VIII

Cuando don Pedro, don Simón y el resto de la caravana llegaron al Palmar de vuelta del Monte de los Pericos, era ya de noche. Al oír ruido de caballos, acudieron a la plaza los peones de la hacienda y las mujeres de la cuadrilla asomáronse a las puertas de las chozas, pues era cosa desusada a esas horas tal barullo en el área tranquila de la finca. Luego cayeron en cuenta unos y otras de que era el amo que volvía triunfante del Monte de los Pericos, después de haber sorprendido y atado a los intrusos sirvientes de don Miguel. Los caporales orgullosos refirieron cuanto acababa de pasar, volviéndose lenguas en alabanza de la sagacidad, energía y actividad del patrón; lo que contribuyó en gran manera a aumentar el prestigio de éste entre los habitantes de la hacienda. Por instinto de gloria y espíritu de cuerpo, estimábase toda la ranchería actora principal en aquel lance graciosísimo, en que había sido la derrota del enemigo tan completa, que llegaba uncido al carro de la victoria. Y todo, sin que se hubiese derramado una sola gota de sangre.

—La mera verdá que el amo es muy hombre —decían algunos.

—Es endiantrado —decían otros.

Otros expresaban la misma idea, con la sola variante de llamarlo entabacado.

Los mozos presos y atados de don Miguel, eran objeto de la curiosidad y de las zumbas de los circunstantes. Pronto se formó un grupo de curiosos en su derredor, y se oyeron voces que decían:

—¡Pos qué se afiguraban estos jijos de…

—En el Palmar hay hombres.

—Ansina aprenderán a no ser atrabancados.

Oyólo Ruiz y luego puso punto a la manifestación.

—Háganse a un lado —dijo—, y, ¡cuidado cuando alguno me chista!

El grupo se apartó respetuoso, y entró en silencio.

—Aquí me esperan —dijo don Pedro a los mozos, apeándose de la mulita—. Don Simón, véngase conmigo —agregó volviéndose al administrador. Y él y Oceguera subieron el corredor, haciendo sonar en los escalones de piedra las estrellas metálicas de sus grandes espuelas.

—Tome asiento, don Simón —dijo Ruiz al entrar en el despacho y sentándose él mismo.

—Mil gracias, amo.

—Quiero que conferenciemos sobre lo que vamos a hacer con los mozos de mi compadre.

Oceguera se quedó pensativo. No se le había llegado a ocurrir la dificultad.

—¿Qué le parece, don Simón? —interrogó Ruiz después de breve silencio.

—Pos yo creo que lo mejor será darles una buena cuereada, y despachárselos al amo don Miguel con la cola entre las piernas.

—Ya lo había pensado; pero eso no nos conviene, porque entonces mi compadre los obligaría a quejarse a la autoridad, y la pasaríamos mal.

—Eso déjemelo a mí. Me los saco fuera del portón uno por uno, les doy una buena pela, y luego los suelto. Si algo sucede yo respondo.

—No, eso no.

—Pos entonces vámoslos echando al calabozo hasta que hagan pucheros.

—Tampoco, Oceguera. Es necesario no entregar la carta. ¿No ve que de otro modo nos empapelan?

—En ese caso no hallo qué fuera bueno hacer —contestó don Simón amostazado.

—Ya sé lo que es bueno —exclamó de pronto don Pedro levántandose. Y acercándose al escritorio tomó un papel, trazó unas líneas, lo firmó, púsolo dentro de un sobre, y se lo entregó a Oceguera, diciéndole:

—En este momento se va usted a Citala con mis mozos y los de mi compadre, y con los caballos y las armas que les quitamos; le hace entrega de todo al presidente del ayuntamiento, y le da esta carta.

—Como guste su mercé —repuso Oceguera sin atreverse a replicar.

—Es lo que dispongo.

Acto continuo, púsose el grupo en marcha, capitaneado por el administrador, sin que nadie supiera de lo que se trataba. Momentos después salió Ruiz del despacho y ordenó viniese a su presencia el juez de acordada.

—A las órdenes de su mercé, —contestó este elevado personaje saliendo del grupo y presentándose a don Pedro. Era otro caporal de la hacienda. A la vez desempeñaba el encargo de jefe de policía rural. Al frente de los rancheros, perseguía a los ladrones como dependiente oficial del municipio, aunque sin sueldo. Dicho se está que, no por lo que parecía, dejaba de ser sirviente de don Pedro; de suerte que hacía en todo lo que éste le mandaba, como si dependiese de él, no sólo en cuanto caporal, sino también en cuanto autoridad.

