disparar, a menos que vengan a chincharme demasiado cerca. ¡El follón, vaya!

—¿Y la presa Delcommune? —preguntó Dorat—. ¿La voláis?

Kreis expresó extrañeza:

—¿La presa? ¡Oh, eso es otro cantar! Un problema político. ¡Eso no es cuenta mía!

Dorat sabía que Kreis estaba mintiendo. Abandonado por todo el mundo, su ejército en desbandada, Kimjanga sólo tenía una carta en la mano: la gigantesca presa Delcommune, que dominaba la mina y la fábrica de Kolwezi. Sólo aquella mina producía la mitad del cobre katangueño. Si la presa era volada, una masa de agua cuatro veces mayor que la que había devastado Fréjus inundaría Kolwezi, arrasando la ciudad y sumergiendo la mina, lo cual causaría miles de muertos. Desde el principio de las operaciones militares, Kimjanga repetía: «¡Si los cascos azules prosiguen su avance, lo hago volar todo!»

Era su baza. Sin aquella amenaza, las tropas de la ONU habrían ocupado Kolwezi en cuarenta y ocho horas y todo estaría terminado hacía tiempo. Ahora bien, aquella carta, era Kreis quien la tenía en sus manos.

Tras su descalabro del año precedente y su capitulación en Kitona, el presidente Kimjanga parecía estar perdido. Sin embargo, había logrado sobrevivir milagrosamente, gracias a sus métodos habituales: mentiras, subterfugios y mala fe. Con la mano en el corazón, abriendo los ojos como un chiquillo asombrado, había proclamado que deseaba llegar a un entendimiento con los «hermanos de Léopoldville». Cantó las alabanzas de sus «queridos amigos de la ONU». Durante una ceremonia oficial se le vio cruzar el juramento de la sangre con el general Siddartha. Ambos se cortaron las muñecas y mezclaron su sangre. Después se abrazaron.

Pero Kimjanga no había cedido en ningún punto. Una vez más, sólo buscaba ganar tiempo. Luego empezó a reorganizar su ejército. Cuando lo consideró a punto, rompió con Léopoldville, afirmando que era imposible entenderse con hombres corrompidos que «no pensaban más que en circular con grandes coches americanos y beber champaña con mujeres».

Seis meses después del descalabro de diciembre de 1961, Kimjanga parecía más firme que nunca. Toda la labor efectuada pacientemente por O'Maley, y luego por Siddartha, tenía que empezarse de nuevo. Dorat había hecho en aquel entonces una breve estancia en Elisabethville. Bruscamente, se vio retrotraído a siete meses atrás. El general Nadolo, más triunfante y más estúpido que nunca, aseguraba que, en caso de ataque, los cascos azules serían exterminados. Los europeos reclamaban a gritos una nueva guerra, que esta vez sería decisiva.

Y, sin embargo, Kimjanga no tenía ya ninguna posibilidad. En Nueva York,, el nuevo secretario general de la ONU se había dejado convencer para emplear métodos contundentes y eliminar al presidente. En Léopoldville, los americanos se hacían cargo del asunto. El embajador Ferwell tranquilizó a Adoula:

—Esta vez, seremos nosotros quienes llevaremos la guerra.

Un general de la U.S. Army, encargado de una misión en el Congo, había pasado algunos días en Elisabethville. Oficialmente, estudiaba las necesidades del ejército congoleño, pero su verdadera tarea consistía en trazar el plan de campaña para la estocada definitiva.

Desde el mes de noviembre, los «Globe Masters», gigantes de la aviación americana, empezaron a desembarcar en el campo de aviación de Elisabethville camiones, blindados y cañones. Una gran parte de aquel material lucía aún la estrella blanca y, trazada con plantilla, la inscripción «US. Army, Cháteauroux».

En diciembre, las cosas se precipitaron. Como el año anterior, Nadolo había caído estúpidamente en la trampa. Había establecido acordonamientos en Elisabethville prohibiendo la circulación de los cascos azules. Los incidentes se multiplicaron. Por último, cuando tuvo su pretexto, el general etíope Ghebou, sucesor de Siddartha, desencadenó el asalto.

