El 13 de septiembre, a las cuatro de la mañana, media compañía de gurkhas puso cerco a la Central de Correos.
Fonts fue sacado de su sueño por el ruido de los zapatones claveteados, el restallido de las culatas de los fusiles, el tintineo de las cantimploras, todo ello mezclado con órdenes ahogadas, galopadas, rugidos de motores que aceleraban, frenos que rechinaban...
Los ruidos del establecimiento de un dispositivo de acordonamiento en una gran ciudad eran, para él, familiares. Durante la Resistencia, en dos o tres ocasiones había escapado a acordonamientos de este tipo; en Indochina y en Argelia, era él quien los dirigía.
No se hacía muchas ilusiones sobre la eficacia de semejantes operaciones: siempre resultaban demasiado lentas, demasiado ruidosas, y el dispositivo, como una vieja red de pesca, siempre tenía mallas rotas.
¿Qué pescaban aquella noche?
¿Estaba él en la red, fuera de la red, era pescador o pez?
Abrió los ojos: una chica pelirroja dormía a su lado como todas las chicas, encerrada egoístamente en su sueño, la nariz en la almohada y un puño apretado sobre la sábana. La chica era Joan. Acababa de tener con ella relaciones muy agradables. El placer se había mezclado con la ternura y hasta con cierta fantasía. Pero había aquel puño cerrado. ¿Qué asía aquel puño?
¿Y aquellos ruidos de zapatones y de culatas? Comprendió de pronto que O'Maley se había decidido a pasar a la acción, que sus tropas cercaban el edificio de Correos y que otras tropas, en el mismo momento, tomaban todos los puntos estratégicos de Elisabethville: el palacio de Kimjanga, la Radio, el túnel viario.
Fonts se levantó de un salto, estuvo tres minutos bajo la ducha helada y luego despertó a Joan.
La muchacha se desperezó y apartó las sábanas. Era verdaderamente una hermosa planta, un bejuco de reflejos rojizos, vientre liso, muslos largos y ahusados, con pechos muy altos. Joan olía a pimienta y a fuego. Sus dientes eran brillantes, y su boca, carnosa.
Húmedo aún y friolento, se tendió sobre ella. Semiconsciente, ella quiso zafarse, debatiéndose y arqueando el cuerpo para rechazarle. Pero él capturó el largo bejuco, lo inmovilizó y le mordió los labios.
Las chapas metálicas de las culatas de los fusiles chocaban con el suelo; los dientes de Joan, con los suyos.
—Tienes una curiosa manera de despertar a las mujeres —dijo ella, con voz enronquecida—. ¿Qué hora es? ¿Y mi padre?
Buscó a tientas el interruptor, pero Fonts le paró la mano:
—¡Aguarda!
Un disparo de fusil acababa de romper la noche; luego, una ráfaga.
Joan notó que ya no era el mismo cuerpo que se pegaba al suyo; estaba contraído, endurecido. La mano dura de su amante estrujaba la suya. ¿Y aquellos disparos de fusil? ¿Qué estaría ocurriendo?
Un autoametralladora había tomado posición frente a la entrada principal de Correos. El capitán Dokkal, con una sección de gurkhas, avanzaba al amparo de una galería porticada. El general Siddartha le había encomendado tomar el edificio. Estaba loco de agradecimiento por su jefe, que le había apoyado contra todos los blancos, los de la ONU y los otros.
Cuando el coronel Degger le interrogó, Siddartha había exigido que fuese en presencia suya. En el comedor de oficiales, lo colocó ostensiblemente a su lado.
El general Siddartha era un gentleman, a cuyas órdenes era halagador servir.
Tres gurkhas emplazaron un fusil ametrallador. Dokkal oyó meter el cargador y amartillar el cerrojo.
Los gurkhas, como todas las buenas tropas, como las drogas, y los sikhs, conocían su oficio. No era menester perder tiempo en vigilar el cumplimiento de las órdenes. Dokkal estaba orgulloso de tener a su mando una tropa semejante. El cielo se aclaraba.
Dos soldados katangueños aparecieron en la explanada de Correos, fusil en mano. Dokkal notó que llevaban el ridículo uniforme abigarrado que los franceses habían puesto de moda y también la boina: pero no una boina azul, sino amaranto.
Llamó con un gesto al intérprete que tenía cerca y le repitió por dos veces lo que debía decir para que no cometiese ningún error.
Éste se llevó el megáfono a la boca y empezó en swaelí:
—Soldados katangueños, la ONU no tiene intenciones hostiles para con vosotros. Somos vuestros amigos. No disparéis. No venimos a combatir. Avisad a vuestro oficial que venga a verme.
Al mismo tiempo, Dokkal y el intérprete se apartaban descubriendo a los dos gurkhas tumbados detrás del fusil ametrallador.
Otros tres katangueños que llevaban el mismo uniforme se juntaron a los dos primeros. Uno de ellos habló. Quizás era un oficial, o bien un suboficial, o bien el mandamás de la pandilla.
—Si sois amigos, ¿por qué venís con autoametralladoras y fusiles? Queréis quitarnos nuestras armas. No nos arredraremos. Somos pará-comandos y sabemos combatir.
Dokkal se acercó a pecho descubierto, seguido del intérprete con el megáfono bajo el brazo:
—¡Di que su jefe venga hacia mi!
El intérprete tradujo:
—El comandante de la ONU dice que no quiere causaros daño. Sólo quiere parlamentar entre jefes para que se llegue a un entendimiento.
Del lado katangueño, gesticulaban y vociferaban.
Dokkal se impacientó. Tenía por consigna mostrarse conciliador pero firme, tomar Correos, darse prisa y, si era necesario, no dudar en emplear la fuerza.
«Ya verá usted —había dicho Siddartha—, los katangueños quedarán sorprendidos y se rajarán. Pero si hacen remilgos, entonces pegue fuerte. Se dispersarán como una bandada de gorriones.»
El capitán indio cogió del brazo al intérprete y con su fusta le indicó a los katangueños.
—Dígales que tengo órdenes y que debo ocupar Correos. Que salgan con sus armas colgadas del hombro. Si resisten, me veré obligado a disparar.
El intérprete empezó a traducir.
Un katangueño le interrumpió:
—Ése nos habla agitando su garrote como un blanco que quisiera apalearnos, a nosotros, los pará-comandos.
Sobreexcitado, uno de sus camaradas encaró su «Fal» y disparó un tiro suelto, y luego una ráfaga. Alcanzado en el pecho y en la cabeza, el capitán Dokkal cayó, mientras el intérprete huía a todo correr, tirando el megáfono.
El capitán Dokkal pensaba que había estado muy correcto, que ni siquiera un oficial británico de la «Guard» hubiera puesto ningún reparo a su actitud.
Detrás de él, el fusil ametrallador abrió el fuego por ráfagas de cuatro o cinco tiros, bien sueltos, como prescribe el reglamento. Los gurkhas eran, en verdad, una tropa excelente. Dokkal apretó más fuerte su fusta y luego la soltó.
Los pará-comandos, cogidos en aquel tiro rasante, se desplomaban unos encima de otros como bolos.
El autoametralladora soltó dos cañonazos sobre el portal de Correos. Un autoametralladora desgranó lentamente una larga ráfaga. Los katangueños replicaban desde los huecos de puertas y ventanas. Profiriendo gritos prolongados, los gurkhas se lanzaron al asalto. Estallaron las primeras granadas.
Eran las cuatro y diez.
Fonts corrió a la ventana y Joan, envuelta en una sábana, le siguió. Temblaba de frío y de miedo.
—Empieza el baile —dijo Fonts.
Escuchó con atención los disparos y las ráfagas de fusil ametrallador:
—O'Maley todavía no ha ganado. Los katangueños se pegan al terreno.
—O'Maley, Kimjanga, la ONU y Katanga, allá se las compongan entre ellos, Thomas. Eso ya no es cuenta tuya.
Como si no hubiese oído nada, Fonts se dirigió hacia el teléfono, llamó a la Presidencia, que estaba comunicando, y luego a Gelinet.
—¿Quién es el estúpido que me despierta a estas horas? —mugió el belga, furioso.
—Fonts... ¡El follón acaba de empezar en la Central de Correos!
—¿Qué estás diciendo? ¿Has vuelto a empaparte en el «Mitsouko»?
—Los pará-comandos y los gurkhas se están zurrando. Hay cañonazos.
La voz de Fonts era tajante:
—Por el momento, no hagas nada con tus chicos, pero avísalos a todos. Que se reúnan en tu casa, pero que vayan uno a uno escondiendo sus armas para no hacerse coger por las patrullas de la ONU.
—¡Vaya, hombre!
—Alerta a Pérohade... Que él despierte a Dorat. Dorat pondrá sobre aviso a todos los demás periodistas. Esto forma parte de los reflejos de la profesión. ¿Qué hora tienes?
—¿Todavía no tienes reloj? Las cuatro y cuarto.
Fonts marcó otro número, pero Joan, que había vuelto a su lado, puso la mano sobre el aparato:
—Te he dicho qué eso ya no era cuenta tuya.
Fonts apartó la mano y llamó a Musaille. Su voz vibraba de excitación:
—¡Cochina marmota de auvernés, ya vuelves a estar con una puta! El follón acaba de empezar... Sí, en Correos. Debes prevenir inmediatamente a París y Brazzaville. Tienes enlaces. Despierta también a Ligget... ¡Salisbury debe ser alertado inmediatamente!
»No, no ha empezado demasiado mal. Diríase que Kreis ha hecho buen trabajo con sus pará-comandos: no se achantan. ¿Te sorprende? A mí también.
Cogió sus pantalones y su camisa y empezó a atarse los zapatos.
Joan le miraba; la sábana que la cubría cayó al suelo.
Fonts levantó la cabeza y vio que ella estaba furiosa:
—¿Qué te pasa?
—¿Adónde vas, Thomas?
—A dar una vuelta. ¿No oyes? Los disparos arrecian. ¡Escucha! Los pará-comandos lanzan granadas defensivas. El ruido es más seco, más silbante que el de las O.F.[18]. A causa de los cascos de hierro colado. Por tanto, los gurkhas han llegado a tomar contacto. Tratan de ocupar Correos y los otros les arrojan granadas desde las ventanas.
—Thomas, quédate aquí conmigo. Cuando todo ese ruido se haya calmado, saldremos juntos. Tomaremos el primer avión para Europa.
Fonts ya no la escuchaba:
—Fíjate, el cañón del autoametralladora empieza de nuevo. Los gurkhas retroceden.
Sacó una pistola de un cajón, se la puso en la cintura, con el cañón bajo el pantalón, y cogió a Joan por los hombros:
—Espérame en esta habitación, sin asomar demasiado la nariz por la ventana. Te telefonearé dentro de un rato y vendré a buscarte. ¿De acuerdo?
Joan le rechazó:
—¡No! Si te vas, no volveré a verte nunca más, ¿me oyes?
—¿Qué te pasa ahora? ¡Qué complicadas sois las mujeres!
—¿Te burlas de mí o eres un inconsciente? Bastan unos cuantos tiros de pistola para que te olvides de todo lo que acaba de pasar.
—Pero, ¿qué es lo que acaba de pasar? ¡Oh! Oye, no tengo tiempo. Discutiremos más tarde. ¡Están matando a mis compañeros!
—¡Tus compañeros! Los barbudos de carnaval, los terrores de tasca. ¿Te necesitan?
Gritó y prosiguió:
—¿Y yo? Me cuentas toda una noche que ya no podrás vivir sin mí, y tres horas después estás dispuesto a abandonarme en plena revuelta. Pero, ¿por quién me has tomado?
—Escucha, codorniz mía, ¡estás empezando a chincharme! Esta mañana tengo otra cosa que hacer que ocuparme de tus pequeños líos. Tendremos tiempo de sobra más tarde.
—¡Vete tú solito a salvar Katanga! Vete a hacer el cow-boy... ¡Cuidado que eres grotesco! Eso quizá maraville a las chicas que sueles frecuentar, las putas, las camareras del «Mitsouko».
—Hacen bien el amor, y después no dan la lata a los clientes.
—¡Lárgate, pistolero de pacotilla! ¡Lárgate en seguida!
—Hasta luego.
Fonts encendió un cigarrillo, soltó la primera bocanada y desapareció dando un portazo.
Joan, echada en la cama, sollozaba de rabia y arañaba las sábanas:
«Como en un filme policiaco malo —repetía—. Hay de todo, las sábanas húmedas, la pistola, el cigarrillo. ¡Y yo, Joan, que acabo de portarme como una chica para un gángster! Sólo faltaba el par de bofetadas. No es cierto: soy Joan Riverton, diplomada en Yale... Los chicos, antes de salir conmigo, me mandaban una orquídea, aunque tuviesen que comer perros calientes el resto del mes.
