Kimjanga tenía jaqueca. No le gustaba levantarse tan temprano, y le habían obligado a estar en su despacho a las ocho y media de la mañana. Enojado, miraba al comandante Van Beulans, colorado y macizo, sentado frente a él, ceñido en su uniforme y luciendo todas sus condecoraciones. Su cinto crujía a cada movimiento que hacía. Más tartufo que nunca, Ryckers apoyaba apenas sus escuálidas nalgas en el borde de un sillón.
El presidente se pasó la mano por los ojos y la frente y luego se frotó las sienes. Trataba de ganar tiempo... una vieja costumbre... pero Van Beulans le había acorralado y no lo soltaba ya.
—Señor presidente —comenzó—, he venido a despedirme de usted.
Kimjanga se sobresaltó y estuvo a punto de alegrarse. Pero aquello era demasiado hermoso, y lo que era demasiado hermoso nunca pasaba tan fácilmente.
—Despedirse, mi querido comandante, pero, ¿por qué? ¿Quiere usted abandonarnos?
Ryckers intervino con su voz almibarada, mirándose las uñas:
—Nuestro amigo Van Beulans estima que habiendo perdido su confianza, su deber es retirarse. Me ha confiado extensamente sus escrúpulos. El comandante sufre, por supuesto, de verse obligado a abandonar este país por el cual ha laborado con tanta dedicación, pero piensa que en adelante su sitio ya no está aquí. Debo decir que apruebo su decisión..., y subrayo que la apruebo en tanto que representante de Bélgica.
Esta vez el presidente se inquietó; se tornó bondadoso y sonrió, increíblemente inocente.
—Vamos, vamos, ¿qué me está usted contando? ¿Por qué me dice que el comandante ha perdido mi confianza?
Ryckers esbozó una sonrisa, dándoselas de enterado:
—Ayer supimos que había reclutado usted a un coronel francés para ponerlo al mando de su ejército. El coronel La Ronciére. Ha llegado a E'ville con un pasaporte falso a nombre de Dupont —ahogó una risita—, sí, Dupont, y acompañado de otros dos oficiales.
Van Beulans habló con el estilo noble al que tan aficionado era:
—No puedo sino inclinarme ante su decisión, señor presidente, pero veo en ella una señal de desconfianza para conmigo. Mi honor de soldado me obliga a presentar la dimisión.
«¡Qué suerte la mía si se fuese sin poner demasiadas dificultades!», pensó Kimjanga, pero puso una cara consternada:
—Mi querido Van Beulans, usted sabe cuánto le apreciamos, yo y todos mis ministros. Su marcha sería una catástrofe para Katanga. Pero, desde luego, si su decisión está tomada...
—Debo informarle —continuó Van Beulans— que no me iré solo. He discutido este problema con cierto número de mis camaradas del Estado Mayor y de los centros de instrucción. Están decididos a seguirme. Tengo buenos motivos para pensar que los trescientos oficiales y suboficiales que mandan sus tropas harán lo mismo.
Van Beulans hizo una pausa, separó los muslos y se alisó la guerrera con la palma de la mano:
—Lo malo es, por supuesto, que sin duda habrá que interrumpir las operaciones en el Norte contra los balubas sublevados. No me arriesgaré hasta pretender que no tiene usted oficiales katangueños competentes, pues han sido formados en nuestras escuelas. Pero quizá carecen de experiencia.
Kimjanga sabía que sin mandos europeos sus tropas se desbandarían inmediatamente. Hacía cinco meses que llevaban a cabo una difícil campaña en el Norte contra los balubas apoyados por el Gobierno de Léopoldville. Los balubas eran los más inteligentes, pero también los más crueles de todos los congoleños, ¡y sumaban un millón! Intentó poner en orden sus ideas... Pero a una hora tan temprana y con jaqueca, ¡qué difícil era! La noche anterior había sido agotadora. Se podría pedir a La Ronciére qué apresurase la llegada de los mandos franceses. Pero necesitaría al menos un mes para tomar el asunto en sus manos. En un mes, la situación podía volverse catastrófica. Kimjanga imaginaba las hordas balubas descendiendo sobre Elisabethville, la Prensa del mundo entero valiéndose del asunto y hablando de revuelta popular contra el régimen...
Su sonrisa se ensanchó:
—Vamos a ver, señores, no nos excitemos. Pienso que hay un error. Nos conocemos todos desde hace mucho tiempo. Saben ustedes que siempre soy franco y leal; nunca ha estado en mis intenciones...
«Es nuestro —pensó Ryckers—; el pez ha picado, pero no hay que dejarle escapar: Pimuriaux puede todavía hacerle cambiar de opinión.»
—Señor presidente, la noche pasada estuve en contacto con Bruselas. Su decisión ha causado extrañeza en las altas esferas, que la interpretan como un gesto hostil, no solamente respecto al comandante Van Beulans —se inclinó hacia el comandante—, sino para con el mismo Gobierno belga. No ignora usted que mis amigos y yo hemos conseguido fuertes apoyos en los medios políticos de Bruselas, apoyos tales que no era descabellado esperar un reconocimiento de facto de Katanga. Desde luego, nuestros amigos se mostrarán ahora indecisos...
Kimjanga tenía cada vez más dolor de cabeza. Sentía unas ganas locas de zafarse, como cada vez que las cosas tomaban mal sesgo. Hizo un esfuerzo:
—Señores, señores, por favor. Como hace poco les he dicho, no es más que un error, un pequeñísimo error.
De nuevo, una buena sonrisa. Era más fácil sonreír que hablar, pero había que hablar cada vez más, adormecer a aquellos dos hombres hostiles... Más tarde, ya veríamos. Más tarde...
—Katanga, en las circunstancias críticas por que atraviesa, necesita de todos tus amigos. El comandante Van Beulans y usted mismo cuentan entre los más apreciados y más competentes. Los franceses han sido reclutados por Pimuriaux, cuya entrega a nuestra causa ustedes conocen. Pensé que les habría hablado de ello. Según él, podrían sernos muy útiles. En fin, ustedes son los mejores jueces.
—Será La Ronciére o yo —atajó Van Beulans.
«¡Vaya imbécil! —pensó Ryckers—. La partida está ganada sin que haya habido escándalo, el presidente salvaba la faz, y hete aquí que ese zoquete tiene necesidad de plantear un ultimátum.»
—Señores —concluyó el presidente, con cansancio—, pienso que podríamos arreglar esa pequeña discrepancia a satisfacción de todo el inundo. Sólo que a esos franceses les he firmado un papelito.
—Un contrato —tronó Van Beulans—. A tenor de los convenios que hemos establecido, esos contratos no son válidos si no los refrendo yo. No tiene usted que preocuparse por ese lado, señor presidente...
Van Beulans y Ryckers se levantaron. Todos se estrecharon la mano con fingida cordialidad. Al llegar a la puerta, el comandante se volvió:
—Señor presidente, debo informarle que tenemos una pequeña dificultad con las entregas de municiones.
—¿Qué municiones?
—Las granadas y los cartuchos que debíamos mandar urgentemente a Manono. Quizá sepa usted que sus tropas han agotado casi sus pertrechos. Si los balubas atacan, se encontrarán en una situación difícil.
—¿Sí? ¿Y entonces?
—Han llegado a la frontera vagones procedentes de Angola. Pero, por una razón que ignoro, han sido bloqueados en Teixera de Souza. Voy a ver cómo podré arreglar ese asunto.
Germaine asomó su nariz puntiaguda. Tenía el pelo más lacio que de costumbre:
—Señor presidente... O'Maley, el delegado de la ONU, acaba de anunciar su visita para las diez.
—No estoy...
Ryckers chascó la lengua:
—¿Puedo permitirme, señor presidente, darle un consejo? Reciba usted a O'Maley; no creo que venga a hablarle de cosas graves... Tan sólo de esa pequeña historia de mercenarios. ¡Y ya no hay mercenarios!
—Es verdad —comprobó, con amargura, Kimjanga—, ya no hay mercenarios. Nada más que buenos oficiales belgas dispuestos a morir por Katanga. Recibiré a O'Maley, Germaine.
—Tiene usted también cita con esos tres señores que ayer vinieron acompañados por Pimuriaux —insistió la secretaria.
—Dígales que les veré otro día y telefonee usted al señor secretario general (hizo hincapié en el título, pues por el momento era la única prueba de independencia que podía mostrar) que le espero... No, no hace falta, seguramente vendrá dentro de un rato.
Al igual, que la víspera, una veintena de personas se apiñaba ante la verja de la Presidencia, tratando de convencer al centinela. El mismo soldado, encantado, respondía, risueño, pues aquel juego le divertía:
—No es posible.
—Escucha —dijo un hombre de unos cincuenta años, con cara inteligente y fofa de pastor o de sacerdote—, soy el rector de la Universidad. El presidente me ha citado. Tienes que dejarme pasar;
de lo contrario, el presidente se pondrá furioso contigo.
—No es posible —dijo el centinela—. No tienes tarjeta.
—¿Cómo que no tengo tarjeta? ¿Y esto qué es?
De su bolsillo interior sacó un cartón rosa que puso ante las narices del centinela. El hombre lo miró un largo rato del revés:
—Está bien, puedes entrar.
El rector sonrió amablemente, traspuso la verja y guardó cuidadosamente en su cartera el precioso documento: una tarjeta de tarifa reducida en los ferrocarriles belgas, caducada hacía dos años.
El rector era un hombre de elevada moralidad que en su vida había mentido ni hecho uso de papeles falsos. África acababa de darle su primera lección de pragmatismo.
Fonts y La Ronciére llegaron en taxi. La Ronciére llevaba una cartera de mano repleta de documentos. Fonts iba con las manos en los bolsillos. Alzó la nariz y respiró el aire para hallar en él un olor nuevo: no era sino el de todos los parques de Europa: a hierba mojada, a musgo, a leña que se descompone.
La Ronciére hendió la multitud con autoridad e interpeló al centinela:
—Tenemos cita con el presidente a las diez. Mi nombre es Dupont y mi amigo se llama Thomas.
—No es posible.
—Llama al jefe de puesto.
El centinela se echó a reír fuertemente:
—El jefe de puesto no está. Primero, tienes que retroceder. Está prohibido permanecer a menos de dos metros de la verja.
Los belgas obedecieron en seguida, rezongando. La Ronciére no se amilanó y, muy tajante, como si efectuase una inspección, preguntó:
—¿Dónde está el oficial de guardia?
El negro, pasmado, hizo ademán de cuadrarse.
—¡Vamos, date prisa!
—¡Está bien, jefe!
El centinela se dirigió hacia el palacio y volvió unos minutos después acompañado de un teniente africano:
—No tengo instrucciones —dijo el teniente.
Fonts se sacó un carnet del bolsillo, arrancó una hoja y escribió:
«Los dos amigos del señor Pimuriaux esperan ser recibidos por el señor presidente, que les citó para las diez de esta mañana. Pese a sus esfuerzos, no han conseguido penetrar en la fortaleza»
Tendió la hoja al teniente:
—Tome, mi capitán. ¿Podría usted llevar este papel a la secretaria del presidente?
Encantado de que le llamasen capitán, el teniente le. dedicó una gran sonrisa y dio media vuelta.
Tocaban un claxon detrás de Fonts, quien se volvió. Un largo coche negro, que tremolaba el banderín azul y blanco de la ONU, acababa de pararse. Al volante, un magnífico sikh con turbante, la barba negra y rizada sujeta por un delgado hilo de seda.
—Otra vez ese canalla de O'Maley —dijo un belga—. Espero que el presidente le ponga de patitas en la calle.
—El presidente sabe lo que se hace —gruñó otro—. O'Maley no durará mucho aquí: pronto nos desembarazaremos de esa gentuza de la ONU, ¿sabe usted?
—¿Lo estás oyendo? —preguntó Fonts a La Ronciére—. No parecen quererlos mucho a los mozos de la ONU.
—No es más que la primera fase. A nosotros nos toca llevarles a la segunda, entonces les apedrearán; en la tercera, les pegarán tiros. No es más que un problema de puesta en condiciones.
Abrieron la verja: el sikh embragó suavemente.
Detrás de él, un hombre moreno, con la chaqueta abierta y las piernas cruzadas, hacía botar en su mano un dólar de plata.
Fonts encontró que O'Maley se parecía mucho a su viejo compañero Juan, que estuvo con él en el maquis. Juan tenía el mismo tic, pero su moneda era un doblón de oro español.
El joven teniente volvía hacia la verja sin apresurarse.
—¿Entonces...? —preguntó La Ronciére.
—El presidente está demasiado ocupado para recibirles esta mañana.
—¡No es posible!
Detrás, los belgas se guaseaban.
—Le digo que fue el presidente en persona quien nos dio cita ayer por la mañana. ¿A quién se ha dirigido usted?
—He dado el papel a Madame Bruycker. Me ha dicho: «No, ahora está la ONU con el presidente.»
Esta vez, los belgas se rieron abiertamente.
—¿Lo ves? —dijo uno de ellos, con acento bruselés—. Siempre los hay que quieren pedorrearse más arriba de donde tienen el trasero...
—Y luego —dijo otro— se van con el rabo entre las piernas.
Fonts cogió del brazo a La Ronciére.
—Oye, Jean-Marie, seguramente hay follón. No nos quedemos aquí, vámonos al hotel y telefonearemos a Pimuriaux. No hemos venido aquí a estar de plantón delante de esos macacos. ¿Cómo quieres que algún día nos obedezcan?
Al pasar, Fonts dio un pisotón a uno de los belgas y dijo con suavidad:
—Dispense, señor...
Le pisó el otro pie:
—¡Qué torpe soy!
El belga, sofocado, miraba a aquel hombre moreno de sonrisa peligrosa, de mano nerviosa, que ya hacía ademán de abofetearle, pero con el dorso de la mano, «como los gangsters».
—No tiene importancia —farfulló.
En la angosta cabina telefónica del hotel, Fonts sudaba. La telefonista le había puesto ya con tres números equivocados. Con aire absorto el conserje, aguzando el oído, examinaba un registro junto a la puerta. Fonts pudo por fin comunicar con Pimuriaux.