—Oyes, Jacinto —díjole—, escógete unos veinte de a caballo entre los más templados, y te vas con ellos al Monte de los Pericos.

—Está bien, señor amo.

—Pasan la noche como puedan. Mañana les mandaré hacer unos jacales, porque allí han de permanecer de día y de noche hasta nueva orden.

—Como su mercé lo disponga.

—Tu obligación y la de tus compañeros será evitar que los mozos de mi compadre se apoderen del Monte. Van ustedes a defenderlo a sangre y fuego, suceda lo que suceda. Yo respondo. Bueno será que si se presenta algún intruso, lo alejen con buenas palabras. Si no quiere entender y pueden prenderlo, me lo mandan amarrado. Yo sabré lo que hago con él. Sólo que apele a las armas, echan mano de las suyas. Tú me respondes del Monte.

—Respondo de todo. Dígame ¿ha de ser luego la salida?

—Sí, al instante.

—Bueno; pos entonces voy a ver a quenes descojo.

—Y vienes al despacho para darte las armas.

Pocos momentos después salía de la hacienda el juez de acordada a la cabeza de veinte rancheros montados y armados como para un pronunciamiento.

Volvamos ahora los ojos a don Simón Oceguera. Caminando despacio, por la vigilancia que le exigía la custodia de los presos, llegó a Citala como a las nueve de la noche. Dirigióse a la casa del presidente del ayuntamiento sin pérdida de instante, llamando la atención de los vecinos con el estrépito de los caballos y de las armas. Este buen señor estaba sentado a la mesa cenando en compañía de su familia.

Don Santiago Méndez, que tal era su nombre, no pasaba de los sesenta años; pero tenía aspecto de septuagenario. Rasuraba todo el rostro cuidadosamente. Esto, unido a la falta de dentadura, le hacía parecer más bien vieja que viejo. Tenía algún caudal con que vivía desahogadamente; pero le dominaba el afán de mando, y pasaba la vida en constante lucha, enredado en los chismes de la menuda política del municipio. Cada vez que se renovaba el cuerpo edilicio, entraba Méndez en inaudita agitación para ganar las elecciones, y hacer triunfar la candidatura de sus amigos. Para esto se valía de mil trampas e intrigas. Sus luchas más reñidas fueron libradas contra don Carlos Figueroa, un rábula sagaz, que, como suele decirse, traía al pueblo en peso. Era el tal a la vez que tinterillo, secretario del alcalde, y valía de oro más de lo que pesaba por sus artes y tretas. Tramador incansable de todo género de enredos políticos, administrativos, judiciales y privados, nunca entraba en reposo. Escribía cartas a la ciudad solicitando recomendaciones para sus asuntos; formaba clubs con los vagos del pueblo para obtener sus fines en las épocas electorales; y elevaba ocursos a la Legislatura local pidiendo nulidad de las elecciones, a causa de presión ejercida por el poder, falta de libertad en los comicios, doble fondo de las ánforas, violación del sufragio y menosprecio al pueblo: ni más ni menos que si hubiese sido un Emilio Castelar tronando desde la tribuna contra los desmanes de la monarquía, o escribiendo artículos exaltados en favor de la democracia. Aquel díscolo tenía a Méndez en jaque constante. Y era maravilloso como el rábula podía sostener tan prolongada y reñida lucha contra tan poderoso personaje, pues en tanto que él contaba sólo con la alianza del barbero, de los músicos de la orquesta, de un estudiante desertor de las aulas, que pasaba los días bebiendo en las tiendas, y de otras celebridades del mismo jaez, don Santiago tenía de su parte el decidido apoyo de todos los ricos del lugar, con excepción de don Pedro Ruiz, quien veía con profundo desdén aquellas miserias, y no quiso ayudar nunca con los mozos del Palmar al triunfo de Méndez ni de otro alguno, en las luchas electorales. Tal vez por esto don Santiago no era aficionado a don Pedro, si bien guardaba aquel resentimiento oculto en el fondo del corazón, en tanto que estaba estrechamente unido a don Miguel Díaz, de quien recibía, siempre que el caso lo demandaba, poderoso contingente de votantes para henchir las ánforas con sus boletas.

