La espesa y enmohecida alfombra de la selva ecuatorial daba paso al bosque sabana, con sus árboles aislados y a veces sus chozas redondas o cuadradas agrupadas en aldeas.
—Este artefacto vuela demasiado alto —observó Fonts—, demasiado alto y a demasiada velocidad. El verde se torna pardo y ya está. Sólo que acabamos de cambiar de mundo. Hay otro clima y otra fauna; los hombres han dejado de estar aplastados por la Naturaleza. Más lejos, están las verdes colinas de África... Rhodesia, Kenya, el África de los blancos. Pero el África que me gusta es la otra..., la que se pudre a orillas de las lagunas, que conserva sus viejos ritos y sus monstruosidades...
La Ronciére, que estaba mirando por la ventanilla, se volvió hacia él:
—Amigo mío, siempre he sabido tu afición al folklore, a las curiosidades regionales: el opio, las chiquillas impúberes en Extremo Oriente, el hachís en Beirut y, supongo, las mujeres cherqueses o drusas. Aquí, por supuesto, los negros enloquecidos. ¿No te ha bastado la pequeña sesión que acabamos de soportar?
—Esos negros llevan un retraso respecto a nosotros de una decena de siglos, con estructuras semejantes a las de los godos o los visigodos.
»Llegamos a su casa con reactores, neveras, grandes principios, coches, la ONU y toda la pesca. ¿Te imaginas a nuestros celtas, nuestros francos, a todos esos grandes antepasados, si hubiesen debido sufrir un trauma semejante? Añade el clima que se traga a los negros, una tierra que quizá produce cobre, uranio y diamantes, pero, en cuanto a manduca corriente, nada o casi nada, batatas y mandioca.
»A pesar de todo, hay que disculparles el ser tan imbéciles... En fin, según el sentido que damos a esta palabra, nosotros somos los tíos listos del reactor y del átomo.
»Porque, a su manera, son muy ladinos. Entiendo un rato de eso. Fíjate, en lo tocante al palique, y el palique es un poco lo mismo que la política, son mucho más duchos que nosotros... En seguida comprenden lo que es una sarta de embustes y saben mantenerla. Mi discurso me ha dado sed: ¿convidas a beber?
Se volvió hacia Kreis:
—Y tú, el godo, el visigodo, el germano, el ario, tú, que has inventado el motor a reacción, el campo de concentración, el cohete y el horno crematorio, ¿qué vas a tomar?
—Cerveza —respondió Kreis—. Aquí tienen buena cerveza.
Justin Pimuriaux sacó su regordete cuerpo del largo coche negro que le había traído al aeródromo. Bakaya, el chófer baluba, sujetaba la portezuela, gorra en mano.
—Aguardarás aquí —le ordenó Pimuriaux—, y cuando haya llegado el avión, pero no antes, irás a situarte al pie de la escalerilla. ¿Has comprendido?
—Sí, señor secretario general. Mí bien comprendido.
—Repite.
—Cuando el avión, él aterriza...
Revolvió los ojos y repitió:
—Cuando el avión él aterriza... Entonces...
Su ancha y aplastada cara se iluminó con una sonrisa que descubrió todos sus dientes:
—Entonces, patrón..., ¡me largo!
—¡Atontado! Nada de eso, te metes en el terreno y te pones junto a la escalerilla. No me llames patrón, sino Monsieur el secretario general.
Irritado, Pimuriaux se encogió de hombros:
—¡Y dicen que los balubas son los más inteligentes! Por eso los otros les destripan... porque son más inteligentes que ellos...
Su mal humor se desvaneció cuando se volvió para contemplar el «Chevrolet» negro que acababa de serle otorgado. En la parte delantera flameaba la enseña katangueña rojiverde con cuatro crucecitas de cobre, el mismo banderín de los ministros.
«Este "Chevrolet" no está mal, a pesar de todo —pensó—. Hace ocho días, circulaba en un "403". Todavía no era secretario general, solamente consejero privado del presidente. Un consejero privado se contrata y se despide como a una mecanógrafa. Pero no un secretario general... ¡Y, sin embargo, Monette todavía no está contenta!
»Las mujeres son insaciables. Se cree que se resignan a la inopia. No es verdad. Siguen deseando todo lo que no tienen: el lujo, la consideración, con la misma violencia. Pero esperan. ¡Cómo saben esperar! La apetencia no se les pasa. Monette quiere ahora que consiga del presidente una villa oficial más grande y tres criados suplementarios. Todo para deslumbrar a las amiguitas, las que la miraban sin piedad bailar en vestido usado ante el frigorífico vacío. Ahora quiere cócteles de cien personas y sirvientes de guante blanco... que apuran las botellas, están borrachos antes que los invitados y echan broncas a los ministros cuando no son de su tribu.
»No era conveniente hacerse ver demasiado. Kimjanga y sus ministros, por muy evolucionados que fuesen, se consideraban como los amos y no les gustaba que los blancos, al servicio de ellos, aireasen demasiado su dinero.
»¡Qué delicado era todo ello y difícil de hacer comprender a Monette, que no pensaba sino en tomarse su desquite!»
Pimuriaux entró en el vestíbulo.
Decronelle fue a su encuentro, a la par deferente y cómplice. También él estaba muy satisfecho de sí mismo.
—Señor secretario general, ¿hay novedad?
Hacía cuatro meses que Bernard Decronelle representaba a la agencia americana «Associated Press». Hasta la independencia, había ido tirando modestamente en el servicio de Prensa de la «Unión Minera». Su trabajo consistía esencialmente en distribuir a los periodistas de paso monografías en papel glaseado, que ensalzaban la labor de la compañía. El resto del tiempo, iba al aeródromo para buscar a los directores, reservaba habitaciones de hotel para aquellos caballeros y les organizaba cacerías. La independencia le había convertido en un auténtico periodista que mandaba despachos que publicaban todos los grandes periódicos del mundo. ¡El señor Van der Weyck, director de la «Unión Minera», ya no le miraba por encima del hombro! «Mi querido Decronelle, esto... y aquello... Por supuesto, conserva usted sus honorarios y su puesto, y también su despacho... pero no oficialmente, y su villa... que, por lo demás, me parece muy pequeña. Justamente está disponible la de uno de nuestros subdirectores. Arreglaremos eso. Su ayudante Purot le sustituirá..., pero usted seguirá manejando los hilos... A propósito, ya que usted siempre está muy bien informado, me gustaría ver sus cablegramas... Tal vez podría evitarle cometer errores... Estoy muy ligado con Pimuriaux; él le ayudará...»
Decronelle era servicial por función y por temperamento. Delgado, tremendamente escrupuloso, respetuoso de todas las jerarquías y de todos los principios, a sus treinta y cinco años seguía siendo adicto y torpe como un cachorro.
Su mujer era apacible y le había dado cuatro hijos muy formales, quizás un poco paliduchos.
Cuando Joseph Spencer, enviado especial de «Associated Press» llegó de Nueva York sin saber nada de Africa, Decronelle lo paseó por Jadotville, Kolwezi y Kipushi, los tres grandes centros de extracción del mineral. Esto, desde luego, a expensas de la «Unión Minera».
Spencer buscaba un corresponsal local, un stringer que no costase muy caro a la agencia, hablase inglés, estuviese relacionado, conociese bien el país y careciese completamente de imaginación. También tenía mucha prisa por volver a Johannesburg, donde había encontrado un buen equipo de jugadores de póquer. Estimando que Decronelle llenaba estos requisitos, le contrató.
