Epílogo
De Boise a Nueva York, con escala en Chicago, el viaje en avión es un verdadero suplicio para Chemari. A su lado va un representante de la Compañía que, de vez en cuando, le dice:
—Todavía creo que se arrepentirá.
—No creo.
—Claro que todavía está a tiempo. Un simple telegrama desde Nueva York, y saldrían a esperarle.
Chemari calla y sonríe. Él no está arrepentido de nada.
Mientras vuelan sobre territorio americano Chemari no puede reprimir su intranquilidad y desasosiego. Está deseando que el avión vuele sobre el Atlántico para comenzar a pensar en su aldea y en lo que allí le espera. No puede apartar de sí el pensamiento de Chaume, que fue su compañero de asiento en el avión, hace ahora casi un año.
Es ahora cuando comprende el horror de aquella muerte insensata y sobrecogedora. Había muerto a poco más de cien metros de él mismo, ahogándose en el cieno… Y él sin poder hacer nada. De sólo recordarlo Chemari se agarra al asiento del avión y siente náuseas. Y luego el recuerdo de John y Tincho, dos bravucones indeseables. Chemari pone un gesto de desprecio. Allá su primo Esteban, que tenía estómago para tratar con ellos y que iba a ser su jefe dentro de muy poco. Allá él. Para él todo, el rancho, los caballos, los hermosísimos ganados, las inmensas tierras de míster Link, con todos sus peones dentro.
Ahora el rostro de Chemari se dulcifica y hasta sonríe. Es que se está acordando de su perro Demonio. A Demonio sí que le hubiera gustado traérselo consigo. Se lo hubiera llevado a su aldea. Pero no le han dejado traérselo…
Chemari vuelve con el rostro curtido, pero ni más gordo ni más delgado de lo que salió. Aunque la camisa que lleva, así como la cazadora, los pantalones y los zapatos son americanos, la boina es la misma que sacó de su aldea. Esto le da cierta seguridad y aplomo en medio de la febril excitación con que se mueve dentro del avión. Se levanta sin necesidad, para volverse a sentar a cada momento. Va a los servicios sin tener ganas de nada, sólo porque no puede estarse quieto.
—Duerma un poco, procure dormir… —le dice el representante de la Compañía que se ha prestado a ser su guía hasta Nueva York, en un viaje forzoso que tenía que hacer.
Pero Chemari no puede dormir, aunque a ratos entorna los ojos. Este viaje en avión es para él mucho peor que el de venida. Entonces venía entre los demás pastores. Venía bebiendo, rodeado de compañeros. Ahora va solo y lleno de presagios. Son presentimientos sin ninguna base razonable, pero no puede liberarse de ellos. A ratos también, cuando el avión tiene algún bache, teme que pueda sobrevenir un accidente.
—¿Le esperan en su casa? —pregunta su compañero.
—No he dicho nada. Así la sorpresa será mayor. O a lo mejor lo aviso desde Madrid o desde Bilbao…
A la salida de Chicago el avión sufrió unos bandazos y sacudidas fortísimas. Metido en el avión, entre nubes, a Chemari le parece como si el viento fuera a arrancar las alas del aparato.
En Nueva York tuvo que esperar varias horas sin saber qué hacer. Varias veces se ha levantado pensando comprar un pañuelo para Maribelcha y ha vuelto a sentarse. Por fin se decide, cuando ya su avión está a punto de salir, y le compra un pañuelo de gasa floreado.
Ya están sobre el agua. Chemari mira por la ventanilla y un gozo liberador se refleja en su rostro. De nuevo nubes y tremendos coletazos del avión. Chemari reza un padrenuestro con todo fervor.
La azafata le sirve un whisky doble, casi sin agua. Chemari se lo atiza de golpe. Quisiera aturdirse. Quisiera ya estar llegando. Ojalá este viaje lo hubiera podido hacer andando. Lo habría hecho con mucho gusto, aunque tardase años. Pero no montado en este bicharraco que le da un miedo espantoso. Desde luego en cuanto llegue a Madrid, nada de aviones. Se iría hasta Bilbao en tren y de Bilbao a Fuenterrabía en coche de línea.
¿Cuándo vería su tierra, su casa, su carretera, su taberna, los montecillos, el riachuelo, la llovizna?…
¡Mira que si ahora le pasaba algo al avión! ¿Y si su madre y Maribelcha se enteraban porque alguien lo leía en el periódico y se lo decían? El mar, siempre el mar… Y nubes, y más nubes… Y el ruido penetrante y desmoralizador de los motores, que alguna vez parecía como si se fueran a parar.
De rato en rato se echa mano a la cartera. Llevaba dinero suficiente para resistir los primeros meses hasta que encontrara trabajo en su pueblo. Trabajo no le había de faltar. Llevaba bastante para arreglar la casa y hasta para casarse. Claro que podría haber traído mucho más, una fortuna, una verdadera fortuna, si hubiera querido quedarse unos años. Y aceptar el puesto que su primo le había ofrecido. O simplemente quedándose en la montaña, con las ovejas, unos años más, ahora que el puesto 14 era lo que se dice un puesto próspero y apetecible.
El que se había quedado profundamente disgustado era su primo Esteban. La cosa no era para menos. La salida intempestiva de Chemari, además, le había producido serios contratiempos de organización.
Chemari no quiso ni esperar a que se cumpliera el año del contrato, aunque sólo faltaba poco más de un mes. Y esto era lo que menos podía comprender Esteban. Chemari sí que lo comprendía muy bien. Pero no era cosa de decirle a su primo que lo que no quería era precisamente estar en su boda. No quería tener que ver a John y a Tincho. Tampoco podía resistir la idea de volver a ver a Esther. Aquella muchacha le perturbaba demasiado. Le miraba de una manera… Y Chemari prefería la superficie tranquila y quieta de los ojos de Maribelcha.
