III

Era la habitación de Gonzalo una sala de altos muros enjalbegados al estilo campestre, con vigas fuertes y rectas, y en el fondo, dos ventanas con vista a la contigua sierra. En un rincón la cama de madera, cubierta con pabellón de ligeras cortinillas, para evitar el ataque de los mosquitos; a un lado un piano vertical; al otro un estante de libros; en medio, una mesa de carpeta verde con recado de escribir y periódicos; y por los rincones, lucida colección de armas, rifles de Remington, escopetas de caza y espadas en vainas de cuero. Junto al lecho, clavado en el muro, un hermoso crucifijo guatemalteco de atrevida estructura, violáceo y acardenalado el cuerpo, contraídos y salientes los músculos, desgarradas las espaldas, medio velado el desfallecido rostro por la profusa y desordenada cabellera y bien hincadas en la frente las agudas espinas de la corona tinta en sangre bendita.

Sobre el buró, y aprisionado en elegante marco de peluche azul, el retrato fotográfico de una joven hermosa.

Todo clamaba en aquella estancia juventud e ilusiones.

Hallábase Gonzalo en la época feliz en que se sueñan mundos de dicha; en que se ven alegre y risueña la luz, llena de encantos la existencia, buena la humanidad y fácil de conquistarse la gloria; y en que el corazón emocionado palpita como parche guerrero que bate marcha triunfal.

No bien entró el joven en su cuarto, cerró tras sí la puerta, y, tomando el retrato, fuese a contemplarle buen espacio cubriéndole de besos apasionados. Era el de Ramona, la hija de don Miguel; la amada de su corazón, la adorada de su alma. No recordaba desde cuándo la conocía; desde que tuvo uso de razón hallóse cerca de ella, y creció a su lado natural y dulcemente, como si hubiera sido su hermano. Parecíale verla ahora mismo, todavía pequeña, vestida con trajecitos blancos, siempre blancos como la nieve. Ramoncita, a pesar de sus pocos años, nunca los ensuciaba; era admirable cómo andaba siempre limpia. Parecía que no entraba en contacto con los cuerpos, según se conservaba de nítida. Era la admiración de todos. ¿En qué consistía que Ramoncita no se manchaba nunca? Los demás niños de su edad, apenas vestidos de limpio, quedaban hechos una lástima, llenos de lodo y tierra, y cubiertos de lamparones de pies a cabeza; sólo ella salía de la gresca infantil, radiante de blancura. Aquel fenómeno exterior estaba en perfecta armonía con su modo de ser interno, dulce y casto. No recordaba Gonzalo haberla visto una sola vez alterada ni violenta, ni había observado en sus ojos o en sus palabras, algo que no fuese el más puro candor y la más angelical inocencia. La dulzura y bondad de su alma irradiaban en torno con tan vivos fulgores, que todo lo vencían y sojuzgaban. Donde quiera que se presentaba, tenía su lugar aparte. De niña, la respetaron las demás niñas; de joven la respetaron cuantos la rodeaban. Las risas descompasadas, las palabras mal sonantes, las murmuraciones, todo lo irregular y excesivo parecía como que se avergonzaba de presentarse delante de ella; a su llegada a cualquier reunión donde hubiese conversaciones poco convenientes, abandonábanse por instinto los asuntos escabrosos, y tomaba la plática giros más moderados. ¿Por qué? Nadie se lo explicaba, pues Ramona, lejos de ser imperiosa, hipócrita y taciturna, era de una suavidad extremada, sencilla y natural en el trato, alegre y comunicativa en palabras. Sólo que todo lo hacía con tal asiento y reposo, con tanta modestia y blandura, que daba pena, sin comprenderlo, ser rudo y malévolo delante de ella; era feo y antiestético ofrecer el contraste de lo peor, en presencia de aquella naturaleza tan santa. Cuando, por excepción, oía palabras duras contra alguna persona, salía luego a la defensa del ausente; pero con tanta moderación, que no había medio de replicarle, porque sus frases no servían tanto para demostrar la injusticia del ataque, cuanto la inagotable bondad y nobleza del corazón de la defensora.

