En Bruselas, Fonts estuvo a punto de perder el avión de Elisabethville. Llegó corriendo en el momento que quitaban la escalerilla.

—¡Vaya chica! —le dijo a La Ronciére, mientras se abrochaba el cinturón—. Ésa tenía todo lo que las demás no tienen.

—¿Qué? —preguntó secamente el coronel.

—La raptaba...

La Ronciére hubiese querido recordar a Fonts que era su subordinado, que gracias a él salía para Katanga. Pero el pequeño catalán, valiéndose de las dificultades recientes del coronel, había transformado insensiblemente las relaciones entre ambos en las de asociados que quizá tengan actividades diferentes, pero los mismos derechos.

«Pondremos de nuevo las cosas en su sitio en el Congo», decidió La Ronciére.

Kreis, detrás de ellos, se agitaba. Aquella partida aún no conseguía creerla, aunque el dinero de la prima hubiese sido ingresado en su Banco y que palpándose la chaqueta pudiera notar su pasaporte.

Ahora se llamaba Charles Créash, nacido en Colmar, y tenía un contrato de capataz en la «Petro-Congo». Ach! Capataz, pero siempre en el mismo oficio, la guerra. Sólo que esta vez estaba bien pagado, y aun cuando Fonts no le gustaba, conocía hacía mucho tiempo a La Ronciére y sabía que éste era un jefe.

La Ronciére había soñado con otra salida, en Le Bourget, bajo los flashes de los fotógrafos, tras un vino de honor seguido de una especie de acto militar: los veinte oficiales que salían formados ante el avión, con, en el ojal, la insignia de Katanga, una crucecita de cobre.

Los ochenta oficiales que debían unirse a ellos estarían agrupados en un bloque compacto y les habrían saludado desde detrás de las vallas. Entonces La Ronciére habría hecho una declaración ante la Radio y la Televisión:

«Partimos para Africa, a defender el orden contra el desorden, el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos y de su destino contra las pretensiones que se arrogan algunos funcionarios internacionales irresponsables, que se convierten, consciente o inconscientemente, en aposentadores del comunismo. Por culpa de ellos, Léopoldville está en plena anarquía; gracias a nosotros, Katanga continuará conociendo el orden y la prosperidad.»

No hubo nada de todo esto, sino solamente aquella salida semiclandestina, de tres, con documentación falsa.

Sin embargo, toda la operación de reclutamiento había comenzado bastante bien. Con los fondos puestos a su disposición, La Ronciére había alquilado un piso en una calle tranquila del Parque Monceau. Algunos sueltos en la Prensa de París y de provincias, y también en revistas de asociaciones de paracaidistas, habían hecho saber que el coronel La Ronciére buscaba colaboradores para que le acompañasen a Katanga.

Muy pronto llegaron solicitudes, tanto de Argelia como de la metrópoli.

Era Kreis, alistado al día siguiente de su escándalo en el «Weber», quien recibía a los visitantes. Les hacía rellenar un breve cuestionario, y no los introducía en el despacho de La Ronciére si no presentaban las características siguientes: pertenecer o haber pertenecido a una de las dos divisiones paracaidistas 10ª ó 20ª D.P., ser oficial, joven, en plena forma física, pero sin haber rebasado el grado de capitán; haber desempeñado en el Ejército unas funciones distintas de las de simple jefe de sección o comandante de compañía, por ejemplo, haberse ocupado de SAS, de SAU, haber hecho información, propaganda, trabajado en sector...

El coronel, sentado en un diván, les recibía sin cumplidos. Cuando los conocía, les invitaba a una copa y les explicaba lo que él se proponía hacer en Katanga. Luego, si el trabajo parecía convenirles, prometía volverlos a convocar para un examen completo de su situación.

—Si aceptamos su candidatura —precisaba—, debe usted, al mismo tiempo que firme el contrato, presentar su dimisión. Que por lo demás será aceptada inmediatamente. Tengo la conformidad del Ministerio.

En una semana, La Ronciére había recibido personalmente a ochenta aspirantes. Seiscientas solicitudes por escrito llegaron a la oficina, algunas de ellas firmadas por coroneles muy conocidos que habían desempeñado un papel importante en Argelia y que aceptaban, aunque más antiguos o de grado superior, servir a sus órdenes.

Su vanidad se sintió halagada, pero rechazó aquellas solicitudes, pese a haber comprendido que los coroneles, al querer hacerse mercenarios, intentaban por última vez escapar a su destino de soldados sublevados, de pretorianos descontentos del rey que ellos habían hecho. Fracasarían, lo cual era probable, y acabarían bajo las balas de los pelotones de ejecución o encerrados en fortalezas. No era, sin embargo, ninguna razón para entregarles la plaza. Pues conocía bien a sus camaradas: nunca tolerarían, a pesar de sus promesas, el servir a las órdenes de un oficial de grado inferior sin tratar de apartarlo. Él hubiera hecho lo mismo.

Pese a los consejos de Fonts, quien estimaba que aquel tipo de asunto debía ser conducido con un mínimo de discreción, pese a una advertencia del coronel Chaudey, a quien Fonts habla puesto sobre aviso, La Ronciére decidió celebrar una conferencia de Prensa.

A diferencia de algunos de sus camaradas que gustaban de hacer la vedette en primera página de los periódicos, La Ronciére, por orgullo, prefería evitar toda publicidad. Pero estimaba que, en el caso presente, las propias leyes de la guerra psicológica le obligaban a «poner en condiciones» a la opinión pública, para lo cual no tenía más remedio que valerse de los periodistas.

Una decena de ellos, entre los cuales figuraba Dorat, todos especialistas del Africa negra o de los problemas militares, acudieron a su invitación en un salón del «Hótel Lutétia».

—Cometes una estupidez —le había dicho Fonts—, pero, ya qué te empeñas, trata bien a esos borrachines. Quizá te tengan el agradecimiento del gaznate.

Así que sirvieron bocadillos y champaña de buena marca.

La Ronciére, con la copa en la mano, para hacer más familiar aquella primera toma de contacto, soltó una conferencia sobre la guerra psicológica y sus métodos. Hubo bostezos. Dorat reanimó el interés interrumpiendo groseramente al conferenciante:

—Oiga, mi coronel, todo eso lo hemos oído ya en Indochina, en Argelia y en otras partes... Quisiera hacerle dos o tres preguntas.

—Hágalas, hágalas —respondió secamente La Ronciére.

—Está usted reclutando para Katanga a oficiales franceses en activo. ¿Tiene para ello la conformidad del ministro del Ejército?

—Desde luego. ¿Cómo podría ser, si no?

—¿Es usted enviado en misión a Katanga por cuenta del Gobierno francés?

—No exactamente...

—¿Sí o no? —insistió otro periodista—. Es muy importante, mi coronel. Hasta ahora, el Gobierno francés se ha atenido a esta postura oficial: no reconoce a Katanga. Entonces...