A pesar, decíamos, de contar Méndez con el auxilio y la cooperación de los ricos, era admirable como Figueroa no sólo se mantenía en pie delante de él, sino que lo hacía pasar muy malos ratos y aun llorar terribles derrotas. ¡Qué de veces el tinterillo logró nulificar las elecciones por medio de ocursos elevados al Congreso! ¡Qué de veces acusó a los munícipes mendistas por tremendas trasgresiones de la ley, que los hicieron ser declarados con lugar a causa, cayendo de su elevado puesto! Y aun sucedió una u otra, que Figueroa ganase en toda la línea, y resultase electo presidente municipal de Citala. En tales casos procuraban él y sus amigos resarcir las pérdidas sufridas durante su prolongado alejamiento de la cosa pública; y no sólo insultaban a los ricos por quítame allá esas pajas, y les cobraban rezagos de contribuciones y formaban presupuestos expoliadores, sino que se repartían los gages anuales con cinismo estupendo, aunque cubriendo las apariencias de modo de no dar motivo a responsabilidades. El ladino Figueroa sabía inventar donosos pretextos para allegar fondos. Ya era la reparación de la cárcel, ya la ornamentación de la plaza, ora la construcción de un puente sobre el río; el caso era que nunca le faltaban empresas, porque era «hombre progresista, amante de las mejoras materiales y celoso por el adelanto de Citala». De los recursos reunidos para llevar a cabo aquellas obras, invertíase alguna cantidad infinitesimal en su objeto; el resto servía para sacar la tripa del mal año al rábula y a sus aparceros. Así es que, cuando Figueroa —que representaba al pueblo, según decía, a «ese noble pueblo tan esclavizado y explotado por los ricos, a ese pueblo héroe y mártir a un tiempo»—, se hallaba en el pináculo del poder, don Santiago Méndez se presentaba a los ojos de la clase acomodada con las proporciones de un salvador del Estado, de una especie de Camilo, y recibía todo género de auxilios y exhortaciones para que no tardase en libertar a los oprimidos del duro yugo de sus opresores. Y sucedía que en los comicios inmediatos era derrotado el partido de Figueroa, y los mendistas tomaban a ocupar los puestos públicos. Entonces era cuando Figueroa, encabezando la oposición, lucía todo su talento. Ley de amparo, Constitución del Estado, Código administrativo, todo lo invocaba y explotaba para dificultar la marcha gubernamental de don Santiago, para cargarle de responsabilidades y para empapelarlo.

Los habitantes de Citala pasaban la vida en aquellas luchas, divididos en dos bandos, tomando vivo interés en las microscópicas contiendas locales, y tan sobreexcitados con ellas, que su estado fuera sólo comparable con el de la célebre Quiquendonia, la ciudad oxhidrogenada de Julio Verne.

Tal era don Santiago Méndez, actual presidente del ayuntamiento de Citala, quien, investido de autoridad política, según la ley, reunía en sí el doble carácter de jefe de la comuna y representante del poder ejecutivo.

Cuando Oceguera llegó a la puerta de la casa, apeóse del caballo y penetró hasta el comedor, donde el gran funcionario tomaba frijoles, chocolate y un vaso de leche acabada de ordeñar. Acompañábanle en tan grata tarea, su esposa, matrona gruesa, barbuda y entrada en años, y su hijo Joaquín, pisaverde del pueblo, montador de caballos briosos, valiente, bebedor y camorrista.

—Tenga su mercé buenas noches, señor don Santiago —dijo don Simón.

—¿Qué hay Oceguera? —contestó el funcionario con gran autoridad, sin levantarse del asiento y haciendo un leve movimiento de cabeza—. ¿Qué vientos lo traen por acá?

—Vengo por mandado del señor don Pedro a traerle esta carta y unos presos.

—¿Unos presos? —interrogó asombrado el presidente municipal, con la cuchara en el aire, y suspendiendo breve tiempo su introducción en la boca.

—Sí, señor don Santiago.

—¿Quién los prendió y por qué?

—Tenga la fineza de leer la carta, que todo lo explica.

Echó Méndez mano a las gafas, limpiólas cuidadosamente con el pañuelo, e introduciendo los ganchos de las áureas varillas detrás de las orejas, inclinó hacia atrás la cabeza para afocar las lentes, y acercando el papel a la vela para que se iluminase, dio lectura a la misiva de don Pedro, concebida en los siguientes términos:

Hacienda del Palmar; julio…… de 189…

Sr. D. Santiago Méndez, Presidente municipal de Citala.

