I
Levantóse aquel día don Pedro Ruiz al rayar el alba, como de costumbre. El cuidado de los negocios obligábale a ser diligente, y por hábito, por temperamento, necesitaba madrugar. Tenía por martirio quedarse en la cama hasta después de salido el sol, y nunca le había pasado tamaño contratiempo sino por enfermedad. Gozaba sobremanera con el espectáculo matutino que le ofrecía a diario la naturaleza; y aunque era hombre sin instrucción ni refinamientos artísticos, admiraba a su modo los bellos panoramas, y soñaba delante de ellos con vaga voluptuosidad, sin desembrollar el mundo confuso de ideas, sentimientos, tristezas y anhelos que embargaban su espíritu en los instantes dulcemente melancólicos de su contemplación.
Fuese aquella mañana, como las otras, al portal de la hacienda que veía al Oriente, y envuelto en el sarape de brillantes colores, y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas, se puso a atisbar el lejano horizonte. Aún era de noche en la extensión del cielo, brillaban todavía las estrellas en el firmamento y estaban desiertos y silenciosos los campos. Salía de todas partes ese vago rumor de arrullo que brota de la naturaleza en las horas nocturnas, cuando el susurro del viento entre las hojas, el canto del grillo escondido debajo de las piedras y la ronca voz de la cigarra en lo más espeso de los matorrales, forman un interminable ¡chiis! semejante al de las madres que velan el sueño de sus hijos. Escuchábase a lo lejos el acento del caudaloso Covianes, que bajando de la cañada bermejo de color y cargado de tierra vegetal, forma al pie del cerro una especie de torrente, rompiendo sus ondas espumosas en los pulidos y grandes cantos que le salen al paso. No era visible a aquellas horas en el seno de la oscuridad; pero su fragor, debilitado por la distancia, percibíase aunque confuso, a modo del zumbar indistinto de un enjambre de abejas. El valle cubierto de cañaverales parecía caos de cosas informes, y las elevadas montañas que le cercaban, gigantes misteriosos salidos del abismo para explorar el espacio. Allá en el término postrero del cuadro, mirábase aparecer una luz tenue, que tanto podía ser anuncio del nuevo día como el fulgor de una estrella.
A la espalda de don Pedro se alzaban los mil ruidos del ingenio y se veía, a través de las ventanas de la fábrica, la intensa claridad de las luces artificiales que habían ardido toda la noche. Rumor confuso de voces llegaba hasta él por oleadas, de tiempo en tiempo, y algunas veces el silbato del vapor rompía en grito estridente, semejante a prolongado lamento de un gran reptil emboscado en las tinieblas.
Poco a poco fue esclareciéndose el confín del espacio. Pareció primero que una gasa luminosa hubiese sido extendida en la inmensidad por una mano invisible. La débil claridad fue dilatándose insensiblemente por todo el cielo, y, a medida que se agrandaban sus dominios e iba cubriendo con ligero cendal la faz de las estrellas, el fulgor distante hacíase más y más intenso, y la blancura de la luz comenzaba a teñirse con suaves y variados matices. Sin que el ojo pudiese apreciar el instante de la metamorfosis, apareció el color de las rosas mezclado con el albor de la lontananza. Luego saltó sobre la cumbre de la sierra gualda brillantísima, que convirtió el horizonte en océano de gloria, donde parecían nadar los espíritus de los bienaventurados; hasta que el fondo naranjado fue extremando el matiz de sus tonos y se trocó en mar escarlata, como sangre fluida y luminosa.
