Diana pastoril
A las seis de la mañana ya no era posible dormir en el Hostal. Los pasillos se han llenado de vascos en camiseta, algunos todavía bajo los electos de la borrachera de la noche anterior.
—¿Qué tal, Chemari, estás listo para salir al monte?
—Y tú, Ignacio. ¿Te dejas algo?
Mientras se lavan y se visten, cantan. Ha sido Chaume el que ha comenzado a cantar estentóreamente:
Asturias, patria querida,
Asturias de mis amores,
quien estuviera en Asturias
en algunas ocasiones…
Pero no ha podido continuar. Todos han comenzado a silbar y gritarle que se calle.
La mayoría están medio adormilados y van y vienen por los pasillos como sacos. Se gastan bromas pesadas. A uno, que sigue roncando, le han echado un vaso de agua por la cara. A otro, que está metido en la ducha, le han echado agua caliente por encima. Ellos se divierten así.
Se escuchan algunos tacos, fuertes palabrotas. Pero todo está lleno de entereza y buen humor.
—A los pastos, a los pastos… vosotros que sois pastores, vosotros que sois el padre de la cordera.
—A los pastos, a los pastos… vosotros que sois cabrones y la madre de todos los lechales del mundo.
Se van juntando en el bar del hostal. Allí les comienzan a servir café y una copa.
Está amaneciendo. A la puerta del hotel hay una fila de camiones y de jeeps.
Cada pastor tiene su equipo preparado a la puerta del hostal.
—Oye, pero tu primo no aparece —le dice Chaume a Chemari.
—A mí no me hace falta mi primo para nada. A mí y a ti nos están esperando las borregas.
Chaume dejó la boina a un lado y se ha puesto un gorrito con visera que también forma parte del equipo. Camina presumido, chulillo, entre los demás pastores que más bien permanecen concentrados y graves.
Mirando y observando atentamente a Chaume, Chemari piensa que no le gusta el tipo, quizás porque parece muy poco vasco. Sin embargo, como Chemari es elementalmente bueno y confiado, piensa que todo esto son aprensiones suyas y se acerca a él y le dice:
—Te invito.
—Te invito yo a ti —responde Chaume.
—No olvides que yo soy tu jefe y los jefes son los que mandan y los que pagan.
Los pastores al salir a la calle y ver la expedición que les tienen preparada se quedan un tanto pasmados.
Ya van llegando los vascos americanizados, los viejos vascos que son responsables, asesores o funcionarios de la Compañía. Ellos no parecen seres de la misma raza; ya se mueven más rápidos y expeditos. Han perdido esa lentitud y esa tozudez que es característica de los vascos.
Llega Esteban. De nuevo con listas en la mano. Va comprobando que todo está en orden: camiones, jeeps, equipos, parejas…
Los viejos pastores, así como los dueños del Hostal, han salido hasta la puerta.
—Nada, nada, sol y aire y buena comida ¡a engordar! —les dicen.
De todos modos se nota en ellos cierta nostalgia. Se ve que recuerdan el momento de cuando ellos llegaron al Oeste. Alguno de ellos declara:
—¡Aquello de entonces sí que era pastoreo! Esto de ahora es un viaje de placer.
—Aquello de entonces sí que era ser pastor. ¡Ahora entráis ya de señoritos!
—Pero ¿vosotros estuvisteis alguna vez en el monte? —dice Chemari tuteándolos confianzudamente.
—Nosotros, hijo, estuvimos. Muchos años estuvimos.
—Y yo mismo no hubiera vuelto. No hubiera vuelto si no me hubieran traído a la fuerza. Aquello es vida sana.
—¿Y cuándo volveremos por primera vez? —pregunta Chaume.
—Para San Ignacio seguro que volveréis.
Van subiendo los pastores a los puestos que Esteban indica a cada cual. La caravana tiene cierto aire militar, pero de una milicia peregrina, definitivamente pacífica.
—Esto es como el sarampión.
—Todos pasamos por esto —van repitiendo los pastores viejos.
—Esto es como el servicio militar en España, pero mejor… —dice el jefazo.
—Es como el noviciado de los de Oña o de los de Loyola —defiende otro.
Hay algunos camareras espiando desde las ventanas. Se ve que los recién llegados no han caído mal.
Los equipos, con bártulos, indumentaria y suministro, van siendo colocados en los camiones. Los pastores gritan:
—¿Está lo mío?
—Dirás: ¿Está lo nuestro?
Todos van cerciorándose de que no les faltan sus instrumentos y provisiones.
Van saliendo a la calle los vecinos de la pacífica localidad. Incluso transitan ya los primeros operarios. En algún portal la señora despide a los niños que montan en el coche del marido seguramente camino del colegio.
Los pastores comentan:
—Y el almirante o general o pequeño diablo, ¿seguirá en su sitio?
—Allí estará, esperando a que volvamos.
Canturrean algunas canciones vascas pero sin mucho aliento. En el fondo están dominados por la tristeza. El mismo hecho de ver cómo los habitantes de Boise se entregan o comienzan a entregarse cada uno a su quehacer, los hace pensar en su extraña situación de reclutas de la pastoralia.
—Al camión, al camión —comienzan a gritar a los rezagados.
Aparece Chemari. Los demás le gritan:
—No te vayas a quedar, so enchufao.
—¿Qué tal, Chemari?
—¿Cómo te fue, Chemari?
—¡Aupa el Athletic! —grita él, eufórico y contagioso.
A su lado se sienta Chaume. Esteban vino a darle la mano.
Comienzan a desfilar camiones y coches. Ha salido el sol. Boise comienza un día más. Empleados, funcionarios, rancheros, operarios, se están poniendo en movimiento. En algún punto ignoto de la ciudad suena una campanilla frágil y casi frívola. También allí hay misas. Pero al instante se escucha una competición diversificada de sirenas.
Los pastores ya están encima de los vehículos. Esteban va pasando lista. No falta ninguno.
—Creo que se queda uno —dice el caporal en broma.
Esteban da la orden de marcha.
—Eh, eh, no hay derecho, que se queda tu primo Chemari —le gritan.
La caravana cruza las calles medio dormidas aún de la ciudad y se mete en la carretera.
Boise sigue siendo un pueblo limpio, al parecer rico, muy ordenado. Cada casa tiene su coche a la puerta; algunas hasta dos coches. Los niños caminan solos hacia los colegios. Aunque no hay guardias en las esquinas todo el mundo obedece las señales del tráfico. Los repartidores de leche, de periódicos, de pan, van dejando en las casas su diaria carga. Todos, naturalmente, mecanizados.
Los pastores dicen adiós con la mano y gritan a todo el que se encuentran. La gente los ve pasar con cierta indiferencia, a lo más con un rápido gesto de comprensión y simpatía.
En las afueras de la ciudad se alinean los camiones. Esteban dice a los del jeep que ocupan Chemari y Chaume que lo sigan.
Un oportuno obsequio
Esteban ha decidido acercarse a saludar a su novia, pero ha querido llevar a Chemari consigo. En cierto modo es como si quisiera impresionarlo.
—¿Dónde nos llevará? —pregunta Chaume.
—Cualquiera sabe. A lo mejor quiere invitamos a churros.
—¿Tú crees que aquí hay churros?
—Aquí no hay más que vascos al baño María, vascos con cara de mantequilla.
Han parado a la puerta de un bello hotelito rodeado de jardín. Esteban ha hecho sonar el claxon. Inmediatamente han aparecido las dos hermanas en una terracita, con unos pijamas muy monos.
Desde arriba hacen señas de que esperen. A Chemari no le gusta el asunto. ¿Qué es lo que pretende su primo? Al diablo las mujeres que fuman, al diablo las mujeres con pantalones, al diablo las mujeres que porque sepan que son bonitas y ricas se creen las amas del mundo. Al diablo, al diablo de los diablos, los hombres que se dejan esclavizar por estas señoritingas.
Esteban viene a ellos y les ofrece un pitillo.
—En seguida bajan —dice.
Efectivamente; en seguida han bajado ellas, ahora con un atuendo deportivo. Parecen muchachas de cine.
Sin embargo, Chemari no puede dar cabida al pensamiento de que se trate de muchachas frescas. Ellas se desenvuelven con naturalidad y sencillez. Saludan con gran espontaneidad y alegría tendiéndoles la mano.
—Esto para ti —dice Lucy a Chemari.
Chemari no se atreve ni a desliarlo. Ni sospecha siquiera lo que pueda ser.
—¿Qué es? —pregunta tímido, sin poderse contener.
—Luego lo verás —dice Esteban.
—Pero, ¿qué es?
—Ya lo verás luego —le repite Esteban.
Ellas están contentas. Esther le dice, más que nada con el gesto, que lo abra. Chemari lo abre.
Se queda estupefacto y radiante. Es un hermoso revólver. Chemari lo examina pasmado. Le dice a Esteban:
—¿Me lo deja?
—Te lo regala.
—¿Le gusta? —preguntan ellas.
—Dice que es el mejor revólver que ha visto en su vida —agrega Esteban.
—Es de la colección de papá —dice Lucy—. Papá es un chiflado por las armas.
—Un revólver es siempre un buen regalo para un pastor —comenta Esteban.
—¿Por qué? —pregunta Chemari.
—Un revólver es siempre un buen compañero en el monte —le responde.
—¿Por qué? —insiste.
—Porque da confianza, seguridad. Aunque no tengas que emplearlo, porque donde vais todo es pacífico. Precisamente vosotros vais a parar muy cerca del rancho del padre de ellas. Pero cuando te aburras puedes tirar al blanco con botes. Por falta de balas no te preocupes.
Chemari se lo guarda muy orgulloso. Ahora se siente optimista y agradecido. Es el mejor regalo que le han podido hacer. Siempre había soñado con tener un revólver aunque no se habría atrevido nunca a esperar tener uno tan precioso.
—¿Estás contento? —le pregunta Esteban.
—Muy contento. Un revólver así allá no lo tiene ni el comandante de la Guardia Civil en el puesto de la frontera.
—Y que lo digas. Es un típico revólver de ranchero.
—Estamos salvados —comenta Chaume queriendo hacer gracia. Y añade—: Con un tirador como Chemari no habrá nada que tener. Nadie se va a atrever ni a tocarnos el pelo de la ropa.
—Estoy seguro —dice Esteban.
Ellas son felices al ver lo feliz que se siente Chemari. Es Lucy la que dice a Esteban.
—Dile que iremos por allá alguna vez a verlo.
—Sí —agrega Esther—. Y que no haga como otros, que cuando llegan a la montaña ni se afeitan siquiera.
Esteban está satisfecho de que su primo haya caído bien a su novia y a la hermana. Para que Chemari se muestre agradecido le dice:
—Creo que nos estamos portando bien contigo…
—Te estás portando estupendamente.
Chaume, aunque quiere congraciarse con todos, es personaje de otra catadura. En un descuido, dice a Chemari por lo bajo:
—La morena está por tus huesos.
—Cállate —contesta rápido Chemari, como si ella pudiera entenderlo, a pesar de que lo ha dicho en vasco.
—Cree que lo digo en broma —insiste Chaume, dirigiéndose ahora a Esteban.
—Cállate —vuelve a decir Chemari.
Chemari echa una mirada al chalet donde viven las muchachas. Por supuesto se trata de una mansión de gente rica. Hasta hay un jardinero dando vueltas y regando.
Esteban consulta el reloj y dice:
—Vamos —y ordena al chófer que le siga.
Chemari parte muy regocijado Hasta que se pierde el coche en una curva dice adiós con la mano. También ellas saludan hasta que el coche se pierde de vista.
Algunos vecinos han contemplado el barullo sumándose a la despedida. Se nota que la familia de la novia de Esteban tiene ascendencia y prestigio.
De nuevo están en la carretera. En las afueras de Boise hay arboleda, casitas de recreo, surtidores, cafeterías, tiendas de coches.
Ya van dejando atrás la población. Tan pronto salen de los últimos edificios urbanos, Esteban detiene su coche y monta con ellos. Chemari ha sacado su armónica y se ha puesto a ensayar algunas melodías de canciones vascas. Pero no toca ninguna en serio. Lo único que hace es como recordarlas, pero de una pasa a otra fugazmente. Ni siquiera da tiempo a que la canción surta su efecto de evocación y melancolía.
A la derecha queda el campo de aviación, un campo de aviación de mucho tráfico. Por lo menos se ven muchos aparatos de distintos tamaños aparcados en tierra. Hay alguno dando vueltas por el aire.
—Debe de querer aterrizar —dice Chaume.
—No —aclara Esteban—. Es que aquí hay un campo de entrenamiento bastante importante. Estos aparatos son nuevos. Deben de estar probándolos.
Patetismo y grandeza del paisaje
Por kilómetros va cambiando el paisaje. Las zonas cultivadas se van quedando atrás. De vez en cuando encuentran ya grandes extensiones de tierra sin cultivar, tierras más bien desoladoras y patéticas.
Son tierras áridas, amarillentas y grises, tierras de escasa vegetación, tierras tendidas en una llanura interminable, a trozos de un color y de un aspecto más bien repelente.
Esteban va notando la impresión en el semblante de Chemari. Se ve que no era eso lo que se esperaba.
Esteban le pregunta:
—¿Qué hay? ¿Te gusta esto?
—No está mal, pero me figuro que donde estén los rebaños será un poco más verde.
—Sí. Un poco más verde sí que es.
De repente, Chemari pregunta a Esteban:
—¿Y tú no volverás nunca a la tierra de allá…?
—¿Yo qué sé? Eso nunca se sabe. A lo mejor tú tampoco vuelves.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es posible que sea así.
—Pero, tú, de verdad, ¿has roto ya con todo aquello?
—Tú también puedes romper, sin quererlo. La vida es la vida.
—¿Entonces tú crees que yo echaré raíces aquí?
—Otros más fuertes que tú las han echado. Como que dos y dos son cuatro, que eso nunca se sabe.
Han callado unos instantes. Esteban ha sacado una petaca y les ha ofrecido un trago. Luego un pitillo.
—¿Y qué les pasa, pregunto yo, a los que se quedan? —pregunta Chemari.
—Pues nada. Que se quedan.
—¿Y se les nota en algo a los que se pueden quedar?
—No hay ley fija, aunque algo se puede adivinar. En esto de quedarse reenganchado o para toda la vida se dan muchas sorpresas.
—¿Y tú de cuáles crees que soy yo?
—Tú eres un poco de misterio. Pero nunca se sabe. La tierra puede mucho.
—Será la tierra de uno, me figuro.
—La tierra se puede llevar encima.
—No se lleva encima más tierra —ha concluido con inesperada gravedad Chemari— que la que uno está dispuesto a tener como sepultura.
—Después de muerto… —ha insinuado Chaume tratando de ganarse la confianza de Esteban.
Contemplan sin hablar el paisaje. Han cruzado una alegre estación de ferrocarril. Siguen pasando por granjas, fábricas, talleres modernos, casitas de recreo… Pero en seguida sobreviene la sabana pelada y algún que otro cobertizo de madera y latas en donde se amontonan coches viejos, cajones, chatarra e incluso algunas bestias.
Sin embargo la gente parece vivir feliz allí. Sobre todo la gente que viaja en coche tiene un aire despreocupado y saludable. No se percibe ningún síntoma de pobreza ni de abandono. Aunque la tierra no parece placentera ni jugosa, de algún sitio tiene que salir el bienestar.
