El nuevo guardián: «Demonio»
La radio comenzó a dar instrucciones a los pastores para el movimiento del ganado. Pero a ellos no se les hace ninguna indicación en este sentido, sino que más bien se les ordena que permanezcan invariablemente en su puesto.
—¿No será el propio míster Link el que nos está jodiendo? —ha dicho fuera de sí Chemari.
—¿Qué interés puede tener míster Link en que estemos aquí o en otra parte? —le ha contestado Chaume.
—¡Qué sé yo!
Chemari está abatido, desmoralizado. Se siente más solo que nunca. La muerte de Rale, y de aquella manera, lo tiene paralizado, sin saber qué hacer. Después de escuchar las instrucciones se ha quedado mirando el tremendo y solitario paraje. Realmente no parece ser que esté allí por su gusto sino como cumpliendo una condena, ¡Y pensar que seguía existiendo el Bidasoa con sus márgenes dé alisos y cañaverales!
Sin decir ni palabra ha preparado la montura de su caballo.
—¿Adonde vas, si se puede saber?
—Voy a dar una vuelta si me das permiso —ha replicado totalmente desabrido y descompuesto.
—Chico, no se te va a poder hablar. Pues yo, desde ahora, ¡silencio!
—Bien dicho, ¡silencio! Eso es lo que nos hace falta. Y apaga de una vez esa radio follonera.
Chemari ha salido andando con el caballo del ramal y con el nuevo perro al lado.
—Tú, Demonio, a mi lado…
Ahora sí que la tierra le parece muda e impenetrable. Todo, hasta su rebaño, le parece algo quieto, muerto, gélido, ajeno por completo. Pero al mismo tiempo su propia vida le parece algo vacuo, ocioso, sin sentido. ¡Sólo que dicen que en el Banco cada mes le apuntan doscientos cincuenta dólares más!
Ha tomado una ruta nueva. Si no les permiten moverse de esta estepa, por lo menos habrá que buscar al ganado rumbos mejores, aunque sea acercándose a la carretera. Algo habrá que hacer.
Sin embargo, su pensamiento tampoco logra fijarse en este punto concreto. Lo que más le obsesiona es Chaume. No sólo tiene enfrente a míster Link o por lo menos a los bribones de sus criados, sino que su compañero de penas y fatigas es más peligroso que los coyotes y que la cascabel cien veces; más peligroso mil veces que los osos y los leones, que todavía no ha visto ni de cerca ni de lejos. Hasta ahora ningún bichejo le parecía tan temible y falso como Chaume. ¿Y por qué? No podía responder por qué; pero por algo sería. ¿No había dicho que «silencio»? Pues esa sería la prueba definitiva y acaso el castigo. Un silencio de muerte guardaría él hasta que aquello rompiera por algún lado. Desde hoy en adelante las borregas serían su única compañía, las borregas y Demonio, que ojalá lo fuera de veras con todos los que se metieran con él. ¡Y para colmo, Esteban viviendo como un señorito sin preocuparse de nada que no fuese su boda!
Chemari sigue campo adelante. Allí el terreno está mejor seguramente para el rebaño, pero le falta el agua. Sin agua abundante y sana es expuesto meterse con el ganado por aquellas miserables trochas.
A media mañana Demonio dio un salto y sacó los dientes.
Era la primera serpiente que veía. No era muy grande pero permanecía alzada. El caballo reculó hábilmente. Chemari sacó el revólver. Al segundo tiro cayó doblada. Esto animó extraordinariamente a Chemari. Recordaba ahora lo que le habían contado de uno de los pastores de por aquellos puestos que, mordido por una cascabel y encontrándose solo y viendo cómo avanzaba la infección no tuvo más salida que coger el hacha y cortarse la mano. Y se había salvado.
Por allí no había tampoco muchas posibilidades. Penetrar por allí sería como comenzar un destierro.
Acaso lo mejor de todo sería dejar el rebaño a su instinto. Las ovejas sabían orientarse perfectamente, aunque a veces parezcan ciegas y torpes.
¿Qué sacaba él con preocuparse si la Compañía no le daba la orden de avanzar? No se comprendía.
Fue regresando muy despacio. Era como si tuviera miedo de llegar. Se veía a punto de tomar una determinación importante.
Al parecer Demonio ha elegido dueño. Va pegado a Chemari como la uña al dedo. Al pisar de nuevo el puesto, por dentro se va repitiendo: ¿Me habrán traído aquí sólo para cumplir las apariencias, lo que allí decíamos legea egin, y no estaré en el secreto de la cosa? ¿Seré yo el único que no está en el secreto de lo que pasa aquí? ¿Será que todo consiste en tirar con las ovejas, donde quieran, y seguir adelante como una máquina?
Y remató diciendo:
—Pero para eso tan sólo no es posible que me hayan traído a mí y a otros, desde tan lejos. Eso lo podría hacer cualquiera.
Encuentra a Chaume remendándose unas botas. Chemari se apea en silencio.
Estalla la ruptura
Chemari se pone a engrasar y limpiar el revólver después de atender escrupulosamente al caballo y de ponerle el pienso.
—No habrás matado a nadie, me figuro —dice Chaume como gastándole una broma.
Chemari ni responde.
—Te advierto que en este país las leyes se cumplen y son muy fuertes.
Chemari permanece callado. Se ha levantado y se ha puesto a preparar la comida a Demonio. Al sentarse de nuevo en los pescantes del carromato, Chaume le dice:
—Si por algo, por lo que sea, estás descontento de mí, la cosa tiene fácil arreglo. Se lo dices, o se lo decimos a Esteban, a tu primo Esteban, a mí me trasladan a otro puesto y en paz.
Chemari tarda en contestar, pero al fin lo hace:
—Quizá eso venga después; pero mientras no viene y puesto que aquí hemos venido a cumplir un reglamento, y porque, además, aquí por ahora yo soy el jefe, desde mañana tú no tendrás nada que ver con el ganado. Tú te dedicarás a la comida, a la ropa, a los caballos, a la radio esa del diablo y todo lo demás. Yo me encargaré del ganado y tú de todo lo demás.
—¿Qué te he hecho yo a ti?
—Tú sabes muy bien que eso pudo ser así desde el principio. Y ahora me doy cuenta de que te he estado obligando, bueno, te he puesto en el turno de lo que no te correspondía.
—Protestaré a la Compañía.
—Ya puedes estar protestando. O estás conmigo o estás con otro. Si estás conmigo estarás como a mí se me ocurra.
—Tú me tienes manía. Yo quisiera saber por qué.
—Yo no te tengo manía.
—Te la tienes a ti mismo. El estar solo te está volviendo mochales Ya lo dijo tu mismo primo.
—Es posible. Pero mientras la Compañía me tenga aquí y no me meta en un manicomio, aquí se hará lo que a mí me salga de las pelotas. Y se acabó. No vuelvo a hablar ni una palabra más. ¿No dijiste tú silencio?
Chemari se ha puesto a tostarse en la sartén un trozo de tocino y unas salchichas. Cuando están calientes las mete dentro del pan y se las come. Después se bebe una cerveza.
Chaume no se atreve a insistir. Aunque aquel día le toca la guardia a él, no está preparado para enfrentarse con Chemari.
Cuando lo ve irse con Demonio al lado, le dice:
—Algún día volverás a tus cabales, espero…
—Algún día —dice Chemari avanzando muy abrigado camino de la hondonada donde debe de estar refugiado el ganado.
«Demonio», es realmente un demonio
Demonio, como queriendo hacer méritos en su estreno, se porta maravillosamente. Va y viene, rodeando como un anillo de cinturón la estirada correa del ganado.
Se diría que está contento porque haya desaparecido Rale. Sin embargo, Chemari cada vez que tiene que tender la mano para acariciarlo se acuerda de su perro muerto, con los ojos apagados como piedras del río, con la dentadura blanca y amarillenta como marfil, con el pelo hirsuto y crispado como un jabalí ahogado en la corriente.
—Que repitan la hazaña —se dice una y otra vez en alta voz.
Ya no se desprende del revólver. Las ovejas, al parecer, notan la ausencia de Rale o por lo menos a Chemari se le ha metido esta idea en la cabeza. Al oírlas balar les dice:
—Sí, sí, lo han matado. Como a un perro lo han matado los muy perros…
Con este desahogo Chemari va pasando la noche de vela. Ni en un momento descansa. Está llegando la hora de adoptar resoluciones firmes y radicales. A él no se le puede dejar tirado con más de dos mil borregas, como allí dicen, esperando el santo advenimiento de las lluvias, cuando ellas quieran decidirse a venir, y moviéndose en un área cronometrada como si fuera un muñeco de circo. Él es un pastor y los pastores se mueven como los vientos y las nubes, siguiendo la querencia del rebaño, que nunca falla. Es muy bonito dirigir rebaños desde una oficina, con un mapa iluminado y unos micrófonos…
Lo que Chemari no comprende es por qué a todos los pastores los van movilizando hacia zonas más abastecidas de pastos y de agua y por qué a él, a pesar de Esteban y de que lo ha pedido repetidas veces, lo tienen poco menos que sujeto, como atado de pies y manos en este trozo de tierra inhóspita.