Sr. D. Santiago:

Mi compadre don Miguel Díaz, en compañía de cinco mozos, asaltó esta mañana al montero que cuidaba el Monte de los Pericos, que es de mi propiedad, y lo lanzó de allí por la fuerza. Cuatro de sus sirvientes montados y armados, se quedaron en el lugar para conservarlo. Al anochecer de hoy, sorprendí a los invasores en el mencionado Monte, los desarmé y los hice prisioneros; pero, como carezco de autoridad para castigarlos por el delito cometido, se los mando con el portador, D. Simón Oceguera, a fin de que V. disponga lo que convenga para represión del atentado. Nada pido contra mi compadre, pues aguardo que, mejor aconsejado por la reflexión, vuelva sobre sus pasos y me deje en paz.

Sabe cuanto le estima su adicto amigo y s. s.

Pedro Ruiz.

El presidente municipal iba frunciendo más y más el entrecejo a medida que avanzaba la lectura. Tan luego como concluyó dijo con tono agrio:

—Extraño mucho que don Pedro se haya hecho justicia por su propia mano.

—Obligado, señor; cualquiera lo hubiera hecho en su lugar —repuso Oceguera.

—¡Dios nos libre! Si obrasen todos de ese modo se acabaría el orden. ¿Para qué es la autoridad sino para reprimir los desmanes de los particulares?

—¿Pero nada dice usted de don Miguel? Él es quien tiene la culpa.

—De eso no sé nada; sería necesario ver sus documentos.

—El caso es que se fue a meter en casa ajena, y a provocar al amo don Pedro. ¿Cómo se había de dejar?

—En fin, amigo —repuso el gravedoso funcionario—, no hay para que entrar en discusión. Usted ha venido a traerme esta carta y cuatro mozos con sus respectivas armas y caballos. ¿Dónde están los presos?

—Se quedaron a la puerta.

—Que pasen; tráigalos usted.

Salió don Simón y volvió a poco acompañado por los sirvientes de don Miguel.

—Aquí están los presos —dijo Oceguera—. Los caballos y las armas, en el patio.

—Bueno; ya puede usted retirarse —repuso don Santiago.

—¿No llevo respuesta? —preguntó Oceguera mohino.

—Dígale a don Pedro que se la mandaré mañana, porque de noche me hace daño escribir.

—Está bien. Que pase su mercé buenas noches.

—Adiós, amigo —dijo don Santiago.

Oceguera salió indignado, diciendo para su coleto.

—¡Cuánto mejor no hubiera sido haberles pegado una buena zurra, como se lo aconsejaba al amo don Pedro!

No bien hubo salido del comedor Oceguera, pasó don Santiago a su despacho y ordenó a un fámulo fuese a llamar a don Miguel, con advertencia de necesitarle para cosa grave y del momento. Díaz acudió luego al llamado.

—Señor don Santiago —dijo al presentarse, a sus órdenes. ¿En qué puedo servirle?

—No se trata de servirme, señor don Miguel, sino de servirle.

—Mil gracias. Hágame el favor de explicarme.

—Tenga la bondad de leer esta carta —y le alargó Méndez la de don Pedro.

Díaz la devoró con ojos inflamados.

—Aquí tiene usted a los mozos —prosiguió Méndez señalando a los presos, que se agrupaban a la puerta en aquellos momentos.

—Merecido lo tienen estos collones —exclamó don Miguel, echándoles una mirada furibunda—. ¡Haberse dejado sorprender como unos imbéciles! Pues ¿para qué los puse en el Monte sino para que defendieran el punto? Estarían dormidos. Seguramente lo estaban; de otro modo hubiera sido imposible que se hubiera burlado de ellos mi compadre. O tendrían miedo. También es probable que hayan tenido miedo. Vamos, desgraciados ¿qué fue lo que les pasó? ¿Estaban dormidos o tuvieron miedo? Díganmelo con flaqueza.

—Ni una cosa ni otra —respondió tímidamente uno de ellos—. Lo que nos pasó a nosotros, le puede pasar a cualquiera. El amo don Pedro nos sorprendió llegándonos por la retaguardia. Lo esperábamos por el frente, y no despegábamos los ojos del Palmar; pero resultó por la espalda a la hora que menos lo créibamos.