Pasa una caravana de camiones cargados con grandes fardos.
—Lana, mirad, lana… —dice Esteban.
—¿Tanta lana le sacan a los corderos? —pregunta Chaume.
—Más de la que te figuras.
—Es mucha lana.
—¿Sabéis cómo se le llama por aquí a la lana?
—Cualquiera sabe —dice Chemari.
—Se le llama —prosigue Esteban con gran calma— «el oro blanco».
—¿El oro blanco?
—Sí. El oro blanco.
—¿Y eso, por qué?
—La lana vale más de lo que pesa.
—Entonces nosotros somos casi millonarios —dice Chaume riendo.
—Vosotros sois los hombres del oro blanco.
—¿Has oído. Chemari? Somos los hombres del oro blanco. Hay que escribirlo allá… ¡Lo que se van a reír!
—Oye, Esteban —pregunta Chemari—, ¿y a nosotros cómo nos pagarán?
—Vosotros podéis cobrar como queráis. De vuestro sueldo podéis recoger una parte y dejar en un banco lo demás, que es lo que os aconsejo. Y hasta podéis ir mandando a la familia la cantidad que os parezca bien.
—Pero para eso tendremos que volver a la ciudad —añade Chaume.
—No es necesario. Vosotros, de vez en cuando, recibiréis la visita de alguno de la Compañía, algunas veces yo mismo. Y podréis muy bien encargarle lo que queráis, todo lo que necesitéis, aunque no creo que necesitéis nada.
—Hombre, algo ya necesitaremos.
—Pocas cosas, os lo digo. Por si fuera poco la Compañía os proporciona el equipo y las cosas de comer a un precio irrisorio y todo lo que es tabaco, cerveza, etc., regalado.
Chemari va un poco distraído. Va mirando la tierra, que no es agradable ni cuidada. Poco a poco se van internando por carreteras menos frecuentadas. A lo lejos se ven las estribaciones de enormes montañas sobre las cuales azulea la nieve. Han desaparecido las bonitas granjas y ahora lo que se encuentra, de tarde en tarde, es algún surtidor de gasolina o alguna casa solitaria en la carretera con un coche parado a la puerta. Son casas a medio hacer en las que abunda la madera. Alrededor de ellas se ven chasis de coches viejos, mil restos extraños de chatarra. De tarde en tarde algún tipo a caballo.
—De donde vamos a estar nosotros a la ciudad ¿cuántos kilómetros habrá? —pregunta un poco abstraído Chemari.
—Unos doscientos o trescientos, según.
—¿Por qué, según?
—Porque vuestra misión no es estaros quietos en un sitio, sino ir buscando los pastos. Pero en eso ya la Compañía se encarga de iros guiando.
—Entonces lo que hay que hacer es ir detrás de las borregas del demonio —y ha puesto un gesto de mal humor.
—Hay que ir detrás de ellas o delante, según.
—Tú todo lo arreglas con según.
—Pues sí, vosotros tenéis que ir adivinando los buenos terrenos que no sólo han de ser buenos en pastos, sino que han de tener agua, no tanto ya agua abundante como agua que le siente bien al ganado…
—¿Es que donde vamos hay aguas malas?
—Alguna vez se han dado casos. Aquí el agua es sagrada. Aquí, donde vais, hay buenas aguas. Pero algún año puede faltar y eso obliga a mover mucho el ganado. Vosotros ya sois mayores (y los mismos perros os ayudarán en eso) y sabréis qué aguas están en condiciones. Pero, una cosa, cuidado con los pantanos, aunque os parezcan secos.
—¿Hay enfermedades por donde vamos? —pregunta Chaume.
—Como en todas partes.
—Pero suele haber entonces algún que otro caso de fiebres o lo que sea…
—Algún caso ha podido darse, pero es muy raro. Yo no recuerdo más que uno o dos. Lo peor de todo es que las ovejas coman hierbas venenosas, que en algún paraje sí que las hay, y se os queden muertas en el camino… ¡Eso sí que sería catastrófico!
—Chico, pues nos estás poniendo bien las cosas… —ha dicho Chemari.
—En cierto modo os envidio —ha replicado Esteban.
—Si quieres, cambiamos —contesta Chemari sólo para probar a Esteban.
—Yo también estuve unos meses en la montaña. Lo importante es lo que os dije antes: que cuidéis el ganado y que lo devolváis mejor que lo recibís. En seguida notan los jefes de la Compañía quiénes cuidan bien a las ovejas y quiénes no las saben cuidar. Y el que echa fama de descuidado ya está perdido. En cambio, ha habido pastores a quienes la Compañía les ha concedido espontáneamente una prima…
—¿Importante? —ha preguntado Chaume.
—Phss… hombre, cuando se parte de dólares siempre es importante. Tres mil o cuatro mil pesetas caídas así del cielo nunca vienen mal.
Han logrado alcanzar la fila de jeeps y camiones.
Todos se detienen en una especie de casilla de peones camineros, de aspecto más bien fatídico. No es sólo surtidor, aunque a primera vista parece un surtidor más bien siniestro También es bar, un bar destartalado y sórdido donde lo único que parece funcionar es un televisor en un rincón.
Todos están tomando cerveza menos los jefes, que beben coca-cola.
Ensoñación
Prosigue la marcha. La carretera está salpicada de manchas de sangre y pieles aplastadas. Los coches han debido de ir aplastando gazapos, acaso de noche, ofuscados los bichos por la luz de los faros.
Chemari va ensimismado. El paisaje es llano, inhóspito, salpicado de grandes matojos. De vez en cuando sobrevienen paredones de tierra roja y grandes rocas deformes. Chemari va buscando árboles con los ojos, pero no los encuentra. Suena un viento querellante y en el horizonte se retuercen nubes de polvo. De tarde en tarde aparecen algunas chozas medio en ruinas. El paisaje es monótono, gris, sin aliciente alguno.
El pensamiento de Chemari se ha desprendido de aquel terreno de expiación y castigo. Nunca se había figurado que la tierra fuera tan áspera e ingrata en el país más rico del mundo.
Cierra los ojos. Se está viendo a sí mismo llegar a su aldea. Llega mayor, no mayor del todo, pero sí con bastantes años más. Pero en la cartera lleva un montón grande de billetes. De billetes de mil.
¿Qué dirán cuando le vean?
Irá derecho hacia Maribelcha.
—Vamos a ser muy felices —le dirá.
—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntará ella.
—Tardaba por ti, precisamente por ti, nada más que por ti. Quería juntar mucho para que ya nunca tuviéramos que preocuparnos de nada.
Chemari se está viendo derribar su casa. Era la suya, la quería entrañablemente, pero había que levantar una nueva. Maribelcha se lo merecía. ¡Cómo iba a gozar su madre, su viejecita madre, viéndole dirigir las obras! ¿Cuánto era lo que llevaba en la cartera? Llevaba casi el millón. Habían sido varios años, no uno ni dos, tirando del hato de las ovejas, cuidando de que no bebieran aguas saladas, esas aguas que podían hacerlas reventar. No era tan fácil como decían dirigir un rebaño de dos mil, dos mil y pico, a veces casi dos mil quinientas ovejas. ¿Y cuando les daba a las locas ovejas por desbordarse, tirar hacia los precipicios, desmandarse…? Habían sido unos años muy importantes de su vida, sin posibilidad de cambiar de oficio, atado a las ovejas, temiendo cualquier día lo peor y ser devuelto a la tierra natal como un bandido o poco menos…
Chemari sabía lo que le esperaba. Él no iba a ser como su primo Esteban ni como otros, un tío con suerte al que se lo dan todo hecho. Él sería ante todo y sobre todo pastor. No podía ser otra cosa. No sabía números más que para entenderse él solo y era un negado para aprender otra lengua que no fuera la suya. Y menos mal que sabía, aunque mal, castellano.
—Te vas durmiendo, Chemari —le dice Esteban.
—Qué va.
—Esto cuando hay que verlo es cuando se pone una capa de nieve —añade Esteban.
—Pero, ¿aquí nieva mucho?
—Menos que en el Pirineo, pero nieva.
Chemari va desprendido de todo.
En su aldea es un señor, no un mandado más. No es que dé órdenes como un mariscal, pero se hace respetar. El que tiene dinero siempre es digno de respeto.
Cuando vuelva hasta es posible que su hermana, que ya será talludita, encuentre un pretendiente que, al olor del dinero, quiera casarse. Rosa se lo merece.
Le parece estar oyendo la cantinela, la dulce, la indetenible, la terca y susurrante cantinela de su madre: «Este es mi hijo, que se fue a América y triunfó. Triunfó como triunfan los buenos, trabajando. Pasó mucho, no crea usted que todo le fue fácil. Pero supo perseverar. Y aquí lo tienen, que no sólo ha venido con salud, aunque con el pelo un poco blanco, sino que trae dinero. Más dinero que muchos de los que por aquí se llaman señoritos. Ya era hora. Al final, los buenos siempre ganan. Todos me decían: Su hijo se quedará por allá. ¡Qué se va a quedar mi Chemari por allá! Ni por todo el oro del mundo. Chemari ha vuelto. Ahí lo tienen ustedes. ¡Si lo viera su padre! Pero bastante que he pasado yo, años, muchos años, sin hijo, con una carta que otra, y ahora ahí está, que parece mentira que esté ahí. He vivido muchos años sin mi hijo, pero mi hijo ya está aquí. ¿No lo están viendo…?»
Chemari sonríe entre sueños.
Esteban ha habido un momento en que ha dicho a Chaume:
—Al parecer la cogió anoche.
—Bien que la cogió.
—Todos la cogimos —murmura Chemari adormilado.
—Me han dicho —dice Esteban— que la palabra coger no se puede decir en la Argentina.
—¿Y por qué, si se puede saber, no se ha de poder decir la palabra coger? —pregunta sorprendido Chemari.
—Vaya usted a ver. Manías de la gente —dice Chaume.
Separación
Algunos coches se van parando al borde de los caminos, caminos ovejeros ya.
Esteban baja y da instrucciones a los guías.
Todo se hace rápido, funcional, sin ninguna clase de despedidas ni adioses.
Los compañeros de siempre, o como si lo fueran de siempre, porque el viaje de dos días y medio los ha unido entrañablemente, tiran cada uno en una dirección.
Lo más que hacen es extender la mano y gritar:
—Hasta luego, amigo.
—Mucha suerte, compadre.
—¿Cuándo echamos la próxima partida de mus?
—El domingo, hombre, el domingo, después de la siesta.
—Y cuidado con la leche de oveja, que da calenturones.
—¿Y tú qué dices, Chemari?
—¿Yo? Pues que ¡Aupa el Athletic!
—¡Aupa el Athletic! —gritan todos.
—Hasta el día del juicio por la tarde, borreguero.
Algunos coches se van perdiendo en distintas direcciones. El paisaje es cada vez más árido y solitario.
—¿Hay caza por aquí? —pregunta Chemari.
—Alguna hay.
—¿Y se puede cazar?
—Hombre, te diré. En principio no está permitido cazar. Vosotros sois pastores, no cazadores. Eso de cazar es para gente desocupada.
—¿Y por qué no se ha de poder cazar, si sobra la caza? —insiste Chemari.
—Vosotros estáis contratados y se os paga por cuidar el ganado. De matar, lo que debéis hacer es matar coyotes. O matáis vosotros los coyotes que se os pongan al paso, e incluso los que no se os pongan, o ellos se comerán las ovejas.
—Yo creo que cuantos más lobos o coyotes de esos de los demonios nos quitemos de en medio, mejor.
—Aquí la regla ha sido siempre: las ovejas antes que la propia piel. Tan necesarios como la escopeta os serán los perros. Ellos os avisarán de los peligros.
Chemari miraba de reojo a Esteban. No estaba muy de acuerdo el tono que empleaba al aconsejar con la vida que al parecer se daba. Actualmente era un señorito. ¿Dónde estaba el heroísmo de su vida de pastor, como le había escrito alguna vez?
Volviendo al tema, Esteban le ha preguntado:
—Pero yo no sabía tus aficiones a la caza. ¿Tú eres buen cazador?
—¿Que si soy buen cazador?
—Este —interviene Chaume— donde pone el ojo pone la bala.
—Ya será menos —comenta Esteban.
—Un día haremos una prueba.
—Pactado. Un día haremos una prueba.
Siguen tragando kilómetros. A Chemari le duele la cabeza. Pero no quiere decir nada. Lógicamente supone que se trata de la resaca de la noche anterior. Fuma un cigarrillo detrás de otro.
Norteamérica es grande
Sólo de tarde en tarde el seco páramo, manchado de hierbas crecidas y casi amarillentas, se descuelga en verdosas torrenteras. Pero cuando ya parece que vayan a toparse con algún recodo de río sucede que dan con un barranco carcomido y reseco.
Apenas se ven árboles. Cuando comienzan a menudear es señal clara de que hay un rancho cerca.
Se encuentran, en efecto, algunos ranchos señoriales, fincas enormes de gente que debe de ser inmensamente rica. Pero también hay ranchos rústicos y primitivos que se ve que están en los comienzos de la explotación.
Ahora están llegando a uno que parece expresamente preparado para el cine, un rancho recortado entre pintadas vallas y cuadros simétricos de césped, con piscina, garajes y hasta escuelas y capilla.
—Estos sí que viven como Dios —dice Chaume.
—No viven mal. Pero su trabajo les ha costado —replica Esteban.
—Yo no me figuraba esta tierra así.
—¿Cómo te la figurabas?
—Me la figuraba algo más verde.
—¿No has visto manchas de verde tan grandes como España desde el avión? Norteamérica es así, Norteamérica es grande, en Norteamérica hay de todo, Norteamérica…
—Norteamérica nos paga, ¡eso es todo! —salta Chemari un poco destemplado.
—Es desde aquí —contesta rápido Esteban— de donde vemos lo poquita cosa que somos. Estamos allí encerrados y nos creemos algo… Este fabuloso país…
Chemari no lo deja terminar:
—Pues yo no me cambiaría por ningún americano, ni siquiera por uno que apaleara millones en su rancho. Y tampoco cambiaría todo este grandísimo país por el trozo de carretera que separa mi casa de aquella colina en forma de cresta de gallo que debes de recordar, donde está la ermita…
—El trozo de carretera donde está la taberna, quieres decir…
—No cambio la tasca de Marcelino por nada del mundo por nada de este mundo, quiero decir.
—¿Entonces por qué querías venir y lo deseabas tanto?
—Por lo que he dicho: por cobrar y marcharme.
Se han cruzado con varios vaqueros. Pero no parecen vaqueros de oficio; más bien parecen vaqueros para un turismo que tampoco existe.
También de vez en cuando pasa algún camión militar. Los pastores vascos se quedan perplejos.
Pasan grandes tanques de gasolina. Y luego más camiones militares, donde algún sargento o cabo va sentado atrás con los pies colgando. Parecen pertenecer a aviación.
Ya la carretera hace rato que dejó de ser de asfalto y el jeep va levantando espesas nubes de polvo. De vez en cuando Esteban le dice al chófer:
—Para un momento.
Cuándo ve que el camión de la Compañía viene detrás, le dice:
—Sigue adelante.