Visita inesperada
Muy temprano, antes de retirarse del rebaño, Chemari ha sido sorprendido por el ruido de un motor. Es un jeep que se acerca, pero no viene en la dirección de la carretera. Lleva los faros encendidos.
Demonio se ha lanzado como un bólido contra el jeep. Chemari ha tenido que gritarle enérgicamente. Por llegar el coche de aquella dirección Chemari ha tenido la precaución de montar el revólver.
—Ja. ja, ja —dicen las dos hermanas Link al descender del jeep. Van vestidas con pantalones, muy deportivamente, a pesar del frío que hace.
Las dos bajan sonrientes, muy divertidas de ver a Chemari con aquella facha y el revólver en la mano.
—No somos indias —dice Lucy.
—No somos los pieles rojas —grita Esther.
Chemari lo ve y lo escucha todo embobado, pero la misma belleza y desenvoltura de las muchachas le hace mostrarse desde el primer instante arisco e irritado. A fin de cuentas, son las hijas del feudal granjero que lo tiene empantanado.
—Venimos, ¿sabes a qué venimos?, venimos a invitarte a la boda. ¿Comprendes?
Se meten las dos muchachas entre las ovejas y producen un revuelo y unas espantadas bastante regulares. Están alborozadas como niñas. De vez en cuando miran a Chemari.
—Fíjate qué cara de disgusto pone —dice Esther.
—Está terrible. Un poco más y nos echa a latigazos.
Chaume y su perro vienen hacia el grupo.
—¿Qué hay de Esteban?
—Ah sí, tenemos unas letras aquí… —y Lucy saca un sobre doblado del bolsillo del pantalón.
Chemari lee:
… en algo tenías razón. Dicen del rancho que no vale la pena de conceder ese permiso porque sería mucho el destrozo del paso de un ganado en esas condiciones… De todos modos no está dicha la última palabra, porque yo pienso hablar al viejo un día de estos… y entonces sabremos a qué atenernos…
—Irás a la boda —dice Lucy.
—Ya veremos —responde Chemari bastante secamente.
—Tienes que ir, te esperamos —dice Esther.
—¿Se sabe ya él día?
—Esteban ha dicho que será el primero de año.
—Año nuevo, vida nueva, dicen en mi tierra.
—Y aquí también —responden las dos casi a la vez.
Chaume se ha acercado muy cumplido y servicial.
—¿Querían tomar algo, algún café…? Hace una mañana muy fría.
—Tu compañero es muy caballeroso —dice Esther dirigiéndose a Chemari.
Todo aquello está molestando positivamente a Chemari. Además, no sabe disimularlo.
Chaume corre que se las pela y les trae un botellín.
—¿Qué whisky es este? —pregunta Lucy.
—Es ron, un buen ron —dice Chaume.
—Pero eso no es para señoritas —comenta Chemari.
—¿Por qué no? —exclama Lucy cogiendo el botellín.
Esto aumenta la contrariedad de Chemari, que se aparta del grupo con el pretexto de guardar la carta de Esteban.
Lucy bebe un trago con toda naturalidad. Luego tose, hace guiños y carraspea, pero más bien en plan de broma. Rápidamente saca del bolso un pitillo y lo enciende. Lucy, que en un principio le había parecido a Chemari una muchacha tímida y delicada, la está viendo como una mujer voluntariosa y dominadora. Sin embargo, Esther, a la que vio primero como una mujer demasiado resuelta, le está pareciendo ahora una chiquilla agradable y simpática.
Al acercarse al puesto, sin pedir ayuda a nadie, Lucy se ha montado en su caballo. La estampa es garbosa. Chaume la está aplaudiendo. Realmente es una hermosa mujer. Ahora es cuando, casi dolorosamente, Chemari, desde lejos, se está fijando en ella. El pantalón vaquero, muy ajustado, señala la rotunda afirmación de sus muslos. Cuando ella llama a Chemari, después de un leve trotecillo, para que la ayude a bajar, Chemari llega a sentir casi un dolor físico.
Sin quererlo también Chemari compara a las dos hermanas. El pecho erguido, brioso de Lucy contrasta con el aire melancólico y un tanto quebradizo de Esther.
Chemari está preguntándose inconscientemente:
«¿Y por qué Esteban habrá elegido a la mayor y no a la menor? Ya verás, le hará lavar los platos y planchar la ropa».
Hasta su propio caballo, tan manso siempre, tan noble, con sólo haberlo montado aquella mujer se ha encrespado y relincha inquieto. Es como si lo hubiera hecho joven con solo el leve azuzamiento de la carrerilla. Desde luego, mujeres con unas piernas tan largas, unos muslos tan bien modelados, unos pechos tan firmes y unas cinturas tan flexibles no las hay en su aldea, ni tampoco en los pueblos vecinos de Francia.
Chemari inclina la cabeza. Teme que ella le sorprenda mirándola y adivine lo que está pensando. Pero Lucy se mantiene altiva y soberbia, curioseando entre risas, y con Chaume al lado, la tienda de campaña.
Esther también quiere mostrar sus habilidades de amazona. Le pide ayuda a Chemari, que se acerca confuso y acomplejado.
El viento sacude graciosamente el pañuelo anudado a la cabeza de Esther. Aquel viento triste que vaga como una pesadilla por las yermas praderas sólo por estar rozando a aquella mujer ya parece un viento gallardo y acariciador. El caballo parece también mucho más resignado y viejo que le ha parecido nunca. Al bajar de la potranca, le dice:
—El año que viene tú irás para San Ignacio a Boise…
—Huy, pero de aquí a entonces todavía falta mucho…
—Son unas fiestas muy divertidas: hay campeonatos de todo lo vasco, de pelota, de aquello de los troncos…
—¿Ah, sí? —y a Chemari le ha gustado el recuerdo de su proeza ante John.
—Se elige la Reina del año, también.
—A ver si te nombran a ti —y como le ha parecido meter la pata, añade—: O a tu hermana.
—No, no, casi siempre es una descendiente de vascos. Se pasa bien por San Ignacio. Van muchos pastores. Allí es donde hemos visto nosotros las danzas vascas… Esteban las baila muy bien…
—¿Sí? No lo sabía.
—Luego hay carreras de caballos con lanzamiento de lazo… y las vacas sueltas a ver quién es capaz de montarlas… Tienes que venir…
—Si está la cosa como ahora, no.
—¿Qué pasa ahora?
—Estas ovejas, ¿no las ve?, parecen almas en pena, no son ni la sombra de lo que eran.
Este diálogo resulta más entretenido e íntimo por la dificultad que ambos tienen con el idioma. Las palabras se acompañan de gestos, entre titubeos y risas; las fechas las escriben en el suelo con un palillo.
—¿Qué les pasa a tus ovejas?
—Ya se lo dije la otra vez. Las lluvias no han llegado. El invierno se ha presentado muy duro.
—Para entonces ya se habrá resuelto.
Lucy se ha acercado diciendo:
—No hay derecho.
—Decía que miremos cómo están las borregas, que aquí no pueden seguir, que Esteban ha olvidado de que existe, que él pidió permiso a nuestro padre para cruzar el valle y que no ha recibido ninguna respuesta…
—Yo no he dicho nada de eso.
—¿Sabe lo que tiene que hacer? Se lo digo yo, bueno, usted diga que se lo hemos dicho nosotras. Usted haga lo que le parezca y diga que nosotras le hemos dicho de parte de Esteban que lo hiciera…
—Eso no puede ser —protesta enérgicamente Chemari.
—Pues cuente con el permiso de nuestro padre. Si alguien le dice algo puede decir que nosotras le dijimos formalmente que estaba autorizado a cruzar el valle.
—¿Formalmente dice? Mira que los vascos no tenemos más que una palabra.
—¿No te están diciendo formalmente las señoritas? —interviene Chaume.
—Cállate tú, que a ti nadie te ha preguntado.
—Qué genio tiene —exclama Esther.
—No lo sabes tú muy bien —vuelve a intervenir Chaume tratando de conquistarse la simpatía de las muchachas.
—Ha prometido que para San Ignacio irá —dice Esther.
—Eso si antes no está trasladado.
—Yo no quiero que me trasladen hasta que se resuelva la situación del ganado aquí.
El rencor de Chaume aumenta cuando ve que las dos muchachas tienen un previsto plan respecto a Chemari. No sólo es Esther la que está absorbida por el pastor; la misma Lucy parece fascinada por Chemari, acaso por ser primo de Esteban o porque está pensando que es la pareja ideal para su hermana.
Las muchachas se despiden.
—¿Quieren algún mensaje para la capital?
—Sí, digan que nos manden la lluvia.
—Se lo diremos —dice Esther.
—O que nos saquen de aquí de una vez —insiste Chemari.
—Se lo diremos también.
—Tu padre, que es tan rico —dice Chaume como gastando una broma—. Bien podría producir aquí esa lluvia artificial que dicen que hay… Eso en Estados Unidos sería fácil…
—Papá es capaz de hacerlo —dice Esther. Y añade—: Es tan mandón como mi hermana.