»Ese cochino hombrecillo se abrocha los pantalones y, para darme las gracias, dice: "¡Me estás chinchando!" Es increíble. Pero, ¿dónde he leído yo eso? No había necesidad de hacerme tanta comedia: "Compañeros que mueren." ¡Esos hombrecillos latinos se tornan fácilmente ridículos! Ahora comprendo por qué en América del Sur siempre están en revolución: para abrocharse los pantalones e impresionar a las mujeres.
En la «Villa des Roches», O'Maley, de pie ante el general Siddartha, con las manos cruzadas a la espalda, se esforzaba por guardar la calma. Habían oído claramente los dos cañonazos. El general colgó el teléfono:
—Es en Correos, Sir. Tienen allí una sección de pará-comandos que se defienden. Los pará-comandos es lo mejor que tienen... Pero son una compañía escasa, ciento cincuenta hombres todo lo más.
Hizo castañetear los dedos.
—Dentro de una hora, mis gurkhas los habrán liquidado, al mismo tiempo que a Kimjanga y su pandilla.
«Cuando despunte el día, ya no habrá secesión katangueña. Acabamos por donde hubiéramos debido empezar. Han matado al capitán Dokkal.
—Lo siento mucho.
—Un pobre pequeño capitán indio de piel muy atezada. No tiene importancia, ¿verdad?
Furioso, O'Maley se volvió hacia Siddartha, que seguía sentado junto al teléfono.
—¿Y qué ocurre en los demás sitios?
—Nuestra acción se desarrolla normalmente. Son las cuatro cuarenta. Los suecos, conforme a las consignas de usted, deben de haber cercado el palacio de la Presidencia, la villa de Bongo y la de los otros tres ministros. Tienen orden de detener a Bongo y a los tres ministros a las cinco. Mis gurkhas están en la Radio. Los irlandeses, en Información y Seguridad. No hay más que esperar.
—¡Es larga la espera!
—Esperó que esta vez no permitirá usted a Kimjangá que se nos escurra de los dedos como después de «Ponche al ron».
—Esta vez sacudiré pronto y fuerte: exigiré inmediatamente a Kimjanga que notifique por Radio el fin de la secesión katangueña. Una hora después, lo meteré en el avión de Léopoldville.
—Tal vez no sea tan fácil como usted cree.
—Una vez liquidados esos pará-comandos, que probablemente están encuadrados por mercenarios, el resto del ejército abandonará a Kimjanga. Los gendarmes están hasta la coronilla de sus discursos, de las paradas, de los campos de instrucción. Lo que quieren es la paga, cerveza y no dar golpe; sobre todo, no combatir.
»El coronel Degger, que ha realizado un sondeo, se lo dirá. En lo que respecta a Kimjanga, nada más sencillo: no tiene ya a nadie con quien contar. Los mandos belgas han vuelto a Bélgica, los mercenarios están dispersados y él tiembla de canguelo.
—Todavía le dará más canguelo ir a Léopoldville.
—Le garantizaré que estará bajo la protección de la ONU. Más aún, que conservará el cargo de jefe de Gobierno provincial.
—¿Cree usted que podrá conservarlo?
—Ese problema incumbe a Léopoldville. Lo sugiero..., nada más.
—Pero, ¿se lo prometerá usted?
—¡Cuántas veces él me ha hecho promesas que no ha cumplido!
A las cuatro cuarenta, el presidente Kimjanga llamó por teléfono. Siddartha pasó el aparato a O'Maley.
—Pero, bueno, ¿qué ocurre? —preguntó el presidente.
Con tono muy oficial, que disimulaba mal su júbilo, O'Maley le respondió:
—La ONU acaba de pasar a la acción. Correos y la Radio han sido ocupados. Bongo y tres ministros de usted están detenidos. Su residencia está cercada.
—Me dicen que hay muertos.
—Es posible. Lo siento.
—La ONU comete un crimen al atacar sin motivo a un pueblo inerme.
La voz se hizo conciliadora, casi lacrimosa:
—Dé la orden de alto el fuego y examinemos juntos la situación: siempre estoy dispuesto a negociar.
—Señor presidente, el tiempo de los aplazamientos ha pasado. Esta vez, las Naciones Unidas están decididas a ir hasta el fin. Le pido que ordene a las escasas tropas que todavía luchan que depongan las armas. De lo contrario, serán aniquiladas. Luego, pronunciará usted una alocución por la Radio anunciando oficialmente que la secesión ha terminado. Dentro de tres horas, tomará usted el avión para Léopoldville con objeto de iniciar negociaciones con el Gobierno central.
—No quiero ir a Léo; allí me matarían.
—Si acepta usted nuestras condiciones, puedo asegurarle que su seguridad estará garantizada por nuestras tropas. El secretario general de las Naciones Unidas estará en Léopoldville dentro de algunas horas. Le espera a usted. Quiero una respuesta inmediata: ¿sí o no?
O'Maley oía en el aparato la respiración ahogada del presidente, ciervo acosado, un ciervo vicioso y astuto que no lloraba, sino que buscaba desesperadamente un medio de escapar.
—Entonces, continuamos, señor presidente. El general Siddartha está a mi lado: espera mis órdenes.
—Dése prisa —gruñó Siddartha—. ¡La puntilla!
—¡Está bien! Las operaciones prosiguen.
—Deténgalas, señor alto representante. Acepto sus condiciones.
O'Maley triunfaba:
—Sabía que era usted razonable, señor presidente. Para su propia seguridad, le ruego se instale unas cuantas horas en mi CG. Le mando un coche con dos blindados. Dé usted inmediatamente orden de alto el fuego.
—Tengo su palabra de honor. ¿Me garantiza mi seguridad personal?
O'Maley puso la mano sobre el micro y se volvió hacia Siddartha:
—Está derrumbado: un verdadero guiñapo.
Quitó la mano:
—Le doy mi palabra, señor presidente.
Apenas el representante de la ONU había colgado el teléfono cuando Siddartha, con voz pausada, daba sus órdenes a un comandante indio que acababa de entrar:
—Tome dos «bañeras» y mi coche personal. Vaya a buscar a Kimjanga. Ande con cuidado al llegar a la Presidencia; el palacio está cercado por los suecos. No vayáis a tirotearos como la última vez. Tráigame a Kimjanga, y de prisa. No discuta con él. Sí es necesario, sacúdale un poco. Quiero que esté aquí dentro de media hora.
O'Maley protestó:
—Es inútil. Verdaderamente no vale la pena.
—En lugar de un comandante, debí haberle mandado un sargento —dijo Siddartha—. No se merece más.
A las cinco, continuaban los combates en Correos. Bongo había desaparecido, así como otros dos ministros. Únicamente Evariste Kasingo estaba bajo llave. Protestaba con mucha vehemencia e invocaba la Liga de los Derechos del Hombre. Ignoraba que no estaba hecha para él.
Mientras tanto, se notaba una gran agitación en el campamento Massart, ocupado por la gendarmería katangueña.
A las cinco y cuarto, las dos «bañeras» y el coche del general Siddartha regresaban sin Kimjanga.
—¿Qué es lo que pasa? —gritó Siddartha, perdiendo su flema.
Insultó en hindi al comandante, que temblaba como una hoja sacudida por el viento y farfullaba:
—Cuando hemos llegado al palacio, nos han disparado.
—¿Los suecos?
—No había ningún sueco en torno al palacio; sólo la guardia presidencial.
—Entonces...
—Hemos replicado con algunas ráfagas de ametralladora; la guardia, una docena de tíos, se ha rendido en seguida. Pero el presidente no estaba. Hemos registrado todo el palacio.
—Continúe.
—Un criado nos ha dicho haber visto a Kimjanga que se marchaba precipitadamente en el coche de un europeo. Iba en zapatillas y pijama, con un impermeable encima.
El comandante aguardó y, como no le preguntaban nada más, saludó y salió.
O'Maley se había puesto pálido. Agarró el respaldo de una silla y, muy despacio, recalcando cada palabra, dijo:
—General, el plan «Morthor» debía comenzar con el acordonamiento de la Presidencia: era el punto capital. Usted me dijo que la Presidencia estaba cercada: los suecos no están allí y Kimjanga se ha largado en pijama.
Estalló:
—Pero, ¿qué puñeta ha hecho usted?
El rostro de Siddartha había cobrado un color ceniciento:
—Anoche, por escrito y bajo sobre lacrado, di mis instrucciones al coronel Oste, comandante del batallón sueco. Para mayor precaución, el mensaje estaba en clave, y además era el único. El batallón sueco debía terminar su acordonamiento a las cuatro de la mañana, antes de que Correos fuese atacado.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tal vez el comandante Oste no aprobaba el plan de usted.
—¿Cómo?
—Señor alto representante, usted no ignora que el coronel Oste, al igual que ciertos oficiales europeos de la ONU, no tiene una postura demasiado clara en ese asunto. Él coronel Oste ha dado repetidas veces muestras de indisciplina. No ocultaba su simpatía por algunos de nuestros adversarios más encarnizados. Usted sabe que veía frecuentemente a ese francés, el coronel La Ronciére. Se habían conocido en un cursillo de la Escuela de Guerra.
—Para defenderse, Siddartha, se atreve usted a insinuar...
—No insinúo nada, cito hechos. Pregunte al coronel Degger. Claro que también él está bastante mal informado y comparte secretamente las simpatías del coronel Oste.
—Continúe.
—El coronel Oste, así como varios oficiales... irlandeses, siempre me ha parecido más inclinado a los mercenarios blancos de Kimjanga que a sus aliados indios de la ONU. Se lo había advertido a usted. No me hizo caso. Esta guerra hubiera debido ser conducida por hombres de color. Una vez más, los blancos tienen tendencia a tratarse con miramientos entre sí.
—No perdamos el tiempo en chácharas también nosotros. Ajustaremos nuestras cuentas más tarde. Por el momento, lo esencial es atrapar a Kimjanga. Si se larga, estamos fastidiados. Yo cargaré con toda esa historia, pero usted también.
—¡Encontrar a Kimjanga! Está ya a resguardo en Rhodesia. Kipushi no dista más que treinta y cinco kilómetros de E'ville. Basta media hora para plantarse allí.
—Encuéntreme a Kimjanga y cite inmediatamente al coronel Oste[19].
A las cinco y media de la mañana, Thomas Fonts ¡ llegó a la barriada africana al volante del coche de Perisson. A su lado, malhumorado, sin afeitar, el presidente Kimjanga se mordía los labios sin cesar.
«Las mejores jugadas —pensó Thomas— siempre se hacen por azar.»
Todavía estaba asombrado de su suerte.
Cuando dejó a Joan para ver lo que pasaba, por prudencia salió del edificio por el garaje. Los tiros arreciaban en la plaza de la Estrella.
En seguida se preguntó qué demonios debía pasar en la Presidencia, seguramente rodeada por un cordón de tropas.
Fonts se deslizó bajo los porches del «Hótel Léo II», cruzó la avenida de la Estrella, corriendo agachado y temiendo a cada paso ser alcanzado por una ráfaga. Pero los cascos azules sólo parecían interesarse en los pará-comandos de Correos.
Saltando de jardincillo en jardincillo, llegó ante la tapia que cerraba la trasera del parque de la Presidencia.
Una cabeza de soldado katangueño con casco asomó al otro lado de la tapia.
—¿Dónde está el presidente? —preguntó Fonts.
—El presidente duerme. Y tú, ¿qué haces?
Fonts, sin insistir más, bordeó la tapia, sin dejar de correr y se presentó ante el puesto de guardia, donde una veintena de hombres con el casco ladeado, se agitaban blandiendo sus armas.
—Los de la ONU van a atacar —decía uno.
—Quieren matar a nuestro presidente. ¿Dónde están las granadas?
Fonts mostró su salvoconducto, que no interesó a nadie, cruzó el palacio desierto y subió al primer piso, donde estaba el apartamento de Kimjanga.
«Algo incomprensible se ha producido —pensaba Fonts—. Un agujero en la red, allí donde las mallas deberían ser más prietas. ¡Maldita sea, menuda jugada hay que arriesgar!»
Empujó la puerta del apartamento: Kimjanga acababa de colgar el teléfono. Abatido y presa de pánico, con un pijama de seda rosa abierto sobre su torso poderoso, ponía bonitos ojos de niño a quien el mundo entero se complace en maltratar.
—¿Qué es lo que no funciona, señor presidente? —preguntó Fonts.
—Todo está perdido, mi querido amigo. LA ONU ataca en todas partes. Matan a mis soldados y yo estoy prisionero en la residencia.