Chantal había seguido calentándole los cascos a su marido con las cualidades físicas y el ánimo esforzado del coronel. Así que Dorat, quien por pereza no hubiera insistido, reanudó el ataque por su cuenta:

—Ha abierto usted una oficina de reclutamiento en la calle Muiillo, 17, en la planta baja. Ha hecho insertar en los periódicos cierto número de sueltos para informar al público sobre el género de actividad a la que se dedicaba usted. Esto se llama exactamente hacer reclutamiento para un ejército extranjero. O bien el Gobierno francés lo ignora, lo cual es difícilmente admisible, o bien lo aprueba, lo cual parecería indicar un cambio de su política con respecto al Congo y a la ONU.

La Ronciére, descubriendo la trampa que ocultaba la pregunta, y al mismo tiempo furioso por la insistencia de Dorat, le replicó secamente como a un importuno:

—Comprenderá usted que no pueda responder.

Los periodistas se fueron riendo, y él oyó a uno de ellos que decía:

—Creía que nuestro gran especialista de la guerra psicológica era más astuto. Ha caído en la celada como un novato. Verdaderamente, los coroneles se sobreestiman mucho.

Al día siguiente, La Ronciére pudo ver en la mayoría de los grandes cotidianos una breve reseña de su conferencia.

Tan sólo dos diarios le concedieron cierta importancia. Uno, de extrema izquierda, titulaba:

«Los coroneles facciosos en auxilio de la "Unión Minera"», y colmaba de injurias a La Ronciére recordando la batalla de Argel, las torturas y las barricadas...

El otro, que leían los especialistas de la política, los círculos gubernamentales y que, por este motivo, tendía a tomarse por el guía moral del país, hacía esta pregunta:

«¿Una nueva orientación de la política francesa en África?

»Una conferencia de Prensa celebrada en un gran hotel situado en la Rive Gauche por el coronel La Ronciére, parece aportar algún crédito a los rumores que circulan en los medios allegados al Gobierno según los cuales se procedería a una revisión de la política francesa en el Congo ex belga.

»El coronel La Ronciére rehusó precisar si la misión que va a emprender en Katanga ha recibido o no la aprobación de los poderes públicos.

»Interrogado por la noche, el ministro del Ejército se limitó a responder que el coronel La Ronciére había sido puesto en situación de disponible a petición propia, y que su viaje a Katanga se efectuaría a título puramente personal.

»Resulta, sin embargo, inquietante que unos oficiales franceses —un centenar, según los informes que hemos reunido—, ayer aún en activo, hayan podido abiertamente ser reclutados como mercenarios al servicio de un régimen no reconocido en Francia y en estado de abierta secesión con respecto al Gobierno de Léopoldville, que, hasta nueva orden, sigue siendo la única autoridad legal del Congo.»

A última hora de la tarde, el coronel Chaudey telefoneó, usando aquel tono paternalista que tanto exasperaba a La Ronciére:

—Querido camarada —dijo—, su conferencia de Prensa ha causado mucho revuelo..., demasiado. La impresión ha sido profunda no sólo en el Quai d'Orsay, sino también en el Elíseo.

—Pero, mi coronel, no veo el porqué. No he afirmado nada que no sea verdad... y tampoco he confirmado nada.

—¿Acaso no ha leído la Prensa de la tarde y ese artículo que trata de la nueva orientación de nuestra política en Africa?

—Lo he leído, desde luego. Pero no veo en qué pueden molestar a nadie esas veinte líneas de galimatías.

La Ronciére oía al otro extremo del hilo a Chaudey que chascaba la lengua:

—Bueno, pues voy a explicarle el resultado de esas veinte líneas de galimatías... como usted dice.

»El embajador de los Estados Unidos ha telefoneado al Quai d'Orsay para manifestar la inquietud de su Gobierno, el cual, y creo que usted lo sabe, está muy comprometido en ese asunto congoleño. Ha pedido precisiones sobre la misión La Ronciére.

»El Quai se ha vuelta en contra de Dumont, a quien, sin embargo, tenía usted de su parte. ¿Acaso no le ha mandado a su amigo Fonts tan pronto usted lo ha requerido?

»Dumont se ha ganado un rapapolvo por haber apoyado la candidatura de usted, ¡y de rebote he cobrado yo!

La Ronciére no conseguía creer todavía que su conferencia de Prensa pudiese tener consecuencias tan graves; con voz entrecortada preguntó:

—Entonces, ¿todo está perdido?

—Perdido, no, estropeado, sí. Para calmar a la opinión, nos vemos obligados a tomar cierto número de medidas: entre otras, el cierre de su oficina de reclutamiento. Debemos también pedirle a usted, oficialmente, se entiende, que renuncie a su misión.

—Pero...

—Lo cual significa, querido amigo, continuarla esta vez en el mayor secreto. Hágase usted olvidar. Por supuesto, ni hablar ya de una marcha con charanga.

—Según las cláusulas de mi contrato con el Gobierno katangueño, debo personarme en Elisabethville dentro de diez días.

—Nadie le impide tomar el avión para Roma o Vladivostok. Nadie, tampoco, le impediría contratar a civiles, que podían muy bien la víspera ser aún oficiales, para una sociedad cualquiera cuya sede podría estar en Bruselas y la industria o las minas que ella explota en Katanga.

Chaudey no pudo resistirse al placer de dar una lección a La Ronciére. Su voz se llenó de compasión. Se notaba que estaba relamiéndose:

—Qué lástima, mi joven camarada, que un especialista tan brillante de la guerra revolucionaria, una de cuyas armas más eficaces es la Prensa, ese instrumento de orientación de las multitudes, y eso creo que usted lo ha escrito, se torne a su vez la víctima de tal arma.

—¡Era una maquinación!

—Entonces, ¿por qué dar pábulo a ello? Es mejor que deje a Fonts ocuparse de ese tipo de asuntos. Es un civil, no compromete. De todos modos, permítame usted desearle un buen viaje. Cuente siempre con nuestra ayuda, mientras pueda ejercerse discretamente... A propósito, la Policía practicará un registro en su casa mañana por la mañana. Que la lista de las seiscientas candidaturas no caiga en sus manos. Al Ministerio del Interior le gusta mucho meterse en lo que no le importa. ¿Tiene usted noticias de Julienne? ¿Cómo dice? ¿Que acaba de salir para Italia? ¿El mes de enero? ¿Con su marido? Julienne siempre me asombrará.

Al día siguiente, la Policía practicó un registro en la calle Murillo. Inspectores correctos y poco curiosos se llevaron algunas octavillas, papelotes, y sellaron el piso, lo cual había obligado a La Ronciére, enfermo de rabia, a instalarse en un hotel.

Ninguna reacción en Katanga. Solamente un telegrama de Justin Pimuriaux rogando al coronel La Ronciére que suspendiera el alistamiento y tomase en la fecha prevista el avión para Elisabethville, con un Estado Mayor reducido al mínimo imprescindible.

Mientras el «Boeing» despegaba de la pista barrida por las lluvias de invierno, La Ronciére recordaba su primer encuentro con aquel personaje jovial, misterioso y muy pagado de sí mismo. Como todos los ex abogados, gustaba de las bellas parrafadas y oprimía el brazo del oyente cuando las pronunciaba.