Hasta ahora no han cruzado ningún pueblo que pueda llamarse pueblo. A lo más, casas esparcidas y separadas, y de tarde en tarde algún rancho.
Esteban va repasando su carpeta de papeles a la que parece conceder gran importancia.
De repente Chemari le pregunta:
—¿Y tú has logrado olvidarte completamente de nuestro pueblo?
—Mira que te pones pesado. ¡Cómo va uno a olvidarlo!
—¿Te acuerdas del árbol grande que hay a la puerta de la iglesia y que cubre todo el año la fuente?
—Yo tengo que vivir aquí, eso es todo.
—Pero ahora mismo, cruzando este desierto, ¿no sientes sed de aquella verdura, de aquella humedad que hay al lado del río, de aquel tibio calor que desciende en invierno de las peñas?
—Chico, yo a ti no te entiendo —ha terminado diciendo Esteban.
Hay un momento en que Chemari y Chaume se miran estremecidos. Sobre sus cabezas pasan en vuelo bajo unos aviones a reacción del tipo más moderno.
—Están de pruebas —dice Esteban, no dándole ninguna importancia al asunto.
—Pues podían probar sobre la cabeza de sus abuelas, si las tienen… —salta Chemari.
—¿Te has asustado?
—No se trata de eso. Es que uno no ha venido aquí para servir de experimento.
Siguen varios kilómetros de soledad tremenda, tierra que parece quemada, hasta que llegan a un rancho abandonado. Es una casucha baja y chata, con el tejado de zinc y un destartalado depósito de agua. Entre montones de maderas hay restos de coches y camiones. Corretean alrededor unos potrillos levantando nubes de polvo.
—Aprenderos este sitio —dice Esteban.
—Ya está aprendido —contesta Chaume.
Chemari lo mira todo con mucha atención. Este trozo de paisaje reseco, inhóspito, solitario es como si le produjera dolor físico. Lo mira todo desconcertado. Es como si no entendiera.
—¿Y para qué tenemos que aprendernos esto? —pregunta.
—Este es el cruce de caminos para ir a vuestros pastizales. ¿Veis a alguien por aquí?
—No se ve ni una rata —dice Chaume.
—Alguien habrá aunque no se vea. Sin embargo esto es que ha cambiado mucho. Esto antes era uno de los sitios más concurridos y entretenidos de la carretera.
—Pues me río yo de los sitios aburridos y tristes de este pueblo.
—Esto no es ningún pueblo.
Ya han torcido hacia la izquierda. Ahora el jeep se interna por unos senderos de piedras y matojos que ascienden y descienden en ramales distintos.
—¿Os vais fijando?
—¿No hemos de ir fijándonos? Esto es el desierto.
—Tú lo has dicho: toda esta parte se llama el Desierto del Cordero.
—Oye, tú, Esteban —dice Chemari—, ¿y se puede saber dónde están los corderos?
—Paciencia, paciencia. Ya vendrán los corderos.
—¿Tú crees que aquí puede haber corderos?
—Ya verás corderos hasta hartarte.
—No me lo explico —dice Chemari mirando al paisaje angustiosamente.
—Ya verás cómo sí. Aquí hay corderos. Y vacas. Y…
—Zezen?[1]
—Iba a decir búfalos, búfalos como montañas.
Se han detenido en un cruce. Esteban consulta el reloj repetidas veces. Mira insistentemente hacia una carreterilla marginal. Pero no asoma nadie. Esteban reparte cigarrillos.
Al cabo de un rato de espera, Esteban da la orden de marcha. Se ve que ha habido alguna confusión en la cita. Pero pronto han dado con otro rancho, este más cuidado y cultivado.
El rancho está rodeado de una huerta bastante frondosa. En ella trabaja un grupo de hombres, que extienden la mano al jeep y gritan:
—Buena nos la dé.
—Pero ¡si hablan español! —dice Chaume.
—Son mejicanos —aclara Esteban.
Los hombres han seguido trabajando con desgana y canturreando una tonadilla más bien triste. Una mujer ha aparecido montada a caballo y ha mirado a los trabajadores. Ellos se han aplicado con más ímpetu a la tarea. La mujer se ha perdido dentro de la casa.
—Oye, Esteban. ¿Y por qué los americanos no eligen también a los mejicanos para cuidarles los rebaños?
—Ellos eligen a los vascos… preferentemente.
—¿Y por qué?
—Eso no lo sé. Los han elegido desde antiguo. Ellos tienen muy buena idea de los vascos. Creen que sirven para eso.
—Por algo será que se acuerdan de nosotros.
—Tú estás aquí, y este y yo —dice Esteban ofreciéndoles un nuevo pitillo—, porque habéis querido, porque hemos querido venir. Estamos aquí por nuestra propia voluntad. Ellos no eligen a nadie. Ellos contratan a la gente que les sirve. La contratan y la pagan.
—Sí, pero ayer viste que daban mucha coba a los vascos —respondió Chemari.
—Es que muchos de ellos son vascos.
—Eran vascos.
—No se puede ser vasco y dejar de serlo. Siguen siendo vascos.
—Pero el dar tanta coba será por algo.
—En cierto modo se dan coba a sí mismos.
El chófer no se iba enterando de nada o se iba enterando a medias. Algunas frases las decían en vasco, frases en las que Esteban ya titubeaba contra su voluntad. Esteban, después de tomar fuerzas, prosiguió:
—¿Tú concibes a un andaluz metido en estas montañas, mejor dicho, en este desierto?
—¿Y por qué no?
—Primero por el frío de algunos meses. Los andaluces son muy frioleros. Un andaluz nunca resiste lo que un vasco.
—Tiene razón tu primo —añadió Chaume.
—A lo mejor es que los vascos somos más burros que los demás y aguantamos lo que no aguanta nadie.
—¿Los vascos se han dejado alguna vez pisotear por alguien?
—El hambre es muy mala, Esteban.
De nuevo se ha establecido el silencio. Esteban no se esperaba esta reacción de orgullo por parte de Chemari.
El paisaje va cambiando. Se va perfilando un gran circo de montañas, algunas cubiertas de brumas en las laderas, otras coronadas de nieve. Parecen cercanas, pero deben de estar muy lejos, por lo menos a cien kilómetros.
Un consejo práctico
—¿Tú sabes por qué, además, los andaluces no resistirían esto? No ya por frioleros, sino porque a los andaluces les gusta mucho hablar y armar follones, y aquí, sin tener con quién, se aburrirían como ostras. Un vasco, en cambio, puede muy bien pasarse una semana sin pegar la hebra con nadie. Además, los vascos están mejor solos. Si estuvierais todos juntos sólo durante una semana, al final ya habría alguna pelea…
—Entonces, ¿tú crees que los vascos somos bronquistas y peleones?
—Un poco.
—¿Tú crees que lo somos, Chaume?
—Hombre, según.
—¿Según qué?
—Yo recuerdo el vasco que yo tuve por compañero. Era de Mondragón. ¡Qué tío más raro! A los tres meses, creo que antes de los tres meses, se volvió a su pueblo. Se presentó nada menos que a la Compañía diciendo que él no podía seguir aquí, que se volvía loco.
—Anda, ¿y por qué? —ha preguntado Chaume.
—Porque se aburría. Yo lo veía hacer cosas raras. Todos los pastores hacemos cosas raras alguna vez, hablar con las ovejas en alta voz, decirles incluso piropos… Yo considero que no todos sirven para estar semanas y meses perdidos por estas montañas…
—¿Tú sí serviste? —le ha preguntado Chemari con cierta ironía.
—Yo. la verdad, tampoco servía mucho, pero supe resistir el año y tuve suerte. En la vida cada uno tiene su destino. ¿Quién me iba a mí a decir que terminaría en la oficina central? Algo de eso puede pasarte a ti y a éste…
—¿Fue ella, vamos, tu muchacha, la que te reclamó?
—Frío, frío. Estás equivocado. Fue su madre.
—Para el caso es lo mismo.
—Para el caso lo será, pero para mí, no. Mi consejo es que si realmente veis que no lo vais a poder resistir, aunque hay muchos que lo resisten estupendamente, pues aviséis y en paz… Todo menos portarse mal con el ganado… La Compañía de vez en cuando lo que hace es cambiaros de sitio e incluso de compañeros. Yo creo que vosotros os vais a entender muy bien.
—Hombre, yo creo que sí —ha dicho Chaume.
—Aquí, como en todas partes, el que no se entiende es porque no quiere —ha rematado Chemari.
—Vamos a estirar un poco las piernas —ha dicho Esteban, haciendo parar el jeep y tirándose a tierra.
De la bolsa del coche ha sacado una petaca de whisky.
—Vamos, como decíamos por allá, a quitarnos un poco las telarañas del garlito.
Un entrometido
En una moto vieja y sucia aparece un muchacho americano. Es un rubiales pecoso, entrometido, pero simpático. Pregunta, dirigiéndose a Esteban:
—Oye, ¿estos son nuevos?
—Sí, son nuevos.
—Ya se ve que son nuevos. Tienen aire de paletos.
—¿Qué dice? —pregunta Chemari.
—Nada. Dice que se ve que sois recién llegados y que parecéis gente de pueblo.
—Yo nada más los he visto —añade el muchacho— me he dicho: Estos están recién caídos del nido. Se les nota a la legua.
—¿Qué dice? —vuelve a preguntar Chemari.
—Nada, nada. Dice que os ha conocido nada más veros.
—Como siga dando la lata le voy a dar un sopapo…
El muchacho no está por callar. Ahora, dirigiéndose expresamente a Chaume, dice:
—Este, nada más vea el primer coyote, se cae para atrás de susto… —y suelta una carcajada. Y añade—: Y a lo mejor con los pantalones mojados.
El entrometido muchacho sigue riéndose de una manera descarada. Luego le pide la petaca a Esteban.
—Vámonos —dice Chemari— porque si no este deslenguado va a aprender a respetar a los mayores.
—Es bueno —dice Esteban.
—Pero que se calle y nos deje en paz…
—Chico, estás desconocido… —comenta con cierta preocupación Esteban.
El propio Chemari no sabe a ciencia cierta de dónde proviene su irritación y mal humor. Es algo oscuro y misterioso. ¿Rabia contra Esteban? ¿Manía contra Chaume? El entrometido muchacho calcula que algo raro pasa y sale disparado en su moto.
Son casi las doce de la mañana. Hace frio. Esteban abre una caja de cartón y saca unas latas. Le da una a cada uno.
—¿Esto qué es? —pregunta Chemari.
—Es la hora del aperitivo —responde Esteban, entregando a Chemari un extraño abrelatas.
Chemari prueba y no acierta. Tampoco acierta Chaume.
—Es muy fácil, hombre —y Esteban clava el punzón en la lata y brota la espuma…
—Pero ¿esto qué es?
—Pero si es cerveza…
El chófer se ríe, aunque sin malicia. Chemari dice que así no le gusta la cerveza. El chófer suelta de nuevo su carcajada ancha y sana. Chemari prueba la cerveza, sigue bebiendo y se ríe también.
—Menos mal que ya se te está pasando el vinagre.
Esteban ha abierto un bote de aceitunas y más latas de cerveza.
Ven venir a lo lejos un camión.
—Deben de ser ellos —dice Esteban.
—Pues antes que lleguen yo tengo que regar estas tierras —y apartándose, Chemari echa la gran meada.
El camión viene poblando de ladridos y ruidos la vasta soledad de la llanura.
—Ya están aquí —grita Esteban.
Esteban hace una señal al camión y le contestan con gritos vascos. El camión se detiene.
Sin saber de dónde aparece de nuevo el muchacho entrometido montado en su moto. A su lado trae un perrazo enorme.
Un pastor no es nadie sin su perro
El camión que llega es algo así como una oficina volante, con la particularidad de que lleva atrás una hermosa jaula para perros.
Esteban reprende en inglés al muchacho entrometido por haber traído su perro. El muchacho se disculpa riendo. Lo ha traído precisamente para compararlo con los de los pastores.
En la jaula se mueven ansiosos y terribles cuatro formidables mastines.
—Te ha llegado el momento de elegir, Chemari —dice Esteban.
—Pero, ¿ahora hay que elegir un perro? —pregunta indeciso.
—Uno, no; hay que elegir dos; uno para cada uno.
—Cada pastor que llega deberá elegir su perro. Va a ser tu compañero de penas y fatigas. Un perro alivia mucho la faena del pastor. Sin los perros no podría hacerse nada. Todos hemos tenido perros. ¿Verdad que ningún pastor se concibe sin perro?
Asienten todos.
Rápidamente Chaume comienza a examinar los perros muy despacio, haciéndose el entendido y tratando, sobre todo, de anticiparse. Y como si pudiera perder la ocasión, dice:
—Para mí ése.
—Queda asignado —dice Esteban.
Es un perrazo soberbio. Marrón con pintas casi negras. Es un perro huraño, fiero.
Chemari ha tomado la cosa con más calma. Duda mucho mirando a los ejemplares. Cada vez que va a elegir uno, mira el que ha elegido Chaume y se detiene. De repente se vuelve hacia el muchacho americano y le dice:
—¿Tú cuál elegirías?
El muchacho no entiende. Esteban traduce… a su modo.
—Dice el compañero que se lo elijas tú.
—¿Yo?
—Sí, tú.
El muchacho está radiante de orgullo. No duda mucho. Decididamente señala uno, Al parecer tiene una presencia menos altiva que el de Chaume, es incluso más pequeño y hasta tiene una apariencia de perro confiado y tranquilo. El perro mira con gratitud a Chemari y lame las manos del muchacho mientras lo acaricia.
—¿Estás seguro de que este perro se portará bien? —pregunta Chemari al muchacho, pero para que le respondan los demás.
—Este no fallará.
—¿De veras que estás contento de haberlo elegido?
—No fallará.
Los demás confirman la opinión del muchacho pecoso y hacen alabanzas del perro. Entonces Chemari da la mano al muchacho como si hiciera un pacto con él.
—Es muy importante tener un buen perro —dice uno de los vascos que van en el camión.
A Chaume en este momento se le ve dudar. No se atreve a pedir que le cambien el suyo por otro de los que hay en la jaula. Los empleados de la Compañía y los vascos aprovechan el alto para echar un trago. Ahora no es la petaca, sino una hermosa botella, la que pasa de mano en mano. El whisky cae por la garganta como si fuera plomo derretido.
El chófer del jeep repasa el motor y los empleados de la Compañía echan comida a los perros.
Esteban saca algunas fotografías del grupo.
Los dos pastores nuevos, junto al muchacho, no se apartan de los perros. Ahora comprenden que aquel sencillo acto de elegir guardián para el ganado tiene mucha importancia.
—Parecen de buena raza —dijo Chaume.
—Son buenos todos. Los buscan especialmente —contesta Esteban.
—¿De dónde los sacan?
—No creas que es fácil dar con perros como estos. Y cuestan bastante dinero.
—¿Y si se muriera? —insiste Chaume.