—¿Prisionero de quién?
—De la ONU, por supuesto. Los cascos azules sitian mi palacio y O'Maley envía una escolta a buscarme... Luego me manda a Léopoldville.
—¿Hace mucho rato de ese telefonazo de O'Maley?
—Precisamente cuando llegó usted.
Fonts se dio cuenta de que no tenía delante más que un pelele sin resorte: Kimjanga sólo deseaba rendirse.
No era el primero de este tipo que había visto. Raros son los hombres que, detentando el poder y todas sus ventajas, habituados a que funcionarios y cortesanos pululen a su alrededor, no se derrumban cuando de repente se encuentran solos.
Fonts reflexionó rápidamente:
«La verdad es que tengo mucha suerte. ¿Por qué? Luego lo veremos. Cuando se juega al póquer, no hay que preguntarse el porqué se tienen cuatro ases en la mano. Se reenvida.
»El tío Kimjanga está completamente deshinchado. Lo que es ése, bate todos los récord. Sin embargo, tengo que sacarle en seguida de aquí con su pijama rosa.
»No me quedan más que cinco minutos... y el fulano no tiene ganas de moverse de su diván. ¿Cómo animarle? Palabras... y, si no valen, ¡patada en el culo! ¡Fallar una jugada semejante! ¡No me lo perdonaría en la vida!»
—Señor presidente, no se ha perdido nada. Su palacio no está cercado.
—¿Cómo?
—Lo estará dentro de cinco minutos. Sus tropas resisten magníficamente. Vengo de Correos. No puede usted abandonar la lucha cuando están matando a sus soldados.
—¿Qué quiere usted que haga? Tal vez en Léopoldville mi amigo Kasavubu...
—Kasavubu se lo cargará a usted..., como usted hizo con Lumumba.
—Yo no fui, yo no quería...
—Yo, Fonts, me cisco en Lumumba. Sólo me interesa una cosa: dentro de cuatro minutos tenemos que haber salido del palacio.
»Le llevaré a la barriada africana; allí estará usted en seguridad. Luego, ya veremos.
—Primero tengo que reflexionar.
—Ya no queda tiempo.
Fonts le hizo levantar.
—Vámonos en seguida.
—¿Y mi ropa?
Fonts entró en la habitación contigua, donde encontró un impermeable claro que echó sobre los hombros a Kimjanga.
—¿Está usted listo?
—¿Y mis zapatos?
—¡En marcha!
Tirándole del brazo, Fonts le hizo bajar corriendo las escaleras. Kimjanga se dejaba arrastrar. Estaba harto de todas aquellas aventuras. O'Maley le había dado palabra de honor de que su vida no corría peligro y hasta que podría conservar sus funciones.
Él, que nunca mantenía su palabra —una palabra de honor no es más que un principio de palabreo—, no podía, al parecer, imaginar que un representante de la ONU, un blanco, pudiese dar muestras de doblez como él.
Aquel hombrecillo moreno, por el contrario, le arrastraba hacia aventuras. penosas, quizá peligrosas.
Trató de defenderse, y se detuvo al pie de la escalera agarrándose a la barandilla:
—Déjeme, todo eso no sirve de nada. Su coronel La Ronciére me prometió que la ONU no atacaría. ¿Qué ha hecho la ONU? Siempre pasa lo mismo con vosotros, los blancos. De no ser vosotros, me habría entendido con Léopoldville. Entre bantúes, siempre conseguimos solucionar pacíficamente nuestros problemas.
Fonts palpó su pistola.
«¿Lo acogoto o no? Pero, si le acogoto, habrá que llevarle a cuestas: ochenta y cinco kilos de carne inerte. Y si me ve un centinela, me gano un balazo. ¡Perderlo todo a causa de la estupidez bantú...!»
Dispararon una ráfaga cerca de las verjas. Fonts vio en ello su última oportunidad:
—¡Son los gurkhas! Se lo cargarán a usted aquí mismo.
Kimjanga tuvo miedo, soltó la barandilla y recobró el uso de sus piernas. Siguió a Fonts, que cruzaba el parque corriendo, y no tuvo siquiera necesidad de su ayuda para escalar ta tapia, que medía sus buenos dos metros.
Despertado por las ráfagas de armas automáticas, Perisson, contable de los «Establecimientos Premiot-Garnier y Cía.», droguería, productos químicos y quincallería, miraba desde su ventana abierta a los dos hombres que saltaban como ladrones de la tapia de la Presidencia.
Uno de ellos era un negro en pijama, y el otro un blanco sin afeitar, que le gritó al caer de la tapia:
—¿Es suyo el coche que está frente a la casa?
—Sí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—¡Tíreme las llaves!
—¿Está usted loco?
Fonts escaló la verja del jardincillo del chalet, se sacó la pistola y apuntó a Perisson:
—¡Las llaves, o te pego un tiro!
«Con seguridad eran ladrones que habían tratado de robar en la Presidencia.» Pero Perisson tenía más apego a su vida que al coche que, por lo demás, pertenecía a la empresa. Arrojó el llavero.
Perisson vio al energúmeno que le había amenazado agarrar del brazo al africano en pijama rosa, meterlo en un asiento y arrancar a toda velocidad.
No era ningún robo, sino un secuestro. Durante los períodos agitados es conveniente mantenerse al margen de este tipo de cosas. Perisson renunció a su primera idea: llamar a la Policía. Dentro de poco, pasaría por la comisaría para dar cuenta del robo de su coche. Mientras tanto, volvió a acostarse.
Fonts, conduciendo con una mano, tocó con la otra la pierna del presidente:
—Estamos salvados, entramos en la barriada africana. Está usted fuera de peligro. ¿Adonde vamos?
—No lo sé.
—¿Por qué no a casa de Bongo? Conozco su choza; quizá tengamos noticias suyas.
—Yo también tengo una choza, como dice usted. Tome por la derecha..., ahora a la izquierda. Es ahí.
Un viejo criado, que hubo que despertar a patadas en la puerta, acudió a abrir.
La choza del presidente Kimjanga era una casa modesta, quizás un poco mayor que la de Bongo, y que al menos tenía teléfono.
En la planta baja, en la gran sala, un enorme frigorífico. Kimjanga fue directamente hacia él y lo abrió. Estaba lleno hasta los topes de botellas de cerveza «Simba». El presidente tendió una botella a Fonts, y tomó otra.
En la pared, retratos de Kimjanga y algunas litografías baratas: «El cántaro roto», de Greuze, y «Puesta de sol en la bahía de Nápoles».
Los sillones eran modernos, de tubo metálico y plástico de colores chillones. La mesa era de enea, pero pintada también de un color llamativo. Todo ello era feo, de grandes almacenes baratos. No obstante, el presidente parecía más a sus anchas en aquella choza que en su palacio.
Tiró las zapatillas en medio de la estancia:
—¿Podría usted, Monsieur Fonts, exponerme la situación?
«Toma, ha recobrado el resuello», pensó Fonts.
—Me ha hecho usted correr, Monsieur Fonts. Ahora me gustaría saber adónde vamos.
—A Rhodesia, señor presidente. A Kipushi, en la frontera.
—¿Qué voy a hacer en Kipushi? Si abandono Katanga, estoy perdido.
—Se convierte usted en un símbolo..., el general De Gaulle en Londres...
Kimjanga se irguió en su sillón: se sentía mejor.
—Nada está perdido —continuó Fonts—; al contrario, tal vez podamos ganar la partida.
—Mi ejército no me parece bastante fuerte para resistir.
—El problema no es solamente militar, sino político. Cuando llegue a Kipushi, convocará usted en seguida a la Prensa. Dirá a los periodistas que los cascos azules le atacaron sin motivo, precisamente en el momento en que estaba usted dispuesto a entablar negociaciones con Léopoldville.
—¡Indiqué a O'Maley que me negaba a ir a Léo!
—A ir, pero no a negociar. Insistirá usted sobre su deseo de llegar a una solución pacífica. Cuando las balas silban en las calles, siempre es bueno hablar de paz.
»Al mismo tiempo, dará usted orden a todas sus tropas de que sigan resistiendo. Por mi parte, me encargo de los mercenarios y de los voluntarios europeos.
—Es usted muy amable, pero todavía no estoy en Rhodesia.
—Es fácil arreglarlo.
Fonts cogió el teléfono y llamó a John Ligget:
—Señor cónsul... Sí, aquí Fonts. ¿Que eso va mal? ¡No tan mal! Kimjanga se les ha escurrido de las manos. Tengo justamente a mi lado a una persona cuya seguridad es muy valiosa y que necesitaría cruzar la frontera... ¿Me llamará usted dentro de diez minutos? ¡Perfecto! Éste es mi número...
El presidente se acercó de nuevo al frigorífico y sacó otra, botella de cerveza.
—¿Cree usted —preguntó— que John Ligget ha comprendido que se trataba de mí?
—Puedo asegurárselo. ¿Quién manda en el ejército katangueño? El oficial africano, por supuesto.
—Precisamente estábamos examinando en Consejo designar para ese puesto...
—¿Cuál es el oficial de mayor graduación?
—El coronel Nadolo.
—¿No tienen más que a ése? Trataremos de echarle mano.
—¿Dónde se encuentra el coronel La Ronciére?
—No tardaremos en tener noticias suyas.
—La ONU es más fuerte que nosotros. ¿Qué espera usted hacer?
—Ganar tres días para que cunda la reacción en el mundo entero. Dentro de tres días, Katanga pasará a los ojos de todos como un pequeño país mártir, salvajemente atacado... y sin razón, puesto que usted quería negociar, por un poderoso ejército que pretende ser una fuerza de paz. Katanga, con sus escasas fuerzas, se defiende contra el agresor... Si Katanga se defiende, es porque existe como nación. ¡La prueba de sangre!
»Luego, ya veremos.
—Todo eso es muy bonito, Monsieur Fonts, pero yo estoy encerrado aquí y la ONU pronto hallará las señas de mi residencia... africana.
Sonó el teléfono: era Ligget:
—Voy a recoger personalmente a nuestro amigo. Es lo más sencillo. En seguida estoy ahí.
Kimjanga se iba sosegando poco a poco, sobre todo desde que sabía que el cónsul de un gran país como Inglaterra se ocupaba de su destino. Con tono amistoso, por supuesto, pero que restablecía las distancias, creyó conveniente dar las gracias a Fonts:
—Querido amigo, en estas horas dolorosas ha salvado usted a Katanga y a su presidente. Se ha ganado nuestra gratitud eterna. No lo olvidaremos.
«La gratitud de un jéfe de Estado que uno ha visto en mala postura —pensaba Fonts—, ¡eso sí que es insólito! Cuando se sienta mejor, Kimjanga me mandará a la porra..., como los otros. Pero lo que no me quitarás, compadre, es lo que me he divertido: ¡esa galopada de un presidente en pijama rosa...!»
—Muchas gracias, señor presidente; su agradecimiento personal me basta. Ahora habría que buscarle ropa.
—Tengo aquí algunos trajes.
En la habitación contigua, en el fondo de la cual había un gran armario empotrado, veinte trajes aguardaban en perchas. Los cajones estaban repletos de camisas de seda, corbatas, calcetines de hilo, zapatos...
El presidente se vistió con el mayor esmero, y en traje azul cruzado, camisa de seda blanca, corbata a lunares y zapatos de charol recibió a John Ligget, asomando a sus labios una triste sonrisa de mártir de buena familia.
—Le creía más abatido —hizo notar Ligget a Fonts—. Tiene buen temple, el tío.
—No, es la indumentaria.
—¿Cómo?
—Ha cambiado de traje como una mujer de vestido. Cuando ha telefoneado usted, estaba derrumbado.
—Muy interesante. Lástima que tengamos demasiada prisa para comentarlo. ¿Por qué los suecos no acordonaron la Presidencia? ¿Ha sido usted?
—No. ¿Y usted?
—Tampoco.
Cada cual se fue por su lado, Ligget con el presidente, y Fonts a lo suyo, tan convencidos uno como otro de que su interlocutor había mentido.
A las seis de la mañana, las tropas indias se apoderaron de Correos. Desde la ventana del estudio de Fonts, Joan presenció algunas escenas horribles: los gurkhas arrojaron por las ventanas del último piso a pará-comandos heridos que fueron a estrellarse en las losas de cemento. Tres veces oyó el ruido sordo de los cuerpos. Vio cómo un oficial indio remataba a un herido de dos balazos seguidos en la cabeza.
Joan quedó tan sobrecogida que olvidó su violento altercado con Fonts y la manera innoble en que éste se había portado.
Cuando, por fin, la llamó, le contó el final de los pará-comandos, antes de significarle otra vez que no quería volverle a ver.