El 28 de diciembre, la brigada india se apoderó en cuatro horas de Elisabethville. Nada había sido previsto para resistir. Los gendarmes se desbandaron a los primeros tiros y echaron a correr para esconderse en la selva. Llamaron a los mercenarios, acantonados todavía en Kolwezi, pero cuando llegaron, la capital estaba ya firmemente defendida. Se replegaron hacia Jadotville y volaron los puentes.

Todo volvía a empezar: Kimjanga huyó a Rhodesia, pero esta vez el Gobierno de Salisbury le hizo saber que era indeseable. Se instaló con sus ministros en Kolwezi, principal centro minero de Katanga, a trescientos cincuenta kilómetros al oeste de la capital.

El día 30, los etíopes avanzaron en dirección a Kipushi, que ocuparon sin oposición.

El 31, los indios, dueños de la capital, empezaron a avanzar en dirección a Jadotville.

Los hombres de Kreis, aislados, mal avituallados, privados de información, hicieron lo que pudieron, pero eran muy pocos para contener la riada de asaltantes. Estaban constantemente bajo el fuego de los cazas a reacción suecos y etíopes. Muchos estaban hartos de aquella guerra. Dejados durante un año en la inactividad, algunos se habían relajado. La paga era abonada irregularmente. Una veintena de hombres no habían cobrado un céntimo desde hacía tres meses. De doscientos, había desertado un centenar. Fueron vistos sacando el pecho y haciendo el matón en los bares de N'Dola.

Kreis hizo avisar a Kimjanga que si el dinero no era entregado dentro de veinticuatro horas, él dejaría de combatir. Tres horas más tarde, vio llegar al jefe de gabinete del presidente, portador de una cartera de mano repleta de dólares. En nombre de Kimjanga, suplicó a Kreis que aguantase lo menos tres días. Kreis asintió con la cabeza y distribuyó los dólares.

El 3 de enero, los cascos azules entraron en Jadotville. Kreis mandó cortar los puentes al oeste de la ciudad y emprendió con sus escasas tropas una guerra de hostigamiento. El avance de los cascos azules remitió y luego cesó.

No era aquel puñado de mercenarios quienes detenían al general Ghebou. Éste tenía medios para arrollarlos en unas cuantas horas. Para él, como para Davidson, representante civil, el problema radicaba en saber si Kimjanga haría volar la presa.

Davidson compartía la opinión de Arnold Riverton. No lo creía. Según él, Kimjanga era un hombre de Estado y un hombre de negocios. Retrocedería ante un acto que arruinaría a su país. Sin contar que, destruyendo Kolwezi, perdería toda esperanza de concluir un acuerdo con Léopoldville y de continuar una carrera política en el Congo.

Pero estaba Bongo. Desde el último ataque de la ONU, un odio demencial se había apoderado de él. La presa Delcommune, la fábrica y la mina de Kolwezi se habían vuelto para él símbolo de la fuerza y de la arrogancia de los blancos. Los blancos habían venido a Katanga para robar sus riquezas y para humillarle a él, Bongo, el descendiente del gran M'Siri. Con la conformidad de Kimjanga o sin ella, lo haría volar todo.

¿Debería volar la presa, si se lo ordenaban? Hacía tres días que la pregunta obsesionaba a Kreis. Por primera vez en su vida se enfrentaba con este problema: ¿puede un soldado, sin traicionar a su palabra y sin faltar al honor militar, desacatar las órdenes que recibe?

La vida se le había antojado muy simple mientras permaneció en el orden militar. Guardaba un amargo recuerdo de su breve estancia en París, donde se había encontrado entregado a sí mismo tras haber dejado la Legión.