—Sí; ha de haber llegado por el aire…

—¡Quén sabe por onde sería! El caso es que salió por el portezuelo, nos cayó redepente en compañía de sus mozos, y cuando quijimos desfendernos, ya no jué tiempo. Si nos lo hubiera dado, puede estar seguro su mercé de que hubiéramos cumplido nuestro deber.

—¿Y siquiera les dio una buena cintareada?

—No amo, ni an siquiera nos atocó el pelo de la cabeza.

—Es lástima, porque la merecían por estúpidos…

—¿Qué me informa usted de los antecedentes de este negocio, señor don Miguel? —dijo Méndez cortando la reprimenda—. Retírense ustedes —agregó volviéndose a los mozos.

—Digo —repuso el interpelado—, que es cierto lo que refiere la carta; pero lo que calla mi compadre es que me ha cogido el Monte, y que tuve derecho para quitárselo.

—No lo dudo; pero ¿por qué no acudió usted al juez para que todo saliera en regla?

—Porque sé lo que son los pleitos, y así era más fácil y pronto.

—Bueno, señor don Miguel, ahora lo que le encargo es que no lo vuelva a hacer, porque entonces ¿en qué queda mi autoridad?

—A mi compadre don Pedro se lo debe decir. ¿No mira cómo me quita mis cosas por la fuerza?

—No tenga cuidado. También se lo diré. Mi deseo al llamar a usted ha sido el de que nos pongamos de acuerdo para hacer lo que convenga.

—Mi parecer es que mande usted poner preso a mi compadre y le obligue a que me entregue el Monte.

—Estaba pensando eso hace un momento, y lo haría si no estuviera en el pueblo ese chismoso de Figueroa. Pero ¡figúrese usted lo que diría el rábula si lo hiciera! Luego me acusaría de haberme arrogado facultades judiciales, diría que era reo de despojo, que había atentado a la libertad humana y otras mil zarandajas que me pondrían en apuros.

—¡Maldito tinterillo! Pues no tenga usted miedo, señor don Santiago, yo le defiendo y no le pasará nada. ¿Para qué sirve el dinero?

—No —dijo Méndez sacudiendo la cabeza—, por hoy no es posible. Porque si le impongo alguna pena a Ruiz por faltas al orden público, dirá Figueroa que por qué razón no se la impongo a usted, que hizo lo mismo.

—Porque yo recobré lo mío, y mi compadre usurpa mi propiedad.

—¡Vaya usted a hacerle entender eso a Figueroa!

—¡Que el diablo se lleve a Figueroa!

—Amén. Lo único que puedo hacer es poner en libertad a los presos, y devolver a usted las armas y los caballos.

—Vaya, don Santiago, eso si está bueno, para que se le baje el orgullo a mi compadre.

—No para eso, sino para servir a usted.

—Mil gracias.

—Amigos —díjoles don Santiago saliendo a la puerta para hablar con los mozos—, están ustedes en libertad. Pueden tomar sus caballos y sus armas, y marcharse.

Los mozos se quedaron estupefactos. En su oscura inteligencia se comprendían culpables y esperaban ser castigados; tanto más, cuanto que don Pedro era hombre de posición y se figuraban que tendría valimiento.

—Vámonos todos —dijo don Miguel levantándose.

—Conque queda entendido —insistió Méndez—; usted me promete no volver a las andadas, señor don Miguel.

—Hombre ¿no ve que estoy en ridículo? ¿Qué va a decir de mí la gente?

—Lo que ha de ver es que me compromete. ¿Qué papel haría yo si estuviese presenciando con tranquilidad que ustedes se atacaran a mano armada todos los días? Comprenda que eso no puede ser.

—Lo que no puede ser es que mi compadre se quede con el Monte.

—Pues nada ¡demándelo!

—Tal vez me resuelva. Lo pensaré. Entretanto, quiero que usted me prometa ayudarme en cuanto le sea posible.

—Ya sabe usted, señor don Miguel, que me tiene a su disposición… en lo que no se oponga al cumplimiento de mis deberes —contestó Méndez con dignidad.

—Y a la censura de Figueroa —contestó don Miguel sonriendo.

No le hizo mucha gracia la ocurrencia a don Santiago, a pesar de que la tenía en el pensamiento; pero sonrió amablemente, y salió acompañando a don Miguel hasta el zaguán.