—Mando a Pérohade a buscarte en coche. Te llevará a tu casa. Aguarda en el portal.
—¡Te detesto!
—¡Y yo te adoro! No quiero que te ocurra nada.
Colgó.
Al abandonar la «residencia africana» del presidente, Fonts, no sabiendo muy bien adónde ir, se había dirigido al «Mitsouko». Despertó a Pérohade y se hizo servir un café: la cerveza se le atragantaba.
Imaginaba toda suerte de planes, tan aventurados unos como otros, que en seguida rechazaba.
—Escucha —dijo por fin al periodista-hotelero—. Has oído el telefonazo... Vas a buscar a Joan en mi escondrijo, y mientras la llevas a su casa le tiras de la lengua. Ha visto a los gurkhas arrojar por las ventanas unos pará-comandos heridos y un oficial indio que remataba a un herido.
»Una vez hayas dejado a la chica, sirves la historia calentita a Dorat y los otros periodistas. Están todos en el «Léo II» y probablemente despiertos.
»Sobre todo, no digas que es Joan quien ha presenciado la escena.
—Sin embargo, resultaría un boom sensacional: ¡la hija del cónsul norteamericano ha visto desde su ventana rematar a los heridos katangueños!
—El oficio de periodista cala hondo. Pronto serás tan asqueroso como Dorat. Sólo que esta ventana era la mía. Así es que, inventa. Por lo demás, otras personas han debido ver la escena desde sus casas.
»Luego, te vas corriendo a casa de Gelinet.
—Debe de estar engrasando su fusil..
—Le calmas, a él y a ese alegre equipo que debe reunírsele. Cita a mediodía en la barriada Kenya, en casa de Bongo. Agrupa a todos los tíos que puedan servir para algo. Por mi parte, me voy al campamento Massart, a ver qué hacen las valientes tropas katangueñas.
—No dan golpe: charlan.
—Es preciso que hagan algo.
Fonts asombraba a Pérohade.
Aquel hombrecillo, cínico y atrevido, sabía jugarse el pellejo en los golpes más arriesgados, como con los balubas, y no pregonarlo. Era capaz, asimismo, cuando todo se venía abajo, de improvisar un plan, aprovechar la ocasión inesperada y explotarla acto seguido. Secuestrar a Kimjanga en pijama ante las barbas de la ONU. Utilizar, para su propaganda, a una chica tan guapa como Joan, a la cual debió haber jurado amor eterno para acostarse con ella... Pensar en todo al mismo tiempo y estar fresco, reposado, bromear con Nathalie, encontrar el café malo, ¡y mangarle cinco mil francos! Aquella miniatura era un ciclón.
Fonts sólo se encontraba a sus anchas en lo imprevisto y en medio del peligro. Olvidaba en seguida sus dificultades, sus desalientos, la vejez que se avecinaba y el vacío de su existencia. Olvidaba a Joan. Ya no la necesitaba. Al reencontrar de nuevo su droga, su mente se volvía más clara, sus gestos eran precisos; desbordaba de excitación, de buen humor, de camaradería.
Perpetuo seductor, esta vez seducía a los hombres como si fuesen mujeres, y ello le resultaba mejor, quizá porque era menos sincero con ellos y los utilizaba con propósitos muy concretos.
Antes de marcharse al acampamento Massart, recordó a Pérohade:
—Los periodistas... Quiero que trabajen a fondo para nosotros. Ellos son nuestro ejército. El resto es camelo. Les dirás que me veré con ellos esta tarde.
—¿En casa de Bongo?
—¿Estás chalado? Si les dices dónde estoy vendrán a jorobarme todo el santo día. Sin contar que la ONU sabría al cabo dé dos horas dónde se encuentra nuestra P.M. Pongamos, a las dos de la tarde, en tu trastienda.
«Quiero que todos los periódicos del mundo vayan mañana llenos de cadáveres, de heridos rematados.
—Todos tragarán. Pero, ¿cómo enviar los textos, si Correos está tomado?
—¡Apáñate, amigo mío! Requisa cacharros. La primera estafeta de Correos bien equipada está en N'Dola, Rhodesia. Son cuatro horas, yendo de prisa. Haré avisar a los rhodesianos por Ligget para que el telégrafo funcione toda la noche. Tú organizas una lanzadera de dos coches diarios con N'Dola. Que tus amigos meen su texto y tú te las arreglas para que lleguen a destino.
—¿Es todo?
Fonts se frotó las manos.
—Sí, monada, es todo por el momento. Y prepárate a no dormir mucho durante los próximos días.
La Ronciére no sabía ser feliz pero, durante una semana, conoció algo que se aproximaba a la felicidad. Olvidando su inquietud, sus celos, dejó de hacer preguntas para correr a caballo con Jenny, navegar a vela, pescar, olvidar África.
En la mañana del 13 de septiembre abrió la radio, oyó jazz y luego una aburrida conferencia sobre la cria del tilapia. El tilapia no entraba en sus preocupaciones presentes. Por fin, hubo las informaciones. La voz sin inflexiones del locutor decía:
—Violentos combates acaban de tener lugar a las cuatro de la mañana en Elisabethville entre las tropas de la ONU y las fuerzas katangueñas. Se registraron numerosos muertos. El presidente Kimjanga ha abandonado su residencia. Según las últimas noticias, los combates arrecian en la capital katangueña.
La Ronciére telefoneó a Smith, quien le dijo sencillamente:
—Un avión le espera en Zemba. Le dejará en Kipushi. Buena suerte. La necesitará usted.
Fonts llegó al campamento Massart a las diez de la mañana. El campamento estaba situado entre el barrio africano y la ciudad europea. Era un grupo de cuarteles que formaban un cuadrilátero de un kilómetro de lado, cercado por una gran tapia. Mil quinientos hombres recibían allí una instrucción militar de otra época.
Fonts había circulado por calles desiertas. Ya no se oía un tiro, como si la resistencia hubiese cesado. Pero a la entrada del campo fue acogido con gritos. Un centinela, sin dar el alto, disparó sobre su coche. Sólo tuvo tiempo de abandonarlo y saltar a la cuneta.
Entonces, una decena de energúmenos, a través de las verjas desde lo alto dé los muros, soltaron sobre el «403» ráfagas de fusil-ametrallador, dejándolo como un colador.
Cuando el ruido se hubo calmado, Fonts avanzó hacia las verjas, siempre al amparo de la cuneta. Llegado a algunos metros, gritó:
—No tiréis, soy amigo. Me envía el presidente Kimjanga.
Un gendarme replicó:
—Si tú, amigo.,., ¡manos arriba! Acércate.
Fonts avanzó despacio, brazos én alto, amenazado por veinte fusiles empuñados por veinte negros a la par frenéticos y muertos de miedo.
¡Cuando pienso que cualquiera de esos salvajes, según su humor, el estado de sus nervios, o porque un compañero le azuza puede terminar en este país de saínete con la carrera del pequeño Fonts!
»¡Son más de mil detrás de esos muros, con un verdadero arsenal, y tiemblan de canguelo porque ven venir a un blanco!»
Los gendarmes, a través de la verja, le pidieron los papeles, pero no querían que bajase los brazos para sacarse la cartera.
Entonces, exasperado, Fonts se puso en jarras deliberadamente:
—¿Dónde está el oficial que manda el campamento?
—No está aquí —respondió un gendarme, contoneándose.
—¿Y su ayudante? ¿Un oficial cualquiera?
—No hay oficial, jefe.
El gendarme se tambaleó y se agarró a la verja para sostenerse. Fonts se dio cuenta entonces de que la mayoría de ellos estaban borrachos.
Otro se acercó, arrastrando su fusil:
—¡Hay cien muertos en Correos!
Otro:
—Nos largamos. La ONU viene con tanques.
Toda aquella gentuza blandía armas y botellas de cerveza, vociferando que la culpa era de los blancos, que había que matarlos a todos, porque eran ellos quieres hacían la guerra a los pobres negros.
Un oficial apuntó con su fusil a Fonts:
—¡Lárgate, aquí no queremos blancos! ¡Lárgate o te mato!
Sin hacerse de rogar, Fonts salió pitando. El techo de su coche estaba agujereado y los cristales rotos a balazos, pero el motor aún funcionaba. Arrancó en tromba, acompañado de algunos disparos de fusil.
«Nada que hacer con ellos —se decía—; ni un oficial en el campamento. Sólo puedo contar con los blancos para salvar, a Kimjanga y su régimen. A los negros les trae sin cuidado.»
Abandonó el coche en una calle lateral y subió rápidamente a su cuarto. La puerta estaba entornada. Él esperaba encontrar unas letras de Joan. Nada. Sólo la cama deshecha, y colillas de cigarrillos manchados de carmín. La ventana había quedado abierta, sobre Correos. Los cadáveres de los pará-comandos habían sido retirados, y los gurkhas habían tomado posiciones sobre el tejado. Todo estaba en silencio. En la avenida Royale, un civil, un belga cincuentón, avanzó hasta el bordillo de la acera. Titubeaba como un pájaro que va a salir del nido. Un paso adelante, un paso atrás. De pronto, muy tieso, sin mirar, bajó a la calzada. Desde el tejado de Correos, un gurkha disparó y el hombre se desplomó. Girando sobre sí mismo, buscaba el refugio de la acera. El gurkha disparó por segunda vez y el cuerpo ya no se movió.
«Malo —pensó Fonts—. Esos canallas de gurkhas disparan ahora contra cualquiera. Sus oficiales deben de haberles dicho que todos los blancos van armados. Estoy atrapado en este cuartucho, no es cuestión de darse un garbeo. El cacharro, en el estado en que se encuentra, me haría localizar en seguida. Y a pie, ¡ni hablar! Bastaría que un gurkha me encontrase de su gusto, o que topase con una patrulla, para que me echaran el guante.
»¿Qué demonios puede pasar en esta cochina ciudad? ¿Qué tiene en su poder la ONU? ¿Qué hacen los otros?»
Echó mano a la guía telefónica. Él tenía un plano de la ciudad en el bolsillo. Con la guía sobre las rodillas, comenzó a hojearla:
«Monsieur y Madame Birotton, avenida Saio, 232. Está enfrente del túnel viario. La carretera pasa bajo el ferrocarril y va al campamento indio. Esto puede ser interesante.» Marcó el número:
—¿Oiga, Monsieur Birotton?
—No, Madame...
La voz era distinguida y alargaba las vocales.
—Aquí el MIR.
—¿El MIR...? ¿Cómo dice usted? —El Movimiento de Resistencia.
—¡Ah! ¿Como en las octaaa... villaas?
—Eso es.
—¿Es usted el coronel Alain? Todos estamos con usted. Es horrible lo que pasa. Muertos en todas partes. Giséle... sí, ya sabe usted, Madame Gigoule, me ha dicho que fusilaban a los gendarmes prisioneros.
—De acuerdo. Desde su ventana, ¿ve usted el túnel viario?
—Estamos en el piso cuarto: se ve todo, pero es un poco ruidoso. Muchas veces he dicho a mi marido: «Héctor, deberías...»
—Se lo dirá a Héctor otra vez. Lo que me interesa es el túnel...
—Pero, caballero...
—Queremos salvar a Katanga, ayúdenos.
Fonts, irritado, se disponía a colgar. Hizo un postrer esfuerzo:
—¿Qué hay en el túnel?
—Muchos soldados... blancos.
—¿Cuántos?
—Unos treinta de este lado. Del otro, no veo bien, pero hay camiones parados bajo el túnel, y dos de esa especie de artefactos, pintados de blanco, como camiones de lechero.
»Veo también dos de este lado. Los cascos azules han hecho casitas con sacos de arena y luego, encima, han puesto unos de esos grandes fusiles con cartuchos de esos que están ensartados como salchichas, unos después de otros.
—Muchas gracias, Madame. Volveré a llamarla. Vigile bien todos los movimientos. Cuente los vehículos que entran en la ciudad. Distinga bien los camiones, las «bañeras» y los autoametralladoras.
—¿Auto qué?
—Ametralladoras. Son tanques, pero con neumáticos muy grandes. Anote todo eso en un cuaderno. Volveré a llamarla. ¡Taaanto gustooo, Maa...a...dame!
En diez telefonazos, Fonts se enteró de que, además de Correos y el túnel, los cascos azules se habían fortificado en el Lido, y en «Clair Noir», P.M. de Siddartha.
Supo también por un ex combatiente muy excitado que dos «bañeras» y un autoametralladora habían tomado posición frente a la «Villa des Roches», residencia de O'Maley.
Investigando acerca de lo que ocurría en la Radio, topó con Fournier, el adjunto de O'Maley.
—¿Monsieur Van Emmelrich?
