XI
Cuando los mozos de don Miguel, puestos en libertad por el presidente del municipio, volvieron al Chopo, fueron objeto de las burlas y chascarrillos de los demás rancheros.
—Hombre ¿dizque los sorprendieron dormidos? —les preguntaban unos.
—¿De qué les sirvieron las armas y los caballos? ¡Pa entregar todo por parejo! —decían otros.
Estas y otras zumbas por el estilo, los traían airados y discursivos. Uno de ellos, sobre todo, Pánfilo Vargas, no podía tener un momento de tranquilidad asediado por aquellas bromas, y martirizado por sus propios rencores. Siempre había sido muy hombre, desde pequeño, y había sostenido su reputación de tal, contra viento y marea. Era la primera vez que hacía papel desairado en un lance de armas, y no podía resolverse a olvidarlo. Recordaba, sin cesar, con ira desbordada, la manera brutal con que Roque Torres, sirviente de don Pedro, le había tratado en el Monte: parecíale que le estaba atando las manos todavía por detrás de la espalda, y repetía mentalmente aquellas palabras que le dijo él, Pánfilo, ciego por la indignación.
—«Apriétele más, amigo, que al cabo algún día nos hemos de ver y sabrá quen soy».
Sentía en las muñecas la ignominia de las ligaduras, y, a tal punto llegaba su preocupación, que se las examinaba con frecuencia, a ver si todavía conservaban la huella de las cuerdas.
Callado, cejijunto y siniestro anduvo algunos días. Sus compañeros acabaron de exasperarle diciéndole:
—¡Cuán juido te dejó la amarrada del otro día! Ya no tienes valor ni an siquera pa hablar.
La situación era insoportable. Resuelto a tomar venganza, solía decir en medio de su exaltación.
—Yo no me quedo con ésta, más que me lleven los diablos.
—¿Pos qué vas a tomar el Monte? Necesitas llevar artillería, porque está muy bien cuidado —le decían.
—¡A mí qué me importa el Monte!
—¡Pos qué queres pues!
—Tomar mi desquite.
—¿Del dueño del Palmar?
—No, de Roque, que me amarró las manos y me trincó con todas sus ganas. Lo que es Roque me la paga.
Y no se le quitaba del pensamiento aquella idea, de que Roque se la había de pagar.
Supo un día que el tal estaba de guarnición en el Monte, en compañía de otros sirvientes de don Pedro. Ruiz les había hecho construir unos jacales debajo de la arboleda, y las familias de los mozos habían acudido a aquel sitio para acompañarlos; y había acabado por formarse una ranchería en aquel sitio, la cual aún subsiste después de pasados los acontecimientos que relatamos.
Tuvo don Pedro por conveniente mandar a Roque Torres a aquel punto, por la confianza que le inspiraba, pues sabía que era bravo, vigilante y fidelísimo; y no faltó quien revelase a Pánfilo la vecindad de su reval, como ya le llamaban a Roque. Esta noticia lo irritó más, y habiendo madurado sus planes, y sin decir nada a persona alguna, salió una madrugada de su casa, armado de pistola y machete, y montando en un buen caballo, que parecía tan impaciente como él por armar camorra.
Llegó temprano al lindero del Monte, y vio desde el otro lado del arroyo, las chozas de sus guardianes. Pensó de pronto hacer repentina irrupción en aquella colonia, provocándolos a todos y retándolos a combate; pero le contuvo la reflexión de que podía ser burlado nuevamente, cogido, desmontado, desarmado y agarrotado. ¿Cómo, pues, hacer saber a Roque que lo esperaba? ¡Si casualmente saliese por aquel rumbo y lo mirase! Le haría una seña, y cuando se le aproximase, le diría cuántas eran cinco. Así transcurrieron varias horas. Salió el sol, subió al cielo lentamente, y llegó casi el cenit. Desesperaba ya de su suerte, cuando vio llegar corriendo al arroyo, a un chico que perseguía un gallo prófugo. Estúvose quedo para no alarmarlo, y cuando lo vio cerca, díjole con la mayor naturalidad:
—Oyes, José ¿qué no has visto po ay a Roque?
