Prólogo del autor

Nuestras clases rurales son el nervio de México, el producto más directo y genuino de los diferentes factores que van unificando a nuestro pueblo. En cuanto a lo físico, representan la fusión de diversas razas indígenas y europeas; pero carecen de semejanza moral determinada con unas u otras, y muestran vida, tendencias y costumbres originales. Rota la tradición colonial, no procuran ellas, ni aun piensan imitar usos extranjeros, que ignoran; a la vez que, divorciadas del tipo aborigen, nada tienen de común con su inercia, ni con su obstinación, ni con sus rencores reivindicativos que lo informan. Esas clases son la planta nueva brotada al calor de nuestro sol y al influjo de nuestro clima, el aluvión de las múltiples razas que han ido depositando en nuestro territorio su limo fecundante.

En hora buena que sean nuestras ciudades copia más o menos remota de las capitales europeas y norteamericanas, con su cortejo de ideas, costumbres, ciencias y artes importadas del exterior; nuestros campos, en cambio, son la nación joven, que se va formando después de nuestras revueltas políticas, como encarnamiento sano y rozagante en herida ancha un tiempo y dolorosa. Sobre esa base firmísima, exuberante, de creencias y de fuerza, ha de levantarse el edificio de nuestra grandeza futura, coronado por la civilización de los tiempos.

En los momentos que corren, hay entre esas clases una gran pasión que las domina y avasalla, y que así las lleva al trabajo, como las empuja a la lucha: el amor al suelo, a la madre tierra. Siempre fue adorador de ella el campesino; pero ese amor tiene algo de extraordinario hoy día entre nosotros, algo de épico y primitivo, casi pudiera decirse de feroz. Las disputas a que da origen con harta frecuencia, producen hondas perturbaciones entre la gente rústica, y suministran argumentos llenos de interés para quien las observa de cerca o fielmente las describe.

De la pintura de tales escenas pueden nacer revelaciones de la mayor importancia, y entre otras, la de nuestro modo de ser nacional íntimo y profundo. Los exámenes veraces de la conciencia social dan siempre buenos resultados. De paso, en medio de la obra, tropieza el observador con vicios profundos que entran en el cuadro de la narración. Presentados en esta forma a los ojos del público, quizás conmuevan y afecten, provocando en los ánimos el deseo de verlos extirpados. Así fue como Mrs. Beecher Stowe produjo en los Estados Unidos del Norte una reacción salvadora contra la esclavitud, con su novela Uncle Tom’s Cabin; así fue también como Carlos Dickens contribuyó poderosamente en Inglaterra a la abolición de la prisión por deudas con Pickwick Papers, a la reforma de las escuelas primarias con Nicholas Nickleby y a la protección de los niños desamparados con Oliver Twist.

Cierto que el arte debe vivir por el arte y sin propósitos docentes; pero también lo es que en la pintura exacta de la vida, aparecen las fealdades sociales como cristalizadas, cogidas en flagrante delito de deformidad. ¡Y cuántas veces esa sola pintura trae por consecuencia su aborrecimiento y su proscripción!

El difunto Liceo Hidalgo, que de Dios goce, consagró años ha algunas de sus sesiones a discutir si México debería tener o no una literatura especial. Si la memoria no nos es infiel, don Francisco Pimentel y Heras y don Ignacio M. Altamirano fueron los corifeos de una y otra tesis, y se engolfaron con tal motivo en eruditísimas discusiones, haciendo votos el segundo por una literatura netamente nacional y el primero por la continuación de la hispana. El debate quedó irresoluto, y después de aquella sazón, nadie, que sepamos, ha vuelto a provocarle.

No seremos nosotros quienes soplen sobre esas cenizas para avivar alguna chispa latente, pues pertenecemos al número de los que juzgan posible una transacción entre tan opuestos extremos. Nuestra literatura, en cuanto a la forma, debe conservarse ortodoxa, esto es, fidelísima a los dogmas y cánones de la rica habla castellana. No por esto, con todo, ha de prescindir de su facultad autonómica de enriquecerse con vocablos indígenas, o criados por nuestra propia inventiva y como resultado de las poderosas corrientes de carácter, naturaleza, clima y temperamento que nos son exclusivas; pero aun en esas mismas novedades, hemos de procurar no apartarnos del genio de la lengua materna, y de no romper sus clásicos y gloriosos moldes. Sería una demencia renegar de tan ilustre abolengo y abrir un abismo entre nosotros y la edad de oro de la literatura española. En la Península Ibérica, donde se conserva viva la tradición de los siglos XVI y XVII, y donde hay tantos autores eminentes que cultivan el idioma con profundidad de sabios o con finura de artistas, están, hoy por hoy, a no dudarlo, la pauta y el modelo del buen decir. Los latinoamericanos no debemos perder de vista las obras maestras que de allá nos llegan, sino acercarnos a ellas cuanto nos sea posible por la pureza de la expresión y por la belleza de la frase. ¿Quién puede negar a don José M. de Pereda ser el primer hablista del mundo hispánico, una especie de Cervantes redivivo, capaz de transportar la mente del lector a los tiempos en que, con pasmo general, apareció Don Quijote? ¿Quién puede disputar a don Juan Valera su aticismo encantador, su ingenio felicísimo y la galana e impecable corrección de sus cláusulas? ¿Quién a Pérez Galdós y a la Pardo Bazán el ser maravillosos en el manejo del idioma?

Nuestro origen, pues, la gloria de las letras españolas y el deseo de progreso, deben mantenernos siempre fieles tanto al genio y pragmáticas de nuestra lengua, como a la marcha seguida por los grandes hablistas de nuestra antigua metrópoli.