—No. ¿Quién está al aparato?
—Aquí el MIR.
—¿Cómo?
—Sí, hombre, el MIR. ¿No has oído hablar de él?
—¡Oh, sí! A menudo. Aquí Fournier, adjunto civil del alto representante de la ONU.
—Me han dicho que eres francés, ¡pedazo de basura! ¿No tienes miedo de que irnos compatriotas vayan a darte el paseo?
—Es difícil por el momento: os la cargaríais. Ocupo la Radio y...
—Gracias por el informe, es lo que quería saber. ¡Hasta pronto, atontado!
—¡Hasta pronto, Thomas Fonts!
A mediodía, unos treinta blancos se hallaban reunidos en la choza de Bongo. No había ningún africano.
Se carecía de noticias del ministro del Interior; se sabía solamente que éste; avisado muy avanzada la noche, sólo tuvo tiempo de huir de su casa y refugiarse en su tribu, los bayeke.
Una docena de hombres se habían agrupado en torno de Gelinet, el atronante cervecero. El pequeño Ravetot y dos delegados de la «Unión Minera» flotaban entre el grupo Gelinet y el de Kreis, quien había reunido una docena de mercenarios, entre ellos Buscard, el ex brigada de «parás» y los tres legionarios del campamento de Chiko.
Muy apartado, otro grupo de paisanos, incómodos en sus ropas: los oficiales belgas reunidos en torno del capitán Gersaint, que se habían negado a acatar las órdenes de repatriación.
Fue menester toda la vehemencia de Gelinet para llevarlos a la reunión. Formaban un islote hostil.
Fonts estaba apoyado en una pared, al lado de Pérohade.
El coronel La Ronciére salió de la habitación y acto seguido tomó la palabra:
—Señores, hace dos horas me encontraba en Kipushi, donde tuve una conversación con el presidente Kimjanga, ahora refugiado allí. Nos pide que hagamos todo lo posible por salvar a Katanga y me ha dado plenos poderes para organizar la resistencia. Veamos lo que podemos hacer.
—Un momento, señor...
El capitán Gersaint recalcó lo de «señor» y se acercó a La Ronciére:
—Mis camaradas y yo somos oficiales del Ejército belga. Hemos aceptado, a instancias de Monsieur Gelinet, asistir a esta reunión. Pero ni por un instante cabe suponer que nos pondremos a las órdenes de usted.
—¿Puedo saber cuál es la razón?
—Su deseo de eliminar a los belgas de este país, sus métodos... Le consideramos responsable de lo que pasa hoy.
—¡Absurdo! Si hubiesen ustedes comprendido un poco mejor cómo debe conducirse una guerra subversiva, cómo se adiestra a un ejército, cómo se orienta a una población, ahora seríamos algo más que un puñado de hombres.
Fonts intervino:
—No nos hemos reunido en esta choza para crear un mando unificado con Estado Mayor, organigrama, planes de acción...
La Ronciére le cortó secamente la palabra:
—Sin embargo, sería sumamente necesario.
—Se ve, Jean-Marie, que no estás muy al corriente de la situación. No tenemos tropas ni enlaces, ni vehículos ni transmisiones; sólo algunas armas individuales y muy pocas municiones. Cada cual actúa como puede, en el desorden.
—¡Estamos perdidos!
—No. Ese desorden es el que nos salva. Podemos estar en todas partes y en ninguna, como una nube de mosquitos. La situación de la ONU no es tan buena como parece. No sé por qué los cascos azules no explotan su éxito de la mañana; pierden un tiempo precioso. Diríase que vacilan en lanzarse a una verdadera operación militar.
»Es el momento de pegar rápidamente, en todas partes a la vez.
—Somos treinta —hizo observar Pérohade.
—Sí..., pero, tú mismo me lo has dicho, han disparado sobre los convoyes de la ONU. ¿Quién ha disparado? Ninguno de los que estamos aquí. Por lo tanto, hay gente que está con nosotros. Basta con saber quiénes son.
»Señor capitán belga: en un fregado semejante, nos trae sin cuidado la jerarquía y la prelación. ¿Acaso puede usted entrar en el campamento Massart?
—¡Desde luego!
—Bueno, pues yo no lo he conseguido.
—Porque los gendarmes no le conocen.
—¿Los gendarmes le seguirían a usted y a sus compañeros?
—Seguro.
—Para ustedes, los belgas, todo lo que sea tropas africanas...
«Le propongo organizamos en pequeños grupos de comando, cuatro o cinco hombres a lo sumo, cada grupo provisto de un bazooka o de una ametralladora montada sobre un jeep.
»Los grupos trabajan independientemente unos de otros y eligen su objetivo según la ocasión. ¿Qué podemos hacer? Hostigar las posiciones de la ONU y atacar sus convoyes. Aislar sus diferentes posiciones y cortar su línea principal de comunicación desdé el aeródromo. Sobre todo, hay que meterles miedo. Por eso debemos ser muy móviles. Aparecer en un lugar, disparar y largarse hasta un kilómetro de allí. No dude en implicar a los civiles en el golpe. Están totalmente con nosotros. Disparen desde sus casas; ocupen los tejados. Antes de que los otros se pongan a cubierto, repliquen y registren los edificios, vosotros ya estaréis lejos. Lo que hace falta es que dentro de veinticuatro horas la ONU tenga la impresión de que diez mil hombres están dispuestos a hacerse matar sin moverse de Elisabethville.
»Una última cosa: obrad de manera que siempre haya ataques de noche. No tenéis más que hacer un turno. Hay que impedir a los cascos azules que duerman. Cuando no hayan dormido tres noches seguidas, no estarán frescos.
—Unas palabras, mi general —pidió La Ronciére.
—¡No vas a mostrarte tan susceptible como los belgas! ¡Ah, esta gente de carrera!
—Debemos prever dos o tres operaciones bien montadas, espectaculares. En cuanto al resto, estoy de acuerdo contigo: una nube de mosquitos. Pero, antes, dos o tres puñetazos bien colocados.
—Un momento —dijo el capitán Gersaint—. El plan, es decir, la ausencia de plan de Monsieur Fonts me parece la única solución. Golpes de mano que cada cual monta a su guisa, y dos o tres operaciones más espectaculares. Es todo lo que podemos hacer. Pero, ¿con qué objeto? ¿Adonde queréis ir a parar? No podemos esperar ningún auxilio militar del exterior. No tenemos reservas. Es poco probable que los franceses o los ingleses vengan a lanzarnos en paracaídas armas y municiones.
—Nuestra intención no es hacer la guerra —explicó La Ronciére—, sino, ante todo, meter ruido para alertar a la opinión internacional, seguir haciendo ruido hasta que provoquemos una fuerte reacción de los Gobiernos inglés y francés. Ustedes saben que ambos Gobiernos son hostiles a toda intervención armada de la ONU. Los franceses, a causa de las posesiones de ultramar que les quedan, y los ingleses a causa de las Rhodesias, de Kenya.
—¿Qué harán los rhodesianos? —preguntó Pérohade.
—Pasarnos armas y municiones. Sir Roy Welensky está dispuesto incluso a enviarnos tropas si hay necesidad. Por este lado, tengo seguridades formales.
—Pero —repitió el capitán Gersaint—, ¿adónde quieren ustedes ir a parar?
—Si podemos aguantar una semana, el secretario general de la ONU estará obligado a hacer marcha atrás.
—¡Nunca podremos aguantar una semana!
—Podemos intentarlo.
—Aunque esta vez la ONU se raje, empezará de nuevo dentro de tres meses.
—Soy de su parecer, mi querido camarada. No habremos verdaderamente ganado si no obtenemos la evacuación de todas las tropas de la ONU.
—¿Cree usted en ella?
El pequeño Ravetot estimó conveniente echar su cuarto a espadas:
—Los cascos azules son una bandada de gorriones. Unos cuantos tiros y levantarán el vuelo.
—Como en Correos —hizo observar Fonts—. ¡Basta de hablar! Que cada cual haga lo que pueda, que se las apañe como pueda. Gelinet con su grupo, el capitán Gersaint con el suyo y los gendarmes que pueda arrastrar consigo. Cavilo una pequeña expedición para el amigo Kreis.
«Digamos que volveremos a vernos mañana... Cuando podamos y donde podamos.
La estancia, cargada de humo, se vació lentamente. Un joven de treinta y cinco años, con los ojos muy juntos como suelen tener los gorriones, y de aire tímido y fingido, se presentó a La Ronciére. Tenía un acusado acento belga:
—A la orden, mi coronel. Soy el teniente de reserva Berthot, del Ejército del Aire belga.
—Bueno, ¿y qué?
—Piloto uno de los dos «Fouga-Magister» que Francia ha entregado a Katanga.
—¡Dispense! ¿Francia ha entregado «Fouga»? Esto yo lo sabría. Soy el consejero militar del presidente. Él me lo habría dicho.
Fonts la gozaba:
—Nuestro Kimjanga es un aficionado a los tapujos. Le gusta tener secretos para todo el mundo.
—¡Es inimaginable!
—Es de negros.
—Berthot, ¿cómo han venido esos «Fouga»?
Berthot pareció extrañado:
—En cajas, mi coronel. Hace tres semanas, por el ferrocarril de la «Unión Minera» que termina en Angola. ¡Y lo que me costó recuperarlas! El tipo de la «Unión Minera» no quería entregármelas. Decía que me hacía falta un papel firmado por Pimuriaux.
—¿Qué diablos tiene que ver con eso Pimuriaux?
—Fue él quien hizo comprar los «Fouga» y me contrató con un equipo de mecánicos. Le conocí en casa del presidente. Decía que tenía una combina con Francia, y precios interesantes.
Fonts silbó:
—Si lo entiendo bien, nuestro Justin no se ha ido sin pasta en el bolsillo.
—Entonces, ¿usted comprende? —continuó Berthot—. A un piloto que no tiene avión le toman el pelo. De todos modos, con los compadres hemos logrado birlarles las cajas a la «Unión Minera», y hemos montado un «Fouga».
La Ronciére le atajó brutalmente:
—¿Qué porras quiere usted que hagamos con su «Fouga»? Un reactor que hace setecientos kilómetros por hora es una carretilla. Como es un avión de adiestramiento, no está armado.
—Es que, verá usted..., con los compadres le hemos metido dos ametralladoras y cuatro cohetes. Y parece que se aguanta.
—Los cazas de la ONU os derribarán en cinco minutos.
—La ONU no tiene cazas; sólo aviones de transporte.
—¿Dice usted?
—¡Ni un caza!
—¿Cuánto tiempo necesita para llegar a Kolwezi?
—Cinco horas por carretera.
—Demasiado tarde para intervenir hoy. Pero mañana por la mañana, a hora temprana, empiece por rociar el aeródromo. Luego, paséese sobre la ciudad. Haga unas cuantas pasadas rasantes sobre Correos, el PM de la ONU y el campamento indio.
—Si veo un avión de la ONU que quiere aterrizar, ¿lo derribo?
La Ronciére dudó:
—No. El riesgo es demasiado grande. Destruya aviones en tierra. Para los demás, ráfagas, pero al lado. Tendrán miedo, darán media vuelta y harán cundir el pánico en Léopoldville.
—De todos modos, prefiero eso, mi coronel.
Saludó, llevándose la mano a su sombrero de paja, y salió.
—Y ya nos tienes con aviación —comprobó Fonts—, porque Justin Pimuriaux necesitaba hacerse con un poco de comisiones y ese buenazo de Berthot tenía ganas de volar...
»Almorzamos en casa de Gelinet. Allí te hablaré de un golpe que he imaginado cariñosamente, con Kreis y su equipo.
Desde el inicio de «Morthor», la casa de Gelinet parecía más un puesto de mando de guerrilleros que la residencia de un pacífico cervecero. Las cocinas funcionaban todo el día: servían en todo momento bocadillos y cerveza. Gelinet era totalmente feliz, pegaba berridos que no asustaban a nadie y daba órdenes que todos se guardaban muy bien de cumplir.
Fonts se llevó aparte a La Ronciére y Kreis:
—A las dos, veré a los periodistas. Les contaré camelos, desde luego; quizá me escuchen. Pero, a las tres, O'Maley da su conferencia de Prensa en la «Villa des Roches». Seguramente le escucharán. La «Villa des Roches» está defendida por dos «bañeras» y un autoametralladora.
»Kreis, me gustaría que durante esa conferencia de Prensa te las compongas para demoler el autoametralladora o las «bañeras».
—Tengo dos bazookas con diez obuses de carga hueca. Acaban de sacarlos. Estaban enterrados en el jardín.
—¿Y los hombres?
—Buscard y mis legionarios. Gente de fiar. Puedo conseguirlo.