—Sí, siñor, ay está.
—Dile que lo he menester.
—Está güeno —contestó el chico llevándose el ave que había acabado de capturar.
Pánfilo lo oyó gritar entrando en la ranchería:
—¡Don Roque! ¡Don Roque! ¡Aquí lo precuran!
—¿Quén es? —dijo una voz.
—Un siñor —contestó el chico—. Está del otro lado del arroyo.
Momentos después apareció Roque caminando a pie en aquella dirección.
—Amigo —díjole Pánfilo saliendo de su escondite—, yo soy quen lo precura.
—Buenos días le dé Dios, amigo don Pánfilo —contestó Roque—. ¿Pa qué soy güeno?
—Tenemos que arreglanos de cuentas. ¿Tan presto se le ha olvidado?
—¿De qué cuentas?
—De las pendientes.
—No tengo con usté ningunas cuentas.
—¡Adiós! ¿Luego ya no se acuerda de la amarrada que me dio en el Monte, cuando llegó en bola con don Pedro y sus sirvientes?
—Sí me acuerdo; pero eso nada quere dicir.
—Pa usté será; lo que es pa mí si quijo dicir muncho. ¡Cómo que todavía no se me quitan las señales del mecate con que me amarró! —Y mostró a Roque ambas muñecas.
—Pos dispénseme, amigo; el que es mandado no es culpado. Ya vido como el amo don Pedro me dio esas órdenes.
—Sí, pero usté me trincó con munchas ganas; se conoce que me quijo mortificar al de veras. Usté siempre me ha tenido idea.
—Ni por pienso; nunca se la he tenido.
—Por eso le dije: «Apriétele más, amigo, que al cabo algún día nos hemos de ver y sabrá quén soy».
—Pero yo no le hice aprecio, porque los hombres, cuando están dados, pueden dicir lo que queran.
—Y ahora se lo repito de hombre a hombre. He venido a cumplile lo prometido.
—Por eso, pues, ¿qué es lo que quere?
—Lo que quero es que nos rajemos el alma, aquí, a lo solo.
—Pero hombre, amigo, ¿pa qué son esas cosas? Lo que pasó voló ¡dispénseme!
—¡Que le dispense su señora madre! Lo que soy yo no lo dispenso.
—Lo que vengo viendo es que es usté muy faltoso, y que le gusta encajarse cuando lo tratan con política.
—Lo trato como debo, pa quítale lo sordo.
—A mí naiden me mienta a mi señora madre.
—Pos yo seré el primero, y no sólo a ella, sino a su padre, y a sus agüelos y a toda su parentela.
—¡Lo que tiene usté es que es muy desgraciado!
—¡Muy hombre es lo que tengo!
—¡Qué hombre ha de ser; es puro collón!
—¡Collón será usté jijo…!
Y quedaron frente a frente, mirándose ambos de hito en hito. A medida que se hacía más vivo el diálogo, aproximábanse el uno al otro, hasta ponerse casi juntos. Al oír Roque la última frase de Pánfilo, no pudo contenerse, y se precipitó sobre él. Con la mano siniestra procuró asir la brida del caballo, mientras con la derecha se apoderó de la culata de la pistola que pendiente del cinto llevaba el contrincante; pero ya éste había sospechado la agresión. Levantó la rienda, e hincando espuelas al caballo, hízolo salir disparado. El bruto atropelló a Roque y lo derribó; pero se levantó en el acto el ranchero, y cuando Pánfilo arrendó el caballo para volver sobre él, estaba ya a buena distancia por el cauce del arroyo. Enfurecido Pánfilo echó mano a la pistola.
—Está güeno, amigo —objetó Roque con sangre fría—, así se encajará con los desarmados.
—¿Pos quén le manda andar desaprevenido?
—Si tantas ganas tiene de que nos matemos ¡cómo no me aspera mientras traigo mi trunfo!
—Lo que quere es irse a cansar con los otros.
—Miente. Lo que quero es ir y volver pa quítale lo hablador.
—Vaya, pues, y no se tarde, porque si no, me meto entre sus compañeros, y le doy una cintareada delante de ellos.
—Es usté muy argüendero y se lo voy a probar.