¿Qué pensaría Justin Pimuriaux del cierre de la oficina de reclutamiento?

En París, Pimuriaux siempre llevaba a su lado un negrazo —su garantía africana—, que se pasaba el tiempo contemplándose las uñas, y a un tal Bernard Rivet, que se decía publicista. Este personaje, flacucho y amanerado, había comenzado a defender al Occidente en la milicia y seguía haciéndolo en una organización de extrema derecha.

Durante algún tiempo, Rivet había señoreado en Argelia. En el curso de una visita a la base de retaguardia del 3 REP, que entonces mandaba La Ronciére, se había hecho explicar extensamente los métodos de guerra y de pacificación del coronel para sacar de ello, según pretendía, una serie de artículos o un libro. Sus grandes proyectos se redujeron a algunas líneas de pie de fotografía en La Libre Belgique.

Después, Rivet se fue al Congo y una mañana, La Ronciére recibió su visita. No sabía aún cómo había podido el periodista dar con sus señas, pero Rivet se jactó de tener vara alta en la Presidencia del Consejo. También era él quien había organizado la entrevista con Pimuriaux en el altillo de un restaurante discreto de la calle Fossés-Saint-Bernard, célebre por sus entrecótes y su jamón a las hierbas.

Justin Pimuriaux desdobló con satisfacción su servilleta y ordenó la comida para él y para el congoleño, cuyo parecer ni siquiera había pedido. Eligió platos picantes y pesados, y vinos espirituosos.

En cuanto a Rivet, sólo bebía agua, sólo comía asados...

El coronel, un poco por bravata, un poco por divertirse, muy poco por gusto, pues era muy sobrio, escogió los platos más caros.

Justin Pimuriaux era un cincuentón que empezaba a echar barriga. Su piel era de ese color rosado que suelen tener los bebedores de cerveza. Un mechón de pelo gris, esmeradamente peinado hacia delante, disimulaba más o menos su calvicie. Ojos pequeños y claros, hundidos en la grasa, manos regordetas, y, en el ojal, un gran botón de condecoración morado y negro: la orden de Leopoldo.

Pimuriaux aguardó hasta la mitad de la comida antes de entrar en el tema que los había reunido.

—Nosotros, los belgas —dijo apoyando las palmas de las manos en la mesa—, somos francos en los negocios... Mi amigo, el presidente Kimjanga, que me honra con su confianza... —Señaló al negro que se estaba atracando—: Su Excelencia Monsieur Adalbert Namango, que es miembro de la familia del presidente y uno de sus colaboradores más próximos, puede confirmárselo.

La Excelencia alzó su nariz del plato, mostró los dientes, asintió y volvió a bajar la nariz.

—Así es que el presidente Kimjanga me ha encargado una misión de la mayor importancia, y es eso lo que nos hace estar reunidos aquí. La barbarie, usted debe saberlo, amenaza a Katanga. En todo el resto del Congo, se mata, se saquea, se viola... En nuestro país, blancos y negros trabajan en buena armonía. Pero estamos amenazados por las Naciones Unidas..., ese «trasto», como dice, con razón, vuestro presidente De Gaulle.

Necesitamos hombres capaces de implantar una organización a la vez militar y política que nos permita en una primera fase resistir a la presión enemiga, en una segunda fase extender nuestra pacificación a todo el Congo y hacer de ese país un modelo para toda Africa, el símbolo de la comunidad multirracial, apoyada en los valores esenciales del mundo occidental.

Entonces trasegó un gran vaso de vino y, habiendo terminado su sermón, en seguida se hizo mucho más familiar:

—Mi excelente amigo Bernard Rivet, a quien usted ha visto actuar en Argelia, me ha hablado de sus métodos y de sus ideas. También me ha dicho que estaba usted actualmente disponible.

»Katanga —sin duda lo sabe usted— no carece de recursos, pero sí de hombres de su competencia. Entonces... Pero, antes que nada, ¿cree usted que sus métodos pueden ser aplicados en el Africa negra?

La Ronciére tuvo esa sonrisa condescendiente del especialista a quien un profano hace una pregunta ociosa, pues la respuesta es evidente:

—Querido señor, esos métodos de guerra han dado pruebas de su eficacia tanto en Asia como en Egipto y en el Magreb. Son universales, pues todos los pueblos, con pequeñas diferencias, pueden ser condicionados según los mismos principios. ¿Ha leído usted La violación de las muchedumbres, de Sergio Chatojin?

Pimuriaux no había leído La violación de las muchedumbres. Se mostraba dolido de ello.

—¿Y los belgas? —inquirió el coronel—. Por lo que sé, instructores belgas siguen encuadrando la gendarmería katangueña.

—¡Ah, amigo mío, esos belgicanos! Son de reciente importación, y no comprenden nada de la mentalidad del africano. ¿No es así, Excelencia?

La Excelencia soñaba con el «Folies-Bergére». Farfulló una de esas frases pomposas que sirven para todas las salsas:

—Los belgas no han... comprendido nada en la psicología bantú y en la evolución de la geopulítica.

Molesto, Rivet se revolvió en su silla. Encontraba que le tenían olvidado y quiso recordar que también él conocía al presidente:

—Hace sólo una semana —dijo con su voz aguda—, el presidente me decía: «Mi querido Rivet, los belgas de Katanga no se dan cuenta de que ahora somos un país independiente. Siguen portándose como si todavía estuvieran en una colonia...

Pimuriaux le atajó:

—Grandes cambios van a producirse, tanto en el Ejército como en la administración. Un nuevo equipo llega al poder. Puedo revelarle, mi coronel, que la confianza del presidente Kimjanga me llama a muy elevadas funciones: de hecho, me encarga de la reorganización de Katanga, y lo que es más importante aún, de contratar en toda Europa los mandos técnicos, administrativos y políticos que nos hacen falta. Yo he sido quien ha tenido la idea de recurrir a usted.

—Pero, en fin —preguntó La Ronciére, estupefacto—, ¿qué me propone usted?

En efecto, Rivet, durante su primera visita, había sido muy poco explícito. Según él, aquella cena debía limitarse a una simple toma de contacto.

Pimuriaux se retrepó en su silla:

—Nada menos, mi coronel, que de darle en el nuevo Estado de Katanga la responsabilidad del Ministerio del Interior y de la Guerra.

—¿Qué dice?

—No será usted oficialmente ministro, por supuesto: esos cargos tienen ya titulares africanos, pero usted será el consejero de esos ministros con poder de decisión. ¿Acaso no ha escrito usted en la Revista de los Ejércitos que la primera regla de la guerra revolucionaria era reunir en una misma mano los poderes civiles y militares?

»Siempre me he interesado mucho por la acción que usted ha llevado a cabo, ¿verdad, Rivet? —Resignado, Rivet se limitó a asentir—. Por lo que he comprendido, no le sería difícil llevarse consigo a un centenar de oficiales duchos en esos métodos y que podrían convertirse en los cuadros permanentes de Katanga.

—Pero sigo en activo; y también mis camaradas.