El coche se dispone a arrancar.
—Oye, y a lo dicho pecho, como dicen por mi tierra. Algún día nos veis cruzar por el valle —les grita Chemari en el último momento.
—Siempre que no se entere el viejo —dice Lucy.
—¡Ahora nos sale con esas!
—Peor que papá serían los peones. Son muy celosos de su oficio.
—Pero teniendo permiso vuestro ya…
—¿Nuestro?
—Diga que sí, por lo menos el mío —grita Esther mientras el jeep se agarra por el empinado sendero para salir hacia la carretera.
Los dos pastores se han quedado en silencio. Los dos han tendido la mano diciendo adiós.
Primera decisión trascendental
Tan pronto el jeep se ha perdido entre barrancos y cerrillos, Chemari, aunque de manera impersonal, ha dicho:
—Hay que prepararlo todo, tiendas, carro y demás, porque nos vamos.
—¿No hablarás en serio, verdad?
—Mañana a primera hora comenzaremos el traslado.
—No creas que pienso seguirte.
—Entonces te quedarás aquí o te irás a la capital. Eso es cosa tuya. Mañana el ganado estará trotando.
—¿Y hacia dónde, si se puede saber?
—Todavía no lo sé fijamente, pero mañana de madrugada saldremos.
Y se ha puesto a disponer su saco y sus cosas. Chaume lo mira con los dientes apretados. No sólo muestra su rabia sino cierta impotencia y desesperación. Sin embargo, se ve que está dispuesto a rebelarse de algún modo.
Chemari prosigue, totalmente abstraído, juntando sus cosas, Chaume, sentado en la puerta de la tienda, fuma nerviosamente. A los perros que se le han acercado, los ha largado lejos, amenazándolos…
Lo extraño del caso es que Chemari, a pesar de todo, no parece de mal humor, canturrea alegremente canciones vascas a media voz.
Demonio le sigue constantemente.
No te metas en la boca del lobo
La comida la hacen en silencio. Dos o tres veces Chaume ha puesto el aparato transistor. Es como si esperara alguna orden expresa de la Compañía que pudiera suspender la marcha. Las instrucciones de la Compañía son las mismas de siempre aunque al final de la emisión del mediodía el locutor ha añadido con cierto énfasis:
«Se advierte a los puestos 7, 11, 14, 21, 33 —repetimos: 7, 11, 14, 21, 33— que estén perparados ante la eventualidad de una posible nevada…»
Chaume ha reído. Y ha dicho:
—¿Ves como no es posible salir?
—Saldremos.
—Pero mira que eres bruto.
—Como me digas otra vez bruto te romperé las narices, ya lo sabes…
De nuevo se ha establecido el silencio entre ellos.
Efectivamente el descenso de la temperatura es notable. El día se va poniendo gris, y frío. Sin embargo, Chemari prosigue disponiéndolo todo para la marcha.
Ahora se pone a redactar un mensaje para la Compañía. Saldrá a la carretera y lo entregará al primer coche que pase. Pero el mensaje no le sale a su gusto y lo rompe repetidas veces.
—Salir ahora —insiste Chaume— es meterte en la boca del lobo.
—¿De qué lobo estás hablando?
—De la nieve. No seré yo quien me meta en la aventura. Y mucho menos sin saberlo la Compañía.
—Nadie te ha pedido consejo.
—Pero mi consejo es que no te metas en la boca del lobo. Aunque no hace falta consejo ni nada. La nieve habrá caído antes de que nos podamos mover siquiera. Lo que habrá que hacer es lo que dice la Compañía, prepararse para la nevada…
Chemari se propone seguir reservado y distante y sigue preparando las cosas. Tendrá que ser lo más ceñudo y severo que pueda. Si pierde la autoridad en esta ocasión ya nunca podrá recuperarla.
Un descubrimiento sorprendente
Imperturbable, Chemari prosigue amontonando cosas.
Duda entre escoger para la caminata la boina vasca o el gorro pasamontañas. Ha habido un momento en que ha dudado entre el gorro de Chaume y el suyo. Se conocen por una marca.
Cuando ha ido a dejarlo con cierta rabia, arrugado entre las manos, ha notado algo dentro del forro. Se queda parado y de nuevo palpa con cuidado el forro del pasamontañas.
—Haz un café, si puedes —le dice a Chaume con el objeto de alejarlo.
Chaume sale hacia el regato, entre las peñas, cerca de donde pasta el ganado. De mala gana, silbando, se pierde entre las rocas.
En cuanto Chaume ha salido, Chemari mete la punta de la navaja por entre las costuras, unas costuras que se ven recientes, y trata de sacar unos papelitos. No es posible sin que se note. Hace presión hasta que uno de los papelitos asoma la punta.
Por fin lo consigue.
Es un billete, de cien dólares. Es posible que los otros dos o tres papelitos que suenan dentro sean otros tantos billetes de cien o quién sabe de cuánto.
¿De dónde puede haber sacado Chaume aquel dinero? Chemari se ha quedado de piedra.
Cavila un instante y, rápidamente, arregla lo mejor que puede el gorro y lo deja de la manera más normal posible.
—¿No es Chaume el que siempre dice que lo mejor es ir poniendo el dinero en el banco? Todavía podía explicarse que tuviera algún billete de diez o de veinte dólares, pero ¿uno de cien? Y lo peor de todo es que Chemari tenía la sospecha de que los otros eran por lo menos de cien también. Aquello ya era una pequeña fortuna. Cuanto más lo pensaba más incomprensible lo encontraba.
Todo lo de Chaume, y cada vez más, estaba lleno de misterio. Lo vio regresar silbando, tan tranquilo. Todavía, por sus gestos, y más por el giro que iban tomando las nubes, no terminaba de creer en el inminente traslado.
Pues se trasladarían por encima de todo. Y una vez arriba lo primero que haría sería pedir a Esteban que le quitara este compañero. Ellos dos no emparejaban Además, Chaume para quien lo quisiera. Pero fue en este instante cuando se dijo que si él verdaderamente sospechaba cualquier cosa (quién sabe lo que podía ser) de Chaume, no tenía derecho a traspasarlo a otros. Tenía más: bien la obligación, de descubrir lo que fuera.
La revelación de los dólares escondidos en vez de irritar a Chemari lo dejó más dueño de sí, más sereno. Era como si siempre hubiera presentido aquello. Ahora recordaba muchas frases sueltas de Chaume:
—Tú, Chemari, ¿has tenido en tus manos alguna vez algún verde de cien? ¿A que no? ¿Y de quinientos? ¿Habrá de quinientos? De mil sí hay. ¿Tú calculas bien lo que es un simple papelillo que vale más de diez mil duros, así por las buenas?
Por el cielo pasaron alborotando, y como cortando el aire, varias bandadas compactas de patos salvajes. Era una señal cierta de que el frío aumentaba. Irían hacia los lagos más templados. Parecían de color de rosa, a pesar de lo grisáceo del día.
Paseando, paseando, Chemari se acerca al rebaño. Va pensando que, aunque a él le parece que no se han movido del sitio, en menos de tres meses se han desplazado por lo menos quince kilómetros.
A la hora de comer, Chaume le ha preguntado como en tercera persona:
—¿Y habrá que salir?
—He decidido que no. No tenemos por qué movernos. Lo que voy a hacer es acercarme al puesto 21. El viejo aquel me resultó simpático. Era un tío salao. El podrá aconsejarme.
—Dejarás que pase el temporal que se acerca, por lo menos.
—A lo mejor salgo mañana.
—No te lo recomiendo.
—Lo que yo sí te voy a recomendar a ti es que te encargues del ganado mientras yo esté fuera. Será cosa de tres o cuatro días lo más.
—¿Ir y volver, tú crees?
Una extraña oración.
El día siguió revuelto y hosco, precipitado a la nevasca. Al atardecer estaba claro que el ganado no podría moverse de su sitio e incluso se dudaba de que Chemari pudiera ponerse en camino.
Durante toda aquella noche, Chemari, disimulando cuanto podía, estuvo sólo preocupado con lo que había de hacer. Antes de dormirse se le ocurrió rezar a Baxajaun, a quien allá por su tierra tantas veces había oído nombrar como protector de los rebaños.
Baxajaun tiene alto cuerpo de forma humana, cubierto de pelo. Su larga cabellera le cae por delante hasta las rodillas, cubriéndole el rostro, el pecho y casi el vientre entero. Baxajaun, que habita en las cuevas alzadas entre las rocas y en los laberintos de los bosques, da fuertes gritos por las montañas y los parajes solitarios cuando la tempestad se acerca para que los pastores pongan en salvaguarda su ganado. La presencia de Baxajaun la denuncian claramente las ovejas con un simultáneo estremecimiento que las hace mover los cencerros. Después de esta sacudida las ovejas se aquietan y conforman. Está claro que cuando las ovejas han sentido de cerca la presencia de Baxajaun los pastores pueden descansar tranquilos. Baxajaun es temible, pero es el amparador de los sencillos y justos pastores que buscan, antes, que el propio, el bienestar de su rebaño.