¿Qué haría si Kimjanga o Bongo le mandaban volar Delcommune? Todo estaba a punto. Ingenieros y artificieros «ultras» de la «Unión Minera» habían colocado personalmente las cargas. Sólo faltaba hacer un gesto y en menos de un segundo todo habría terminado. Ocho días atrás, ni siquiera hubiera titubeado.

Pero todo se había complicado increíblemente. Primeramente, Dessinges, director de la mina de Kolwezi, le citó en su despacho. Comenzó hablándole altaneramente:

—Mi querido amigo, usted conoce el valor de las instalaciones de las cuales soy responsable. No pueden ser destruidas por una orden dada a la ligera. Espero que estemos perfectamente de acuerdo: las destrucciones, supuesto que sea necesario llevarlas a cabo, sólo se harán conforme a mis instrucciones.

Kreis le paró los pies:

—Mis órdenes las recibo del Gobierno katangueño. A usted no le conozco. Si tiene algo que decir, vaya a ver al presidente.

Dessinges se ablandó:

—No se enfade. Somos un puñado de blancos en un país delirante. Debemos conservar nuestra sangre fría y trabajar juntos. Defendemos la misma causa.

—¿Está usted seguro? —preguntó Kreis—. Bongo pretende que usted traiciona a Katanga y que sólo tiene una idea en su mente: conservar sus valiosas instalaciones.

—Usted sabe que Bongo es un exaltado peligroso. ¿Cree verdaderamente trabajar para Katanga destruyendo una mina que representa la mitad de sus riquezas?

El argumento hizo vacilar a Kreis, pero no hasta el punto de disponerlo al desacato. Ahora bien, Bongo parecía muy decidido a llegar hasta el fin. Algunos días antes, Kreis había tenido con él una disputa terrible. Fue tras la entrada de los cascos azules en Jadotville. Antes de que cayera la ciudad, Kreis había recibido diez órdenes contradictorias: destruya, aguarde, hágalo volar todo...

Dellemet, director de Jadotville, le había dicho:

—No se preocupe, todo está a punto. Yo me encargo de las destrucciones.

Las instrucciones habían llegado cuatro horas antes de la entrada de los cascos azules. Kreis, que ya se replegaba hacia Kolwezi, oyó una serie de explosiones.

Tres días más tarde, se encontraba en posición de firmes delante de Bongo, que echaba espumarajos:

—¡Ha traicionado usted, es usted un canalla blanco como los demás! La «Unión Minera» le ha pagado para no sabotear sus instalaciones. Esto me lo pagará, ¡pedazo de cochino!

Kreis descargó un puñetazo sobre la mesa escritorio del ministro:

—¡Basta! ¿A qué viene todo eso? Transmití su orden a Dellemet y oí las explosiones.

—¡Dellemet le tomó el pelo! Dinamitó, para engañar, algunos transformadores y una parte de la sala de mando de la fábrica de cobalto. Todo será reparado en quince días.

Bongo reflexionó unos minutos en silencio; luego, con tono más sosegado, dijo:

—Es lo que me suponía? ¡la «Unión Minera» nos abandona! Intentan engañarnos tratando con la ONU a espaldas nuestras. Eso no debe repetirse en Kolwezi. Haga usted ocupar inmediatamente la presa y la fábrica de la «Unión Minera». Recoja todos los gendarmes que pueda encontrar en la ciudad capaces aún de empuñar un arma y póngalos a las órdenes de sus mercenarios. Eche a todos los civiles europeos y dispare contra ellos si no obedecen con la debida rapidez.

Un nuevo ataque de rabia sacudía a Bongo. Pataleaba:

—¡Los muy canallas! Voy a hacerlo volar todo, ¿me oye usted?, todo, y si Dessinges mueve un dedo, ¡lo hago fusilar!

El 12 de enero, Kolwezi, uno de los grandes centros de extracción de la «Unión Minera», ofrecía el singular aspecto de una ciudad donde un Gobierno en derrota y los restos de su ejército acuden a instalarse.

Todos los efectos de los Ministerios cabían en unas cuantas cajas amontonadas en una habitación. Los coroneles dormían en los cuartos de baño y los ministros en divanes.

