Cuando Jenny regresó de Rhodesia acogió en su casa a tres familias inglesas que vivían cerca de Correos, con sus criados e incontables niños. Habían conservado hasta la manía, los ritos, costumbres y bromas de la vieja Inglaterra.
Necesitó toda su indiferencia para soportarlos. Se veía malviviendo en Gran Bretaña en compañía de un John Ligget recobrado por el conformismo de su medio: té a las cinco, pipa y tweed, partidas de cricket... Era, sin embargo, lo que la esperaba si los suyos perdían Rhodesia.
Tras haber acompañado a La Ronciére al avión, tomó una copa con Smith. Éste le dijo:
—La situación es mala en toda África. En Kenya, las antiguas bandas mau-mau se reorganizan, y los kikuyus hacen listas de los que les persiguieron. Los rhodesianos estallarán un día u otro... Afortunadamente, se han producido los sucesos del Congo.
—¿Dice usted afortunadamente?
—Es la prueba clarísima de que los negros entregados a sí mismos son capaces de todas las tonterías. Los líderes de África están furiosos por esa historia que los desprestigia. Resultado: tanto en Kenya como en Rhodesia, nuestros políticos locales ponen sordina a sus exageradas reivindicaciones. Pero pronto se habrá olvidado al Congo y reclamarán, con más violencia aún, la marcha de los blancos.
—¿Qué piensa usted del coronel La Ronciére?
—Un chico interesante, Jenny... Pero no es más que un mercenario. Pone en práctica algunas ideas que cree nuevas y revolucionarias, pero que no tienen nada de nuevo: la guerra psicológica y la intoxicación de un pueblo. Inglaterra ha dado el mejor ejemplo al mundo con su manera de administrar las Indias. Un pueblo entero, es decir, sus élites, intoxicado por el esnobismo británico.
»Lo que hay de nuevo en La Ronciére es su fraseología. Quiere justificar con razonamientos científicos lo que algunos de sus métodos pueden tener de chocante. Todos esos nuevos señores de la guerra revolucionaria me parecen tener mala conciencia. Los agentes de los servicios civiles de la India hacían la misma labor, se ensuciaban igualmente las manos, pero se portaban mejor. Confesaban francamente que servían a su país y defendían por todos los medios su Imperio.
»Con todo, La Ronciére es un gran muchacho: tenaz, mente fría, buenos reflejos..., pero aquí sólo es un empleado de la «Unión Minera», un especialista de un género un poco particular que se permite el lujo de servir también a su país. Los agentes de los servicios civiles conocían perfectamente las Indias: La Ronciére ignora todo del África negra.
Joan pasó una noche en vela. Cuando, el 14 de septiembre, despertó por la mañana y se miró al espejo se encontró horrible e hizo responsable de ello a Fonts.
Su padre no le hizo ningún reproche. Ninguna alusión a su ausencia. Pero, mientras desayunaban y ella procuraba poner buena cara, Riverton le dijo:
—Me gustaría que, por el momento, dejases de ver a ese muchacho, por muy interesante que sea. Ocurre que no estamos en el mismo bando.
—No pienso volver a verle.
—Sería buena cosa. Digamos, para mi carrera... y para tu tranquilidad. He estado muy preocupado esta mañana, cuando no te he encontrado en tu habitación. Preocupadísimo. Pienso que deberías regresar a América... La situación puede deteriorarse muy pronto. Podrías tomar el avión.
—¿Cuándo?
—Pongamos mañana. O'Maley te dará pasaje en un aparato de la ONU, puesto que las comunicaciones normales están interrumpidas.
—¿Tan pronto?
Arnold bajó la cabeza:
—Sí. Tienes mal semblante. ¿El clima?
—El clima, por supuesto.
La chimenea de la «Unión Minera» surgió erecta ante él, emergiendo de las nubes. El teniente Berthot inició un picado, enderezó el «Fouga» a quinientos metros y empezó a girar sobre la ciudad. Debajo de él, las calles estaban casi desiertas. Únicamente algunos vehículos de la ONU estaban parados en medio de las calles. Los ocupantes los habían abandonado al oír acercarse el avión. Probablemente le disparaban, pero él no oía nada. De pronto, una sucesión de puntos luminosos, naranja y rojo, subió muy lentamente hacia él. Los cascos azules acababan de emplazar una ametralladora antiaérea. Una bala de cada cinco era trazadora. Berthot pensó, divertido, en aquella autopista que solía tomar a la salida de Bruselas. Situaba su coche justo en medio de la línea amarilla y el contador fijo en ciento setenta. Las pequeñas almenas amarillas subían lentamente hacia el parabrisas con la misma lentitud fascinante que las balas trazadoras de ametralladora.
Berthot viró de ala, aceleró y fue en dirección del aeródromo. La pista apareció a su izquierda.
Dos «DC 4» de la ONU, pintados de blanco, estaban estacionados frente a las edificaciones del aeropuerto. Descargaban de ellos cajas de municiones. Berthot tuvo tiempo de ver que de uno de los aparatos sacaban largas cajas de madera sin pintar. Eran ataúdes.
Los hombres que efectuaban la descarga oyeron demasiado tarde el ruido del «Fouga». Berthot había iniciado ya un largo picado. El aire susurraba a lo largo de la cabina del piloto. El primer «DC 4» estaba justo en el colimador. Abajo, soldados en uniforme de faena huían en todas direcciones.
Un soldado jovencísimo llevaba en brazos una caja. Berthot leyó con claridad: «Carlsberg.» El hombre estaba paralizado de terror e incredulidad. Tenía la boca muy abierta, como para gritar, pero el piloto estaba seguro de que ningún sonido salía de ella. Soltó el primer cohete, que salió con singular lentitud. De momento, no pasó nada. Luego, una ligera humareda corrió sobre el ala del «DC 4» y el aparato entero desapareció en una llamarada púrpura. Berthot volvió. El penacho de humo negro subía recto en el cielo. Soltó el segundo cohete. El segundo «DC 4» se desplomó, bruscamente segado el tren de aterrizaje, y se incendió a su vez.
Berthot se echó a reír: una risa de chiquillo que acaba de gastar una broma graciosa.
Estaba muy satisfecho, y los compañeros lo estarían también cuando supieran que su chapuza había aguantado, que él no había tenido pegas ni con los cohetes ni con las ametralladoras.
De pasada, soltó una breve ráfaga sobre la torre de control y la llamó por el micro:
—Torre de control, oiga, torre de control. Salud, muchachos. Era nada más que una visita de cortesía. Volveré mañana con toda la escuadrilla. ¡Que os divirtáis mucho!
—¡Maldito seas, canalla! —aulló en el auricular una voz inglesa.
Berthot cortó el contacto radiofónico y regresó, despacio, a la ciudad. Localizó la estación de ferrocarril, Correos, y siguió la avenida Fromont, en dirección de «Clair Manoir». Le quedaban dos cohetes y media cinta de ametralladora.
El cuadrado edificio apareció ante él. Virando de ala, descendió en picado. El primer cohete estalló sobre el tejado. El segundo pasó por encima e hizo explosión en el jardín. Berthot se elevó verticalmente y puso rumbo a Kolwezi. Sus depósitos se vaciaban rápidamente. A baja altura, consumía mucho keroseno.
O'Maley se puso en pie y salió trabajosamente de la trinchera en la que se había tumbado, sacudiéndose la tierra pegada a las rodillas. Estaba pálido, pero consideraba que no se había comportado demasiado mal. Oficiales y empleados civiles de la ONU seguían agazapados en el fondo de su hoyo.
Habían cavado la trinchera tras el ataque con mortero a «Clair Manoir». Jamás hubiera imaginado O'Maley que serviría de refugio antiaéreo. Lo que estaba pasando era insensato. Acababan de ser atacados por un avión. Aquel títere de Kimjanga en huida disponía de cazas a reacción, lo cual ni siquiera tenía la ONU. Nada había funcionado como él esperaba, y sabía que había perdido la partida. Hacía dos días que solamente comía las raciones del ejército indio, sazonadas con curry, y le dolía el estómago. Se había quejado a Siddartha, pero el general, más tieso que nunca, le hizo comprender que no estaba el momento para preocupaciones culinarias. O'Maley acabó por conseguir que le sirviesen arroz blanco sin curry. La primera vez que pusieron ante él el inmaculado plato de arroz, Siddartha preguntó:
—¿No le gusta la cocina india?
Lo cual quería decir, desde luego:
—¡No le gustan a usted los indios!
O'Maley estuvo a punto de armar un escándalo, de levantarse y de darle su merecido a aquel indio rencoroso y susceptible. Porque O'Maley era blanco, Siddartha no podía evitar, con sus gestos, sus actitudes y sus reflexiones con segundas, de reprocharle la muerte del capitán Dokkal, el inexplicable error del batallón sueco y de su coronel, los incidentes de la noche, el contraataque de los mercenarios y el abandono de la Radio por los cascos azules.
Dos soldados que aupaban una caja de municiones sobre el techo le empujaron sin miramientos. Los hombres desprendían un fuerte hedor a cuerpo mal lavado. Las cañerías de agua habían quedado cortadas por el primer bombardeo de morteros. Ya no había electricidad.
«Clair Manoir», bombardeado por primera vez con mortero a las once de la noche, volvió a serlo a las cuatro de la mañana.
—No tienen más que dos piezas —aseguró Siddartha—, pero como no paran de cambiar de emplazamiento, ¡cualquiera las localiza!
Cada vez, las patrullas de la ONU, que sólo habían recogido fundas de cartón vacías, fueron tiroteadas por civiles emboscados en los tejados.
La moral de los cascos azules había bajado mucho tras aquellas veinticuatro horas de confusos combates. Los jóvenes suecos, que no habían acudido a Katanga para batirse, daban clarísimas muestras de desánimo. Algunos se habían dejado hacer prisioneros sin oponer resistencia.
El despacho de O'Maley en «Clair Manoir» no era más que un tabuco sucio y oscuro, amueblado con una mesa de madera sin pintar y una cama «Picot». La ventana estaba medio obstruida por un parapeto de sacos terreros. O'Maley apartó, asqueado, con el pie un montón de colillas, encendió otro cigarrillo y cogió el informe que estaba leyendo en el momento de la alarma.
El documento, una decena de páginas mecanografiadas, llevaba por título: Situación militar. Estaba firmado por el coronel Degger, jefe de los Servicios de Seguridad.
Tres hechos caracterizan la situación:
1º La entrada en acción de unos cincuenta mercenarios europeos que, tras haber escapado a la redada de la operación «Ponche al ron», han vuelto a la ciudad. Se han constituido en pequeños comandos que hostigan sin tregua a nuestras fuerzas, evitando cuidadosamente entablar combate.
2° La reorganización de ciertos elementos de la gendarmería katangueña, que se había desbandado el primer día de nuestra acción. Oficiales belgas han conseguido volver a hacerse con efectivos que pueden ser evaluados en trescientos hombres aproximadamente.
3º La población civil europea de Elisabethville aporta una ayuda muy activa a las fuerzas katangueñas. Determinado número de civiles que poseen armas de guerra disparan a nuestras tropas desde los tejados. Todos los movimientos de nuestras tropas son vigilados y señalados inmediatamente.
O'Maley tiró el informe sobre la mesa y cogió otro que llevaba en grandes letras la mención: «Estrictamente confidencial.» Se titulaba: Nota sobre la moral de nuestras tropas.
Las difíciles condiciones en las cuales se desarrollan los combates, y las pérdidas relativamente elevadas sufridas por nuestras tropas, comienzan a afectar a la moral de ciertas unidades poco aguerridas y, por tanto, mal preparadas para este género de operaciones.
Según datos facilitados por informadores balubas, algunos mercenarios y civiles europeos intentan actualmente ponerse en contacto con oficiales y soldados de la ONU para convencerles de que pongan término a los combates y se rindan a las fuerzas katangueñas.
Desde las seis de aquella mañana, había comenzado a funcionar una emisora clandestina: «Radio Katanga Libre.»
Se hacían emisiones en francés y en inglés. Bastó que un soldado las captase para que en seguida todo el mundo se pusiese a la escucha. Ahora bien, todos los soldados blancos tenían transistores. No se les podía confiscar de ningún modo. Hubiera causado un efecto muy deplorable.
O'Maley terna copia de la segunda emisión de la mañana:
El presidente Kimjanga se ha puesto personalmente al frente de sus tropas y marcha con fuerzas importantes hacia su capital para liberarla.
En Elisabethville, las tropas de la ONU sufren terribles pérdidas. Se cuentan ya más de doscientos muertos. Nuestra aviación ataca sin tregua a las fuerzas enemigas y varios aparatos han sido derribados. El suministro ya no llega y los soldados sólo tienen víveres y municiones para algunos días.
El pueblo katangueño entero está alzado contra la barbarie. Cientos de civiles inocentes, mujeres y niños, han sido asesinados fríamente por los gurkhas, esos soldados que forman parte de uno de los pueblos más salvajes y más primitivos de la Tierra.
El presidente pide a los soldados de la ONU que cesen en la lucha y depongan las armas. Les garantiza que serán tratados bien, que no les hará ningún daño y que serán puestos en libertad inmediatamente después del alto él fuego.
Si los cascos azules persisten en sus crímenes, ya no será posible protegerlos contra el legítimo deseo de venganza del pueblo.
Entró Siddartha, descompuesto por el furor:
—Acaban de llamarme del campo de aviación. El «Fouga» ha destruido dos aviones en tierra: hay cuatro muertos. Estoy obligado a suspender todos los vuelos.
—¿Es grave?
—No. Tengo suficientes hombres y avituallamiento para aguantar quince días, pero el efecto en las tropas será desastroso. Un ejército nunca gusta de sentirse aislado de su base principal.
—Pronto recibirá usted los cazas etíopes.
—¡Pero, por Dios! Hubieran debido estar aquí esta mañana. Despegaron de Addis-Abeba el 13 por la tarde. Después, ninguna noticia. Me pregunto qué estará ocurriendo.
Siddartha se sentó en la cama de O'Maley y cargó su pipa, haciendo un esfuerzo por recobrar la calma.
—Señor representante, ha llegado el momento de tomar graves decisiones.
O'Maley suspiró y alzó los ojos al cielo.
—No podemos seguir así —continuó el general—. Mis comunicaciones con el aeródromo son cada vez más difíciles. Los cuatro puntos que ocupamos en la ciudad están aislados y tenemos muchísima dificultad para aprovisionarlos.
»Nos disparan desde las ventanas.
—¿Qué propone usted?
—Pues, ¡Dios mío!, hacer algo, cualquier cosa —estalló Siddartha—. No podemos seguir recibiendo golpes sin devolverlos. Mis gurkhas se están poniendo rabiosos...