Pensando en todo lo que había oído decir sobre Baxajaun, quiso rezarle un Credo; pero el Credo o se le había olvidado o lo trabucaba con la Salve. Por fin, cansado, le rezó un Padrenuestro, sin ver en ello ninguna clase de confusión idolátrica ni nada parecido. Si Baxajaun tenía algún poder era porque ciertamente se lo había dado el Dios cristiano de su aldea.
Hacia el puesto 21
Chemari se levanta temprano y se pertrecha de latas y comida. Luego llena la colosal petaca de aquel aguardiente mejicano, o lo que fuera, que tenían guardado en una garrafita para cuando llegaran las grandes heladas.
Chaume se levantó y, envuelto en la manta, le dijo:
—Tú estás loco. Si vienen de Boise los de la Compañía se lo diré.
—Tú di lo que quieras.
Demonio se puso al lado de Chemari. Sería su compañero de viaje. Chemari, además del revólver, cogió la escopeta.
—Si me veo precisado comeré liebre o pato, lo que caiga… —dijo como disculpándose. Luego añadió, con un aire campechano y jovial, desacostumbrado en él—: Y cuidado con las ovejas. Hasta la vista.
Enfiló en la misma dirección del día en que acompañó al viejo reflexivo y aconsejador. A las nueve de la mañana ya lleva dos horas largas de camino. El caballo se está portando muy bien. Hace frío, un frío acerado e intenso, pero las dos bestias y el pastor avanzan implacables, como cumpliendo al unísono un imperativo sagrado.
Chemari ni mira las cuencas en donde comienza la cascada de matorrales que conducen al rancho de míster Link. Va pensando en todo lo que le dijo el viejo Federico, en lo que le insinuó. Lo recuerda todo perfectamente:
—No tropieces nunca —le había recalcado— con los peones que están al servicio de un señor de estos. A estos les ha costado mucho triunfar y eligen muy bien la gente. Es gente dura y sin escrúpulos. No se paran en barras. No creas que es como en nuestro pueblo. Nada de eso. Aquí todo se ha hecho a base de leña y es gente peligrosa.
—Pero, ¿qué pueden hacerme, si yo no me meto con ellos? —le había replicado Chemari en aquella ocasión.
—Ellos tienen a gala, muchacho, no dejarse pisar el terreno.
—Nunca uno ha pensado meterse en líos. Uno lo que quiere es que lo dejen en paz. Con cumplir con la ley y con la Compañía, lo demás me tiene sin cuidado.
—Es que ellos aquí son la ley.
—Pero míster Link puede muy bien despedirlos si se portan mal.
—Ellos le son muy útiles a míster Link para dominar esta inmensidad de tierras. No prescindirá fácilmente de ellos.
—Un día me oirá míster Link. Mi primo Esteban me ayudará. Yo lo que quiero es atravesar esta región y estar, como vosotros, en esa parte de arriba…
Ya lo había oído míster Link, ayudado por Esteban. ¿Y qué había sacado en claro? Nada. Que siguiera resistiendo en el más puro erial. Ahora ya estaba capacitado Chemari para entender todo aquello. Ahora ya lo había comprobado en su propia carne y en la de su perro. Y hasta ahora no había habido más que advertencias.
Los linderos de míster Link iban quedando a la derecha.
La soledad era completa, emocionante, pero al mismo tiempo amedrentadora.
Chemari no quiso ni mirar los lejanos pero frescos pastizales que eran como el anuncio de la hartura y de la gloria. Al contrario, derecho en su camino, pisaba aquella manta interminable de abrojos casi con delectación.
Conforme avanza se siente bronco, airado. No dejará en la estacada a su rebaño. Se para a comer al borde de un regato y mientras mastica y da de comer a Demonio, mira al cielo preocupado. Si comienza a nevar le va a ser muy difícil dar con el puesto 21.
Continúa la marcha. Hay momentos en que, a pesar del frío, casi se duerme encima del caballo. Pero cuando se da cuenta, tiembla. Si le pasara algo, tardarían quizás varios días en encontrarlo.
Pasa la noche en una especie de cueva entre las rocas. Los matorrales llegan casi a formar un círculo alrededor de él. Duerme a sobresaltos, abrazado a Demonio. De vez en cuando el viento gime y el caballo pone las orejas tiesas. No muy lejos merodean los lobos.
A la mañana siguiente, antes de comenzar a clarear, Chemari ya está de pie y en marcha de nuevo.
¿Cuándo llegará el día en que pueda ponerse al frente del ganado, azuzar con el perro a las ovejas y avanzar como si fuera un torrente? Aunque probablemente él se pondría el último, para responder de todas y cada una de ellas. ¿No había ayudado a nacer a cientos de corderillos? ¿No había ayudado a que los esquilaran? Eran ya algo suyo.
Nada lo detendría. Nada ni nadie. Las ovejas, obedientes, ciegas, inexorables, arrollarían lo que se pusiera delante.
Y saldrían, ¡vaya si saldrían!, a la zona pastosa y verde.
Y Chaume tendría que seguirle. Después, que hiciera lo que le diera la gana. Que huyera hacia Boise o que se fuera con los peones de míster Link si eso era lo que estaba soñando desde hacía tiempo.
Las ovejas no fallarían. Conocían perfectamente su voz. Y si alguien se metía por en medio sería arrollado. Y después la Compañía y Esteban personalmente que hicieran lo que les diera la gana. Lo importante era alcanzar la verde franja y que sus ovejas pudieran pastar hasta hartarse.
No había ni podía haber ley divina ni humana que obligara a un pastor a presenciar la consunción implacable de su ganado. Los ojos de las ovejas eran ya reproche y acusación. Él había venido a este país, ciertamente, como todos, a ganar dinero, pero no a doblegarse ante cobardes y criminales, que eso es lo que eran gentes del género de John y del desgraciado de Tincho.
El balido de las ovejas cambiaba por días y él lo tenía metido en las sienes. Los de Boise vivían bien.
Pues que siguieran viviendo… y les aprovechara.
Al mediodía había llegado a un cruce de carreteras por el que pasaban de tarde en tarde algunos coches. Chemari consultó su mapa. No iba del todo descaminado, pero tenía que corregir la dirección.
Casi un día, o por lo menos medio día más.
Había al borde de la carretera un cafetín de madera. Chemari se acercó, aunque con precaución. De los Estados Unidos lo que él prefería, quizás no conocía otra cosa, era la soledad. Pero tuvo la tentación de acercarse.
Nadie le hizo caso. La radio daba noticias de grandes nevadas en todo el país.
—Está invitado —le dijo en inglés el dueño.
Probablemente era costumbre invitar a los pastores. O si no lo era, lo habían visto tan despistado y triste que lo invitaban.
Emprendió de nuevo el camino. Poco a poco fue entrando por zonas más jugosas y agrestes. De vez en cuando era fácil encontrar extensas manchas de arbolado. Aquello era más lo suyo. En contra de lo que había pensado, el frío fue decreciendo.
Le tocó dormir en un rancho quemado. Hubo ruido de ratas, pero nada más.
¡Hota, compadre!
Al hacerse al camino de madrugada se encontró, en un sendero de cabras, o quién sabe si antiguamente senderillo de fieras salvajes, con una moto que venía dando brincos.
Como pudo, Chemari le preguntó si sabía dónde había ovejas. Para indicárselo hizo un gesto bastante cómico. El motorista, que iba vestido de vaquero, le dijo que más arriba.
Cuando Chemari se quedó solo empezó a reír y se tomó un trago. Luego se fumó un cigarrillo. Había sabido llegar.
A las dos horas de caminata, ya más sosegada, divisó a lo lejos el ganado. Estuvo a punto de dejar el caballo y echar a correr. Pero siguió cabalgando. El caballo iba cansado.
También a él lo habían visto, porque alguien vino a recibirle por entre los arbustos.
Era Agustín.
—Hola, compadre —fue lo primero que dijo.
—Hola —le contestó Chemari.
—¿Vienes desde allá?
—¿Desde dónde voy a venir, si no? ¿Y el viejo?
—Arriba está.
—Vamos para allá.
El viejo, cuando lo vio, se restregó los ojos repetidas veces.
—¿Es una visita?
—Es una visita —respondió Chemari.
—¿Y en estos días?
—Algún día tenía que ser —ha contestado Chemari con toda parsimonia.
Rápidamente, Chemari se ha acordado de sus camaradas de viaje y ha dicho:
—Por favor, un buen pienso para este animal, que se ha portado como un jabato. Y lo mejor que tengáis para Demonio, mi perro, que está recién estrenado.
—¿Y el otro que tenías?
—Me lo mataron.
—No digas cosas raras.
—Sí, me lo atravesaron a tiros.
—No es posible —dice el viejo.
—Por aquí no suceden esas cosas —añade el joven.
—Así fue.
—¿Y el compañero? —vuelve a preguntar Agustín.