Kimjanga se había instalado, con Bongo y Nadolo, en una gran villa con jardín en las afueras de Kolwezi. Enfrente, una encrucijada, y a ambos lados una calle. Nadolo mandó colocar caballos de Frisia y alambradas. Le quedaban a Kimjanga una docena de guardaespaldas y algunos gendarmes.

Kreis y sus mercenarios ocupaban, al otro lado de la ciudad, un grupo de villas en las que se habían atrincherado sólidamente. Las calles estaban cortadas con alambradas, las ventanas obstruidas con sacos terreros, y el material y las municiones almacenadas en los sótanos.

Armas automáticas estaban en posición de tiro y los vehículos al abrigo de las tapias.

Kreis seguía disponiendo de cuarenta y seis hombres, pero diez de ellos, al mando de Buscard, estaban destacados a treinta kilómetros para defender o para volar, no se sabía aún muy bien, la presa que cerraba el lago Delcommune.

El lago, de aguas muy claras, medía treinta kilómetros de longitud por quince de anchura; era alimentado por el río Lualaba, entreverado de rápidos.

Cuando Buscard se asomaba al pretil que coronaba la bóveda de hormigón, podía percibir, setenta y dos metros abajo, un arroyuelo que discurría por el fondo de la quebrada.

Un mando eléctrico permitía volarlo todo desde un pequeño edificio situado aguas arriba en la margen.

Buscard sólo tenía que apretar una palanca y los 2.300.000 metros cúbicos de agua —la mitad de la capacidad del lago de Ginebra— anegarían las minas y lo arrastrarían todo a su paso: fábricas, centrales, la presa de Marinel, ciudades y aldeas.

Antes de dejarle, Kreis, que le había conducido a la presa, le había cogido de los hombros, mirándole fijamente con sus ojos pálidos:

—Henri, tengo tanta confianza en ti como en mí. Si te doy yo mismo la orden de volar la presa, la cumples. De los otros, te ríes, tanto si es Bongo, el presidente, Nadolo, como los excitados de la «Unión Minera». No dejes que se acerque nadie, ni blancos ni negros. Todo se acabó, pero todavía nos queda esa última prenda. Vale mucho para todo el mundo. Para nosotros, es la vida salva, nuestras pagas atrasadas, la tranquilidad durante meses: para Kimjanga, quizá la ocasión de volver a empezar su circo.

»Si me apiolan, a ti te tocará decidir.

En Kolwezi reinaba el desorden. Cuatrocientos o quinientos gendarmes habían acabado por pasarse, la mayoría sin sus armas o con uniformes harapientos.

No se había previsto nada para alimentarlos ni para alojarlos. Se sirvieron ellos mismos: empezaron por saquear las casas del barrio africano y poco a poco subieron hacia la ciudad europea. Varios coches fueron robados. Cuando los propietarios intentaban recuperar sus vehículos, los gendarmes los molían a golpes. Dos mujeres europeas estuvieron a punto de ser violadas. Aterrorizados, los belgas pidieron protección a los mercenarios. Kreis, desbordado, empezó por negarse, pero luego organizó algunas patrullas que tomaron la costumbre de dar vueltas lentamente por las calles desiertas.

Los gendarmes se emborrachaban de cerveza en los bares y después desencadenaban sangrientas reyertas. Kreis dio orden de que todos los cafés cerraran a las cinco. La medida resultó, insuficiente y entonces prohibió la venta de bebidas alcohólicas.

Empezó a faltar el abastecimiento. Solía llegar de Elisabethville por carretera o ferrocarril. La «Unión Minera» envió sus camiones a buscar víveres en Rhodesia, pero los gendarmes los saquearon. Camiones enteros con su cargamento desaparecieron en la selva. Todos los europeos de Kolwezi almacenaron en sus casas un verdadero arsenal, comprado a bajo precio, a los gendarmes sedientos de cerveza «Simba». Sólo tenían una esperanza: que llegasen los cascos azules para librarles de aquella chusma.

