VII
Entretanto, montaba a caballo Gonzalo y tomaba el camino de Citala.
Era ya casi de noche en aquellos momentos. Principiaba el campo a llenarse de sombras. Volvían los trabajadores en grupo a la cuadrilla, llevando al hombro sus instrumentos de labranza. Los vaqueros conducían las vacas a los corrales, y caminaba el ganado en revuelto tropel de vacas, becerros y mozos, con ruido ensordecedor formado por los mugidos de las madres y por los agudos bramidos de los hijos.
El joven espoleó el caballo y se lanzó al galope al través de los campos. Pronto llegó a la orilla del Covianes, cuya voz resonaba majestuosa en medio de la soledad y del silencio, y lo cruzó sobre el puente rústico construido por don Pedro. No se detuvo a considerar cuán caudaloso venía a causa de las últimas lluvias, ni cómo sus encrespadas ondas bajaban furiosas de la cañada arrastrando en su corriente troncos y ramas de árboles, tiernas plantas desarraigadas de la orilla e inmensa cantidad de hojas secas, que se agitaban siguiendo su hervor, como inquietas mariposas posadas en su turbio cristal. Solía detenerse Gonzalo en aquel sitio, ya fuese a su paso para Citala o a su regreso para el Palmar, seducido por la belleza del cuadro. Infundíale cierto pavor sagrado mirar la profunda cañada, por donde traía su curso la corriente. Estrechábase de tal modo en aquel punto la distancia entre los cerros contiguos, que se tomaba largo barranco formado por peñascos y laderas empinadas. Lo abrigado de la garganta, la acción fecundante del agua y la fertilidad natural del suelo, habían hecho brotar por todas partes una vegetación opulenta y enmarañada, que se presentaba a los ojos en oscuro e indescifrable desorden. Ya eran grandes árboles nacidos entre las peñas, que se levantaban erguidos los unos al lado de los otros, y estrechaban sus frondas en la región del espacio; ya eran confusos matorrales que invadían y ocultaban las escabrosidades de la ladera; ya trepadoras que dibujaban entre las breñas sus flexibles guías, y se enredaban a las ramas de los árboles, cubriendo su follaje y cansando su resistencia, hasta escaparse de las copas y caer de nuevo al suelo, en graciosas y multiplicadas rúbricas; ora plantas acuáticas que flotaban estremecidas sobre el agua, junto a las márgenes, en los remansos formados entre las piedras; ora frescos y vistosos colonos, que abrían sus anchas hojas, cerca del río, semejantes a grandes abanicos de un verde tierno. Toda aquella vegetación de árboles, matorrales y trepadoras, unida a la aspereza y estrechura del sitio y espesándose sobre el cauce, hacía aparecer la corriente como salida de lo desconocido, como brotada de la región insondable del misterio. Al llegar las horas nocturnas, aumentábase el efecto misterioso del cuadro. Las tinieblas ordinariamente cerradas en aquella garganta, se trocaban en noche negrísima, de cuyas entrañas salía un torrente de sombra estrepitoso.
Pero Gonzalo, dominado por el afán de ver los dulces ojos de Ramona, pasó ahora distraído frente a la cañada, y no se detuvo hasta llegar a Citala, ya de noche, y en los momentos en que comenzaban en las casas a encenderse las luces. Tenía su padre un caserón en el pueblo, con zaguán descomunal, patio extenso, amplios corredores, abundancia de aposentos, vastos corrales y pesebres, gallinero, palomar, trojes y demás departamentos de uso y estilo en habitaciones campesinas. Siempre que el caso lo demandaba, trasladábanse a él padre e hijo, ya fuese los domingos para asistir a misa y hacer la raya, o bien para gozar de las fiestas anuales que el pueblo celebraba con entusiasmo, o para conmemorar las glorias de la patria. Estaba dispuesto y arreglado a todas horas para recibir a los amos, porque así le gustaban las cosas a don Pedro.
Apeóse Gonzalo, recomendó a Salomé que estuviese listo para el regreso, entre diez y once de la noche, y, lleno de impaciencia, se echó a la calle sin saber qué hacer de su tiempo. Envolvióse en el sarape, caló el sombrero hasta los ojos y se situó frente a la ventana de Ramona. Como la calle era poco frecuentada, nadie reparó en él; de suerte que pudo permanecer a sus anchas, medio oculto en el marco de una puerta. No le esperaba a esas horas la joven; así es que estaban cerradas las ventanas, y solamente se veían a través de los cristales y visillos, las luces de las lámparas y velas que alumbraban la casa, y, de cuando en cuando, siluetas de personas que pasaban. Tomaba gran interés el joven en la observación de esos detalles, y, cuando columbraba la gentil figura de Ramona, llenábase de dulce emoción y latíale el corazón con violencia. Así pasó el tiempo en aquella contemplación pueril, oyendo la ronca voz de la campana de la torre dar los cuartos y las horas, hasta que al fin sonaron las diez.