—¿A las 15.15?
—¡Conforme!
La Ronciére felicitó a Fonts, no sin un poco de amargura.
—Estupendo. Máximo efecto psicológico. He de reconocer que en la improvisación das pruebas de una especie de genialidad. Pero, ¿y luego?
—¿Luego? Tú tienes los dados, Jean-Marie.
Gelinet había girado el mando de la radio y echaba espumarajos de rabia.
En swaelí, el locutor de Radio Katanga anunciaba que el presidente Kimjanga se había personado en la ONU y que daba orden a sus tropas de detener y desarmar a los oficiales europeos y a los mercenarios.
Tradujo a La Ronciére:
—¿Se da usted cuenta? ¡Esos canallas...!
—¿Y eso qué más da, mi querido Gelinet?
—Bien se ve que desembarca usted en África. Todos los gendarmes oyen la radio y creen todo lo que les cuenta.
»En este momento, el capitán Gersaint y sus oficiales tratan de hacerse con ellos de nuevo. Puede que los maten.
—No hay más que volar la Radio.
—Es fácil decirlo.
—Yo me encargo de ello. Kreis, búscame a tres o cuatro tipos para que se vengan conmigo... y cargas de plástico. Ya que no podemos ocupar la Radio, es mejor volarla.
Fonts le cogió del hombro:
—Poco a poco, Jean-Marie, vas despertando. Te van a armar un follón en esta ciudad. Gelinet, ¿sacas tu whisky?
»¡Brindo por el desorden, el barullo, todo lo que asombra, mete ruido, por la gran juerga que nos vamos a correr, por el mieditis que les meteremos a esos caras desteñidas de suecos y a esos caras grises de indios!
La conferencia de Prensa de O'Maley empezó con algunos minutos de retraso. Se esperaba al general Siddartha, que debía llegar con las últimas noticias.
Antes de entrar en la «Villa des Roches», los periodistas tuvieron que trasponer parapetos en zigzag de sacos terreros y alambradas. La presencia del auto-ametralladora y las dos «bañeras» les recordó enfadosamente que la operación «política» con la cual les habían dado la lata tendía a la guerra.
Los reporteros de Televisión habían emplazado sus cámaras, los radiorreporteros sus micrófonos, y los fotógrafos retrataban a O'Maley, muy nervioso.
Por fin apareció Siddartha, con fusta bajo el brazo. Se inclinó hacia O'Maley, le murmuró algo al oído y luego fue a sentarse.
—Señores —dijo O'Maley, con voz que se esforzaba en aparentar tranquila—, les he convocado para hacer con ustedes un examen de la situación.
»Esta mañana, a las cuatro, las fuerzas de las Naciones Unidas han pasado a la acción en aplicación de la resolución del Consejo de Seguridad de fecha 21 de febrero. A las siete y media han sido alcanzados todos los objetivos, sin que nuestras tropas hayan encontrado resistencia seria. Actualmente, la calma ha vuelto a la ciudad, donde las fuerzas de la ONU están dispuestas a cooperar con las autoridades locales a fin de garantizar la seguridad de la población.
Pérohade intervino sin dejar que O'Maley continuase:
—¿Garantizar la seguridad de la población? ¡Pero si vuestras tropas instaladas en Correos disparan contra la gente que se arriesga en la plaza! Esta mañana, dos paisanos han sido muertos cuando intentaban entrar en una farmacia.
—¡Eso es falso! —exclamó Siddartha—. Mis hombres sólo han disparado para defenderse. Han replicado al fuego de un mercenario que les hostilizaba desde el Consulado de Bélgica.
—¿Cómo que es falso? Yo estaba allí cuando los dos paisanos fueron muertos. No iban armados. Le repito que iban a comprar medicamentos en la farmacia.
Un gigantesco rhodesiano preguntó:
—A las diez, una ambulancia ha sido ametrallada por los suecos. ¿Cómo lo explica usted?
—La ambulancia transportaba a un mercenario armado con un bazooka. Ha atacado un coche blindado, y la ambulancia ha quedado destrozada por un tiro de réplica.
—¿Puede usted mostrarnos la ambulancia con el bazooka?
—No. Los mercenarios la evacuaron inmediatamente.
Dorat:
—Hace cinco minutos que no para usted de hablar de mercenarios. ¿A quién tiene usted enfrente: a soldados katangueños o a mercenarios?
—Los katangueños se han rendido casi en seguida, salvo cuando estaban bajo el mando de mercenarios.
—¡Eso es mentira! —gritó Decronellé, con voz estridente—. Correos estaba defendido por una sección de pará-comandos katangueños que lucharon hasta el fin. Los gurkhas remataron a los heridos que aún vivían arrojándolos al vacío por encima de la azotea.
Siddartha se levantó:
—Le prohíbo a usted... ¡Miente! Es una provocación.
O'Maley intervino:
¡Señores, por favor, un poco de calma! El hecho es cierto: en el combate de Correos han tomado parte mercenarios. La población civil de Elisabethville y las autoridades katangueñas deberían comprender que corren un grave peligro permitiendo que los mercenarios prolonguen el combate. En esta clase de operaciones es difícil evitar accidentes. Si se producen, los civiles no podrán sino achacarlos a sí mismos.
Pérohade:
—¿Quiere usted decir que es normal para las tropas de la ONU emprender operaciones militares contra la población civil?
O'Maley:
—Repito que las tropas de la ONU no han entrado en acción sino tras haber agotado todos los medios de solucionar el problema pacíficamente. Actúan en aplicación de una resolución votada por el Consejo de Seguridad.
Dorat:
—Dice usted que la secesión katangueña ha finalizado. ¿Qué piensa de ello el presidente Kimjanga?
—El presidente Kimjanga ha aceptado todas nuestras condiciones. Admite que la secesión debe terminar y está dispuesto a declararlo por Radio.
—¿Le ha visto usted?
—He hablado con él por teléfono esta mañana, a las cuatro y media. Entonces ha manifestado su aceptación.
—¿Y luego?
—Espero al presidente de un momento a otro.
Dorat notaba que O'Maley perdía pie. Con voz queda, continuó:
—Radio Brazzaville ha anunciado a las catorce horas que Kimjanga se había refugiado en Kipushi, en territorio rhodesiano, y que lanzaba un llamamiento a la resistencia total.
O'Maley dudó un instante. Por último, se lanzó:
—He oído hablar de esa noticia, que no está confirmada por nuestro Servicio de Información. Es posible que al presidente le hayan engañado y que sus consejeros europeos quieran empujarlo a un acto irreflexivo. Espero —sonrió, como si estuviese enterado de todo—, tengo buenas razones para pensar que el presidente se dará cuenta de que proseguir la resistencia sería una locura. Dominamos perfectamente la situación. Las tropas katangueñas, gran parte de las cuales dista de ser adicta al régimen, ha depuesto las armas. Nuestra superioridad material es abrumadora...
—¡Los nazis eran los más fuertes —gritó Decronelle—, pero no pudieron vencer a la Resistencia!
—Haga el favor de expulsar a ese señor —dijo simplemente O'Maley.
Siddartha intervino con violencia, golpeando la mesa con su fusta:
—¡La resistencia katangueña está rota! Si nuestras tropas por casualidad son atacadas, sea por mercenarios o por civiles europeos, tomaré medidas brutales.
—Rehenes, ¿verdad? —preguntó Spencer, de la «Associated Press».
O'Maley no tuvo tiempo de intervenir.
El primer obús de bazooka estalló en plena mitad de la «bañera» de la izquierda. Se oyó primero un ruido sordo y luego brotó una enorme llama. El segundo obús sólo causó daños en la otra «bañera», cuyos ocupantes, suecos, abandonaron corriendo.
El autoametralladora disparaba ráfaga tras ráfaga. De pronto, voló. Tras un momento de estupor, los fotógrafos se precipitaron, hacia las ventanas y, al abrigo de los marcos, sacaban instantáneas.
Lejano al principio, el ruido de una sirena de ambulancia se acercó hasta tornarse desgarrador, insoportable.
O'Maley estaba pálido. Dorat se acercó a Siddartha:
—¿Está rota la resistencia katangueña?
—Sólo es cuestión de tiempo... y de medios.
Kreis había avanzado hacia la «Villa des Roches», a pie, agachado, escurriéndose por los jardines. Iba en cabeza. Detrás de él, Buscard con el bazooka, luego un legionario que llevaba cinco obuses atados con una correa, y, cerrando filas, otro legionario que los cubría con un fusil «Fal».
A cuarenta metros de las «bañeras» y del auto-ametralladora, se pusieron al abrigo de una tapia.
Kreis avanzó reptando y luego hizo signo a Buscard de que se acercara con el bazooka.
Un joven sueco, sentado en la torreta, detrás de sus ametralladoras emparejadas, leía el periódico. Otros comían raciones.
Ni un soplo de aire. La bandera de las Naciones Unidas colgaba como un harapo de su asta. Uno de los legionarios sacó los obuses de sus cajas de cartón.
Kreis puso la mano sobre el hombro de Buscard:
—Empiezas disparando a la primera «bañera».
—¿Por qué no al autoametralladora?
—No desde aquí. Tu obús penetraría en la sala de conferencias. Está llena de periodistas.
—¿Y a nosotros qué nos importa?
—No estamos haciendo la guerra, Henri, sino la guerra psicológica. Es lo que Fonts y el coronel no paran de repetir. Son las órdenes. Disparas a la segunda «bañera»... Tomo tu artefacto, avanzo diez metros y me cargo al autoametralladora.
—Estarás a descubierto.
—El tiempo de disparar es un instante.
—¡Hala, a ti te toca!
Buscard disparó los dos primeros obuses, mientras Kreis, agachado a su lado, asía el tercer proyectil. Se apoderó del bazooka, lo cargó, apareció al otro extremo de la tapia y, poniéndose en pie, muy tieso, con el bazooka apoyado en el hombro, tiró pausadamente, como en un ejercicio, apuntando a la juntura de la torreta, cuyas ametralladoras disparaban sin cesar. Luego, soltando el arma, echóse cuerpo a tierra en un arriate.
Para volver atrás cada cual tenía que arreglárselas, aprovechando la confusión general.
Uno de los legionarios, herido en las piernas, iba a ser cogido por una patrulla de indios, pero esperó a sus perseguidores con una granada a punto y se hizo volar con ellos.
Cundió el rumor de que los mercenarios nunca se dejaban coger vivos, lo cual aumentó el miedo y la confusión en las filas de la ONU.
—Mis gurkhas lo habrían rematado —dijo un poco más tarde Siddartha a O'Maley.
—Pero ha sido el mercenario quien se ha cargado a sus gurkhas.
O'Maley estaba furioso contra sí mismo, pues se sentía orgulloso del coraje de aquel desecho humano, porque era un blanco, como él.
El ataque a la Radio estaba previsto para las 17 horas.
La Ronciére había querido un golpe de mano rápido: ocupar el edificio algunos minutos, el tiempo de colocar las cargas de plástico, y largarse corriendo.
A las 16.30, fueron a avisarle que ya se luchaba en la Radio. El capitán Gersaint acababa de atacarla con treinta africanos.
Las emisiones en swaelí habían desmoralizado a todas las tropas del campamento Massart. El viejo Gelinet tenía razón: aquella forma de propaganda en lengua indígena era muy difícil de combatir.
Los gendarmes habían maltratado a un oficial belga. Gersaint era valeroso: sin ser condescendiente, siempre se había mostrado justo; era el único oficial que conservaba todo su prestigio ante sus hombres.
Sentía avecinarse el motín. Ya se imaginaba a los mil quinientos gendarmes completamente borrachos desparramándose en la ciudad y matando a los blancos como los amotinados de Thysville. Thysville era una mancha en el honor del Ejército belga: no tenía que haber otra. Él, el capitán desertor, sabría impedirlo y daría, al mismo tiempo, una lección al arrogante coronel francés y a aquel revolucionario profesional sin leyes y sin tradiciones que era Fonts.
Gersaint consiguió arrastrar consigo a treinta hombres, los metió en un viejo half-track y en un camión y luego corrió hacia la Radio: un largo edificio en medio de una explanada de césped, situado entre «Clair Manoir» y el palacio de la Presidencia.
Los gendarmes, sobreexcitados, ya no tenían nada de militares: el conductor del half-track se había ataviado con un bicornio de cobrador, otros con pañuelos rojos, y esgrimían pangas. Uno de ellos, bajo su camisa, palpaba un amuleto.
Por primera vez, Gersaint se esforzaba en bromear con sus hombres, que le miraban abriendo mucho los ojos.