El 14 de enero, procedente de Rhodesia, llegó a Kolwezi el director general de la «Unión Minera», Holmer van der Weyck. Tres días antes, se encontraba en Léopoldville. El jefe del Gobierno congoleño, Adoula, no le había ocultado que quería que se salvasen las instalaciones de Kolwezi a toda costa.

—Kolwezi es mi obra —había respondido Van der Weyck—. La presa fue empezada en 1950; yo acababa de llegar; las centrales, en 1953.

»Bongo me da miedo. Con Kimjanga, deje hacer a la ONU. Como todos los embusteros, cree fácilmente en las mentiras y las promesas ajenas. Mañana saldré para Luanda. De allí, iré a Kolwezi en un avión de la Compañía.

El director local de la «Unión Minera», Dessinges, fue a preguntar a Kreis si aceptaría encontrarse en la «Bonne Auberge» con una persona que tenía interés en verle.

Dessinges había adoptado el tono obsequioso de un mayordomo, y Kreis notó en seguida que esta vez se trataba de un personaje importante de la Sociedad.

La «Bonne Auberge», con sus grabados ingleses, sus sillones cubiertos de tejidos escoceses, su gran chimenea y sus trofeos de caza, se esforzaba en parecerse a todos los clubs o rest-houses de Kenya o de Rhodesia.

La cocina, afortunadamente, no era inglesa.

Instalado al fondo del bar, Van der Weyck se puso en pie a la llegada de Kreis, precedido por Dessinges. Le hizo signo de que se sentara y, a un gesto imperceptible del director general, Dessinges hizo mutis.

—No nos conocemos, señor Kreis —comenzó Van der Weyck—, pero he oído a menudo hablar de usted a mis directores o mis empleados. ¿Vino usted a Katanga con el coronel La Ronciére y Monsieur Thomas Fonts?

—Así es —dijo Kreis, estirando las piernas.

—En medio de este desorden y de esta confusión, usted, con sus hombres, sigue siendo el único elementó firme y consciente. Lo ha demostrado usted efectuando personalmente el control de la presa Delcommune.

Kreis aguardaba.

—¿Sabe usted? Pienso que Kimjanga está perdido; esta vez la secesión katangueña está aplastada. En algunas horas los cascos azules podrían ser los dueños de todo el país.

—Lo sé..., ¡pero hay la presa!

—He venido, señor Kreis, para pedirle su palabra de no volar esa presa, e incluso de defenderla.

—Sólo obedezco a quien me paga. Son los únicos que tienen derecho a darme órdenes. Si el presidente Kimjanga me ordena volar Delcommune, obedeceré..., porque obedecer forma parte de las cláusulas de mi contrato... mientras me paguen.

Van der Weyck había pensado, al venir, proponer a Kreis y a sus mercenarios una fuerte suma de dinero en dólares y francos suizos, las monedas de los mercenarios. Pero sintió, que sería una torpeza, que aquel gigante rubio tenía un concepto brutal y neto de lo que llamaba su honor y que no se dejaría comprar. Incluso arriesgaba ganarse un puñetazo en la cara.

Buscando desesperadamente los argumentos que le hubieran impedido a él, Van der Weyck, si estuviese en el lugar de Kreis, volar la presa, continuó:

—Sin reflexionar, apretará usted el botón, destruirá una de las más hermosas realizaciones de los blancos en África, simplemente porque un aventurero negro acorralado se lo habrá ordenado...

—Soy un soldado: no tengo por qué reflexionar. Todos mis camaradas en Argelia y en otras partes que quisieron reflexionar tuvieron graves contratiempos y dramas de conciencia.

—¿Ha visto usted la presa, las fábricas, las centrales? ¿Ha oído rugir los alternadores y el agua meterse en las conducciones? ¡Las tres cuartas partes de la energía hidroeléctrica de Katanga!