—Hola, querido amigo —dijo este—. ¿Cómo está usted?
—¡Mal!
—¿Qué dice?
—Digo que pasan cosas raras. Mi amigo y yo hemos ido, como estaba convenido, a la Presidencia, pero se han negado a recibirnos.
Pimuriaux se echó a reír:
—Es un equívoco, un simple equívoco. El centinela no ha debido comprender quiénes eran ustedes.
—Puede usted fiarse de mi amigo. No se ha conformado con el centinela. Hemos hecho pasar recado por el oficial de guardia, y ha sido la secretaria del presidente quien nos ha hecho contestar que volviésemos otro día.
—Es una jugarreta de Germaine.
—Oiga, Pimuriaux, empezamos a estar hartos de todos estos líos. Desembarcamos aquí de prisa y corriendo, nos damos un plantón delante de una verja entre una veintena de memos, nos hacemos abroncar por unos gorilas, las secretarias deciden anular las citas del presidente... Pero, ¿qué lío es éste? Sé muy bien que estamos en África, pero de todos modos no habría que exagerar demasiado.
—Vamos, vamos, amigo mío, cálmese, se lo ruego. Ya se lo he dicho: se trata de un error. Voy inmediatamente a la Presidencia. Aguárdeme en el «Léo II» con el coronel.
Tras una pausa, añadió:
—Pienso que sería mejor que se quedasen en su habitación. Es preferible que no les vean demasiado. Estaré ahí dentro de unos minutos.
Fonts colgó. Le pareció que Pimuriaux estaba mucho más inquieto de lo que quería aparentar.
Al salir de la cabina, se detuvo ante el conserje, le miró en silencio y luego, con tono confidencial, preguntó:
—Oye, papá, ¿para quién trabajas tú?
—¿Cómo dice, señor...?
—Es peligrosa la faena que haces..., sobre todo porque no posees la técnica... Te estuve viendo desde la cabina... y cuando no se tiene técnica no se llega a viejo. ¡No te metas! Tienes un buen empleo... y ya eres viejo.
Sentado en un sillón del vestíbulo, el coronel La Ronciére chupaba nerviosamente su cigarrillo.
—Entonces...
—Nada. Sólo bla, bla, bla. Justin aseguró que es un equívoco, que corre hacia la Presidencia y se reunirá con nosotros. Nos pide que no nos dejemos ver demasiado.
—Si esto continúa, voy a largarme de este país.
—No te pongas nervioso, que es el circo negro. Vamos a esperar tranquilamente a nuestro payaso en mi habitación jugando al póquer. Llamaré a Kreis. ¿Sabe jugar al póquer tu Fritz?
Y, volviéndose hacia el conserje:
—¡Eh, papá! Haz que suban una botella de champaña al 125.
Pimuriaux llegó en el momento en que Kreis hacía saltar el tapón de la tercera botella. Agarró un vaso y lo vació de un trago. Los tres hombres le miraban en silencio.
—Bueno, ande, amigo mío —le animó Fonts—. ¿Qué lío es éste?
Pimuriaux estaba pálido. Le temblaba la mano cuando dejó el vaso.
—Acabo de ver al presidente —comenzó—. Un pequeño contratiempo. Esta mañana ha recibido la visita de Van Beulans y de Ryckers, que han exigido vuestra marcha inmediata. Han amenazado, si ustedes asumen sus funciones, con cortar toda ayuda belga a Katanga. ¡Es un verdadero chantaje!
—Pero, en fin —preguntó La Ronciére—. ¿Quién manda? ¿Van Beulans o el presidente?
—Es decir..., el presidente, por supuesto, pero, comprenda usted, por el momento necesita de los belgas. Historias de suministros de armas y de encuadramiento de las tropas. Además, los americanos, e incluso la ONU, se han enterado de la llegada de ustedes. Me pregunto cómo; por lo demás...
—Eso —interrumpió Fonts— no cuesta nada saberlo...
—Esta mañana —continuó Pimuriaux—, O'Maley ha estado en la Presidencia. Ha golpeado fuertemente la mesa. El presidente se ha visto obligado a jurar que no estaba al corriente de nada...
La Ronciére, cuando se enfurecía, hablaba entre dientes, de una manera imperceptible, por lo que Pimuriaux tuvo que aguzar el oído:
—Si lo comprendo bien, todo el mundo nos deja en la estacada. Pero bueno, maldita sea, ¿se burla usted de mí? ¡Acude a París especialmente para alistarme con mis camaradas, nos firma contratos estupendos y ahora nos viene a notificar tranquilamente que de lo dicho no hay nada! —Bruscamente, gritó como si su voz comprimida se liberase—: Oiga usted, amigo, ¿me toma por un imbécil?
—Mi coronel, se lo suplico: no hable tan alto, podrían oírnos.
—¡Me importa un bledo!
Sacó una hoja de papel de su cartera y la metió bajo la nariz de Pimuriaux.
—¿Sabe usted qué es esto? Yo leo: contrato de alistamiento y, abajo, veo la firma del presidente. Entonces...
Pimuriaux abrió sus bracitos, alzó los ojos al cielo y confesó lastimeramente:
—Van Beulans pretende que los contratos no son válidos porque él no los ha refrendado.
Hubo un silencio. Pimuriaux se sentó en un sillón. Los pantalones se le pegaban a las nalgas; se contoneó para desprenderlos.
La Ronciére, con el rostro hermético, introducía con excesivo cuidado un cigarrillo en su boquilla de marfil. Fonts seguía con interés el vuelo de una mosca. El alemán, tieso en su silla, miraba fijamente a Pimuriaux con sus ojos pálidos. Éste tuvo miedo. Sintió que podía ocurrir cualquier cosa: bastaría que La Ronciére hiciese un gesto para que aquel hombretón se le acercase y le pegase. A Pimuriaux no le gustaban los golpes. Siempre había vivido en un mundo donde nunca se llegaba a las violencias físicas.
La Ronciére aspiró prolongadamente su cigarrillo. Su voz sosegada se elevó:
—Oiga, Pimuriaux, no vamos a discutir durante horas. Ha montado usted su golpe como un despistado y se ha dejado tomar el pelo. Yo no soy un títere que se hace venir a Elisabethville para notificarle al día siguiente que es indeseable. El próximo avión para Bruselas sale mañana. Hará usted el favor de reservar mi plaza y las de mis dos camaradas. En cuanto a nuestros contratos, aunque parezca imposible están firmados por su presidente, y me trae sin cuidado saber si su Van Fulano los ha refrendado o no. Intentaré un proceso y si, una vez, no he podido valerme de la Prensa, pienso que en esta ocasión le sacaré mejor partido.
Pimuriaux estuvo tentado de abandonarlo todo. Únicamente la vanidad le salvó. Si dejaba marcharse a los tres franceses reconocía su fracaso y dejaba el campo libre a Van Beulans y a Ryckers. Quedaría deshonrado y debería salir de Katanga: Monette no le perdonaría jamás esta humillación, y Van der Weyck, sobre el cual repercutiría el ridículo, le rompería los huesos.
Con una especie de horror, evocó Amberes, su ciudad natal, la vieja casa desconchada, el cielo brumoso cargado de hollín y de humo. ¡Abrir un bufete de abogado en Amberes, ir de puerta en puerta a los cincuenta años, litigar por perros atropellados, roturas de tapias, chachas despedidas!
Hizo una postrer tentativa para retener a La Ronciére:
—Mi coronel, me extraña que un hambre como usted capitule tan pronto. Hay un contratiempo, es cierto. Esta situación es humillante para usted, lo reconozco. Pero esté seguro de que lo es aún más para mí. No se ha perdido nada: el presidente me lo ha dado a entender con medias palabras; sentiría mucho que se marchase usted, pero ha tenido que atender a lo más apremiante. Van der Weyck nos apoya. Se lo dijo claramente él mismo anoche. Deme quince días y estoy seguro de arreglar las cosas.
La Ronciére no respondió.
—Sólo quince días, se lo suplico.
—¡No!
El coronel se levantó para significar que la conversación había terminado.
—Un instante —pidió Fonts.
La Ronciére y Pimuriaux se volvieron.
Fonts vació la botella de champaña en las copas.
—Al precio que lo venden, sería una lástima desperdiciarlo.
Corrió los visillos de la ventana y miró al cielo:
—El tiempo es tormentoso, lo cual pone nervioso a todo el mundo.
—Sí —asintió neciamente Pimuriaux—. Las nubes siempre se asoman a estas horas, pero una hora más tarde llueve y uno se encuentra mejor.
—Pienso que deberíamos conceder a ese querido Pimuriaux el plazo que nos solicita. Nada acaba nunca en África... Todo puede volverse a empezar... y Pimuriaux, en quince días, tiene tiempo de volver a poner en pie su pequeño tinglado.
La Ronciére golpeó la mesa, lo cual hizo retemblar los vasos.
—He dicho...
—Tú has dicho...
Se desafiaron con la mirada y luego Fonts hizo una pirueta: soltó una carcajada que semejaba un carraspeo:
—¿Nos ves volviendo a París? ¡Lo que se van a cachondear los amigos! Dirán que es el viaje de Tartarín. Yo soy un personaje suficientemente cómico y bastante poco conocido para que eso no tenga importancia. Pero, para ti, Jean-Marie, es más grave. Ya han armado bastante jaleo en torno a tu nombre. Yo todavía tengo compañeros; tú ya no tienes Ejército. ¡Dale su oportunidad, anda! ¿Y tú, Kreis?
Kreis se encogió de hombros:
—Yo sigo al coronel. Si regresa, regreso; si se queda, me quedo. Pero si regreso, nunca más me iré con él.
La Ronciére hizo signo con la cabeza de que aceptaba; y después, salió sin decir palabra y se fue a su habitación.
Unos relámpagos rasgaron el cielo gris. La lluvia cayó suavemente y luego cada vez más recia. Restallaron postigos.
Fonts golpeó el hombro de Pimuriaux.
—Ya tiene usted sus quince días... señor secretario general. Podría usted aprovecharlos para organizamos esa cacería de la que tanto se ha hablado...
Pimuriaux exhaló un prolongado suspiro.
—Gracias, Monsieur Fonts..., Pienso que sería preferible que esta noche dejasen ustedes el hotel. Vendré a buscarles para llevarles a casa de un buen amigo mío ganado a nuestra causa, Monsieur Gelinet, el director de la fábrica de cervezas: hermosa villa, piscina, buena bodega... en las afueras de la ciudad.
—Y así seremos menos vistos, ¿no? ¿Está casado ese Gelinet?
—Una mujer encantadora..., encantadora... Hasta se dice que...
—¡Vamos, chitón! ¡Fíjese, Kreis despierta! ¡Vámonos, y cuanto antes!
La «casa» Gelinet estaba situada cerca del barrio residencial del Lido, al otro lado del Golf. Era una especie de gran bungalow blanco de una sola planta, rodeado, como todas las villas de Elisabethville, de jacarandás y de mangos; daba sobre una gran explanada de kikouyou que descendía en pendiente suave hasta una especie de barranco por el que discurría un arroyo.
En Elisabethville, al hablar de la «casa» Gelinet se bajaba la voz. Por lo que cuando por las calles, los bares y los salones cundió la noticia de que los mercenarios franceses se habían refugiado en ella, a nadie extrañó. ¿Adonde podían ir, sino a la «casa» Gelinet?
Bernárd Decronelle, más importante aún que de costumbre, encontró a Pérohade, quien, con la camisa por encima del pantalón, vagaba muy tieso frente al hotel «Léo II».
—Se han marchado —le dijo Decronelle con satisfacción.
Pérohade se encogió de hombros:
—¿Acaso crees que no lo sé? El tío Gelinet acaba de darme un telefonazo para contarme que los tenía en su casa, y, sobre todo, que no debía decirse.
—¿Tú sabes de qué se trata?
—Sí, vagamente...
—Bueno, pues yo, amigo mío, estoy muy exactamente informado por una persona que estuvo largo rato con ellos la misma noche de su llegada...
—Entonces...
—Sólo que no estoy muy bien con el tío Gelinet. Yo te doy mis informaciones y tú me dices lo que maquinan en casa de Gelinet. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Se trata del coronel Jean-Marie La Ronciére que mandaba el 3.° REP en Argelia, de un teniente de aquel regimiento, un tal Kreis, alemán de origen, y de un consejero técnico, civil esta vez, Thomas Fonts, especialista en la información.
—¿Es todo?
—Monsieur Van der Weyck, pero esto entre nosotros, queriendo saber qué vienen a hacer en Katanga, insistió para que Pimuriaux los llevase a su casa. Tomaron una copa juntos en «Tanganyka House». Él me ha puesto al corriente. ¿Quieres saber lo que me ha dicho?
»"Esos chicos me han parecido interesantes, pero tengo la impresión de que han llegado a Katanga sin que el terreno estuviese bien preparado... y sin saber demasiado qué venían a hacer aquí. Todo esto me parece poco serio."
—Eso creo —reconoció Pérohade, golpeándose los muslos—. Tus amigos del Ejército belga no quieren saber nada de ellos; y la ONU acaba de hacer una declaración: ¡Pimuriaux ha desaparecido! Iré a casa de Gelinet al anochecer e intentaré recoger algo.
—Pero es que John Spencer, el enviado especial de la «Associated Press» acaba de llegar. Quiere informaciones en seguida.
—¡Que vaya a buscarlas! Tú no eres su criado.
—Podrías darme un telefonazo cuando hayas visto a los mercenarios.
—Pasa esta noche por el «Mitsouko».
—¿Por el «Mitsouko»?
—Vaya... ¡Ah! Es verdad, el señor director general de la «Unión Minera» podría enterarse... ¡Pero si va gente de postín al «Mitsouko»! La ONU, el cónsul de Francia... Hasta la hija del cónsul de América ha estado bailando allí con dos amiguetes suyos. Afortunadamente, no se ha sabido. Había en la sala algunos fulanos del tipo Gelinet para quienes los gringos no son santos de su devoción; ya sabes, esos que Dorat llama la vieja guardia de Katanga.
—¿A qué hora? —preguntó Decronelle, resignado.