Los padres de ambos jóvenes habíanlos acostumbrado a verse y tratarse con la casta intimidad de la familia; y en mejores días, cuando aun no eran ricos y estaban ligados por vínculos de sincera amistad, llegaron, acaso, a pensar en la conveniencia de que se amaran aquellos niños, para que sellasen con su eterna unión, las protestas de leal afecto que aquellos se habían hecho tantas y tantas veces. ¡Cuántas don Miguel había dicho a Gonzalo: «Para mí no hay diferencia entre Ramona y tú; los dos son mis hijos!». Don Pedro por su parte tenía adoración por la niña. Como era a la vez su tío y padrino, y amigo de su padre, veíala con doblada ternura, y, tanto como a Gonzalo, habíale comprado golosinas y juguetes cuando chicuela, y más tarde, joyas y trajes, para los días terribles y fiestas del año. Llamábala Monchita por cariño, porque Gonzalo así la decía cuando pequeño, porque no podía pronunciar el nombre con claridad.

Preparadas así las cosas, Ramona y Gonzalo habíanse amado sencilla e inconscientemente, al impulso de las circunstancias y de sus inclinaciones naturales, como barcas llevadas por corriente mansa, entre vegas floridas y risueñas márgenes. Llegada la adolescencia, cuando comenzaron a despertarse en sus almas los pensamientos amorosos, como las aves del bosque al despuntar de la aurora, fuese haciendo más intenso el afecto que los ligaba, aunque no aclarado e inconfeso. Quizás hubiéranse deslizado largos años de esta manera, sintiendo mutuamente los jóvenes que se querían, pero sin decírselo, por ser cosa habitual y sobreentendida, a no haber intervenido una circunstancia casual, que los obligó a poner los puntos sobre las íes, como suele decirse. Gonzalo, mayor que Ramona como cuatro años, tenía diez y seis por entonces. Comenzaba a cambiarle la voz atiplada de niño, en acento varonil, bronco y grueso, con gran diversión de Ramona, que lo bromeaba por los gallos que soltaba a cada paso. Principiaba a acentuársele el vello en la cara, semejante al de los albérchigos maduros: estaba crecidito, vestía trajes de hombre formal y montaba caballos briosos. Vino de la ciudad a pasar vacaciones en Citala, y no hacía más que pasarse los días muertos en la casa de don Miguel. Doña Paz, cuya índole guardaba perfecto acuerdo con su nombre, y que lo quería entrañablemente, lo recibía con muchísimas mieles; pero don Miguel se mostraba serio y lo trataba con alguna sequedad. Gonzalo se hacía el sueco y continuaba como si tal cosa. Pero he aquí que el día menos pensado se encontró con que don Miguel lo aguardaba a la puerta de la casa y lo hacía entrar en su despacho.

—Habrás observado —le dijo— que me muestro serio contigo desde hace días.

—Sí ¿por qué, tío don Miguel?

—Porque has crecido mucho y debes conducirte con mayor discreción. Es verdad que te quiero como a mi propio hijo; pero esto no quita que seas sólo mi sobrino político. Quería hablar con tu padre sobre esto; pero he preferido decírtelo a ti para evitar sentimientos.

—No comprendo —repuso el mancebo.

—¡Hombre, pues hay que decirte las cosas claras!

—Sí, señor, si usted me hace el favor…

—¿No comprendes que Ramona está también hecha una mujercita y que no conviene que te vivas en mi casa?

—Pero esto no es nuevo; nos hemos criado como de la familia.

—Es verdad, mas habiendo cambiado los tiempos, deben cambiar las costumbres. Quiero evitar las críticas del pueblo. No falta quien se chunguée conmigo dándome bromas que me lastiman.

—¿De modo que ya no quiere usted que venga a su casa?

—No digo tanto; sino que no te vivas en ella. Ven menos: por ejemplo, una vez al día; en la mañana o en la tarde, tú sabrás a qué horas, acompáñanos a comer únicamente jueves y domingos, y el resto del tiempo, pasea, visita a otras personas, monta a caballo y sal al campo.

—Está bien, señor.

—Oyes, me vas a hacer el favor de no decirle nada a tu padre; no quiero que se moleste conmigo.

—No tenga usted cuidado.

Diciendo esto el joven se dirigió a la calle.

—No —le dijo don Miguel, empujándolo al interior de la casa—; que comience el arreglo desde mañana.

Entró Gonzalo en la sala, donde se hallaban Doña Paz y Ramona, bordando inclinadas sobre altos bastidores. En lo marchito y agobiado de su fisonomía y en el obstinado silencio que guardaba, echáronle de ver la tristeza.

—Algo tienes, Gonzalo —le dijo doña Paz con tono maternal.