Decronelle no soltaba a Pimuriaux:
—¿De veras no hay novedad, señor secretario general?
—No, ninguna.
Pimuriaux se disponía a dejarlo plantado, pero, conociendo la vanidad de Decronelle, mudó de parecer y se inclinó hacia él:
—Si algo supiera, no es a usted, amigo mío, a quien lo ocultaría. He venido, simplemente, a recibir a unos amigos franceses que vienen a cazar y a pasearse... Como no conocen Katanga y es la primera vez que ponen los pies aquí...
Pimuriaux se dio cuenta de que hablaba demasiado y calló bruscamente, pero Decronelle no había notado nada.
—¿Y Lumumba? —preguntó el novel periodista.
—¿Lumumba? Ya habrá leído usted el comunicado oficial. ¿Qué más quiere?
—¡Yo qué sé! Detalles, algunas precisiones.
—Me parece que en su rueda de Prensa Su Excelencia, el señor Bongo, nuestro ministro del Interior, ha dado todas las informaciones que podía usted desear.
—Por supuesto, pero ya sabe lo que pasa: los americanos continúan acuciándome. Desde ayer, he recibido cuatro telegramas de Nueva York pidiéndome el máximo de informaciones sobre ese asunto. Acabo de recibir otro esta mañana. Tenga.
Decronelle tendió el telegrama. Pimuriaux leyó:
«Ursule Salisbury notifica Lumumba no murió curso tentativa evasión sino ejecutado Elisabethville mismo por Bongo por orden Kimjanga stop Informe toda urgencia stop Asunto capital importancia stop Enviamos John Spencer con quien rogárnosle trabaje estrecha colaboración stop Buena caza y saludos stop Amélie.»
—¿Qué significa esa jerigonza? —preguntó Pimuriaux—. ¿Y qué piensa Madame Decronelle de todas esas relaciones femeninas: Ursule..., Amélie...?
Con cierta condescendencia, Decronelle explicó:
—Ursule es, en clave, la competencia, «United Press», la oficina de Salisbury. Amélie es mi agencia, «Associated Press». Como ve, se toman muy en serio el caso Lumumba.
Pimuriaux se sentía cada vez más molesto, pero ya no podía cortar el diálogo.
—Sus americanos están tarambas. La Prensa de Occidente siempre tuvo una afición morbosa a lo sensacional. No era grave cuando América no tenía ninguna influencia en la política general del mundo, pero ahora se mete con lo que pasa en Laos, en Formosa, en Guinea, en Argelia y en el Congo. La tendencia al sensacionalismo de esa Prensa se vuelve entonces catastrófica. Sí, señor.
Decronelle se quedó de una pieza por aquella violenta salida de Pimuriaux, quien pasaba por muy calmoso, un hombre «cuyas palabras nunca sobrepasaban al pensamiento», decía de él el señor director general Van der Weyck. Se limitó a repetir:
—Yo, ¿sabe usted...?
—En fin, amigo mío, supongo que pondrá usted las cosas en su punto pronto y claramente. ¿Se imagina usted al presidente y a Su Excelencia el señor Bongo perpetrando un asesinato, al presidente ordenándolo y a Bongo ejecutándolo? ¡Es extravagante! Usted sabe en qué estima el presidente y yo mismo le tenemos. Pienso que su deber es desmentir de la manera más formal todos los rumores que circulan al respecto.
—¿Puedo citarle a usted y decir que desmiente oficialmente la noticia?
Pimuriaux estaba cogido en su propia trampa. Se mostró ligeramente despreciativo:
—Pero, bueno, Decronelle, ya no es usted ningún niño. Es capaz de formarse personalmente un juicio sin apoyarse en Fulano o Zutano... y, por supuesto, de cargar con las consecuencias.
—Señor secretario general, le aseguro a usted... le ruego crea... me ha entendido usted mal. Deje que le explique...
—Perfecto, mi querido Decronelle, perfecto. Sabíamos que podíamos contar con usted. Mi buen amigo Van der Weyck, con quien ceno esta noche, me lo decía recientemente: «Decronelle es oro de ley..., serio, aplicado, metódico, servicial. Se labrará una posición en la "Unión Minera"...»
El altavoz gangueó:
«El avión procedente de Bruselas, Roma, Kano y Léopoldville está en curso de aterrizaje.» Pimuriaux lo aprovechó para dejar plantado al periodista y se dirigió hacia la pista. Reflexionaba: «Afortunadamente, ese Decronelle no ve más allá de sus narices. Pero el otro, el americano, ese Spencer que está al llegar, se ríe de la "Unión Minera", de Van der Weyck y de la consideración del presidente Kimjanga.»
Pimuriaux pegó una rabiosa patada a un paquete de cigarrillos vacío y estuvo a punto de caerse. Echando una mirada furtiva en torno suyo, le pareció que el gordo agente de «Sabena» se reía para sus adentros. Estuvo a punto de meterse con él.
«Calma, calma —se repetía—. Y, sin embargo, Dios mío, ¡qué fastidiosa es esa historia! ¿Por qué han tenido necesidad de cargarse a Lumumba? ¡Si al menos lo hubiesen hecho discretamente! Esa jugada no puede ser sino obra de esos imbéciles de Ryckers y de Van Beulans. ¡Es evidente! Bongo está comprometido hasta el cuello. Quizá presenció la ejecución o incluso participó en ella atiborrado de alcohol y de marihuana, con sangre hasta los codos. "¡Su piel o la mía!", repetía en todas partes hablando de Lumumba. Entonces, ¿cómo no sospechar de él?
»Ese Bongo es un loco peligroso, un verdadero salvaje. Estaría mejor desnudo bajo una piel de león, sentado en el trono de calaveras de su antepasado M'Sirí, que con chaqué y pantalón de corte.
»Pero también es el único de la pandilla que tiene algo en el vientre. Spencer es vago como una culebra y aficionado a las furcias. El trabajo, dejará que lo haga Decronelle; y éste andará derecho. Chicas, trataremos de encontrárselas. Pero todos los demás. Dios mío, los de los periódicos, los de las agencias que acudirán en el momento en que La Ronciére desembarca con sus dos acólitos... Espero que esos acólitos no sean demasiado llamativos.
»La Ronciére se ha hecho cascar por los periodistas en París... No es grave, por supuesto, pero todo se acumula...»
El «Boeing» se detuvo. Pimuriaux comprobó con satisfacción que su coche avanzaba despacio hacia la escalerilla que acababan de colocar. A pesar de todo, aquel imbécil de Bakaya había comprendido lo que le pidió.
Se volvió y vio a Decronelle que le seguía.
—¿Espera usted también a alguien? —le preguntó.
—¿Yo? No, he venido a ver si había otros periodistas en el avión.
—¿Félicien Dorat, por ejemplo?
—Acaba de volver a Francia.
—Pero puede regresar. Toma, ahí viene justamente su buen amigo Pérohade. Le dejo.
Un hombre achaparrado, de cara reluciente, brazos peludos, con la camisa sobre el pantalón, se acercaba corriendo. Jadeó:
—Creí que no llegaría. ¡Salud! Decronelle...
Tenía el acento del sudoeste de Francia, fácil la palmada en la espalda, y la copa también, y poseía el «Mitsouko», única boíte de E'ville donde había chicas potables, steaks sangrantes y vino que no venía de Angola.
Por todas estas razones y porque el «Mitsouko» se había convertido en lugar de reunión de los aventureros de todo pelaje, de los ministros de juerga y de los oficiales de la ONU, porque Marcel Pérohade era fino de oídos y tenía pocas exigencias económicas, Félicien Dorat le había hecho corresponsal local de su periódico. Pérohade se había tomado muy en serio su papel, lo cual exasperaba a Decronelle. Además, le tuteaba: «Entre colegas... ¿verdad?»