—Sí —atajó O'Maley—, hasta la Cruz Roja se queja de que disparan a las ambulancias y a los civiles.
—¡Es falso!
—Permítame —atajó O'Maley, con sequedad—. No he terminado. Le he dado a usted órdenes estrictas: nada de violencias ni de sangre inútil. Ayer, uno de sus oficiales capturó a cinco rehenes belgas y los hizo subirse a un camión de municiones para que no le disparasen. ¿Imagina usted las reacciones de la población?
—¿Y qué? Dos gurkhas habían sido muertos cinco minutos antes por esos mismos civiles inocentes, escondidos detrás de sus ventanas. Usted encuentra normal que maten a mis hombres de piel oscura, pero que no debe tocarse un pelo a esas buenas gentes; ¡tienen la piel blanca!
Los ojos de Siddartha se encogieron:
—Comprenda usted, señor representante; soy responsable de la vida de mis hombres y soy yo quien conduce las operaciones militares. Desde hace veinticuatro horas, tenemos la prueba de que la población blanca ha empuñado las armas. Mis soldados son muertos cobardemente sin poder defenderse. Esta ciudad está en estado de rebelión abierta. Voy a hacer circular por la ciudad patrullas mixtas: autoametralladoras y «bañeras». Al primer tiro, mis soldados replicarán con ametralladora y cañón. He mandado emplazar morteros. Si nos disparan, hago rociar la ciudad. ¡Diez tiros por uno!
El generad golpeó con su fusta la mesa del representante:
—Les enseñaré...
—No —dijo O'Maley.
—¿Cómo? ¿Quién me lo impedirá? ¿Usted?
El indio lo desafiaba con la mirada.
—Yo no, Siddartha, sino el secretario general de las Naciones Unidas. Está en Léopoldville desde ayer. No sé lo que pasa, pero desaprueban, escúcheme bien, «nuestra iniciativa». Nuestros buenos amigos del «Hotel Royal» nos abandonan.
»¡Es el momento que elige usted para desencadenar la guerra total!
—No puedo creerlo...
—Lea entonces: esto sale del télex.
El texto era breve, preciso:
Por orden del secretario general, le transmito las instrucciones siguientes:
1º El secretario general deplora que haya usted sobrepasado sus instrucciones e iniciado operaciones militares en Katanga sin su conformidad.
2° El secretario general se esfuerza por hallar rápidamente una solución política a la crisis.
3° El secretario general le da a usted como instrucciones formales detener todo movimiento ofensivo y ponerse estrictamente a la defensiva a fin de garantizar la seguridad de las tropas.
4º Se le ruega tomar todas las medidas pertinentes a fin de evitar bajas en la población civil.
—Eso es demencial —gritó Siddartha—. Se han vuelto completamente locos. Si no actuamos, los otros nos harán picadillo.
—Sí, sin contar que toda la operación contra Kimjanga se viene abajo. A este paso, dentro de tres días se firmará el alto el fuego y, veinticuatro horas más tarde, Kimjanga volverá triunfalmente a su capital. Habrá que empezar de nuevo.
—¡Pero hay que hacer algo, Sir! El secretario general seguramente está mal informado de la situación. Deberíamos explicarle que nada está perdido. Si me dejan las manos libres durante veinticuatro horas, barro la ciudad y la secesión queda definitivamente aplastada.
—Lea hasta el final, y verá usted que es demasiado tarde. Las autoridades de la ONU ya no reconocen siquiera que hemos desencadenado «Morthor» por orden suya, que la luz verde nos ha sido dada aquí mismo por el primer adjunto de nuestro representante en el Congo, Brahimi.
Siddartha tenía en la mano la orden del día publicada por la Secretaría General, pero le costaba creer que podían rajarse de tal modo.
A primeras horas de la mañana del 13 de setiembree, las fuerzas de las Naciones Unidas iniciaron una nueva operación para capturar a los mercenarios extranjeros al servicio de Katanga. Mientras se entregaban a esa operación estalló un incendio en él garaje de la ONU. Cuando las tropas se dirigían hacia él lugar del incendio, fueron tiroteadas desde un edificio en él que habita determinado número de oficiales extranjeros. Otros tiros han sido disparados contra nuestras fuerzas cuando se dirigían hacia objetivos esenciales en la ciudad, o acudían a reforzar los puestos que custodiaban instalaciones importantes.
—Es una mentira estúpida —declaró—, ¡estúpida y deshonrosa! Hemos atacado porque teníamos orden de hacerlo. Por acatar esa orden han muerto unos hombres.
Siddartha se imaginó a los periodistas corriendo en los pasillos del «Royal», con sus textos en la mano. Vio los titulares... «Sin órdenes, el representante de la ONU en Elisabethville, Mr. O'Maley, y el general indio Siddartha han desencadenado la guerra en Katanga.»
Los dos hombres apenas si se atrevían a mirarse.
—Es el colmo —dijo, por fin, O'Maley—. No sólo nos abandonan, sino que nos acusan.
Siddartha levantó la cabeza:
—En lo que me atañe, digo: ¡basta! No quiero que maten a mis hombres por nada. Voy a adoptar una estricta defensiva. Sólo que prefiero advertirle que habrá que darse prisa. Tengo bien sujetos a mis gurkhas. Están hartos, pero no rechistarán, salvo si les calientan los cascos. Pero los suecos tienen una moral muy baja. Los blancos les impulsan a rendirse, y sé de algunos que no desean otra cosa.
Se levantó pesadamente de la cama.
—Creo haber comprendido. Vamos a ponernos de rodillas. En estas condiciones, mejor será cuanto antes.
»Le advierto, Sir, que la guarnición de Jadotville está a punto dé sucumbir.
O'Maley irguió la cabeza:
—¿Son irlandeses?
—Sí. Habíamos destacado una compañía de ellos a Jadotville el día 13, unas horas después de iniciarse «Morthor». Esa compañía ha sido cercada por unos quinientos gendarmes katangueños. Están encerrados en su campamento y no se atreven a salir. Les han cortado el agua y casi no tienen suministro. Los katangueños están ahora al mando de mercenarios europeos que exigen una rendición incondicional.
—No puede ser tan grave. Haga usted algo para sacarles del atolladero. ¿Por qué no manda usted refuerzos?
—Lo he intentado. He enviado unos cincuenta gurkhas con dos blindados. Han sido atacados hace algunos minutos por el «Fouga». Los dos blindados se han incendiado y la mayor parte de los vehículos está inservible.
—¿Es verdaderamente desesperada su situación?
—¿Desesperada? No, para soldados de verdad. Les bastaría hacer una salida audaz y se liberarían solos.
—Entonces... —atajó O'Maley.
Siddartha sonrió levemente:
—Entonces, tienen canguelo y muy pocas ganas de luchar. Según los radios que recibo de su jefe, el comandante Keller, la moral de sus hombres está por los suelos. He aquí su último mensaje:
«Situación extremadamente seria. Presión enemiga se acrecienta de hora en hora. Recibido ultimátum exigiendo rendición nueve horas último plazo. Pido refuerzos; si no, imposible resistir asalto.»
Hace un rato, ese maldito Bayard que habla en Radio Katanga ha anunciado que si los irlandeses no se rendían dentro de cuarenta y ocho horas serían todos exterminados. Me temo mucho que vamos a perder rápidamente una compañía de valientes guerreros...
Siddartha hizo una pausa y luego añadió:
—...que no habrán disparado un tiro. Eran soldados muy mediocres, pero supongo que serán muy buenos prisioneros de guerra.
El general dio un taconazo y saludó reglamentariamente:
—A sus órdenes, Sir.
Derrumbado en su silla, O'Maley no replicó. Miraba, sin verlas, nubes bajas que navegaban sobre las copas de los árboles. Su despacho olía a polvo y a humo. Encendió otro cigarrillo, sacó una botella de whisky de una alacena y bebió, a gollete, un largo trago.
Si los irlandeses resultaban muertos o heridos, jamás se lo perdonarían en Dublín. Pero tampoco si eran hechos prisioneros.
Kreis llegó a Jadotville a la mañana siguiente, por orden de La Ronciére. Llevaba consigo a Buscard, dos mercenarios sudafricanos que tras la operación contra la «Villa des Roches» le habían elegido por jefe, y un tal Max, llamado el Húngaro, de quien nadie lograba retener, por lo complicado, el nombre verdadero.
Max era, desde su regreso de Francia, una de las atracciones del «Mitsouko», donde por algunas copas de coñac relataba de buena gana sus aventuras. Max lo hacía con precisión y sin humor, lo cual regocijaba a los presentes.
Max, refugiado húngaro de la última guerra, era camarero en París, en una gran cervecería del bulevar Saint-Michel. Era el hombre más bueno del mundo, casado, padre de cuatro hijos. Su dueño, al cabo de algunos meses, y tras haberse habituado a lo que él llamaba «sus chifladuras», le había cobrado amistad.
Una vez al mes, al cambio de luna, decía Monsieur Ruchet, quien otorgaba a este astro una gran influencia sobre su comportamiento de los hombres, Max iba a verlo. Dejaba su bandeja:
—Monsieur Ruchet —decía—, noto que eso me da vueltas aquí dentro.
Se señalaba la cabeza.
—¡Es preciso que rompa algo!
Monsieur Ruchet, que había experimentado «chifladuras» a costillas suyas, le daba entonces mil francos a cambio de su mandil.
—¿Adónde voy? —preguntaba Max, con la misma calma.
Ruchet le indicaba un establecimiento similar al suyo, a ser posible cercano, a fin de poder presenciar el espectáculo y, con sus manitas cruzadas sobre el vientre, aguardaba.
Max pedía una copa en el mostrador y, dos minutos después —nunca más tiempo—, armaba camorra con los más variados pretextos.
Volaban sillas, vasos y se estrellaban anaqueles de botellas.
Ruchet miraba la hora en su reloj:
—¡Anda, el coche patrulla ha tardado tres minutos más que la última vez!
Los agentes se apeaban y arremetían contra Max. Es lo que Monsieur-Ruchet esperaba.
Entonces, Max se sacaba de la cartera una tarjeta del Ministerio de Ex Combatientes. Durante la Resistencia, en un hecho de armas absolutamente auténtico, había resultado gravemente herido en la cabeza, y los médicos reconocían que podía ser presa, sin motivos, de crisis furiosas, aunque breves. No era una razón suficiente para encerrarle.
Con miramientos, los policías se llevaban a Max y lo soltaban una hora más tarde.
Al día siguiente, volvía al trabajo y Monsieur Ruchet discutía con él, en plan de aficionado enterado, sobre su última exhibición:
—Ayer no estabas en forma. Tienes un ojo a la funerala.
El Ministerio de Ex Combatientes pagaba, con gran retraso, los platos rotos.
Por consejo de su dueño, Max se alistó para Katanga.
—Te tomas una buena purga —le había dicho Monsieur Ruchet—. Luego, estarás tranquilo lo menos dos o tres años.
Le destinaron al norte de Katanga. Max no era sanguinario. Encontró desagradable el trabajo que le habían encomendado, pidió su billete de vuelta, lo obtuvo y se reunió en París con su mujer e hijos.
Pero al cabo de una semana se aburría y no le quedaba dinero. Con sumo cuidado, echó y volvió a echar sus cuentas y dedujo que no había cobrado lo que le era debido. Una mañana, acompañado por toda su familia, se presentó en la Delegación de Katanga. Avenida Henri Martin. Estaba en uno de sus días de chifladura, pero él lo ignoraba. Muy cortésmente, preguntó a un secretario si era posible ver al señor delegado.
—No está —le respondió el secretario sin levantar la nariz de sus papeles.
Max sé sacó una pistola.
—¡Vamos a verlo!
Empujando ante sí al secretario, a su mujer y los cuatro niños, entró en el despacho de Monsieur Tho-
maris, un africano muy acicalado que se esforzaba en copiar la imagen que él se hacía de un diplomático.
Monsieur Thomaris puso el grito en el cielo. El consejero militar, un comandante retirado francés, acudió. Max le paseó su pistola bajo la nariz y lo hizo formar en el patio con la secretaria y el delegado. Muy modosos, los niños se cogían de la mano; Madame Max se sacó un espejito del bolso y se empolvó la nariz:
—¿Y si les enseñases tu tarjeta? —le sugirió.
Max obtuvo todo lo que quería y hasta un billete de avión para Katanga.
Se le había pasado la «chifladura»; guardó la pistola, saludó muy educadamente y se volvió a casa.
Ocho días más tarde, desembarcaba en E'ville, una semana antes de iniciarse «Morthor».
Max conquistó a Fonts, a quien gustaban las guilladuras de aquel género, y también a Kreis, quien había presentido en él al soldado de buena raza, concienzudo, recio, que no se dejaba impresionar por los acontecimientos imprevistos.
La Ronciére le dijo a Kreis:
—No sé muy bien lo que pasa en Jadotville. Parece ser que algunos camorristas han tiroteado a la compañía irlandesa que está allí de guarnición. Probablemente son los pará-comandos. Los irlandeses están aislados, sin enlaces y tienen miedo. Cuento contigo para transformarme ese circo en un verdadero cerco. ¿Té das cuenta del efecto psicológico si se rinden?
»Haz todo lo que puedas, sé que puedo contar contigo y tu equipo. Quiero prisioneros, pero no muertos. ¡Bravo por la «Villa des Roches!» O'Maley se ha mudado de casa.
—Gracias, mi coronel... Yo tenía que reparar...
—¿El qué?
—Mis imbecilidades en el campamento de Chiko. Ahora creo haber comprendido.
—Me alegro mucho... porque en Jadotville, es teóricamente el coronel Nadolo quien manda, y, de nuevo, tendrás que habértelas con él.
Efectivamente, eran los pará-comandos encuadrados por cuatro o cinco mercenarios quienes bloqueaban a los irlandeses.
Tumbado de bruces en una azotea que dominaba el campamento, Kreis observaba, a través de sus prismáticos, el «Sikorsky» de la ONU que se acercaba prudentemente. El helicóptero sobrevoló primero el campamento a gran altura y, desde abajo, los irlandeses le hacían amplios gestos. Los katangueños dispararon, pero, dando voces, Kreis restableció la calma.
Sin demasiadas dificultades, en menos de veinticuatro horas Kreis y su equipo se hicieron con los pará-comandos, lo cual no fue del agrado del coronel Nadolo. Desde que estaba allí, sólo había dado a sus hombres la orden de disparar a bulto.
El helicóptero se posaba lentamente en una nube de polvo levantado por las palas. Soldados irlandeses, con el uniforme jaspeado de sudor, se precipitaron hacia el aparato.