Mas, por lo que ve a su misma sustancia, conviene que nuestra literatura sea nacional en todo lo posible, esto es, concordante con la índole de nuestra raza, con la naturaleza que nos rodea y con los ideales y tendencias que de ambos factores se originan. Líbrenos Dios de pretender, con tal motivo, que nos encerremos en el estrecho círculo de nuestros horizontes y que convirtamos la literatura en menguada patriotería. Bien sabemos que la mayor parte de los asuntos que caen bajo el dominio del arte, como el amor y el dolor —polos eternos de la poesía— son cosmopolitas y no patrimonio de un pueblo o de una raza determinados. Lo único que con esto queremos significar es que debemos fijar más de lo que solemos la atención en nuestras cosas, y hacer sentir con mayor energía en nuestras creaciones la influencia de nuestro propio temperamento.

Los mexicanos, hasta aquí, hemos sido excelentes imitadores; pero inventores pobrísimos. Acogemos con prisa las modas que de fuera nos llegan, no sólo en trajes y en costumbres, sino hasta en ideas y sistemas, y procuramos sacarnos el pie adelante los unos a los otros en cuanto a parodiar más pronto y bien las novedades extranjeras. Por no salir del terreno meramente literario, prescindimos de demostrar la observación con ejemplos tomados de la legislación, de la política o de los usos sociales: en cuanto a las letras, a nadie se le oculta que las nuestras, salvas honrosas excepciones, no son más que una triste parodia de las trasatlánticas, principalmente de las francesas. Testigo de ello es nuestro descabellado decadentismo, que no tiene razón de ser entre nosotros, pues, como pueblo nuevo que somos, no hemos llegado todavía a los extremos de degradación o de refinamiento que esa novedad presupone. Compréndese el decadentismo en las viejas naciones de civilización cumplida, donde los resortes de la sensibilidad, gastados por el uso y el abuso, necesitan procedimientos sutiles y exquisitos para funcionar; pero no en una sociedad incipiente, donde la cultura es sólo parcial y tiene a su favor la frescura y la fuerza de la juventud. El decadentismo es menos que una escuela literaria, un estado síquico especial, y no puede falsificarse.

Dominados por la magia de los libros europeos, nuestros poetas y novelistas hacen poesías y novelas de puro capricho, sobre asuntos extraños a la realidad de nuestra vida y de nuestras pasiones actuales, produciendo así creaciones falsas, que ni corresponden aquí a nada verdadero, ni copian tampoco, sino deformado y monstruoso, lo exótico y refinado. Convertir a México en un París minúsculo y prestarle a fuerza de artificio las excelencias, bajezas, vicios y virtudes de la capital francesa, es el afán harto trasparente de no pocos de nuestros mejores ingenios, pues se empeñan en ser elegantes y voluptuosos como Musset, solemnes y paradójicos como Víctor Hugo, obscenos como Zola, y limadores desesperantes de la frase como Flaubert y los Goncourt. Cada escritor tiene su tipo al tenor de los enunciados, y procura imitarle a pie juntillas, y a salga lo que salga. Así es como se fantasean en nuestra República mundos que no existen, refinamientos, pasiones, cansancios y desesperanzas que no nos corresponden; y así se producen obras que suelen no tener en su abono ni el encanto de la verdad, ni el de un arte senil pero consumado.

La forma hermosa debe, ya se ve, ser imitada por lodo escritor que aspire a perfeccionarse; pero no los estados de alma —como dice Bourget— no las situaciones síquicas privadas o públicas de los individuos o de la sociedad. Cada pueblo tiene causas peculiares que fijan su modo de ser, y a cada etapa de la civilización corresponde el desarrollo de determinadas fibras vitales.

Absurdo fuera exigir a todo escritor ser un genio y echar por caminos desconocidos; pero no lo es pedirle que sea sincero y que convierta sus obras en espejo fiel de pasiones y ensueños verdaderos. No hay razón para desdeñar el medio en que vivimos —asaz hermoso, a Dios gracias— y para pagarnos únicamente de panoramas y escenas distantes. Aunque no tengamos por acá, sino a título de excepción exótica, refinados bulevarderos, nobles tronados, grande damas casquivanas, Nanás corrompidas, palacios opulentos y trenes a la Daumont; poseemos en cambio otras mil cosas dignas de ser observadas y de servirnos de numen para cantar amores, angustias y júbilos con acento palpitante de vida y de verdad. La belleza es múltiple y brilla por donde quiera, hasta en el estado primitivo, hasta en los paisajes más tristes y estériles.

Lo único que necesitamos para explotar los ricos elementos que nos rodean, es recogernos dentro de nosotros mismos y difundirnos menos en cosas extrañas. Nuestra vida nacional está aún tan poco explotada por el arte, como nuestra naturaleza por la industria; todo es virgen entre nosotros, las selvas y las costumbres, la tierra material y el mundo moral que nos rodea. Nuestras costas ubérrimas, elevadas serranías, inmensas llanuras, ricas florestas y brillantes celajes esperan todavía el pincel emocionado que los copie, la pluma elocuente que los describa. Lo mismo puede decirse de nuestra dramática población, compuesta de indígenas melancólicos, soberbios europeos y mestizos astutos. Los vicios, pasiones, tendencias y virtudes que les son peculiares, necesitan artistas inspirados que los retraten, y sepan explotar para sus creaciones esta época interesante de transición que vamos atravesando. Hoy por hoy, viejos hábitos perecen en torno, se establecen usos nuevos y todo se vuelve crisis a nuestra vista: choque de intereses y combate de aspiraciones —el caos que precede al orden y a la belleza. Así sucede a la continua, cuando en el laboratorio de la historia hierven y se confunden elementos disímiles destinados a amalgamarse en un gran pueblo.

1898