—Sí —agrega el viejo—, aquel muchacho que era, ¿de dónde era aquel muchacho?
—El dice que vasco —responde muy grave Chemari—, pero yo creo que no ha pasado de Aranda del Duero.
—Pero ¿está bien? —vuelve a preguntar Agustín.
—Claro, claro. Está como todos… Ahorrando.
Chemari es mimado desde el primer momento. El viejo se empeña en que lleva poca ropa y quiere prestarle alguna prenda. Hay, además, que preparar un gran festín.
—¿Qué es lo que tú decías aquel día, allí, cuando enfermó Juan Pablo, el de Berriz?
—¿Era de Berriz?
Nadie recuerda.
—¿Qué es lo que decías?
—¿Aupa el Athletic, sería?
gyt23—Eso, eso —dice el viejo. Y al instante añade en plena euforia—: Pues, ¡Aupa el Athletic!
Pero Chemari está impaciente y, sin que nadie pueda contenerlo, decide echar un vistazo al ganado. El ganado está a unos trescientos metros, en una especie de vaguada.
—Prepara el rancho, muchacho —dice el viejo a Agustín.
—Damos una vuelta rápida y en seguida volvemos —aclara Chemari.
Tan pronto vio que Agustín se dedicaba a preparar el rancho, Chemari cogió del brazo al viejo y lo fue llevando aparte.
—Le parecerá una broma, es posible, pero yo he venido a confesarme con usted —ha dicho Chemari para empezar.
—Lo suponía. Bueno, suponía esto o algo parecido. ¿Te ha entrado ya lo que aquí llamamos el dolor vasco?
—¿Qué es eso?
—Ya puedes figurártelo, unas ganas irresistibles de volver.
—Pues no, no me ha entrado el dolor vasco.
—O sea, que no volverías.
—Ganas no me faltan, pero no es eso. Se trata de otra cosa…
—Yo, la verdad sea dicha, cuando te vi aparecer bien sabe Dios que me he dicho: éste viene a algo…
—A algo vengo.
—Los viejos siempre tenemos nuestro ojo, que no nos falla…
Ya se divisa la mancha blanca del rebaño. Las laderas inclinadas parecen cubiertas de nieve.
Confesión
—Le envidio —dice Chemari.
—¿A mí? ¿Y por qué?
—Por todo esto. Esto es mejor que aquello… cien veces.
—Eso es lo que uno siempre piensa de lo del vecino…
De todos modos, era verdad. El ganado de los del 21 era gloria comparado con el de ellos. Chemari se ha quedado pensativo y triste.
—¿De qué se trata, muchacho? —le ha preguntado el viejo.
—Pues la verdad es que no sé cómo empezar.
—Empieza como quieras.
—¿Y si no es verdad lo que pienso?
—Lo que sea entre los dos ha de quedar para siempre.
—Pues verá…
Chemari ha dado un puntapié a una lata vieja y ha exclamado con toda fiereza:
—¡Maldita sea! ¡Qué suerte perra la mía…!
El viejo ha lanzado un grito amistoso a sus ovejas, que se han removido mansurronamente. Luego dice, como distraído:
—No sé por qué me parece que no estás muy seguro de lo que vas a decirme.
—Esa es la verdad. No estoy seguro de lo que iba a decirle. Pero a alguien se lo tengo que decir. No puedo volver al puesto con esto dentro. Si no se lo contara a alguien reventaría…
—Pues revienta, si quieres, de una vez ya y descansas.
—Llevo varias noches sin dormir.
—Por eso te digo que el contarlo siempre te servirá de algo. Yo sé muy bien lo que es tener algo dentro, querer soltarlo y no poder.
Chemari enciende un cigarro y le da nerviosamente unas cuantas chupadas. Después lo tira. Demonio está a su lado como un testigo formal del encuentro.
—Se lo diré, qué coño, como si me fuera a confesar. Usted es para mí como si fuera el padre cura.
—En cura que mea no creas.
—Todos los curas mean.
—Pero mearán agua bendita, si acaso…
—Bueno, ya está. Lo contaré. Lo que quiero decirle de una vez es que creo que mi compañero de puesto me ha salido ladrón o algo peor…
—¿Te ha faltado algo?
—Ojalá fuera a mí a quien le faltara algo.
—No entiendo.
—Pues está claro; es algo peor, algo mucho peor. El tal Chaume es un bandido de tomo y lomo.
—¿No estarás tú un poco, vamos, un poco alterado?
—Pudiera ser, no lo niego, pero yo digo lo que pienso.
—Sigue, sigue.
—Seguiré; Chaume no juega limpio. Comenzó la cosa cuando un día lo vi hablando con los peones de míster Link, unos tipos poco de fiar.
—¿Qué de malo tiene que hablara con ellos?
—No era sólo que hablara con ellos; es que a mí ya entonces me pareció que tenía con ellos algo que ver.
—¿Cómo se puede entender un vasco con esos hombres, que no hablan ni palabra de español y menos de vasco?
—El jefe de los peones tiene un ayudante mejicano…
—Ah, ya.
—Hablaban y reían. Incluso estoy seguro de que se entregaban recados y no sé si papeles…
—Será que le proporcionan cosas: tabaco, botellas, o quién sabe si tratan de buscarle algún puesto en el ganado de ellos. Siempre los ayudantes tratan de independizarse como sea. Lo sé por experiencia… ¿Qué papeles o recados le podían entregar?
—El caso es que ayer, mirando en el carro, dentro de su gorro vi billetes grandes.
—¿A qué llamas tú grandes?
—Billetes de cien, más de uno y quién sabe si billetes de más…
—Serán sus ahorros.
—Me consta que no. Pero no es eso sólo; con los peones de míster Link yo he tenido varios choques.
—Pero, ¿por qué?
—Ellos sabrán por qué. Un día me tendieron un lazo y me hicieron caer. No sólo esto, me amenazaron, se han reído de mí, me persiguen…
—Lleva cuidado, muchacho, con lo que dices. Esas cosas no acostumbran a suceder por aquí.
—Ha sucedido más. Días atrás, hace sólo tres días, me mataron a Rale.
—¿Rale?
—Sí, Rale, mi perro.
—¿No querrás meter en ese asunto a tu compañero?
—No, él claro está que no fue. Si hubiera sido yo no estaría aquí. Ni él estaría tampoco allí. Él estaría enterrado junto al perro.
—Calma, calma… pastor, que todo esto me suena a cosa muy rara. Habrá que meditarla despacio.
—A eso he venido.
—Pues, nada, vamos a comer que ya es hora. Y ni palabra. Como en la confesión.
—Ni palabra. Eso es lo que yo iba buscando… Y una cosa le digo…
—Di lo que sea.
—Estoy muy contento de haber venido.
—Pues a la manduca, que Agustín tiene buena mano. Ya verás.
Volviendo hacia las tiendas, Chemari ha agregado:
—A mí lo que más me envenena la sangre es que Chaume no es vasco.
—¿Que no es vasco? ¿Y cómo entonces está aquí?
—Vasco puro no lo es. Cómo se ha colado no lo sé. Ni sé tampoco por qué mi primo ha tenido que ponerlo conmigo. Yo hubiera preferido cien veces estar a las órdenes de otro en donde hubiera sido, o estar solo, como están los de Montana, a esta compañía…
Han llegado junto al fuego. En una sartén honda burbujean las patatas y los trozos de cordero.
—A la lucha —dice Agustín.
—Vamos a la lucha —grita Chemari.
—¿Y qué es lo que tú gritas en estas ocasiones? ¿Qué es lo que decías?
—¡Aupa el Athletic.
—¡Viva! —gritan los dos como si fuera un himno de guerra.
Comida, café y copa
La comida se hace en silencio.
Comen con apetito, tragando y bebiendo. Los perros al acecho cogen al aire las tajadas… de huesos.
De vez en cuando silba el viento y las lonas del carro parece que vayan a escapar.
—Malo se presenta esto —dice el viejo.
—¿Nevará? —pregunta Chemari.
—Yo creo que no nevará. Esto terminará en lluvias —dice Agustín.
—Dios te oiga —exclama Chemari.
Siguen masticando y trasegando cerveza. Entre bocado y bocado abren latas.
—Esto, con pan del de allá… —dice Chemari.
—Pan, dices. No me acuerdo ni cómo es el pan de nuestra tierra.
Agustín pregunta:
—Y su compañero, ¿qué tal?
—Bien, bien… por allá está, como todos, soplándose los dedos…
—¿Sabes lo que estoy pensando? —dice el viejo.
—Cualquiera sabe —dice Agustín.
—Pues que a lo mejor me voy para allá, dándome un paseo —dice el viejo, dirigiéndose a Chemari.
—¿Con este tiempo? —dice el joven.
—¿Qué le pasa al tiempo?
Chemari no sabe qué decir. Al terminar la comida el viejo ya está decidido y se pone a preparar sus cosas. Agustín se ve que está acostumbrado a obedecer y no dice nada. Mientras tanto, Chemari pasea preocupado alrededor del carro y de las tiendas. ¿Y si todo es una aprensión suya…? ¡Meterle una caminata como aquella al pobre viejo!