—Lo he visto: es hermoso. Las paredes son sólidas, las casas de los capataces y de los obreros son limpias... pero, si me lo ordenan, la presa volará.

—Hace diez años no era más que una selva infecta y quemada; la recorrí en todos sentidos con mis ingenieros. Kreis, si aprieta usted el botón, volverá a ser la selva. Si he vuelto a Kolwezi, ha sido para defender todo ese trabajo al que tengo apego. Usted lo haría desaparecer bajo algunos millones de metros cúbicos de agua.

»Por un concepto digamos, bastante primitivo del honor, arruinaría usted la economía de este país, lo arrojaría de nuevo a ese mundo pululante y absurdo de los negros, de sus delirios y de sus fetiches. Empobrecería al mundo blanco, pues es él quien disfruta y seguirá disfrutando de esas riquezas. Pero los negros, que nada habrían hecho de ellas, se beneficiarían también.

»No hemos venido a África para esclavizar de nuevo a los negros. El esclavo trabaja mal, no tiene necesidades. Por lo tanto, no rinde. Hemos venido a transformar este país inhóspito en una tierra donde los hombres, blancos y negros, puedan vivir.

«Apriete ese botón y se hace usted cómplice de todos aquellos que, como Bongo, quieren mantener las antiguas leyes, las jefaturas tribales, sueñan con un África cruel, sangrienta, xenófoba, y desean en el fondo de ellos mismos el retorno a la barbarie... porque en tiempos de esa barbarie sus antepasados eran déspotas absolutos.

—Toda mi vida he obedecido, Monsieur Van der Weyck, en Rusia en el Ejército alemán, y en la Legión Extranjera en Indochina y en Argelia.

Kreis se levantó y, de pronto, se inclinó hacia el director general:

—¿Y sabe usted por qué he decidido obedecer? Para no tener que plantearme nunca problemas de conciencia. Si empiezo a querer escoger, decidir yo mismo, quedaré cogido en un engranaje y perderé la paz. Como bien, bebo bien, duermo bien, no tengo miedo porque no he de escoger... Quiero seguir viviendo así.

Van der Weyck comprendió que había ganado: Kreis había perdido la calma. Ya no recobraría la paz, pero la presa no sería volada.

El director siguió con la mirada la silueta maciza que se deslizaba entre las mesas, y casi le tuvo compasión.

Entre los gendarmes que zascandileaban por las calles de Kolwezi, Bongo había logrado reclutar unos cuarenta de ellos pertenecientes a su tribu, los bayekes. Les procuró armas y los tenía firmemente sujetos.

La noche del 15 de enero, mandó unos treinta de ellos, encabezados por uno de sus guardaespaldas, a apoderarse de la presa y echar a los mercenarios.

Por un policía a sueldo suyo, Bongo había sabido la entrevista de Kreis y Van der Weyck en la «Bonne Auberge». Para Bongo ya no cabía ninguna duda: Kreis se había vendido. Pero, aun sin dinero, Bongo lo sabía, Kreis no habría volado la presa, porque era blanco, y la presa era una de las cadenas con las cuales los blancos tenían atada a África.

Bongo odiaba a los blancos y la presa.

Sus hombres sorprendieron a Buscard y a Felton en el transcurso de una ronda, pero hicieron tanto ruido al apalearlos que los otros mercenarios, alertados, abrieron fuego.

Los gendarmes bayekes se desbandaron en seguida, llevándose a sus dos prisioneros.

Un mercenario pudo comunicar por teléfono con Kreis y notificarle que los katangueños habían atacado la presa y que Buscard y Felton había desaparecido.

Los prisioneros, empujados a patadas y puñetazos, acababan apenas de entrar en la habitación donde estaba Bongo, cuando se encendieron faros en torno de la villa.

Tres jeeps, armado cada uno de una ametralladora 12/7, acababan de tomar posiciones en la encrucijada.

—Vete a ver —dijo Bongo a Nadolo.