Decronelle quiso guardar las distancias, pero lo olvidó ante la excitación del «colega».
—Entonces, ¿te ha avisado ese hipócrita? —le preguntó Pérohade, volviéndose hacia Pimuriaux, al que saludó con la mano—. ¿Conoces a su mujer? ¡Vaya incordio!
—Pero, bueno, ¿qué pasa?
—No vas a decirme que no te ha puesto al corriente de la llegada de los mercenarios franceses. Ha venido a buscarlos. Al parecer, estarían al mando de un coronel o un general de «parás». Es De Gaulle quien les manda a Kimjanga para hacer la puñeta a la ONU.
Decronelle soltó una risa forzada, pues no sabía reír.
—Ya estás borracho; ¡es imposible! Tu historia no se tiene en pie. ¿Cómo quieres que lleguen aquí mercenarios franceses sin que nadie lo sepa? Si Pimuriaux está ahí, es porque espera a unos amigos. Acaba de decírmelo... Cazadores...
—¡Hombre, cazadores de cabezas!
Decronelle se hizo protector:
—Escucha, Pérohade, sabes que estoy dispuesto a ayudarte. Sólo somos dos permanentes in situ y nos conviene mucho entendernos. Te he dicho cien veces que deberías controlar tus fuentes de información. Tienes tendencia a recoger todos los bulos que circulan por la ciudad y haces con ellos un telegrama. Esto no es serio. Somos responsables, amigo mío. ¿Comprendes? Una cosa es tener un bar y otra ser periodista e informar a la opinión.
—Oye, ¿y si se lo preguntásemos a Pimuriaux?
—¡Ni hablar!
—El tío que me lo ha dicho es Paul, y sabes perfectamente lo que Paul trapichea aquí. Es el secreto de Polichinela. ¡Pero fíjate en lo que está pasando! Pimuriaux ha subido al avión, empuja hacia fuera a tres hombres y los mete en su cacharro. Ya está, arranca. Ni Aduana, ni pasaporte, nada. ¿Has visto un caso parecido? ¡Anda, vamos a seguirlos!
—¿Crees que podemos hacerlo? —preguntó Decronelle, horrorizado.
—Tú, cuando tenías dieciocho años, todavía debías preguntarte si a las chicas se les podía hacer eso. Hala, súbete a mi cacharro. El tuyo es un trasto y, por muy belga que seas, conduces como un suizo.
—Mi mujer espera el coche.
—¿No te parece que, por el momento, tu mujer nos está chinchando? ¿Eres periodista o qué? Somos responsables, ¿no? ¡Hay que informar a la opinión!
Sentado al lado del chófer, Kreis miraba aquel país donde comenzaba para él una nueva aventura. El clima le había sorprendido agradablemente. En Léopoldville, un calor espeso y viscoso le subía por las piernas y le embotaba la nuca; el mismo calor que en Tonkin. Aquí hacía fresco; diez o doce grados, quizá.
—Ya verán ustedes —decía Pimuriaux—, Katanga es muy agradable; se duerme con mantas por la noche, lo cual es raro en Africa.
La lluvia había lavado los árboles de la sabana y el sol acababa de rasgar las nubes grises. A ambos lados de la carretera asfaltada que conducía a E'ville se extendía una especie de llanura. Las altas hierbas cortantes que la cubrían dejaban ver a trechos terrenos pantanosos.
El chófer tocó el claxon para adelantar a una «bañera», especie de transporte de tropas semiblindado, pintado de blanco, cuya delantera, con sus persianas de hierro móviles, se asemejaba a la de un autoametralladora. Sobre el parachoques trasero se leía, en letras blancas: «ONUC». Los soldados que se apiñaban allí eran muy jóvenes. Caras pálidas y ojos claros bajo una boina azul celeste, empuñaban un arma extraña: una metralleta a la que iba acoplada una larga bayoneta.
—Ese vehículo blindado me recuerda algo —observó Kreis—. La Wehrmacht tenía artefactos de ese tipo.
—Es sueco —le enteró Pimuriaux— Aquí tienen una docena de esas «bañeras» y no paran de pasearlas.
—¿Y esos extraños soldados con tez de queso fresco? —preguntó La Ronciére.
—Son nuestros buenos amigos de la ONU. Suecos también. ONUC significa: Operación de las Naciones Unidas en el Congo. He de decir que esos suecos no son muy malos. Son chicos que han cumplido su servicio militar y se han alistado por un año. La prima es buena, viajan y confían en no tener que luchar nunca. Ante todo, han venido a hacer turismo. Fíjese, todos llevan un aparato fotográfico con su metralleta.
—¿Sólo hay suecos?
—No. Los cascos azules son aproximadamente mil quinientos, de los cuales un batallón es irlandés. Los irlandeses ya son más cargantes: beben mucho, lo cual les hace odiosos. Y no es esto lo más grave. Son blancos, ¿comprende usted?, y en África los blancos tienden a apoyarse entre sí. Lo que más nos inquieta, es la llegada de los indios y etíopes.
Kreis sentía por los soldados de la ONU una especie de simpatía. Le recordaban a los jóvenes reclutas que él recibiera en 1942, en Orel, justo antes de que se desencadenase la batalla de Staiingrado. Eran tan jóvenes como aquéllos, pero en seis meses los convirtieron en hombres y habían perdido la tez y el porte torpe de pollo de granja. Buen material humano, a condición de tenerlo sujeto. Se percató de que dos soldados habían dejado su arma en el piso del camión. El suboficial dejaba hacer y leía su periódico. ¡Malísimo!
La Ronciére preguntó:
—¿De dónde les viene el suministro?
—Por el aeródromo. Hombres, material y hasta el alimento esencial llegan en avión.
—¿Es la única carretera para ir a la ciudad?
—La única.
—Mi coronel —observó Kreis—, su dispositivo no aguanta. Para cascarles, basta con cortar la carretera y obligarles a replegarse en el terreno. Tras lo cual los atrapan en la ratonera y los hacen picadillo.
—Bien visto, Kreis. Diez kilómetros de carretera en plena sabana, ¡vaya terreno ideal para las emboscadas! Detrás de esas especies de montículos de tierra ocre uno puede guarecerse como quiera. ¿Qué es eso?
—Termiteras —explicó Pimuriaux—. Es duro como cemento. —Se echó a reír un poco forzadamente—. Pero, señores, por favor, no se pongan nerviosos. Aún no hemos llegado a tener que hacer la guerra y espero que podremos evitar la prueba de fuerza.
Fonts miraba a Pimuriaux con curiosidad. El tío aquel no le inspiraba mucha confianza: era demasiado gordo y se agitaba excesivamente. Sobre todo, parecía desasosegado y sudaba. Su recibimiento en el aeródromo ya había sido extraño. Pimuriaux había subido al avión jadeando y precipitándose sobre La Ronciére. Hablaba demasiado alto, como un mal actor que no sabe controlar su voz. Ante el estupefacto coronel, se entregó a explicaciones embarulladas, mientras miraba a los otros pasajeros:
—Mi querido amigo, ¡cuánto me alegro de volver a verle! Espero que su encantadora esposa esté bien. Tiene usted suerte: un tiempo espléndido para un safari...
La Ronciére había estado en un tris de replicar que su mujer no tenía nada que ver con aquello. Estaba divorciado hacía diez años.