—Pero, ¿cómo no te quedas, por lo menos, a mi boda? Esto sí que no te lo perdono —le decía Esteban.
—No, no, comprenderás que yo quiero pasar las Navidades con mi madre… y con quien tú sabes.
—Lo que pasa es que te has rajado.
—Claro que me he rajado, no me avergüenzo de decirlo. Yo no sirvo para esta tierra…
—Eres un vasco sentimental, miedoso y poco emprendedor.
—Tienes razón, tienes toda la razón.
Y Chemari sabía que su primo tenía razón. Él no servía para aquello. Aun el monte, las ovejas, la soledad, él lo resistiría bien. Si no hubiera sucedido lo de Chaume… Pero desde lo de Chaume se sentía como flojo, vacío, desamparado. Parecería mentira, pero era como si Chaume a él le sirviera de compañía. Desde aquello casi no podía dormir. Siempre le parecía que Chaume había de aparecer de un momento a otro. Y no podía soportar esta sensación… Y luego, Esteban que había salido con aquello de llevarlo a Boise. Él no servía para Boise. Aun para la montaña y las ovejas; pero Esteban quería hacerlo progresar demasiado de prisa. Y esto a él le daba miedo, tanto miedo como le estaba dando ahora el mismo avión. Él prefería ir a pie y despacito. «Como tú era yo cuando llegué aquí», le había dicho muchas veces Esteban. Pero Chemari creía que no, que Esteban nunca había sido como él. Él había venido a esta tierra grande y rica para hacer un dinerito, pero nunca pensando en prosperar tanto. Bien se veía que su primo quería casarlo con Esther… ¿Y le gustaba a él Esther, realmente? Gustar sí que le gustaba; le gustaba quizás demasiado. Y tampoco es bueno que una mujer le guste a uno tanto… Una mujer así está bien para verla en el cine. Pero para casarse con ella… ¿Acaso le daba miedo también a Chemari, tanto miedo, también, como le estaba dando ahora mismo el avión, este sentirse por encima de las nubes, este vértigo de sentirse sin la tierra debajo de los pies…? Pues, sí, también Esther le daba miedo, ¿por qué no reconocerlo? Él volvía a su Maribelcha, que era una mujer como había sido su madre, como todas las de la aldea. Pero más guapa que ninguna, eso sí. Y que le quería de verdad… Otra cosa era su primo, que nunca había tenido novia en la aldea. Pero él no le podía faltar a su Maribelcha…
Chemari volvió a pedir algo de beber, pero ahora coñac, que para eso ya estaban llegando a Portugal. El viaje parecía no terminar nunca. No podía siquiera leer, aunque pensaba que debería interesarse algo por las noticias de los periódicos y revistas dé su país. Eran todos un poco atrasados, pero para él eran actualísimos. Durante un rato hasta se entretuvo contando hasta cien, y luego otras cien, y otras cien. Quería que pasaran los minutos. También rezó una y otra vez la Salve. Al ver que estaban volando sobre Lisboa y que iban a aterrizar unos minutos, Chemari se sintió inundado de alegría y de fuerza nueva. En un arranque de entusiasmo, prometió:
—Señor, yo te prometo que me casaré con Maribelcha y me portaré siempre como un buen cristiano… si llego con vida… y encuentro a todos bien…
Poco a poco, la paz que no conocía desde hacía semanas y semanas, le iba entrando con el paisaje y la luz de esta tierra que ya era su tierra. Lloró de emoción al ver unas sierras cubiertas de pinos y casitas. Vio también la línea refulgente del río, que brillaba como una espada desnuda. Iban descendiendo. Aquello ya era España. Una vez en su país, pues viviría. Si ganaba tres, pues con tres; si ganaba uno, pues con uno. Él no tenía nada contra América, y mucho menos contra los pastores vascos ni contra su primo. Y tampoco contra las borregas. Pero estaba visto que aquello no era para él. Si aquello hubiera estado destinado para él no le hubiera pasado lo que le pasó… Una cosa que decían que no había pasado nunca…
Avisaron que había que ponerse los cinturones. Había que apagar también los cigarros. Chemari estaba sudando. También era una lata que el avión ahora tuviera que llenar sus depósitos de gasolina, con lo poquito que faltaba para llegar a Madrid.
El avión se puso de lado. Chemari no quiso mirar hacia abajo. Vio algo así como un campo de deportes o un cementerio, no pudo precisar bien. Ya no faltaba más que este mal rato, y después otro mal rato. Lo mismo que el avión iba a hacer ahora lo haría en Barajas. Y todo listo y salvado. De nuevo prometió que sería bueno a carta cabal durante toda su vida si llegaba a pisar la ermita de su aldea y la taberna en donde hubo un día paisanos que nunca creyeron que fuera capaz de irse a América. Pues sí, había ido y volvía. No era como otros que se quedaban allá queriendo volver y no sabiendo. Ni como aquellos otros que sólo pensaban en ahorrar, y que, cuando querían darse cuenta, se encontraban con una rubia por esposa y con pasaporte americano…
Él era fiel a su sangre y al grito de la raza. El avión se bandeó y los motores medio se paralizaron, pero al instante rugieron de una manera extraña. Chemari cerró los ojos. Era como si estuvieran cayendo indeteniblemente hacia la tierra. Chemari al ver el agua tan cerca hizo su última promesa, no mentalmente, sino con palabras pronunciadas que su vecino no pudo captar. Con toda solemnidad dijo:
—Si aterrizamos bien, yo juro que no monto más en un avión. Aunque tarde más, iré en tren hasta mi tierra, tarde lo que tarde…
Madrid, marzo de 1963.