Rompió la contemplación de don Pedro un trote de caballos por el camino de Citala. Como hombre de campo que era, de ojo perspicaz y oído finísimo, pocos instantes de observación fuéronle bastantes para distinguir, entre las sombras crepusculares que aún ocultaban la falda de la loma cubierta de hierba, las negras siluetas de dos jinetes que avanzaban hacia la hacienda. Fumaban de tiempo en tiempo, y la lumbre de sus cigarros parecía en la penumbra como pasajera fosforescencia de aladas luciérnagas entre la hojarasca. Lleno de curiosidad, siguió atentamente la marcha de los jinetes, que ya se dejaban columbrar por algún claro, ya se hundían en alguna hondonada, ora mostraban tan sólo las oscuras copas de los sombreros, o bien aparecían y desaparecían rápidamente entre los troncos de los árboles, a modo de visiones fantásticas. Como la vereda hacía un agudo recodo a la llegada de la hacienda, perdiólos de vista durante unos instantes. Entretanto llevó a cabo toda su evolución la alegre aurora, y cuando los jinetes aparecieron por la puerta de la plaza cercada, frente al corredor, hizo explosión el sol allá en el fondo del paisaje, entre girones de nubes violáceas y color de oro; y caballos y caballeros se destacaron con toda distinción sobre el foco deslumbrador de la inmensa fragua. Heridos por rayos oblicuos, parecía que aquéllos y sus cabalgaduras venían orlados con fleco luminoso; o, como decía don Pedro en lengua campesina, parecía que venía chorreando luz.
—Buenos días, compadre don Miguel —dijo don Pedro tan luego como hubo conocido al jinete que llegaba el primero.
—Buenos días compadre —repuso el recién llegado deteniendo el caballo y echando pie a tierra.
El sirviente que le acompañaba descendió velozmente de su cabalgadura y fue a tener por la brida la que dejaba su amo. Luego se inclinó para quitar a éste las espuelas.
—No, Marcos —díjole don Miguel—, no me las quites, porque no tardamos en irnos.
—¡Cómo! compadre —observó don Pedro— ¿luego no se queda a desayunar conmigo?
—No, ahora no, porque tengo que llegar al Derramadero antes de las seis, y todavía está lejos.
—Lo siento, compadre; pero ya será otro día ¿no es cierto…? Pase, pase ¿quiere que nos sentemos en esta banca para gozar del fresco? ¿O que entremos en el despacho?
—Aquí estamos bien, no se moleste.
—Conque ¿qué anda haciendo por acá tan temprano?
—No me agradezca la visita; vengo a tratar de nuestro negocio.
—¿Qué negocio?
—El que tenemos pendiente.
—¡Ninguno tenemos pendiente!
—¿Luego el Monte de los Pericos? ¿Tan pronto se le ha olvidado?
—¿Qué tiene usted que decir del Monte?
—Que quiero me resuelva de una vez, si me lo entrega o no me lo entrega.
—¿Para qué hablamos de eso? Mil veces le he dicho que ese monte es mío.
—Así lo dice usted; pero a mí me pertenece.
—Compadre, vale más que hablemos de otra cosa: déjese de eso ¡pues qué no somos amigos!
—Sí lo somos; pero eso no quiere decir que usted se quede con lo mío. ¡Qué modo de amigos!
Don Pedro enrojeció de cólera al oír aquellas palabras, y abrió la boca para responder con vehemencia; pero se contuvo a tiempo, reprimió el arrebato y guardó silencio breves momentos para recobrar el equilibrio perdido y orientar claramente las ideas.
Aprovechemos este intervalo para trabar conocimiento con ambos interlocutores.
Don Pedro Ruiz, en cuanto a lo físico, no valía gran cosa. Pequeño de estatura, trigueño de color, y un tanto grueso, parecía un humilde sirviente de la casa; nadie, al verle, hubiera creído que era el propietario de aquel vasto inmueble y de aquel rico ingenio. Descendiente de un antiguo cacique de Citala, tenía en el rostro los rasgos característicos de la raza indígena: cabellera lacia y negra a pesar de sus cuarenta y cinco años, nariz corta, dientes blancos, labios carnosos y un ruin bigotillo que le bajaba por los extremos de la boca en forma de coma, dejando casi imberbe la parte céntrica del labio, superior. Lo único notable que había en su fisonomía eran los ojos, no hermosos ni grandes, sino antes bien pequeños; pero vivos, penetrantes y observadores. Ordinariamente, en la conversación, manteníalos tenazmente apartados de la persona con quien hablaba; sólo en casos excepcionales fijábalos en su interlocutor, produciendo en éste un extraño efecto, como si sus rayos fuesen aceradas agujas que se clavasen en las pupilas de aquel a quien iban dirigidos. Pero esto duraba sólo un momento, pues luego los volvía a otra parte como distraído, y de allí a poco borrábase casi la impresión de aquel resplandor pasajero. Era de escasas palabras. La mayor parte del día pasábala callado, en constante peregrinación a través de sus propiedades y dependencias. Cuando todo iba bien, no decía palabra; pero cuando estimaba preciso corregir algún vicio, o remediar algún desperfecto, daba órdenes en frases concisas y con tono imperativo. Los sirvientes obedecíanle solícitos, a pesar de que muy rara vez los reñía; y él, por su parte, nunca abusaba de su pobreza. Tenía para ellos dos prestigios: el del talento y el del carácter. Conocía sus tierras de un modo admirable, así sus linderos, montes y arroyos, como todo cuanto en ellos se movía: toros, vacas, becerros, caballos y yeguas. En un rodeo, entre centenares de animales, sucedía que llamase a alguno de los caporales y le dijese:
—Oyes ¿qué se hizo la becerra josca de la oreja gacha?