Seguramente la joven aguardaba con igual impaciencia la hora de la cita, porque en ese momento preciso, abrióse sin ruido la ventana de una pieza oscura y apareció en ella una forma blanca.
—Buenas noches, Ramona —dijo Gonzalo, llegando a ella.
—Buenas noches, Gonzalo —contestó la joven con acento tan musical, que aun sonando quedo parecía un canto—. ¿Te hice esperar mucho tiempo?
—No; has sido tan puntual como las palomitas de los relojes que dan las horas.
—Estoy aquí desde antes de las ocho.
—Me dijiste que vendrías a las diez.
—No pude dominar la impaciencia. Salí del Palmar poco después de las siete, y me vine a todo galope.
—Si lo hubiera sabido, habría salido antes. Bien hubiera podido hacerlo, porque mamá está muy entretenida en la cocina haciendo una conserva.
—No me enfadé; veía tus ventanas. Pasabas algunas veces y me decía, «allí va mi Ramona: ¿pensará en mí? ¿se acordará de mí? ¿me querrá como la quiero?».
—No pensaba en otra cosa más que en ti. Todo el día lo paso de la misma manera. Bien sabes lo mucho que te quiero.
—No tanto como yo.
—Mucho más.
—Imposible. No hay en el mundo quien quiera a su novia como yo.
—Ojalá. Si no me quisieses de vera, creo que me moriría.
—¿Me dispensas que te haya molestado con esta cita?
—No te disculpes. Para mí es mucho gusto; pero ya ves como es la gente, y como se perece por hablar mal de los demás. Aparte de esto, mamá, que es tan buena, me ha dicho: «Te permito que seas novia de Gonzalo, y que le hables en la casa; pero me prometes no hacerlo nunca por la ventana, como tantas muchachas locas». Y se lo tengo prometido. Sólo por eso no me gusta hablarte por aquí.
—Soy el primero en conocer que mi tía tiene razón, y en respetar su modo de pensar. Pero ahora teníamos que hacerlo así, porque las circunstancias lo exigen. Sólo Dios sabe cuando volveré a entrar en tu casa. ¡Quién sabe si nunca!…
—Pero ¿por qué?
—Porque nuestros padres están reñidos.
—¡Válgame María Santísima! pues ¿qué ha sucedido?
—La maldita cuestión del Monte de los Pericos. Mi tío don Miguel llegó al Palmar esta mañana muy de madrugada, y le exigió a mi padre que le entregara el Monte, y como mi padre no quiso, se fue muy enojado soltando muchas amenazas. A poco rato, cuando nos desayunábamos, llegó a la hacienda el montero despavorido, diciendo que mi tío acompañado de cinco sirvientes, lo habían corrido del Monte y le había dado cintarazos. Mi padre se enojó mucho. No dijo nada, porque es de pocas palabras; pero, como lo conozco, estoy seguro de que no se quedará con la ofensa. Algo va a hacer para tomar el desquite; y mi tío don Miguel se irritará más, y quién sabe a dónde llegarán las cosas.
—¡Qué desgracia! —articuló Ramona consternada—. ¿Qué será bueno hacer?
—No lo sé. Esta mañana quise calmar a mi padre; pero no lo logré. Es prudente hasta cierto punto; pero una vez rotas las consideraciones, no hay fuerza capaz de detenerlo.
—Por mi parte, no puedo ni intentar calmar a mi papá. Ya lo conoces como es. A mamá y a mí nos tiene prohibido que nos metamos en sus cosas. Si algo le dijera, se enojaría mucho.
—Es lo que me alarma. Estoy muy triste; preveo que van a aparecer muchas dificultades para nosotros.
—No lo quiera Dios. Vámosle pidiendo mucho que remedie la situación; verás como nos lo concede.
—Solamente Dios podrá hacerlo.
—¡Qué lástima! ¡Tan buenos amigos como eran! ¡Tanto como se querían! ¡Tan contentos como estábamos todos!
—Es lo mismo que digo. ¿Por qué se buscan dificultades de propósito, cuando la Providencia les concede tantos beneficios?
—Creo que de todo tiene la culpa ese licenciado Jaramillo, a quien no podemos ver ni mamá ni yo. Desde que se ha hecho de las confianzas de papá, lo ha cambiado completamente.
—Así lo creo yo también.