Siempre a través de sus prismáticos, Kreis vio bajar al piloto, un sueco alto, rubio y flaco. En seguida fue rodeado por un grupo gesticulante. El sueco parecía extrañado. Abría los brazos con ademán de impotencia. Tres hombres se acercaron. Kreis reconoció al comandante Keller, jefe del batallón irlandés. Era una especie de coloso, de tez colorada y pelo canoso cortado en cepillo. Tenía una pronunciada afición al whisky y Kreis sabía que era muy piadoso. Todos los domingos, exigía que sus hombres asistiesen a la misa que decía el padre Maughan.
Los soldados irlandeses comenzaron a descargar el aparato. Kreis contó: unas cincuenta latas de raciones y tres bidones, probablemente de agua. Los hombres parecían decepcionados. Un joven soldado se abalanzó sobre un bidón e intentó destaparlo. De un puñetazo, un sargento lo derribó. El soldado se deslizó lentamente sobre el polvo y se quedó quieto.
El comandante Keller se llevó al piloto a su PM: un barracón rodeado de sacos terreros.
Kreis oyó chillar a sus espaldas. Suspiró y se puso en pie lentamente. El coronel Nadolo se acercaba, gesticulando, con botas de asalto y uniforme abigarrado. Le acompañaban cuatro guardaespaldas con casco, «Fal» en mano. Kreis se volvió hacia Buscard:
—¡Otra vez cine, ahí vienen los payasos!
Nadolo vociferó:
—¡Es una traición! ¿Por qué les deja desembarcar suministro? ¡Se ha aprovechado de mi ausencia!
—He dado órdenes —replicó pausadamente Kreis—. Hacía usted la siesta cuando ha llegado el helicóptero. Había que escoger: hacer la guerra o hacer la siesta.
—¿Por qué ha dicho usted que no disparasen? Porque no quiere que se dispare a los blancos, ¿verdad? De no ser por usted, habríamos tomado ya el campamento. Ahora les deja recibir agua y víveres. Eso no va a durar. Voy a dar parte al presidente Kimjanga; ¡le haré fusilar por traición!
Kreis miraba a Nadolo de arriba abajo, con unas furiosas ganas de romperle la cara a culatazos. El coronel dio un paso atrás y los guardaespaldas alzaron sus «Fal».
Kreis logró dominarse:
—Coronel, le he explicado diez veces la situación. En primer lugar, usted sabe que tengo órdenes directas del presidente Kimjanga. Conoce nuestro plan: no queremos muertos, sino hacer prisioneros. Los irlandeses tienen que rendirse.
—¿Por qué deja usted que el helicóptero les traiga agua? Al llegar, mandó cortar las conducciones de agua, y eso estuvo bien. Desde entonces, no han bebido nada y ya no les queda comida. Ahora, pueden beber.
—No quiero derribar a un helicóptero, metería demasiado ruido. Tres bidones de doscientos litros para doscientos hombres; tres litros por hombre, apenas para mojarse los labios. Tendrán más sed después. Impediremos que el helicóptero despegue. Los irlandeses sabrán que ya no les queda ninguna posibilidad de recibir suministro, lo cual derrumbará su moral.
El piloto del helicóptero volvía hacia su aparato, acompañado de Keller. Kreis agarró un «Fal» y apuntó cuidadosamente a tres metros delante del sueco. Soltó una breve ráfaga. Las balas levantaron una polvareda. Keller y el piloto se echaron al suelo. Algunos soldados irlandeses abrieron fuego a bulto.
Kreis esperó algunos minutos. El fuego cesó. Keller y el piloto se incorporaron. Agachados, corrieron hacia el helicóptero. Sólo estaban a diez metros cuando Kreis tiró una segunda ráfaga. Los dos hombres echaron cuerpo a tierra. Luego, a gatas, se batieron en retirada.
Kreis se llevó mi megáfono a la boca:
—Comandante Keller —chilló—, escácheme. El helicóptero es botín de guerra. Diga al piloto que no intente despegar o le derribaremos. Ha recibido usted seiscientos litros de agua para sus hombres. Se trata de una acción humanitaria. A la primera tentativa hostil, reventaremos los bidones. Fíjese.
Disparó, y las balas penetraron, con ruido sordo, en la parte superior de un recipiente. Manaron cinco chorros de agua. El líquido hizo una mancha oscura en el polvo y luego desapareció, absorbida en algunos segundos por el suelo recalentado. Keller y sus doscientos hombres, con los ojos desorbitados, miraban chorrear el agua a lo largo del bidón.
Kreis cogió de nuevo su megáfono:
—A su salud, Keller. Puede usted dar de beber a sus hombres. Cuando tenga demasiada sed, recuerde que basta una palabra de su parte. Ya sabe nuestras condiciones: si capitula, respetaremos su vida y restableceremos en seguida el suministro de agua.
Kreis dormía en la gran habitación que Monteil, el director de la «Unión Minera» en Jadotville, había puesto a su disposición. Estaba incómodo. El calor era intenso y las sábanas húmedas se le pegaban a la piel. Tomó una ducha y luego se sirvió un gran vaso de agua helada. Pensó de pronto en el comandante Keller. Aquel irlandés coloradote no le inspiraba ni simpatía ni antipatía. Ambos hacían la guerra, cada cual en su bando. Ambos no disponían sino de un material humano mediocre. Ambos estaban en Katanga para una tarea que no les entusiasmaba. Kreis acataba órdenes y Keller también, esto era todo.
Con gran sorpresa de Kreis, la toma de contacto con el coronel Nadolo fue menos borrascosa de lo que había temido. Encontró al coronel en una suntuosa villa que éste había requisado para convertirla en su PM. Botellas de cerveza vacías estaban tiradas en el parqué y sobre las mesas. Cuando Kreis entró, Nadolo bebía, parloteando con una decena de oficiales katangueños. Le acogió con cordialidad y le hizo servir un gran vaso de champaña tibio.
Kreis comprendió en seguida que Nadolo estaba preocupado. Su primera respuesta fue:
—¿Cree usted que podremos resistir?
—Desde luego —respondió Kreis—. En Elisabethville, el primer día fue duro y ahora dominamos la situación.
—Pero el presidente Kimjanga se ha refugiado en Rhodesia.
—No está «refugiado en Rhodesia»; se ha replegado a un PM secreto para no ser detenido por la ONU. Desde Rhodesia, él dirige la resistencia.
Nadolo no parecía muy convencido. Kreis pensó en Fonts. Se tornó diplomático:
—El presidente me encargó decirle que contaba con usted para lograr una brillante victoria en Jadotville. Me ha enviado para ponerme a sus órdenes y ayudarle en caso de necesidad.
Nadolo tragó la mitad de su vaso y eructó con satisfacción:
—Los irlandeses no quieren saber nada —dijo por fin—. He cercado su campamento y ayer por la mañana inicié el asalto. Pero dispararon mucho. Hubo una gran batalla y mis hombres no pudieron cruzar las alambradas.
—¿Ha tenido usted bajas? —preguntó Kreis.
—No muchas: dos heridos, pero la ONU tuvo lo menos quince muertos.
—No quince, cincuenta —declaró un teniente, añadiendo con satisfacción—: Pronto estarán todos muertos. Ya no pueden sostener la posición.
«Veo lo que hay —pensó Kreis—. Nadie ha atacado de verdad. Los katangueños se han conformado con vaciar cargadores y más cargadores. Los otros han hecho otro tanto. Balance: algunos heridos leves en cada bando. A ese paso, esto puede durar un mes.»
Repitió para Nadolo y sus oficiales:
—Lo que nosotros queremos es la capitulación de los irlandeses. Hay que obligarles a rendirse. El presidente Kimjanga me ha precisado bien que quería evitar bajas. Es la guerra psicológica, ¿comprenden?
—Eso es bueno, la guerra psicológica —declaró orgullosamente Nadolo, sirviendo a Kreis otro vaso de champaña.
Kreis comenzó haciendo cortar el suministro de agua a los irlandeses y luego reforzó el acordonamiento. Sus consignas: impedir que el adversario saliese, pero evitando todo lo posible el causar bajas.
Después, con ayuda de la «Unión Minera», mandó instalar potentes altavoces que difundían los comunicados de Radio Katanga.
Tomó la costumbre de interpelar por sus nombres, a través del megáfono, al comandante Keller y sus oficiales. Pronto estuvo enterado, gracias a las informaciones facilitadas por los agentes de la «Unión Minera».
Era un viejo truco que había aprendido a sus expensas en Rusia. En 1942, tras el desastre de Stalingrado, su batallón quedó completamente copado. Toda la noche, la artillería soviética se había encarnizado con los hombres agotados. Kreis era el único oficial que seguía con vida. Al amanecer, un poco antes de salir el sol, los tiros habían cesado y, desde enfrente, altavoces rusos le interpelaban por su nombre y su grado:
«Teniente Karl Kreis —decía la voz—, es inútil esperar socorros. El ejército alemán se bate en retirada en todas partes. No continúe un combate inútil. Rendíos y seréis tratados como prisioneros de guerra. Si resistís, seréis aniquilados todos.»
La primera vez que Kreis embocó el megáfono, Keller se sobresaltó y echó mano a la pistola, mientras su rostro adquiría un color rojo ladrillo.
Kreis había sentido la misma impresión en Rusia. Cuando el enemigo os habla, siempre se cree que va a revelar cosas vergonzosas acerca de las personas que os son queridas.
Keller tendió el puño hacia él gritando injurias; Kreis también había replicado con injurias a los rusos.
Para cubrir las palabras de los altavoces, el comandante irlandés había ordenado a sus hombres que hicieran todo el ruido posible aporreando cacerolas. Kreis hizo venir de Elisabethville algunos discos de gaita, lo cual acalló a las cacerolas. A Kreis le gustaba mucho la gaita, pero prefería el pífano.
Ahora, cuando los altavoces empezaban a atronar, o cuando Kreis empuñaba su megáfono, se producía un gran silencio en el campamento irlandés. Los hombres, sedientos, desmoralizados, escuchaban. Luego, pequeños grupos de soldados, derrumbados en un rincón umbroso, comentaban las noticias. Los oficiales reaccionaban blandamente. El primer día habían intentado sacudir la apatía de sus hombres, pero sin convicción. La noche anterior, Radio Katanga, a petición de Kreis, lanzó un ultimátum: la guarnición debía rendirse antes de las diez de la mañana del día siguiente, pues de lo contrario se desencadenaría el asalto.
Kreis miró su reloj: las dos de la madrugada. Apagó la luz y volvió a dormirse inmediatamente.
Alguien le zarandeaba violentamente: era Monteil, jadeante, tartamudeando dé excitación:
—¡Ya está —dijo—, son nuestros! Keller pide hablar con usted.
Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Kreis:
—¿Dónde está?
—Se ha asomado al puesto katangueño, frente a la puerta principal del campamento y ha pedido ver al comandante blanco. Los katangueños lo han maltratado un poco.
—¡Mierda! ¡Con tal de que no vuelvan a empezar con sus imbecilidades! ¡Van a dar al traste con todo!
Kreis se vistió rápidamente, se abrochó el cinto, revisó sus granadas y salió.
Oyó los alaridos cuando todavía se encontraba a cien metros del puesto y apretó el paso. Tres soldados katangueños apuntaban con sus fusiles a Keller, arrimado a la pared. Una marca lívida aparecía en su mejilla izquierda y la boca le sangraba. Un culatazo, probablemente.
—¡Quítate los zapatos, cochino flamenco, o te mataremos! —chillaba el sargento Lundala.
Kreis abarcó la escena de una mirada: botellas de cerveza vacías sembraban el suelo. Lundala, medio borracho, casi no se tenía en pie. Keller, en el paredón, mantenía él tipo. Tenía miedo de aquellos seres incomprensibles, pero, al mismo tiempo, le daba rabia que a él, oficial de un ejército regular, le tratasen de aquella manera unos salvajes borrachos.
Kreis sintió por el irlandés una simpatía instintiva. Como él, era blanco, y como él, militar. No podía sino estar de su parte.
Le hubiera gustado sacarse la pistola y disparar a mansalva, pero recordó a tiempo que aquellos negros eran los suyos y que Keller era su enemigo. Acercándose con calma, dio una palmada en el hombro a Lundala:
—Bravo, sargento —dijo—, excelente trabajo. Es una buena presa: ¡serás condecorado!
—Pedazo de canalla —silbó Keller—, ¿no le da vergüenza...?
—Cállate —le atajó Kreis.
Luego, añadió entre dientes y en inglés:
—No diga nada, trato de sacarle del atolladero. Si habla, está listo. Le apiolarán aquí mismo y no podré hacer nada.
—Vamos a fusilar a ese blanco —gritaba Lundala—. Se ha negado a obedecer a un oficial katangueño.
Eructó y bebió un largo trago de cerveza.
—Dame un poco de tu cerveza —pidió Kreis.
El alemán bebió a chorro.
—Lo fusilaremos más tarde —explicó—. Antes, tengo que interrogarle. Sabe secretos; voy a llevarlo a la cabana de al lado.
Kreis y Keller se encontraban ahora frente a frente, solos. El irlandés sacó un cigarrillo de su cajetilla y lo encendió sin convidar.
—¿Es Usted quien manda a esos salvajes? —comenzó—. ¡En hora buena, es un hermoso ejército!
—Oiga, Keller, no estoy aquí para escuchar discursos. Si tiene usted algo que decir, adelante. Si no, le entrego a los negros.
—¡Pero bueno, Dios mío, usted no puede obrar de esa manera! Hace dos días que nos está repitiendo que seremos tratados como prisioneros de guerra, y que no tenemos nada que temer.
—Si lo entiendo bien, ¿se rinde usted?
—No he dicho nada semejante: soy responsable de mis hombres, y antes de tomar una decisión quiero la garantía absoluta de que no les pasará nada.
—Dígame —preguntó de pronto Kreis—, ¿manda usted a soldados o a monaguillos?
—Mando a chicos que nunca han hecho la guerra, que han venido aquí porque les dijeron que era por la justicia y la paz. No quiero que sean despedazados por sus salvajes.
Desde hacía algunos minutos, Keller miraba con atención la boina verde de Kreis. Su mirada se detuvo en la granada:
—¿Estuvo usted en la Legión Extranjera francesa?
—Teniente Kreis, del 3 REP.
—¿Alemán?
—Lo fui. Ahora, francés al servicio de Katanga. Pero, ¿qué más da?
—Nada —dijo Keller—. Pienso solamente que ambos somos oficiales de carrera. Hemos aceptado morir, aunque sea por imbecilidades, pero esos chavales —hizo un gesto en dirección del campamento— no tienen nada que ver con esta historia. Encuentro demasiado tonto que mueran en-Katanga..., ¡sólo Dios sabe por qué!
Keller alargó a Kreis su cajetilla de cigarrillos. Hubo un largo silencio.