—Cuando quieras. Cerramos a las dos para los amigos. Después de la una, entras por detrás. Ciao!
Antoine Pérohade no pudo liberarse hasta el atardecer. Necesitaba repostar su stock de whisky, echando whisky de contrabando procedente de la ONU en botellas precintadas por la Aduana, recibir a algunos revendedores de cigarros y de cigarrillos y fabricar zumo de limón para los ginfizz o los gimlet.
Tuvo que aguantar también las jeremiadas de Nathalie, que llevaba la caja, vigilaba las cuentas y compartía su cama. Era una buena y guapa chica, una morena lozana, trabajadora, ahorrativa, enérgica, joven aún. Pero de vez en cuando sentía necesidad de quejarse de la falta de consideración de Antoine, es decir, que éste se negase por el momento a casarse con ella.
Caía la noche cuando Pérohade llegó a lo que Gelinet llamaba «Gelinet House», para remedar al director de la «Unión Minera».
Bajo la galería, detrás del edificio, descubrió al señor de la casa bebiendo un whisky y columpiándose en su rocking-chair. Madame Gelinet, de quien decíase que poseía las más bellas nalgas de E'ville y que, por esta razón, siempre iba con pantalones, leía una revista de modas: el coronel La Ronciére seguía el humo de su cigarrillo, que ascendía en un cielo violáceo. Kreis, inmóvil, hundido en un sillón, con las manos sobre las rodillas, respiraba lentamente el aire fresco que venía con la noche. Hubiérase dicho un honrado obrero que, terminada su jornada de trabajo, se ha instalado en el umbral de su puerta, mientras la mujer hace la cena y los hijos sus deberes.
Pero él no tenía ni mujer ni hijos, y su oficio era hacer la guerra, causar la muerte, enseñar a otros a causarla con el mínimo de estropicios posible.
Kreis volvía a sentir la necesidad de caminar con hombres que llevasen el mismo uniforme que él. Reventado de fatiga, seguiría avanzando, doblado bajo su mochila, el hombro oprimido por la correa de su arma. Pero conservaría intacta en él una inmensa reserva de energía que en el instante del combate le tornaría ágil, flexible, preciso para correr, trepar, disparar y matar.
Kreis hubiese querido también acariciar a una mujer. Contempló la grupa de Madame Gelinet, que se infló cuando tendió la mano al recién llegado.
Con el tono amistoso del dueño de una tasca dirigiéndose a viejos clientes, Antoine Pérohade les saludó:
—Buenas noches, señores... ¿Qué tal va esa vida?
—¿Quién es? —preguntó La Ronciére.
Gelinet dejó de columpiarse:
—Antoine, es periodista... Bueno, eso dice él..., pero también es un amigo, y esto lo digo yo.
—No podemos recibir a ningún periodista.
—A él sí, mi coronel. Si se le pide que no suelte prenda, no la soltará. No es como ese cretino de Decronelle. Además, es compatriota suyo... y creo que participa de nuestras ideas. ¿No fuiste paracaidista, Antoine?
—Sargento primero en el 2º BPC en Indochina. Las amibas, repatriado, declarado inútil... Una tasca en Brazzaville: había demasiadas tascas y pocos clientes, cruzo el río pero en Léo se tomaban en serio, cuello, corbata... y zalamerías. No es mi género... Me dicen que en E'ville se comportan mejor. Hace dos años que he abierto aquí el «Mitsouko», que va bastante bien.
La Ronciére sólo se había tranquilizado a medias:
—Pero, ¿qué tiene que ver el periodismo con todo eso?
Antes de que Pérohade hubiese podido responder, Gelinet intervino sacudiendo su melena blanca, que se rizaba en el cuello como la de un profeta hebraico.
—Antoine hace periodismo por deber..., para servir mejor a nuestra causa. Como fuese, había necesidad de periodistas. Entonces, mejor que sean de los nuestros. ¿Qué bebes, condenado Antoine? Whisky, ¿eh? No, beberemos champaña. Porque cuando nos reunimos... ¡hay que celebrarlo! Madame Gelinet, ve a decir al boy que traiga champaña.
Pérohade, sin el menor miramiento, ocupó el sitio que acababa de dejar Hortense. Sabía que Gelinet, como cada vez que tenía nuevos conocidos, lo aprovecharía para colocar su número.
Sus aventuras, su oficio, sus orígenes meridionales le habían enseñado la tolerancia.
Decía simplemente:
—En todas partes hay que pagar la consumición. En la tasca es donde suele ser menos cara.
—¡Condenado Antoine! —continuó Gelinet—. El 7 de julio de 1960, cuando la independencia, y el ejército se amotinó en el campamento Masart y los balubas subían hacia la ciudad, todos los civiles se largaron a Rhodesia... con buena parte de los militares. ¿Quién se quedó? El comandante Van Beulans, que mandó disparar a bulto, y, entre los civiles, Antoine, que se hizo con un fusil ametrallador, yo con mi carabina para elefantes y un puñado de tíos que preferían morir antes que ver violar a sus mujeres. Aguantamos tres días solos hasta el 11 de julio, cuando el presidente llegó al poder. Entonces mandamos a la porra a esos imbéciles de Léopoldville. Hubiéramos debido hacerlo mucho tiempo antes... Ahora reina el orden.
Golpeó la mesa.
—Pero cuando todo ese hatajo de astrosos, de menguados, volvieron de Rhodesia con sus coches, sus colchones, sus mocosos que chillaban, sus pantalones todavía húmedos... ¿verdad, Antoine, que los tenían húmedos?, quisieron empezar otra vez a andar con remilgos. A ésos, mi coronel, será menester hacerlos entrar en vereda a puntapiés en el culo... ¡y esta vez, al primero que se largue se le da el paseo!
Gelinet se ahogaba de furor. Su mujer volvió, guapa y plácida flamenca de formas regordetas, cuyas caderas se contoneaban suavemente.
«Le debe gustar el macho —pensó Fonts—, y su hombrecillo tiene veinticinco años más que ella. Es gracioso ese Gelinet... Diríase un pied-noir que ha hecho el 13 de mayo..., es decir, que cree haberlo hecho. En todas partes los mismos números, tanto a orillas del Mediterráneo como en el fondo de África.»
Fonts estaba acurrucado en el suelo, con las rodillas subidas hasta el mentón. En seguida había juzgado a Pérohade: un tipo estupendo, más astuto de lo que aparentaba, capaz de luchar si sentía amenazados sus intereses o sus amigos, al corriente, por su oficio, de bastantes cosas, incapaz de seleccionar las informaciones que podía recoger, dispuesto a dar su camisa por poco que se supiera pedírsela, pero que se aburría en aquel país tan poco adecuado a su carácter exuberante. Félicien Dorat, que lo había comprendido, lo eligió como corresponsal, pero él, Fonts, le haría cómplice suyo.
Por lo demás, reanudaba una vieja costumbre. En todas las operaciones que había montado, Fonts siempre tomó por base una tasca o una boite; jamás un hotel, un burdel o un fumadero: la Policía tenía demasiadas amistades en ellos. El «Mitsouko» le valdría, pues si Dorat lo había escogido como cuartel general, no debía ser sin motivos. Los motivos de Dorat se confundían a menudo con los de Fonts y sus semejantes.
Sirvieron el champaña, y Gelinet lo aprovechó para hacer un brindis furibundo contra todos los belgicanos, esos hombres sin testículos, sin músculos, prontos a correr como liebres al menor pepinazo.
—¿Te quedas a cenar? —le preguntó a Pérohade.
—No puedo. Tengo que volver al «Mitsouko». Cuando no estoy, ¡hay cada despilfarro! Entonces, mi coronel, ¿qué digo a propósito de usted?
—Nada.
—¡No es posible! ¿Se queda? ¿Se marcha?
Fonts se levantó:
—Ya encontraremos algo. Tal vez podríamos publicar un comunicado según el cual no hemos venido nunca. Acompañaré a nuestro amigo a la ciudad.
La Ronciére le recordó que ninguno de ellos debía dejar la casa, que su presencia estaba señalada en todas partes y que policías o espías a sueldo del presidente, de la ONU o de los belgas debían vigilar los alrededores.
—Esa prohibición sólo reza contigo, Jean-Marie —le hizo observar Fonts—, porque te conocen, han visto tu foto. A mí me ignoran. Las gentes están obsesionadas por el trío: La Ronciére, Kreis, Fonts... Así que me voy solo. Me escondo en el cacharro para salir de aquí. Toma, podríamos hacer la jugada del tío Soustelle, bajo una manta... No podemos quedarnos sin informaciones. Necesito olfatear esa ciudad y la gente que la habita. Soy como los perros, funciono por la nariz.
El coronel se encogió de hombros:
—Al fin y al cabo, haz lo que quieras. Nos veo más bien mal salidos. Entonces, que agarres una cogorza o dos antes de volver a Francia... y que olisquees algunas faldas...
Fonts se sentó tranquilamente al lado de Pérohade. Cuando hubieron salido del barrio del Lido, le preguntó dónde vivía el cónsul de Francia, Musaille, y le rogó que lo llevase a su casa.
—Y si tienes diez minutos que perder —añadió—, me esperas. No delante de la puerta, por supuesto, sino en el cruce. Quizá pronto te dé con qué hacer un papel.
Paul Musaille se disponía a salir: tenía una cena con Ryckers, en el Consulado de Bélgica, una cena improvisada para las necesidades de la causa. Por supuesto, se hablaría en ella de la llegada de los mercenarios, lo cual sería interesante, se comería mal, lo cual lo era menos, y no habría, a guisa de chicas, más que viejas momias.
París le había notificado la llegada de los mercenarios, y también la presencia entre ellos de Thomas Fonts, que pertenecía «a los servicios» y a quien le sugerían que lo tratara atentamente. Desde entonces, nada.
Un viejo compañero como Fonts hubiese podido, al menos, tomar contacto, siquiera por teléfono, aun al margen de toda cuestión de servicio. Por primera vez en su vida, Musaille no se vería obligado a mentir diciendo que no sabía nada de los mercenarios. En aquella posición, nueva para él, se sentía incómodo.
Llamaron.
—Salud —profirió Fonts, empujando ante sí al criado que trataba de impedirle la entrada en el salón—. ¿Estamos en verdad en el domicilio de Paul Musaille?
—Estás en tu casa —respondió Musaille, de mal talante.
Fonts se acomodó, en efecto, como en su casa.
Musaille tenía cuarenta años, el pelo negro, una tripita; le gustaba la buena mesa y las situaciones confusas. Oriundo de Espalíon, se hubiera hecho rico de no ser por la guerra. Su padre era propietario de un restaurante reputado y de una cervecería. Paul sólo era cónsul y, en Espalion, no estaban muy orgullosos de él: todo él mundo puede ser cónsul, le decía su padre; basta con tener algunos diplomas y amigos. Para ser un buen tabernero, en cambio, hay que pertenecer a una de las tres o cuatro grandes familias de Aveyron, mostrarse ahorrativo y monógamo, tener el sentido de los negocios, ser sobrio, psicólogo y trabajador, todo lo cual no se le exige a un cónsul.
—Ya vuelves a estar metido en un berenjenal —comprobó Musaille, alargando a Fonts un vaso de whisky—, y vas a meterme también en él: nunca sabes desenvolverte solo. ¿Qué necesitas esta vez?
—Un poco de pasta: estoy sin una perra. Informes: estamos hechos un lío. También es menester que pongas sobre aviso al tito Chaudey... de nuestra derrota.
—Chaudey, es fácil. Informes, tengo la copia de uno que acabo de enviar, te lo voy a dar. Cuando lo hayas leído, sabrás tanto como yo. En cuanto a la pasta...
—¡Siempre tan roñica, cacho de cochino auvernésl Te extenderé un talón sobre París.
—Nunca me atreveré a cobrarlo: tus cheques siempre son sin fondos. Tengo ya tres o cuatro en una vieja cómoda...
Suspirando, Musaille salió y volvió con un fajo de billetes katangueños en la mano.
—Esto te bastará.
—Todavía no lo sé. ¿Qué combina has montado en este pueblucho para chupar de las notas de gastos?
—Es muy sencillo: al curso oficial, el franco katangueño equivale al franco belga; en el mercado negro, apenas vale la mitad... y si eso continúa, ni siquiera el tercio... Me hago pagar en Brazzaville.
—Llegará el día en que papá Musaille estará orgulloso de ti. ¿Conoces a Pérohade?
—¿Antoine? Un tipo estupendo.
—Será nuestro agente de enlace.
—Pero si vas a tener que largarte, mi pequeño Thomas, con tu coronel La Ronciére. Verdad es que ya estás acostumbrado.
—La jugada no ha terminado en absoluto.
—¿Tienes noticias de Dumont?
—El poder no le sienta bien; no hay quien lo trague desde que está custodiado por gendarmes. Era mucho más gracioso cuando esos mismos gendarmes le perseguían. En fin, no siempre se puede ser joven. Pásame tu informe, se lo entregaré a La Ronciére; es un hombre que le gusta leer. Cree en los papelotes. Tú, desde que los fabricas, engordas.
—Me aburro.
—Eso no va a durar. Pérohadé me ha dicho que eres muy amigo del chico de la ONU, O'Maley...
—Es el único que detesta a los ingleses tanto como yo. Pero, desgraciadamente, en Katanga somos los aliados de los ingleses contra la ONU.
—Cuida bien al joven O'Maley; le necesitaremos.
—¿Por quién le has tomado? No es ningún idiota, y hace mucho tiempo que sospecha lo que trajino a espaldas suyas.
—Adiós, guapa, me esperan.
Fonts se sirvió otro trago de whisky y desapareció.
Musaille se frotó las manos. Por fin, algo iba a ocurrir. Para crear el desorden confiaba en su viejo amigo Fonts.
Fonts estaba sentado a la barra frente a Nathalie. Había advertido a Pérohade:
—Voy a hacerle la rosca a tu parienta; así despistaré.
Una quincena de mesas rodeaban una minúscula pista de baile. En cada mesa, una lámpara con pantalla blanca. La costumbre quería que se firmase en la pantalla. Un pick-up distribuía música en sordina: blues, slows, entreverados de cha-cha-cha.