—No, señora, no tengo nada.

Pasado un rato, observó Ramoncita:

—De veras, mamá, algo tiene Gonzalo; está muy extraño.

—No lo creas —repuso éste.

Como el silencio continuó a pesar de los esfuerzos de la madre y de la hija, la niña, con la voz musical que había recibido de Dios, le preguntó rotundamente.

—¿Qué te pasa? Si no nos lo dices, nos vamos a poner furiosas mi mamá y yo. Y clavó en los ojos del joven los rayos de sus dulces y serenas pupilas, donde había una interrogación envuelta en una súplica.

Gonzalo no pudo resistir, y después de haberse asomado a la puerta para persuadirse de que no lo oía don Miguel, refirió la escena que había acabado de pasar.

—¿Qué le habrá sucedido a papá? Es muy raro… —observó Ramona.

Doña Paz se había puesto pensativa.

—Miguel hace siempre lo mejor —dijo—. No había yo caído en la cuenta; pero la verdad es que tiene razón. Puedes estar seguro, Gonzalito, de que no lo ha hecho porque te tenga poco cariño, pues te quiere mucho; sino sólo por evitar críticas.

—¿Pero críticas de qué, mamá? —preguntó Ramona ingenuamente.

—De nuestro modo de conducimos.

—No hacemos nada malo.

—Ya se ve que no; pero, como dice el adagio, vale más hacer cosas malas que parezcan buenas, y no buenas que parezcan malas.

—Bueno, mamá; pero para eso es necesario hacer algo que parezca malo…

—Como lo hacemos nosotros.

—¿Cuándo? ¿cómo? —preguntó Gonzalo.

—Niño, con esto de que te pases todo el santo día con nosotros. ¿Te parece poco?

—¡Pues si esta casa es como mía!

—Pero ahora no son ustedes ya unos chiquillos como antes. Tú y Ramona comienzan a ponerse formalitos.

—Es lo que me dijo mi tío… ¿y qué?

—Qué pueden decir de ustedes…

—¿Qué pueden decir, mamá?

—Vamos, pueden decir que son novios.

—¡Qué atrocidad! —exclamó la niña poniéndose roja como amapola—. Eso no es cierto, ¡ni quien lo piense!

Gonzalo se quedó confuso, sin saber qué decir.

—Y de Miguel y de mí —prosiguió la buena señora— pueden decir que somos padres consentidores.

Los adolescentes guardaron silencio, abrumados a su pesar por la justicia de la observación.

—Así es que están muy bien las cosas como Miguel las ha arreglado. Vienes todos los días —dirigiéndose a Gonzalo—, nos haces una visita, y santas pascuas. Jueves y domingos te quedas a comer, y hacemos días de fiesta; pero los otros… te retiras un poquito, y les cerramos la boca a los maldicientes.

—Bueno —repuso el joven— todo se hará como ustedes lo quieran; pero no por satisfacer a la gente, sino a ustedes…

—Hazlo, y que sea por una cosa o por otra, tanto da.

De allí a poco se despidió Gonzalo.

No pudo conciliar el sueño aquella noche, preocupado con lo que le acababa de pasar.

¿Quién se había de figurar —pensaba— que fueran tan malignas las gentes que sospechasen que su amistad con sus tíos y con su prima fuese interesada? ¿No sabían que sus padres eran amigos íntimos? ¿Que Doña Paz era su tía? ¿Que Ramona era su prima? ¿No los habían visto siempre juntos, desde muy pequeños, como formando una sola familia? ¿Por qué, pues, sospechaban de su trato? ¡No cabía duda: la sociedad era muy mala!