—No se morirá. Ya veréis cómo los cuidáis más que a vosotros mismos. Estos perros están especialmente educados para el ganado. Mejor dicho, se puede decir que han nacido sabiendo todo lo que hay que saber sobre el ganado. Un pastor sin perro está perdido, y se han dado casos de perros que han salvado el ganado de verdaderas catástrofes. ¿Tú los ves aquí, tan pacíficos? Tan pronto se hagan cargo de vuestras ovejas por nada del mundo permitirán que se mezclen con otros rebaños, que es una de las cosas que más debéis de cuidar. Pero si algún día algunas se perdieran o desaparecieran en la nieve, él las encontrará donde sea, aunque sean muertas.
Chemari y Chaume están encariñados ya con sus perros. Tratan de ganarse su confianza haciéndoles zalamerías. Pero ellos todavía no responden confiadamente.
El chófer del jeep sigue maniobrando en el motor. Los demás se han sentado al borde de la rudimentaria carretera. Hay matojos por allí un poco altos, llamados salvia, que ya sirven de comida para las ovejas. Pero todavía no han entrado en la pradera. Los pastores, mientras se mojan los labios con el whisky, se enredan en consideraciones y recuerdos. Los recién llegados escuchan. Uno de los viejos dice:
—Un perro así como ése tenía yo cuando estuve en Montana. Pero un día me lo mataron. Mientras no tuve otro, ¿me queréis creer que no pude dormir tranquilo? Y no por mí sino por las borregas. El perro siempre responde. Cuando el perro está sereno no hay cuidado de que pueda pasar nada. El perro sabe muy bien que su obligación es dar ánimos al hombre. Lo peor del caso fue que aquel segundo también me lo mataron. Entonces no era como ahora, entonces había ladrones de ganado y todo lo demás. Entonces monté la carabina y me junté con dos perros. Con dos perros ya no era tan fácil la cosa, pero probaron. Yo estaba encima de un árbol. Al rato, comencé a escuchar ruidos, y el nerviosismo de los perros, y el desasosiego de las ovejas. Esperé con atención. Me pareció ver moverse unas sombras, y disparé…
—¿Mató a alguien? —ha preguntado Chemari.
—Allí por lo menos no quedó nadie muerto. Pero a mí me pareció escuchar quejas y ayes. Luego, dos o tres caballos que se ponían en movimiento. Los perros salieron detrás como locos. Ya era tarde. Pero los perros me señalaron un reguerillo de sangre… Ya no volvieron más. Nunca más volvieron a matarme el perro. Y es que el perro es el descanso total del pastor. Ellos lo sabían muy bien. Como que después de aquello de la sangre, dos o tres veces tuve que acercarme hasta la carretera para enviar recado a la Compañía, e incluso acercarme a otro refugio, en invierno, donde en los corrales estaban abrigando con carbón a los corderillos recién nacidos, porque había un compañero muy enfermo y los perros se bastaron. El perro acaso cuando está solo se siente más fuerte y más acometedor…
—Total —ha dicho Chemari con cierta sorna— que los pastores estamos de más. Con los perros bastaba.
—Oye, tú, pero los perros no cobran dólares —ha saltado rápido Chaume.
Chemari prescinde de los demás y se dirige expresamente a su perro para preguntarle con enorme seriedad:
—¿Te vas a portar bien?
No es un perro expresivo, de esos que todo se les va en demostrar afecto y lealtad. Más bien es un perro concentrado y grave Se ha puesto al lado de Chemari como aceptando por vida y muerte una obligación.
—Este perro es inteligente —ha dicho el pastor viejo. Y volviéndose al muchacho de la moto ha añadido—: Tienes buen ojo, amigo.
El jeep está listo. Echan el último cigarrillo antes de despedirse, pero ya de pie.
A lo lejos, por una carretera abandonada, de vez en cuando ven cruzar algún extraño camión.
—No serán los camiones de mudanzas —dice Chemari.
—Quien sabe —le responde uno.
—Aquí hay mucha tierra y la gente va de un lado para otro como Pedro por su casa —aclara Esteban.
Algunos de los camiones que circulan llevan materiales de construcción, tanques de gasolina, abastecimientos para las tiendas del interior.
—¿Pero hay gente por ahí adentro? —pregunta Chemari.
—Claro que hay gente. Más que en casi todo el país vasco —replica Esteban.
—Ya será menos.
De nuevo están en marcha. El muchacho pecoso y entrometido se ha quedado gritándole a Chemari:
—Cuide bien al perro y él se cuidará de todo lo demás…
Cuando Esteban le ha traducido la frase, Chemari ha gritado:
—Gracias.
Van internándose por parajes un poco más bravios. Se van acercando a las estribaciones de una de las montañas.
—¡Vaya sitio en que nos hemos metido! —comenta Chaume.
—Esto no es nada —responde Esteban.
—¿Falta mucho? —pregunta de nuevo Chaume—. ¿Cuánto faltará? —pregunta a su vez Esteban al chófer.
El dice que unos cuarenta o cincuenta kilómetros.
—¡Vaya sitio en que nos hemos metido! —insiste Chemari.
—¿No te gusta? —replica Esteban—. Te advierto que yo creo, y no hace falta que lo diga, que no es de los peores pastizales del Estado. Además, estaréis cerca del rancho de míster Link.
—¿Quién es ese míster? —pregunta Chaume.
—¿Quién va a ser? ¡Mi futuro suegro!
Chemari le tiende la mano y amicalmente le dice:
—Enhorabuena.
—Pues sí. Creo que he acertado.
Han descendido un poco hasta llegar a la orilla de un riachuelo. El ver una especie de caravana de gente los ha animado.
—¿Y esos qué hacen ahí? —pregunta Chaume.
—Son mejicanos. Van recorriendo la región en busca de trabajo. Es increíble. Llegan hasta aquí cruzando la frontera. Calcula, como de Madrid a Irún y mucho más.
Algunos han tendido la mano saludando. Los perros se han estirado alarmados y, puestos de pie sobre sus patas traseras, han comenzado a ladrar. Esteban dice:
—Estos perros son muy inteligentes. ¿Has visto cómo en seguida han olido que son extranjeros?
—Cuando un pastor se cambia de sitio, quiero decir —pregunta Chaume— cuando es destinado a otra parte, ¿puede llevarse el perro?
—El perro es tuyo para siempre. Cada pastor tiene su perro y a cada puesto que va se lo lleva, si quiere.
Una nubecilla de misterio
—En esto de los perros —prosigue Esteban— el puesto 14, que es adonde vais vosotros, no ha tenido mucha suerte.
—¿Qué ha pasado?
—Algo que no se concibe.
El chófer interviene para decir que hace años ya había sucedido algo parecido.
—¿Qué es lo que pasó? —pregunta Chemari muy intrigado.
—Nada. Si todavía no se sabe nada en claro —prosigue Esteban—. Ahora están pendientes del informe de un veterinario.
—¿Mataron los perros? —inquiere Chemari con cierto nerviosismo.
—No se puede decir siquiera si los mataron. Ha sido algo más anormal y raro. La semana pasada uno de los perros apareció muerto, así por las buenas.
—¿Con algún tiro, por supuesto?
—Nada de tiro. Como si el perro hubiera comido algo en malas condiciones. Y era una preciosidad de perro. Pero el perro apareció muerto, según han dicho, junto a la charca del agua. Los pastores dicen que toda la noche se la pasó quejándose como si fuera una criatura. Ellos trataron de hacerle vomitar por medio de hierbas y metiéndole incluso ramas en la garganta. No fue posible. Y, lo que son las cosas, dicen los pastores que las mismas ovejas, de oír al perro lastimarse, se pasaron la noche inquietas, yendo de un lado para otro, balando… balando, dicen, de una manera muy extraña.
—¿Conque esas tenemos? Y tú me largas a mí al puesto 14…
—Precisamente por ser primo mío. Este puesto es el que en este momento tiene más en cuenta la Compañía. Si lo hacéis bien, os cubrís de gloria.
—Eso de que se envenene un perro puede suceder, me figuro, con facilidad —comenta Chemari. Y añade—: Pudo picarle algún bicho…
—Es posible. Lo malo es que también el otro perro ha estado a punto de diñarla.
—Eso ya es harina de otro costal —comenta gravemente Chemari.
—Lo peor del caso —continúa Esteban sin darle importancia a la cosa— es que aquí, en el puesto 14, donde pronto estaremos, teníamos a un pastor viejo, de los de más experiencia, al que nunca le había pasado nada. Y no es eso lo peor, sino que, después, han aparecido algunas ovejas muertas, indudablemente envenenadas.
—Habrá alguna charca infecta… —añade Chemari.
—Pues ese es el caso Que se han examinado las aguas y no hay nada.
—¿Y el pastor qué dice?
—El pastor no se lo explica.
—¡Qué cosa más rara! —dice Chemari.
—Lo más raro es que el pastor viejo ayer mismo tuvo que ser llevado a Boise a toda prisa, con tiritones y bastante fiebre. Pero allí han dicho todos que no es más que de los nervios. La cosa le ha impresionado.
—Pues sí que la hemos liado —comenta Chemari con cierta flema.
—Sin embargo, el otro perro se ha salvado y al otro pastor, más joven, no le ha ocurrido nada.
A Chemari la cosa más que preocuparle le intriga. Es algo que afecta a su oficio. La inquietud de Chaume es distinta. Y rápidamente ha preguntado:
—¿Y en los puestos vecinos, que supongo que serán el 13 y el 15, no ha ocurrido nada?
—No. Los números de los puestos obedecen a otro orden, no es porque estén al lado. Los puestos vecinos están tan tranquilos. Aquí nunca pasa nada. De eso es de lo que muchos se quejan, de que no pase nada. Todo es siempre igual: días, ovejas, ovejas que paren, el perro que agarra garrapatas, algún avión que pasa, el día que llega el correo, un día a la semana… Esa es la vida del pastor, una vida pacífica…
—Pacífica y aburrida.
—El aburrimiento no cuenta aquí. Un pastor no se aburre nunca. Cuando se aburre un poco cambia el ganado de sitio. Así es cómo va encontrando mejores pastos…
Ya estamos llegando
—Pero esto está en el culo del mundo —dice Chemari.
—Ya estamos entrando en las posesiones de míster Link.
—Tu suegro.
—Mi futuro suegro, eso es. Esas piedras blancas indican que estamos llegando.
—¿Y en el puesto 14 quién está ahora? —pregunta curioso Chaume.
—Está Ignacio, un buen zagal de Tolosa. Ese cambia ahora con otro más al norte. Es un muchacho muy majo; toca muy bien la acordeón. Os entenderéis muy bien con él. Además, no creáis que os quedáis solos. Esto es como un pueblo…
—¿Como un pueblo has dicho? —ha preguntado Chemari.
—Casi como un pueblo, con sus barrios y todo.
Lo que ocurre es que los barrios están muy lejos unos de otros… y que…
—No son barrios —ha remachado Chemari.
—Algo de eso. Pero a mí mismo me vais a ver más de lo que os podéis figurar.
—¿Nos vas a someter a vigilancia?
—No hace falta.
—Oye, Esteban. ¿El perro nos lo ponen a cuenta, esto es, nos lo pagamos nosotros o es un regalo?
—El perro es siempre un regalo de la Compañía. Forma parte del equipo, como la carabina.
—Estamos mejor que queremos —dice Chaume.
Sin poderlo evitar los dos pastores se van fijando en los perros y estableciendo comparaciones. Los van acariciando e intentando jugar con ellos. Los perros responden sólo a medias. Sin embargo, la pinta del de Chemari es mucho más noble.
Están cruzando ahora una hermosa arboleda. Se sacuden el polvo que llevan encima.
Pero pronto retornan a un camino pedregoso, lleno de curvas y de pendientes. Cada vez que suben creen que ya van a descubrir un panorama abierto y más agradable. Sin embargo, no hay casas ni asomos de vida civilizada. Los árboles son pequeños, copudos, como doblados por el viento. La tierra sigue siendo áspera, durante kilómetros y kilómetros. De vez en cuando algún barranco con algunas balsas casi secas.
—Pero, ¿no decías que estábamos llegando? —pregunta Chemari.
—Y te dije la verdad: ya estamos llegando.
—Siempre la primera vez —aclara el chófer en su jerga y riendo— se hace muy largo… Después, cuando uno se acostumbra, ya no está tan lejos.
—¿Y por qué hemos de estar tan lejos unos pastores de otros; digo yo, habiendo tierra para todos? —pregunta Chaume.
—El peor sacrilegio que se puede cometer con el ganado (y esto lo tiene muy en cuenta la Compañía) es mezclar los rebaños.
—Ah, ya.
—Para —dijo Esteban al conductor.
El conductor ha dejado el volante y se ha dedicado a maniobrar en un complicado aparato.
—Pero, ¿dónde iba eso? —ha preguntado Chemari.
—Ahí detrás del coche.
Es un aparato de onda corta.
—¿Es que nos hemos perdido? —pregunta Chaume.
—No es eso. Es que la Compañía tiene que dar unos avisos a todos los puestos de esta zona —ha declarado Esteban.
Han comenzado los pitidos de las llamadas. Pero al parecer nadie responde. Chemari y Chaume están embobados.
—Pues es la hora mejor —dice el chófer mirando el reloj.
—Estarán echando la siesta —añade Esteban.
Nadie contesta a las llamadas. Esteban insiste algo malhumorado:
—Deben de estar rascándose la barriga.
Prosiguen la marcha sin lograr comunicar con nadie.
El paisaje se va ensanchando. Sigue siendo bronco y desolado pero tiene más grandeza. Las altas montañas nevadas se van echando encima aunque aún están bastante lejos. Hay montañas, además, de formas estrambóticas y raras.
Inesperadamente el ruido del coche ha provocado la espantada de un formidable rebaño de caballos que parecen salvajes.
Esteban ha puesto música. Es la clásica música del Oeste que retrasmite una estación cercana, en medio de una baraúnda de palabras que se supone que son anuncios. La música es lenta, cansina, a ratos patética y tristona. Chemari se amodorra.
Cruzan un río seco. Luego ascienden por una ladera. Junto a los arbustos hay manchas de agua. Comienza a espesarse un poco la vegetación. Ya se va viendo más variedad de hierbas y plantas.
Hay ratos en que las ruedas del jeep resbalan sobre la arena. Suben y bajan hasta dar con una extensa planicie, verdosa a rodales, con algún que otro grupito de árboles pequeños.
De nuevo Esteban ha hecho parar el coche y ha probado a hacer una llamada a los pastores del contorno. Nadie responde. Para más ironía, sobre sus cabezas están dando pasadas macabras unos cuantos cuervos.
—¿Sabéis a qué se parece esto? —pregunta Chaume.
—Esto se parece a los Monegros —responde Chemari.
—¿Pero tú has visto los Monegros? —pregunta Esteban.
—Hice el servicio en Lérida.
—Esto no se parece a nada —replica con aire suficiente Esteban—. Este es el típico Oeste, no el Oeste que vosotros conocéis por las películas. ¿Hay ovejas, cientos de miles de ovejas en los Monegros? ¿Hay vacas, caballos…?
—Pero no me negarás —responde con cierta cachaza Chemari— que estos cuervos son exactamente iguales que los de los Monegros, como ha dicho Chaume. Se ve que los cuervos son iguales en todas partes.
—Es raro —dice Esteban que está pendiente de lo suyo—. Nadie responde ni en el puesto 21, ni en el 23, ni en el 31… ¿Oye, no estará estropeado esto?
—Estarán gastadas las pilas.