Dufermont, que andaba algo achispado, fue a instalarse al lado de Fonts.
Nathalie los presentó uno a otro.
—Monsieur Thomas, un turista francés. Monsieur Dufermont, de la «Sociedad Colonial de Maderas» del Alto Katanga.
—¿Qué puñeta viene usted a hacer aquí? —preguntó Dufermont—. He oído bien, ¿verdad? ¿Turista?
—Ver amigos, divertirme...
—¿Divertirse en EVille? Pero, Monsieur Thomas; ¡si en E'ville nos aburrimos! ¿Verdad, Nathalie? Voy a aburrirme un cuarto de hora más en el «Mitsouko», luego iré a aburrirme una hora o dos en casa de mi amigo Ravetot..., pues Ravetot se ha vuelto muy pesado desde que está enamorado de esa americana. ¿Un whisky? Yo también, boy. Discutiremos interminablemente del safari de la semana que viene. ¿Ha estado usted ya en safaris? ¿No? Bueno, pues es muy... muy... muy... aburrido. Quizá Jenny estará allí con su borrachín de marido. ¿Qué piensa usted de eso, Thomas? Podría enamorarme de Jenny. Es la mejor amiguita de Joan. Pero O'Maley ya figura como candidato. Esta noche, todo es complicado.
—Conozco eso —observó Fonts—. El bache entre el quinto y el sexto whisky, la fase depresiva. Boy, dos whiskies dobles.
Dufermont se ponía eufórico a medida que la borrachera le ganaba. Pero en este estado no podía soportar quedarse solo ni un minuto.
—¿Por qué no se viene conmigo? —propuso a su compañero—. Beber aquí o en otro sitio, siempre es beber.
Fonts le hizo un guiño a Nathalie y de pasada preguntó a Pérohade:
—Me hago embarcar por un tío. ¿Quién es?
—La juventud dorada de E'ville.
—¿No podrías llegarte a casa de Gelinet? Nada más que entregar este sobre... Es para mi amigo. Esta noche quizá no tenga nada que leer. Gracias.
Fonts metió el informe en el bolsillo de Pérohade y siguió a Dufermont. A los veinticuatro años, Dufermont se había ido de Bruselas porque allí se aburría y, desde hacía dos años, se aburría aún más en Katanga.
Paul Ravetot habitaba detrás de la fábrica de Lumumbashi, una villa de la empresa, categoría F para ingeniero soltero con tres años de antigüedad.
Había intentado darle personalidad colocando algunos mantones multicolores sobre los divanes, algunas esculturas negras en las hornacinas, y, encima del bar, una pala de piragua. El resultado no era afortunado: hubiérase dicho un zoco.
Para matar el tiempo, sus invitados probaban cócteles: old-fashion tras minth-julep, dry tras punch. John Ligget, aparentemente impasible, vaciaba vaso tras vaso, y sus mejillas iban enrojeciendo. Jenny, su mujer, tendida en un canapé, llevaba con el pie el compás de un disco de baile. Joan bailaba con Ravetot. Hubiese preferido estar sola, inventando pasos según su inspiración, en tanto que el chico, pegado a ella, la estorbaba.
Se acordaba de aquel chaval que una noche sorprendiera en el sur de España bailando, solo bajo la luna, encaramado como una cabra en lo alto de una calle estrecha que desembocaba en las estrellas. Chascaba los dedos y canturreaba con una voz que todavía no había mudado, con acentos ora roncos, ora agudos.
Cuando el chaval la vio, huyó a todo correr.
Ravetot le echaba el aliento en el cuello.
—Estoy cansada —le dijo—. Dejémoslo.
Ravetot era un peso muerto, y su olor la disgustaba. Dejando plantado a su galán, fue a sentarse junto a Jenny.
—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó.
—Nada, esperar.
—¿Qué?
—Que John Ligget esté completamente borracho, que Daisy haya vuelto de su paseíto con ese chico que no sé bien lo que hace, ni dónde, que ese capitán sueco haya terminado de hablar de su mujer y de sus hijos a Marcelle, que finge escucharle..., que sean las tres de la mañana para irse a acostar... En fin...
Entró Dufermont, seguido de Thomas Fonts, que imitaba su andar tambaleante.
—Toma, un nuevo —observó Jenny.
Se incorporó en su diván.
—Verdaderamente nuevo..., pues no tiene en absoluto la pinta que se estila en E'ville.
—¿Qué le pasa?
—No parece que se aburra en absoluto.
Cuando Fonts pasó junto a ella, Jenny le preguntó:
—¿Viene usted de Marte, caballero?
—En efecto, señora. Soy delegado de mi planeta para vigilar un moho que invade la tierra.
—¿Qué moho?
—¡Los hombres! En China han proliferado tanto que ni siquiera vemos ya las montañas con telescopio. Es muy molesto: tenemos absolutamente que desembarazarnos de ellos.
—¿Qué tratamiento se propone usted emplear contra ese moho? —preguntó Joan.
—Como siempre, facilitar su autodestrucción. Y citó dos versos de un soneto de Shakespeare con tono falsamente enfático:
Que la tierra devore ella misma su raza.
Que el fénix eterno se consuma en su sangre...
Luego, con mucha más naturalidad, pero con ese asomo de condescendencia de los funcionarios internacionales:
—Nuestra oficina de Nueva York nos ha indicado que era posible hallar en el Congo muy buenos virus de discordia, excelentes fermentos de racismo, de tribalismo, de antropofagia. He acudido en seguida: es mejor de lo que me esperaba...
—¿De dónde has sacado a ese mendigo que traes contigo? —preguntó con acritud Ravetot a Dufermont.
—¡Un mendigo! Yo estaba un poco trompa antes de venir aquí. Le he dejado conducir. ¡Tenías que verlo! Era gymkhana lo que hacía con mi «Chevrolet».
»Es un tío que sabe hacer bailar a los cacharros; se para en seco, gira en redondo, los neumáticos chillan... No es posible, debe de trabajar en un circo.
—Mira a tu clown; le hace zalamerías a Joan, y la muy zorra, para darme celos, le provoca adrede.
Sin hacer ningún caso a los demás invitados, Fonts se había acurrucado al pie del diván en el que estaban Jenny y Joan.
—¿Estará mucho tiempo con nosotros, señor? —preguntó Joan.
—Algunos días, algunas semanas. En mi planeta, los funcionarios disfrutan de una gran libertad. Tienen derecho a vacaciones ilimitadas cuando se trata de un asunto del corazón. En mi próximo informe hablaré de una pelirroja que tiene pecas en la nariz, de una morena criolla que balancea el pie como si estuviese en una hamaca... y ya no tendré nunca más otra precisión que proporcionar sobre mi misión.
—Tiene usted unos jefes muy buenos —observó John Ligget, con voz estropajosa.
Acercó una silla al diván y quiso acariciar el pie de su mujer, pero se ganó un taconazo.
—John Ligget, sólo es usted tierno cuando está borracho. Deje que este señor de Marte continúe hadándonos de sus problemas administrativos.
John se levantó y volvió al bar.
—¿Es usted italiano —preguntó Joan—, español o francés? Tiene usted un acento raro cuando habla inglés. No sé cuál. Déjeme adivinar su profesión. ¿Trabaja usted para la ONU? ¿La Organización Mundial de la Salud? ¿La UNESCO? Por lo general, son gentes que viven en el planeta Marte... Sólo se entienden entre ellos. Yo soy Joan Riverton y mi padre es el cónsul general de los Estados Unidos en este maldito país. He aquí a Jenny Ligget; acaba usted de ver a su cónsul británico de marido, ese que está un poco tipsy [11]. En torno de usted, la fauna local: jóvenes ingenieros solteros de la «Unión Minera», algunos ONU militares o civiles, secretarias que los acompañan y que, todas, quieren casarse.
Los ojos pardos de Fonts brillaban, y fue lo que Joan notó ante todo: aquella mirada inteligente, maliciosa, cómplice. Más tarde había de llamarla: su mirada «bromas y engaños».
—Entonces, ¿quién es usted?
—Me llamo Thomas Fonts —dijo él, poniéndose en pie de un brinco—. He nacido en la Cataluña francesa; no trabajo para ninguno dé los grandes pasteles internacionales que acaba usted de citarme. Soy mercenario.
—¿Es usted mercenario?
—Pertenezco a una categoría algo diferente de esa que ha visto usted pasearse por estos pagos. No me valgo personalmente de la metralleta. Me vendo, algunas veces por dinero, a veces por amigos, lo más a menudo para divertirme...
—¿Es divertido hacer la guerra?
—Elijo mi campo y no hago trampa amparándome en los grandes principios. ¿Baila usted?
—¿Por qué no? Me gusta la franqueza.
—Sólo soy franco con las mujeres que me interesan. Las otras sólo merecen la mentira: ¡se va mucho más de prisa!
Fonts tenía más o menos la misma estatura que Joan, pero bailaba bien y evitaba estrecharla contra sí mismo. ¿Por qué le recordaba a ella aquel niño que brincaba al claro de lima y que de pronto huyó? Sus manos eran nerviosas y enjutas; debía de haber bebido, pero no se le notaba. Su mentón azuleaba.
No volvería a verle nunca más. Ser mercenario era un oficio que no podía tolerarse en nuestra época y en parecidas circunstancias.
Terminado el baile, Fonts no la acompañó a su sitio. La boca se le había crispado en una sonrisa de chico resignado a que los mayores no le comprendan. Sin despedirse de nadie, desapareció. Joan pudo creer que le había hecho huir como al chaval del sur de España. Los seres de esta especie se hurtaban antes de que se tuviese tiempo de conocerlos y de juzgarlos: eran irritantes. ¿Tenían miedo de que les despreciasen?
Cuando Joan volvió al Consulado, aún había luz en el despacho de su padre. Entró.
Las gafas caladas en la nariz —sólo se las ponía para trabajar—, Arnoud Riverton, un vaso de whisky ante él, compulsaba una abultada carpeta.
—¿Te has divertido mucho? —preguntó.
—No.
Se quitó las gafas con las que golpeó los papeles que leía. Por la noche, solía entregarse a confidencias, pero que siempre se referían a su trabajo; a sus funciones, jamás a Sunnaarti, la linda indonesia.
—El asunto se complica —explicó—. Ya sabes que acaban de llegar unos mercenarios franceses: un coronel, un teniente y, además, un tal Thomas Fonts. Ése es particularmente peligroso. Acaban de mandarme su dossier.
—No es más que un mercenario,, un pobre tipo que vende su pellejo porque no tiene nada más que vender.
Riverton la miró, asombrado; ignoraba que su hija tomase tan a pechos los intereses de la ONU en Katanga.
—No, Joan, ese Fonts no está en venta: nos causó graves dificultades en Laos, hace año y medio, y toda nuestra política se ha resentido de ello; recientemente, estaba en Guinea de cónsul con aproximadamente el mismo grado que yo... si bien es mucho más joven. No es ningún mercenario. Sirve a su país y lo hace bien.
—¿Qué viene a hacer aquí?
—Nuestros buenos amigos franceses nos preparan otra vez una de sus jugarretas. Fíjate, Joan, no siempre carecen de razón. En Laos, acaso hubiéramos debido escucharles. Están a sus anchas en esos viejos y podridos países, pero tan pronto se les escucha se vuelven verdaderamente insoportables y se valen de nuestros dólares para hacer su política. Como no siempre son demasiado serios, hacen tonterías donde nosotros sólo cometemos errores. Me piden en el «Department» que me ocupe muy activamente de lo que haga Thomas Fonts.
—No ofrece ningún interés.
—¿Le conoces? ¿Ya?
—No he hecho más que cruzarme con él.
—¿Guapo chico?
—Thomas Fonts es bajito, cetrino, feo; estropea los versos de Shakespeare cuando los cita.
Riverton supo que estaba mintiendo. Delante de sus ojos, tenía una foto de Fonts vestido de paracaidista laosiano, ayudando a un tal Kong-Lee, capitán en aquel entonces desconocido, a apoderarse de Vientiane; la operación no había causado ni un muerto. Pero cuando las gentes que América apoyaba quisieron reconquistar la ciudad, hubo esa vez miles de ellos. Fonts se hallaba entonces en otro sitio. El cónsul tendió la foto a su hija y Joan enrojeció.
Inexplicablemente, se sentía feliz de que aquel pequeño moreno no fuese un aventurero vulgar, que hubiera sido un personaje oficial y que tantas personas se interesasen por él.
Tumbado en una estrecha cama, La Ronciére leía el informe que Fonts le había hecho llegar.
Lo hacía con su habitual seriedad, subrayando ciertas frases y anotando otras en un cuadernito que tenía a su lado. Pero aquel género de trabajo que, de ordinario, hacía con facilidad, le obligaba hoy a un gran esfuerzo. Porque no creía ya en su aventura katangueña.
Debía repetirse que siempre era interesante conocer un nuevo país y estudiarlo, que África se convertiría, un día u otro, en un magnífico campo de experiencia para todos los métodos de guerra subversiva.
Aquel informe llevaba en grandes letras rojas: «Muy secreto.»
Era una frase de rutina, pero aquella marca tranquilizaba a La Ronciére recordándole que seguía teniendo acceso a secretos, aunque fuesen de pacotilla, y que todavía formaba parte de los mandos de su país.
El informe no contaba más que tres días, puesto que llevaba la fecha: Elisabethville, 1.° de mayo de 1961.
Comenzaba recordando unas cuantas evidencias y, en primer lugar, que la «Unión Minera» del Alto Katanga estaba en el origen de la secesión, que ésta secesión sólo podía continuar gracias a ella, y que, sin su apoyo, el régimen del presidente Kimjanga se derrumbaría inmediatamente.
Esa ayuda se manifestaba de dos formas:
«Financieramente, mediante él pago de los cánones a la autoridad katangueño. Estos cánones representan un promedio de 26 mil millones de francos anuales, o sea, antes de la independencia, la mitad de las recaudaciones tributarias del conjunto del Congo belga.