Por cierto que nunca le había pasado por las mentes que Ramona pudiera ser su novia. Es verdad que la quería; pero con absoluto desinterés, como si fuese hija de sus propios padres. Por otra parte, estaban todavía muy jóvenes para pensar en esas cosas. Era preciso que acabasen de crecer, para que luego se ocupasen de embelecos y amoríos. Y de aquí a entonces, ¡sabe Dios qué sucedería! Tal vez él se prendaría de alguna otra guapa chica, de tantas como había en la capital; como la hija de su maestro de inglés, por ejemplo, que era una jovenzuela de lo más gracioso y zandunguero que había conocido. ¡Al fin hija de yanqui y de mexicana! ¡Qué preciosa resulta la mezcla de nuestra sangre ardiente y morena, con la gélida y color de grana de nuestros vecinos de allende el Bravo! Y por cierto que Fanny —así se llamaba la hija de su maestro—, le echaba unos ojos que, vamos, sin jactancia, podía asegurar que eran de invitación amorosa… Y por lo que hace a Ramona, bien podría ser que se enamorara de otro joven… ¿Pero, de quién? ¿Quién estaría abocado para ello?… Y se puso a pasar en revista a todos los mancebos conocidos de Citala y de las cercanías. ¿Joaquín Méndez, el hijo del presidente del Ayuntamiento? No, era demasiado viejo para ella. ¡Cómo que había cumplido ya los veinticinco años! ¿Enrique Terán, el sobrino del señor cura? Ni pensarlo; era un monago tímido, consagrado a ayudar misas y a apuntarles el sermón a los predicadores. ¿Francisco Mata, el sobrino del dueño de la tienda de la «Gran Señora»? Tampoco; era un borracho, un perdido, no podía ser del agrado de Ramona… Siguió recorriendo la lista de sus amigos de más viso y al fin se detuvo lleno de sobresalto: se había acordado de Luis Medina. ¿Luis Medina? Sí, él podía ser. En aquel momento se le representó Luis al vivo, como si le tuviese delante. ¡Qué bien presentado era! Tenía cutis de blancura mate, y tan fino como el de una dama aristocrática. Sus ojos color de acero lanzaban reflejos luminosos; destellos, sin duda, del singular talento con que lo había dotado la naturaleza. Hermoseábale la cabeza dorada melena sobriamente rizada, cuya belleza era popular en el pueblo. El fino bigote, que engomaba y retorcía airosamente hacia los extremos, dábale el aspecto más pulcro y elegante que fuese dable imaginar. Era un todo vivo trasunto de los guapos caballeros de las ciudades; finos, delicados, correctamente vestidos, deliciosos en el trato y galanes y corteses en amores.

Luis era hijo del español don Agapito Medina, propietario de la hacienda de la Sauceda, ubicada junto a Citala, al otro viento del Palmar. Habíale mandado a España don Agapito desde pequeño, para que hiciese allá sus estudios, y había vuelto de edad de diez y ocho años, convertido en un gallardo mozo, por el cual se desvivían las jóvenes casaderas de Citala. Y no por eso era soberbio, ni fatuo. Por sus modales bondadosos y sencillos, hubiérase creído que jamás había salido del lugar; sólo su pronunciación silbante y correcta, al uso de Castilla, recordaba que había pasado largos años fuera, no sólo de Citala, sino de la República.

Hacía memoria Gonzalo de que una tarde, paseando a caballo por las calles del pueblo en compañía de Luis, había observado que éste procuraba dirigir la marcha con frecuencia rumbo a la casa de Ramona, y que, durante su conversación, varias veces le había hablado de ella y de su familia, pidiéndole pormenores de su carácter y costumbres con interés especial. Al oscurecer, conforme llegaban él y su amigo a la vista de la casa de la joven, asomáronse a la ventana Doña Paz y Ramona, y él, Gonzalo, hincando las espuelas a su caballo grullo, había ido a saludarlas con el sombrero en la mano. Entonces les hizo la presentación de Luis, su mejor amigo, y éste, a pesar de su mucho trato y envidiable desplante en todas ocasiones, se puso muy encendido, y balbuceó con torpeza las frases sacramentales que en esos casos se emplean. Tal circunstancia llamó la atención a todos. Gonzalo se preguntó qué le pasaría a su amigo que se había vuelto tan corto, y Ramona lo objetó al día siguiente:

—¿No decías que no había en el pueblo persona tan animosa y cortesana como Luis Medina?

—En efecto; así es, Ramona.

—¡Qué ha de ser! ¡Si parece un colegial! ¿No viste anoche cómo se le encendieron las orejas cuando nos lo presentaste?

—Es caso raro, nunca le pasa.

—Pues ¿por qué sería?

—Cosas del humor. Unas veces está uno por no tener vergüenza, otras se vuelve muy huraño… A todo el mundo le sucede; pero ya te digo, es persona de sociedad, en la extensión de la palabra.

—Y por cierto que es muy simpático —había opinado Doña Paz ingenuamente.

—Ésa es otra cosa —había proseguido Ramona—; no se puede negar que es el más buen mozo del pueblo.

—No tanto —había replicado él, contrariado sin saber por qué.