—Nomás no haga escándalo. Es necesario que sea hombre siquera una vez en su vida.
—Amigo, ¿pa qué son tantas palabras? Parece vieja en lo chismoso.
—Vaya y güelva pronto, jijo…
Pasó Roque el arroyo y se metió en la ranchería. Transcurrió un rato y no volvía. Pánfilo comenzó a creer que no acudiría a la cita porque tuviese miedo; pero a poco oyó un silbido hacia abajo de la ladera y vio a Roque a caballo, golpeándose el pecho con arrogancia, como diciéndole:
—¡Aquí me tiene a sus órdenes!
Al verlo, voló Pánfdo a su encuentro.
—Hora sí —dijo Roque—, aquí me tiene pa servile y dale gusto en cuanto se le ofrezca.
—Pos ya sabe lo que se me ofrece, que nos demos una buena agarrada.
—Me parece que estamos bien aquí; naiden nos mira.
—Pos entonces haga ganas —exclamó el impetuoso Pánfilo, sacando el revólver.
—Óigame —observó Roque sacando también el suyo—; si de veras tiene ganas de que nos matemos, no sea tan escandaloso. Meta la pistola y saque el machete.
—Yo haré lo que me dé la gana ¿le tiene miedo al trueno?
—Usté es el que ha de querer hacer ruido pa que nos oigan y vengan a desapartamos. Si no nos acertamos a los primeros plomazos, ya no hubo nada, porque viene la gente y nos separa. ¿Eso es lo que quere?
—Puede que tenga razón —repuso Pánfílo—. Pos entonces no hay que perder tiempo. ¡A lo que venimos, venimos!
Sacaron los machetes, apostrofáronse, enderezaron los caballos de frente, y se lanzaron el uno contra el otro, descargándose golpes redoblados, y buscando medio de herirse. En el silencio del campo, y en lo escondido de la hondonada, no se oía más que el choque de los aceros y el furioso resoplar de los brutos. Varias veces se apartaban los combatientes obligados por los quiebros y saltos de las cabalgaduras; pero pronto las reducían a la obediencia. Aproximábanse tanto a ocasiones, que no podían hacer uso de la hoja de las espadas, y se golpeaban rudamente con las empuñaduras. Lo inútil de la lucha los exaltaba; los caballos jadeantes, espumantes y cubiertos de sudor, parecían fieras.
Exasperado Pánfílo, inclinó la cabeza para cubrir el rostro con el ancho sombrero, y dirigiendo la punta del machete al pecho de Roque, aflojó la rienda e hincó espuelas al caballo. No tuvo tiempo Roque para apartar el suyo; pero con la agilidad que da el instinto de la propia conservación, y sin saber como, echó el busto rápidamente al lado opuesto, y pasó el arma sin herirle, aunque desgarrándole la camisa y la chaqueta. Y como había levantado la diestra maquinalmente, dejóla caer sobre la cabeza de Pánfílo, en el momento en que éste pasaba como una exhalación junto a él. El golpe fue rudo y estuvo a punto de derribar a Vargas; Roque creyó que le había hendido el cráneo.
Pero traía Pánfílo el pañuelo colorado de grandes dimensiones y una gruesa caja de cigarros dentro del sombrero. Sobre aquel cojín cayó el filo del arma, y se amortiguó el golpe; a no ser por esto, allí quedara muerto el vehemente ranchero. No salió ileso con todo. Al lado izquierdo de la cabeza, sobre la oreja, penetró el filo produciéndole una larga herida, que le cubrió el rostro de sangre.
—¡Ya lo ve, amigo —exclamó Roque al verle—; pa eso quería que nos diéramos una agarrada!
—Todavía falta —respondió el herido con voz ronca—; todavía no estoy dado.
—¡Pos qué más quere!
—Lo que quero es que me acabe de matar. An tengo juerzas pa seguir la trifulca. Hora lo verá como todavía le sirvo.
Y bajando del caballo, recogió el sombrero, desdobló el ancho pañuelo y se lo ató fuertemente a la cabeza, formando un nudo con las puntas sobre la frente. Así no lo cegaba la sangre.