Mediante el suministro en especies dentro de lo que se puede llamar el "Katanga útil", es decir, la franja minera que bordea la frontera rhodesiana. La "Unión Minera" ha cuidado del funcionamiento de los servicios públicos: electricidad, traída de aguas, ferrocarriles, etc. Únicamente porque la "Unión Minera" mantuvo su personal en su sitio cuando los sucesos subsiguientes a la proclamación de la independencia, Katanga no ha conocido el derrumbamiento y el caos que se han producido en las otras regiones. Los efectivos de la "Unión Minera" son de veinte mil empleados, de los cuales dos mil son dirigentes europeos.
»La "Unión Minera" niega hoy día que participe de una forma cualquiera en la vida política katangueña. Sus dirigentes, en particular, hacen mucho hincapié en negar que aporten cualquier ayuda financiera al régimen de Kimjanga. Se amparan detrás de la siguiente argumentación: nosotros pagamos, como siempre hemos hecho, los cánones al Estado congoleño. Las sumas debidas son entregadas, como de costumbre, en manos de las autoridades de Elisabethville, Si, luego, el régimen en el poder omite entregar al Gobierno central de Léopoldville la parte que le corresponde, es un problema político que escapa a la competencia de la Sociedad y que ésta no tiene por qué conocer.
»Esta explicación, evidentemente, no es aceptada por los adversarios del régimen katangueño, es decir, el Gobierno central de Léopoldville y las Naciones Unidas...»
Como muchos oficiales formados en las duras escuelas de la resistencia, de la guerra de Indochina y de Argelia, La Ronciére se hacía una idea infantil del mundo capitalista, de su organización y de los trusts que se imbricaban unos en otros formando su urdimbre. Los oficiales hablaban de ello entre sí, pero sin creerlo demasiado, como de los mitos que nos complacemos en agrandar, o de esos espantajos que se agitan en las reuniones públicas. Ninguno de ellos podía admitir que en nuestra época puedan sobrevivir sistemas tan caducos, y que el Estado no haya intervenido en ellos encomendando su gestión a funcionarios.
Sin siquiera darse cuenta, con todo y creer, las más de las veces, que dependían de una ideología opuesta, aquellos oficiales se habían vuelto socialistas.
Ahora bien, La Ronciére descubría que aquellos grandes negocios seguían existiendo, que podían decidir el destino de países enteros, pagarse incluso los servicios de cientos de hombres de su clase. Se daba cuenta de pronto del inmenso engaño, del cual querían hacerle cómplice. Hasta en el plano técnico, aquella presencia omnipotente del mundo del dinero no podía sino molestarle. ¿Cómo podía hacerse labor social al servicio de los Bancos y guerra psicológica para defender minas? ¿Cómo se podía fundar una nación para justificar los privilegios de un grupo financiero? Si me quedo, decidió La Ronciére, me valdré del dinero de la «Unión Minera» para hacer de Katanga un país de tipo socialista y, luego, en seguida nacionalizaré las minas. Entonces, Monsieur Van der Weyck tendrá tiempo sobrado para mejorar sus drive de golf.
Estimulado por la idea de traicionar a quienes le empleaban, lo. cual le permitiría seguir siendo fiel a algunos de sus principios, o más bien de sus técnicas, La Ronciére continuó la lectura.
La «Unión Minera» se había mantenido al margen de todas las agitaciones que siguieron a la proclamación de la independencia del Congo, dejando enfrentados en el escenario a dos grupos belgas de los cuales manejaba los hilos: aquellos que podían denominarse «ultras» eran encabezados por el comandante Van Beulans y el cónsul de Bélgica Ryckers, quien fuera anteriormente el jefe de Seguridad.
Una buena mañana, los cascos azules desembarcaron en el aeródromo de Elisabethville, a pesar de la oposición de belgas y kaitangueños, lo cual lo había cambiado todo.
A partir de entonces, era imposible continuar haciendo de Katanga un protectorado disfrazado. A su manera, los dirigentes de la «Unión Minera» habían hecho su autocrítica. Decidieron entonces que a los ojos del mundo Katanga debía comportarse como un Estado independiente, puesto que ya se hacía imposible considerar su integración a Bélgica. Esta solución de integración parecía condenada por la presión creciente no sólo de los comunistas y los afroasiáticos, sino también de los Estados Unidos, siempre a la búsqueda de una clientela para jugar una mala pasada a los rusos.
Fue entonces cuando la «Unión Minera» nombró a Pimuriaux capitoste de los liberales de la casa. Hacía varios meses que éste cobraba de los fondos secretos de la compañía.
Le hicieron secretario general de la Presidencia, pese a la violenta oposición de Ryckers, quien actuaba entre bastidores, y de Van Beulans quien, torpemente, se había nombrado «consejero político y militar» y, en consecuencia, controlaba todos los poderes.
Apoyado desde entonces por la «Unión Minera», Pimuriaux, a quien la víspera acusaran de traición, había comenzado a socavar las atribuciones de Van Beulans. Pero le costó mucho, y su plan para sustituir a los belgas por franceses acababa de sufrir un fracaso.
La Ronciére oyó de pronto en el pasillo el leve ruido que hacía un vestido de seda y, luego, pasos ahogados, los de una mujer descalza.
Tuvo un sofoco al pensar en aquella mujer que vagaba a tientas, guiándose por las paredes y que quizá le buscaba... Debía de ser Hortense Gelinet, puesto que era la única mujer de la casa.
Los pasos se deslizaron delante de su puerta, continuaron, subieron la escalera... En el primer piso no había más que una habitación abuhardillada: la que ocupaba Kreis.
La puerta de la habitación de Kreis se abrió lentamente, con un leve chirrido. El alemán dormía con la ventana abierta, y la luz gris de la luna iluminaba su rostro duramente tallado, sus cabellos rubios y su torso poderoso que la sábana descubría.
Hortense le miró respirar acompasadamente. Uno de sus brazos pendía.
Kreis despertó y, al incorporarse, se destapó hasta el vientre.
Con voz sorda, preguntó:
—¿Por qué me has escogido a mí? Había presentido que la presencia de tantos hombres a tu alrededor te obsesionaba; necesitabas a uno y tu gordo marido es viejo.
Hortense cerró la puerta: habló sosegadamente:
—Fonts no me gusta: no me agradan los hombres bajitos y morenos. Además, es un charlatán... y los hombres que hablan demasiado a menudo no hacen nada más. O son niños caprichosos que hacen desgraciadas a las mujeres. El coronel me da miedo. Conocí en E'ville a un misionero que se le parecía...
Una racha de viento que olía a madreselva levantó un pico de su camisa de dormir y puso al descubierto sus piernas y el arranque de un muslo.
—¿Por qué yo? —repitió Kreis.
—Eres fuerte y, además, la habitación de arriba es cómoda. No se puede oír nada... He sido yo quien te ha dado esta habitación.
Se quitó la camisa, tiró de la sábana y, con tranquilo impudor, con su mano tibia y suave acarició el sexo de Kreis antes de tumbarse encima de él.
En un soplo, murmuró:
—Los hombres ya no me dan placer, pero a mí me gusta que ellos lo sientan.
Nunca, ni siquiera un corto instante, Hortense perdió su control, atenta solamente a lo que hacía.
Luego se vistió y desapareció sigilosamente.
Kreis, sin decirle palabra, se había vuelto como si durmiese. Pero jurándose que algún día Hortense hallaría placer en sus brazos... pues era intolerable que una mujer se comportase como un hombre, diese en lugar de recibir, y permaneciese independiente.
La Ronciére oyó de nuevo los pasos que se deslizaban por el corredor. Le zumbaban los oídos. Estuvo a punto de levantarse para llevarse a Hortense a su habitación y echarla en la cama. Pero se contuvo, tragó un vaso de agua y se esforzó en continuar su lectura.
«Al mismo tiempo, Bruselas llegaba a las mismas conclusiones que la "Unión Minera". Los medios políticos belgas miran con simpatía al régimen del presidente Kimjanga, pero estiman que Bélgica no puede ya reconocer al Estado de Katanga sin provocar violentísimas reacciones en la ONU así como en todas las cancillerías. Actualmente, la postura del Gobierno belga se aproxima mucho a la de las potencias financieras: dar al presidente la ayuda necesaria para permitirle triunfar, pero comprometiéndose con extremada prudencia.
»Debo señalar que esa tendencia a la "retirada" belga es muy mal acogida por el conjunto de la población europea, que ve en ella un "chaqueteo", si no una "traición". Esta población sigue adicta a las formas tradicionales de la presencia europea en África; se había hecho a la idea de un Katanga bajo régimen colonial, y le resulta imposible comprender que poco a poco se encamine hacia una independencia verdadera, aunque los europeos casi tengan la seguridad de conservar sus ventajas y sus privilegios.»
«¿Qué está haciendo Fonts? —se preguntó La Ronciére—. Todavía no ha vuelto. —Miró la hora: la una y media de la madrugada—. ¿Quién le habría facilitado aquel informe? Alguien muy enterado, que disfrutaba de una gran independencia con respecto a la "Unión Minera" y al Gobierno belga, seguramente ajeno al país, pero a quien sus funciones permitían tratar con mucha gente... Sin duda, uno de los corresponsales del coronel Chaudey.»
Recorrió algunas notas relativas a la organización de la «Unión Minera» y por fin topó con un párrafo que le atrajo inmediatamente.
Se hablaba en él de su futuro adversario: la ONU. Ahora bien, La Ronciére tenía una gran cualidad: a diferencia de muchos camaradas suyos, jamás subestimaba al adversario y se esforzaba por conocerlo bien.
«No se hace física sin conocer perfectamente las leyes que rigen a los cuerpos; no se hace guerra psicológica si se es incapaz de identificarse totalmente con él adversario.» Así había iniciado su disertación en la Escuela de Guerra ante un auditorio de jóvenes oficiales superiores, agitados como si se tratase del «estreno» de una obra de teatro o de un filme.
«El nuevo representante del señor Hammarskjóld en Katanga, Mr. Patrick O'Maley, de nacionalidad irlandesa, se incorporó a sus funciones hace cuatro meses.
»No oculta sus prevenciones contra Katanga y él régimen del presidente, a quien considera como un "hombre de paja" en manos de los "ultras" belgas.
»Enérgico y decidido, su meta confesada es poner fin a la secesión y situar de nuevo a Katanga bajo la autoridad del Gobierno central de Léopoldville.
»O'Maley afirma no querer mezclarse en los asuntos internos katangueños y nunca pierde ocasión de recalcar que no siente ninguna hostilidad hacia él presidente Kimjanga. Define así su misión: aplicar las resoluciones del Consejo de Seguridad, que prevén el restablecimiento de la unidad del Congo y la salida de todos los mercenarios.
»O'Maley sigue afirmando que no tiene intención de emplear la fuerza para conseguirlo. En verdad, toda su política tiende a obtener del secretario general "luz verde" para liquidar la secesión katangueño.
»O'Maley no cree en la existencia de un sentir nacional katangueño. Estima que un despliegue de fuerzas suficientemente importante bastaría para inclinar al presidente a arrepentirse.
»O'Maley no dispone en la actualidad de fuerzas suficientes para emprender una operación de ese género sin incurrir en graves riesgos.
»El ejército katangueño cuenta aproximadamente con diez mil hombres. La ONU dispone en el conjunto de Katanga con siete mil hombres repartidos en un territorio muy vasto. Elisabethville está ocupada por tres batallones: irlandeses, suecos e indios. Suecos e irlandeses carecen, evidentemente, de valor militar.
»No obstante, O'Maley hace venir actualmente de Léopoldville importantes refuerzos de tropas indias, así como material de guerra.
»La importancia de la participación india en las operaciones de la ONU en el Congo ha ¡acarreado el nombramiento de un oficial indio, él general Siddartha, al frente de las tropas estacionadas en Katanga.
»Este nombramiento tendrá con toda seguridad por consecuencia un endurecimiento de la actitud de la ONU. El general Siddartha no oculta su intención de liquidar cuanto antes a los mercenarios y los funcionarios belgas, por quienes siente un odio violento...»
«Complejo de ex colonializado —pensó inmediatamente La Ronciére—, pero también del hombre de color con respecto al hombre blanco, del perteneciente al tercer mundo hambriento, sin organizar, que sólo tiene ensueños a guisa de ideas, contra un Occidente que revienta de riquezas, lúcido y despreciativo.
»Si yo fuese indio, o árabe, o indonesio no cejaría hasta acabar con ese Occidente. Pero él es orden donde yo no soy sino desorden, fuerza donde yo no soy sino debilidad. Entonces me valdría de sus divisiones, de su cansancio, de sus generosidades, de sus complejos de culpabilidad... ¡Qué poderosa palanca, un odio semejante! Nosotros, que ya no sabemos odiar, estamos perdidos.»
Al final del informe, una breve alusión a los balubas:
«Sí bien el régimen del presidente Kimjanga se ha consolidado desde hace nueve meses, no por ello deja de ser extremadamente frágil, pues no ha podido solucionar él problema baluba. Ahora bien, en una población de aproximadamente un millón ochocientos mil habitantes, Katanga cuenta un millón de balubas, todos en rebeldía contra las autoridades de Elisabethville.»
«Lo esencial está en este párrafo —pensó en seguida La Ronciére—. El primer problema que deberemos resolver será el de ese millón de balubas.»
El coronel apagó la lámpara de cabecera y se esforzó en reflexionar acerca de lo que había leído. El recuerdo de los pasos, el de la seda rozada, se lo impedía. Cuando llevaba demasiado tiempo de castidad, su imaginación dominaba a su razón y su trabajo se resentía de ello.
Fonts, con sus modales de chulo napolitano, podía encontrarle una mujer. Por supuesto, habría sido más cómodo ser servido a domicilio, pero su orgullo no le permitía ir a medias con Kreis.
La Ronciére, Fonts y Kreis estuvieron diez días a remojo en la salsa Gelinet.
Pimuriaux los visitó dos veces: la primera, clandestinamente, para renovarles sus consejos de prudencia; la segunda, para decirles que la situación mejoraba y que se esperaba de un momento a otro «alguien importante procedente de París». El secretario general les pareció menos inquieto. Incluso se había presentado en un coche oficial enarbolando pabellón katangueño.