—Estamos ya locos. Estamos como dicen que se ponen los que atraviesan el desierto. Siempre que vengo aquí me ha de pasar algo…
Todas estas frases las traduce Esteban pero teniendo en la mano la botella de whisky. Ella es la culpable, al parecer, del despiste.
—Ahora, al llegar al puesto, hablaremos con vuestros vecinos. Ya veréis qué juerga… —y Esteban, después de buscar en la bolsa del coche, sacó unos gemelos de campaña y se ha puesto a otear el horizonte.
—Hacia allá —ha dicho al mecánico.
Ya no hay caminos. El jeep camina a su arbitrio durante un rato.
El puesto 14, a la vista
De repente, Esteban se ha alzado sobre el coche y ha gritado:
—¡Allí! ¿No veis allí unos puntitos blancos?
Chemari no ve nada. Chaume tampoco, aunque dice que le parece ver algo.
—Allí están vuestras ovejas —grita Esteban.
—Aquellas son —dice el chófer.
—Allí está la tienda… Se ve fuego… Nos deben de estar preparando la comida…
—Paella. Debe ser paella ¿que no? —dice Chemari.
—Serán truchas a la navarra —dice Chaume.
—O bacalao al pil-pil —prosigue Chemari.
Se ve que tienen hambre.
La cercanía del puesto 14 ha hecho que se alcen del coche impacientes y curiosos. Chemari y Chaume lo examinan todo con gran atención. Al parecer han desaparecido toda clase de preocupaciones.
—¿Sabes que no está mal elegido el sitio? —dice Chaume.
—Y si queremos lo cambiamos por otro, ¿que no? —pregunta Chemari.
—Todas estas tierras son tuyas hasta el límite de la finca de…
—¿Tu suegro?
—Eso mismo.
—Pues nada, que esté tranquilo tu suegro que no le vamos a robar las peras ni los melones… —dice Chemari.
Han perdido el camino. El jeep avanza a campo traviesa, dando trompicones con las piedras, metiéndose en los hoyos, saltando como un macho cabrío en plena época de celo. Tienen prisa por llegar.
Se han acercado al puesto 14. Junto a un charco transparente hay un carro, como los antiguos del ejército en campaña. Al lado una tienda de blanca lona. De la chimenea sale humo.
Ignacio Izalzu Aguilera
Ha salido el perro a recibirlos. El pastor Ignacio se ha asomado con los brazos en alto desde el camión-tienda. Un par de caballos se han revuelto alrededor de la charca.
Se entabla un duelo entre los perros que llegan y los que hay, uno de los cuales ha salido corriendo en dirección al monte.
—Pero, ¿y las ovejas? —pregunta Chaume.
—Ahí detrás de esa quebrada. En la dirección que va el perro… —contesta Ignacio. Y luego añade—: ¿Queréis verlas? Es sólo asomarnos ahí…
Chemari y Chaume le siguen. Ignacio le dice a Esteban con mucho respeto:
—¿Querría darle una vuelta a esas patatas para que no se quemen?
Han llegado a lo alto de un montecillo. El perro ha llegado antes y el rebaño está alborotado y removido. Ignacio les silba y las ovejas parecen entender y se tranquilizan.
Es grandioso y bello el estrépito de las ovejas triscando por las peñas y balando, huidas y amedrentadas.
Ignacio está azarado.
—No sé si os di la mano —dice.
—Es lo mismo —contesta Chemari tendiéndole la suya.
—No te preocupes, hombre —agrega Chaume haciendo otro tanto.
—Yo decía: ¿Cuándo llegarán? Y calculé que traeríais hambre. Os estaba preparando el rancho. Vamos para allá… Creo que hemos tenido suerte con el rancho…
—¿Qué es lo que hay? —pregunta Chaume.
—Es una sorpresa —contesta Ignacio muy complacido.
—Será bueno para estrenar esto —dice Chemari.
—Es lo mejor que ha podido encontrarse. Hubo suerte… Porque uno es bastante malejo… con la carabina…
—¿Conejo frito?
—Será liebre —dice Chaume.
—Ya lo veréis. Vamos para allá… Pero sin abrir el pico. ¡A ver la cara que ponen los mandamás…!
—Pero si el mandamás es primo aquí del compadre —dice Chaume congraciándose.
—¿Ah, sí? Menuda suerte. Dentro de poco en Boise.
—¡Quién sabe! A lo mejor dentro de poco de nuevo en la tierra de uno… allá en la aldea.
Van escoltados por los perros que ya han hecho amistad después de mucho olfatearse y enfurruñarse.
Los pastores nuevos se mueven aquí con más naturalidad y alegría que en la ciudad. Ignacio y Chemari se ve que han ligado bien.
—¿Qué te parece todo esto? —le pregunta Esteban.
—¡Aupa el Athletic!, es lo que yo digo…
Ya están sirviendo cervezas en lata y patatas fritas a la inglesa en cucuruchos.
Ignacio sigue atento al condumio, pero de vez en cuando se levanta y mira hacia las lomas.
Es a Chemari a quien se le ocurre preguntar:
—Oye, chico, ¿es que no hay más que patatas?
—Algo más habrá, digo yo —responde Ignacio con cierta flema.
—Pero, aquí no se ve mucho más companaje.
—Nos comeremos los perros, a falta de otra presa —replica Ignacio con humor.
Han sonado unos tiros o algo que parecían tiros. Ha sido Chaume quien, muy alarmado, ha preguntado:
—¿Habéis oído? Han sonado tiros.
—¿Habéis oído tiros? —dice Ignacio poniendo cara de circunstancias.
Los perros ladran, sobre todo los recién llegados El perro antiguo del puesto, con todo, está dispuesto a hacerse respetar. Más que tener a los otros atemorizados se podría decir que los demás aceptan su antigüedad despótica y dominadora.
—Estos perros lo que tienen es hambre —dice Chemari.
—Los perros y los demás —murmura Ignacio.
—Paciencia, paciencia —recomienda Esteban.
Han amanecido dos caballistas en el horizonte levantando nubes de polvo. Vienen hacia la tienda a galope tendido.
Los perros ladran furiosamente. También los que vienen traen un par de perros.
Ignacio les tiende la mano en señal de saludo. Lo mismo hace Esteban.
—Son vuestros vecinos de puesto —dice Esteban.
—Sí, son los del 21: Juan Pablo y Federico… Y ya lo veis, vienen con el suministro a cuestas…
Son dos tipos vascos netos, uno joven, muy colorado, y el otro recio y con el pelo blanco. Descienden de las monturas y exhiben un hermoso cervatillo.
—Los invitados —dice el más viejo— siempre están obligados a llevar algo al sitio donde van —y deposita el cervatillo en manos de Ignacio. Luego, dirigiéndose al más joven le dice—: ayúdale a descuartizar el bicho…
Chemari y Chaume son presentados.
La gran comilona
Mientras termina de hacerse la gran fritanga van picando, en latas, sardinas, atún, aceitunas, incluso caviar, que los recién llegados ni conocen.
—Pero esto parecen cagás de moscones —dice Chemari.
—Calla y pruébalo —dice Esteban.
—Está riquísimo —dice Chaume sumamente obsequioso.
También beben cerveza y a ratos whisky.
Mientras terminan de improvisar la mesa —un mantel extendido en el suelo al abrigo del carro y un apartado para las botellas y los entremeses— Chemari se distancia un poco hacia la desierta colina.
Trata de situarse y de hacerse cargo de su nuevo estado. Mira el suelo y el cielo con extrañeza. Efectivamente, aquella tierra no tiene nada que ver con la de su aldea. Aquello es una mezcla rara de pradera reseca y monte escabroso. A intervalos, en lo más pelado del monte, surgen manantiales y trozos de campiña reverdecida. Chemari va dominando el paisaje. Por lo bajo canturrea:
Adiós tierra mía
Adiós mi chimenea
Adiós mi cordera
Adiós mi chavala…
Lo que canta es una especie de salmo que él mismo se va inventando, un poco por efectos del whisky.
De repente se ha topado con la sombra blanca de las ovejas. Unas suben peñas arriba y otras se deslizan hacia la hondonada. Es imponente su marcha estrepitosa y conmovedora a la vez. Chemari les grita:
—Riau, riau, riauuu…
Las ovejas de momento se han quedado detenidas y luego han comenzado a balar de un modo unánime y lastimoso. Chemari las ha seguido. En cierto modo le enternece aquella toma de posesión muda y callada de lo que va a ser su oficio en adelante.
Intenta arrancar unas cuantas matas medio secas para olerías, pero no puede y termina dándoles un puntapié. Se va acercando al rebaño con enorme curiosidad. Al principio las ovejas ni se mueven, como si Chemari fuera una mera sombra, algo que no tuviera nada que ver con ellas. Al parecer están estudiando a su futuro dueño y pastor.
Pero al llegar hasta ellas, las ovejas han rebullido y se han espantado. Algunas triscan entre las peñas y se cuelan por un arroyuelo casi cubierto de arbustos.
Chemari les habla cariñosamente. Se ve que quiere ganarse anticipadamente su confianza. Pero las ovejas están alborotadas. Todavía no saben de la amistad del nuevo conductor del rebaño. Las ovejas se atropellan y balan con estruendo y pavor. Chemari entre ellas se considera impotente para dominarlas.
En este instante se ha encontrado con su perro al lado. Y su perro, sin esperar la orden siquiera, se ha puesto a contener el desmandado rebaño.
—¡Muy bien, muy bien! —ha gritado Chemari lleno de emoción.
Chemari se ha quedado en lo alto de una piedra ordenando al perro. Su perro es un buen guiador. Entonces Chemari se ha puesto a hablar solo. Y dice:
—A este perro habrá que ponerle un nombre. Hay que ponerle un nombre que le vaya bien. Le podía llamar Leal. O Rápido, porque ciertamente es un perro certero.
El perro ha vuelto a él después de aplacado el barullo de las ovejas. Chemari acaricia a su perro.
—¿Te gustaría llamarte Leal?
El perro parece entender y ladra agradecido y juguetón.
—¿O te gustaría llamarte Rápido?
El perro salta de contento.
—Lo mejor será llamarte… Vamos a ver. ¿Qué tal te caería Rale? ¿Qué te parece? Te llamarás Rale, Ra por Rápido, le por Leal.
Chemari y su perro van dando la vuelta al rebaño. Las ovejas ya no se sienten intranquilas ni recelosas.
Chemari las va chistando con suavidad y dulzura para que no se espanten.
Coge entre sus brazos un corderillo recién parido que bala tiernamente. Chemari se lo pone al cuello, y camina un rato. La madre lo sigue balando también. Por fin, lo deja en el suelo.
Chemari habla con Rale como si fuera su confidente. Le va diciendo:
—Es que dos mil ovejas son muchas ovejas Dos mil ovejas no las había visto yo juntas en mi vida. Dos mil ovejas son demasiadas ovejas. Ya nos entenderemos con ellas como podamos. ¿Verdad, Rale? ¡Claro que sí! ¿Y de qué vivirán las ovejas por estas tierras? Pocos pastos ve uno a simple vista. Pero de algo vivirán, digo yo… ¿Y los lobos, qué es lo que pensarán del asunto? Hay que preguntar a Ignacio y a los otros si hay osos. Aquí tiene que haber de todo, osos, lobos, buitres, y quién sabe si aquí hay hasta brujas… Menuda tierra a donde nos ha traído el primito. Y esto por ser pariente. ¿Comprendes, Rale? Esto quiere decir que a otros todavía les habrá tocado algo peor. A no ser que a mí, por aquello de que hay confianza, me haya dejado el hueso.
Ignacio ha aparecido en la colina gritando:
—Eh, amigo, que se enfría la sopa…
—¿Qué dices? —grita a su vez Chemari.
—Nada, que te vengas, que ya es hora de comer.
—Vamos, Rale —dice Chemari, y se dirige adonde está Ignacio brincando y canturreando. Haciendo un poco el ganso.
Descienden los dos al puesto.
—Creíamos que no venías nunca —dice Esteban.
—Me entretuve con las ovejas.
—¿Las estabas contando?
—No. Las estaba viendo.
—¿Y no te han huido? —pregunta uno de los pastores viejos.
—Al principio, sí. Después ya no.
—Será que te conocen ya —dice el otro del puesto 21.
—Pues hoy me conocen más que ayer… —contesta Chemari con cierta guasa.
—A comer se ha dicho —grita Ignacio presentándose en el grupo, que está a la sombra de la tienda, con un animal recién sacado de la brasa.
—¡Viva, vivaaa! —gritan todos disponiéndose a la gran comilona.
El festín transcurre entre risotadas y bromas, aunque de vez en cuando Chemari mira alrededor y se queda pensativo. Se ve que los recuerdos tienen poder sobre él. Probablemente está pensando en su aldea.
Comen como bárbaros. Las enormes tajadas y los pedazos de pan son engullidos a base de cerveza.
—¿Echáis de menos algo? —pregunta Ignacio a los recién llegados.
—Yo no —dice Chaume.
—Yo sí —contesta Chemari.
—¿Y qué es, si se puede saber? ¿No será… —y hace el gesto de siluetear a una mujer.
—No. Echo de menos la bota. Echo de menos el vinillo de allá. Tanta cerveza no puede ser bueno.
Todos ríen.
—Algún día probarás el vino —dice Esteban.
—Claro, hombre. Cuando sea fiesta y bajemos al pueblo… Bueno, yo siempre digo el pueblo cuando hablo de Boise.
—No pienso bajar mucho —replica.
—Eso lo dices ahora.
Termina el banquete entre irakiñak y astakeriak[2].
—Oye, tú, astoa[3], ¿a que no te comes ahora una cazuela entera de melocotones en almíbar?
Siguen apostando barbaridades. Hasta que Federico, el viejo pastor del 21, añade:
—Termine la besta[4] en paz.
La sobremesa
Conforme los pastores van terminando de comer se van tumbando donde pueden. Alguno al pie de las lonas de la tienda, otros a la sombra del carro. Esteban se ha metido en el jeep y después de adoptar una postura bastante extraña y aparentemente incómoda, da la impresión de que se haya dormido.
Chemari se va a su saco de viaje y busca algo.
Es la armónica.
Una vez que la encuentra busca un rincón de sombra. Entonces llama a Rale a su lado, y en seguida comienza a modular esbozos de canciones.
Pero ninguna cuaja.
—¿No sabes hacer más que eso? —pregunta el pastor viejo del 21.
—Algo más sabe, pero no mucho —declara Chaume. Y ríe.
Chemari prosigue impertérrito. No son ganas de lucirse lo que tiene. Se trata de una necesidad más íntima y vital. No toca nada en concreto sino que comienza una y otra vez distintas canciones, puramente vascas, para luego quedarse callado y pensativo.
—Toca algo serio o para la música —le dice Esteban.
—¿Queréis algo conocido, entonces?
—Toca algo que pueda cantar este —y el pastor viejo del 21 señala a su ayudante.
Chemari se ensaya un poco y por fin da en el tono de una canción superconocida. El pastor comienza a cantar siguiendo la melodía de la armónica:
Si a tu ventana llega
una paloma
trátala con cariño
que es mi persona…
Sin poderlo evitar los demás pastores ya están canturreando también. Hay un momento de brío en el canto de todos, hasta que, poco a poco, como por cansancio o tristeza, dejan de cantar. Este momento de silencio lo aprovecha el pastor viejo para preguntar:
—¿Y qué tal van las cosas por allá?