—No tanto —había repetido Doña Paz riendo—; tiene razón Gonzalito. ¿Luego él dónde se queda?

—Yo no decía nada de Gonzalo —había contestado la niña—; me refería a los demás jóvenes.

Desde aquel día, Gonzalo había sentido secreta e inexplicable repulsión hacia Luis. Procuraba reprimirse y no darla a conocer; pero sin poderlo remediar, frecuentó menos su trato, y nunca volvió a llevarlo cerca de la familia de don Miguel, a pesar de las instancias del joven. Se había excusado con diferentes pretextos, ora fingiendo un negocio urgente que lo obligaba a marcharse, ora asegurando falsamente que las señoras no estaban en casa, o bien haciendo aparecer a don Miguel como un ogro, incapaz de recibir cortésmente a ningún mozalbete que se personase en su casa.

Todo esto se le presentó al vivo a Gonzalo aquella noche de insomnio; de suerte que, al pronunciar mentalmente el nombre de Luis Medina, como el de un novio posible de Ramona, experimentó una desazón inmensa, mezcla de susto, rabia y dolor. Esta sensación indújole a analizar con mayor cuidado sus afectos. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no quería que su amiga de infancia tuviese amores con nadie? ¿Por qué le había cogido ojeriza a Luis Medina, que era tan bueno, amable y solícito? ¿Tendría razón la gente del pueblo? ¿Estaría prendado de su prima?

El examen de su conciencia no fue dilatado. A poco de hacer una batida por las selvas de su pensamiento, y una exploración por los escondrijos de su alma, vio aparecer clara y distinta, entre el mundo de sus ideas y el abismo de sus sentimientos, la imagen dulcísima del amor. ¡Del amor! Astro radiante que todo lo ilumina con su luz, y todo lo anima con su llama; del amor, rey del universo, estrella del polo, nervio y fuerza de la vida; del amor, que, cuando se eleva por vez primera en el cielo del espíritu, todo lo transforma y encanta, como si atizase el foco del sol y multiplicase el número de los astros; como si avivase el color de las flores y prestase nuevos celajes a la aurora; como si diese a los pájaros trovas más dulces y pusiese en el susurro del céfiro y en el murmullo de las fuentes música más blanda y arrobadora. Amaba a su prima con un afecto hondísimo, que había ido creciendo oculta y silenciosamente desde la infancia, sin que le fuese dable averiguar el instante primero en que le hincó el primer harpón y le dirigió la primera flecha. ¿Cómo no lo había comprendido antes? Aquella infinita alegría que lo embriagaba siempre que se hallaba a su lado; aquella delicia con que oía su voz, y miraba sus ojos, y seguía estático sus pasos y todos sus movimientos; aquella necesidad imperiosa de estar a su lado, que a todas horas sentía; aquella tristeza profunda que lo embargaba, y aquella ansia por volar a donde se hallaba ella, que lo cogía cuando se encontraba lejos ¿qué querían decir, sino que amaba a Ramona de veras, con arrebato, como los ojos la luz y los labios sedientos el agua fresca y cristalina? Ahora comprendía el por qué de tantas y tantas escenas cuyo significado no había antes llegado a penetrar. Explicábase ya por qué se entristecía, cuando se le figuraba seria y pensativa Ramona; por qué le llevaba flores todas las mañanas, y, sobre todo, violetas —pues era muy aficionado a estas menudas florecillas color de cielo y de manso y purísimo aroma—; por qué se sentía tan satisfecho cuando aprobaba ella sus acciones y tan afligido cuando las reprobaba, como si fuese el juez supremo que hubiese de aquilatar el mérito o demérito de ellas; por qué, en fin, no se apartaba Ramona de su mente, y todo cuanto pensaba, quería y ponía por obra, referíalo siempre a ella, como suelta el navegante las blancas velas de la embarcación, siguiendo el faro luminoso que se destaca a lo lejos. Ahora lo comprendía todo. ¡Cuán hermoso era amar y cuán bueno Dios, que permitía a los mortales aquel sentimiento tan hondo, tan dulce, tan misterioso, semejante a segunda vida del corazón, a nuevo soplo divino recibido sobre la frente!