—El presidente Kimjanga —les explicó— no había renunciado en absoluto a sus planes, y tanto era así que los belgicanos, sintiendo que perdían terreno, acababan de sacarse de la manga un complot... En ese complot, estáis implicados los tres, con el presidente de la Asamblea nacional, Bongo, el ministro del Interior, y yo, señores.
«Nuestro objetivo: asesinar a Kimjanga y sustituirle por Bongo. Eso es tan idiota que sólo puede ser idea del cónsul Ryckers y de Van Beulans. En seguida lo pensé y no me he equivocado.
—Ese Ryckers —preguntó La Ronciére—, ¿fue jefe de la Seguridad antes de ser cónsul?
—¿Cómo lo sabe usted? —se extrañó Pimuriaux.
El coronel hizo con la mano un ademán displicente:
—¿Es verdad?
—Sí.
—Debe haber montado su cuento con la ayuda de sus antiguos informadores.
—Y usted nos oculta algo —añadió Fonts—: el presidente ha empezado por creer en ese complot.
—Pero...
—Es una enfermedad de todos los jefes de Estado africanos: el complot..., y a menudo tienen motivos para desconfiar.
«Utilizando algunas recetas trucadas de la democracia, hemos hecho de ellos lo que eran sus predecesores de antes de la conquista: reyes negros inamovibles.
»Restan solamente el complot y el asesinato para desembarazarse de ellos.
—Veo, Monsieur Fonts —replicó Pimuriaux, impaciente—, que conoce usted bien África. Es exacto que, en un principio, el presidente, a quien habían entregado informes de confidentes, se atemorizó. Sólo que Bongo ha echado el guante a uno de esos confidentes y, delante de Kimjanga, le ha hecho confesar que mentía.
—¿Cómo? —preguntó inocentemente Fonts.
—No lo sé con exactitud. El ministro es a veces un poco brutal.
—¿Actuaba personalmente?
—Eso no es cuenta nuestra. El presidente sabe ahora que han querido engañarle; está furioso contra Ryckers y Van Beulans.
—Que los eche; tiene un buen pretexto.
—No es posible... todavía. Las armas, el encuadramiento del Ejército, los balubas...
—¿Podría usted hablarnos un poco de los balubas? —preguntó La Ronciére.
Pimuriaux alzó sus bracitos al cielo.
—Un problema muy delicado, mi coronel.
Fonts se acercó, interesado. Todo cuanto se refería a las tribus, a las sectas, a las minorías, le apasionaba. En este terreno se sentía a sus anchas; conocía los métodos que debían emplearse, con todo y saber que, las más de las veces, no se trataba ahí sino de supervivencias de un pasado condenado por una evolución inexorable.
—¿No se han ocupado los belgas de ello? —insistí ó La Ronciére, viendo que Pimuriaux trataba de zafarse.
—Desde hace cinco meses lo intentan. Cuando la independencia, todo el norte del país y toda su población nos había rehuido.
—¿Cuántos balubas incluye esa población?
—Un millón.
—¿Y el resto de Katanga sin los balubas?
—Un poco menos. Pero esos balubas, a quienes llaman los judíos de África, no son oriundos de Katanga. Fueron importados de Kasai por todos los empresarios belgas, la «Unión Minera» entre ellos. Más inteligentes, más evolucionados que los autóctonos, acapararon todos los empleos subalternos, todos los puestos de obreros cualificados, lo cual no dejó de provocar grandes envidias.
»Cuando la independencia, tuvimos que escoger: apoyarnos en las balubas o en las otras, tribus. Escogimos las otras, y los balubas, que habían tomado por jefe a un tal Melchior Molanda, amigo de Lumumba, se sublevaron.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Mandamos a la gendarmería katangueña encuadrada por sus oficiales y suboficiales belgas para restablecer el orden. No puedo decirlo más que a ustedes, pero se pasaron mucho de la raya. No se pudo con todo el norte del país.
—Situación clásica —zanjó La Ronciére—. En Katanga, una mayoría, los balubas, no puede expresarse contra una minoría que reúne todos los poderes y todos los cargos. Nosotros deberemos, si no atraerlos, al menos poner fin a la represión, ofrecer a los balubas cargos al menos honoríficos. Esos militares belgas se creen todavía en tiempos de Stanley.
—No te olvides de que estamos en el África negra —le hizo observar Fonts—, que todos los problemas son más complejos y los contornos menos definidos.
—Existen reglas elementales...
—África lo digiere todo, hasta tus reglas.
Pimuriaux, quien sabía lo molesto que el problema era para Katanga, hizo como su presidente: sé lo quitó de la cabeza porque no le hallaba una solución.
—El señor director general Van der Weyck —dijo— les tiene a ustedes muy presentes... Pienso que por su parte ha hecho intervenir a Bruselas, e indirectamente a París...
El rostro rosado de Pimuriaux se ensanchó en una gran sonrisa:
—Ya ven ustedes que todo se arregla. Aquí están ustedes bien: aires buenos, reposo... y compañía.
La Ronciére, aparentemente muy sosegado, le recordó simplemente que dentro de cinco días tomarían el avión de París y que, si todo iba tan bien, él tenía, por tanto, tiempo de sobra para poner orden en todo aquel lío.
Pimuriaux se dirigía hacia su coche cuando Fonts le llamó:
—Oiga, amigo, ¿es cierto que el general indio Siddartha, que manda las tropas de la ONU, declaró anoche, en una reunión en casa de O'Maley, que había que echar el guante a todos los mercenarios, hacerlos comparecer ante un tribunal militar y ahorcarlos inmediatamente después?
—Siddartha estaba bebido; tiene mal vino. Es verdad que os detesta, que detesta a todos los blancos.
—Le he preparado una nota que hará usted el favor de insertar en el periodicucho local y comunicar a las agencias. La leerá usted en su coche, esto le distraerá. Mis respetos a Madame... y dígale que no se vaya de la lengua.
—¿Cómo dice?
—Su mujer anda diciendo en todas partes que me intereso mucho por Joan Riverton, lo que no es verdad. Sólo la he visto una vez y nos entendimos muy mal. Si Monette continúa, me veré obligado a cortarle las orejas al joven Ravetot. ¿No ha sido él quien se ha encargado de informarla? Sería una lástima; puede que algún día necesitemos de él.
Pimuriaux estaba aturdido hasta tal punto, que por poco se sienta al lado del chófer. ¿Cómo podían estar tan bien informados aquellos demonios de hombres? Gelinet no comprendía nada de nada, y su mujer sólo pensaba en retozar. Decronelle..., ni pensarlo. Le daba la lata todos los días para tener noticias de los mercenarios. Pérohade... era francés, habla sido paracaidista, pero no estaba bastante bien relacionado, aunque se hablase mucho de él en el «Mitsouko».
Mientras su coche se dirigía en la oscuridad hacia la Presidencia, se sacó del bolsillo el papel que le había entregado Fonts: estaba escrito a máquina:
«El general Siddartha se sentiría extremadamente molesto por la presencia de mercenarios franceses en Katanga. Se propondría incluso hacerles ahorcar... si los atrapa.
»El general, que puso ya de manifiesto su fuerte personalidad con una serie de planchas monumentales, cuando pertenecía a una comisión internacional en Extremo Oriente, teme que se sepan las consignas secretas recibidas de su Gobierno.
»Nehru se propone seriamente transformar el Congo en zona de colonización para sus compatriotas demasiado apiñados en su país. Pero para ejecutar este plan sería menester antes echar a los blancos. De ahí ese odio, y ese miedo de los mercenarios, que, por supuesto, sólo existen en su imaginación.
«O'Maley ha sido puesto al corriente de este plan en todos los detalles y no estaría de acuerdo.
«¿Estará la cosa que arde entre esos caballeros...?»
Llegado a la Presidencia, Pimuriaux llamó a Decronelle por teléfono:
—Amigo mío, tengo para usted una información sensacional...
—Ponte los trapos domingueros, Jean-Marie, y adopta tu más hermosa expresión de guerrero pensador: el rostro contraído, los ojos entornados, y el aire de tener grandes proyectos... Estamos invitados en casa del cónsul de Gran Bretaña. Tranquilízate, él no estará: se pasea en algún lugar cualquiera de Rhodesia. Dejamos aquí a Kreis... ¿Verdad, Karl, que prefieres quedarte? A propósito, dile a Hortense que duplique la dosis de somnífero de su viejo. Esta noche, ella maullaba como una gata en celo. Te indicaré dónde puedes avisarnos si pasa algo.
Kreis se levantó y fue hacia Fonts:
—Monsieur Fonts, ¡no tengo por qué recibir de usted ni orden ni consejo al margen del servicio!
Fonts no se movió:
—Kreis, me estás chinchando, y no tengo la costumbre de que nadie lo haga. Tu historia de faldas con Hortense forma parte, como dices, del servicio, pues si el viejo Gelinet se entera nos echará a la calle. ¿Adonde iremos? Así es que hazle el amor, pero tápale la boca con esparadrapo y no te las des de listo porque cabalgas a una tía en celo.
Kreis levantó el puño.
Fonts retrocedió dos metros, agarró una silla de teco y, apuntando con las patas de ésta hacia la cara de Kreis, aguardó el ataque medio agachado.
Kreis, su cólera atajada, dejó caer los brazos:
—Monsieur Fonts, es usted muy imprudente. Algún día habrá alguien que le saque las tripas antes de que haya tenido usted tiempo de agarrar una silla o una botella.
—Siempre se tiene alguna cosa a la que echar mano; un cuchillo, un revólver, una granada. La partida siempre queda igualada.
Fonts dejó la silla y La Ronciére, como si no hubiese habido incidente alguno, preguntó:
—¿Habrá chicas?
—Sí, dos, y como nosotros seremos dos...
—¿Quién te ha informado acerca de Siddartha?
—Un telefonazo de Joan. No sé cómo habrá conseguido nuestro número. «Entonces, mi pequeño Fonts, ¿es cierto que le ahorcarán a usted? Esto es al menos lo que decía anoche el general Siddartha. ¡Vaya lamentable final de carrera! Jenny y yo quisiéramos antes cenar con usted. ¿Por qué no trae consigo a su amigo, ese coronel que se hizo tan tristemente célebre en Argelia?» Como ves, no se les puede ocultar nada a esas tías.
—¿Quién es Jenny?
—La mejor amiga de Joan, la mujer del cónsul inglés.
—Detesto ese género de volátil.
—A ésa no, ya verás. Se aburre, su marido bebe...
Un poco más tarde, en el coche que Gelinet les había prestado, La Ronciére preguntó a Fonts:
—El hombre que está al llegar y del que nos habló Pimuriaux, ¿quién es?
—Chaudey, disfrazado de no sé qué... Musaille, el cónsul, me hizo avisar que le aguardaba.
—¿Conoces bien a ese Musaille?
—Muy bien.
—¿Es de fiar?
—Sí, mientras se divierta y no arriesgue su carrera. Pero le gusta mucho divertirse... y atracarse...
»Anoche cené con él a solas. Hizo personalmente la manduca. Hubieras tenido que verle, arremangado, con un delantal sobre su tripita, mimando su asado de buey. Comimos en la cocina... Le gusta levantarse de la mesa cada dos minutos para revolver cacerolas. ¿Sabes que su familia está forrada de dinero?
—¿Y la tuya?
—Mi madre es rica, yo no. Es una hermosa finca la de los Fonts en Elne. Mira, tienes suerte de haber nacido en la inopia. No puedes saber lo duro que es hacer parné... cuando ese parné es leal y bien adquirido con tierra y viñas que maduran al sol. Ese parné, uno no se atreve a gastarlo. Esa mezcla de la tierra, del sol y del sudor es sagrada. Ya verás, Jenny es una chica interesante. Lástima que esa asquerosa pelirroja de Joan me exaspere tanto.
—¿Qué te ha hecho?
—Cree que los hombres no han sido creados más que para divertir a las mujeres. Espera, no vaya a equivocarme... a la izquierda... luego a la derecha..., una casa aislada y perros. Ahí. ¿Los oyes chillar?
—¿Crees que eso irá bien?
—¿Las chicas?
—No, nuestra operación en Katanga.
—Estoy seguro..., se masca, pero no deberemos entretenernos aquí demasiado tiempo.
—¿Por qué?
—En África, sólo salen bien los golpes de mano. No hay nada que dure. África se parece a mí, y me conviene.
En la luz de los faros apareció una silueta delgada, en blue-jeans y camisa clara, de cabellos rojizos.
—Es Joan. No puede decirse que se haya acicalado.
Joan se acercó a la portezuela:
—Salut —dijo, en francés—. Hemos montado a caballo hasta ahora. Pero si ustedes lo desean podemos ponernos vestidos de noche. Jenny me prestará uno. Quizá sería preferible un vestido de noche para la última cena de dos valientes soldados que, al amanecer, el general Siddartha hará colgar tras haber sacrificado a Vishnú, Siva, Khrisma y a dos o tres dioses igualmente raros. Seguidme, es por ahí.
También Jenny llevaba pantalones, y sus largos cabellos negros sueltos le llegaban casi hasta la cadera. Intimidado, sintiéndose de pronto torpe y cohibido, La Ronciére le besó la mano.
Envidiaba la soltura de Fonts, su insolencia sabiamente dosificada. Él se comportaba en todas partes como un extraño, trabado por convencionalismos y tabúes. Cuando los violaba, también lo hacía muy mal, exageradamente, y se extralimitaba.
—Coronel —le preguntó Jenny— pues es usted, creo, coronel. Por primera vez sucede algo raro en la vida de Joan: un hombre que la irrita hasta el punto de que no puede menos de hablar de él sin parar. Se trata de su amigo.
—Habla usted muy bien nuestra lengua.
—El segundo marido de mi madre era francés. Mi padre vive en Rhodesia. Somos, ¿cómo lo diría?, los pieds-noirs de este país. La guerra de Argelia le apasiona.
—¿Y a usted?
—Lo que hacen los hombres entre ellos no me interesa; sólo lo que hacen o no hacen a las mujeres. Creo que me hago comprender mal... Quería decir, si son aliados o enemigos de las mujeres.