Fonts le dio con el codo y en voz baja le dijo:
—Cuidado, Jean-Marie, hay gato encerrado.
Pimuriaux se los llevó a toda velocidad escalerilla abajo y los «catapultó» en su coche. Hablaba cada vez más alto y no empezó a calmarse hasta que el coche estuvo en la carretera.
Aparentando indiferencia, Fonts observó:
—En su tierra, los comités de acogida son más bien expeditivos. El coronel La Ronciére nos había prometido charangas y banderas... ¡Nos ganamos un escamoteo!
Pimuriaux no sabía cómo salir de aquel mal paso. Sufría de la molestia que manifestaban sus «invitados» y que trataban más o menos hábilmente de ocultar haciéndole preguntas que pretendían ser técnicas.
Ocho días antes, las cosas no hubieran ocurrido de la misma manera. Decidió ser franco: Con los militares siempre había que serlo, o al menos parecerlo.
—Señores, vamos a hablar de hombre a hombre y, por supuesto, en términos estrictamente confidenciales. Patrice Lumumba ha muerto, como deben ustedes saber.
—¿Muerto? —preguntó La Ronciére—. ¿O ejecutado?
—No lo sé, pero eso no cambia nada. A resultas de ese desgraciado accidente, el mundo entero tiene ahora los ojos fijos en Katanga. Las patrullas de la ONU han salido bruscamente de los cuarteles donde estaban encerradas. Una comisión de encuesta llega de Léopoldville. O'Maley, representante del secretario general, que no nos tenía ninguna simpatía, hace lo que puede para envenenar las cosas.
—Entonces...
—Como siempre cuando las cosas no marchan en Katanga, la ONU se pone a hablar de mercenarios.
La Ronciére se extrañó:
—La ONU hace meses que habla de esos mercenarios.
Pimuriaux se sacó un papel del bolsillo y lo tendió al coronel:
—Sólo que, esta vez, han hecho más que hablar de ellos. He aquí la resolución que el Consejo de Seguridad ha votado esta noche en Nueva York:
Resolución adoptada por el Consejo de Seguridad en su 942ª sesión:
El Consejo de Seguridad, tras haber examinado la situación en el Congo y haberse enterado con profundo pesar de la noticia del asesinato de los dirigentes congoleños, señores Patrice Lumumba, Maurice M'Polo y Joseph Okito, profundamente preocupado por las graves repercusiones de estos crímenes y por el peligro de una guerra civil y de derramamiento de sangre en él Congo, así como por la amenaza a la paz y la seguridad internacional...
1.º Recomienda encarecidamente que las Naciones Unidas tomen inmediatamente todas las medidas apropiadas para impedir el desencadenamiento de una ¡ guerra civil en el Congo, y principalmente disposiciones relativas a un alto el fuego, cese de todas las operaciones militares, prevención de combates y recurso a la fuerza, si en última instancia es necesario.
2.° Pide encarecidamente que sean tomadas medidas para la retirada y evacuación inmediata de todo el personal militar y paramilitar, consejeros políticos belgas y de otras nacionalidades que no dependan del mando de las Naciones Unidas, así como de mercenarios.
3.° Ruega a todos los Estados que tomen inmediatamente medidas enérgicas para impedir en su territorio la salida de ese personal para el Congo y negarle pasaje y otras facilidades...
Tras haberlo leído, La Ronciére pasó el papel a Fonts, quien silbó entre dientes:
—Dicho de otro modo, llegamos en mal momento.
—Así es —dijo Pimuriaux—. Sería catastrófico que se supiera hoy vuestra llegada, para el presidente en primer lugar, y para mí después, pues esa resolución me afecta también. De ahí ese escamoteo que peligra, desgraciadamente, no haber pasado inadvertido. En el aeródromo había dos periodistas. Afortunadamente, son gentes de E'ville, a los cuales controlamos. Pero todos los demás, los enviados especiales de las agencias y de los periódicos que, atraídos por el cadáver de Lumumba, se nos echarán encima como moscas...»
—¿No tiene usted medios de sujetar a los periodistas? —preguntó el coronel.
—Lo dice usted con gran tranquilidad, amigo mío. ¿Y usted en París? Déjeme que a ese respecto le diga que su rueda de Prensa ha hecho aquí mucho ruido. O'Maley telefoneó inmediatamente al presidente para preguntarle si era verdad que le había contratado a usted. Desde luego, el presidente lo desmintió formalmente. De todos modos, nos puso usted en una situación difícil.
La Ronciére palideció. Con aquella rueda de Prensa tenía tela para rato. Replicó con sequedad:
—Si considera usted indeseable nuestra presencia tras habernos hecho venir, podemos marcharnos inmediatamente.
—Vamos, cálmese, mi coronel. Pese a todo, la situación no es tan trágica como puede parecer. La primera parte de nuestro plan está cumplida ya: acabo de ser nombrado secretario general de la Presidencia, lo cual significa que manejo los hilos. El presidente Kimjanga sigue muy bien dispuesto respecto a ustedes. La prueba: les espera. Vamos directamente a su casa. Quisiera simplemente recordarles que hay que obrar con mucha prudencia.
Kreis, delante, no había escuchado nada y contemplaba la ciudad en la que el coche acababa de entrar por la avenida de Saio.
Detrás de pequeños bungalows rodeados de jacarandas azules que le recordaban los framboyanes de Indochina, veía alzarse una gigantesca chimenea de ladrillos renegridos. Una nube de humo subía verticalmente en el cielo, de un azul intenso. Al lado, un inmenso escorial.
Se volvió hacia Pimuriaux:
—¿Qué es ese tinglado?
Contento de pasar a otro tema, Pimuriaux se manifestó prolijo y muy amable.
—La «Unión Minera», la chimenea de la fábrica de Lubumbashi, donde se trata el mineral de cobre. Esa chimenea es el símbolo mismo de Katanga. ¿Sabe lo que se dice por aquí? Cuando se apague la chimenea de Lubumbashi, ya no habrá Katanga. Pero, como puede ver, sigue humeando. Los negros tienen un proverbio del mismo género: «Cuando está roto el Lubumbashi, Katanga está perdida.»
Entonces soltó una franca carcajada, pero La Ronciére seguía tenso.
El coche había enfilado una ancha avenida, la de la Estrella, en la que se alzaban algunos grandes edificios de cuatro o cinco pisos. Bajo sus galerías cubiertas se abrían tiendas. La ciudad parecía bien cuidada; en el cruce, policías con guantes blancos regulaban la circulación. Algunas terrazas de cafés desbordaban sobre la calzada.
A las once de la mañana ya estaban ocupadas por irlandeses o suecos que bebían cerveza y soñaban viendo pasar lindas muchachas rubias con vestidos ligeros o pantalones muy ceñidos. Pero ellas fingían no verlos.
—¿Nunca dan golpe esos mozos? —preguntó Fonts—. Las chicas no están mal.
Pimuriaux se pavoneó como si el cumplido le fuese dirigido a él:
—Sepa usted que en Elisabethville no nos aburrimos: a menudo tenemos cócteles, recepciones... y la piscina. El orden reina en Katanga, ese orden que ustedes vienen a defender, señores.
«Jamás he defendido el orden», pensó Fonts.
—Nada en común con lo que pasa en el resto del país, donde se viola, se anata o se sacan las tripas unos a otros.
—No se ven muchos negros —comentó Fonts.
—Aquí, querido señor Fonts, creo que así se llama, decimos los morenos o los indígenas...
—No está usted al día. En toda África, ahora sólo se habla de negro, de negritud, de los ritmos sagrados de la negritud, del arte negro.