—Como siempre —dice Chaume.
—Pero ¿cómo están? —insiste el pastor Ignacio.
—Regular, más bien regular —comenta Chemari.
—¿Es verdad que hay muchos obreros parados?
—Como siempre o algo más —contesta sobriamente Chemari.
—Depende de las regiones —añade Chaume—. Todo el Norte se nos está llenando de gente del Sur que viene a trabajar.
—Lo peor de todo, bueno, lo peor de todo o lo mejor, porque también nosotros estamos aquí, es la cantidad de obreros que se marchan fuera…
—Pero ¿son tantos? —pregunta Esteban.
—A miles, a miles. Hay pueblos, según dicen, de Alemania y Suiza y hasta de Francia, donde se habla más español que la lengua de allí.
—¿Es verdad lo que se dice de las huelgas? —pregunta Ignacio.
—¿Qué es lo que se dice por aquí? —pregunta a su vez Chemari.
—Que están las minas paradas…, y también muchas industrias de Cataluña.
—Quizá se exagera.
—¿Es cierto que han puesto bombas en muchos sitios y que los curas han dado de comer a los huelguistas en ocasiones?
—Dicen —contesta Chaume— que a algunos curas los han puesto en la frontera y que han desterrado a muchos; pero no creas que se saben mucho las cosas…
—La Prensa no las dice, ¿verdad?
—No creas. Ya va habiendo un poco más de libertad… —dice Chemari.
—¿Sí? No me lo creo —dice el pastor viejo del 21.
—No digo que haya libertad completa, pero no es lo mismo que hace diez años… —vuelve a rematar Chemari.
—Los que están de capa caída —agrega Chaume— son los Sindicatos. Todo eso parece ser que se va al traste…
—¿Tú crees? —pregunta escéptico Esteban.
—Eso parece. Eso dicen todos.
—¿Y allí qué es lo que va a pasar? —pregunta Esteban dirigiéndose expresamente a Chemari.
—¿Lo sabes tú? Ni yo tampoco. Nadie sabe nada.
—Aquí los periódicos han hablado de la monarquía… —insiste Esteban.
—¡Cualquiera sabe! —contesta Chemari.
—Pero algo tendrá que venir después de todo esto.
—Algo vendrá, pero no se sabe nada. Por lo menos yo no le veo la punta. Probablemente los que mandan, yo qué sé, sabrán algo. Tampoco al pueblo parece que todo esto le interese demasiado. El pueblo lo que quiere es vivir mejor de lo que vive… —concluyó con aire un poco abatido.
—¿Es cierto que la comida está muy cara? —preguntó entonces Ignacio.
—Al parecer la comida no la regalan, no.
Se ha establecido el silencio, un silencio realmente angustioso. Están hablando de su patria, desde lejos de ella. Sólo a Esteban se le nota un poco más despreocupado y distante.
—O sea —ha dicho—, que no nos decís nada en claro.
—Le hemos dicho lo que sabemos: que aquello no está bien, como debía estar; pero que tampoco está tan mal, tan mal, como ayer dijo uno en las oficinas de la compañía.
—¿Cuánto tiempo hace que te viniste tú? —ha preguntado Chemari a Esteban.
—Seis años hará para el mes que viene.
—Pues aquello está como cuando tú te viniste o acaso en algunas cosas mejor. La gente gasta más, va al cine, casi todos se han comprado bicicleta o vespa en nuestras aldeas, y algunos, coche. Pero las habichuelas, las patatas, la carne siguen estando caras para los sueldos.
—¿Y Madrid? ¿Madrid cómo está? —ha preguntado el pastor viejo.
—Madrid está fenómeno. Yo no lo había visto desde que hice el servicio, que me llevaron a desfilar —ha replicado Chemari—. Pero Madrid está que da envidia. No creas, a muchos americanos se les haría la boca agua. Madrid está muy bien, pero que muy bien, que no tiene nada que envidiar. ¿Que no hay más que un rascacielos de muestra? ¿Y qué? Cuando salimos en puro invierno todo estaba lleno de turistas. Calcula.
—La última noche —prosigue Chaume— la liamos. Nos emborrachamos en una tasca de por detrás del teatro Español, donde había carteles de toros. La Policía Armada de vez en cuando entraba y decía: «¡Que haya respeto!» «Sí, señor guardia, que haya respeto», le respondíamos nosotros. «No vamos a tener más remedio que llevarlos, si siguen así, a la comisaría.» «¡Qué más quisiéramos nosotros!», le respondíamos… «Nos llevan ustedes y ya no hay necesidad de montar en el avión ni nada», les decíamos, y ellos tan convencidos que hasta se tomaron una copa con nosotros. Cuando se enteraron de que nos veníamos a cuidar ovejas decían: «¡Envidia es lo que nos dan!» «Pero, ¿por qué?» «Siempre es mejor cuidar ovejas que gamberros», contestaban. Y luego la que movimos con una fulana que llevaba boina. Hasta que no le quitamos la boina no paramos. Era una pobre que había salido de esos asilos donde las meten cuando las pillan con las manos en la masa…
—¿Has dicho la masa? —dice el pastor viejo.
—Ya será otra cosa —añade Ignacio.
Poco a poco la conversación de sobremesa se va apagando.
—¿Y el avión no te dio miedo? —le pregunta Esteban directamente a Chemari.
—¿Este? —responde Chaume por él—. Este se pasó la noche, entera roncando.
—¿No te mareaste? —vuelve a preguntar Esteban.
—Creo que quien se mareó un poco fue el piloto —contesta Chemari.
Todos ríen. Ahora están bebiendo coñac.
—¿Y qué te pareció Nueva York?
—Nueva York está bien, pero hay demasiada gente. A mí los rascacielos no me gustan. ¿Y qué hacen cuando se funden los plomos?
Los perros de Chemari y Chaume se han enzarzado en una pelea. Se están disputando un hueso. También intervienen los otros perros. Es Ignacio quien les da un grito, los amenaza y logra separarlos cuando ya el pastor viejo va a coger un palo.
Chemari ha vuelto con la piel del cervatillo.
—Tiene el tiro muy bien dado. ¿Quién le dio? —pregunta dirigiéndose a los pastores del 21.
—Aquí el viejo —dice el joven.
—Era una buena pieza.
—Como que os vamos a dejar carne para dos días —contesta Ignacio.
Los perros están excitados con la piel del animalejo. Saltan alrededor de Chemari.
Chemari se dirige a Esteban preguntándole:
—¿No habían dicho que estaba prohibido cazar?
Esteban responde:
—Claro que no se puede. Pero un día es un día. La norma de la Compañía es que ella os da la comida, incluso carne bastante a menudo…
—Pero es carne en lata —dice el viejo.
—¿Y si se enteran los de la Compañía? —vuelve a preguntar Chemari.
—Si se enteran y saben por qué ha sido harán la vista gorda. No es lo mismo vivir de la caza que cazar un día, por una circunstancia extraordinaria. Había que celebrar vuestra llegada. Es ya como una costumbre en los días grandes procurarse un bichejo. Pero eso no es cazar por lucro todos los días… Había que celebrar vuestra llegada. Eso es lo que yo quise decir a los del puesto veintiuno por radio. Pero ellos se han anticipado. Ignacio ya tenía bastante con pelar patatas y destripar los ajos y la cebolla. Pero ¿a que estaba bueno?
—Estaba buenísimo —dice Chemari.
—Lo escribimos al pueblo y no se lo creen —dice Chaume.
—Además, el viejo sabe muy bien lo que se hace —dice el pastor joven del 21—. Nunca mata a una hembra en tiempo de cría, nunca ha tirado a un gallo salvaje simplemente por divertirse. Nunca ha vendido una piel. Eso es lo que no quiere la Compañía.
—Aquí el caporal —dice el joven pastor del 21— se conoce como nadie las costumbres de todos los bichos al monte. Cuando veníamos le decía: «Mira que nos vamos a quedar sin comer». «No seas desconfiado», me repetía. Se conoce de memoria las cuevas de los osos, las madrigueras de los conejos, las astucias de los lobos, los regatos donde beben agua los ciervos y a la hora que beben… Es un hacha…
Esteban saca del coche su cámara fotográfica.
Y les dice:
—Poneros ahí. Luego las mandaremos allá y os verán vivos.
Esteban saca varias fotos del grupo y algunas a Chemari solo. Luego hace que Ignacio los retrate a ellos dos juntos.
Últimos consejos
A Chemari le ha caído bien el viejo del 21. Tiene algo de patriarca y al mismo tiempo una alegría sana. El aislamiento y la distancia de su patria no han podido con él.
—Pues usted está hecho un jabato.
—No creas.
—¿Cuántos años lleva sin ir allá?
—No he ido nunca.
—Pero piensa regresar algún día…
—Pensar sí lo pienso.
—Está usted muy joven —vuelve a insistir Chemari.
—Y más fuerte que Paulino Uzcudun. ¿No lo ves? —dice el joven queriendo tantearle la musculatura. Y al ver que no puede porque el viejo lo impide, dice—: Es de hierro.
—Yo antes —comienza a discursear el viejo— cuando te vi —y se dirige a Chemari— tocar la armónica pensé en mí, recién llegado. También yo tocaba la armónica. Un día la rompí. De haber seguido con la armónica habría terminado loco.
—Pero yo creo que la armónica es una buena compañía.
—No te lo niego, pero ayuda a hablar demasiado a solas y eso no es bueno. Aquí lo que hay que hacer es comer y dormir, dormir y comer.
—Algo más habrá que hacer.
—Bueno, claro, muy bien dicho, algo más hay que hacer: hacer que duerman y coman las ovejas.
—¿Y eso es todo?
—No, eso no es todo. Tienes razón, hijo. También hay que ayudar a parir a las ovejas, sacarles las crías de la barriga, curar a los caballos cuando se lastiman, cuidar a los perros cuando enferman. Hay que cuidarlos a veces como si fueran personas y más que a personas. Y sobre todo, lo que hay que hacer es vigilar…
—Pero ¿es que hay indios o bandidos… por aquí?
—Aquí casi nunca ocurre nada, pero puede ocurrir. A veces han ocurrido cosas. A mí no, pero a otros sí. Hay que vigilar a todas horas, incluso cuando se duerme.
—¿Ha tenido que disparar alguna vez contra algún hombre? —ha preguntado Chaume.
—Nunca. Me ha bastado siempre con esto —y ha mostrado sus puños, unos puños enérgicos y duros.
—¿No lo veis? ¿No os he dicho que es más fuerte que Uzcudum? —ha remachado el joven del 21.
Todos ríen y alaban los puños apretados del viejo.
—¿Tú de dónde eres? —pregunta el viejo a Chemari.
—De Vera. De Vera del Bidasoa soy, para servirle.
—¿Y tú? —pregunta a Chaume.
—Soy natural de Alfaro, pero casi toda mi familia es de Marquina.
Al viejo se le han humedecido los ojos. Por un momento se ha traspuesto y se le ha visto hundirse en el manantial de los recuerdos.
—Pues, aunque no lo creas, yo conozco tu pueblo. Vera, si no me equivoco, está muy cerca de la frontera. Y hay por allí un río con truchas. ¿Cómo se llama ese río?
—El Bidasoa. Vera del Bidasoa es mi pueblo.
—¡Sí, es verdad! ¡Qué tonto me estoy poniendo! A mi edad uno se pone ya un poco tonto…
—¿Y en Alfaro no ha estado nunca? —le pregunta Chaume.
—Lo he oído nombrar pero no recuerdo si he estado o no. ¿Es ahí donde se torean vaquillas, donde torean vaquillas las mujeres?
—Eso es Estella —responde Ignacio.
—Yo sí que estuve en Estella siendo joven —prosigue el viejo—. Os juro que es verdad. Es más, os diré que yo tuve una novia en Estella, una novia que, según me han contado después por carta, hace mucho que se metió a monja. Pero no monja de clausura, sino monja de los ancianos, de esas que les limpian la caca y se llenan de piojos con los pobres desamparados. Yo no miento. Yo no he mentido nunca. Os digo que tuve una novia en Estella y que era muy guapa…
—¡Y la dejó abandonada! —dice Chemari.
—No es que la dejara abandonada. Era un casorio que no podía ser. Ella tenía unas tierras, yo no tenía nada. Ella había estudiado para maestra, yo apenas sabía hacer los palotes. Yo no miento, y no soy nada farolero si os digo que ella me quería, ¡vaya si me quería!
Ignacio ha ofrecido al viejo un cigarrillo. Con mucha solemnidad el viejo lo ha encendido. Luego ha proseguido:
—A mí me alegra mucho siempre que viene alguien nuevo de allá. Pero también me da pena. Me acuerdo de mí mismo…
Esteban se ha levantado y se ha puesto a pasear.
—No le hagáis caso —ha dicho el pastor joven del 21—. Al viejo es que siempre que llega alguien nuevo, se alegra un poquillo, bebe algo de más, y luego le da llorona.
—¿A mí me da llorona, so deslenguao? —y ha intentado darle un cachete.
—Sí, que te pones blando.
—¿Me dio a mí llorona cuando Juanchu, recién llegado de allá, cogió las fiebres y se pasó varios días delirando, con lo menos cuarenta de fiebre, y pidiendo sin parar: «Por favor, llévame a mi casa»? «Ya te llevo a tu casa», le repetía yo horas y horas, hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó.
—Pero, ¿es que por aquí hay fiebres? —pregunta Chaume un tanto alarmado.
—El ganado siempre ha contagiado de unas fiebres raras —contesta Esteban.
—Al que le pilla bien lo deja baldao —dice el viejo.
—Ahora los casos que hay, que ya hace años que no se da ninguno, se curan en seguida —replica Esteban. Y añade—: Ahora lo único que hay que hacer es avisar en seguida. Con los adelantos que hay, en una semana listo. Al último ni siquiera una semana. Con unas inyecciones de estreptomicina, al monte de nuevo…
Este giro de la conversación ha dejado un poco apagados los ánimos. Se ha enfriado el entusiasmo que reinaba. Ignacio pasa la botella. Pero ya no es lo mismo que antes. Una ola de opresión y sentimentalismo se ha apoderado del ambiente. El viejo, al darse cuenta, da un cambio brusco a la conversación y dice a Ignacio:
—Saca la baraja que nos vamos a echar una partidita. El que pierda, ya sabe, será el que tendrá que hacer la próxima visita Y presentarse con el companaje por delante. ¿Entendido?
Se ponen a jugar. Esteban mientras tanto saca fotografías de los alrededores y del ganado. El conductor mira, con cara de no entender, la reñida partida de mus.
—¡Ordago a la grande! —grita eufórico Chemari.
En medio de la partida, Ignacio se ha dirigido a Chemari y a Chaume y les ha dicho:
—Habéis tenido suerte. Este es un buen puesto.
—¿Tú crees? —ha preguntado Chemari.
—De los mejores —ha agregado el viejo.
—Todo ha sido obra del primo —añade Chaume.
—Mi primo ha hecho lo que debía hacer. No creo que por mí haya hecho más de lo que ha hecho por ti, por ejemplo.