—Ahora vamos a comenzar otra vez —dijo Pánfílo montando a caballo de nuevo.
—No, amigo, yo no peleo con los hombres imposibilitados.
—Eso no le importe; yo sé lo que hago. Estoy juerte y puedo dale gusto.
—Lo que soy yo, ya no peleo.
—¿De modo que está juido y se cansa?
—No, sino que le tengo lástima.
—¡A mí naiden me tiene lástima! —gritó Pánfílo.
Y sin más, echóse a escape sobre Roque con el machete enarbolado. Así tan sólo se vio éste obligado a reanudar el combate, aunque con poca voluntad, y proponiéndose ya no atacar, sino defenderse únicamente. Pero la cosa iba de veras. Un machetazo de Pánfílo le mutiló el ala del sombrero; otro le rompió la teja de la silla. Hubo un instante en que el compasivo Roque se reputó perdido. Trozada una de las riendas, su caballo ya sin gobierno, dióse a girar sobre sí mismo, sujeto sólo por la otra rienda. Pánfílo, ciego de furor y sin atender a nada, arremetió no obstante con gran furia.
Comprendió entonces Roque que la disyuntiva era ésta: morir o matar. Respondió, pues, al ataque, con mandobles furiosos, aunque desordenados, en medio de los remolinos de la bestia espantada. Pánfilo intentaba acercársele, pero negábase su cabalgadura, y no era poderoso a vencer su resistencia. En medio de la refriega, recibió aquélla una cuchillada en el hocico. Pero se obstinó Pánfilo a tal punto y hundió tan hondamente las espuelas en los ijares de la bestia, que al fin, exasperada, lanzóse ésta hacia adelante de un bote, arremetiendo contra Roque y su caballo. El choque fue rudo: jinetes y animales cayeron por tierra en revuelta pugna y confusión. Caídos, siguieron ofendiéndose los combatientes con los pies, con las manos, con la empuñadura de los machetes y pronto estuvieron en pie, estropeados, cubiertos de polvo, descoloridos, horribles. No parecían hombres, sino bestias feroces.
Los caballos abandonados a sí mismos, emprendieron la fuga luego que pudieron levantarse. Corrieron desbocados por la ladera, haciendo un ruido espantoso con los cueros de las sillas, que sacudían sobre los lomos, y con los estribos que azotaban contra los troncos de los árboles. Pronto desaparecieron en lo más enmarañado del bosque. Oyóse por algunos momentos el rumor de su fuga; pero muy luego se desvaneció en la distancia, y todo quedó silencioso.
La lucha no podía prolongarse; los combatientes estaban agotados. Apenas podían moverse; pero no querían rendirse, pues aunque les faltaban las fuerzas, sobrábales el coraje.
El azar resolvió la contienda. Levantó Roque el brazo para descargar un machetazo a Pánfilo en la cabeza, y éste acudió rápidamente a la parada, para defender el cráneo; mas no alcanzando a parar con la hoja, hízolo con la empuñadura. Y el arma pesadísima de su antagonista dio de filo sobre sus dedos menores. Con esto cayeron al suelo tanto la espada como los dedos tronchados; tinta en sangre aquélla, éstos lívidos y convulsos.
—¡Hora sí estoy dado! —clamó el herido con voz dolorida.
—Se lo dije, amigo —repuso Roque—. ¿Qué necesidá había de todo esto?
—Cosa de la mala suerte, amigo: como pude ganar, pude perder —objetó Pánfilo—. Usté me ha redotado a lo hombre: no dirá que no.
—¡Cómo lo he de negar! La verdá tiene usté muncho corazón. Déjeme amarrarle la mano con el paño, a ver si se le contiene la sangre.
Diciendo esto, envolvió Roque la mano del herido con su enorme pañuelo.
—¿Pa onde quere que lo lleve? —preguntó—. Usté no puede caminar solo.
—Váyase y déjeme; no sea que lo pongan preso —repuso Pánfilo.
—Más que me suman en la cárcel, no lo he de dejar.
—Pos entonces, ayúdeme a llegar hasta cerca del Chopo. Cuando estemos a una vista de la hacienda, se degüelve.