—Gonzalo ¿qué hacemos?
—He querido hablar contigo para que nos pongamos de acuerdo.
—Haré lo que me digas.
—En primer lugar, Ramoncita —murmuró el joven con voz enternecida—, necesito me repitas que me quieres, que me has de querer siempre, y que, cualesquiera que sean las complicaciones que surjan en nuestras familias, no has de cambiar conmigo.
—¡Ave María Purísima! ¿Por qué había de cambiar contigo? ¿Qué culpa tienes de lo que sucede? Además de que, aunque quisiera, no podría cambiar, porque te quiero de tal modo, que sólo la muerte podría hacer que no te quisiera.
—Repítemelo, vida mía, para tranquilidad de mi corazón.
—Sólo muerta no te querré, Gonzalo.
—Que Dios te lo pague. ¡Si vieras cuánto beneficio me hacen tus palabras! Ahora que venía de la hacienda, pensaba cosas muy tristes, todo lo veía negro; se me figuraba que iba a perderte para siempre… Pero desde que te veo y te oigo, se han desvanecido mis temores, y tengo fe en el porvenir.
—El cariño que nos tenemos es puro y santo, y Dios lo bendecirá. ¿No es verdad que tú tampoco dejarás de quererme, suceda lo que suceda?
—Por esa parte no debes temer. Antes me dejaría arrancar el corazón.
—En ese caso, somos fuertes, y no debemos temer nada. No hay poder en el mundo capaz de hacer que no se quieran los que se quieren de veras.
—Tienes razón. Así sucede cuando se emplean medios violentos. Pero el que se propone desunir a los enamorados, no les pone el puñal al pecho para que se olviden; sigue un camino menos directo. No ataca de frente; ofusca la razón con vanos fantasmas, hace nacer la sospecha, estimula el amor propio, y consigue por medio del engaño lo que nunca hubiera alcanzado por otro camino. Amantes que hubieran llegado al heroísmo luchando con el enemigo cara a cara, caen rendidos a los golpes de la calumnia y de la intriga.
—Tienes razón; sé de novios que se han separado, a pesar de quererse mucho, por hablillas y chismes de la gente.
—Es necesario que nos defendamos de la traición. Cuando se sepa que nuestros padres se han enemistado, va a proponerse la murmuración completar la obra de la discordia.
—Pero todos sus trabajos serán inútiles contra nosotros, que tanto nos conocemos y tenemos tanta confianza en nuestra lealtad.
—Vámonos proponiendo no dar crédito a ningún rumor desfavorable, antes de explicarnos uno a otro lo que pase.
—Así debe ser; dar oído a cualquier hablilla, sin investigar la verdad, sería ligereza imperdonable.
—Entonces así queda convenido.
—Convenido.
—Esto me tranquiliza. Puesto que nos queremos de veras, y que nos prometemos fe mutua, debemos desechar todo temor. Nada podrá hacer la adversidad contra nosotros.
—Lo mismo digo yo. Me quieres, te quiero; no hemos de hacer nada malo; hemos de decimos siempre la verdad; ¿de qué modo podemos ser sorprendidos?
—De ninguna manera.
—Sólo nos queda pedir mucho a Dios y a la Virgen y a la Santísima que nos protejan y que reconcilien a nuestros padres.
—Con todo nuestro corazón.
—Para que vuelvan a ser tan buenos amigos como lo han sido siempre.
—Y para que podamos realizar pronto nuestros deseos. Estamos en Junio. ¿Te acuerdas de que habíamos fijado nuestro matrimonio para el treinta de Agosto, y teníamos el proyecto de marchamos luego a Europa?
—¡Cómo no! Vas a ver como todo lo hacemos al fin como lo habíamos pensado.
—Sí; esperamos en Dios que así ha de ser.
—Tengo fe en ello.
En esto oyéronse pasos precipitados dentro del cuarto. Volvió el rostro la joven y vio abrirse la puerta que daba al aposento contiguo. Apenas tuvo tiempo para estrechar la mano de Gonzalo diciéndole en frase breve:
—¡Quién sabe quién viene! Adiós.
—Adiós —murmuró el joven correspondiendo a la rápida presión; y, retirándose en seguida, se ocultó en la sombra de enfrente.
Y permaneciendo atento a lo que pasaba en la casa, parecióle oír la voz airada de don Miguel alternando con la suavísima de Ramona, y algo como rumor de llanto. Después salió a la ventana una persona que se le figuró don Miguel, la cual estuvo un rato como en acecho, y cerró luego los cristales. Luego quedó todo en silencio, y no volvió a oírse más que el ruido periódico del reloj que daba las horas.