La impresión que tal descubrimiento produjo en el alma del mozo, no lo dejó cerrar los ojos en toda la noche. A la mañana siguiente, tan pronto como saltó de la cama, dispúsose a ir a la casa de Ramona. Estaba facultado por don Miguel para visitarla una vez al día, y escogía la primera hora, porque no podía esperar ni un minuto; era muy largo el tiempo y necesitaba ver a su prima cuanto antes, ahora que sabía ya el sentimiento que le inspiraba. Acicalóse aquel día con mayor esmero que nunca. Lió en torno del albo cuello la corbata más elegante y lució en ella el fistol más artístico; peinó con esmero los negros cabellos y vistió el último traje recibido de la ciudad; y así preparado, como guerrero que se arma de pies a cabeza para salir al combate, tomó el camino de la dimora carta e pura.

Era todavía muy temprano; pero la familia Díaz era en extremo madrugadora. Don Miguel había montado a caballo para ir al Chopo; doña Paz andaba ocupadísima en las faenas domésticas. Gozaba merecida fama de hacendosa, y de igualmente hábil para la costura, la cocina y el arreglo de la casa. De todo sacaba partido. No había desperdicios en su hogar. Hacía mantequilla de la nata de la leche; requesón del suero; sabrosísimos budines de los mendrugos de pan. Aquella mañana andaba sacudiendo la sala, cubierta la cabeza con un gran pañuelo, recogidas las faldas y plumero en mano. Mesas, sillas, sillones, floreros y cuadros, yacían por el corredor en lastimoso desorden: las cosas frágiles, por los rincones; las de madera, hacinadas las unas sobre las otras, patas arriba y patas abajo, en caos confuso o intrincado.

Ramona aseaba entretanto las jaulas de los pájaros y les servía la comida a los animalitos; lavaba las tinillas y les ponía agua limpia; quitaba de los diminutos platitos los residuos del pan mojado de la víspera, y los sustituía con tajadas de pan nuevo, sumergidas previamente en el agua; colocaba hojas de lechuga entre las rejillas, y tomaba a poner en su sitio las aéreas cárceles de latón. Los pajarillos, regocijados por el aseo, y, sobre todo, a la vista del apetitoso desayuno, brincaban alegremente de los alambres a la argolla, bajaban, se sumergían en el agua, para lavarse las plumas; se sacudían esparciendo en torno frescas gotitas; daban picotazos a la comida y cantaban cada cual según su estilo, poblando el recinto de vida, contento y notas purísimas.

Detúvose al entrar el mancebo a contemplar tan hermoso y sencillo cuadro, y sintió que su pecho desfallecía a la vista de Ramona, como si no fuese la misma que había conocido, sino otra nueva, imponente, llena de encanto soberano, que su pobre ser no podía resistir. Latíale el corazón vuelto loco. En vez de entrar tranquilo y confiado, como siempre, sintióse cortado, como si fuese persona de cumplimiento que por vez primera sentase la planta en aquella casa.

—Buenos días, tía —pronunció con voz insegura dirigiéndose a doña Paz—. Buenos días, Ramona, —continuó volviendo el rostro hacia donde estaba la niña.

—Buenos los tengas tú, Gonzalito —repuso la señora.

—Buenos días, Gonzalo —contestó Ramona.

—¡Cuán temprano te has puesto los veinticinco alfileres! —prosiguió Doña Paz, sin dejar de manejar el plumero—. ¿Estamos de convite? ¿A dónde vas, hijo?

—No, tía; no voy a ninguna parte.

—Pues ¿por qué te has puesto tan guapo?

—Ando como siempre.

—No señor, no es cierto. ¿No es verdad, Ramona, que está más peripuesto que nunca?

La niña, que fingía estar absorta en su trabajo, y que en realidad no perdía palabra del diálogo, volvió el rostro a Gonzalo, se encontró con sus ojos, se ruborizó y repuso con timidez:

—Es cierto; estás muy elegante…

¿Qué había pasado por Ramona? ¿Ella también se había desvelado la noche anterior, pensando en lo mismo que él? Parecía algo pálida, y aun se le advertía alguna fatiga en los ojos. Sintió Gonzalo que el corazón le daba un vuelco a este pensamiento. La verdad era que la niña mostrábase más reservada que de costumbre; no lo recibía con la franqueza e ingenuidad habituales. Tal observación aumentó en gran manera la turbación del mozo; no porque deplorase aquella transformación, sino porque le emocionaba de un modo indecible pensar que sintiese también ella lo que él sentía, y le daba miedo colegirlo y averiguarlo.

No obstante, atraído por imán poderoso, acercóse a Ramona.