—¿Y su marido?
—Ni lo uno ni lo otro. Es inglés. ¿Un whisky? Me hubiera gustado preparar cócteles, pero siempre me equivoco con las mezclas.
Joan compareció:
—Thomas Fonts pretende que en tu cocina están haciendo un guisote infame. Dice que sólo conoce a un hombre en el mundo capaz de enderezar un entuerto semejante: Musaille, el cónsul de Francia; le está telefoneando.
Fonts volvió.
—Musaille no está en casa.
Se llevó aparte a La Ronciére:
—Desde luego, Musaille estaba en su casa; el tito Chaudey acaba de llegar a Elisabetville. Mañana, Chaudey se entrevistará con el presidente. Te lo dije..., se está mascando.
Luego, se dejó caer sobre un canapé al lado de Joan.
La Ronciére alzó su vaso hacia Jenny:
—No se parece usted a las mujeres jóvenes de Argelia.
—¿Qué tienen ellas?
—Más avidez, menos indolencia, o soltura, si lo prefiere usted. No supieron darnos el gusto de morir por ellas.
—¿Y las mujeres de África? Las blancas, por supuesto.
—Es usted la primera que encuentro... y estoy... —metió la nariz en su vaso— turbado.
—Telefonearé la noticia a mi padre: ¡por fin tenemos franceses dispuestos a morir por Rhodesia!
La Ronciére estaba furioso de su grandilocuencia... Aquella mujer se burlaba de él. Le hubiese gustado reprenderla. Pero las mujeres eran seres inasequibles que poseían sus propias jerarquías y no respetaban las demás.
Joan intentaba zaherir a Fonts:
—¿Cuántos muertos ha habido en Laos? —preguntó.
—No lo sé, la guerra continúa.
—¿Y eso no le preocupa?
—Sí. Los laosianos no estaban hechos para combatir. La guerra les sienta poco más o menos como un sombrero de plumas a un obispo. Verdaderamente, ha hecho falta que todo el mundo se meta para que ellos se peguen tiros en lugar de perderse, unía vez más, en interminables discusiones entreveradas de fiestas.
—¡Pero fueron ustedes quienes empezaron, Thomas Fonts! Lo sé.
—Escuche, codorniz mía...
—¿Codorniz mía?
—Es el nombre de un ave. En otoño, corre por las aliagas... Encontré en Laos a un compañero de una tribu del Norte que estaba preocupado. Quería tomar una ciudad y no sabía cómo hacerlo. Le ayudé un poco... La ciudad era Vientiane.
—¿Y el capitán?
—Kong-Lee.
—El resultado es bonito: Kong-Lee se pasó luego a los comunistas.
—Regresará o se hará apiolar, lo cual es cosa suya. ¡Una jugada tan bien montada...! Por una vez, teníamos a los rusos con nosotros, entre bastidores..., nada más que para fastidiar a los chinos. Tiré los dados, pero los otros han continuado la partida y la han echado a perder. Recuerde usted que nada es sencillo, y hablemos de otra cosa.
—¿Qué ha venido usted a hacer aquí, Thomas Fonts? ¿A defender los intereses de la «Unión Minera»? ¿A morir por unas minas? ¡Lamentable! En el Renacimiento, los mercenarios combatían para hacerse con reinos y los conquistadores buscaban Eldorado.
—¿Qué viene a hacer su padre? ¿Solamente a representar a la ONU? ¡Vamos ya! ¡Echar mano sobre esas minas para su Gobierno y los grupos financieros que ese Gobierno protege!
—No necesitamos cobre.
—Pero sí cobalto. Y también nosotros, en Francia, tenemos necesidad de cobalto, para hacer rancho aparte entre la URSS y ustedes. A veces, desde el fondo de nuestro pasado nos vuelven a ganar los deseos de representar de nuevo el papel de gran potencia. No es ningún crimen.
Cogió del brazo a Joan:
—Vayamos al parque. Un condenado a muerte debería tener derecho, antes de su ejecución, a darse un último garbeo por un parque del brazo de una muchacha. Pero le dan ron... en ayunas y por la mañana.
—¿Romántico?
—No, realista. En dos o tres ocasiones he evitado por los pelos la copa de ron.
—¿Por el cobalto?
—No, por los compañeros.
—¿Tiene usted muchos compañeros? Parece que se pasa la vida agitándose y metiéndose en toda suerte de cosas.
—Los amigos no se escogen, os escogen ellos.
—Porque os parecéis. Me cuesta verle a usted de compañero, según dice, de quienes yo aprecio.
—¿Son aburridos?
—¡Es usted insoportable! Siempre con piruetas.
Hacía viento, un viento leve, perfumado, que traía consigo todos los olores tibios de la primavera, de los céspedes mojados de rocío, de las rosas, los mangos y las jacarandás y, en el fondo de todo, un aroma a azúcar, a descomposición y a chamiceras, que venía del ecuador y que era el verdadero olor de África.
—¿No está usted contenta? —preguntó Fonts, inclinándose hacia Joan.
—No mucho —admitió ella—. Me aburro, y mi padre no me comprende.
—¿Prometida?
—Por supuesto.
De pronto, acababa de inventarse aquel novio como una primera defensa.
—¿Tampoco la comprende a usted?
—Tampoco, y la codorniz, como dice usted, está triste; pero ya se le pasará.
De súbito, Fonts se acercó a ella y le rozó los labios con un beso. Ello se quedó asombrada de no haberlo abofeteado... Pero, ¿cómo podía abofetearle por aquel beso que no era del todo un beso, sino más bien una muestra de amistad o de simpatía, un juego? Aquel diablo de hombre tenía el don de ponerle a uno en situaciones falsas en las que enfadarse arriesgaba ser ridículo. Tras haberla besado, Fonts ni siquiera le había cogido el brazo, lo cual era de cajón y le habría permitido protestar. Pero él caminaba a su lado, con la cabeza gacha.
—¿Es usted casado? —le preguntó a Fonts.
—¿Para qué casarse? Es la historia de un forastero que durante la vendimia ha bebido un vaso de vino nuevo, un vinillo de la tierra. Lo ha encontrado bueno; desde luego, acababa de ser prensado, todavía picaba en la lengua y sabía a fruta. Acto seguido compra un barril y lo mete en su bodega, donde el vino nuevo se torna vinagre.
—Los franceses dirán lo que sea de las mujeres, pero son los más burgueses de los hombres. A menudo se casan con sus amantes.
—Nunca tuve amantes, solamente amiguitas con las cuales me ocurría acostarme.
Entraron en el vestíbulo.
Jenny estaba en su postura favorita: tumbada en un diván, marcando un compás con la pierna. Apoyado en la chimenea, el coronel daba una conferencia.
—Fíjese en La Ronciére: excelente especialista de lo patético y de los bellos sentimientos. Resultado: hace más daño que yo.
—¿Usted cree?
—Todo es función del tono con el que comienza una aventura, cómica o trágica. Luego, basta con mantener el tono.
—¿Y usted es...?
—Un cómico, por supuesto. Jean-Marie, déjame adivinar de qué hablabas a Jenny: ¿de la Resistencia, de Indochina o de Argelia?
—Del papel de la mujer en la guerra moderna: ese papel es primordial. Quien quiere ganar ha de tener a las mujeres de su parte. En Indochina, en Argelia, no nos hemos apoyado suficientemente en las mujeres. Lo haremos aquí. ¿Qué le parece a usted, Jenny?
—No puedo soportar a todas esas criaturas que se pasean de uniforme, esgrimen metralletas o pronuncian discursos. Las bellas cortesanas siempre tuvieron más importancia que ellas, incluso en política. Pido que se proclame la neutralidad de todas las mujeres.
Sonó el teléfono. Preguntaban por el coronel La Ronciére. Kreis estaba al aparato:
—Mi coronel, Pimuriaux está aquí, y también alguien de París. ¡Es preciso que venga usted en seguida!
—Lo siendo mucho —se disculpó La Ronciére—, pero nos vemos obligados a irnos. ¿Te vienes, Fonts?
Y, besando la mano de Jenny, repitió:
—De veras lo siento mucho.
Jenny, con su andar largo y balanceado, lo acompañó hasta el coche, sin saber aún si se alegraba o lamentaba aquella marcha precipitada.
Fonts pasó la mano por el pelo de Joan, la atrajo hacia sí y la besó en la boca, pero ella le mordió.
Soltó una carcajada y se sumió en la noche.
Hortense y Kreis estaban echados de espaldas, juntos, pero sus cuerpos no se tocaban.
—Cuéntame —pidió Hortense.
—Aquellas unidades las llamábamos «Einsantzgruppen». Yo pertenecía entonces al grupo C, encargado de operar en la región de Kiev, en la retaguardia de las tropas. Había ya bastantes guerrilleros que luchaban contra nosotros detrás de nuestras líneas.
»Barro en todas partes y líneas telefónicas derribadas... Aquel género de operación era denominado "filtraciones". Todo lo que era adulto o masculino lo recogíamos. Más tarde, llamaron adultos a tíos cada vez más jóvenes... y guerrilleros, incluso a las mujeres... Cuando éstas eran de buen ver, las poníamos aparte. Algunas veces, esos guerrilleros tenían armas.
—¿Algunas veces?
—Sólo algunas veces[12]. Pero un día u otro hubieran podido recibirlas... o quitárnoslas...
»Kaufmann había puesto a punto un procedimiento rápido para desembarazarnos de ellos. Un día se me ocurrió hacer otro tanto. Llené completamente un camión: treinta, cuarenta, apretujados unos con otros, judíos, comunistas: eran todos grises, sucios, barbudos, con ojos desorbitados, y la nuez del cuello que cada vez se agitaba más de prisa a lo largo de los gaznates.
«Mandé poner un hilo telefónico al cuello de cada uno de ellos, un hilo bastante corto, atado a una hilera de postes con una gran barra atravesada.
»Por la noche, los muy canallas habían saboteado postes y, sin embargo, sabían perfectamente que estaba verboten.
«Hice una señal al chófer. Éste arrancó bruscamente. El barro salpicaba bajo los neumáticos, un barro que era casi blanco.
—¿Y entonces?
—Los treinta canallas, ahorcados de un tirón, pataleaban al extremo de un hilo telefónico. Era buen material, no se rompió ningún hilo. Verdad es que los hombres no pesaban mucho: hacía largo tiempo que apenas comían.
—Eres un monstruo y un sádico, Karl.
—Me lo habían ordenado... y un soldado que no obedece debe ser fusilado. Lo pone el reglamento. Pero, ¿sabes, Hortense?, no todos perneaban. Los había cuya nuca quedó rota de golpe, por lo general los que estaban en la delantera del camión. Sólo que cuando el camión patinaba se tardaba más.
—Cállate.
—No quiero sino callar...
Hortense alargó la mano, la pasó sobre su pecho, hincó las uñas e inclinó la cara sobre la suya.
Kreis giró sobre sí mismo y se le puso encima.
Entonces fue cuando sonó el teléfono.
—Corre —dijo Hortense—, eso va a despertar a mi marido.
Cuando Karl volvió, Hortense se había ido. De ella sólo quedaba su olor.
¿El barro blanco? Pero, ¿era blanco..., o rosado como el dentífrico aquel barro de Kiev? Kreis solía inventar detalles y echar horror donde él no lo había hallado.
La historia del camión de judíos era auténtica, pero él no había prestado ninguna atención a los que iban a morir. No, no era un sádico, no le causaban ningún placer aquellas ejecuciones. Le habían dado orden de ahorcarlos, y Kaufmann elogiaba en todas partes su método: él lo había probado.
Que sean colgados de hilos telefónicos o de cuerdas, que se suban a sillas o que les hagan caer de un camión, ¿qué más da para esos canallas? Pero, ¿qué es un canalla? Aquel que no está al lado de uno, es decir, que no hace la guerra como uno quisiera que la hiciese.
¿Qué es un monstruo? El verdugo es un monstruo, pero también el juez, y aquel que manda al juez, y aquel que hace la guerra..., sea del lado que sea.
Cuando se hace la guerra no hay que tratar de comprender, sino sencillamente obedecer. Si se quiere comprender, se empieza a charlar con el enemigo; pronto se acaba siendo su cómplice. Entonces es un fastidio, porque todo el mundo tiene buenas razones para obrar como lo hace.
En Argelia, se empezó a charlar demasiado, y Argelia sé había perdido.
A Kreis no le gustaba reflexionar. Había obedecido, siempre obedecido, porque era sencillo. De pronto, imaginó a Fonts perneando al extremo de un hilo telefónico... o al coronel La Ronciére. ¿Acaso ambos no eran entonces unos canallas?
Su asunto parecía arreglarse. Pero cuando lo de Katanga hubiese terminado, ¿adonde iría él? Los egipcios reclutaban, al parecer, instructores para su ejército... con frecuencia alemanes, y paracaidistas. Los hombres seguirían luchando todavía mucho tiempo, no ya en los grandes países, era demasiado peligroso con las bombas atómicas..., pero sí en los pequeños, todos aquellos que creían que ser independiente es ante todo jorobar a los demás.
Hortense ya no volvería esta noche. Oía roncar a su viejo marido, ese que siempre hablaba de testículos porque ya no podía usarlos.
Hortense quería que le contasen horrores antes de que le hiciesen el amor. Entonces tenía la impresión de acostarse con un animal, y eso era lo que la excitaba.
Hortense no era ningún monstruo y ningún juez la hubiera condenado; tenía necesidad, sencillamente, de especias, en tanto que él, Kreis, por haber obedecido a sus jefes, hubiera podido tener graves fastidios después de la guerra.
Únicamente los rusos y los franceses habían sabido mostrarse realistas: los franceses reclutaban para su Legión Extranjera, los rusos para la policía y el ejército de la Alemania del Este.
Pero los rusos exigían un cursillo de formación política, mientras que los franceses tan sólo requerían una buena salud.