—Bueno —resumió Kreis—, he aquí lo que propongo: mañana, a las diez, se rinde usted según lo previsto. Me firmará un papel y me entregará sus armas. Permanecerá en el campamento. Yo cuidaré de su protección.
Keller miraba a Kreis fijamente:
—¿Tengo su palabra de que la seguridad de mis hombres será garantizada?
—Le doy a usted mi palabra.
Keller se levantó y pasó una mano fatigada sobre su cara:
—Bueno. Está bien, conforme.
Esbozó una leve sonrisa:
—No se olvide de restablecernos el agua.
—Tendrán ustedes agua cinco minutos después de la rendición.
Kreis miró su reloj:
—Son las cuatro de la mañana. A las diez menos cuarto estaré delante de la puerta principal del campamento. Arréglese para que sus hombres estén quietos y todo irá bien.
Kreis acompañó a Keller al campamento irlandés. Los dos hombres caminaban juntos sin hablar. Pasaron cerca del pequeño puesto sin que los soldados katangueños pareciesen verlos siquiera. El sargento Lundala, borracho perdido, roncaba, y Kreis tuvo que reprimirse por no aplastarle la cara a patadas.
Kreis cogió la mano de Keller y se la estrechó. Siguió con los ojos al comandante, quien, pesadamente,, los hombros caídos, avanzaba despacio hacia las alambradas.
Después volvió a la villa de Monteil.
—¿Y qué? —preguntó el belga.
—Está hecho. Se rinden esta mañana, a las diez, pero me temo dificultades con los katangueños. Voy a mandar un mensaje a Elisabethville.
Kreis se sentó a una mesa y empezó a escribir despacio:
«Urgente, stop Rendición guarnición irlandesa conseguida stop Temo graves dificultades con tropas katangueños y amenazas vida prisioneros stop Pido envío toda urgencia personalidad katangueña con autoridad sobre Nadolo stop Firmado: Kreis.»
La rendición se efectuó sin incidentes. El coronel Nadolo estaba presente, luciendo un uniforme nuevo y unas cuantas condecoraciones de su elección. Incluso quiso invitar a almorzar al comandante Keller, pero el irlandés se negó cortésmente.
Los irlandeses habían entregado sus armas sin dificultades. No parecían darse cuenta de la situación y reclamaban agua con impaciencia. Cuando Kreis dio orden de abrir las compuertas, los soldados se abalanzaron sobre los grifos y los oficiales hubieron de restablecer el orden a gritos y puñetazos.
Los primeros incidentes comenzaron a la una de la tarde. Un gendarme katangueño quiso quitarle el reloj a un irlandés, quien se resistió a ello. El katangueño vociferaba injurias en swaelí. Los camaradas del irlandés lo rodearon y un sargento rubicundo trató de hacer entrar en razón al katangueño. Se vio en el suelo, derribado de un culatazo.
En pocos minutos se armó el follón.
Los katangueños empuñaron sus armas y apuntaron a los prisioneros. El sargento Lundala chillaba:
—Todos los blancos deben obedecer. Son prisioneros. Tienen que entregar su dinero y sus relojes.
Poniendo unos ojos feroces, agarró a un joven teniente por la solapa:
—¡Dame tu reloj!
De un fuerte manotazo, el teniente se desasió.
Frente a aquel blanco desarmado, el sargento se sintió presa de un irresistible deseo de golpear. Dejó tranquilamente su fusil, alzó un puño enorme y pegó. El teniente se desplomó, con la nariz rota. Acto seguido, una docena de katangueños, atropellándose unos a otros, berreando injurias, se abalanzaron sobre el hombre que estaba en el suelo y se pusieron a machacarlo a culatazos.
Sonó un tiro. Nadie supo jamás quién había disparado. En el suelo, un joven soldado irlandés se retorcía. Una mancha roja se ensanchaba sobre su uniforme pardo.
Kreis almorzaba en casa de Monteil cuando oyó el disparo.
Tiró su servilleta sobre la mesa:
—Esos salvajes... jamás podrán dejar de comportarse como irnos imbéciles.
Se. precipitó hacia la puerta. En el patio, unos quince hombres dormitaban a la sombra de sus vehículos. Buscard y Max estaban con ellos: era lo más firme que Kreis había hallado en Jadotville. Los había convertido, en tuna especie de comando operacional al mismo tiempo que guardia suya personal. Los otros eran voluntarios belgas. Personal mediocre, pero suficiente frente a cascos azules irlandeses o gendarmes katangueños.
—¡En marcha! —gritó Kreis—. Hacia el campamento. Tomo el primer jeep. Buscard, me sigues a diez metros con la ametralladora, con la cinta puesta. El resto, subid al «Dodge». ¡Nada de tonterías! ¡No disparéis si no os lo mando, pero si doy la orden, sin vacilar! Es nuestro pellejo lo que defendemos, no solamente el de los irlandeses.
Kreis se volvió hacia Monteil:
—Mande en seguida un mensaje al PM de Léo:
«Estallado incidentes en campo prisioneros. Mande ayuda toda urgencia. Firmado: Kreis.»
Kreis entró en el campamento sin tropiezos. No había nadie en el puesto de guardia. Todos los katangueños se habían precipitado a la arrebatiña. En el centro del patio, los irlandeses formaban un vasto rebano despavorido. Los hombres estaban pálidos. Los gendarmes, aullando, blandían sus armas, golpeaban a bulto a culatazos y remataban a patadas a los blancos caídos en el suelo.
Kreis paró su jeep a veinte metros del grupo. Uno de los del «Dodge» se detuvo a su derecha, y el otro a su izquierda. Kreis echó una ojeada a sus hombres. Estaban tranquilos.
«Quizá saldremos del apuro», se dijo.
Se había hecho el silencio. Los katangueños, hipnotizados, miraban a los mercenarios. Kreis estaba de pie junto al jeep, tieso, el rostro hermético, la mano en la culata de su pistola.
Nadolo se le acercó, arrastrando por el cuello al comandante Keller, medio acogotado. Keller miró a Kreis, volvió la cabeza y escupió en el suelo.
—¿Qué viene usted a hacer aquí? —preguntó Nadolo, con voz estropajosa.
Todavía estaba borracho como una cuba. Kreis se esforzó en hablar tranquilamente:
—Vengo a montar la guardia de los prisioneros.
—Soy yo quien se encarga de ello. No tiene usted ya nada que hacer aquí.
Kreis perdió la calma al ver el rostro tumefacto de Keller. Una docena de irlandeses yacían en el suelo, como peleles dislocados.
—¡Basta ya, Nadolo! —estalló—. ¡Cacho de salvaje! Estos hombres son prisioneros y no tiene usted derecho a golpearlos. Son órdenes del presidente Kimjanga. Le ordeno que salga inmediatamente del campamento con sus payasos.
Nadolo se llevó la mano a su pistola. No tuvo tiempo de terminar su ademán. Kreis le había arreado un puñetazo en la cara. El coronel se dobló hacia delante. Kreis le atrapó la muñeca al vuelo, lo hizo girar sobre sí mismo y, con una llave en el brazo, lo atrajo hacia sí. Nadolo jadeaba de furor y de miedo.
—Escuchadme todos —gritó Kreis a los soldados—. Si uno de vosotros se mueve, me cargó a vuestro coronel y la ametralladora disparará a mansalva.
Buscard apuntaba su arma sobre los gendarmes. Los otros mercenarios se habían desplegado a ambos lados de Kreis, amartillando ostensiblemente sus pistolas ametralladoras.
—Keller —ordenó Kreis—, diga a sus hombres que despejen y se reagrupen arrimados al barracón del fondo.
»Nadolo, haga usted salir en seguida a sus hombres del campamento.
Se volvió hacia Buscard:
—Al primer movimiento sospechoso, mándales una ráfaga a las tripas.
Los gendarmes titubeaban.
Kreis, pegado a Nadolo, le habló entre dientes:
—¡Dígales que se den prisa! Dentro de un minuto, disparo.
Apretó bruscamente su presa y Nadolo aulló de dolor:
—Salid todos —gritó el coronel—. ¡A formar en la entrada del campamento!
Durante cinco segundos, nadie se movió. Luego, un corpulento katangueño avanzó hacia la puerta, arrastrando su fusil por el cañón; otros diez le siguieron. El resto echó a correr. En menos de un minuto, el patio estuvo desalojado.
Kreis suspiró, aliviado. Se volvió hacia Nadolo:
—Usted se queda con nosotros. Si sus gorilas vienen a chincharme, yo mismo le apiolo a usted.
Agarró de la manga al coronel, lo arrastró hacia el primer barracón, abrió la puerta de una patada y lo empujó al interior:
—¡Quédese ahí dentro! Le traerán cerveza.
El comandante Keller se le acercó:
—Gracias —dijo—. Creo que poco ha faltado para que palmásemos todos. Antes de embarcar, en Irlanda, un misionero acudió a bendecir al batallón y recordarnos que los negros eran nuestros hermanos. Lo que es hoy, haría bien con no atreverse a repetir su sermón.
»¿Qué va a pasar, Kreis?
—No sé nada. Por el momento, diga a sus hombres que se metan en sus barracones y no se muevan. No conviene excitar a los negros. Nos ocuparemos de los heridos.
Tres, horas más tarde, un pequeño monomotor se posaba en el aeródromo de Jadotville. El ministro Bongo descendió, siempre tan elegante, los ojos ocultos tras sus sempiternas gafas oscuras. Monteil, avisado por un mensajero de La Ronciére, le esperaba con un coche. Durante todo el trayecto hasta el campamento, el ministro no despegó los labios. Monteil se detuvo al lado del jeep de Kreis.
Kreis saludó militarmente al ministro.
—¿Dónde está el coronel Nadolo? —preguntó Bongo.
—Excelencia, el coronel está muy fatigado, descansa en ese barracón. Bongo sonrió a medias:
—Sí —dijo—, sí. Debe de estar muy cansado. Vamos a verle.
Kreis empujó la puerta. Nadolo estaba tumbado en un catre, con el uniforme desabrochado. Roncaba ruidosamente y regueros de sudor resbalaban sobre su pecho desnudo. Cuando entraron los dos hombres, con gran dificultad se puso en pie, aturdido. Al reconocer a Bongo, echó una mirada de triunfo a Kreis:
—Es necesario que le hable a solas, señor ministro. Han pasado cosas inadmisibles...
—Coronel Nadolo —atajó Bongo—, le traigo las calurosas felicitaciones del Gobierno por la magnífica victoria que ha alcanzado usted sobre las tropas de la ONU. El presidente Kimjanga me encarga le informe que a partir de hoy queda usted nombrado general y que es designado para tomar el mando del ejército katangueño.
Una ancha sonrisa iluminaba el rostro abotagado de Nadolo. Kreis se acercó:
—Permítame expresarle mis felicitaciones, mi general.
Nadolo retrocedió un paso:
—¡Me las pagará —chilló—, ha pegado usted a un general!
—Un momento, general —dijo Bongo,, levantando la mano—. Necesitamos de sus valientes soldados en Elisabethville. Formará usted sus tropas y acto seguido se pondrá en marcha. Se detendrá usted a diez kilómetros de la capital. Allí recibirá nuevas órdenes.
Se volvió hacia Kreis:
—Queda usted encargado de la custodia de los prisioneros. Cuide bien de que no les ocurra nada si no quiere tener serias dificultades conmigo.
—Pero —dijo Kreis, asombrado—, yo no soy quien...
—Basta. Tiene usted órdenes. Cúmplalas. En cuanto a nuestras cuentas, las ajustaremos más tarde.
Bongo cogió del brazo a Nadolo y lo hizo subir a su coche. Los soldados katangueños apiñados en la entrada le tributaron una ovación.
Buscard se reía a carcajadas.
—¡Vaya! ¡Ésto sí que ya no lo entiendo! —le dijo Kreis.
El coronel La Ronciére había recibido a las ocho de la mañana el primer mensaje de Kreis notificando la capitulación de los irlandeses.
—Kreis ha hecho un buen trabajo —dijo a Fonts, pasándole el papel.
—Sí, pero se corre el peligro de que ese buen trabajo se vuelva contra nosotros. Si los gendarmes se cargan a los irlandeses, volveremos a encontrarnos en un condenado apuro. Nunca se dirá que es culpa de los negros, sino de los mercenarios. En estos felices tiempos para el tercer mundo, el negro es sagrado.
—Kreis puede salir del paso.
—¿Con quince muchachos cuando los katangueños son más de trescientos al mando de ese estúpido de Nadolo?
—Entonces, ¿es serio?
—Desde la matanza del río Lukugo me tomo muy eh serio la locura negra. En E'ville, nos costó impedir que los prisioneros fuesen despedazados. ¡Conque en Jadotville...!
—Muy fastidioso, pero, ¿qué podemos hacer?
—¿Por qué no mandar a Bongo a Jadotville?
—¿Bongo? ¡Estás chalado! Es más salvaje aún que Nadolo. Si va allí será para mandar que se carguen a todos los irlandeses.
—No es seguro. Es un bruto, pero un bruto inteligente. Se ríe de las consideraciones humanas. Si vas a verlo lloriqueando sobre los pobrecitos irlandeses, te mandará a la porra. No es esto lo que hay que hacer: ve a verle. Le explicas que los prisioneros constituyen una carta política. Debemos demostrar a todos los soldados de la ONU que, si se rinden, no arriesgan nada. Son cosas que él puede comprender...
»Luego, si se le antoja, podrá hacerlos picadillo. Entretanto, se habrá calmado.
Bongo era el único ministro que había corrido el riesgo de volver a Elisabethville desde que se iniciaron los combates. Hacía de lanzadera entre los mercenarios y Kipushi, donde estaba refugiado Kimjanga.
O'Maley tenía razón. En todo aquel equipo, únicamente Bongo tenía redaños. Kimjanga se había derrumbado como un guiñapo. En cuanto a los demás ministros, eran incapaces de hacer nada, sino palabrear a resguardo de las balas, en espera de que un puñado de blancos les permitieran reponer sus nalgas en sus sillones.
Bongo reaccionó exactamente como Fonts había previsto. Descargando un puñetazo sobre la mesa, atajó a La Ronciére:
—¿Y a mí qué quiere que me importe si matan a unos cuantos de sus irlandeses? Son criminales de guerra. La ONU dispara sobre mujeres y niños, bombardea los hospitales y las ambulancias. ¿Me viene usted con tanto cuento porque algunos irlandeses corren el peligro de hacerse partir la cara? ¡No tenían más que haberse quedado en casa!