De un manotazo, Pimuriaux barrió la objeción:

—He hablado con personas allegadas al Elíseo. No creo que de ese lado pusiesen serias objeciones. Puedo también revelarle que en ciertos medios se vería con buenos ojos un acercamiento entre Francia y Katanga. Poseemos minas, desgraciadamente. Además, el abate Fulbert Youlou es uno de los grandes amigos de nuestro presidente.

—Pero —hizo observar La Ronciére— no se deja el Ejército como un traje usado. Los derechos de jubilación..., los...

—Quiere usted hablar de las garantías financieras. Podemos dárselas. Le aseguraremos una paga importante, así como primas sustanciosas que compensarían con creces las pérdidas que pudiera usted sufrir. Créame, Katanga es un país muy rico, y el presidente un hombre que sabe apreciar el mérito a su justo precio. Con su valor, su actividad, ¿se ve usted terminando su vida en una pequeña guarnición de provincia?

—Me habían hablado de una cátedra en el Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional.

—¡Vamos, vamos!

Y, bajando la voz, Pimuriaux se puso a hablar de cifras.

Fonts no despertó hasta la escala de Roma. Estaba de muy mal humor y tenía la lengua estropajosa.

—¿A qué jugamos? —preguntó de pronto a La Ronciére.

—¿Quieres que hagamos una partida de cartas?

No logras abrir los ojos y, además, estamos aterrizando.

—No se trata de cartas, Jean-Marie, sino dé lo que estamos haciendo en este avión. ¿Tienes alguna idea de lo que nos espera en Elisabethville?

—Un Pimuriaux rosa y muy contento de sí mismo. El presidente Kimjanga nos invita a comer en su residencia, y al día siguiente nos ponemos a trabajar: tú te quedas con la Información y la Seguridad y yo con la gendarmería y el manejo de las poblaciones, tanto blancas como africanas. Tú haces también algunos pequeños informes para el Elíseo, Dumont y el tío Chaudey. Pero esa parte del trabajo sólo es cosa tuya, ¿verdad? Dentro de unos diez días, los diecisiete oficiales que he escogido en el curso de una primera selección firmarán su contrato, recibirán su billete de avión y se reunirán con nosotros en Elisabethville. Katanga no es el Congo, es un país en orden.

—Pero Katanga está también en África, y en esa vieja prostituta de África, en ese continente negroculesco, como dice el amigo Dorat, todo puede ocurrir. Por lo general, uno no se aburre allí. Pero cada día hay que volver a empezar lo que se hizo la víspera: nada es nunca seguro. Uno se adapta a África, pero no la cambia.

—Basta con tener los métodos, emplear los medios necesarios, disponer de los hombres que hagan falta, y todo cambiará.

Fonts movió la cabeza:

—En África no. Creo conocer bien ese país. A mi regreso de Indochina hice un cursillo en el IFAN[6]. Me interesé por las cofradías y los fetiches. Estudié la manera como el Islam había sido digerido por África. En Guinea vi cómo, a su vez, había sido digerido el comunismo. El Islam, el comunismo, el catolicismo, la democracia, todo eso es triturado por el gran estómago negro. Al salir, todo es parecido: una papilla. Cada vez que vuelvo al África negra me entra canguelo. Por supuesto, una vez me he tirado de cabeza a la marisma me adapto a ese hormigueo y a ese desorden, quizá porque el desorden me sienta bien y porque quiero mucho a los negros.

En la escala de Roma, los periódicos daban la noticia del asesinato de Patrice Lumumba.

—¿Qué te dije?

Fonts se encogió de hombros:

—¡Nunca se sabe lo que va a pasar en esos malditos países!

Releyó más detenidamente el telegrama:

«El 10 de febrero, una noche de tormenta, Lumumba y sus dos ministros se fugaron tras haber golpeado y maniatado a los dos centinelas. Un "Ford" negro de la escolta de Policía ha desaparecido, probablemente robado por los evadidos. Llevaba gasolina para cien kilómetros; dos fusiles han desaparecido.

»EL 12 de febrero, los tres presos son encontrados muertos, degollados por los habitantes de un poblado. Pero el Gobierno katangueño se niega a mostrar los cadáveres... El ministro del Interior declara fríamente que las tumbas de los evadidos han sido excavadas en un sitio secreto, a fin de evitar que se conviertan en un lugar de peregrinación para sus partidarios.»

—¡La verdadera historia negra! —exclamó Fonts—. No falta nada en ella, ni la brujería, las tribus y sus rivalidades, y todo ello rociado con cerveza, vino de palma o alcohol. Una vez cometida la imbecilidad, los katangueños se dan cuenta de que se han pasado de rosca y empiezan a mentir como locos. Fíjate, hasta sacan certificados médicos amañados, según los cuales Lumumba ha muerto..., pero siguen sin decir cómo.

La Ronciére se sentía a la par molesto e inquieto. Trató de disculpar a su nuevo amo:

—Sin embargo, son las gentes de Léo: Mobutu, Kasavubu, quienes eliminaron a Lumumba y lo entregaron a los katangueños.

—¿Qué necesidad tenían de aceptar aquel regalo? ¡Pero sabe tan bien vengarse de un enemigo...! África es la tierra de los símbolos, y aquel viejo chalado de Lumumba era para el mundo entero el símbolo de la independencia del Congo. Empezaban a acostumbrarse a él. Sobre todo, tenía detrás de sí a todos quienes deciden acerca de la buena o la mala conciencia, que bendicen o excomulgan: los comunistas y los afroasiáticos. Hasta los del bando contrarío son sensibles a ese tipo de broma.

—No acabo de comprenderte.

—Reflexiona, mi coronel. Por casualidad, te encuentras en el otro bando. Debes, en el plano psicológico, explotar ese asesinato contra Katanga. ¿Qué harías?

La Ronciére descubrió con sorpresa que, por primera vez, podía, sin dificultad, ponerse en el lugar del adversario. En Indochina, no se podía poner uno en el lugar de los «viet», y en Argelia, en el lugar de los fellagha. Ahora, él no era sino un mercenario, un técnico de una cierta forma de guerra a quien contrataban, como a otros para construir un puente.

Reflexionó y concluyó:

—En el lugar de quienes quieren liquidar la secesión katangueña, diría que ese asesinato ha sido montado por los grandes intereses capitalistas que quieren seguir controlando Africa.

»Es cierto, Fonts, ese asunto puede volverse fastidioso y me pregunto ahora si el presidente Kimjanga no ha caído en una trampa.

Kreis no sabía en absoluto quién era Patrice Lumumba. ¿Un hombre había sido asesinado? ¿Y qué? Miles de hombres eran asesinados porque habían dicho «no» cuando había que decir «sí», porque habían sido blancos el día que hacía falta ser azul o rojo, porque su prepucio era demasiado corto, o porque se encontraban en el bando malo.

Una azafata de una compañía escandinava que pasaba por el vestíbulo del aeropuerto le trajo el recuerdo de Lisel, de su cuerpo tibio, de su piel suave. Era bueno hundirse en mujeres como Lisel: se retorcían como un pez intentando rehuir el abrazo, hasta el momento en que, apuñaladas y ofreciéndose a los golpes, gemían como si fuesen a morir.