Ach! La Legión era una cosa buena, sobre todo en Indochina. Había aquel campamento en las afueras de Hanoi que instalaron en el antiguo barrio de las cantantes, las bailarinas y las prostitutas. Todo en torno, rebaños de chicas baratas, chinos que fiaban, y bajo las lámparas de acetileno uno podía sentarse para comer una sopa que raspaba la garganta, tanto la habían rociado de" guindilla y de ngoc-mam.
Al coronel Chaudey no le gustaban los viajes. Pillaba resfriados en avión y siempre tenía miedo de que le extraviasen su equipaje. ¡Vaya idea se le había ocurrido a Dumont de enviarle a Elisabethville! para «restablecer el orden», de endilgarle un nombre falso pero, con una orden de misión en regla! ¿Qué le diría a ese presidente Kimjanga? Que el Gobierno francés estaba descontento porque Katanga no utilizaba los mercenarios que él, Kimjanga, había contratado y pagado..., muy bien pagado, por lo demás.
Chaudey encontraba que hubiera sido más prudente dejarlo correr todo. Desde el principio, aquel asunto había tomado mal cariz. El asesinato de Lumumba vino a complicar cosas, que ya lo estaban sobradamente.
Y, sin embargo, él, Chaudey, estaba aquí esta noche con la consigna de arreglar las cosas. Los intereses que defendían a Katanga eran decididamente muy poderosos.
Llegó una mujer, seguida de Pimuriaux: traía una bandeja con vasos y una botella. ¡Ya era hora! Desde su llegada a Elisabethville, Chaudey se moría de sed... y, sin embargo, no hacía calor. Otra vez engordaría. En cada viaje ganaba tres kilos.
Aquella chica no era mal parecida, pero sus ojos eran extraños: muy anchos, y la pupila reducida a una cabeza de alfiler, como en los drogados.
«Es una ninfómana —pensó Chaudey—, pero, ¿a quién hace feliz?»
Imaginó a La Ronciére a vueltas con ella.
—Señor consejero... —comenzó Pimuriaux.
Es verdad que le habían bautizado consejero. ¿Por qué no reparador de cacharros rotos y de porcelana?
Chaudey trasegó un gran vaso de cerveza con satisfacción, y luego con remordimiento.
—Le escucho, señor secretario general...
—Pedí al coronel La Ronciére y a Monsieur Fonts que no saliesen de la villa.
Chaudey tuvo ganas de otra cerveza, lo cual le agrió:
—¿Por qué? ¿Estaban prisioneros?
—No exactamente..., pero la prudencia... En fin, se presentaron...
El coronel esperaba tomar el avión de la tarde, inmediatamente después de haber visto a Kimjanga. Pero en estos países fantásticos las citas siempre quedaban aplazadas, lo cual le obligaría a pasar por Salisbury. En Salisbury, sin duda encontraría a alguien que le identificara, y en las Embajadas no se tenía otra cosa que hacer sino chismorrear.
Los chismorreos llegarían hasta París, y cuando él regresase en el Quai le pondrían hocicos como si hubiese traicionado una causa. Necesitaría quince días para salir adelante. Entretanto, se producirían toda suerte de pequeños «incidentes lamentables» que vendrían a complicar su trabajo y su vida.
Alargó su vaso:
—Querido amigo, un poco más de cerveza, por favor. El jamón que me ha ofrecido usted estaba muy salado.
Entraron La Ronciére y Fonts. Éste se secaba los labios con un pañuelo manchado de sangre.
—¿Muerden ellas? —le preguntó Chaudey—. Dicen que se afilan los dientes. Buenos días, mi coronel. Decididamente, este asunto ha empezado mal, pero Pimuriaux pretende que podremos arreglarlo.
—¿Cómo? —preguntó La Ronciére.
«Siempre tan tajante, este tío —observó Chaudey—. Encuentra normal que llegue de París para sacarle de un atolladero.»
Chaudey se había retrepado en su sillón y, rascándose la barbilla con la punta de los dedos, intentaba darse el aire de una vieja esfinge:
—Vamos a ver, vamos a ver... No veo muy bien cómo puedo intervenir personalmente... Francia sigue sin reconocer a Katanga, y por el momento no se propone hacerlo. Desde luego, hay ese contrato que les han hecho a ustedes y que no ha sido respetado.
—Totalmente exacto.
—Me limitaré a protestar.
—¿Nada más?
—...Si Katanga no respeta ese contrato, tampoco respetará ninguno más. En tal caso, Francia no tiene ya nada que hacer en este país, y podremos destinar a Léopoldville una parte de la ayuda que nos proponíamos facilitar al presidente Kimjanga.
Pimuriaux agitó sus manecitas:
—Sería más que suficiente. El presidente está totalmente ganado a nuestras ideas. Sólo busca un pretexto para obligar al comandante Van Beulans a reconsiderar la situación de nuestros amigos.
Chaudey se levantó y, vuelto hacia Fonts y La Ronciére, dijo:
—Quería ver igualmente si gozaban ustedes de buena salud. A propósito, La Ronciére, he tenido noticias de Julienne. Sigue en Italia. Estudia, al parecer, los dramas de conciencia del ejército piamontés con un magnífico coronel de bersaglieri.
—Si vuelvo a Francia, ¿cuál será mi situación?
—Presentó usted su dimisión del Ejército... Vamos, tranquilícese, no nos gustaría que hombres de su valía se quedasen sin ocupación por las calles de París.
—Sería correcto obrar así conmigo.
—Digamos prudente. Fonts, ¿me acompaña usted? Tengo que decirle unas palabras. Con permiso, mi coronel. Se trata de un asunto... de familia.
Los dos coroneles, cuadrándose, se estrecharon ceremoniosamente la mano.
—Entonces, Thomas... —preguntó Chaudey, tan pronto hubieron salido.
—El niño no se presenta bien.
—Me gustaría saber lo que pasa en el Norte, entre los balubas. Vaya usted a darse una vuelta por esa parte.
—Si me quedo.
—Se queda usted. Luego juzgará si debe continuar. Musaille está muy preocupado. Dos amigos de usted acaban de desaparecer en Guinea. El fruto no estaba maduro. Se equivocó usted. Lástima, la idea era buena...
—¿A qué viene esa historia de Julienne y del coronel de bersaglieri?
—La he inventado. Julienne está en París. Quería ver las reacciones de La Ronciére: sólo se preocupa de su situación. No me gusta que un hombre, que ha sido el amante de Julienne, se desinterese de ella tan pronto.
—Papá Chaudey, es usted un gran romántico, y toda su vida seguirá enamorado de Julienne.
Y, repentinamente socarrón:
—Somos numerosos, los cuñados. Algún día tendré que coger el anuario del Ejército y sacar una lista.
—Dumont me dijo que debería usted escribir a su madre.
—¡Que se meta en lo que le importa! Sepa usted que le manda a mi vieja un escrito todas las semanas.
—¡Vaya!
—Sí, ese majadero nunca ha tenido madre. Entonces, se desquita con la mía.
—Si no ha tenido madre, ¿cómo nació?
Fonts se encogió de hombros:
—Nunca hace nada como todo el mundo.
Chaudey comprendió que jamás tendría acceso a ciertos secretos del gang; en seguida dio marcha atrás.
—Ponga mucho cuidado, Thomas, cuando vaya usted al Norte.
—Soy demasiado flaco para interesar a los balubas.
—¿Cuándo dejará usted de llevar esa vida sin ton ni son, de meter baza por deporte en una serie de jugadas más o menos arriesgadas, pues ni siquiera estoy seguro de que le guste ganar?
»Ciertos hombres no tienen ni los medios, ni los títulos, ni los apoyos necesarios para permitirse dejarlo: no es su caso.
»La trampa que se cerrará sobre usted será una chica, y se lo deseo: es una trampa muy agradable. Vaya, sangra usted todavía. Escoja bien la chica. Cuando las gentes de nuestra especie conocen el fracaso en amor, precisamente el día en que están disponibles para una mujer, es muy grave.
—¿Y por qué?
—Creen mucho en el amor, han hecho de él el último refugio de todas sus ilusiones. Si fracasan, ya no les queda nada más que seguir haciendo jugadas, envejecer y carcajearse.
—¿Tan duro ha sido el viaje, mi coronel? Una buena noche, acunado por Musaille y Pimuriaux, y quedará olvidado.
El coronel mostró con el dedo los labios de Fonts:
—Era una pelirroja, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe usted?
—He leído en un tratado de erotismo que las pelirrojas mordían. Félicien Dorat llega dentro de tres días. Según su humor, estará a favor o en contra de ustedes. Dos cosas le interesan: la muerte de Lumumba y los mercenarios... Hasta la vista, Thomas... Necesita usted otra vez triunfar para salir adelante, puesto que, al parecer, no siente todavía la necesidad de detenerse.
A pasos cortos, el coronel Chaudey se dirigió hacia el coche en el que le aguardaba Pimuriaux.
Pimuriaux volvió dos días después a casa de Gelinet, muy agitado, con dos botellas de champaña bajo el brazo.
—De parte del presidente —dijo—. Está ganado; en fin, casi...
Se inclinó ante La Ronciére:
—Mi coronel, mañana tomará usted posesión de sus funciones de consejero militar y político. No podemos todavía darle oficialmente el cargo y el despacho del comandante Van Beulans, pero viene a ser lo mismo. Dentro de un mes Van Beulans habrá hecho sus maletas.
—¿Tengo la propaganda y el mantenimiento del orden, es decir, el ejército, la seguridad y la información?
—No exactamente, pero más o menos eso. El presidente le facilitará todo el apoyo necesario, se lo ha asegurado a ese amigo que ha venido a verle a usted y que él ha recibido con gran amabilidad. Por lo demás, yo estaré a su lado para respaldarle.
—Preferiría que hiciesen el vacío. Necesitamos ponernos muy pronto a trabajar. Una vez más, vamos a tropezar con toda clase de intrigas.
—Sea usted razonable, mi coronel.
—¿Qué hago yo? —preguntó Fonts.
—Justamente, su amigo de París se interesa mucho por los balubas. Cuando el presidente le ha enterado de que mandaba una comisión de encuesta a la región, él le ha sugerido que formara usted parte de esa comisión. Acompañará usted a nuestro ministro de Transportes, Su Excelencia Evariste Kasingo, con el título de consejero técnico.
»Abra usted los ojos y aguce los oídos, y, tan pronto esté de regreso, nos dice lo que realmente pasa. Estamos muy preocupados, ¿sabe usted?, y el ministro Kasingo corre el peligro de dejarse ganar por su temperamento optimista.
—Dicho de otro modo, no ver nada. ¿Cuándo salgo?
—Tomará usted el avión para Albertville mañana por la mañana.
—Es importante —observó La Ronciére—. Es incluso uno de los problemas más urgentes que deberemos afrontar. Si, como creo, los oficiales belgas han acumulado errores en el sector, será la ocasión de liquidar definitivamente el equipo Van Beulans haciéndolo responsable.
Pimuriaux saltó:
—Todo es culpa de Van Beulans.
Bajó púdicamente los ojos:
—En fin, el presidente debe creerlo.
—¡Veo que no descuidamos ajustar las propias cuentecitas! —exclamó Fonts, divertido.
—¿Me quedo con Kreis? —preguntó La Ronciére.
—Desde luego, permanece directamente bajo su autoridad, pero quizá sería conveniente enviarle por el momento al campamento de Tshiko como instructor. La cosa no anda muy bien entre africanos y mandos belgas. Necesitamos allí un hombre de confianza. El campamento está a sólo dos horas en jeep de E'ville. Por lo demás, ese campamento, mi coronel, va a ser puesto inmediatamente bajo su autoridad.
Kreis y Hortense se miraron: él sólo estaría a dos horas de ella... Pimuriaux descorchaba una botella de champaña.
—Y ahora, para celebrar nuestro éxito, vamos a brindar por el presidente Kimjanga y por el presidente De Gaulle...
La Ronciére torció el gesto. No le gustaba De Gaulle; esta aversión databa del 13 de mayo de 1958, cuando el general trató de oponerse a que le llamasen.
Fonts fue por la noche al «Mitsouko», donde encontró a Pérohade bastante excitado; había recibido un cable de Dorat notificándole su llegada.
—Cálmate —le dijo Fonts—. Verás cómo Dorat desembuchará de lo lindo. Los dos nos conocemos bien. Le dirás que me voy con los balubas y que, cuando regrese, le daré con que confeccionar un rollo.
—¿Te vas al Norte?
—Mañana por la mañana...
—Tengo allí a un buen compañero, Wenceslas. Es un polaco del ejército de Anders... un duro... ¡un fetén! No sé muy bien qué trajina, pero trabaja con la gendarmería katangueña; Wenceslas debe de estar apiolando balubas.
—Pacificando.
—Es lo mismo. Todas las semanas me manda une camioneta que le lleno de cerveza y de whisky.
—¿Es mi buen muchacho ese Wenceslas?
—Sí, ¡pero suele tener morriña!
—Voy a pedirte un favor...
Fonts se sacó un fajo de billetes del bolsillo.
—Mañana por la mañana irás a comprar flores.
—¿Has perdido la chaveta? Con lo que me das, hay para pagar la tienda.
—Las mandas a la Embajada de USA, a Miss Joan Riverton. Con esto.
Se sacó del bolsillo una vieja moneda de oro con un agujero cuadrado en medio.
Nathalie, quien, desde su caja, aguzaba el oído, se acercó, arrebolada de emoción.
Fonts los contempló uno tras otro con sus ojos negros, aquellos ojos que sabían reír y amenazar a un tiempo.
—Y si tú o tu parienta habláis de eso a alguien... sobre todo a esa basura de Dorat, cuando vuelva volaré vuestro antro con plástico. Si, por azar, esa chica pide noticias mías, decidle que he vuelto a Francia.
Y Fonts se fue, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en la boca..
Nathalie se plantó ante Pérohade:
—Monsieur Thomas, al menos, sabe vivir y portarse como un gran señor. Tú no hubieras podido tener una idea parecida. El sentimiento te importa un pito. Mientras esté yo aquí para cuidar de tu tasca,y meterme en tu cama cuando tienes necesidad...
—Nathalie, si sigues dándome la lata, me largo con los balubas. Pero antes de irme, no serán flores lo que recibirás, será mi mano en la jeta.