—Entonces, esos negros, como dice usted para seguir la moda, viven en las barriadas africanas, bastante bien acondicionadas, por lo demás. Esas gentes, como usted sabe, puesto que parece conocer Africa; prefieren permanecer entre ellas. Ahí está el «Hótel Léopold-II», donde pasarán ustedes esta noche; el mejor de la ciudad. Su chef es francés. Fíjense, a la izquierda está el «Mitsouko», una pequeña boite que, no está nada mal. Por el momento, les pido que no se dejen ver en ella. El dueño se las da de periodista, y el «Mitsouko» está lleno de oficiales de la ONU.
Al llegar al final de la avenida de la Estrella, el coche se detuvo ante un semáforo.
—A la izquierda —continuó Pimuriaux—, en ese largo edificio amarillo de dos pisos, está la dirección de la «Unión Minera».
Se inclinó hacia el coronel para darle a entender que aquello sólo le atañía a él:
—Por lo demás, verá al director, mi excelente amigo señor Van der Weyck, en la cena que he organizado para usted esta noche. Comparte mucho nuestras ideas.
—Pero oiga —objetó La Ronciére—, esa sociedad tan poderosa que hace y deshace en el país me parece muy modestamente instalada.
—Nosotros, los belgas de Katanga, somos serios. No tratamos de darnos pisto. No hacemos como esa gente de Lóopoldville, que construye rascacielos con nuestro dinero. Los dirigentes de la «Unión Minera» cumplen aquí una misión con todo el corazón; trabajan en profundidad sin echar tierra a los ojos. Ellos han hecho este país. El director general, señor Van der Weyck, está en su oficina todas las mañanas a las seis, y a menudo el domingo.
—¡Dicho de otro modo, la «Unión Minera» es Dios Padre!
—Nunca tan bien dicho, mi coronel. En E'ville, ¿quién proporciona la corriente eléctrica, el agua? La «Unión Minera». ¿Quién se ocupa de las carreteras, del ferrocarril? La «Unión Minera». ¿Quién construye las barriadas? Siempre la «Unión Minera».
El chófer baluba farfulló, muy contento de meterse en la conversación:
—¡Mignon Minera, esto bueno!
—¿Ve usted? Mire, voy a contarle un chiste: un día, un inspector de enseñanza le pregunta a un negrito: «¿A quién obedeces?» «Al maestro», responde éste. «¿Y el maestro?» «Al director.» «¿Y el director?» «Al gobernador.» «¿Y el gobernador?» «Al rey.» «Muy bien, ¿y el rey?» «A Mignon Minera...»
»Bueno, estamos llegando.
El coche giró a la derecha y se detuvo frente a una verja. Una docena de africanos y de europeos parlamentaban mostrando papeles a un centinela desbordado, que repetía: «No se puede..., no se puede...»
—Fíjense, señores —hizo observar Pimuriaux, que ya había recobrado toda su dignidad de secretario general—. Todo el día es lo mismo. El presidente es un verdadero padre para su pueblo... Pero, desgraciadamente, todo tiene que hacerlo él... ¡Un infierno!
Abrieron la verja y el coche subió por una rampa. La sede de la Presidencia, antiguo palacio del gobernador, adosada a un gran parque circundado de muros, era también un modesto edificio de un piso, con una galería cubierta.
La escalinata estaba guardada por dos centinelas en battle-dress de algodón, con el fusil ametrallador «Fal» en la mano y el cargador puesto.
Los soldados dieron fuertes taconazos y presentaron armas, descansando el fusil, según el reglamento británico.
La Ronciére encontró que tenían buena apostura, lo cual contrastaba agradablemente con los energúmenos de la «Fuerza Pública» que vio en la escala de Léopoldville.
Una veintena de personas aguardaban en el vestíbulo, adornado con retratos amarillentos de los antiguos gobernadores belgas de Katanga. Eran hombres de negocios, con las carteras de mano repletas de papeles sobre las cuales tamborileaban nerviosamente, y algunos jóvenes africanos con americana y cuello duro, estudiantes que, terminados sus cursos en Bélgica, acudían a solicitar un empleo digno de su sapiencia sin estrenar. En un rincón, retrepado en un sillón, había un anciano negro de pelo blanco. Pimuriaux corrió hacia él.
—¿Cómo está usted, jefe? ¿Viene a ver al presidente? ¿Se ha hecho usted anunciar, al menos?
El jefe llevaba un traje europeo, de corte anticuado, ajado y con un siete en el codo. Manchones de grasa maculaban las solapas de su chaqueta. Iba sin corbata, y su cuello de gallina asomaba, insólito, de una camisa de algodón a rayas. Sobre las rodillas, sujetaba cuidadosamente un casco colonial muy sucio, adornado con un manojo de plumas de gallo.
El viejo inició con Pimuriaux una complicada perorata. Fonts, siempre curioso, aguzó el oído. Se trataba de una mujer, de cabras, de cajas de cerveza, de un hechicero malintencionado y con mucho dinero gastado.
—Es uno de nuestros grandes jefes tribales del Norte —explicó Pimuriaux—. Tal vez sepa usted que hemos tenido algunas dificultades con los balobas. Ese jefe, precisamente un baluba, se ha puesto dé nuestro lado. Su apoyo nos resulta muy valioso. Tiene quinientos guerreros y diez fusiles.
—¿Qué quiere? —preguntó Fonts.
—Que se le haga justicia. Un pariente suyo se casó el año pasado. Pagó el precio convenido: cuatro cabras y cinco cajas de cerveza. Pero como su mujer no ha tenido hijos quiere separarse de ella. Mientras tanto, sus suegros han muerto. Entonces, el tío acepta devolver las cabras, pero no la cerveza, porque ya ha sido bebida. El hechicero también le vendió un filtro que no era eficaz. Total, todo eso es bastante embrollado.
—Y el jefe —preguntó La Ronciére—, para arreglar ese palabreo idiota, por cinco cajas de cerveza y un filtro que ha causado cólico a su sobrino, ¿exige ver al presidente... cuanto todo el campo afroasiático, la ONU y los americanos quieren su piel?
—Más adelante lo comprenderá usted: una de las grandes fuerzas del presidente, además de sus cualidades occidentales de hombre de Estado, viene del apoyo que le prestan todos los jefes tribales. Por haberlo omitido, Lumumba ha muerto, a pesar de la protección de los rusos, los chinos, los ghaneanos, los guineos, los indios y otros tales.
Pimuriaux abrió una puerta vidriera y entró en un vasto despacho. Un olor a polvos de arroz y a sudor le hizo arrugar la nariz. Dos mujeres, una rubia y una morena, escribían frenéticamente a máquina. Montones de papeles se apilaban sobre sus escritorios, y en un plato había restos de un bocadillo de jamón.
Las dos mujeres, fingiendo no haber visto a Pimuriaux, golpeaban cada vez más de prisa sobre su teclado. Dudó un instante, tosió y se dirigió a la morena:
—Buenos días, Madame Bruycker, ¿me hace el favor de anunciarme al presidente?
Germaine Bruycker era una secretaria de una dedicación y de una fidelidad extraordinarias. Había hecho del presidente Kimjanga su dios y consagraba su vida a servirle. Se pretendía que, para sujetarlo mejor, le organizaba ciertas juerguecitas.
Su conocimiento de los negocios le aseguraba una influencia considerable. Decían de ella que nombraba y despedía a los ministros, que interrumpía las carreras. Era una persona de un carácter difícil, de cambios de humor imprevisibles, animada por un doble chauvinismo katangueño y belga. Le gustaban las banderas y los desfiles, y se entendía muy bien con el tosco comandante Van Beulans. Con gran habilidad, Van Beulans fingía creer que sus relaciones íntimas con el jefe del Estado katangueño no tenían otro objeto que el servicio de su país.