Pero luego tenían que hablar, echando a perder la belleza de lo que acababa de pasar con observaciones idiotas o groseras sobre el amor. Pequeños seres mezquinos, fútiles, encargados de dispensar el placer, esa cosa divina, y, acto seguido, de echarlo todo a perder.

—¿Estás soñando? —le preguntó de pronto Fonts—. Tómate un café. Italia ha tenido la suerte de perder sus colonias, por lo que se puede tomar buen café.

Fonts asombraba siempre a Kreás. Hablaba de tú a tú con La Ronciére; por lo tanto, se podía asimilarlo a un coronel. Sin embargo, parecía muy joven, salvo cuando se miraba de cerca su rostro fatigado y no iba afeitado.

Entonces su barbilla azuleaba y recordaba a Kreis aquellas caricaturas de «rojos españoles» que distribuían a las Juventudes Hitlerianas.

La Ronciére, algunos días después de haberle alistado, le dijo, hablando de Fonts:

—Kreis, no olvides nunca que Thomas Fonts es inteligente y peligroso, que puede sernos muy útil, pero también jugarnos muy malas pasadas. No es un soldado, pero quizás ha matado tantos hombres como tú. Sólo que él ha escogido hacerlo, en tanto que tú obedecías.

Fonts —Kreis lo había comprendido muy bien— había sido uno de aquellos guerrilleros que les disparaban por la espalda a los soldados de la Wehrmacht y de las SS y que, cuando eran capturados, escupían en la cara a quienes los remataban.

—¿Sigues soñando..., condenado «Fritz»? —le preguntó otra vez Fonts.

Kreis, la mirada vacía, escuchaba los incomprensibles discursos de aquel pequeño meridional. Encontraba que hablaba demasiado. Todo el mundo hablaba demasiado, los hombres como las mujeres, y aquél hablaba por divertirse.

Volvió el coronel. Había ido a comprar otro periódico.

—Me gustaría mucho saber —dijo a Fonts— qué piensan de la liquidación de Lumumba todos esos belgas que viajan con nosotros. Míralos, inclinan a corro sus jetas rosadas sobre los periódicos.

—No hay más que preguntárselo.

—Veremos eso dentro de un rato.

El «Boeing» despegó. El auxiliar del aparato anunció: «Próxima escala, Kano en Nigeria. Cinco horas y media de vuelo, a una altitud de trece mil metros.»

—¿Te vienes? Vamos a ver a tus belgas —propuso Fonts a La Ronciére—. Uno de ellos se atiborra de cerveza a proa, en esa especie de bar detrás de la cabina de la tripulación.

—Luego iré contigo.

La Ronciére siempre temía los primeros contactos con desconocidos. Le causaban una desazón casi enfermiza. Era una de las razones que le hacían gustar el Ejército y, en este Ejército, el muy restringido clan de los paracaidistas, donde todo el mundo se conocía.

Ritos muy estrictos presidían los encuentros y reglamentaban las prelaciones según ciertas jerarquías más o menos secretas que, a veces, hacían caso omiso del grado real.

Fonts fue a sentarse a proa al lado del belga y pidió un whisky.

Éste, encantado de tener un compañero, tendió hacia él su vaso de cerveza.

—A su salud. Es usted francés, ¿verdad?

Vestido de tweed claro, contento de sí mismo, el belga, al parecer, digería bien y no se planteaba problemas.

—¿Es su primer viaje al Congo?

Fonts asintió con la cabeza.

—Negocios, ¿eh? ¿Qué vende usted?

—Máquinas de coser... con la manera de usarlas. ¿Qué tal va eso en Léopoldville?

—Va mejor. El coronel Mobutu se ha desembarazado de Lumumba y de sus rusos. Vale decir que los americanos le han ayudado mucho. Lumumba ha sido mandado a E'ville.

—¿E'ville?

—Sí, nosotros, sabe usted, decimos Léo por Léopoldville y E'ville por Elisabethville. Pero me temo mucho que en E'ville ha dado un traspié el Patrice Lumumba. Quiso largarse, y los otros, crac...

—¿Está usted bien seguro de que quiso evadirse?

—Eso no puede saberse, es política.

—Ese asesinato puede acarrear gravesconsecuencias: Lumumba tenía partidarios en el Congo, primero, y en el extranjero después.

—Quizás en el extranjero entre los comunistas, pero en el Congo, estaba acabado.

»Oiga, señor, se lo diré: Lumumba jamás ha gobernado nada en el Congo. Era un pequeño agitador que ya había sido condenado a prisión por haber robado en la caja. Ese sujeto sabía leer, contar y ponerse una corbata, pero si rascaba usted un poco sólo quedaba un salvaje. ¿Sabe usted lo que pasó cuando Lumumba se instaló en la casa del gobernador general? Pues bien, todos los días mandaba llamar al fontanero para que le reparase el bidet. No es una historia sucia: Madame Lumumba creía que el bidet servía para machacar el mijo. Entonces, todas las mañanas se presentaba con una maza de mortero y empezaba a triturar el grano. La porcelana se cuarteaba. Cambiaron ocho veces el bidet. Lumumba dedujo de ello que el material belga era de mala calidad y por eso se dice que quiso concluir contratos con los rusos.

Fonts soltó una carcajada, llamó a la azafata y pidió una cerveza para el belga y otro whisky para él. Entrechocó su vaso con el del belga e hizo observar a éste:

—Dígame, amigo, si Madame Lumumba ignoraba lo que había que hacer con un bidet, tal vez era porque ustedes no se lo habían enseñado. Yo, para vender mis máquinas de coser, tendré que dar lecciones. ¿Y si quiero vender bidets...?

El belga lloraba de risa ante la idea de aquel pequeño francés dando lecciones de bidet a las gordas moussos, que hasta entonces siempre se habían mojado el trasero en la marisma con muy buen resultado.

La Ronciére se unió a ellos, dejó que la azafata admirase su prestancia y, con el tono en que se habla a un ama de casa, le pidió un zumo de fruta.

La hilaridad ruidosa del gordo belga le chocaba, pues la atribuía al asesinato de Lumumba. Cuanto más reflexionaba, más veía en ello un error imperdonable. Era un trabajo inútil y mal hecho. Si aquella eliminación era necesaria, hubiera debido encargarse a las gentes de Léopoldville. En ningún caso los katangueñas debían haber intervenido.

—Además —continuó el belga—, lo que ha trastornado todo en el Congo es, desde luego, que los pupilos hayan querido prescindir de sus tutores blancos y, en seguida, después de haberse desembarazado de ellos, haber querido hacer todo lo que por su bien les prohibían: beber mbulo y bitaha, cerveza y alcohol de palma, y fumar marihuana. Entonces, han vuelto a caer en manos de los brujos. Han hecho el wwelaet, el ngimbi. Han olvidado todo lo que les enseñaron los misioneros. Esa gentuza, sin casarse ya, sin riada, se han puesto a hacer el amor como animales en celo..., esos simios que se ven en el zoo y que se pasan la vida cabalgándose. Porque, lo que es temperamento, no puede decirse que no lo tengan. La de mujeres blancas que han pasado por ello, usted ya sabe. Los negros danzan de nuevo desnudos en la selva, pintarrajeados como si todo el año fuese carnaval.