La partida se ha interrumpido un momento. Afortunadamente Esteban está lejos, y su mecánico está adormilado.
—Ah, por si luego se me olvidara… Recordarme que os diga que el sitio mejor para proveeros de leña es un espeso matorral que hay muy cerca del rancho de Mr. Link, el que parece que va a ser el suegro de tu primo.
Han seguido jugando. Ahora ha sido el viejo del 21 el que mientras barajaban les ha dicho:
—Y a todo lo que os pregunte la Compañía si necesitáis, decid que sí. Eso siempre, por costumbre. La Compañía es rica. A la Compañía nosotros le salimos muy baratos…
—¿Y a qué distancia estará el rancho de Mr. Link? —ha preguntado Chemari volviendo a lo de antes.
—En línea recta, por ahí, a unos quince kilómetros —dice Ignacio.
—Pero no te dejes llevar por eso —dice el viejo—. El rancho de Mr. Link es como un mundo de grande. Es de los mejores que hay en todos estos Estados. Mira por donde tú, muchacho, emparentado con Esteban, podías muy bien…
—¿No tiene una hermanita con ganas de gizongaia[5] la novia de Esteban? —ha recalcado Chaume.
—¡Ordago a la grande! —ha soltado Chemari con todo aplomo y buen humor.
El viejo prosigue como hablando consigo mismo:
—El pastor yo creo que está hecho para vivir solo. Ya lo dice el refrán: buey solo bien se lame.
—Oye, pero yo no soy un buey —replica Chaume.
—Yo lo que quiero decir —prosigue el viejo fijo en su idea— es que a veces la Compañía ha querido suprimir entre nosotros las parejas. A mí no me hubiera importado lo más mínimo. La Compañía hubiera querido más puestos y más perros. Yo esto lo considero razonable. Pero no ha podido ser porque muchos no han querido aceptar la soledad. Y yo me pregunto: ¿Y para qué dos quieren vivir juntos si muchas veces están como el perro y el gato? Para mí lo mejor es la soledad. Yo resisto bien la soledad, pero comprendo que haya quien no la resista. Nosotros somos en cierta manera como los gusanos de seda, vamos detrás de lo verde, royendo lo verde…
—Serás tú, que te gusta la lechuga más que a los jilgueros —le dice su compañero.
—Lo digo por las ovejas. Tan pronto se acaba el verde en un lado, hay que girar con ellas a otro, donde lo haya. La Compañía se preocupa también de las ovejas más que de uno, y si cuida de nosotros es porque cuidamos las ovejas. Aquí lo que vale es la oveja, y más que por la carne, como por allá, por la lana. Dichosos vosotros, los que llegáis ahora.
—Pero, ¿por qué?
—Sí, sí. ¿Por qué? —le han preguntado.
—Son otros tiempos. Si yo estuviera en vuestro pellejo no me habrían salido canas aquí. Tan pronto hubiera tenido los dos mil verdes…
—¿Veis como el viejo es un picarón? Siempre va detrás de lo verde…
—Tan pronto hubiera tenido los dos mil presidentes verdes, aun sin saber un pajote de esta endiablada lengua que apenas si entiendo después de un carro de años, me habría ido a San Francisco…
—¿A San Francisco? No creo.
—O hubiera vuelto a mi aldea. Ahora parece ser que dos mil verdes, y tres mil, y más cuatro mil, y mucho más cinco mil, ya son una pequeña fortunita para ir tirando. Sin embargo, lo que son las cosas, a mí ya creo que se me ha pasado la hora de volver…
—No lo creáis —dice el pastor joven del 21. Y añade—: está forrado de plata, y algún día se escapa, coge el avión y no le vemos el pelo más que allá en su aldea.
—¿De dónde es? —pregunta Chemari.
—De cerca de Oyarzun —contesta el joven—. Yo creo que se pasa los días pensando qué hará con los dólares al llegar a su aldea. El viejo piensa mucho las cosas. Se ha pasado muchos años pensando qué hará con las pesetas… Lo tiene que tener todo muy pensado. ¿Que no? A lo mejor se compra un barco…
—Sí, un barco de vela me voy a comprar. El mar para los pescadores —responde.
—A lo mejor pone una cafetería de esas que están de moda, una cafetería como las que me han dicho que han puesto en Bilbao algunos de los nuestros…
Todas estas alusiones regocijan al viejo. Se ve que todo esto le hace soñar en un porvenir cómodo y placentero.
—¿Y con cuántas pesetas se podrá uno retirar a vivir tranquilo? —pregunta en un exceso de sinceridad. De repente se da cuenta de que con esto se presta a que le tomen el pelo y agrega—: ¡Y pensar que todo esto fue y pudo ser nuestro! ¡Y si no esto, parte de los Estados Unidos! ¿Por qué habremos sido siempre tan mamarrachos? ¿No sabíais que hace ya más de dos siglos, cuando esto ni existía casi como pueblo organizado los vascos atravesaron todo esto, se recorrieron este país de punta a punta, y enseñaron a estas gentes…? Todo lo hemos tenido en las manos y lo hemos perdido lamentablemente. ¿Creéis que tenemos perdón de Dios? Pues no tenemos perdón de Dios. Pudimos ser los amos de todo esto, el país más rico de la tierra, y aquí nos tenéis ahora, a sueldo de ellos. Y encima de todo, agradecidos. Si dejaran venir gente de mi aldea se despoblaba aquello…
Aparece Esteban en el horizonte cerrado del pequeño valle.
—Hay que ir preparándose para la marcha —grita.
Ignacio se ha dispuesto a coger sus cosas. Después ha llamado a Chemari y a Chaume.
—¿Sabéis manejar esto? —les dice mostrándoles el aparato de onda corta y el transistor.
Ellos escuchan las explicaciones. Se oyen diferentes estaciones, todas de música incomprensible para ellos y de anuncios y noticiarios en inglés, de los que no cazan ni palabra.
—Me parece que yo voy a poner poco este instrumento —dice Chemari.
Chaume se muestra más aficionado y se hace cargo de las pilas de repuesto.
—Y si os ocurriera algo, no tenéis más que hacer la llamada de socorro —y el pastor Ignacio les enseña pacientemente a manipular el aparato.
Los pastores del 21 ya están ensillando sus caballos. Los caballos relinchan de gusto. Los perros saltan delante de los caballos.
Ignacio ha acomodado su equipaje en el jeep.
—Nosotros te dejaremos —le dice Esteban— en el cruce. Puedes dormir si acaso allí y mañana te acercas. Son cuatro horas andando lo más. O me lo dices y al mediodía el coche del suministro te recoge y te acercará.
—No hace falta —dice Ignacio.
Antes de despedirse de Chemari y Chaume, Ignacio se desvive atendiéndolos.
—Una cosa importante es el caballo —dijo—. ¿Cuál de los dos monta mejor?
No han sabido concretar.
—Eso es según el caballo —ha dicho Chemari.
—Pues el caballo más duro y templado es este.
—Tiene buena pinta —ha dicho Chemari.
—Adjudicado —ha dicho el viejo.
Los caballos, sin ser finos ni elegantes, son resistentes y briosos. No tienen mala estampa.
—¿Podemos probarlos? —dice Chaume.
—Claro que sí. Son vuestros —dice Ignacio.
Chemari y Chaume se aprestan a montarlos.
El caballo de Chaume
—No estaría mal que nos tiraran —dice Chemari.
—Como comienzo estaría bueno —dice Chaume.
—Oye, sólo una carrerilla —dice Esteban, que está pendiente del reloj.
Chemari se imagina que es por la novia y no se equivoca. Chaume está pendiente de su caballo. Lo está acariciando. El animal se deja, pero no del todo satisfecho. Desconoce la voz de Chaume.
—Este y yo vamos a ser buenos amigos —dice dándole palmaditas en el cuello.
De repente, el caballo de Chaume se ha disparado y Chaume, después de hacer una pirueta grotesca, se ha asido valientemente al cuello del animal. Durante la arrancada, dos o tres veces ha estado a punto de caer, corriendo cierto peligro. Los demás le han gritado:
—Suéltale.
Pero Chaume no le ha soltado, sino que se ha agarrado más fuertemente al cuello del bruto. Por fin, ha caído.
Todos acuden hasta él. No ha pasado nada.
—¿No decías que era como el pan? —grita Chaume a Ignacio.
—Es como pan bendito —le replica.
Ignacio le limpia la tierra.
—Menudo tigre —dice Chaume indignado.
Todos celebran la frase, sobre todo porque la caída no ha tenido importancia. Sin embargo, Chaume se siente humillado.
—Lo que creo es que tú —dice el pastor viejo del 21 dirigiéndose a Chaume— estás más hecho para la ciudad que para esto. Este compañero ya es distinto —y señala a Chemari.
—Yo, por si acaso, no monto —dice Chemari—. Montaré cuando esté solo y así si me caigo yo solo me levantaré…
El viejo prosigue:
—Uno tiene vista en esto de quién sirve y quién no sirve para una cosa. Se ve en seguida. Tú durarás poco aquí —dice dirigiéndose a Chaume.
—¿Qué cree, que me voy a volver a la aldea? Pues está muy equivocado.
—No era eso lo que quería decir. A lo mejor prosperas por otros derroteros. Quién sabe, a lo mejor te llevan a la ciudad o te destinan a otra cosa mejor. En cambio al compadre le saldrán canas con las ovejas… —y da una palmada en el hombro a Chemari.
—Pues mi padre durante muchos años —dice Chaume— era el que salía en la plaza de Logroño a pedir la llave.
—Tu padre, acaso; pero tú, no.
—Encima que me he caído, el viejo la ha tomado conmigo.
—Todo lo contrario, hijo mío. Yo lo que te he dicho es que posiblemente tu harás fortuna, pero quizá no de pastor.
—Me compraré una armónica si eso ayuda algo…
—Yo tengo pupila —insiste el viejo—. ¿Qué pasó con el chaval del 27? Tan pronto lo vi, dije: Ese se volverá en seguida al pueblo. Le preocupaba demasiado todo lo de allá: si los curas vascos, si los sindicatos falangistas, si los americanos daban o no daban dólares, si iba a haber guerra… Se pasaba los días clavado en el cruce, esperando el camión del suministro, por si traía correo… Decía: «Es que espero carta». «¿Qué carta, ni qué diablo? Tú lo que esperas a todas horas son los periódicos», le contestaba yo. Y era verdad, vivía pendiente de todo, hasta de los partidos de fútbol de cada domingo…
No es posible vivir aquí y vivir allí. A los que comienzan así termina matándolos el dolor de madre.
No el dolor de la madre carne, sino el dolor de la madre tierra, que es peor cien veces. «¿Qué estará pasando allá, qué estará pasando…?» «Nada estará pasando», le respondía yo, y le daba mucha rabia. Pensando en aquello, digo más, pensando en esto de aquí, en Boise mismo, y no pensando en las ovejas, es imposible anclarse en este sitio…
Esteban enseña al viejo unos nubarrones que se desperdigan por el horizonte. En cierto modo quiere acortar toda esta clase de desahogos. El viejo pastor no sólo representa la máxima experiencia del pastoreo. También representa a la raza. El pastor viejo es entre ellos un símbolo Esto se nota, sobre todo, al ir despidiéndose.
Hasta la próxima
Ha llegado el momento de la despedida de Esteban. Primero lo ha hecho con los demás y después se ha llevado a Chemari aparte y le ha dicho:
—¿Estás contento?
—Ni contento ni triste. Estoy bien.
—Yo escribiré allá y diré que estás bien.
—¿Tardan mucho las cartas?
—Entre una cosa y otra, pon una semana.
—No está mal.
—Te he traído aquí porque éste es un buen sitio. Aquí estarás en un lugar de paso. Yo vendré a verte alguna vez… y hasta es posible que algún día venga por ti para ir al rancho de Mr. Link… Ya verás qué maravilla.
—Pero por mí no te preocupes…
—Por ti, como por los demás, no hago más que lo que creo que debo hacer.
—Y yo te lo agradezco, por mí y por todos los demás.
—Además, me parece que tú te llevas bien con tu ayudante. Parece buen muchacho.
—No parece malo.
—Tú ya sabes que la responsabilidad en todo es tuya. Por eso mismo tendrás alguna gratificación.
—Está bien.
—Antes de una semana o dos estaré de vuelta por aquí. Vamos a ver cómo te prueba esto. Y si no te prueba, te pasamos a otro lado.
—Me probará.
—No estaría de más que pusieras el transistor. Todos los días hay media hora de ejercicios de inglés en la emisora local. Es especialmente para vosotros. Así, sin darte cuenta, aprendes inglés.
—No creo que yo sirva para eso.
—Lo mismo decía yo. Ah, quería dejarte una cosa que te servirá. Este mechero, que te regalo. Vale contra viento y lluvia. Es de los que emplean los marinos en alta mar.
Se lo entrega. Chemari lo ensaya.
—Funciona estupendo.
—Hasta la próxima, Che.
—Hasta la próxima.
Esteban se ha montado en el coche. Sin más, el jeep ha arrancado. Su mano ha ido parándose en cada uno de ellos, pero especialmente en Chemari.
—Adiós —grita.
—Aupa el Athletic… —grita Chemari.
Ignacio, cuando ya el coche va a desviarse, se baja para dar un recado. Chemari se acerca a él corriendo. Lo que Ignacio le dice es:
—Oye, tráeme la cadena de mi perro, que me la he dejado colgada en la rueda del carro.
Chemari se la lleva. El jeep se pierde.
Más despedidas
Ahora son los dos pastores del 21, que en nombre de todos vinieron al puesto 14 a darles la bienvenida, los que se aprestan a ponerse en camino.
El viejo ha montado ya en su caballo.
—¿Podría acompañarle un rato? —dice Chemari.
—Siempre que sepas volver.
—No creo que me pierda.
—Oye, Chemari, a ver si te pierdes y la liamos —dice Chaume.
—Es sólo media hora. Así conozco dónde estamos metidos —le contesta.
Chemari prepara su cabalgadura. El joven pastor del 21 le ayuda.
Salen trotando levemente. Todos saludan con entusiasmo a Chaume. Al volver los ojos Chemari se da cuenta de que Rale le viene siguiendo.
—No me engañó el muchacho —dice Chemari.
—¿Decías algo? —pregunta el viejo.
—No es nada. Decía que este perro parece bueno.
—No tiene mala estampa, no… —murmura el viejo.
Chemari está tomando posesión de su puesto. Mira hacia todas partes con curiosidad y resolución.
El viejo lo observa. Aunque vea en él rasgos de melancolía, Chemari parece fuerte y bueno. Es hombre de buena pasta. Lo ha demostrado con sus salidas de humor y su gran cachaza. El viejo no se equivoca: si aquel pastor no es víctima de alguna mala pasada del destino, muy bien pudiera llegar a jefe de todos los pastores vascos del Oeste americano. A pesar de que sus ojos parecen cándidos y casi infantiles, se ve que será mano dura si llega el momento…
Van remontando un espeso montecillo. El pastor joven del 21 se ha quedado un poco atrás, acaso por respeto a su jefe.
Está atardeciendo. Los pájaros cantan. Han dejado ya bastante atrás la tienda de campaña y el rebaño de Chemari.