Pero Pimuriaux sabía que la vieja zorra le encontraba gusto a aquello y que había que poner cuidado en no excitar sus celos enfermizos. Paciente y astuta, era capaz de todas las maquinaciones, y el secretario general se confesaba, un poco tarde, que había cometido el grave error de no haberse aliado con ella. Hubiera querido invitarla a su casa, pero Monette se había negado firmemente a ello:
—¡No, querido! ¡Ni lo pienses! ¿Es que no me tienes ninguna consideración? Esa Germaine Bruyckker es una arrastrada. Llévala al «Mitsouko», si es necesaria para tu carrera: estará más a sus anchas que en casa de una mujer honrada.
—El presidente no le recibirá a usted seguramente esta mañana —decidió Germaine—. Está de conferencia con el comandante Van Beulans. Es importante. Después, tiene otras citas.
Comprendiendo que su franqueza no le serviría de mucho, Pimuriaux adoptó su tono más oficial:
—Querida señora, traigo conmigo a tres personas que son esperadas por el presidente. Es muy urgente... El porvenir de Katanga depende de ello.
—¿Quiénes son? —preguntó Germaine sin levantar la nariz.
—Si el presidente decide hablarle de ellos, lo hará él mismo.
Presintiendo un secreto del que estaba al margen, Germaine se encogió como un pulpo enfurecido:
—Vamos a ver... Pero creo saber... yo... que el comandante Van Beulans tiene para rato con el presidente. Le avisaré a usted si el presidente juzga que todavía le queda tiempo para recibirá con sus tres pájaros.
Se puso a teclear de nuevo furiosamente para hacer comprender bien al «Monsieur secretario general» que ella no tenía tiempo que perder con "un personaje tan ruin.
Pimuriaux salió.
—Un fracasado —dijo Germaine entre dientes—, un abogadillo sospechoso que trabaja para quien le paga y para todos aquellos que algún día podrían pagarle.
—Y a su mujer —abundó la rubia—, ¿la conoces? La vi el otro día en la peluquería...
—Ya está bien —atajó Germaine—. Tenemos otro quehacer que charlar. ¿Cómo tienes tu informe sobre la pacificación de los balubas? Debe estar terminado a mediodía. Se lo he prometido al comandante, que debe llevarlo al cónsul Ryckers.
Germaine pretendía reservarse el monopolio de las maledicencias. A los demás sólo les pedía su aprobación.
—El presidente le recibirá a usted en seguida —dijo Pimuriaux a La Ronciére.
Una puerta se abrió detrás de ellos. Hubo un ligero murmullo entre los presentes, y un hombre alto, fornido, de cara colorada, ojos azules y pelo gris cortado en cepillo salió del gabinete presidencial. Llevaba el uniforme del Ejército belga, con bandolera y cinto. Un gran revólver de reglamento pendía sobre su cadera, y en el cuello de su guerrera lucía las tiras rojas de los oficiales de Estado Mayor.
Pimuriaux se levantó de su asiento y fue hacia él.
—Buenos días, comandante.
—¡Toma, Pimuriaux!
El comandante se rió de buena gana:
—Pero, es verdad, ahora somos secretario general, ¿eh? Va usted a ver al jefe... con esos tres caballeros... He creído comprender que él los esperaba.
Muy apurado, Pimuriaux farfulló:
—Son amigos que están de paso. Vienen a hablar con el presidente de un asunto...
Van Beulans no se decidía a irse: allí había gato encerrado. ¿Quiénes podían ser aquellos «amigos» de Pimuriaux? En La Ronciére y Kreis inmediatamente reconoció a militares de carrera por esa rigidez que da el uso prolongado del uniforme. Aquel par, sobre todo el de más edad, de rostro enjuto y pelo canoso, no tenían pinta de ser amigos de un ridículo dominguillo como Pimuriaux. Únicamente aquellos tiempos agitados habían podido dar una apariencia de importancia a aquel politicastro de tercera categoría. Pero todo volvería pronto a su cauce.
Van Beulans no podía entretenerse más. Se despidió:
—Hasta la vista, señores. Si se quedan algún tiempo en E'ville, dense una vuelta por mi oficina. Estaré encantado de charlar con ustedes.
—La cacería... —insinuó Pimuriaux.
—Bueno, también yo soy cazador, y creo ser tan entendido como ese excelente Pimuriaux. Se acuerda usted, ¿verdad Pimuriaux? La vaca que confundió con un búfalo. Afortunadamente, falló usted el tiro.
Cuando hubo salido, La Ronciére preguntó:
—¿Quién es ese sujeto?
—Un imbécil, mi coronel, pero muy peligroso para nuestros planes: el comandante Van Beulans, jefe de Estado Mayor del ejército katangueño. Es uno de los que dieron el poder al presidente el mes de julio. Durante varios meses tuvo en sus manos todos los poderes. Pero está en trance de caer en desgracia: ¡es demasiado llamativo! Además, ha acumulado las planchas. La torpeza flamenca, ¿sabe usted?
Una risita de satisfacción:
—Puedo pretender sin vanagloriarme haber podido con él. Ya no durará mucho en Katanga. Es usted, mi querido amigo, quien va a remplazarle. Ventajosamente, debo decirlo.
Germaine apareció por la puerta vidriera con un papel en la mano:
—Haga el favor de entrar, el presidente le aguarda.
Kimjanga era un hombre de treinta,y cinco años, de semblante juvenil y del más puro negro, alto, ligeramente corpulento. Su voz, grave, tenía bellas resonancias broncíneas. Llevaba un traje oscuro de buen corte, camisa blanca, corbata a limares rojos y un grueso brillante en el dedo.
Tenía una sonrisa infantil, pero aquella sonrisa, se notaba, era elaborada. Se levantó de su escritorio para ir al encuentro de sus visitantes y les estrechó la mano. Pimuriaux se deshacía en reverencias.
—Señores —dijo el presidente—, me alegro de acogerles en Katanga, tierra de orden y de libertad, y les agradezco haber venido a ayudarnos a salvar aquí los valores occidentales.
«Corre un poco —se dijo Fonts—, pero es el estilo de la nueva África. Es de locura cómo este año se puede salvar al Occidente en todos los pantanos y todas las sabanas. Kimjanga es astuto... como un campesino, y todos los campesinos del mundo se parecen. Debe de tener algún jamelgo que endilgarnos y va a demostrarnos que es un pura sangre.»
La Ronciére esperaba, a la defensiva, observando los ojos del presidente que, ora entornados, le daban una expresión marrullera, ora muy abiertos, se henchían de toda la inocencia del mundo. Era joven, desde luego, bastante joven para tener audacia, propensión a las soluciones nuevas y originales, pero también para mostrarse engreído y dejarse influir.
El presidente se había vuelto hacia otro negro que estaba de pie al fondo de la estancia. Vestido con suma elegancia, llevaba gafas de sol aunque hubiese penumbra. La frente despejada por un principio de calvicie, llevaba el pelo corto y tenía los rasgos finos, pero petrificados en uña especie de mueca a la vez huraña y desdeñosa.
«Este tío —decidió Fonts— será más bien el aristócrata, en tanto que el otro, el presidente, parece el chalán que ha hecho buenos negocios... Uno soluciona sus problemas trapaceando y mintiendo, y el otro mediante la brutalidad..., sin vacilar en valerse del cuchillo y del veneno...»