A cien metros del edificio de la Radio, mandó que se apeasen y dio órdenes:
—La mitad a la izquierda, la mitad a la derecha, y no os mováis. No debéis ser vistos. Cuando yo dispare el bazooka contra la puerta, entonces corréis todos detrás de mí gritando. Una vez dentro, lo rompéis todo.
»No rematéis a los heridos, no sois unos salvajes como los gurkhas. Desarmad a los prisioneros y, a patadas en el culo, los echáis a la calle. Luego, pegaremos fuego. ¿Comprendido?
Todo anduvo bien. Los hombres acordonaron convenientemente el edificio sin dejarse ver. Pero Gersaint tuvo una sorpresa desagradable: no eran suecos quienes lo ocupaban, sino gurkhas de caras aplastadas y enormes pantorrillas de sherpas montañeros.
Demasiado tarde para retroceder.
Fue entonces cuando uno de los gendarmes, borracho o demasiado excitado, disparó una ráfaga a los ventanales del edificio. Todo estaba perdido a menos de darse prisa. Gersaint arrancó el bazooka de manos de un suboficial y, arrimado a la pared, avanzó. Al salir del callejón que le guarecía, puso rodilla en tierra para disparar. Pero una ráfaga de fusil ametrallador le partió por la mitad e hizo estallar el obús en el tubo.
Los gendarmes se desbandaron y, corriendo, subieron al half-track y al camión, dejando cuatro muertos en el terreno. Su sangre roja fluía sobre el asfalto.
Un cuarto de hora más tarde, La Ronciére tomaba posición detrás del edificio de la Radio con dos morteros del 81 y empezaba a rociar el edificio y sus alrededores.
Un obús cayó en pleno puesto de guardia, mató a un gurkha e hirió a tres más. Otro destrozó la antena, y un tercero incendió un camión.
Creyendo que iba a producirse el asalto general, Fournier dio orden a la sección que ocupaba el edificio de replegarse a «Clair Manoir», mientras los morteros se ensañaban sobre los techos de chapa. A las 17 horas, Pérohade encontró a Fonts en el barrio africano.
—¿Qué tal ha ido la conferencia de Prensa de O'Maley? —le preguntó Fonts.
—Como una seda. O'Maley empieza a perder los estribos. ¡«Bañeras» y autoametralladora estallan en el momento preciso en que ese cretino de Siddartha anuncia que ya no hay resistencia!
»Me hubiera gustado que hubieses visto aquel follón. Han tenido por lo menos diez muertos. O'Maley estaba pálido. Lo que me fastidia un poco es que Siddartha parece decidido a ejercer represalias. Ha dicho que si les disparaban a sus tipos, haría responsable a la población civil. ¡Y ya empiezan a disparar en todos lados!
—¿Quién?
—No se sabe bien: mercenarios, los hombres de Gelinet, desde luego, pero todo el mundo mete baza. Mucho ruido y pocas nueces. ¡Es un fastidio!
—¿Por qué?
—Siddartha podría ponerse a bombardear la ciudad. También él tiene morteros. ¡Y E'ville está llena de mujeres y de chiquillos!
—Amigo mío, no podemos hacer nada. Los civiles, con las mujeres y los crios, se encuentran en el mismo apuro que nosotros. No tenemos tiempo para ponernos sentimentales.
—¿No crees que exageras un poco?
—O disparamos contra la ONU, o se nos cargarán. Si los cascos azules disparan contra los civiles, se meterán en un berenjenal espantoso.
—Pero, por Dios, ¿no te das cuenta de que los civiles no aguantarán? Conozco a los belgas. Aparte unos cincuenta, que están dispuestos a arriesgarse, los demás se nos rajarán tan pronto se den cuenta de que hay peligro. Ya empieza: los coches hacen cola en la carretera de Rhodesia.
—¡Déjame en paz, por Dios! No puede hacerse todo a la vez. Mala cosa es que los civiles se larguen. El barco que se abandona... Deberíamos establecer cordones.
—Vete a decirlo a Nathalie... Está completamente loca; quiere hacer las maletas y refugiarse en el Consulado de Francia.
—Desconfía de Musaille. Es muy listo para aprovecharse de las ocasiones.
—Tampoco a él le queda tiempo. Se le ve dando vueltas por ahí con su cacharro y una gran bandera trícolor. Le han pegado tiros, y se ha ido, muy contento, a protestar ante O'Maley.
—Con su mala fe habitual, debe de haber pretendido que era un atentado dirigido contra su persona.
—Musaille cuenta que reina la mayor confusión entre los cascos azules.
—No basta. Tú me dijiste que en alguna parte había una emisora improvisada.
—Sí, guardada en cajas, en un cobertizo de la «Lumumbashi». Hermant está enterado.
—¿Quién es Hermant?
—Un técnico de Radio Katanga. Forma parte de la banda de Gelinet.
—Ponle a trabajar. Que rescate el aparato y lo monte en el barrio africano. Quiero un locutor francés y un locutor swaelí. Primera emisión: mañana, a las siete de la mañana. Hay que estimular el orgullo nacional belga. Se empieza con un elogio del capitán Gersaint.
—Un tío estupendo, de todos modos.
—Lo prefiero muerto que vivo.
—Un héroe.
—Ahí está. En este tipo de fregado, sobre todo nada de héroes. Prefiero los bandidos. ¿Y tus compañeros periodistas?
—¡Le dan al rollo! Tengo un coche que dentro de media hora llevará sus textos a N’Dola. Estará en Correos tres horas más tarde. Allá, han duplicado los equipos. Mañana por la mañana, los artículos se publicarán en París, Londres, Bruselas, Nueva York. ¡Vaya jaleo!
—Eso espero. Sin ese jaleo, estamos perdidos.
—¿Cómo? Sin embargo, todo marcha bien.
—Camelo. Si los cascos azules quisieran armar la gorda, no aguantaríamos ni una hora. Pero no se atreverán, a causa del jaleo.
«Apáñate para que otro coche esté listo para llevarse sus cablegramas mañana a mediodía. Hasta entonces, espero que habrá novedad.
—¿Cuál?
—Ya lo verás. ¿Está abierto el «Mitsouko»?
—Por supuesto, se entra por atrás; he puesto un letrero: «Prohibida la entrada a los militares extranjeros de uniforme.» Únicamente los cascos azules van de uniforme. Estoy a tono y no arriesgo pegas. En la hostelería, hay que saber ser sutil.
—¡Qué bien hablas!
—Siempre me lo han dicho.
—¿Te gustaría hablar en la Radio?
—No quiero que se burlen de Pérohade, pero tengo un ciudadano para ti. Un contable de la «Unión Minera». Se muere de ganas. Ya se ha buscado un seudónimo. Adivina. ¡Bayard!
—Oye, ¿quién es ese Bayard?
—¡Un tío que tenía necesidad de hablar antes de palmarla!
Un poco antes de la puesta del sol, un convoy de la ONU compuesto de dos «GMC» y un jeep, salió del campamento indio para dirigirse a Correos.
En cada «GMC», ocho jóvenes suecos, fusil en mano, estaban sentados en cajas de raciones y de municiones. Dos de ellos llevaban aún sus aparatos fotográficos. En las calles desiertas, manadas de perros de todas las razas y todos los colores volcaban los cubos de basura.
El joven Ravetot estaba muy excitado. Contrariamente a las órdenes dadas por Fonts la misma mañana, lucía el smok, el uniforme leopardo de los paracaidistas, y las botas de asalto.
Pistola al cinto, se paseaba de arriba abajo por el salón de su amigo Dufermont, en el tercer piso de un gran edificio de la avenida Fulbert Youlou. Derrumbado en un sillón, Dufermont bebía cerveza al tiempo que suspiraba.
—¿Crees que los rhodesianos nos ayudarán? ¿Y los ingleses? ¿Qué dice Radio Brazzaville?
—¡Nos trae sin cuidado lo que hagan los rhodesianos y los ingleses! —zanjó Ravetot—. Somos nosotros quienes debemos demostrar que somos hombres. ¡Que cada belga de E'ville empuñe un fusil y verás cómo todos esos cagones se van pitando!
—¡Qué bonito es charlar! ¡Charlas mucho! Nos habías contado que te acostabas con Joan. Fonts, por su parte, no dice nada.
—Fonts es un farolero. Él no sólo sabe charlar. Se largó de los balubas dejando que matasen a su compañero, Wenceslas. Y aquí, ¿qué está trajinando?. Da órdenes idiotas y se queda escondido entre los negros.
—Y tú, ¿qué has hecho hasta ahora? Te has disfrazado de paracaidista sin haberlo sido nunca. Me has traído aquí un «Fal» con un macuto de cargadores. Podías haberlo guardado en tu casa.
—Total, que tienes canguelo.
—No más que tú; pero faroleo menos.
—Nunca has sido un hombre, Dufermont. Todo lo que sabes hacer es emborracharte como una cuba en el «Mitsouko».
El jeep que iba al frente del convoy pasó bajo las ventanas.
Ravetot agarró el «Fal», que estaba en una pared, y se acercó a la ventana:
—Otra vez esos asquerosos. Habría que cargárselos a todos.
—Tú, que pretendes ser muy hombre, enséñanos cómo se hace.
Dufermont se levantó del sillón, gritando:
—¡Ravetot, no hagas el imbécil!
Era demasiado tarde, la ráfaga había sido disparada. El segundo «GMC» frenó a fondo. Los soldados suecos huían en todas direcciones. Un cuerpo yacía en la calzada. En el camión, un herido, con el aparato fotográfico en bandolera, alzaba los brazos.
Ravetot, alelado, repétía con tono lloroso:
—¡Maldita sea..., maldita sea!
Dufermont le agarró del brazo:
—¡Tú, imbécil, ponte ahí! Dentro de cinco minutos, los cascos azules mandarán refuerzos. ¡Estamos aviados!
—No quise, hacerlo.
—Lo has hecho. Hay que ahuecar de aquí.
—¿Adónde?
—A casa de Gelinet. A pesar de todo, nunca te habría creído capaz de jugarme una mala pasada semejante.
Y Ravetot creyó notar en la voz de su cantarada, mezclada con el furor, una cierta admiración.
La noche del 13 al 14 de septiembre fue pródiga en incidentes. En lugar de desparramarse por la ciudad y proseguir sus operaciones, los cascos azules se limitaban a defender las posiciones que ocuparon la víspera. Pequeños destacamentos montaban la guardia detrás de sus sacos terreros.
—O están locos, o preparan algo —declaró Spencer, de la «Associated Press», tomando una copa en el «Mitsouko» con Dorat.
—Ni una cosa ni otra —replicó Dorat—. Es la ONU, un gran tinglado, de dirección insegura dividida en clanes. Cada decisión supone un número incalculable de transacciones..., una ola que se ensancha y pierde toda la fuerza cuando rompe débilmente en la «Casa de Cristal» de Nueva York. Los cascos azules no harán nada. Los otros no tienen ninguna baza en mano, pero se agitan y peligran crear a O'Maley y Siddartha graves contratiempos.
El «Mitsouko» era el único establecimiento abierto aquella noche. La luz estaba enmascarada con cortinas, y la puerta cerrada con llave. Únicamente los iniciados sabían que podía entrarse por detrás.
Todos los clientes hacían gala de ese aire importante y falsamente desenfadado que los hombres toman cuando creen participar en una gran aventura histórica. Tenían la consigna de no hacerse notar, pero hubieran lamentado mucho que no les notasen.
Ninguna mujer, salvo Nathalie en la caja, pero granadas colocadas sobre las mesas al lado de los vasos, y fusiles «Fal» apoyados en sillas o contra las paredes.
Los primeros apósitos, verdaderos o falsos accesorios indispensables en toda revolución, comenzaban a hacer su aparición.
Se hablaba en voz alta.
—Aquellos tres gurkhas, amigo mío, de una ráfaga... ¡ni la menor duda! La granada estalló en mitad del camión, una carnicería. Todos salen pitando, con el rabo entre las piernas. Yo te digo que...
Dorat, irritado pero prudente, se inclinó hacia Spencer:
—Esos graciosos se creen en Varsovia o en Budapest.
—Nunca mejor dicho: Radio Brazzaville anunciaba esta tarde que E'ville era un nuevo Budapest.
Pérohade fue a sentarse a la mesa de los dos periodistas y les convidó a una copa; Dorat le soltó:
—¡Cómo pimplan tus héroes! La guerra beneficia a la hostelería.
—¡Ni cinco! Desde que pueden exhibir su petardos, ya no pagan. Vuestros papeles han salido para Rhodesia.
Mojó sus labios en un vaso de whisky y se fue a saludar a otros clientes.