El presidente Kimjanga apareció en pijama, bostezando y frotándose los ojos. Estaba cansado y de mal humor. Indicando con la cabeza a los mercenarios, atados como morcillas con hilo telefónico, preguntó:

—¿Quiénes son esos dos?

—¡Traidores, van a morir!

La guardia presidencial se retiraba en desorden hacia la villa tras haber colocado caballos de Frisia. Se oía el chasquido de los cerrojos al cargar.

Nadolo se acercó a las verjas de la villa. Kreis bajó de un jeep y se dirigió a su encuentro.

El general se sentía desazonado. Desde diciembre de 1961, cada vez que se cruzaba con Kreis había de reprimirse para no ponerse en posición de firmes. Aquella vez también tuvo que hacer un esfuerzo.

—Nadolo —gritó Kreis—, te doy cinco minutos para devolverme a Buscard y Felton, dos de mis chicos que los gorilas de Bongo acaban de hacer prisioneros. Si no han salido en buen estado dentro de cinco minutos, disparo contra la villa con tres ametralladoras.

Tres minutos más tarde, titubeando ante la luz de los faros, Buscard y Felton salían, con las ropas rotas y huellas de golpes en la cara.

En el sótano, para calmar su rabia, Bongo mataba personalmente a otro mercenario, un aviador rhodesiano que sus hombres habían traído, acusado de haber facilitado informaciones a la ONU.

Se complació en hacerlo morir lentamente, insultándolo. Luego dio orden de arrojarlo al lago Delcommune.

El rhodesiano vivía solo, apartado de los otros mercenarios, creyéndose, quizá, de una especie superior porque sabía pilotar un avión. Como no tenía amigos, nadie se preocupó por su desaparición. Dos días más tarde encontraron su cadáver: le habían arrancado los ojos. Lo enterraron en una cuneta.

A la mañana siguiente, Nadolo se presentaba en el PM de los mercenarios. El presidente Kimjanga deseaba conversar, de cosas importantes con el teniente Kreis y le pedía que fuese a verle inmediatamente.

Kreis se hizo acompañar por tres jeeps armados de ametralladoras, que tomaron, ostensiblemente, posiciones en torno a la villa. Luego, entró, pistola al cinto.

—Querido amigo —le dijo el presidente, estrechándole vigorosamente la mano—, por un lamentable error han sido hechos prisioneros dos de sus amigos. Tan pronto lo he sabido he dado orden inmediata de que fuesen puestos en libertad.

Bongo, con sus sempiternas gafas oscuras, se acercó a la ventana y levantó el visillo. Los tres jeeps estaban allí con un mercenario detrás de cada ametralladora, con la cinta colocada.

Se volvió y se dirigió hacia Kreis:

—¿Por qué no quiere usted volar la presa?

—Es inútil, y no me gusta, Excelencia.

—¿Y si el presidente se lo ordena?

—La presa no será volada.

—¿Y si nuestras tropas atacan?

—La defenderé. Por lo demás, no tiene usted ya tropas.

—¿Es usted un traidor? —terció Bongo.

Kimjanga se interpuso:

—¡Vamos, calma! ¡No se ha perdido nada todavía! Comprendo, Kreis, que tenga usted escrúpulos en destruir Delcommune, que forma parte del patrimonio industrial de Katanga y de África.

El orador se convirtió de pronto en un chalán astuto, cazurro:

—Nunca he querido que Delcommune fuese volado; es solamente una carta que quiero negociar muy cara en Elisabethville. Pero necesito de usted que sus hombres sigan fingiendo resistir en la carretera. Haga decir en todas partes que si los cascos azules avanzan, lo vuela usted todo... ¡que únicamente de mí aceptaría la orden en contra!

—¿Qué es lo que quiere usted negociar? —estalló Bongo—. Ya no hay nada que negociar. ¡Hagamos volar la presa y continuemos la guerra en la selva!

—No —dijo Kreis, dando una palmada a la funda de su pistola.

Bongo se quitó las gafas oscuras y la corbata y las pateó.