Dudando a veces sobre la elección de un verbo o de un adjetivo, todo franqueza y amabilidad, el presidente les hizo un elogio de Bongo, vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior:
—¡Tendrá usted ocasión de trabajar a menudo con él y no dudo de que esa colaboración será fructífera!
Bongo, impasible, con el rostro siempre hermético, no quitaba ojo a los tres mercenarios. Aquéllos serían «sus blancos». Su antepasado, el gran M'Siri, venido con algunas espingardas del lejano Tanganica, se había forjado un reino tan grande como Inglaterra. Había tenido a sus órdenes hasta diez mil guerreros, de ellos tres mil armados de fusiles. También él tenía «sus blancos», que sólo vivían porque se lo permitía. Dos de ellos, árabes, eran sus secretarios; una bella mestiza portuguesa, María de Fonseca, su concubina; en cuanto al resto: inofensivos misioneros.
Todos los demás que se arriesgaban en su reino comprendían rápidamente, tras haber presenciado una ejecución, que más valía largarse. La víctima era enterrada viva y dejaban que se muriese de hambre. Los obstinados desaparecían.
Bongo aquilataba con la mirada a los tres hombres: dos eran soldados, con toda seguridad, pero de un tipo bastante nuevo para él. El coronel tenía algo de felino en el porte. Son panteras cuyo lomo se comba, que retroceden. Cuando se cree que han huido, es entonces cuando atacan. El francés no era como aquellos soldados belgas vanidosos y atiborrados de rancho. Sabía matar, y batirse. Se decía que tenía un secreto para hacer soltar las lenguas; también él, Bongo, tenía un secreto.
El teniente, el rubio grandote, sabía matar también, pero como el búfalo que embiste y al que nada para. Bongo no había visto nunca ojos tan claros, ni tan inmóviles.
El tercero, aquel hombrecillo moreno siempre en movimiento, le inquietaba por no saber en qué categoría situarlo.
Fonts poseía una especie de don que le permitía descubrir en los primitivos los instintos que les empujaban, el odio, la violencia, la amistad, la codicia, aun antes de que estos instintos se manifestasen con gestos o palabras.
Olfateaba el recelo de Bongo y su crueldad. Se habrían descompuesto los rasgos de su rostro cuando mató a Lumumba, pues ahora sabía que lo había matado con sus manos. No, sin duda había abierto sus carnosos labios mostrando unos dientes resplandecientes, mientras una alegría salvaje te devoraba las entrañas.
Después, debió de hacer el amor con una mujer que uno de sus guardaespaldas fue a buscarle. Luego, la echó para ponerse a beber de nuevo, y la cerveza le había chorreado sobre la chaqueta.
—Señores —dijo el presidente—, vamos a trabajar bien juntos. Nuestra causa es justa. Somos pacifistas. No queremos perjudicar a nadie. Todo lo que pedimos es el derecho a conservar nuestra libertad y hacer la felicidad del pueblo katangueño.
Alzó las manos al cielo como un pastor durante su prédica:
—Yo no pido más que entenderme con Léopoldville, pero, con excepción del coronel Mobutu, las gentes de Léo son unos incapaces y hombres de escasa valía. Son unos empleadillos de nada. Yo, comprenden ustedes, soy rico. Tengo granjas, hoteles, vacas. Sería mucho más feliz si no estuviese en el poder. Los ministros de Léopoldville no abandonan sus cargos porque quieren ir en grandes coches, beber whisky y acostarse con mujeres...
El presidente Kimjanga calló a tiempo. Iba a decir: acostarse con mujeres blancas.
La Ronciére comprendió que ahora le tocaba echar su discursito:
—Señor presidente —comenzó—, hemos venido aquí para ayudarle porque estamos convencidos...
La puerta se abrió. Era Germaine:
—Le recuerdo, señor presidente, que tiene usted un almuerzo a las doce y media en la Cámara de Comercio. ¿Qué traje hay que prepararle?
El presidente perdió la paciencia:
—Cualquiera: el azul marino. No, el gris a rayas.
—¿Con una corbata azul?
—Me es igual. No, con la corbata verde.
Germaine cerró la puerta con brusquedad.
La Ronciére prosiguió:
—Decía que estábamos convencidos de la justicia de vuestra causa. Actualmente, el mundo está dominado por las grandes potencias que quieren imponer su ley a las pequeñas naciones. Los comunistas y los capitalistas intentan repartirse el planeta. Mis camaradas y yo...
Germaine apareció de nuevo: detrás de ella se colaban dos oficiales negros que en vano trataba de rechazar.
Fonts se puso muy contento, en tanto que La Ronciére empezaba a impacientarse.
—Señor presidente —comenzaron, a la vez, Germaine y el primer teniente.
Callaron de repente. La secretaria apretó los labios, pero los dos oficiales se echaron a reír.
—Señor presidente —dijo Germaine—, su traje gris no ha vuelto del tinte. Además, el comandante Van Beulans acaba de telefonearme: reclama con urgencia las decisiones que ha sometido a la firma de usted a propósito de los prisioneros balubas...
—Van Beulans nos da la lata —dijo fríamente Bongo—. No es él quien hace la ley aquí. ¿Qué se ha creído? ¡Está usted viendo que el presidente está ocupado!
Estupefacta, Germaine se dirigió hacia la puerta. El presidente la llamó:
—Germaine, haga que nos traigan champaña. «Mumm», etiqueta roja.
Ella salió con aires de reina ofendida. El más alto de los tenientes se acercó al presidente, le estrechó vigorosamente la mano y empezó un prolijo discurso en swaelí.
«Si esto continúa —pensó Fonts—, acabará tratándole como de la familia.»
El teniente prosiguió su discurso en francés.
—Ése —dijo, señalando al otro teniente que se balanceaba, risueño—, es mi amigo el teniente Bompaka. Salió de la escuela de Arlon al mismo tiempo que yo. Como es primo de Chikasa, que está casado con la mujer de Kalato, los dos hemos pensado que debíamos venir a verle a usted. En el Estado Mayor hay un imbécil de coronel belga que quiere mandarnos a hacer la guerra contra los balubas. Entonces, nosotros, como salimos de la escuela de Arlon y somos instruidos y sabemos hacer la guerra, sería tonto que nos hiciésemos matar. Nosotros queremos quedarnos en Elisabethville.
Pimuriaux había observado la sorpresa, y luego la exasperación del coronel francés. Se levantó:
—Señor presidente, veo que está usted el muy ocupado; podríamos volver mañana por la mañana.
—Nada de eso. ¿Y el champaña?
Después, percatándose de que los dos oficiales katangueños estaban dispuestos a sentarse, les dedicó una gran sonrisa y los empujó hacia la puerta:
—Mañana lo arreglaremos...
Un criado de chaqueta blanca apareció por fin trayendo en una bandeja el vino y los vasos.
El presidente quiso descorchar personalmente la botella. Levantó su copa:
—Señores, brindo a la salud del general De Gaulle, el gran amigo de África que os ha mandado aquí para defender el derecho a la independencia de una pequeña nación.
Kreis miraba a La Ronciére con ojos asombrados. El coronel sólo dudó un segundo, levantó el vaso a su vez y bebió.
—Aquí, en Katanga —continuó Kimjanga—, consideramos al general De Gaulle como uno de los más grandes hombres de Estado de Occidente. Ha dado la independencia a sus colonias de África y pronto pondrá fin a la guerra de Argelia. Es verdaderamente un gran hombre —concluyó, eructando educadamente detrás de su mano.