Los dos en camino
El más extrañado de que se ponga el viejo en camino es Demonio, sobre todo porque tiene que aguantar la presencia del perro del viejo. Pero el viejo no lleva ninguna clase de armas.
—¿Usted no se trae la escopeta?
—¿Para qué? Ya la llevas tú por si tenemos que comemos algún bicho. Yo no llevo más que esta navaja —y saca una navaja cabritera y la muestra.
Después comenta:
—Esta me sirve para la comida y a veces para atender a alguna oveja lisiada… ¡Con esta he capao yo una cantidad…!
Ya lo tiene todo a punto. No lleva muchas cosas.
Cuando se decide a ir por el caballo, le dice al muchacho:
—Tú, todo igual que siempre. Yo en seguida vuelvo…
Abandonan el puesto 21. A ratos sale el sol, pero es un sol debilucho y triste…
Al cabo de un rato el viejo dice:
—Y a ti se te habrá ocurrido al menos contar las ovejas.
—Ocurrírseme sí que se me ha ocurrido, pero no lo he hecho.
—Eso es lo malo. Debiste empezar por ahí.
—¿Crees que es fácil hacerlo sin que él se dé cuenta?
—Pero podías haberlo hecho muy bien con él y hubieras comprobado cómo reaccionaba. ¿Comprendes? Decir que era una orden de la Compañía.
—El que lleva todos los papeles de la Compañía y las instrucciones de la maldita radio esa es él.
—Pues habrá que empezar por contar las ovejas, una a una… No creas que es tan difícil como parece. Ya verás…
—¿Y si faltaran ovejas…? ¿Qué haría yo? Tendría que irme y regresar.
—Si faltaran el que deberá volver será él.
—Comprenderá que yo tenía que decírselo a alguien. Pero, ¿y si no es cierto nada?
—No importa.
—Mira que si no hay nada…
—Mejor sería que no hubiera nada. Pero, ¿y si lo hay? Una cosa así sólo podría resolverse citándolo a Boise con cualquier motivo y allí entre cuatro de los nuestros plenamente juramentados la cosa quedaría liquidada. Durante seis meses, pongo por caso, que esté sin cobrar. Ya verá cómo ahí sí que le duele.
—Yo había pensado decírselo a mi primo Esteban, pero el hecho de que esté en las oficinas me hizo desistir…
—Es natural.
Van cabalgando con gran tranquilidad. En los ratos en que el sol se oculta entre las nubes ellos se embozan un poco. Los perros van en fila delante, como indicando el camino.
Al hacerse de noche, el viejo pastor ha olfateado el terreno y ha mirado calmosamente hacia todas partes. Por fin ha exclamado:
—Por aquí cerca encontraremos un buen sitio. Porque habrá que descansar, ¿no?
—Claro. Habrá que descansar.
—Yo más que nada por los animales… lo digo. Por mí me podría pasar caminando toda la noche. Pero es mejor dormir un poco esta noche y mañana arrearle fuerte. Así llegaremos antes de lo que él se imagina. ¿No te parece?
—Creo que es lo mejor.
—Pues tira a la izquierda. Por ahí hay unos apriscos muy viejos donde muchos se han refugiado ya en días de tormenta y de nieve.
Tan pronto han dado con el refugio se han tirado al suelo y no lo han pensado mucho. Rápidamentese acurrucan en un rincón con los caballos al lado y los perros casi entre las piernas.
—Yo no quiero comer nada —dice el viejo.
—¿Se siente mal? —le pregunta Chemari un tanto inquieto.
—Prefiero descansar a comer. Mañana muy de mañana probaremos ese lomo. Tú toma lo que quieras.
Chemari ha encendido un cigarro. Hombres y bestias permanecen como amodorrados, mientras el viento de tarde en tarde silba casi como una fiera acorralada. En medio del silencio se oye la voz de Chemari que exclama:
—Mira que tener que sucederme esto a mí.
—No te preocupes, zagal. Todo se arreglará. Se han arreglado cosas peores.
A los pocos minutos el viejo estaba roncando. Sin poderlo evitar, Chemari no puede dormir. Repetidas veces ha suspirado desde el fondo de su alma.
Devoran los kilómetros
Casi oscuro todavía se han puesto en camino después de haber calentado en un cacharro grandes trozos de lomo. Después se han hecho un café al que han añadido un chorrillo de leche condensada. Los caballos han tomado un buen pienso y los perros pan empapado en el jugo de la carne.
—Si vemos algún animalejo habrá que tirar —dice Chemari.
—Bueno, así veremos la puntería que tienes. ¿No sabes cómo me llamo todavía?
—Pues no.
—Me llamo Federico —dice el viejo. Luego agrega—: Tengo sesenta y ocho años.
Van a un ritmo casi atropellado, como si los fueran persiguiendo. Van además pegado el uno al otro, intentando cortar las frías rachas de viento helado que azotan la pradera.
—Menos mal que no nieva por ahora —dice Chemari.
—No creo que nieve, si acaso lloverá.
—Ojalá llueva, sobre todo allá abajo…
Devoran los kilómetros. Chemari dos o tres veces ha sentido ganas de pararse a encender un pitillo, pero lo ha dejado. El viejo Federico tiene razón. Conviene que lleguen de improviso. Es imposible que Chaume los espere tan pronto.
Si prosiguen la marcha como la llevan podrán aparecer por el puesto 14 al atardecer.
Se pasan horas enteras sin hablar.
Dan con un arroyuelo remansado y claro en el que los caballos casi se zambullen a pesar del frío que hace.
Al mediodía hacen una breve parada para tomar un bocado. Los dos pastores llevan una pinta bien extraña, con la barba crecida y el atuendo lleno de polvo. Han ido dejando las manchas verdes y se internan ahora en la zona desolada y árida.
Chemari comenta:
—Todo esto ya me está resultando conocido. Nos vamos acercando.
—No queda mucho.
—Si seguimos como vamos, llegaremos antes del anochecer.
—Vamos a llegar bastante antes.
Hay momentos en que casi se duermen encima de las caballerías. Alcanzan un paraje de rocas puntiagudas y altas de color rojizo. Tienen que cruzar un desfiladero. El viento sopla allí horrísono y lúgubre.
—Vaya sitio —dice Chemari.
—Aquí no es raro encontrar huesos. De todo hay huesos por aquí, de caballos, de hombres…
Atravesaron aquella fantástica y extraña región y se internaron por la orilla hacia los raquíticos bosquecillos que son como la antesala del rancho de míster Link.
Demonio ya se ha dado cuenta de que están acercándose a su ovil. Quizá se ha dado cuenta al ver la cara de acecho y precaución que comienza a poner Chemari.
Penetran en el barranco sorteando las piedras de la frontera que separa el mundo de míster Link de] resto de la región.
Chemari va deseando llegar y a la vez temiéndolo.
—Conque tú crees que tu compañero no es trigo limpio.
—Algo de eso.
—Pues ahora se sabrá. Tú deja la cosa en mis manos.
El viejo Federico, como si todo esto fuera motivo de jolgorio, se ha puesto a cantar:
No te cases con viejo
por la moneda.
La moneda se gasta,
y el viejo queda.
Chemari le pregunta:
—¿Y usted de veras no ha pensado nunca volver allá?
—¿Quién sabe? Puede…
Al salir hacia la dilatada llanura les han dado en la cara los primeros copos de nieve.
—No cuajará —dice el viejo.
—Si cuaja, sí que la hacemos.
—Mientras el viento venga así no hay cuidado. Han acelerado el trote.
—Si seguimos así llegaremos antes de lo pensado.
¿Cómo explicar a Chaume la presencia del viejo? Algo habrá que decirle.
Sin embargo este ritmo ha durado poco. Al descender por una de las cuestas nevadas el caballo del viejo ha resbalado y queda herido de la pierna derecha trasera.
Se impone ligarle la herida, lo cual les lleva algún tiempo. Luego arrecia la nevada.
—¡Dios sabe a quién le estará encendiendo velas o rezando para que no lleguemos en toda la noche! —exclama Chemari.
—No digas eso —dice el viejo.
—Es la verdad.
Prosiguen de nuevo la marcha, pero ahora inevitablemente mucho más despacio.
Sin embargo, se están acercando. Tratando de evitar la proximidad de los campos de míster Link se desvían a la derecha todo lo que pueden.
Chemari ya está en sus dominios. Bueno, ¡ojalá fueran sus dominios aquellos! Pero ya se mueve con más soltura.
—Dentro de media hora, allí. Y nos tomamos un café bien calentito y un buen trago.
Al acercarse al puesto los perros son los primeros en comunicarse. El perro de Chaume ha dado la voz de alarma y los otros dos le han contestado.
No hay luz en el puesto.
¿Dónde está Chaume?
Pero Chaume no ha salido a recibirlos, como era de esperar. Chemari ha pensado que con vistas a la nevada estará colocando el ganado en sitios más resguardados.