La Ronciére se explicó con paciencia. Primero, Bongo se negó a comprender:
—Las tropas katangueñas —afirmó— son disciplinadas. Jamás cometerán ningún acto reprensible. El coronel Nadolo es uno de nuestros mejores oficiales, y no creo media palabra de esa historia. Estoy seguro de que su Kreis trata de vengarse mancillando el honor de un militar katangueño.
La Ronciére apeló a toda su paciencia y empezó de nuevo su alegato:
—Excelencia, es una partida muy delicada. Me preocupo tan poco como usted de la comodidad de esos prisioneros que son, como ha dicho usted, unos criminales de guerra. Pero no se trata de esto. Esos doscientos irlandeses nos permitirán presionar a la ONU. El Gobierno de Dublín se asustará. Todos nuestros amigos se agitarán para pedir que se ponga fin a los combates. Enviaremos periodistas a Jadotville para que tomen fotografías.
«Compréndame bien —insistió el coronel—, será como cuando el incidente del 3 de septiembre. En el mundo entero se dirá que, pese a la salvaje agresión cuya víctima es, Katanga es un país civilizado que respeta las leyes de la guerra.
La alusión al asunto del 3 de septiembre había ganado la partida.
Bongo sonrió ampliamente:
—De acuerdo. Iré yo mismo a Jadotville para arreglar el incidente y meteré en chirona a Nadolo. ¡Ya empieza a jorobarme ese tío con sus pujos!
La Ronciére se vio obligado a calmar al ministro.
—Creo, Excelencia, que no es una buena solución. El coronel Nadolo es el oficial de más alta graduación de su ejército. Sería de muy mal efecto que lo relevase usted de su mando.
Sorprendido, Bongo enarcó las cejas:
—Entonces, ¿qué es lo qué quiere usted?
La Ronciére~reflexionó un instante:
—Lo más sencillo sería hacer que la guarnición de Jadotville fuese a Elisabethville a fin de reforzar nuestras tropas. Kreis y sus hombres pueden encargarse perfectamente de custodiar a los prisioneros.
—Eso es —dijo Bongo, sonriendo a medias—, y su Kreis se convierte en el liberador de Jadotville.
La Ronciére dudó un momento:
—Al contrario, señor ministro, propongo que se notifique a la Prensa que Nadolo ha alcanzado la victoria de Jadotville. Kreis no dirá nada, yo me encargo de ello. Pienso, incluso, que se podría condecorar a Nadolo.
—O ascenderle a general.
—¿Por qué no? Necesitan ustedes un general. Ése u otro...
El segundo mensaje de Kreis había llegado a La Ronciére sobre las tres de la tarde. El coronel, volvió a salir en busca de Bongo. Lo encontró en su casa, durmiendo la siesta. Primero Bongo refunfuñó, pero luego se dejó convencer. Media hora más tarde, La Ronciére dejaba al ministro en el pequeño terreno auxiliar de la carretera de Kipushi. Un «Piper» los esperaba, con el motor en marcha.
La Ronciére vio despegar la avioneta y desaparecer hacia el Oeste.
El cónsul de Estados Unidos, Arnold Riverton, decidió evacuar de Elisabethville a dos mujeres subordinadas suyas que daban excesivas muestras de nerviosismo. Pidió a su hija Joan que las acompañara hasta Salisbury, donde ella podría tomar el avión para Nueva York.
Africanos o europeos, nadie ignoraba ya, gracias a Radio Katanga Libre, que eran aviones americanos los que habían traído los refuerzos sin los cuales no se habría podido iniciar «Morthor».
Otro incidente había acrecentado la cólera de la población, esta vez contra el propio cónsul.
El Gobierno katangueño convocó no sólo a la Prensa, sino a todos los cónsules en el hospital «Reina Elisabeth» para mostrarles los civiles heridos por los cascos azules; diplomáticos y periodistas se presentaron a la cita, con excepción de Arnold Riverton, quien rehusó «prestarse a esa operación de propaganda».
Con la mayor calma e igual mala fe, respondió a Decronelle, que le insistía:
—Querido señor, el general Siddartha me ha dado su palabra de oficial de que ninguno de sus soldados disparó contra civiles. No puedo por menos que creerle.
—¿Y los pará-comandos rematados por los gurkhas?
—El general Siddartha me ha dado también su palabra de que era falso.
Bayard, el locutor de Radio Katanga, ya sólo llamaba a Arnold Riverton «la palabra del general Siddartha». Empleados del Consulado recibieron amenazas; ciertos comerciantes se negaban a servirlos.
—Espero que respiraré mejor en América —le dijo Joan—. Aquí, todo el mundo miente, hasta tú. Te atreves a sostener que no hubo pará-comandos rematados por los indios, siendo así que lo vi con mis propios ojos, que no dispararon sobre los civiles, cuando Madame Martineau, que lava la ropa del Consulado, recibió un balazo en el hombro. Desde luego, los otros también mienten, pero, ¿es una razón para hacer otro tanto?
—La mentira responde a la mentira.
»Tu amiguito Thomas Fonts no se para en barras. Lo ha inventado todo, hasta una resistencia katangueña, hasta un Estado katangueño. ¿Qué más inventará mañana?
—No lo sé, daddy, pero la ONU ha sido derrotada, y la guarnición irlandesa acaba de rendirse en Jadotville. Y tú te obstinas en mentir.
»¿Sabes cómo empieza un periodista su artículo en el New York Herald?
»Una información muy seria, puesto que, confirmada por un desmentimiento del representante de la ONU y del de los USA, refiere que...
—Joan, tengo consignas y obedezco.
—Empieza a gustarme la gente que no obedece.
—Los Thomas Fonts, los coroneles La Ronciére...
—Deja de lado a Fonts, es un asunto entre él y yo; está arreglado y no volveré a verle nunca más. Todo el mundo puede equivocarse. Tú te equivocaste con Sunnarti, tu indonesia. Lo cual no te impide añorar el buen tiempo que pasaste con ella..., como yo de acordarme de que ese Thomas Fonts no era un ser ordinario... y, comparados con muchos hombres, al menos existía.
Arnold Riverton perdió la calma:
—¿Crees que únicamente existen los agitados y los inestables, todos esos que hacen cabriolas en las tablas y pegan tiros de pistola al aire?
»Pues no son más que eso, incluso Fonts, pese a todas las dotes que pueda tener. Es él quien ha hecho fracasar el plan «Morthor» secuestrando a Kimjanga, y si tú lo hubieras retenido unos cuantos minutos más, O'Maley no estaría completamente hundido. Treinta hombres, acaso cincuenta, arrastrados, más que mandados, por Fonts y La Ronciére están en vías de infligir a las Naciones Unidas una derrota humillante. Cabriolas en las tablas y tiros de pistola al aire. Los Estados Unidos han decidido acabar con Kimjanga y su camarilla. Daremos a la ONU la armadura y los medios que le faltan. América tiene necesidad de la ONU. Por lo tanto, no puede dejarla con una derrota semejante.
—¿Desembarcarán los marines?
—No. Tragaremos la píldora, como después de Pearl Harbor. ¡Pero volveremos! Resultado: más muertos y heridos, con frecuencia inocentes. El mundo se ha vuelto serio; ya no tolera mercenarios ni soldados de fortuna. Ese tiempo ha terminado. Quizá sea una lástima para el pintoresquismo, pero muy tranquilizador para quienes quieren vivir en paz.
»Hablemos otra vez de Fonts, pero a propósito de ti. Es fácil ser desenfadado con las mujeres y hasta portarse como un patán. Si he entendido bien, así es como se ha conducido. Se asombra a una mujer durante algunos días, sobre todo si, como tú, como tu madre, ha sido siempre respetada, adulada. Pero no podrías aguantar mucho tiempo a tu lado un hombre así; tu dignidad vale más que algunas emociones fugaces.
—Ya conoces esta expresión francesa: «tener un hombre en la piel». No era más que esto con Thomas, como tú con Sunnarti. Mi equipaje está preparado.
—Eres una chica estupenda, Joan.
—No lo creas. ¡Si supieras las ganas que tengo de ver a ese odioso tipo! ¡Cuánto temo que le ocurra alguna desgracia...! ¡Y cómo me detesto cuando pienso en él!
»¿Sabes por qué le detesto?
Emitió un breve sollozo, como un hipo:
—Me enseñó que yo era ante todo una mujer, no esa estatua que los americanos hacen de sus compañeras. Dirás a Patrick O'Maley que estoy apenada por él, y a Jenny, que le escribiré. Y yo, ¿qué le diré a mammy?
—Que cuando se ha sido educado en el culto de las estatuas, a veces conturba conocer seres más apasionados..., pero que lo siento mucho.
Riverton besó a su hija; estaba desesperado de quedarse solo.
Fonts estaba en casa de Gelinet cuando Pérohade lo llamó por teléfono.
—Thomas, acabo de regresar de Kasumbalesa. Dicen que tu americana y dos mujeres del Consulado americano acaban de ser atacadas en la carretera de Rhodesia.
Fonts creyó desfallecer: una mano le oprimía el corazón y lo impedía latir. Al enterarse de que un amigo muy querido había sido herido o muerto, había sentido ya cólera, o pena, pero jamás aquella angustia que le anudaba la garganta y le paralizaba. Comprendió de repente que amaba a Joan. Lo que sentía por ella no era tan sólo deseo y ternura, mezclados a veces con irritación. Sin que se diera cuenta, Joan se había metido en él, había ocupado un lugar vacío, y, para ello, forzado una puerta que únicamente la edad había carcomido.
—¿Quién? —preguntó— ¿Los gendarmes?
—No, una de esas pequeñas bandas de salteadores que acaban de constituirse.
—¿Dónde?
—A treinta kilómetros de la frontera.
Fonts colgó.
—¿Vienes? —le dijo La Ronciére—. Tenemos que ver a ese sueco en casa de Trude. ¿Te das cuenta? Si, a su vez, los suecos aceptasen rendirse...
—¡Mierda!
—¿Qué te pasa, Fonts? Estás descompuesto.
—Joan acaba de ser raptada en la carretera de Rhodesia. Todo lo demás me trae sin cuidado, tu sueco, Kimjanga y lo que sea.
—Pero, ¿eres tú quien hablas...?
—Uno cambia.
—¿Eso quiere decir...?
—Que si no encuentro a Joan intacta, lo mando todo a la porra, hasta a ti, Jean-Marie..., porque, figúrate, esa pelirroja... Le tengo apego.
Fonts cogió granadas, una metralleta, cargadores, y saltó sobre un jeep.
—Espérame —le dijo el gordo Gelinet.
«Fonts no hará nunca grandes cosas —pensaba La Ronciére—, y menos ahora que está esa chica.
»Sin embargo, con ese don peligroso que tiene de hacer aceptar cualquier cosa a cualquiera, sería útil para lo del sueco. Gracias a él, una capitulación se torna un acto sin importancia..., quizá porque, para Fonts, nada tiene nunca sino la importancia que se le da en el mismo instante. En España, los comunistas hicieron fusilar a los anarquistas. Fonts es un anarquista de la más peligrosa especie..., un anarquista de instinto sin teorías.
«Intentaré desenvolverme solo. Si el batallón sueco se rinde, habremos ganado.»
Pero La Ronciére no podía olvidar a Fonts.
«¿Qué hubiera hecho yo en su lugar —se preguntaba—, si Jenny hubiese estado en el lugar de Joan?»
Una hora más tarde, Fonts estaba en el kilómetro 97. El coche del Consulado americano estaba parado al borde de la carretera. Había sido saqueado. El chófer, un baluba, había recibido unos culatazos en la cabeza. Tenía coágulos de sangre en la frente y las mejillas. Pero parecía haberse recobrado bastante bien.
Fonts le encañonó la pistola al vientre.
—Aguarda —dijo Gelinet.
Interrogó al chófer en swaelí y tradujo su respuesta.
—Eran tres en la cuneta, jóvenes sin armas, y otro tendido en el suelo sujetándose el vientre. Hacían grandes señales: quise acelerar, pero la señora pelirroja me mandó parar. Salimos del coche para ver. Entonces el del suelo se levantó y todos se nos echaron encima. Llevaban tubos de hierro bajo sus camisas. A mí me dejaron sin sentido.
—¿De qué raza?
—Balembas, gente de la región. Me dolía la cabeza, pero oí. Dos de ellos sólo querían llevarse las maletas, y los otros dos las mujeres. Me dieron otro golpe.
—¿Cómo son los balembas? —preguntó Fonts, descompuesto.
—Ni peores ni mejores que los demás. Hay balembas en un poblado a tres kilómetros, pero sólo se puede llegar a pie. Conozco al jefe.
—¿Qué esperamos?
El poblado, instalado en un calvero, se componía de unas treinta chozas. Estaba en ebullición. Las mujeres salían y entraban; los niños y los perros chillaban. Los hombres se habían reunido en torno de la choza del jefe.
—Cálmate —dijo Gelinet a Fonts, que amartillaba su metralleta—. Si el daño se ha producido, es demasiado tarde. Eso acaba de pasar ahora mismo, al borde de la carretera. De todas maneras hemos de parlamentar. El jefe N'gomwé es un anciano y no está loco.
—¡Date prisa, maldita sea!
Ambos hendieron la masa negra. En su bolsillo, Fonts apretaba una granada.
El anciano jefe, arrimado a la puerta de su choza, sostenía el bastón rematado por una mano de mono.
—Salud, Ngomwé —dijo Gelinet, abriéndose paso a puñetazos.
Fonts se coló entre ambos y apuntó su arma. El círculo vociferante se ensanchó algunos metros.
—¿Están aquí?—preguntó con voz temblorosa.
Gelinet tradujo la respuesta del jefe:
—Sí, las mujeres están en la choza del jefe. No, no les ha pasado nada grave, al menos él lo cree. Pero, ¿qué es lo grave para él? Violar a una mujer es jugar con ella. Un poco zarandeadas, eso es todo. La más vieja ha tenido un ataque de nervios. Pero los jóvenes del poblado dicen que las mujeres les pertenecen y las reclaman. El jefe dice que eso no está bien, pero, desde hace algunas semanas, ya no le obedecen mucho. Propone el palabreo. Quizá con diez cajas de cerveza... Sobre todo, no dispares. Son un centenar; te cargarías a tres o cuatro, luego nos matarían y, de todos modos, las mujeres serían suyas.
Las palabras se cruzaban a un ritmo monótono entre el jefe y Gelinet. Los negros empezaban de nuevo a chillar y el círculo se estrechaba. Gelinet agarró a Ngomwé del brazo.
—Diles que yo soy el gran amo de la cerveza, que soy yo quien la fabrica en E'ville, que les doy diez cajas por cada mujer y que podrán quedarse con lo que hay en las maletas. No les mandaremos los gendarmes para ahorcarlos.
»Porque si tocan a las mujeres, el poblado será arrasado y todo el mundo colgado.