—Niño, siéntate donde puedas, —díjole doña Paz tomando una silla del montón—, y ponte donde te acomodes. No me hagas caso.

Hízolo así Gonzalo; se colocó junto a su prima, que estaba sentada en un escabel para hacer cómodamente el aseo de las jaulas, y permaneció callado largo rato.

—¿Qué tienes? —le preguntó Ramona sin verle.

Gonzalo quiso hablar y no pudo: sentía la voz ronca y el corazón tan agitado como una de aquellas avecillas que andaban espantadas dentro de la jaula.

—¿Qué tienes? —volvió a preguntar Ramona con voz bajita y como recatándose de doña Paz.

—Quiero decirte una cosa.

—¿Qué cosa?

—Una cosa muy interesante.

—Pues dila.

—No quiero que me oiga tu mamá.

—Habla quedito y acércate más; anda muy ocupada y no nos pone cuidado.

—Bueno, pues esa cosa es que yo te… —y volvió a interrumpirse, porque faltó el ánimo. Ramona se había puesto pálida y tenía trémulas las manos. Él bien lo veía. Además, desde hacía rato no cesaba ella de echar agua a un mismo platito, que ya no la necesitaba.

—Que yo te… —intentó de nuevo el mancebo sin mejor éxito. Ramona no le preguntó ya nada. Sin duda no podía hablar tampoco.

Hallando imposible de franquear aquel camino, que era el directo, pero también el más brusco, cambió de táctica Gonzalo, y después de tomar un rato de respiro y de procurar humedecer con la lengua los secos labios, adoptó otro más largo y sinuoso; pero que lo conduciría al mismo punto, con menores angustias.

—¿Te acuerdas de lo que ayer dijo tu mamá? —murmuró.

—¿De qué? —preguntó Ramona con voz débilísima como soplo.

—De lo que se dice de nosotros en Citala.

Guardó silencio la niña; su turbación aumentaba visiblemente.

—No pude dormir en toda la noche… pensando en eso —continuó Gonzalo—. Y pensando que tal vez… tal vez tienen razón… quiero decir… que ojalá fuera cierto… quiere decir, que es lástima que no sea cierto… y que deseo con todo mi corazón que sea cierto… y… ya me entiendes… ¿qué me respondes?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que te digo.

—¡Si no me preguntas nada!…

—¿Que si no quisieras tú también que fuera cierto? Ramona estaba resuelta a no comprender.

—Pero ¿qué cosa? No te entiendo.

—Lo que se dice de nosotros en el pueblo.

—¿Lo que dijo ayer mi mamá?

—Eso mismo.

—No; porque entonces te vería menos.

—¿De suerte que no me quieres?

—Yo no he dicho eso.

Roto así el hielo, Gonzalo cobró ánimo y fue animándose poco a poco.

—Mira —prosiguió—. No pude dormir en toda la noche, pensando en ti.

—Tampoco yo.

—¿En qué pensabas?

—Eso no se dice.

—No te me apartaste ni un punto del pensamiento, y me entró una angustia grandísima, porque no te iba a ver con la misma frecuencia de siempre. Has de saber que te quiero mucho… mucho, y no como hermana. Y esto no es de ahora, sino que te he querido siempre. Fue lo que me desveló. Por eso me dije: «Mañana, en cuanto amanezca, voy a decírselo a Ramona, y a preguntarle si me quiere». Si no me quisieras, no sé qué haría: le rogaría a mi padre que me mandara lejos, muy lejos, y no volvería nunca a Citala.

Guardó silencio por unos momentos, y con voz conmovida y tono suplicante, continuó:

—Y tú, Ramoncita ¿qué dices? ¿Me quieres?

—No me preguntes esas cosas; me están dando ganas de llorar.

Y, efectivamente, comenzó a hacer pucheros.

—No lo mande Dios, —murmuró el joven alarmado, porque lo observaría tu mamá, y quién sabe que se figuraría de mí. Conque, anda, Ramoncita, ¿me quieres?

—Tú qué dices, ¿te querré?

—No lo sé.

—Bien lo sabes; no finjas.

—No, no lo sé; necesito que me lo digas.

—Pues contéstate solo; lo que digas, eso es.

—¿De modo que me quieres? Yo digo que sí.

—Entonces sí… —concluyó Ramona haciendo un esfuerzo y colocando al fin el traste dentro de la jaula.