»Dicho de otro modo, eso se ha puesto feo para mucho tiempo, a menos que los congoleños comprendan y pidan a los belgas, que les conocían bien y les querían, que acudan de nuevo en su ayuda para restablecer el orden en todas partes.

—¿A palos? —preguntó La Ronciére.

—No, pero con firmeza. El país es rico. Todo el mundo podría vivir feliz. Y usted, señor, ¿qué es lo que vende? ¿Máquinas de coser como su amigo?

—Vendo orden —replicó secamente La Ronciére—, pero no como el suyo.

«Con esa pinta tan flaca debe de ser un comunista», pensó el belga, quien apuró rápidamente su vaso y desapareció.

En Kano, un calor denso, viscoso, con tufos de descomposición y de tripas, se pegó a ellos.

«El vientre de África», pensó La Ronciére con horror.

A su vez, de pronto tuvo miedo y comprendía e Fonts.

Kreis, enjugándose la frente, soñó con las noches gélidas de Rusia y con aquella aldea cerca de Smolensko donde hacía tanto frío. Cuando se disparaba un tiro, el aire se rasgaba como una seda.

—El objetivo de la guerra revolucionaria —comenzó La Ronciére para tranquilizarse— no es matar, sino ganarse a la población...

Mientras llenaban los depósitos de kerosene, Fonts, acodado en una valla, recordaba lo que le había dicho un mestizo en Dakar.

—El negro sólo cree en la fuerza. Quien quiere explicar en lugar de dar órdenes, da, por lo tanto, muestras de debilidad. Si es débil, no tiene derecho a mandar; por consiguiente, no hay que obedecerle.

Una guapa negra pasó delante de él, con todos los taparrabos al aire; en las orejas y en torno al cuello macizas alhajas de oro. Su olor agridulce, al que se mezclaban densos tufos de vainilla, le recordó a aquella joven africana de tez clara que conociera en Conakry.

Se acordó de su sexo ardiente, de su cuerpo admirable de senos opulentos y firmes; una estatua complaciente y risueña que él no conseguía emocionar.

Era una peuhl de Fouta-Djalon. Cuando él estaba ausente, se hacía cubrir con la misma indiferencia por el boy. Pero cuando él se marchó a Francia, bebió «la mala tisana» y quiso morirse. Quizá porque él le había hecho un niño, a menos que hubiese sido el boy..., quizá porque le quería a su manera, como un objeto muy raro y que le envidiaban, un blanco de la Embajada tras el cual corrían las mujeres blancas.

Tres horas más tarde, el avión sobrevolaba Léopoldville. La ciudad apareció en un desgarrón de nube, blanca, imponente con sus buildings a orillas del inmenso río Congo, cuyas aguas sucias arrastraban paquetes de jacintos silvestres.

—Es Argel sin el mar —dijo Kreis, pegado a la ventanilla.

—La ciudad más bonita de África —declaró con orgullo un belga, detrás de él—, y la hemos construido nosotros.

—¿Por qué no la han conservado? —le preguntó La Ronciére, con su voz seca—. Se lucha por una ciudad como se lucha por una mujer. La abandonamos, pero no dejamos que otro nos la quite...

Eso era lo que a Kreis le gustaba del coronel. Su altanería fustigadora de oficial de tradición. Se encontraba en ciertos oficiales de la Wehrmacht, pero no en las SS. En las SS se iba más lejos que los otros, pero se carecía de pasado.

El avión giró sobre el río bajo la capa de nubes y apareció Brazzaville, pequeña ciudad colonial de casas achatadas.

Luego viose de nuevo Léopoldville, el bulevar Albert, sus construcciones de hormigón.

Dorat había contado a La Ronciére lo que fue Léopoldville durante los primeros días siguientes a la proclamación de la independencia.

El motín estalló en el campo militar de Thysville, a unos ciento cincuenta kilómetros de la capital.

Oficiales y suboficiales se dejaron zurrar sin defenderse, sin disparar a bulto. Sus mujeres y sus hijas habían sido violadas. En plena noche, todos aquellos militares, presa de pánico, llegaron a Léo amontonados en coches, chillando: «Se han sublevado todos; vienen hacia aquí, matarán a todo el mundo. Son mujeres lo que quieren.»

Se vio a otros oficiales, pálidos, extraviados, arrancarse los uniformes y pedir prestados a sus boys pantalones de paisano. En una hora, el desconcierto fue total. Miles de hombres y de mujeres acudieron precipitadamente al embarcadero para cruzar el Congo y refugiarse en Brazzaville. Dorat le había descrito con complacencia aquella ciudad muerta. Cientos de vehículos abandonados abarrotaban las calles próximas al puerto. Algunos tenían todavía los faros encendidos. Maletas y juguetes infantiles habían sido olvidados en los asientos. Noche y día, la electricidad ardía en los apartamentos y tiendas abandonadas.

Los africanos, estupefactos, presenciaban incrédulos, aquella huida vergonzosa. No conseguían reconocer en aquellas mujeres desgreñadas y aquellos hombres despavoridos a los blancos arrogantes y seguros de sí mismos, a sus amos de la víspera. Lo comprendían tanto menos, ya que nada grave había ocurrido en Léopoldville. La revuelta de Thysville había sido un caso aislado.

La Ronciére se había avergonzado, pues se sentía instintivamente solidario de un vasto clan militar que incluía tanto a los amigos como a los enemigos, y en el cual no se tenía derecho a comportarse como cobardes.

Había repetido tontamente ante el periodista socarrón:

—Inadmisible..., inadmisible...

Y he aquí que aquel belga, detrás de él, se pavoneaba, como si se pudiese estar orgulloso de haber amontonado piedras cuando no se había tenido la valentía de defenderlas.

Todo el drama de Occidente estaba ahí: saber construir ciudades, pero no amarlas hasta el punto de querer morir por ellas.

Fonts le golpeó en el hombro.

—En Léo estuve dos o tres veces cuando me encontraba en Brazza. Antes de lo que ellos también llaman «los sucesos», apestaba a parné y a presunción. Los belgas se habían esforzado por superar en ese rincón de África su complejo de pueblo pequeño. Habían querido hacer una gran obra. Los edificios eran altos, sólidos, pero su trabajo sobre la población era de cartón piedra.

»Por lo demás, todo cuanto se hace en África es cartón piedra. Te voy a decir una cosa. África no quiere a los blancos. De vez en cuando, se sacude y se desembaraza de ellos como un viejo león de sus pulgas.

El avión se detuvo. La azafata anunció:

—Los viajeros con destino a Léo, preparen sus pasaportes y rellenen las fichas de Policía. Para los pasajeros en tránsito, la escala será aproximadamente de una hora y media.