—¿Cuál, señor amo?
—La hija de la vaca pinta y del toro americano.
—Aquí debe de estar.
—No, hombre, no está.
Pasada revista al ganado, sucedía que, en efecto, no estaba.
Su voluntad era inflexible. Cuando tomaba una determinación, nunca cejaba. Perdonaba a los sirvientes dos o tres faltas; una vez enfadado, los lanzaba de sus dominios, sin que hubiese consideración ni súplica que le hiciesen ablandarse. Procuraba ser justo e imparcial para atender las quejas de sus subordinados; pero no toleraba que en ningún caso se desobedeciesen sus mandatos o se le hiciese la más pequeña objeción.
De cuna humilde y apenas iniciado en los misterios de la lectura, la escritura y la aritmética, habíase casado con una joven de Citala, que tenía un capitalito de ocho a diez mil pesos. Su dulce compañera murió al dar a luz a su hijo Gonzalo, hoy joven de veintitrés años, dejándole sumido en la desesperación más amarga. Nunca volvió a casarse, ni pensó más en mujeres; vivió desde entonces consagrado al culto de la muerta —de quien llevaba siempre consigo el retrato y un mechoncito de pelo—, al amor de su hijo, vivo reflejo de la madre, y a la dirección de los negocios. Fue prodigioso lo que hizo en la gestión del escaso caudal de su esposa. A fuerza de energía, talento y honradez, fuele aumentando gradualmente, hasta que acabó por formar un vasto capital, y llegó a ser uno de los más ricos propietarios de la comarca. Comenzó por adquirir un terrenito en vecina hondonada; sembróle de cañas y plantó cerca modesto trapiche. Fue bien el negocio, y siguió comprando lotes en rededor del rancho, hasta que acabó por formar una hacienda, el Palmar, de extensión de doce a catorce sitios de ganado mayor. Hizo suyas, a bajo precio, las fracciones, porque el cultivo de aquellas tierras era poco productivo por falta de próxima e importante plaza de consumo; pero muy a poco llegó el ferrocarril a la finca, con tumbo a la capital del Estado, y apresurándose a ceder a la empresa el terreno necesario para la vía y a hacerle algunas otras concesiones, obtuvo que se situase la estación de Citala en sus dominios, y que fuese bautizada con el nombre de Estación Ruiz, la que hubiera debido llevar el nombre del pueblo. ¡Pequeñas vanidades de propietario!
Asegurado así el consumo de sus productos, canalizó el Covianes y dióle corriente a través de la mayor parte de sus tierras, que cubrió de extensos cañaverales. Para aprovechar sus dilatados plantíos, levantó una gran fábrica de azúcar, donde instaló una maquinaria moderna. El día que hizo el estreno del potentísimo molino, enormes calderas, evaporadoras, defecadoras y tacho prodigioso (que parecía un mundo de cobre brillantísimo suspendido en la parte más elevada del salón principal), organizó un gran festejo al que concurrieron todos los personajes más notables del contorno, incluso el señor Obispo y el gobernador del Estado.
Como las utilidades correspondieron a los grandes dispendios, fue la fortuna de Ruiz aumentando rápidamente, hasta el grado de murmurarse entre la gente de la comarca, que pasaba ya de un millón de duros.