Sin embargo, no deja de extrañarle la inquietud del perro. Debe de llevar horas completamente solo. Chemari le dice al viejo que aguarde y se va a donde está el ganado. Lleva su linterna y Demonio está a su lado.
Ha llegado al sitio llamando a las ovejas con voz tranquilizadora y esperando el grito de Chaume. Pero Chaume no aparece Hasta que Chemari grita repetidas veces y cada vez más alto:
—¡Chaume, Chaume, Chaaumeee!
Como una fiera cautelosa y temible Chemari se interna por entre el ganado. Algo raro ocurre o ha ocurrido allí; las ovejas se mueven, alteradas, huidas, como resabiadas. El frío que hace más bien debería tenerlas replegadas y unidas. Pero las ovejas, como denunciando un extraño peligro, balan suplicantes ante la cercanía de Chemari. Chemari vuelve a gritar:
—¡Chaume, Chaume, Chaaauuumeee!
Y nada. Chemari se queda pensando. Todo aquello es muy anormal. Su semblante se endurece poco a poco. En vez de pensar que a Chaume ha podido ocurrirle algún percance y que puede estar más cerca, acaso necesitando auxilio, lo que piensa es lo peor de todo. Y mientras vuelve a la tienda se va diciendo en voz alta.
—¿No decía yo? Estará en el barranco, con los peones del diablo…
Al llegar a la tienda ha sido Federico quien ha preguntado:
—¿No está?
—No está. Y el ganado está alborotado.
—¿Has mirado bien?
—He mirado y he gritado.
—¿Y está muy lejos el sitio ese del barranco en donde lo viste la otra vez?
—Una hora larga yendo a caballo y de prisa.
—¿Y por qué no nos acercamos?
—Habría que tomar algo y esperar un poco por si apareciera.
—Yo creo que él ha calculado mal el tiempo de tu vuelta. Ahora es cuando empiezo a pensar mal de tu compañero. Pues aun cuando no esté haciendo nada malo, ha dejado el ganado solo en una tarde infernal.
—Y tan infernal.
—Yo creo que estamos perdiendo un tiempo precioso —dice el viejo tremendamente resuelto a salir de dudas.
Han dejado los caballos en la parte más resguardada y con abundante pienso. Dan de comer a los perros. Chemari, nervioso, va de un lado para otro. Antes de salir mete en el bolsillo una botella del aguardiente mejicano.
Sobre la pista
Parten del punto en donde está el ganado.
Aunque los copos que siguen cayendo son muy débiles no es fácil encontrar rastro alguno. Sin embargo, Demonio, completamente percatado de lo que se trata, tira hacia adelante con una fuerza reveladora. Chemari en este momento quisiera que todo fuera mentira, un sueño suyo. Va además preocupado por el viejo Federico, que de vez en cuando tiene que detenerse para recobrar la respiración.
Al llegar a un declive del terreno donde la nieve se ha espesado un poco más, Demonio se ha detenido gruñendo y como queriendo señalar que importa mucho no detenerse allí. Ciertamente Demonio va detrás del rastro de Chaume. Chemari, de vez en cuando, llama al perro y le hace saber que no debe ladrar. El perro le comprende muy bien.
—Mira, mira —ha exclamado el viejo.
Entre la nieve hay todavía señales de pisadas, pero no tan sólo de hombre, sino de ovejas. Las cagarrutas están recientes y frescas, podría decirse.
—¿No se lo dije? Aquí estaba ocurriendo algo raro. ¡Maldito sea!
—Calma, muchacho, calma.
Continúan andando. Ahora Chemari pone mucho cuidado en desviarse de todos los picos desde donde puedan ser descubiertos. Sube y baja antes de aparecer por los roqueños miradores que dan a los barrancos.
—Quédese aquí —le dice al viejo mientras se desliza por una estratégica pasarela hecha en las rocas.
Se dirige al pico puntiagudo que domina la entrada de la torrentera. Se va pegando a las rocas mientras el perro le sigue, arrastrándose.
También el viejo por su parte se pone a escalar buscando un observatorio propicio. Como quien no da importancia a la cosa se quita el calzado y luego se santigua.
Chemari ya está arriba, trepando sobre la cumbre. El viejo le hace una seña con la mano. Los dos parecen tener sobre sí el presentimiento de que les va a tocar presenciar algo grave y aciago. El viejo ha dejado de pensar que Chemari está ofuscado por una manía.
El primero en escuchar unos extraños silbidos ha sido el viejo. Y cuando ha divisado a Chemari en un saliente de la roca ha vuelto a hacerle señas. El viejo sigue ascendiendo.
La gran traición
Es en este momento cuando Chemari ve desde arriba a Chaume arrinconado en una especie de cueva del desfiladero y rodeado de un montón de ovejas.
A Chemari se le nublan los ojos de cólera y de rabia.
Le hace señas al viejo de que se acerque.
¿Cómo no se dio cuenta antes? ¿Por qué habrá sido él tan desgraciado para que se le arrime un bicho de este calibre, que ponga a generaciones y generaciones de pastores vascos en el peor de los ridículos?
Sin poderse reprimir exclama:
—Ni colgado, paga.
El viejo va ascendiendo penosamente al promontorio donde está Chemari, que descansa sobre una especie de barrigón de la roca. Desde abajo resulta materialmente imposible verlo.
Chemari permanece con la cara pegada a la roca, tendido en el suelo con el perro al lado. Ahora las ovejas han comenzado a balar como pidiendo protección y ayuda. Chemari se levanta. Ya no puede contenerse. Está dispuesto a bajar.
El viejo pastor se acerca, jadeando. Y detiene a Chemari.
—Muchacho, un poco de calma —le dice.
—¿Calma? ¿Calma con un criminal de esta calaña? Esto no se hace…
—Claro que no se hace, pero espera… —y el viejo ha señalado hacia la entrada del desfiladero.
Avanzan cautelosamente dos caballistas. Son John y Tincho, muy abrigados. Chaume les tiende la mano.
—Ese muchacho está loco —dice el viejo.
—Lo que pasa es que es un canalla, un truhán, un falso Judas, como siempre lo pensé…
Chaume saluda a los dos peones de míster Link con toda normalidad. Las ovejas se han espantado al acercarse los caballos. Balan insistentemente.
El viejo dice a Chemari:
—Cuenta las ovejas.
—¿Para qué?
—Cuéntalas, hombre.
—Lo que habrá que contar será el rebaño entero…
—Eso vendrá después.
—Pero ¿es que lo vamos a dejar vivo…?
—Calma, calma…
Chemari trata de contarlas. Pero se pierde varias veces.
—Hay de cuarenta y cinco a cincuenta.
—No te pongas nervioso. Cuéntalas bien, una a una.
El perro está arañando la tierra y reprimiendo las ganas que tiene de dar el ladrido de alarma. Pero el perro también observa la operación y es como si comprendiera.
John saca ahora la cartera. Está contando unos billetes. Se los tiende a Chaume quien los vuelve a contar y se los guarda.
—Igual que un gitano —dice Chemari.
—Igual, igual… —responde desolado el viejo.
Es ahora cuando el viejo pastor comienza a afectarse de veras. Sobre todo al ver que Chaume, después de haber guardado el dinero, se pone a fumar un cigarro al lado de aquellos dos traficantes. Tincho, sin embargo, se está ocupando de juntar las ovejas. El viejo pastor dice:
—Una cosa así nunca hubiera querido que la vieran mis ojos. ¡Un pastor vasco convertido en traidor y ladrón!
—Ese no es vasco.
—Pero es de nuestra tierra.
—Por eso mismo habrá que desenmascararlo delante de todos…
—Los pastores vascos siempre fuimos aquí fieles y honrados a carta cabal.
—Pues ya lo ha visto con sus propios ojos. Me lo decía el corazón, me lo decía la sangre…
—Tiene que estar loco. Es imposible que ese desgraciado crea que esto no se iba a descubrir nunca. Es un inconsciente, es un…
—Es un ladrón, eso es lo que es. Y muerto o vivo tendrá que ir por éstas y por todas las ovejas que falten al aprisco de míster Link ¡Vaya si irá! ¿Se da usted cuenta de que yo soy el responsable del puesto?
—Me doy cuenta; pero responsables somos todos y esto lo resolveremos entre todos, con nuestro propio código… Un asunto tan feo no debe salir de entre nosotros…
La tremenda decisión
En el momento en que Chaume da la mano para despedirse, dejando las ovejas en manos de sus cómplices, el viejo pastor, arrebatado inesperadamente de ira y de violencia, se ha echado sobre una enorme piedra y haciendo un gran esfuerzo ha logrado empujarla y que caiga abajo con gran estrépito y pavor.
Demonio ha comenzado a ladrar, mientras el viejo en un ataque imprevisible de furor, grita una y otra vez:
—¡Ladrones, ladrones…!
La voz desgarrada del viejo ha puesto frenético también a Chemari, que en un súbito rapto, ha sacado el revólver y ha disparado dos tiros.