—Hora y media si todo va bien —prosiguió el belga detrás de ellos—. Cuando se aterriza aquí, nunca se sabe lo que pasará. Igual puede durar tres horas o medio día. Basta que le dé una chifladura a cualquiera de esos gachos para que se organice una película. Si puedo darles un consejo, pase lo que pase, conserven la calma. Sobre todo, sean muy amables y no discutan; son propensos a pegarle a uno.

Fonts se volvió y vio que el belga había perdido su buen color.

—Y ahora —le dijo a La Ronciére, levantándose de su asiento—, empieza el circo negro. Recuerda que todo es posible. El consejo de ese memo que tenemos detrás es bueno. Ser tanto más amables con esos energúmenos cuanto más insoportables se muestren. Luego, siempre tendrás ocasión de ajustar tus cuentas...

Adormilados aún, los pasajeros avanzaban en rebaño hacia las edificaciones de N'Djili, «la llanura» como decían los belgas.

Era una inmensa fachada toda de vidrieras, sobre la cual flameaba la bandera congoleña, azul con estrellas blancas.

Fonts mostró a La Ronciére cuatro «Globemaster» gigantes del Ejército americano con la sigla de la ONU.

—Un día u otro arriesgamos tenerlos encima. En Gin Lam, los «viet» volaban nuestros aviones para que no pudiésemos usarlos. Podríamos hacer lo mismo.

Las tripulaciones, con monos de vuelo caqui, mascaban apaciblemente chiclé. Hacían aquel trabajo como cualquier otro, se mantenían sencillamente al margen de aquel mundo pululante de negros enloquecidos, encontraban que hacía calor y que faltaban mujeres blancas.

De pronto, una docena de soldados congoleños en battle-dress, el casco cubierto de ramajes y blandiendo sus armas, se abalanzaron hacia los pasajeros. Se distinguían sus dientes como afilados con lima, sus ojos inmensos y locos, desorbitados.

—Ya está —dijo el belga—. Ya están borrachos como cubas. Arriesgamos ganarnos una tunda.

Kreis se acercó a La Ronciére, dispuesto a cubrirle. En estos casos, reflexionaba muy rápidamente; tal vez tendría tiempo de quitarle la metralleta a algún soldado y tener a raya a los otros mientras el coronel y Fonts desarmarían al resto de la tropa. No, no era posible. Eran demasiado numerosos y estaban demasiado borrachos. Un hombre borracho dispara hasta cuando se le amenaza.

Los soldados pasaron en tromba al lado de los europeos como si no les viesen.

—¡Cómo apestan a cerveza agria! —comprobó Fonts—. Están llenos hasta el gaznate.

Y golpeándole la espalda a Kreis dijo:

—Muy malo, lo que querías hacer. En primer lugar, eso no iba con nosotros.

Resonaron alaridos detrás de ellos. Los soldados golpeaban a culatazos, a patadas, a un negrazo vestido de azul marino y sombrero de ala vuelta que había sido el último en bajar del aparato.

Caído en el suelo, encogía las rodillas para resguardarse el vientre y apretaba desesperadamente, delante de su cara, una cartera de piel negra.

—Toma, es Cléophas Batilatu —dijo tranquilamente el belga.

—¿Cléophas Batilatu? —preguntó Fonts.

—El ministro de Obras Públicas de la provincia de Léo.

—¿Del Gobierno Lumumba?

—Nada de eso, del Gobierno actual. Era, por el contrario, uno de los adversarios de Lumumba. Pero ese grupo de soldados que le está moliendo a golpes son probablemente batetelas, de la misma tribu que Patrice, y el ministro es un bakongo. La política, tal como la entendemos, no tiene nada que ver con ese ajuste de cuentas tribal.

—Habría que intervenir —soltó La Ronciére, asqueado—. Lo matarán.

—Nada de eso —replicó el belga—. Un blanco tendría el bazo reventado, pero él, dentro de tres días, ni se acordará.

—Me gusta mucho África —comprobó Fonts—. Es el único país donde se puede ver a un ministro hacerse zurrar por la guardia de honor encargada de recibirle.

Un altavoz anunció:

—Los señores viajeros en tránsito, puerta tres, por favor.

A todo lo largo del edificio se extendía una inmensa banderola: «El desorden mata, paz hace vivir.»

Su Excelencia Cléophas Batilatu, al regreso de Bruselas donde había representado al Congo en una conferencia de expertos de Obras Públicas, se puso, por fin, en pie, con su sombrero en una mano y su cartera en la otra.

Dos soldados se lo llevaron a paso ligero hacia la entrada de la terminal. Los otros le perseguían a puntapiés en el trasero. Uno de ellos, agarró su fusil por el cañón, volteándolo como un mazo para desnucarlo, pero perdió el equilibrio, falló el golpe y se cayó en el cemento con un gran ruido de chatarra. Un grupo de soldados, sentados en corro, al lado de sus equipos, se echaron a reír ruidosa y bondadosamente. El batatela se les acercó, amenazador. Uno de los soldados le arrojó una botella de cerveza a la cara. El batatela hizo ademán de amartillar su fusil, pero luego, pensándolo mejor, se reunió con sus camaradas profiriendo injurias.

—Ésos —siguió explicando el belga— son balubas; no pueden tragar a los batetelas.

En la sala de tránsito, los pasajeros, una veintena, se acomodaron en profundos sillones. El cuero de éstos había sido rasgado y asomaban los muelles. El piso estaba cuajado de escupitajos, de papeles arrugados y de colillas de cigarrillos.

Un empleado de «Sabena» cruzó la sala. La Ronciére le llamó:

—¿Se puede tomar un zumo de fruta, por favor?

El otro le miró, aturdido.

—¿Un zumo de fruta? Pero, caballero, si aquí ya no queda nadie para servir. Los boys se niegan a venir a trabajar antes de las nueve de la mañana. Los frigoríficos no funcionan y no hay zumos de fruta. El otro día, un pasajero que deseaba una información, o tal vez también un zumo de fruta, llamó boy a un camarero que pasaba. La costumbre, comprende usted. El otro le dijo: «Desde la independencia, ya no hay boys en el Congo. Yo no soy un boy: soy azafata.»

La terminal apestaba a orina corrompida, a letrinas rebosantes de excrementos.

—¡Qué mal huele aquí! —comprobó Fonts, apretándose la nariz.

—Hace ocho meses, aún era peor —explicó el empleado de «Sabena»—. Esto estaba horroroso, ¿sabe usted? Hombres, mujeres, niños tendidos en el suelo, a cientos, quizás a miles. Sé de algunos que permanecieron quince días hasta conseguir una plaza de avión. Sin embargo, se hacía lo que se podía. Se amontonaban hasta doscientos pasajeros por «Boeing», y las tripulaciones funcionaban con bencedrina, como durante la guerra. El primer día, los retretes quedaron obstruidos... Habían cortado el agua. La orina bajaba por las escaleras. Hace ocho meses, pero no se ha conseguido todavía desatascar los retretes.

»¿Qué quiere usted, señor? Ya no se puede hacer nada. Los negros no quieren trabajar. Si tiene usted la piel blanca, se niegan a obedecerle, y si insiste, le tratan de «cochino flamenco» y encima le pegan. Por mi parte, he estado cinco veces en la cárcel desde la independencia.