—Ya ves, Spencer —prosiguió Dorat, con los ojos entornados como si hablara consigo mismo—, Siddartha rehúsa el acceso a Correos a los periodistas porque está persuadido de que están en su derecho y tiene interés en hacernos sentir su importancia. «Veremos más adelante», ha dicho agitando su fusta.
»Mi amigúete Fonts, que nunca ha creído en los derechos, hace toda suerte de acrobacias para que nuestros papeles lleguen a. su destino.
—Tiene debilidad por los periodistas.
—No. Es inteligente. Si tuviese interés en hacerlo, se las compondría para que nuestros cablegramas no llegasen. Pero sería capaz de pagarnos una copa y decírnoslo francamente: «Es un juego. En mi lugar, gordo Fifi, ¿qué harías? Un día u otro se volverán las tornas, y ese día encontraré que es el juego.»
—Buen jugador...
—Sí y no. Pero la casta a la que pertenece nos gusta. Los demás nos han tomado demasiado el pelo con los grandes principios y los buenos sentimientos.
—¿Tú crees en esa resistencia katangueña?
—Necesito anécdotas de «color» para mis papeles; y tú también. Fonts nos ha prometido llevarnos al otro lado de la barricada. A nosotros nos toca juzgar.
—¿Crees que vendrá?
—¡Seguro!
—¿Por qué?
—La ONU tiene batallones de suecos, de irlandeses, de gurkhas, municiones, víveres, dinero. La Ronciére y Fonts sólo nos tienen a nosotros.
»Ese puñado de mercenarios sólo se bate para nosotros. De todos modos, podemos darles un gustazo.
—No comprendo.
—Todo ese teatro ha sido montado para uso exclusivo de los periodistas. El capitán Gersaint y el legionario Peruski han muerto por nosotros.
—Interesante, pero nos piden hechos, no consideraciones generales. ¡Toma, ahí viene tu amiguete!
Fonts se acercaba, sonriente, desenfadado, haciendo signos a dos o tres mesas.
—¿Él, entonces? —preguntó Spencer.
—Vamos a darnos una vuelta por la ciudad. Tú, amerioque[20], irás con ese tipo gordo: es el tío Gelinet. Te pilotará en su grupo.
—¿Qué hacen?
—Navegan por los tejados, y sus mujeres rasgan trapos viejos para hacer hilas. Interrogas a quien quieras y vas adonde te plazca.
»Yo me llevo a mi gordo Fifi: los dos formamos un viejo matrimonio. Desde que intentamos despellejarnos, naturalmente. ¡En marcha!
—¿Adonde vamos? —preguntó Dorat, mientras el coche iba a cien por hora por la ciudad desierta—. ¿A estrellarnos en un acordonamiento de la ONU?
—No los hay. Lo he comprobado.
—¿Por qué?
—Vete a preguntarlo a los cascos azules. Desde esta mañana no entiendo ya nada de nada: dejan escapar a Kimjanga y no ponen ningún obstáculo.
—¡Vaya gandules.
—Debe de ser más complicado: Siddartha será lo que quieras, pero es un buen militar. O'Maley dista de ser idiota. Han fallado la primera parte de su plan... y no se atreven a ir hasta el fin y aplastar a esta ciudad donde un puñado de tíos les tienen en jaque... Sin embargo, eso quizá les permitiría enmendar su error.
»Tienen miedo del humo. No saben lo que hay detrás.
—¿Qué hay detrás?
—Nada.
—¿Y qué demonios vamos a hacer?
—¡Humo, todavía más humo!
Fonts paró el coche en un patio, en la esquina de la avenida Saio, a doscientos metros del túnel viario. Sacó del portaequipaje un macuto de lona y se llevó consigo a Dorat:
—¡Vamos a ver qué puñeta hacen los irlandeses!
Dorat, ligeramente inquieto, gruñó:
—¿Los irlandeses? ¿Qué hacen? Cuando no van a misa beben whisky.
—Nos reiremos un poco.
—Tienes unas maneras muy raras de reírte.
—Ven, gordinflón, tú no arriesgas nada. Prometí a la Chantal conservarte vivo.
—De todas formas, a ella le importa un pito. Si muero, cobrará el seguro: veinte millones.
—A pesar de todo, date prisa para cruzar la avenida.
Ante él, Fonts salió corriendo, agachado. Furioso, pero no atreviéndose a volverse atrás, Dorat le siguió. De todas formas, no tenía las llaves del coche y detestaba andar.
Fonts se metió en una callejuela bordeada de jardincillos. La corriente eléctrica estaba cortada: todas las casas tenían los postigos cerrados.
Cruzaron la vía del ferrocarril. Dorat se enganchó el pie en una traviesa y soltó:
—¡Con tus imbecilidades, lograrás que me rompa una pierna!
—¡Cállate ya!
Dorat se levantó penosamente:
—Oye, estoy hasta la coronilla. Me vuelvo al hotel.
—Cállate, te digo. Estamos a cien metros de los irlandeses. Tiran a bulto y nos van a matar.
Dorat, petrificado y súbitamente inmerso en un mundo desconocido y peligroso, siguió maquinalmente a Fonts, quien se deslizaba a lo largo de un muro. Jadeaba y tenía la impresión de meter un ruido infernal. La pierna le dolía. Pero no podía hacer nada sino seguir a aquel loco. Fonts se detuvo, se arrimó al muro y, con la mano, le hizo signos de que se escondiera. Incrédulo, plantado en mitad de la callejuela, Dorat le vio abrir el macuto, sacar una granada, quitarle el seguro, lanzarla por encima del muro, sacar otra y repetir la acción. Dos resplandores rojos, y luego dos violentas explosiones, rasgaron la oscuridad. Fonts cruzó corriendo la callejuela, saltó una tapia y gritó:
—¡Sigúeme, date prisa!
Dorat, con gran sorpresa suya, sé encontró al otro lado de la tapia. Ya no le dolía el tobillo. Estalló un violento tiroteo.
—¡Asqueroso! —gritó.
Fonts sé reía:
—Mi gordo Fifi, hace diez años que describes la guerra empapándote de whisky en los Estados Mayores. Esta noche sí haces la guerra.
Curiosamente, Dorat se sentía bien. Estaba al abrigo detrás de una pared que parecía sólida. Por primera vez en su vida, había participado de cerca en una acción peligrosa.
«Han hecho una montaña de esos héroes —se decía—. No es tan difícil.»
La voz irónica de Fonts le sacó de su euforia:
—Gordo Fifi, nos las piramos. Si una patrulla nos descubre, vamos al paredón.
Dorat tuvo que correr hasta el coche.
Volvía a estar furioso contra Fonts y rehusó ir a tomarse una copa con él. De regreso en su habitación, cogió su botella de whisky, echó un trago y, completamente sosegado, se instaló ante su máquina: «Acabo de acompañar en plena noche a un comando de cinco mercenarios que, bajo un fuego infernal, ha atacado con bombas de mano una de las posiciones clave de la ONU: el túnel viario...»
Dorat aguzó el oído. Con satisfacción, comprobó que hacia la avenida Saio continuaba el tiroteo.
Cuatro gendarmes katangueños despechugados, con el fusil entre las piernas, estaban instalados como en su casa en el gran salón de la casa Gelinet. Uno de ellos tenía los pies puestos encima de un velador de marquetería; otro se rascaba bajo su camisa, el tercero miraba su botella vacía, y el cuarto, feliz, se reía.
—¡Hortense —gritó Gelinet—, trae cerveza a nuestros amigos!
—Yo preferiría whisky —declaró Spencer.
Estaba extrañado por la presencia de aquellos cuatro negros en casa del rico cervecero, de quien se decía sentía poca ternura por los hombres de color.
Hortense entró. El periodista notó que miraba con evidente disgusto a los «invitados». Dejando la bandeja lejos de ellos, Hortense desapareció.
Estalló el tiroteo de la avenida Saio.
—Son los compañeros —dijo Gelinet, con énfasis—. Pronto nos tocará a nosotros.
—¿Compañeros vuestros... los mercenarios?
—No me sirva usted propaganda de la ONU. En esta guerra por la defensa de nuestra patria común estamos todos unidos, blancos y negros. Fíjese en ésos. ¿Verdad, Massiba? ¡La que les vamos a dar a esos asquerosos!
Massiba mostró los dientes:
—¡Es bueno, jefe!
—Ya ve usted, Mr. Spencer, cómo todos los katanguefios están con nosotros. Esos cuatro han venido a verme espontáneamente. Habían formado un comando y se han puesto a nuestra disposición. ¿Verdad, Massiba? ¡Todos voluntarios para defender a nuestro presidente Kimjanga!
»Les llevo a hacer una pequeña operación. Si quiere usted venir con nosotros, quizá podría comprobar personalmente que no siempre son mercenarios quienes defienden la bandera katangueña.
»Le prevengo que es arriesgado.
Spencer, cansado de tanta propaganda, se encogió de hombros. Olfateaba el golpe montado cara al periodista. Pero los cuatro negros podían ser interesantes. Desde que comenzó aquel asunto, apenas se hablaba de los negros.
Entró La Ronciére, que vestía pantalón y camisa de algodón No llevaba armas. Gelinet se precipitó hacia él:
—Querido amigo, ¿conoce usted a Spencer, periodista americano?
«Me anuncia», pensó el americano.
—Encantado —dijo secamente La Ronciére, sin tender la mano—. ¿Está todo a pinito? —preguntó.
—Sí —repuso Gelinet—, le llevamos a usted en seguida.
Por el aire solícito de Gelinet, por el tono de mando del hombre que acababa de entrar, Spencer se había dado cuenta de que éste era un mercenario. Pero no uno cualquiera: un jefe. Sólo él le interesó.
Con tono tranquilo, preguntó a La Ronciére:
—Entonces, ¿qué tal va eso, esta noche?
—Todo va muy bien.
—¿Qué se prepara?
Gelinet intervino:
—Precisamente contaba con llevarme conmigo a Mr. Spencer para que asista a una operación montada por las tropas katangueñas.
—Buena idea. Quizá los americanos comprenderán por fin lo que pasa aquí.
—Yo quisiera, sobre todo, una visión de conjunto.
—Paséese. Vaya usted a pedirle informes confidenciales a Mr. O'Maley.
—Me parece usted muy bien informado.
—Sobre todo, tengo prisa. ¡Hasta la vista. Gelinet!
—Hasta la vista.
La Ronciére salió. Se oyó un vehículo arrancar bruscamente.
—¿Quién es? —preguntó Spencer, más interesado cada vez.
—¡Oh, un amigo!
—¿Es belga? No se le nota acento.
—Es valón, ¿sabe usted?
Spencer siguió a Gelinet y los cuatro gendarmes. Se instalaron en una azotea que dominaba Correos, y en algunos minutos, sin apuntar y desde bastante lejos, soltaron todos los cargadores que se habían llevado. Hubo un hermoso estrépito.
—Ningún resultado —comprobó Spencer—. Sólo ruido.
Cuando los dejó, uno de los gendarmes, al cual había regalado un paquete de cigarrillos, le preguntó:
—¿Estás contento, jefe?
—Sí —dijo Spencer—. ¿Y tú?
—Yo, contento... Cuando la guerra haya terminado, todos los blancos se largarán.
El mortero estaba oculto detrás de la tapia de un jardín, con el jeep al lado listo para arrancar. Un mercenario se encontraba al acecho en la entrada de la callejuela.
La Ronciére ajustó aproximadamente el alza: mil metros, distancia a la cual debía encontrarse «Clair Manoir». La dirección... a bulto.
Volvía a verse de cadete en Coétquidan. Desde entonces, había mandado una batería de Artillería, pero no era él quien efectuaba la labor de ajuste. No se acordaba ya muy bien del empleó de las horquillas para el cálculo rápido del tiro, ni del alcance de los multiplicadores que se meten en las aletas de la cola de espoleta.
Pensó con inquietud:
—Esperemos que los proyectiles caigan sobre Siddartha y no sobre belgas. Un grado de error, un poco de viento, y arrojo mis obuses sobre las villas de al lado. Al fin y al cabo, es la guerra. En 1944 ó 1945 los pilotos de bombarderos se planteaban menos problemas. No se paraban en barras. Si hay pegas, siempre podemos decir que son los cascos azules quienes han disparado. Todo el mundo lo aceptará.
De diez obuses, siete cayeron sobre «Clair Manoir», pero hicieron más ruido que daño; los otros tres estallaron en el parque.
Tras el ataque a la «Villa des Roches», O'Maley se había refugiado en «Clair Manoir». Tuvo la impresión de que le acosaban. Se acordaba de aquella voz que, en el Consulado de Francia, le había dicho: «Se te cargarán..., es fácil.»
Siddartha mandó una patrulla en dirección de donde venían los tiros. Los gurkhas trajeron algunos casquillos vacíos.