El jefe habló largo rato, trazando círculos ante sí con su bastón. Por fin, se paró.
—Quieren veinte cajas por mujer... —y con ingenuidad—: Es caro, ¿verdad, amo? Tienes que traer las cajas en seguida. El otro blanco puede quedarse con las mujeres, pero que entregue su fusil. A ti te conocen.
—Bueno —dijo Fonts—. Todavía me queda la granada. Date prisa antes de que cambien de parecer, y avisa al padre Riverton que esto está arreglado.
—Todavía no.
—De todas maneras, está arreglado. Si vuelven a empezar, me hago volar con las mujeres. Dile al viejo que me deje entrar en la choza.
Las tres americanas, con las ropas desgarradas y los cabellos deshechos, estaban apretadas unas con otras. Únicamente Joan conservaba aún su control.
—¡Por fin estás aquí! —le dijo a Fonts, reprimiendo un sollozo—. Porque, desde luego, también mandas a estos salvajes.
—No, seremos cuatro los linchados en vez de tres si el tío Gelinet no vuelve pronto con las cajas de cerveza. Esta noche, cada una de vosotras vale veinte cajas de cerveza.
—¿Qué te pasa, Thomas? ¿Estás temblando?
Apartó violentamente a una de las mujeres que se agarraba a su falda y se estrechó contra él:
—He pasado mucho miedo. Sus sucias patas negras me han palpado, nada más. Para no chillar, pensaba en ti. Pero tú no vas a desmayarte, ¿verdad, Thomas?
—Imposible —decía O'Maley por teléfono a Riverton—. Todas nuestras tropas están bloqueadas... Estoy desolado, Arnold. Quizá son los mercenarios quienes las han raptado. Sería menos grave. Pese a todo, son blancos... y seguramente saben que uno de sus jefes tiene, digamos, amistad con su hija. ¿Dice usted que son elementos africanos incontrolados? Pero, ¿qué les ha hecho perder el control sino esa emisora Radio Katanga Libre que difunde esa propaganda en swaelí?
»Trate de comunicar con Fonts a través de Musaille, el cónsul dé Francia. Es uno de sus cómplices. O con Ligget, que es otro. Desolado, absolutamente desolado. El general Siddartha no dispone, por el momento, de ninguna tropa.
O'Maley colgó.
Siddartha fue mucho más brutal:
—Es verdad —rugió—, no tengo tropa ni enlace alguno. De todas maneras, es demasiado tarde. ¡Menudo ruido mete usted cuando se trata de mujeres blancas!
Gelinet llevaba en su camión de cerveza una docena de mercenarios que había podido reunir. Para ellos, una mujer blanca seguía siendo, a pesar de todo, algo muy importante.
—Detesto África —dijo Joan al subir de nuevo a su coche.
—¿Por qué? —preguntó Fonts—. Te pareces al alpinista que maldice a la montaña porque ha sido atrapado por un alud.
—¿Vuelves a Elisabethville?
—Me gustaría ver el final.
—Has arriesgado tu vida por salvarme y vuelves a irte.
—Y tú, ¿tanta prisa tienes por tomar el avión de Nueva York?
—¿Qué me propones?
—¿Qué puedo darte? Vacaciones... Si, por azar, no consigo curarme de ti, prolongaremos las vacaciones.
La besó en la sien, saltó a su jeep y desapareció seguido por el camión de mercenarios.
—¡Qué raro es ese chico! Muy latino, ¿verdad?
La mujer del vicecónsul Sutton, por fin repuesta de sus emociones, podía nuevamente echar sobre el mundo y los seres que lo componían una mirada condescendiente.
—Sí —repuso Joan—, un agitado y un inestable que sube a las tablas para pegar tiros al aire... Un chico condenado por nuestro mundo tan serio... Pero nuestro mundo serio olvida fácilmente a las mujeres que caen en las patas de los negros enloquecidos.
Michael Fenner, ministro de Irlanda en Léopoldville, se inclinó hacia delante:
—Señor secretario general, estoy encargado por mi departamento de informarle sobre la extremada inquietud que inspira al Gobierno irlandés el destino de la guarnición de Jadotville. Nuestro ministro de Asuntos Exteriores pide de la manera más apremiante que sean tomadas cuanto antes medidas a fin de garantizar la seguridad de nuestros soldados.
El secretario general de las Naciones Unidas se pasó una mano cansada por la cara: estaba deshecho y profundas arrugas le surcaban la frente.
«No me gustaría estar en su lugar», pensó Fenner.
El ministro de Irlanda, no sin una vaga compasión, comparaba a aquel hombre envejecido con el alto nórdico asombrosamente joven que viera en Nueva York, en 1953, subiendo a la tribuna de las Naciones Unidas para prestar juramento tras su elección.
Con gesto que le era habitual, el secretario general alzó un volumen admirablemente encuadernado que estaba sobre la mesa; las obras de Saint-John Perse.
—Me atrevo a creer, señor ministro, que su inquietud es un poco exagerada. Nada permite pensar que la vida de esos doscientos hombres esté realmente en peligro.
—Sin embargo, no es lo que dice la Prensa. Varias declaraciones han sido hechas por personalidades katangueñas, según las cuales los cascos azules serán tratados como criminales de guerra.
Fenner prosiguió con tono de lo más oficial:
—Señor secretario general, mi Gobierno desea una respuesta precisa. La opinión pública en Irlanda quiere ser tranquilizada. Debo añadir que mi Gobierno no aprueba la prosecución de las operaciones militares en Katanga y se declara a favor de una negociación.
—La situación evolucionará rápidamente —prometió el secretario general—. Decisiones importantes serán tomadas dentro de veinticuatro horas. No dejaré de informarle a usted de ellas.
Después de que Fenner se hubo marchado, el secretario general se acercó al ventanal de su despacho, situado en el sexto piso del «Hotel Royal». El «Royal» era un enorme edificio de diez plantas, que dominaba Léopoldville. La ONU había instalado en él su cuartel general para el Congo. Enfrente, al otro lado del río, villas bajas, semiocultas en la verdura: Brazzaville.
El secretario general miró el reloj que estaba sobre la mesa de caoba. Una vez más, pensó: domingo, 17 de septiembre, las nueve de la mañana. Era casi increíble: había llegado a Léopoldville el 13 de septiembre, confiado y optimista. Antes de salir de Nueva York, un mensaje ultrasecreto le había anunciado el inicio inminente de una operación que debía acabar con el cáncer de la secesión katangueña. Los informes de O'Maley, confirmados por el Estado Mayor de Léopoldville, eran formales: el fruto estaba maduro; Kimjanga, abandonado por sus tropas, se sometería al Gobierno central. Todo el asunto quedaría terminado en algunas horas, y el mundo entero, puesto ante el hecho consumado, no podría sino felicitar a la ONU y a su jefe por una operación efectuada rápidamente y sin efusión de sangre.
Después, todo anduvo torcido: Kimjanga, refugiado en Rhodesia, había hecho un llamamiento a la guerra total. Los cascos azules, a la defensiva en todas partes, estaban obligados a llevar a cabo una verdadera lucha. El ejército de la paz tenía que batirse; la opinión mundial se desataba contra el secretario general y sus consejeros. Por si fuera poco, la rendición de Jadotville asestaba un golpe durísimo al prestigio de la ONU. El Gobierno de Dublín iba a desencadenar una violentísima campaña contra la prosecución de las operaciones. Fenner, esta vez, había sido relativamente discreto, pero no cabía engañarse: si no se producía muy pronto el alto el fuego, Dublín, apoyado por ingleses y franceses, se lanzaría a un violento ataque contra él.
Pues a esto se había llegado: el secretario general sólo tenía un dilema: intensificar la guerra en Katanga, lo cual era poco posible, o aceptar un alto el fuego humillante. El secretario general se vería obligado a negociar, lo cual sería una auténtica capitulación, con aquel Kimjanga a quien despreciaba, aquel hombre de paja de los grandes intereses financieros internacionales.
La víspera, a medianoche, había recibido un mensaje de su representante en Katanga: Kimjanga proponía a O'Maley entrevistarse con él el día siguiente en Bancroft, Rhodesia del Norte. El rebullente iríandés había transmitido el mensaje a Léopoldville, acompañándolo de un comentario tajante: «Estimo que a ningún precio puedo personarme en Rhodesia, pues este país ha hecho causa común con el enemigo. Si Kimjanga quiere establecer negociaciones, a él le toca desplazarse. Propongo fijarle una cita en mi PM de Elisabethville.»
El secretario general dudó mucho tiempo. Su primer impulso había sido apoyar a su representante. Luego reflexionó. Era Kimjanga, no O'Maley, quien tenía los triunfos en la mano. Fue entonces cuando tomó su decisión. O'Maley, demasiado impulsivo, enemistado con Kimjanga, ya no conseguiría nada. A él, secretario general de las Naciones Unidas, le correspondía hacerse cargo del asunto. Kimjanga, creía él, no se atrevería a oponérsele.
A las tres de la madrugada, el secretario general hizo mandar a Kimjanga un mensaje informándole de que estaba dispuesto a verle personalmente para poner término a las hostilidades y encontrar una solución pacífica al conflicto. El mensaje puntualizaba que aquel encuentro no podía tener lugar antes de que Kimjanga ordenase a sus partidarios el alto el fuego.
La respuesta del presidente katangueño seguramente llegaría en el transcurso de la mañana. No había más que esperar.
El secretario general abrió al azar el libro de Saint-John Perse: «No habitaremos siempre estas tierras amarillas, deleite nuestro... El Verano más vasto que él Imperio suspende en las tablas del espacio varios estratos de climas...»
Cerró el libro, agotado. Hacía cuatro días que apenas dormía; se aguantaba con café y pastillas de benzedrina. ¡Cuatro jornadas de conferencias interminables con sus colaboradores civiles y militares! Había tenido que tranquilizar a los ministros del Gobierno central congoleño que exigían la guerra total, en tanto que los representantes de las grandes potencias le acuciaban sin cesar para obtener él cese de las hostilidades.
Los ingleses abrieron el fuego. El 15 de septiembre, desembarcaba en Léopoldville Lord Landsdowne, ministro de Estado en el Foreign Office. Landsdowne puso de inmediato sus cartas boca arriba: «El Gobierno de Su Majestad informaba al secretario general de las Naciones Unidas que se proponía condenar públicamente la operación emprendida en Katanga, a menos que un alto el fuego fuese concluido en un plazo muy corto.»
Los franceses hicieron lo mismo. Evidentemente, la maniobra estaba concertada. Su embajador en Léo había sido muy claro: «Mi Gobierno hace las más expresas reservas sobre la operación katangueña. Estima que el secretario general de las Naciones Unidas ha rebasado su mandato y que las operaciones militares iniciadas en Elisabethville constituyen una violación de la carta que le asigna la misión de hacer reinar el orden, la seguridad y la paz.»
El comportamiento de los franceses no le extrañó. Desde la llegada al poder del general De Gaulle, París afectaba tratar con menosprecio el «tinglado». Bizerta no había arreglado nada. El secretario general no olvidaba la humillación que le habían infligido los paracaidistas franceses entre Túnez y Bizerta, cuando le hicieron bajar del coche para registrarlo.
La reacción británica resultaba más inquietante. El secretario general no podía por menos que hacer constantemente los mismos cálculos. Dentro de algunos meses se plantearía el problema de su reelección. Contra él estaban los rusos, los franceses y los belgas. Los americanos votarían a su favor. Si se enemistaba también con los ingleses, corría el peligro de ser derrotado.
Los ingleses no se habían conformado con amenazas. Bloqueaban en Entebbé, Uganda, los cuatro cazas a reacción del Ejército etíope que hubieran permitido neutralizar al «Fouga» y restablecer el puente aéreo entre Léopoldville y Elisabethville. El secretario general había protestado cerca del embajador británico. Sir John Lowpett se había atrincherado detrás de razones técnicas. Entretanto, el único «Fouga Magister» de la aviación katangueña proseguía tranquilamente sus misiones de bombardeo e inmovilizaba en tierra a los aparatos de transporte de la ONU.
Los rhodesianos, alentados por la actitud de Londres, se habían vuelto abiertamente en contra de las Naciones Unidas. Desde Salisbury, Sir Roy Welensky denunciaba los crímenes de la ONU; acusaba al secretario general de haberse puesto a las órdenes de los «imperialistas africanos dirigidos por los países comunistas». Los rhodesianos habían llegado más lejos aún: daban asilo a Kimjanga, y facilitaban una ayuda directa a los katangueños: armas, municiones y víveres. O'Maley afirmaba que grupos de voluntarios rhodesianos pegaban tiros junto a mercenarios de Kimjanga.
Excelente muchacho, ese O'Maley, pero un poco impetuoso...
Brahimi, uno de los dos representantes del secretario general en el Congo, entró en el despacho con expresión sombría; llevaba en la mano una hoja de papel.
—Señor secretario general, ¡esto es intolerable! Kimjanga se pasa de la raya. Es un verdadero insulto a la dignidad de las Naciones Unidas.
El secretario general miró fríamente a aquel tunecino demasiado atezado, demasiado charlatán, de quien sospechaba haber impulsado a O'Maley a aquella loca aventura.
Alargó la mano:
—¿Es la respuesta de Kimjanga? Deme.
El secretario general se caló las gafas y leyó:
«El presidente del Estado katangueño está dispuesto a entrevistarse con él secretario general de las Naciones Unidas mañana en N'Dola, Rhodesia del Norte.
»Se aviene a aceptar un alto él fuego inmediato en las condiciones siguientes:
»1.° Las tropas de la ONU permanecerán estacionadas en sus campamentos y no saldrán de ellos bajo ningún pretexto.
»2.° No será enviado ningún refuerzo a Katanga.»
—¡Un verdadero ultimátum! —exclamó Brahimi—. Kimjanga se comporta como si hubiese alcanzado una victoria militar.
El secretario general alzó los ojos:
—¿Acaso no ha alcanzado una victoria?
—Pero, señor secretario general, únicamente por motivos humanitarios nuestras tropas no han limpiado Elisabethville. El general Siddartha asegura que, si usted le da luz verde, puede fácilmente acabar con ello en veinticuatro horas.
—Sabe usted muy bien, señor Brahimi, que no puedo darle luz verde.
—Señor secretario general, está usted situado ante esta opción: si acepta las condiciones de Kimjanga, destruye toda la labor realizada por nosotros en el Congo desde hace un año. O'Maley tiene toda la razón: Kimjanga se ve arrastrado por los «ultras» de Katanga. No pondrá fin a la secesión si no se ve obligado a ello por la fuerza. Hemos desencadenado una acción militar que todavía puede triunfar. Si se decide usted a negociar, el grupo de naciones afroasiáticas que represento cerca de usted considerará esa iniciativa como una verdadera traición.