—Yo me vuelvo a la selva, con mis bayekes. Me pondré de nuevo el taparrabo y la piel de león. ¡Todos los blancos son traidores, y también todos aquellos que quieren asemejarse a los blancos!

Lo vociferó en swaelí. Dos o tres hombres aparecieron y le siguieron.

Kimjanga se volvió hacia Kreis y, como si no hubiese pasado nada, preguntó:

—Entonces, ¿estamos de acuerdo, querido amigo?

—Pero después las cosas deberán hacerse correctamente, señor presidente.

—¡Por supuesto, mi querido Kreis!

Dos horas más tarde, Kimjanga tomaba una avioneta y se posaba cerca de Elisabethville. Un coche de la ONU lo llevó de nuevo al PM de los cascos azules, en el gran edificio de hormigón de un hospital inacabado.

Davidson, el alto representante, y Ghebou, el general etíope, le esperaban.

El 17 de enero, Kimjanga firmaba su capitulación. Reconocía, una vez más, el fin de la secesión katangueña y se sometía a la autoridad del Gobierno central de Léopoldville.

Las tropas de la ONU entraron en Kolwezi el día 21. Aquella entrada habría de hacerse pacíficamente y ninguna destrucción sería efectuada.

A cambio, Kimjanga seguiría siendo presidente del Gobierno provincial. Davidson, como Brahimi, le dio a entender que su capacidad política y su experiencia le calificaban para un puesto importante en Elisabethville.

Davidson, personalmente, pensaba que ello no estaría mal, pero sabía que esta vez estaban bien decididos a quitárselo de encima.

Mintió sin esfuerzo, como sabe hacerlo un gentleman.

El 20 por la mañana, de regreso a Kolwezi, Kimjanga hizo saber a Kreis que debía replegarse durante la jornada con sus mercenarios y entregar la presa a una pequeña unidad de cascos azules que acudirían a ocuparla a las cinco de la tarde.

—Antes, ajustemos nuestras cuentas —dijo tranquilamente Kreis—. No entregaré la presa hasta que todo esté en orden.

—¿Qué significa eso?

—Pasaportes belgas para todos mis hombres, un billete de avión para sus países de origen, dos meses de paga y tres meses de anticipo.

—Lo he traído todo.

—Desde luego, señor presidente, durante esos tres meses que nos paga usted por adelantado quedamos a su disposición. Embarco el material pesado, y las armas que he almacenado en Angola. Guardo conmigo una docena dé hombres. Sé dónde encontrar a los demás y cómo hacerlos volver.

—Eso espero.

De pronto, Kimjanga soltó una gran carcajada enseñando todos sus dientes:

—¡Porque volveremos a empezar, Kreis!

—Tres meses, señor presidente... Le doy tres meses. El mismo día en que expiren esos tres meses, si la paga no es abonada, seremos libres de buscarnos otros amos.

Kreis saludó militarmente, muy tieso:

—Mis respetos, señor presidente.

Los mercenarios embarcaron a las seis de la tarde para Angola en el tren de la «Unión Minera». Llevaban consigo todo su material.

Dorat, que llegaba con los cascos azules, corrió a ver a Kimjanga. Aun antes de que Dorat abriese la boca, el presidente le espetó:

—Oiga, señor periodista, esta vez no se ha hablado mucho de Katanga en la Prensa. Cien africanos, cien negros, han sido muertos, y ni una palabra. ¡Ah! Me olvidaba de esas dos mujeres blancas asesinadas por los indios y que salieron en grandes titulares en todos los periódicos del mundo. ¡Pero eran blancas!

»Se habló de Katanga en septiembre de 1961, en diciembre de 1961, porque hubo blancos muertos o heridos. ¿No valen nada los cadáveres negros, Monsieur Dorat?

—¿Y los mercenarios, señor presidente? ¿Qué va a ser de ellos?

—¿Los mercenarios? Un detalle. Nunca han sido más que un detalle.

Saint-Cézaire, 25 de julio de 1963.

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26/05/2012