Caminan en silencio. Chemari ha dicho:
—Pues sí señor, me gusta tenerlo de vecino.
—Igualmente —contesta el viejo.
A Chemari le atrae la entereza del viejo, su apostura de noble solitario. Y Chemari va pensando que si el viejo no tuviera aquel aire de resignación, y un poco también de desprecio por todo, bien podría ser a estas horas el jefe de todos los pastores vascos del Oeste americano. Chemari está viendo en él una dignidad y un temple que ni siquiera pudo advertir en los jefazos de Boise.
Chemari camina al lado del viejo más tiempo del que pensaba. Al lado izquierdo han dejado una zona pantanosa.
Han llegado a la cima del monte desde donde se domina una dilatada llanura. Al fondo, rompiendo la monotonía de aquel desierto verdoso, se destaca un brazo de agua. En algunas partes el agua se ensancha formando una gran laguna. Hay hermosos y grandes árboles a la orilla. Allí mismo comienzan los copiosos cuadros de verdura.
Todo aquel esplendor está presidido por una casa blanca, muy plana, rodeada de departamentos de madera, se supone que para el peonaje y las tareas agrícolas.
—Es precioso… —dice Chemari.
—Todo eso ya pertenece al padre de la novia de Esteban, tu pariente. ¿Qué sois, primos hermanos o primos segundos?
—Primos segundos.
—Pues todo esto y mucho más pertenece a míster Link.
—Sin embargo, toda esta tierra es mucho mejor que la que está pisando nuestro rebaño ahora mismo.
—Mr. Link es el dueño de todo lo mejor de estos contornos.
—Pero todo este espacio hasta llegar a su cerca es libre. ¿No?
—Sí, es libre, pero Mr. Link no permite que nadie se acerque a donde están sus rebaños.
—Pero si no son suyos estos terrenos…
—Da lo mismo. En cierto modo Mr. Link es el que hace la ley aquí y el que la impone.
—Pero la Compañía podía hacer valer sus derechos.
—La Compañía no quiere líos… Y además, ¿para qué? Sobra tierra para los rebaños de la Compañía.
En este momento están cruzando la verdeante llanura varias manadas de búfalos, caballos, vacas…
Vienen del rió y se van colando por unas empalizadas en inmensos corrales. El barullo de estos rebaños es enorme. Van levantando doradas nubes de polvo. Custodiando los rebaños va una fila de caballistas.
—Es lo mismo que en las películas —dice Chemari.
—Sí, casi, casi es lo mismo que en las películas, sólo que aquí todo es de verdad.
Se ha acercado el pastor joven. Chemari todavía estaba dispuesto a acompañarles un rato más, pero el viejo le dice:
—Te agradezco, te agradecemos mucho que nos hayas acompañado.
—Puedo seguir un rato más. Todavía es pronto.
—No, no, eso no —dice el viejo.
—No debes cruzar estas tierras, por lo menos hasta que no te conozcan los guardianes de Mr. Link. Todo esto lo llevan muy severo.
Adiós, y suerte
Chemari hace ademán de seguir al viejo, pero éste le hace señas de que no es posible. El viejo le tiende la mano y le dice:
—Adiós. Adiós y suerte.
El viejo pica espuelas y sale cabalgando. Le sigue el joven. Chemari se ha quedado con la mano tendida hacia ellos, diciéndoles también adiós y deseándoles suerte.
Chemari se ha quedado quieto, meditativo, tremendamente solo ante un paisaje adusto y desconocido. Fijamente escudriña la vida del soberbio rancho del futuro suegro de Esteban. ¡Quién podría decirlo! Seguro que Esteban ya no volverá nunca más a la aldea. Y si volviera, volvería como un turista más, con un cochazo de grande como un barco. Poco a poco van cayendo las primeras sombras sobre el paisaje y Chemari decide regresar a su puesto.
Camina muy despacio. El perro de vez en cuando le mira, salta, y mueve la cola, como agradecido. Es un atardecer bellísimo dentro de la hosca grandeza del paisaje.
De repente, Chemari lanza a su caballo a un trote ligero. Cuando ve que el caballo le responde bien, lo fuerza a una galopada más y más atrevida. Sube y baja por los declives del terreno como una exhalación. El perro apenas puede seguirlo. De nuevo, Chemari detiene a su caballo y espera a Rale.
La sugestión del paisaje domina a Chemari. Ciertamente es aquella una tierra rara, poderosa, alucinante casi. De una parte su puesto con unos barrancos secos, y de otra, aquel principio de jardín fecundo que son las tierras del rancho de Mr. Link.
De vez en cuando Chemari se detiene para orientarse. De las enormes piedras coloradas, del arenal, de entre los árboles que bordean minúsculos arroyuelos, parece que se desprendiera una música misteriosa, potente, cautivadora.
Ahora Chemari camina despacio, sintiéndose seguro, pero extrañado en medio de aquella soledad. Se va acercando poco a poco a su puesto. La noche casi se ha echado encima. Cuando ve la lucecita de la linterna de Chaume lanza un prolongado irrintzina. Grito que es inmediatamente contestado por Chaume.
Cruza el campamento como un rayo, mientras el perro de Chaume ladra y el de Chemari caracolea a su alrededor.
Al bajar del caballo lo acaricia. Está sudando.
—Habrá que darle un poco de azúcar… cada vez que se porte bien.
Los dos pastores se ponen a fumar tranquilamente un cigarrillo. Apenas hablan. Lo que hacen es repasar como atontados la tienda y el carro.
—¿Tú querrás cenar algo? —pregunta Chaume.
—Ahora no tengo ganas.
—¿Sabes lo que podríamos tomar? Hay botes de leche condensada.
—No estaría mal, un cacharro de café con leche y migas de pan.
—Hay también queso…
—Pon lo que sea.
Una pequeña hoguera arde junto al carro. Chaume maniobra con habilidad entre los cachivaches.
—¿Sabes que estás hecho una buena marmota? —le dice Chemari en broma.
—Pues ya sabes, si quieres tú te encargas de las ovejas y yo de todo lo demás…
—Las ovejas son para los dos. Te tocan mil por lo menos. Por cierto, lo que haremos ahora es echar a suertes…
—Pero, ¿esto para qué?
—El que saque el más pequeño comienza el turno de guardia.
Chaume escoge y da con el pequeño. Se ríe a carcajadas.
—Oye —le dice a Chemari—, ¿vamos a hacer esto todos los días?
—No, ya no hace falta más. Mañana te toca a ti y luego a mí, y luego a ti, y así siempre. O como yo diga.
—Hasta que nos salgan canas.
—Puede ser. O hasta que nos separen.
—A mí me gustaría estar siempre contigo. Tu primo Esteban siempre te echará una mano. Esta noche te acompañaré un rato y así le vamos tomando el pulso al oficio.
—No. Tú esta noche descansas. Si no mañana yo te tendré que acompañar a ti y así nos pasaremos la vida…
—Hasta que nos salgan canas, como al viejo del 21.
Chemari está tomando un bocado. Pica de allá y de acá. Ha comenzado diciendo que no tenía hambre, pero ahora se traga incluso varias tajadas de las que sobraron de la gran comilona.
—El vino, un poco de vino, sí que lo echo de menos —comenta.
—Pediremos que traigan una garrafa.
—Sí, que nos manden de allá todas las semanas una garrafa de chacolí… ¿No dicen que la Compañía es tan espléndida?
Chemari se pertrecha de unas cuantas cosas: una manta, una cantimplora con agua, un termo con un poco de café que acaban de hervir en la hoguera Comprueba que lleva tabaco y enciende el mechero varias veces para comprobar que funciona. Al ver a su perro, dice:
—Ya me estaba olvidando de lo principal. ¿Verdad, Rale?
—¿Has dicho Dale?
—He dicho Rale.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Nada. ¡Qué va a querer decir! A los perros hay que ponerles de nombre palabras que suenen bien, aunque no digan nada…
El perro también tiene buen apetito.
Chaume se está preparando el camastro. Ha puesto el transistor.
—Para eso —le dice Chemari.
—¿Pasa algo?
Al hacerse el silencio se escucha lejano el rumor de las ovejas que balan.
—Antes no se oía nada —dice Chemari.
—Es natural —le responde Chaume— que los balidos de las ovejas se oigan mejor de noche.
Chemari se ha puesto en camino en dirección a donde está reunido el rebaño. A los pocos pasos se ha vuelto.
—¿Olvidas algo?
—Me olvidaba la escopeta del puesto.
—¿Para qué querrá uno aquí la escopeta?
—Pero es eso lo que está ordenado, según nos dijeron en la oficina.
—No te la vayas a llevar sin cartuchos.
Primera noche de guardia
Chemari da las buenas noches y se aleja despacio, andando. Al lado lleva a Rale. Es como si fueran escuchando el más leve soplo del aire. A Chemari en cierto modo le gusta esta ansiedad.
La soledad se va poblando de ruidos extraños.
Todo lo cual hace más intensa y absoluta la paz del lugar. De vez en cuando algún pajarraco nocturno se mueve, produciendo un susurro más bien macabro.
Rale se va adelantando y volviendo.
Allí donde hay algún pico se sube el perro para dominar la situación.
Al llegar a la hondonada donde están replegadas las ovejas, ceñidas maravillosamente al terreno, como cendales de niebla baja, a Chemari le ha parecido escuchar el ruido de los cascos de un caballo o acaso de dos. Pero no ha podido cerciorarse de nada. Quizás es su imaginación excitada. Al ver que el perro ha comenzado a ladrar con furia y a dar vueltas por los salientes donde el rebaño está guarecido, Chemari ha gritado con todas sus fuerzas:
—Eh, eh… Oh, oh, ah, ah, ah…
Enseguida le ha parecido que todo esto era pueril y ridículo y se ha aproximado al grueso de las ovejas.
Las ovejas, pasado el primer momento, se van aquietando. Chemari calcula que es su presencia la que ha revolucionado el rebaño. No están acostumbradas a él ni a su perro. Ya se acostumbrarán. Luego piensa que teniendo a Rale la tarea tiene que ser fácil. Hasta podrá cobijarse en algún lado y pasar la noche medio en vigilia, pero dormitando un poco. Luego se le ocurre: «¿Y si mataran al perro?» Pero, ¿quién puede matar al perro? Allí no hay nadie. Además, un perro no se dejará matar tan fácilmente. También es verdad que podrían envenenarlo. ¿Quién? Cualquiera sabe. Total, que a él le toca también ser guardián del perro, puesto que el perro es guardián suyo. Es lo justo. Si el perro le defiende a él, él debe defender al perro.
La soledad está convirtiendo por momentos a Chemari en un personaje cauteloso y reflexivo. De rato en rato mira el reloj. Enfoca con la linterna a las adormiladas ovejas. Saca la armónica y va a tocar. Pero no se atreve. Primero dando gritos a caballistas imaginarios, ahora queriendo tocar la armónica. El caso es no dejar al rebaño en paz. Le impresiona profundamente la hondura de la noche. Va buscando las estrellas en la posición que le es familiar desde pequeño, pero no las localiza. Trata de orientarse para saber hacia qué parte caerá España, y dentro de España su tierra, y no lo consigue. Acaba por comentar en un murmullo de voz:
—Y luego dicen que la tierra es redonda. Seguramente lo será…
Está sentado en una piedra, al cobijo de un arbusto. Está bien acomodado, pero no le es posible dormir. Estaría bueno que comenzara durmiéndose la primera noche.
Algún ave chilla. El perro sí que vigila. Ciertamente está cansado, rendido, pero no le es posible conciliar el sueño. Son dos mil ovejas, dos mil vidas, que están a su cuidado. Mientras él durmiera pudiera echarse encima el lobo destrozador. O la misma Compañía, para probar la fidelidad de los nuevos pastores, podría en las primeras noches valerse de algún truco de investigación. No había que dormir.
Por momentos, mirando al rebaño apelotonado le parecía que los vellones de la lana ya formaban parte de la piedra o de la tierra. Cuando las ovejas se removían era como si una nube blanca se estuviera formando para elevarse de las entrañas de la tierra.
La noche era hermosa, pacífica, de una rara solemnidad. Chemari la estaba viviendo hora por hora, con el oído atento, con los ojos despiertos y en acecho como una bestia noble que no atacará nunca si no es atacada.
De rato en rato corría por la desértica llanura un rumor de viento. Chemari seguía observando pacientemente las estrellas. Ahora ya le están resultando familiares. Varias veces se puso la armónica en la boca y estuvo a punto de lanzar algún sonido, pero temía que lo que saliera, por fuerza tendría que ser un lamento o un quejido, algo que llenaría el silencio de la noche de nostalgia y dolor. Rale permanecía sentado a sus pies y tan pronto rebullían las ovejas salía como una flecha, ponía orden y regresaba orgulloso.
La noche se le hizo muy larga. Cuando con el amanecer fueron llegando las primeras luces y los primeros ruidos Chemari ya parecía conocerse al detalle todos aquellos contornos. Repetidas veces, acompañado del perro, dio la vuelta entera al ganado en una extensión importante.
Al salir el primer rayo del sol, Chemari se puso al frente del rebaño, y gritó con todas sus fuerzas:
—Riau, Riau, Riau…
Las ovejas han rebullido y del fondo del barranco se ha elevado un clamor jubiloso y atronador. El propio Chemari se ha asustado primero y emocionado después. Nunca había esperado aquel himno gozoso, exultante y poderoso como la misma vida.
—Riau, riau, riau… —les ha vuelto a gritar Chemari a las ovejas totalmente dominado por aquella fuerza pura y vital como la misma naturaleza.
El perro le ayuda. Rale ha acuciado a las ovejas conductoras. El rebaño se pone en marcha. Chemari se ha propuesto cambiar la posición del ganado. Valiéndose del recodo del barranco y de la vertiente paralela quiere formar una cuña de frente a la fresca montaña. Por lo menos allí se espesa el verde y de sus cumbres nevadas bajarán aguas más frescas y cristalinas.
Las ovejas se dejan llevar. Ya conocen la voz vigorosa y al mismo tiempo cálida de Chemari. Cuando las ovejas se han encontrado desparramadas en una mancha de verde más esponjada y alta se ha despedido de ellas, como si fueran colegiales en día de vacaciones, y se ha vuelto a su tienda de campaña.
El aire de la mañana lo ha puesto de buen humor. Chemari canta:
Eres alta y delgada
como tu madre…
bendita sea la rama
que al tronco sale…
También las nubes surgen de las montañas lejanas como un inmenso rebaño que se desperdigara. Son nubes que rebullen como el ganado, que se apelotonan y se desparraman como las ovejas. Las nubes corren en una precipitación casi animal. La pradera verde y el cielo azul, son las dos únicas dimensiones en que pueden descansar los ojos.
Es un momento esplendoroso, intenso, vital en el panorama infinito de la pradera. Chemari ya ama aquella tierra. Realmente picos, riachuelos, llanura, forman un todo vasto, poderoso, emocionante.
Chemari camina triunfante entre tierra y cielo, entre hierbas y nubes, entre ovejas y pájaros. Los tiernos corderillos corren junto a las ovejas madres balando conmovedoramente. Las ovejas madres balan con sabiduría. Toda la naturaleza es candor, vida primitiva, soledad inconmensurable.
Chemari y Rale llegan al puesto corriendo y saltando.