El secretario general se quitó las gafas y las tiró encima del escritorio:
—Señor Brahimi, puedo recordarle que usted mismo y el señor O'Maley me han engañado...
—Señor secretário general...
—Me han engañado —repitió, con fuerza, el secretario general—. Si di mi conformidad para «Morthor», fue porque ustedes me garantizaron que la operación se efectuaría sin efusión de sangre. Vea usted adónde hemos llegado. A una verdadera guerra que el mundo entero condena.
—Los países afroasiáticos no la condenan en absoluto.
—Pero todas las grandes potencias, salvo la URSS, lo hacen. Entonces...
—Se lo suplico. Hemos llegado a un punto en que no podemos retroceder sin deshonrarnos.
Se levantó:
—En nombre de mi Gobierno y del conjunto de los países afroasiáticos, le pido que autorice al general Siddartha a yugular la rebelión katangueña por la fuerza.
El secretario general apretó el botón del interfono:
—Diga al general Callaghan que venga inmediatamente a mi despacho.
Callaghan entró en medio de un silencio agobiante. El comandante en jefe de las tropas de la ONU en el Congo también era un irlandés, alto y fornido, con ojos extraordinariamente azules. Lucía numerosas condecoraciones, pero nunca había hecho ninguna guerra.
—¿Cuál es la situación? —preguntó el secretario general.
Callaghan se encogió de hombros. Desde hacía cuatro días le preguntaban lo mismo sin cesar, y la respuesta era siempre invariable:
—En Elisabethville, nuestras tropas están a la defensiva en todas partes. Son hostigadas sin tregua por comandos de mercenarios ayudados por civiles armados. El puente aéreo está cortado; no tenemos aviones de caza para proteger nuestros aparatos. Las unidades de fuego y el avituallamiento comienzan a disminuir de manera inquietante.
—¿Es posible restablecer la situación?
—Evidentemente no, si se nos prohíbe atacar.
—¿Qué puede usted hacer?
—¿Quiere usted decir desde un punto de vista estrictamente militar?
—Sí.
—Siddartha me dice, y comparto su punto de vista, que podemos ganar la batalla en Elisabethville.
—¿Cómo?
—Muy sencillo. Tenemos enfrente aproximadamente a quinientos mercenarios, más cinco mil civiles armados cuyo valor militar es casi nulo. Bastaría destruir con morteros los puntos de resistencia y abrir fuego sobre las casas cuando los civiles disparen a nuestras tropas.
—¿Cuánto tiempo para acabar de una vez? —preguntó Brahimi.
Callaghan vaciló:
—Entre doce y veinticuatro horas.
—¿Está usted seguro de lo que insinúa?
—¡Segurísimo!
—Señor secretario general —dijo Brahimi, con acento de triunfo—, dos generales tan duchos como el general Callaghan y el general Siddartha no pueden equivocarse. ¡Dé la orden de atacar y la victoria es nuestra!
El secretario general vacilaba. Diez minutos antes, estimaba insoluble la situación. El insolente ultimátum de Kimjanga había fustigado su orgullo. ¡Si en verdad todo el asunto pudiese resolverse en veinticuatro horas...! ¿Podía correr ese riesgo?
Callaghan volvió a tomar la palabra:
—Temo haberme expresado mal: he dado mi respuesta desde un punto de vista puramente militar. Ahora bien, es difícil atenerse a este único punto de vista...
—¿Por qué? —cortó Brahimi.
—Una lucha callejera siempre causa bajas importantes. Estimo que en Elisabethville contaríamos varios centenares de muertos, civiles en su mayor parte. Es un riesgo que, a mi juicio, la ONU no puede correr.
Callaghan hizo una pausa, y añadió:
—Debo informarle, señor secretario general, de que en lo que a mí atañe me niego a dar la orden de atacar en Elisabethville. Si hiciese usted caso omiso, me vería en la obligación de presentarle mi dimisión. He recibido instrucciones formales de mi Gobierno. Debo actuar de manera que pueda salvarse la vida de los doscientos prisioneros de Jadotville. ¿Sabe usted lo que ocurrirá si atacamos? Mis hombres probablemente serán pasados por las armas. Es una eventualidad que no puedo contemplar a ningún precio.
El secretario general se levantó:
—Señores, les doy las gracias. Les ruego que me dejen. Voy a reflexionar y les haré saber mi decisión.
A las doce y media, el secretario general llamó a su secretaria:
—Sylvia, haga mandar inmediatamente este mensaje.
En la sala de cifrado, Brahimi leía por encima del hombro del empleado de cifra:
»Del Secretario General a Mr. O'Maley,
Representante de la ONU. Elisabethville.
»Le ruego comunique a Kimjanga que el Secretario General estima inaceptable su proposición de entrevistarse con él en Rhodesia y rechaza categóricamente las condiciones formuladas para la conclusión de un alto el fuego.»
El secretario general almorzó rápidamente en compañía del general Callaghan y de Brahimi. Los tres hombres sólo cruzaron unas pocas palabras y se separaron con alivio.
A las dos de la tarde, el secretario general subió a su habitación y se echó en la cama. Intentó de nuevo leer algunos poemas de su caro «Saint John Perse», pero no conseguía fijar la atención.
En seguida, después de haber expedido su mensaje a Kimjanga, se había sentido aliviado. Pero de nuevo se sumía en una sombría depresión. Había rechazado las condiciones del presidente katangueño, pero, ¿qué cabía hacer ahora? Imposible desencadenar una ofensiva general contra el parecer de Callaghan. Francia y Gran Bretaña no le perdonarían nunca los cientos de cadáveres que la operación podría costar. Si los irlandeses de Jadotville eran ejecutados, y Kimjanga era muy capaz de dar orden para ello, su responsabilidad sería abrumadora. Entonces, ¿qué? Sólo quedaba la capitulación. El secretario general miró su reloj: las tres y media.
Descolgó el teléfono y llamó a su ayudante de campo.
—¿Lundsqvist? Haga preparar mi avión. Despegue a las diecisiete horas. Dirección: N'Dola.
Llamó a su secretaria:
—Sylvia, mande un mensaje a O'Maley. Encárguele que informe a Kimjanga que estaré en N'Dola a últimas horas de la tarde. Dígale que se quede en Elisabethville y espere mis instrucciones.
—¿Salgo con usted, señor secretario general?
—No, Sylvia. Está usted muy cansada; espéreme aquí. Aprovéchelo para descansar. Tiene usted mucha necesidad de dormir.
Sylvia rompió en sollozos. Era de esas colaboradoras infinitamente más valiosas que un hombre, que consagran todos los instantes de su vida a servir a su jefe. El secretario general capituló:
—De acuerdo, Sylvia. La llevo conmigo.
A las dieciséis treinta, el secretario general llegaba al aeródromo. Los cuatro, hombres de la tripulación, suecos todos, estaban ya en su puesto, en el«cockpit» del «DC 6» pintado de blanco. Era el avión personal del general Callaghan. El sargento Harold M. Julien, un ex marine americano que se había convertido en jefe de los Servicios de Seguridad de la ONU, registraba metódicamente el aparato. Como siempre, llevaba un enorme «Smith-Wesson», colgado muy bajo sobre el muslo. Dos jóvenes cascos azules suecos servirían de guardaespaldas del secretario general.
El piloto, capitán Hallonquist, cuidó personalmente de que todo estuviese en orden dentro de la cabina. El secretario general estaba sentado delante, con su secretaria al lado. El sargento Julien y los dos soldados suecos se encontraban atrás. Siete funcionarios de la ONU, derrengados, acompañaban al secretario general. Contando los cuatro miembros de la tripulación, dieciséis personas se hallaban a bordo.
El «Alvertina». despegó a las diecisiete horas, tomó altura rápidamente y desapareció hacia el Oeste. Unos minutos más tarde, el capitán Hallonquist se inclinaba hacia el secretario general:
—No sobrevolaremos el territorio katangueño a fin de eliminar todo riesgo de encuentro con el «Fouga». Daremos un rodeo por el Este hasta la frontera de Tanganyka. Luego, pondremos rumbo a N'Dola sobrevolando Rhodesia del Norte.
—¿A qué hora está prevista la llegada a N'Dola?
—A medianoche, hora local.
El secretario general inclinó su asiento, leyó algunos versículos de la Biblia y, vencido por la fatiga, se quedó dormido.
Lord Cornwell se pasó varias veces la mano por sus sienes canosas, un tic que tenía cuando las cosas iban demasiado bien o demasiado mal, lo cual solía venir a ser lo mismo.
—Sólo nos falta esperar una hora —le dijo al presidente Kimjanga—. La llegada del avión del secretario general de las Naciones Unidas está prevista para medianoche.
Kimjanga, en traje oscuro, las manos a la espalda, trataba de adoptar el aire indiferente de los grandes políticos que logran una victoria inesperada.
La noche era clara, cuajada de estrellas, templada y fresca a la vez. La torre de control de N'Dola tenía forma de gran linterna, y sus amplios ventanales tomaban el color azul de la noche.
La guardia de honor marcaba el paso con un ruido mate de armas que se entrechocan y se sujetan.
Kimjanga respiraba con dificultad, tan intenso era su contento. Le oprimía la garganta y los pulmones, le mordía las piernas y los riñones. Si hubiera estado solo, habría proferido el viejo grito de guerra y de triunfo de los lundas. Hubiera lanzado su alegría a la oscuridad, como una bestia que el brujo expulsa del hombre enfermo y se va a merodear sola.
Pero a su lado caminaba el alto comisario británico para ambas Rhodesias, Lord Cornwell. Dentro de poco, el secretario general de la ONU, aquel hombre poderoso que había querido crear un supergobierno del mundo, vendría a humillarse ante él.
Cinco días antes, él, Kimjanga, huía de su palacio en pijama, empujado, arrastrado, amenazado casi por aquel Fonts. Un momento desagradable del que ya no quería acordarse. Pero cuando Fonts se hubiese ido ¿quién lo recordaría? Los hombres de esta especie sólo son útiles en ciertos períodos excepcionales, pero molestos el resto del tiempo. Carecen de respeto para las jerarquías, y la jerarquía, bastante se lo habían machacado los belgas desde su más tierna infancia, es el fundamento de toda nación organizada.
Jamás hubiera creído Kimjanga que aquello fuese posible. La Ronciére le había obligado a enviar un ultimátum, a exigir que el secretario general se desplazase y a fijar el encuentro en N'Dola, en territorio rhodesiano.
Frente a aquel coronel dé rostro enjuto, de mirada inquietante, él se había debatido mucho tiempo. No se podía, decía, infligir una humillación tal a quien representaba a las Naciones Unidas, la mayor fuerza del mundo. Por lo demás, el secretario general no aceptaría nunca, sino que muy al contrario, proseguiría la guerra en Katanga, haría disparar a sus carros y sus morteros sobre Elisabethville.
El coronel había rechazado todos sus razonamientos, descascarillándolos unos tras otros como si fuesen cacahuetes. Lo que decía parecía al pronto tan lógico, la fuerza de persuasión, de embrujo, del francés era tal, que le dejó mandar aquel ultimátum.
Al recibir la primera respuesta de Léo, en la cual el secretario general se negaba a personarse en N'Dola, Kimjanga se derrumbó.
En aquel instante, estaba dispuesto a jurar que le habían forzado la mano, que La Ronciére había enviado el despacho sin orden suya.
El coronel, ante el rechazo del secretario general, no mostró la menor emoción.
—Previsible —dijo, con voz tajante—. ¡No iba usted a esperar que nuestro hombre se inclinara al primer puñetazo en la cara! ¡Manténgase firme! Por lo demás, es demasiado tarde para echarse atrás.
La Ronciére, había notado, molesto, el presidente, disfrutaba con aquella insensata partida de póquer. ¿Qué arriesgaba? No tenía nada que perder, y aquel país no era el suyo. Al contrario, se divertía. Kimjanga, de haberse atrevido, lo habría expulsado, pero ya no era nadie, sólo un juguete, una carta en manos de aquel loco impasible. Sentado en un sillón frente a él, La Ronciére contemplaba ascender el humo de su cigarrillo. No bebía, no sudaba, un verdadero muro contra el cual uno se rompía las uñas.
A las seis de la tarde, llegaba el segundo mensaje, y Kimjanga quedó estupefacto. La delgada hoja amarilla temblaba en sus manos.
Siempre frío, La Ronciére dijo:
—Previsto. El tío implora merced. Hemos ganado el primer round, pero el segundo todavía no es nuestro.
Sin aliento, el presidente preguntó:
—¿Qué más quiere usted?
—La evacuación de todas las tropas de la ONU estacionadas en Katanga.
—¡Eso es imposible! ¡El secretario general no lo aceptará jamás!
La Ronciére se encogió de hombros:
—Señor presidente, no me creyó usted cuando le dije que él vendría a N'Dola, y ahora se niega otra vez a creerme. Si no consigue usted esa evacuación, la partida ganada hoy será perdida mañana.
Kimjanga conocía a esos hombres que nunca quedan contentos y que le arrastran a uno a su perdición. Pero él, el buen comerciante, el astuto campesino negro, era un hombre cuerdo, un político que sabía apreciar los límites de lo posible.
Para desembarazarse del coronel, le hizo vagas promesas:
—Por supuesto, abordaremos el tema con el señor secretario general.
—¡No! Aporreará usted la mesa y dirá: ¡quiero primeramente la evacuación de todos los cascos azules!
Kimjanga, acompañado de La Ronciére, que no había parado de hostigarle, hizo el trayecto de Kipushi a N'Dola a bordo de su avión personal. Sus ministros seguían en otro aparato.
Lord Cornwell lo recibió al bajar del avión como un verdadero jefe de Estado y le saludó con su título oficial: «Señor presidente.»
Kimjanga miró con satisfacción a su alrededor. Unas treinta personalidades recorrían el tarmac[21] del aeropuerto de N'Dola.
Kimjanga imaginaba la escena que se produciría dentro de una hora. Avanzando despacio hacia el secretario general, le estrecharía la mano cortésmente, pero haciéndole sentir que saludaba a un enemigo vencido. No descuidaría interesarse por su salud; siempre hay que interesarse por la salud de un vencido, pues ha de sentirse mal. ¡Jamás de la de un vencedor! Lamentó que Lord Cornwell hubiese prohibido el acceso de los periodistas al aeródromo.
Él, Kimjanga, sabía que no era ni La Ronciére y su obstinación, ni el puñado de mercenarios que luchaban contra los cascos azules en E'ville quienes habían puesto de rodillas al gran blanco. El coronel y los suyos se hacían ilusiones de blancos. El muntu, la fuerza de vida del secretario general, se retiraba lentamente de él, en tanto que invadía el cuerpo generoso del presidente del pequeño Katanga, ¡quizá, mañana, el del gran Congo!