Decían malas lenguas que esta deshecha bonanza de los negocios de don Pedro, era la causa de que su compadre y amigo don Miguel, hubiese concebido secreta inquina en su contra. Y como se notara, en efecto, que mientras Ruiz fue pobre o de mediano caudal, le mostrase grande afecto don Miguel, y que, a medida que a aquél le iba sonriendo la suerte, se le fuese alejando al compadre, no faltaban, en verdad, fundamentos para aquella sospecha.
Don Miguel Díaz tenía un exterior imponente. Parecía más joven que don Pedro, a pesar de ser dos o tres años más viejo. Era de estatura mediana, esbelto talle, blanca y sonrosada tez, grandes y bellos ojos y nariz aguileña y bien perfilada. Llevaba al rape el pelo castaño y larga la barba rizada y fina, donde apenas blanqueaban algunas canas. Vestía, además, con esmero, al revés de don Pedro, quien siempre andaba de negro, con chaqueta de tela ordinaria, chaleco sin abotonar y botas sonoras de grandes cañones. Don Miguel cuidaba de ir conforme a la moda. Sus calzoneras de color oscuro, ajustadas a la pierna, lucían botonaduras y cadenillas de plata; mirábase la rica faja de seda aparecer bajo su chaleco, blanco casi siempre; la chaqueta era clara, de cheviote finísimo y corte irreprochable. La variedad de sus sombreros era proverbial. Teníalos, de jipi-japa, chambergos y de palma con grampas y galones.
Montaba briosos y gentiles caballos en sillas siempre nuevas y cubiertas de planchitas argénteas, formando contraste también en esto con don Pedro, que acostumbraba cabalgar en una mulita prieta, viva y de rápido y blando paso, que casi no le sacudía al devorar la distancia.
Tenía, en fin, don Miguel, un aspecto avasallador, Callado, era verdaderamente majestuoso; pero visto por su parte psíquica, era un pobre hombre, que no alcanzaba más allá de sus narices. Tan descuidado en su educación como don Pedro, no tenía perspicacia como éste, ni reflexión, ni buen criterio; todo lo veía al través de un velo confuso, sin formar idea clara de cosa alguna. Teniendo el instinto de su pesadez intelectual, habíase vuelto falso y desconfiado, juzgando que le bastaban estas armas para derrotar a los más hábiles en la batalla de los negocios. Condiscípulo de escuela de don Pedro, habíales ligado estrecha amistad desde muy niños. Y los lazos de su afecto habíanse apretado con motivo del matrimonio contraído por don Miguel con una parienta próxima de su amigo, llamada doña Paz; pero, cosa rara, ni por eso, ni por nada, habían podido tutearse.
Nunca hubiera Díaz logrado tener entre manos grandes negocios, a no ser por el fallecimiento de un tío acaudalado, quien le dejó por herencia la vasta hacienda del Chopo, colindante del Palmar. Era también azucarera aquella finca: así es que por la semejanza del humilde origen de ambos agricultores, por el bienestar adquirido por ellos más tarde, y por la contigüidad de los inmuebles e igualdad de los giros, habíase despertado la emulación poco a poco entre los dos amigos. No es la emulación pasión perversa cuando sirve de acicate al esfuerzo mayor y al anheloso y honrado trabajo; antes virtud saludable y elemento de progreso y bienestar. Tal había sido la que don Pedro había sentido; pero don Miguel había ido pasando gradualmente, sin que jamás se diese cuenta de ello su oscurísima conciencia, de la emulación a la ruin envidia, que es tristeza del bien ajeno y deseo de arrebatarlo a quien la disfruta. Desde aquel punto y hora comenzaron a desvelar a Díaz los progresos de la fortuna de Ruiz, en términos que la gente llegó a advertirlo, por más que el envidioso procurase disimularlo; y ni los lazos de la antigua amistad, ni el compadrazgo que contrajeran en días de verdadero afecto y concordia —pues don Pedro había llevado a Ramona, hija de don Miguel, a la fuente bautismal—, ni las consideraciones sociales, ni el bien parecer, ni cosa alguna divina o humana, fueron ya parte para contener el desbordado torrente de su secreto enojo.