—Argelia es un problema complejo —comenzó La Ronciére.
Pero Fonts le cortó la palabra. Tomó otra copa de champaña:
—Bebamos —dijo— por los dos grandes hombres de Estado a quienes tenemos el honor de servir: usted, señor presidente —se inclinó—, y el general De Gaulle, por supuesto.
—Me gustan los franceses —declaró Bongo—. No son como los belgas; los belgas son racistas.
Luego volvió a retreparse en su sillón.
—¿Racistas? —preguntó Fonts.
—Racistas. Esas gentes no han comprendido que Katanga ya no es una colonia. Quieren seguir portándose como amos.
—Señor ministro —insinuó prudentemente Pimuriaux—, hay toda clase de belgas, colonialistas, desde luego, pero también liberales que no piden sino ayudaros sinceramente.
Bongo se mantenía firme en su idea:
—Y también muchos comunistas. Fíjese, Spaak y los socialistas, por ejemplo, son comunistas. Aquí, en el Congo, han querido destruir las jefaturas tradicionales. Su sueño era quitar autoridad a quienes son sus poseedores naturales, los jefes, para entregarla a empleados de Correos o pequeños funcionarios...
—Como Lumumba —dijo Fonts.
Bongo descargó un violento puñetazo sobre la mesa.
—¡Ese perro! Le había avisado, sin embargo.
Tuvo una risa helada, calló bruscamente y luego prosiguió con menos violencia:
—Odio a los belgas porque nos han hecho daño. En este mismo momento, Bruselas se acerca a Léopoldville tras habernos hecho buenas promesas. Los belgas no tienen ninguna palabra.
Bebió un sorbo de champaña.
—Sepa usted que asesinaron a mi abuelo M'Siri y que mi padre murió en sus cárceles.
Muy apurado, Pimuriaux miraba fijamente una mancha del techo.
El presidente soltó una carcajada.
—Eso es verdad —dijo—. Los belgas nos han jugado malas pasadas a menudo, pero, en fin, los hay buenos y malos.
Hacía algunos minutos que Fonts miraba con ojos divertidos un retrato colgado sobre el escritorio. El presidente lo notó.
—¿Ve usted? —dijo de pronto, con vehemencia—. Es el retrato del rey Balduino, ese que se dejó robar la espada en Léopoldville. Quise que lo descolgaran, pero el comandante Van Beulans me dijo que los belgas estarían muy descontentos.
—Van Beulans es un racista —empezó de nuevo Bongo.
El presidente movió su bondadosa cabeza:
—Es verdad que a veces resulta exasperante con sus taconazos. Además, lleva una fusta. Eso recuerda el vergajo. Hace algunos días, sin embargo, que ya no la lleva. Pero yo pienso que, en el fondo, nos quiere mucho; nos ha sido útil en el período de transición...
No queriendo poner al descubierto su táctica, por un recelo instintivo que hacía las veces de prudencia, calló y se volvió hacia La Ronciére:
—Mi querido coronel, me he alegrado mucho de conocerle, así como a sus amigos. Pienso que después de ese largo viaje necesitarán ustedes descansar. Les propongo venir mañana a las diez. Podremos empezar a trabajar. Les confío a nuestro amigo Pimuriaux, quien, estoy seguro, hará lo imposible por hacerles grata su estancia. Por supuesto, estoy a su disposición para darles todo cuanto puedan apetecer. De todos modos, sean ustedes discretos y prudentes. Está la ONU, y traidores que la informan. Hasta la vista, señores.
Germaine asomó su nariz puntiaguda por la puerta:
—¡Señor presidente, su almuerzo!
Holmer van der Weyck, director general de la «Unión Minera» del Alto Katanga, usaba un poblado bigote sobre un rostro flaco de tez de ladrillo. Fumaba en pipa y se disculpaba por ello recordando con indiferencia que había adquirido aquella mala costumbre cuando servía de «squadron leader» en la RAF.
Hablaba con un ligerísimo acento británico, que conservaba de sus estudios en Oxford, pero a diferencia de algunos de sus compañeros, más groseros, evitaba entreverar su conversación de palabras inglesas. Sufría, desde luego, tanto como ellos de no ser más que un «buen pequeño belga». Pero nada, en su comportamiento, lo dejaba traslucir. Sus trajes venían de Londres, jugaba bien al golf, pero se distraía con el bridge y prefería la cerveza al whisky.
La frente era despejada bajo los cabellos canosos; los ojos, atentos, y las manos, nerviosas y finas. Era buen esposo, aunque sólo tuviera para su mujer una vaga amistad. Hortense van der Weyck era una gorda bruselesa que no carecía de donaire: «Los belgas no gastamos cumplidos», repetía demasiado a menudo para el gusto de su marido. Pero era sobrina de uno de los principales dirigentes de la «Société Générale», que pertenecía por derecho propio al Consejo de administración de la «Unión Minera». Afortunadamente, Hortense no solía ir a Katanga; prefería vivir en Bélgica, durante el año escolar, con sus tres hijos, y el verano en Théoule, en la Costa Azul, donde poseía una gran villa.
Van der Weyck había previsto una cena muy íntima. Solamente tres personas: el coronel La Ronciére, Pimuriaux y él. Pero Pimuriaux le aconsejó invitar también a «ese» Fonts, el adjunto civil del coronel. El secretario general había añadido:
—Creo saber que es el observador del Elíseo. Hasta cuenta, al parecer, con numerosas amistades en los círculos allegados al presidente de la República. El coronel me lo ha insinuado. «"Ese" Fonts, verdaderamente, no le gusta —pensó Van der Weyck, mientras Pimuriaux le telefoneaba—; parece conocer bastante bien África; incluso habrá desempeñado funciones diplomáticas en Guinea.»
Van der Weyck estaba a la vez divertido e interesado por aquel personaje imprevisto que tanto inquietaba al buen Justin.
Ordenó poner un cubierto más y lamentó que la noche cayese tan rápidamente, lo cual le impedía hacer un recorrido en compañía de Riverton. Cuando se extrañaban de verle tan a menudo en compañía del cónsul general de los Estados Unidos, replicaba infaliblemente que una común afición al golf les unía y que su hija Joan, la pelirroja insolente y caprichosa, le hacía gracia.
Dio unas palmadas para llamar a un criado y pidió en swaelí una cerveza «Simba». Dentro de poco, tomaría whisky u oporto. Arrellanado en un canapé, encendió dos o tres veces su pipa, que no estaba apagada, lo cual le ocurría frecuentemente cuando reflexionaba, o cuando soñaba. Desde hacía dos meses, Holmer van der Weyck se dejaba deslizar dulcemente en las aguas tranquilas del ensueño.
Los personajes con quienes tenía tratos todos los días se diluían en siluetas borrosas que un viento impelía como nubes: Kimjanga, el presidente sacado de la manga y cuya campaña electoral él había financiado; el cruel Bongo, a quien él sacara una vez de la cárcel; el títere de Pimuriaux, del cual se había servido para hacer venir a los «mercenarios» franceses; el imbécil del comandante Van Beulans, y el loco de Patrice Lumumba, que había querido actuar como si el Congo existiese.
Entonces aparecía una mancha roja que se tornaba una cabellera cobriza y, muy pudibundo, Holmer van der Weyck imaginaba que Joan Riverton era su hija. Le acompañaba al golf y, a cada hoyo, cantaba una «comptine»[8] que él, de niño, había oído a menudo:
«Barbengon
Mon mignon
Le crispin
Sur le pain
Le bouvreuil
Sur le seuil...»