—Hasta onde quera, amigo; vamos caminando.
Y se pusieron en marcha. Pánfilo avanzaba penosamente; se quejaba y tenía sed. Deteníase con frecuencia para beber en los arroyos y Roque le daba el agua en el hueco de su mano.
—Amigo —le dijo—, me da grima velo tan mortificado.
—No le dé adición: yo tengo la culpa, y no me canso.
—Más valía que no nos hubiéramos agarrado.
—¿Pa qué hablamos de eso? Hora ya no tiene remedio.
Llegó el herido a no poder caminar. Apoyado en el brazo de Roque adelantaba lentamente; al fin, fue menester cargar con él como si fuera un niño. Así llegaron a la vista del Chopo. Pánfilo no quiso que Roque le llevase más lejos.
—¡Que Dios se lo pague! —le dijo—. Déjeme en esa piedra y váyase de priesa, no lo vayan a agarrar.
—Másque me agarren ¿cómo se queda solo?
—A cada rato pasan po aquí los piones con sus mujeres; ellos me conducirán a mi casa. ¡Váyase!
—Güeno, amigo, pos usté lo quere, se hará; pero en antes necesito una cosa; si no, no me voy.
—¿Cuál?
—Que seamos güenos amigos pa lo de adelante.
—Con muncho placer; de aquí pa lo de adelante.
—¿No me guarda rencor y olvida los sucesos sucedidos?
—¿Por qué se lo había de guardar?
—Por lo que le jice.
—Jué a lo hombre; eso nada quere dicir.
—Entonces deme la mano güena.
—Aquí está —contestó el herido tendiéndole la izquierda calenturienta. Roque la estrechó con efusión.
—Dios quera que se alivie presto —murmuró.
—De la mano manca —agregó el herido procurando contraer la boca pálida y seca, con una triste sonrisa.
—¡Que se haga la voluntá de Dios! —repuso Roque condolido.
Oyóse en esto un silbido detrás de una cerca.
—Ya es hora de que se vaya, amigo —dijo Pánfilo—. ¿No ve que vienen?
Apenas podía hablar; estaba a punto de desmayarse.
Roque vacilaba.
—¿Cómo lo dejo? —decía.
—Váyase si quere que seamos amigos; si no, quédese.
—Entonces me retiro.
—Adiós, y corra muncho pa que no le den alcance.
—¡Adiós, pues!
Ya era tiempo. Apenas se alejó Roque, aparecieron varios peones, que salieron al camino saltando sobre los vallados. No tardaron en ver a Pánfilo.
—Amigo ¿qué tiene? —le preguntó uno de ellos.
—Estoy malo —contestó.
—Tiene muncha sangre —observó el otro—. Está herido.
—¿Quén lo golpió?
—Llévenme a mi casa, por amor de Dios —exclamó Pánfilo con acento lastimero.
—¿Quén fue el causante?
—No puedo dicilo, llévenme… —Y perdió el sentido.
Asustados, llamaron a sus compañeros con agudos silbidos. A poco se presentaron varios acudiendo de diferentes direcciones. Improvisaron unas parihuelas con ramas de árboles y frazadas; colocaron al herido en aquel lecho portátil, cargaron con él a cuestas, y así, formando cortejo, llegaron al Chopo en breve espacio.
Indescriptible fue la emoción que produjo en la ranchería ver a Pánfilo en aquel estado. De pronto le creyeron muerto. El curandero del lugar, ranchero tosco, pero habituado a ver heridos y muertos —resultado común de bodas y fandangos— declaró que no estaba más que desvanecido. Desvendándole la cabeza y la mano, le administró la primera curación, mientras a todo correr fueron a llamar al médico de Citala.
La mujer de Pánfilo no cesaba de dar gritos lastimeros.
—Bien me decía el corazón, que algo le había sucedido, dende que vide llegar el caballo solo a la juerza de la carrera.
—No tenga cuidado, asosiéguese —repuso el ranchero—. No está muerto ni se va a morir. Quedará manquito nada más.
—¡Anque sea manco lo quero —sollozó la pobre mujer—, es tan güeno conmigo y con sus hijos!