Y como le conociera el pie de que cojeaba, el licenciado Jaramillo, vecino del pueblo, se dio desde luego a explotar aquella veta de pleitos, haciéndole creer que Ruiz tenía usurpada una parcela de sierra, llamada Monte de los Pericos, perteneciente al Chopo. Cayó la idea en espíritu bien preparado para recibirla. En realidad, sólo esperaba Díaz algún motivo, grande o pequeño, para romper lanzas con su amigo; de modo que cogió la ocasión por los cabellos, como suele decirse, y con el anhelo de ensanchar su hacienda y de justificar su conducta, que por instinto conocía que no era buena, acabó por creer a pie juntillas el aserto.
Así fue que, al fin de algún tiempo más o menos largo, de lucha interna, presentó su reclamación en toda forma al asombrado don Pedro. Tenía éste sus papeles en regla. Con toda lealtad mostrólos a su amigo; pero ¿qué entendía don Miguel de aquellas cosas? Ni siquiera alcanzaba a leer bien las escrituras. Asesoróse en tal conflicto de Jaramillo, y el ilustre Papiniano halló, por de contado, mayores comprobantes que los que ya tenía, de la usurpación del Monte, en aquellos instrumentos, y tomó abundantes citas y notas con ocasión de ellos, para apercibirse a la demanda de reivindicación.
Con tal motivo entibiáronse mucho las relaciones de Ruiz y Díaz; pero como pasó algún tiempo desde la exhibición de los títulos, y nada se había vuelto a hablar sobre el asunto, creyó Ruiz que su amigo desistía de su propósito, y fue apaciguándose poco a poco su ánimo, hasta olvidar sus resentimientos y volver a sentir afecto hacia don Miguel. Grande fue su desencanto, por lo mismo, cuando oyó de boca de Díaz aquellas crueles palabras: Eso no quiere decir que usted se quede con lo mío. ¡Qué modo de amigos!
Pronto, empero, recobró el aplomo, y repuso con voz serena:
—Compadre, no es usted justo; no merezco que diga eso de mí.
—Obras son amores y no buenas razones.
—¿Pues qué quiere que haga?
—Que me entregue el Monte.
—Sólo que quiera que se lo regale…
—Con eso me ofende. Yo no quiero nada dado, ni lo necesito; pero tengo derecho para exigirle que respete mi propiedad.
—Pero hombre ¡qué propiedad va usted a tener en ese terreno! Lo compré con mi dinero. Ya le enseñé mis papeles.
—No valen nada sus papeles. El licenciado los vio y dice que no valen nada.
—¿Qué licenciado?
—El señor licenciado Jaramillo.
—No le haga caso, compadre. Es un buscapleitos que revuelve el agua de propósito para ver que pesca.
—No puedo permitir que hable usted de ese modo del señor licenciado. Hágame favor de tenerle un poco de más consideración.
—A mí no me importa nada el licenciado.
—Doblemos, pues, la hoja, y dígame usted categóricamente si me ha de entregar o no el Monte por la buena.
—Ni por la buena ni por la mala.
—¿Con que no?
—Lo dicho: ni por la buena ni por la mala.
—Eso ya lo veremos.
—Como usted guste.
—Después no se queje de que no le guardo consideraciones. Antes de todo, he querido brindarle con la paz…
—Exigiéndome que me rinda a discreción… ¡Me gusta la paz!
—Ahora, para que no crea que le ataco a traición, le advierto que he de recobrar el terreno como pueda. Se lo aviso para que esté preparado.
—Ya sabe que no me sé asustar con el petate del muerto. Haga lo que quiera; verá si me defiendo.
—Ya se lo aviso… después no se sorprenda… —terminó don Miguel cortando el coloquio, que era casi un altercado, y bajando las gradas del corredor para tomar el caballo.
—No tenga cuidado —repuso don Pedro con soma, acompañándole hasta abajo de las gradas— no tenga cuidado…
Díaz arreglóse la barba con ambas manos, empuñó la rienda, montó, espoleó al animal y se despidió de Ruiz diciendo:
—Ya nos veremos, compadre.
Alejóse a buen paso, seguido a corta distancia por su mozo Marcos, a tiempo que don Pedro repetía a su espalda como un eco:
—¡Ya nos veremos!