Únicamente los dioses decidían del muntu, era una de las grandes leyes secretas del mundo bantú.
Kimjanga era protestante y creía, desde luego, en Cristo, pero también en otros muchos dioses, infinitamente más próximos a los hombres y que se preocupaban sin cesar de su destino, de los actos más sencillos de su vida, de lo que debían hacer y de lo que estaba prohibido.
Eran ellos quienes hacían crecer la hierba y el mijo, escondían los metales en las montañas, hacían caer o retenían la lluvia. Eran los dispensadores de la fuerza de la vida, del muntu. El hombre que perdía su muntu, enfermaba y no tardaba en morir.
Tampoco debía olvidarse nunca a los bavidje, los antepasados muertos, y «todos aquellos que saben y que han empezado las cosas».
El Gran Dios descansaba, escuchando a sus ángeles que le referían los palabreos de los vivos, disfrutando plenamente de su poder y de su gloria sin intervenir en los asuntos de los hombres, lo cual habría turbado su serenidad.
Eran todos los pequeños dioses y todos los muertos amigos de los hechiceros, sensibles a los sacrificios, tolerantes y susceptibles, quienes distribuían a los hombres el bwanga, que los blancos, más simplistas, llamaban la suerte, sin preocuparse mucho, los muy necios, de quienes la daban.
El alto comisario británico tosió. Sumido en sus pensamientos, Kimjanga había olvidado responderle. Había que volver al mundo hueco, sin sustancia, de los blancos.
—Esta noche —dijo, con el énfasis de un político de barrio— celebramos la victoria de las fuerzas del derecho y de la civilización sobre las potencias del mal. El pueblo katangueño ha alcanzado esta magnífica victoria gracias a su valor indomable, pero, sobre todo, porque tenía el buen derecho a favor.
Lord Cornwell detestaba las largas parrafadas tanto como los vinos dulces, y soportaba a los negros con dificultad.
Se había esforzado mucho tiempo en comprenderles, tratando de descubrir las reglas y los móviles, que regían su vida. Incomprensibles y desconcertantes, esas gentes no respetan ninguna de las leyes que permitieron conseguir un mundo soportable. Para ellos, la palabra dada no existe: la mentira no es reprensible. Los más sensatos eran, a veces, atravesados por ondas de locura, como esos altavoces de pacotilla que de repente se estropean y emiten ruidos extraños.
Aquel africano, aquel Kimjanga que peroraba a su lado, le molestaba. El altavoz retransmitía sonidos audibles, pero Cornwell percibía detrás de ellos esos chisporroteos que demostraban que el aparato, de un momento a otro, sin motivo, iba a estropearse.
El alto comisario deploraba esta época curiosa en que un Lord británico se veía obligado a tratar a un Kimjanga en pie de igualdad. No era el color de su piel lo que le molestaba, ni su olor, sino sus modales, que no eran los de un gentleman.
El Foreign Office lo exigía. En Londres, se consideraba necesario prestar una ayuda discreta al presidente katangueño. La verdad era que su persona misma no contaba. Lo esencial era mantener un Katanga independiente que haría las veces de Estado tapón entre las Rhodesias y el resto de África. Kimjanga —tenía que reconocerse, sin embargo— había jugado bien su partida. Lord Cornwell consideraba que siempre debía anotarse en el haber de un jefe lo que habían hecho sus subordinados. ¿Acaso no era él quien había tomado el riesgo de escogerlos?
Pero encontraba desagradable estar, aquella noche, al lado de Kimjanga para asistir a la derrota de un hombre como el secretario general de las Naciones Unidas, al que sólo cabía reprocharle opiniones utópicas sobre el mundo y quizás algunas inclinaciones secretas, pero que compartían numerosos gentlemen británicos.
—Creo —dijo Smith—, que la ocasión se merece otro whisky.
La Ronciére hizo ademán de rehusar,pero el rhodesiano porfió:
—¡Vamos, old boy, diga que sí! Hemos conducido bien la partida y hemos ganado. «Esto se riega», como dicen en su tierra.
Los dos hombres se habían instalado en el bar, apartados de las personalidades oficiales.
—Es curioso nuestro oficio —observó Smith—. Hacemos todo el trabajo y, cuando está terminado, nos piden que desaparezcamos. Nos volvemos molestos. Así es que hay que saber retirarse dócilmente por el foro y cerrar el pico escuchando las toneladas de inepcias que se sueltan en el escenario.
Mostró con el pulgar, por encima de su hombro, a las personalidades reunidas en el tarmac.
—Mírelos: todos unos peleles bien lustrados. No han dado golpe durante estos cuatro días, y ahora se explican mutuamente cómo lo han arreglado todo, previsto todo, resuelto todo, gracias a su sutil política.
«¿Qué mosca le habrá picado? —se preguntó La Ronciére—. Debe de haberse tomado unos whiskies de más. A menos que...»
Se sonrió.
Smith seguramente tenía con sus superiores las mismas pegas que él con Kimjanga. El coronel alzó su vaso:
—Bebamos, mi querido Smith, a la salud de los peleles. Son ellos quienes conducen el mundo. Al menos, eso creen. ¿Por qué quitarles las ilusiones mientras nosotros manejemos los hilos?
Smith se echó a reír:
—Exacto. Bebamos por nuestro éxito. Por una vez, estábamos en el mismo bando y hemos hecho buen trabajo juntos.
—Sí —dijo La Ronciére—. Desgraciadamente, mi trabajo dista de estar terminado. Queda por hacer lo más difícil.
—¿Qué me está usted contando?
—Temo que Kimjanga se me escurra de las manos. Revienta de orgullo porque el secretario general acaba de ponerse a gatas ante él. ¿Se da usted cuenta? La encarnación del mundo blanco se arrodilla ante un tipo que, quince meses atrás, no era más que un comerciante en quiebra. Hace cinco días, Kimjanga se largaba en pijama, empujado a puntapiés en el culo por uno de mis ayudantes...
—Inflar un globo, crear un rey, ¿no era eso lo que usted quería?
—Sí, pero no basta. Kimjanga quizá no se da cuenta, pero sé muere de miedo ante el secretario general. Si el otro maniobra bien, puede darle la vuelta completamente. En su lugar, es lo que haría yo.
—¿Qué haría usted?
—Empezaría por halagarlo prodigándole buenas palabras. Tras lo cual, lo acogotaría haciéndole sentir que no es más que un jefecito de bandoleros al que se puede barrer de un papirotazo. Estoy persuadido de que Kimjanga no resistiría el tratamiento.
—¿Kim tiene confianza en usted?
La Ronciére titubeó, pues no lo sabía en absoluto. Se había percatado de que Kimjanga pasaba continuamente de un extremo al otro. El presidente se adhería siempre a la opinión del último que hablaba. Se creía haberle convencido y, dos horas después, apoyaba la tesis contraria. Era agotador.
—No sé si tiene confianza. Lo que sé, es que he tomado en mano ese asunto y que no dejaré sabotearlo en el momento que la victoria es nuestra.
Smith hacía tintinear el hielo en su vaso. Habló despacio:
—¿Puedo darle un consejo, querido Jean-Marie?
—Venga.
—Conozco bien este país, he pasado aquí cuarenta años de mi vida. Creo que pronto se encontrará usted en una posición difícil.
—¿Y por qué?
—Es usted un blanco, y ha alcanzado una victoria para un negro. Este negro no se lo perdonará jamás. A un blanco ya le costaría hacerlo. Cada vez que Kim le vea, recordará que le obligó a tomar decisiones a puntapiés en el culo, lo cual puede ser muy peligroso para usted.
—Creo que exagera usted. Kim, como usted dice, me necesita. Sabe muy bien que, sin mí y mis mercenarios, en estos momentos estaría pudriéndose. Cuando llegó el mensaje del secretario general, por poco me abraza. Le aseguro que parecía sincero.
—No se fíe demasiado.
El rhodesiano apuró su vaso.
—Toma, diríase que eso se mueve —dijo—. Vamos a verlo.
De golpe, todas las balizas azules de la pista de aterrizaje se habían encendido. Cesaron las conversaciones, como si acabasen de lanzar el primer cohete de unos fuegos de artificio. El director del aeródromo avisó a Lord Cornwell:
—El avión del secretario general, Sir. Acaba de. tomar contacto con la torre de control.
Kimjanga, con la cabeza levantada, miraba hacia el Este, acechando entre las estrellas las luces de posición del aparato. Las estrellas permanecían inmóviles como la sabiduría de los negros. Las estrellitas de los blancos prendidas en las alas de una máquina inestable no paraban nunca de parpadear, verdes, rojas..., inquietas, amenazadas..., como el imperio de los blancos, que perdía cada día un poco más de su muntu. Los blancos perdían el gusto, y, por tanto, la fuerza de Vivir.
El leve ronroneo de los motores se amplificó. Se distinguía netamente la silueta del «DC 6», recortada en negro sobre el cielo claro.
El avión sobrevoló la estación aérea y se dirigió hacia el Oeste.
—¿Qué hace? —preguntó Kimjanga—. ¿Por qué no toma tierra?
—Todo va bien, señor presidente —respondió el director del aeródromo—. El aparato dará media vuelta a una decena de kilómetros y volverá para posarse cara al Este.
Miró su reloj:
—Son las doce y diez. Estará en la pista dentro de diez minutos.
Las personalidades se habían agrupado en torno de Kimjanga y de Lord Cornwell. El oficial que mandaba la guardia de honor rectificaba la formación de sus hombres. Se oía el roce de las botas y el ruido sordo de las culatas sobre el cemento.
Kimjanga miraba nerviosamente su reloj. Las doce y veinte, y el aparato no se avistaba aún. Lord Cornwell miró fijamente al director del aeródromo:
—¿Qué sucede?
El director parecía turbado:
—Subo a la torre de control.
Al cabo de diez minutos, volvió; tenía pálido el semblante.
—Es curioso, señor alto comisario; la torre ha perdido completamente el contacto con el avión. Lo llamamos desde hace diez minutos sin obtener respuesta. El último mensaje ha sido recibido a las doce y diez, cuando el aparato pasaba sobre nosotros.
—¿Qué decía?
—Pedía permiso para aterrizar. El controlador le ha comunicado la presión atmosférica y le ha ordenado bajar a dos mil metros. El piloto ha acusado recibo. Después, nada más.
—Es extraño —constató Lord Cornwell—. ¿Qué piensa usted de eso?
—No sé, Sir. Quizás ha virado más lejos del punto previsto, pero eso no explica el silencio de su radio.
Reflexionó un instante:
—No hay más que una explicación: es posible que el secretario general esté comunicando con la sede de la ONU en Léopoldville y que quiera terminar su conversación antes de aterrizar.
—Quizá —dijo Lord Cornwell—. ¡Esperemos!
Miró su reloj: eran las doce cuarenta. Kimjanga, con los dientes apretados, seguía contemplando el cielo en el punto donde debía aparecer el avión.
A la una de la madrugada, el director volvió a la torre de control. Reapareció inmediatamente:
—¿Qué ocurre? —preguntó nerviosamente Kimjanga.
—Nada todavía.
—Señor presidente —dijo Lord Cornwell—, pienso que es inútil aguardar más tiempo. El secretario general probablemente ha cambiado de parecer. Supongo que ha renunciado a aterrizar en N'Dola y que se dirige hacia Elisabethville. Encuentro curioso que no haya tenido la cortesía de informarnos de ello.
Kimjanga ya no se controlaba. ¡Infligirle una afrenta semejante delante de aquellos blancos que se ocultaban para burlarse! Todos los blancos eran cómplices a través del vasto mundo. El presidente se ahogaba de rabia. Aquella humillación brutal tras tanta esperanza le ponía enfermo. Con el puño alzado al cielo, echaba espumarajos:
—¡Canalla! ¡Innoble individuo! Me vengaré... Me las pagará... ¡Hacerme eso, a mí!
Lord Cornwell intervino:
—Señor presidente, le sugiero que vuelva a su hotel. Le haré avisar tan pronto tenga noticias.
Alelado, casi tambaleante, Kimjanga se dirigió hacia su coche. La Ronciére se le acercó, pero, volviéndole brutalmente la espalda, se metió en su «Cadillac».
Lord Cornwell, pese a la complicación que le traería aquel cambio de actitud del secretario general, no estaba descontento de la lección que acababan de dar a Kimjanga.
—¿Qué piensa usted de eso? —preguntó Smith a La Ronciére.
El coronel se encogió de hombros:
—¿Qué quiere usted que piense? Su jefe probablemente tiene razón. El secretario general ha cambiado de parecer.
—¿Por qué ha cambiado de parecer? ¿Habría novedad?
—¿Yo qué sé? Espero que el avión no se haya reto la crisma. Porque con seguridad nos acusarían de haberlo derribado.
Desde hacía algunos minutos, una sorda inquietud comenzaba a apoderarse del coronel. Sabía que tras haber solucionado el problema de los prisioneros irlandeses de Jadotville, Bongo se había dirigido a Kolwezi, donde el «Fouga» estaba estacionado. ¿Habría dado orden a Berthot de abatir el avión del secretario general? Bongo había sido mantenido al margen de los tratos con la ONU, porque Kimjanga, como buen político, quería reservarse el triunfo para él solo. ¿Acaso sabía que su ministro era resueltamente hostil a las negociaciones? Con Bongo, todo era posible. Pero no, era inteligente; pese a todo, no habría corrido un riesgo semejante.
—¿Está usted seguro de que su «Fouga» no vuela esta noche? —preguntó Smith.
La Ronciére pegó un respingo:
—¡No diga usted burradas!
Se dio cuenta de que casi gritaba. En el tarmac, varias personas se habían vuelto y le miraban con sorpresa.
—Si ha habido un atentado —continuó en voz baja—, tanto podría provenir de sus «ultras», Smith, como de los míos. No faltan entre ustedes colonos que sirvieron en la RAF, para quienes el secretario general no es santo de su devoción. Seguramente han trabado amistad con los pilotos. Uno de ellos ha podido robar un avión... y volverlo a dejar...
—Imposible, nuestros pilotos son más disciplinados que los vuestros o menos aventureros. Es una de las razones por la cual Rhodesia nunca será una nueva Argelia. Cuando he bebido demasiado, a veces se me ocurre lamentarlo. Es disculpable. He nacido aquí.
La Ronciére dejó bruscamente a Smith y subió a su coche. Era la una y media. Acababan de apagar las luces de la pista. A quince kilómetros, en el sitio exacto donde el reglamento prescribía al piloto virar, los restos desparramados del «DC 6» ardían en la maleza[22].