—Pero —preguntó La Ronciére—, ¿no hay entre los africanos algunos hombres capaces de encargarse de esta terminal?

El hombre de «Sabena» se encogió de hombros.

—Los negros que mandan en «la llanura», o al menos lo pretenden, o bien peroran interminablemente en sus despachos, o hacen el amor en todos los rincones. Esto no es una terminal, es un parlamento y un gigantesco burdel. —¿Y Katanga?

—Parece ser que es distinto; siguen siendo negros, por supuesto, pero detrás de ellos están los blancos que mueven los hilos. Entonces, eso lo cambia todo.

—Estoy hasta la coronilla —dijo Kreis— de este maldito país. ¿Cuándo nos vamos?

Fonts hizo una pirueta:

—Acabas de llegar y has firmado un contrato por dos años. ¿Qué has hecho con tu prima?

—La he situado en Suiza: me gusta la gente seria.

Un grupo de policías uniformados de gris, no demasiado desaliñados, dudando entre la arrogancia y la timidez, entraron, seguidos de un gordo comisario de policía de piel reluciente, que abría la boca como si se asfixiase en su grasa.

Fonts observó:

—Toma, el circo que continúa. Pero es menos grave. Esos tíos no parecen haber bebido demasiado y no llevan armas.

Con la mirada, el gordo comisario examinó a los pasajeros, descubrió a una mujer joven y rubia y acto seguido se fue hacia ella.

La mujer se puso muy pálida.

—No tengas miedo —dijo el comisario con voz ceceante, escamoteando todas las erres—. ¿Comprendes? Yo soy quien garantiza la seguridad del pueblo congoleño libre e independiente. Todos, blancos y negros, somos amigos para vivir jimios, así es que enseña tu pasaporte.

La joven, un poco tranquilizada, le tendió sus papeles.

—¡Ahí Eres belga... ¿Y vas a Elisabethville? ¿Por qué vas a Elisabethville?

—Mi marido trabaja allí.

—¿No es paracaidista?

—No, trabaja en la «Unión Minera».

Uno de sus ayudantes intervino:

—Eso no está bien, la «Unión Minera». Los colonialistas de la «Unión Minera» quieren acaparar nuestras riquezas.

Llegó un tercero y, para dar más peso a lo que iba a decir, se pasó la rosada lengua por los labios:

—Pero Lumumba lo ha dicho: si los colonialistas nos roban las minas, los congoleños tendrán que comer bananas.

El comisario se volvió, ofuscado, hacia su subordinado:

—No debe usted decir palabras desconsideradas. Los patriotas no tienen derecho a hablar como niños de pecho; de lo contrario, el mundo nos arrastrará a la absurdidad. ¡Bueno, está bien!

Y devolvió el pasaporte a la joven.

—¿Se acabó? —preguntó La Ronciére.

—Nada termina nunca en Africa.

La puerta de la sala de espera se abrió brutalmente de un culatazo y la jauría de soldados congoleños empenachados de ramajes hizo irrupción, con gran ruido de zapatones claveteados que rascaban el enlosado. Al frente de ellos, el alto batetela, con una botella de cerveza en una mano y el fusil en la otra.

—Esto está lleno de espías —vociferó.

Un belga, sentado en uno de los sillones desfondados, escuchaba las noticias en su transistor. El batetela se precipitó sobre él.

—¿Qué es eso?

El belga se levantó:

—Un transistor.

—¿Qué haces con eso?

—Escucho las noticias.

—¿Y no sabes que está prohibido escuchar las noticias colonialistas?

El batetela dejó su fusil, sorbió un trago de cerveza, soltó un eructo y luego le quitó el transistor al belga, que creía el incidente terminado.

—Señor comisario —llamó éste—, esto es un escándalo, mis papeles están en regla.

El comisario había palidecido, pero no queriendo perder la faz delante de los extranjeros a los cuales creía haber infundido respeto con su tono solemne, trató blandamente de intervenir:

—Señores, no deben ustedes hacer aquí una matata.

—¿Una matata? —preguntó Kreis.

Fonts le informó:

—Así es como llaman al burdel. En Brazza, es el poto-poto. La matata, el poto-poto, es toda África... Y, sobre todo, no te metas en ese berenjenal, ¿eh? Nuestros guerreros están más trompas que hace un rato.

El comisario había recobrado el aplomo y continuaba su arenga:

—Porque la matata es la anarquía...

Uno de los soldados, revolviendo unos ojos terribles bajo el casco, le interrumpió:

—En primer lugar, tú, ¿quién eres?

—Soy el comisario de Policía.

—Yo no sé nada de la Policía, soy el cabo Joseph Kalikouko y sólo obedezco al sargenteé Amédée Bonoko. Y él no está aquí.

Otro soldado chilló:

—¡Primero, todos los blancos en piel ¡Y quitaos los zapatos!

El comisario desapareció, corriendo cada vez más aprisa a medida que se acercaba a la puerta.

—¿Con ésos quieres hacer tu guerra psicológica? —preguntó irónicamente Fonts a La Ronciére.

Kreis, con la expresión dura, no se movía. Sentía apoderarse de él una rabia ciega y gruñía entre dientes:

—Fusiles ametralladores y liquidar a esa chusma.

Fonts dio un codazo a La Ronciére:

—Vigila a tu teutón, está preparando una imbecilidad...

El batetela olfateó en Kreis, el rubio mocetón, al enemigo hereditario que, en su sesera cerril, venía inmediatamente después del bakongo a quien despreciaba, del lulua que le daba miedo, del baluba, del bakete, del mongo y del mutwa; era el flamenco.

Le encañonó en el vientre.

—Cochino flamenco, te he dicho que te quitases los zapatos.

Kreis se contuvo:

—No soy flamenco.

El batetela le arrancó el pasaporte que tenía en la mano y lo arrojó al suelo:

—Yo sé lo que me digo...

Todos los soldados se abalanzaron sobre Kreis.

—Tú te vienes al campamento con nosotros.

La Ronciére percibió a un oficial sueco de la ONU que contemplaba la escena y le pidió que interviniese.

En un inglés muy distinguido, el sueco se excusó:

—Lo siento muchísimo, Sir, pero la ONU no debe meterse en los asuntos internos del Congo.

En aquel momento entró por la puerta que daba a la pista otro soldado igualmente emplumado, vociferando palabras incomprensibles.

Todos los guerreros soltaron a Kreis y corrieron hacia la puerta chillando y alzando sus armas.

Fonts preguntó a un belga:

—¿Qué pasa?

—El tipo que acaba de entrar les ha dicho en swaelí[7] que un avión cargado de paracaidistas iba a aterrizar. Entonces han salido a defender el Congo. Es posible que sea una artimaña del comisario de Policía para desembarazarse de ellos, o del agente de la compañía.

Llegó el empleado de «Sabena», dando palmadas:

—Pronto, señores, embarquen para Etísabethville. Por ahí, hagan el favor... Dense prisa.

La Ronciére, muy secamente, le preguntó:

—¿Siempre es así aquí? El otro, extrañado, contestó:

—No, todos los días no.