Las ovejas se han espantado y los tres hombres de abajo se han guarecido rápidamente junto a las rocas. Ha sido John el primero en responder a los tiros, pero sin localizar fijamente a los dos pastores. John tira al aire, desconcertado. Chemari ha cogido a Demonio y, como si fuera una persona, le ha dicho:
—Vete por allá. Ladra desde aquella parte.
La distancia que separa a Chemari y al viejo de los de abajo es importante, pero más que la distancia les separa la dificultad del descenso.
Los peones de míster Link, decididos y osados, protegiéndose uno al otro, llevándose por delante las ovejas y sujetos los caballos por la brida, avanzan hacia la salida del desfiladero. John lleva la pistola a punto. Chaume se ha quedado solo.
—Hiciste mal en disparar —dice el viejo.
—¿Hizo acaso usted bien gritando cuando los podríamos haber sorprendido con las manos en la masa?
—No hice bien, muchacho. Pero es que no pude contenerme.
—Ni yo.
—Creo que hemos metido la pata.
Chaume está, tratando de escabullirse del desfiladero.
Demonio ladra desde arriba, como si quisiera saltar al vacío.
Ahora es cuando los dos pastores comienzan a darse cuenta de que su sitio ha estado muy bien elegido para enterarse del criminal enredo, pero de ningún modo para intervenir en él.
¿A dónde dirigirse? ¿Perseguirán a los hombres de míster Link? Cuando lleguen ellos abajo habrán desaparecido con las ovejas. Sin embargo, no podrán negar haber sido vistos. En algún sitio tendrán que meterse. Pero lo que más importa es Chaume, y lo mismo Chemari que el pastor viejo, señalándole, se dicen:
—Hay que cogerle en este sitio.
—Se nos va a escapar.
Aunque se meta debajo de la tierra, iremos por él.
—¡A por él…!
Es el viejo el que está demostrando mayor irritación y coraje.
Para que Chaume no pueda llamarse a engaño, Chemari le ha lanzado un irrintzina temible y perseguidor. No se trata de un grito suplicante y angustioso, sino más bien de un grito de denuncia y de repudio. Los dos pastores y el perro parece que vayan de caza y en busca de una presa importante. Descienden por el barranco con ímpetu terrible y justiciero.
Los caballistas han logrado desaparecer.
—Ahora sí que me oirá míster Link —dice Chemari en un descanso.
—Es posible que míster Link no sepa ni jota de toda esta granujada.
—Por eso mismo me escuchará con los oídos más abiertos.
No es fácil llegar al fondo del barranco. Lo mejor sería acorralarlo para que no tuviera salida; pero van a llegar tarde. El desfiladero tiene unos cortes peligrosísimos y hay instantes en que no tienen más remedio que detenerse y agarrarse.
—Espéreme aquí —dice Chemari al viejo.
—No es posible. Yo tengo que estar delante.
—Se nos va a echar la noche encima, ya verá.
—No importa. Daremos con él.
Por fin encuentran un atajo serpenteante y se descuelgan por él con todo cuidado. Delante va el perro, que se para constantemente esperando a sus amos.
Chemari lanza un nuevo grito salvaje que resuena dentro del desfiladero y se repite en unos ecos prolongados y patéticos.
Ya han llegado al cauce seco del enorme cañón o torrentera. A uno y otro lado tienen altísimos paredones de roca. Las moles de piedra ofrecen vetas y brillos rojizos sanguinolentos. El viejo jadea pero no se detiene. Lleva los puños apretados. Chemari lo va dejando atrás.
Chaume les lleva bastante delantera.
—Está loco, está loco, está loco —repite el viejo machaconamente.
Ya han abandonado el desfiladero. Ahora se encuentran con una zona enmarañada de matojos y raíces secas. Hay enormes piedras sueltas que impiden dar con el bulto de Chaume.
—¿Por dónde se habrá ido este sinvergüenza, este bandido…?
—Por allí se ha escapado —dice el viejo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sabe el perro.
Efectivamente. Demonio no permite que Chaume se detenga en un buen escondrijo. El perro va señalando su camino a los perseguidores.
—Tú ten calma, muchacho —recomienda el viejo.
—¿Calma? Lo confesará todo y devolverá hasta la última oveja…
—Eso sí, eso sí…
El perro ladra furiosamente. De rato en rato Chemari vuelve a sus gritos vascos y cada vez éstos tienen más acento de protesta y de rabia. A pesar del frío que hace los dos pastores van sudando.
—Allí está.
—¿Dónde? —pregunta el viejo.
—Míralo cómo cruza aquella loma.
—Está loco, está loco, está loco —repite el viejo—. ¿Dónde va por ahí?
—Va a la parte de los pantanos. Sabe que por ahí no es fácil pasar.
—Tampoco podrá pasar él. ¿No te digo que está loco, que todo esto es obra de un loco? ¿Y tú no habías notado nada?
—Lo pensaba todo, pero no lo quería creer.
—¿Y qué piensa hacer corriendo como un loco este desalmado? —grita el viejo fuera de sí.
—Creerá que se está riendo de nosotros.
—Que no tiente a Dios ese loco. Si no es vasco de ley, va a saber lo que somos los vascos…
—Es para matarlo.
—No te precipites, muchacho. Hazme casó a mí. Hay castigos que son mucho peores. Ya lo verás.
—Él siempre me decía: mira que los hombres de míster Link son de cuidado.
—También los vascos somos de cuidado.
Ahora están cruzando una tierra arenosa. Comienzan a extenderse las sombras del crepúsculo sobre la yerma geografía. Del barranco han pasado a la arena y dentro de poco comenzarán a moverse entre charcas y lodazales. Pero el perro no se engaña. El perro va adelante sin que nadie lo pueda detener. Chemari, viendo que al viejo comienzan a flaquearle las fuerzas, le dice:
—Espéreme aquí, yo puedo correr más.
—No lo consentiré.
—No podemos ir toda la noche detrás de él.
—Haz lo que yo te diga, muchacho. Vuelve a lanzar los gritos nuestros…
En la inmensidad desolada del paisaje los irrintzina resuenan bárbaramente. Luego dice el viejo:
—Dispara tres tiros al aire.
Los tiros han excitado mucho más al perro, que se ha lanzado a la carrera de un modo incontenible y acometedor. Desde la loma y ya con escasa claridad los dos pastores han podido ver a Chaume deslizarse por entre los reguerillos del pantano.
Vuelve atrás, loco
Ha sido el viejo, cuando ha visto a Chaume internarse en la espesura del barrizal, donde de vez en cuando relucen los pozos de fango, quien, con todas fuerzas, creyendo que puede oírle, grita:
—Vuelve atrás, loco.
Pero Chaume prosigue su huida inconcebible a través de aquella masa blancuzca y reluciente.
—Cuando quiera volver atrás —dice el viejo— no va a poder.
—Déjalo, a ver si se hunde… —contesta impasible ya en su indignación Chemari.
El perro trata de adelantarse a Chaume dando un rodeo, pero tiene que volverse ante la blandura del terreno. Impotente para avanzar, el perro ladra ahora lastimero.
—¿Cómo se llama ese insensato?
—Chaume, decía que había que llamarle.
—¡Chaume! —grita el viejo con todas sus fuerzas.
—No le oye.
—Pero muy bien sabe que somos nosotros.
—Por eso huye.
—¡Chaume! —vuelve a gritar el viejo—, que no vas a poder salir. ¡Chaume!
Pero Chaume no se detiene ni mucho menos. Hundido hasta las rodillas, continúa su macabra fuga.
Para amedrentarle, Chemari dispara al aire de nuevo.
Y es esto quizás lo que precipita el fatal desenlace. Porque Chaume, queriendo escaparse de la cada vez más cercana presencia de sus perseguidores, tuerce hacia unos montículos cubiertos de matojos que descubre a su izquierda. Entonces se hunde cada vez más. Se le ve hacer esfuerzos enormes por levantar los pies. Se le ve mirar angustiosamente en todas direcciones. Chemari y el viejo están paralizados de terror. Chaume se hunde sin remedio. Cada esfuerzo que hace por salirse de la masa viscosa, sólo sirve para hundirle más. Los dos pastores ven, horrorizados, cómo el cuerpo de Chaume desaparece entre gritos y braceos espantosos.
Chemari y Federico tantean el terreno y avanzan hacia el lugar en donde Chaume acaba de ser tragado por el fango; pero no tienen más remedio que detenerse. Bajo sus pies el terreno es movedizo ya y peligrosísimo. El perro es quien les impide avanzar también. Se interpone ladrando entre ellos y la zona pantanosa, manteniéndose el animal con gran dificultad en medio del lodo. Los dos pastores tienen ya el barro hasta el tobillo. Se cogen de la mano espantados. No saben moverse ni hacia adelante ni hacia atrás. Permanecen quietos y callados, mientras las sombras van cayendo sobre el trágico paraje.
—Estaba loco —dice el viejo, llorando—. Ya lo dije antes: estaba loco, loco…
—Creería que lo íbamos a rematar a tiros.
—Era un pobre loco, un loco. Este chico tenía que estar loco.
El viejo está llorando y no sabe decir otra cosa.
—Un loco que nos ha enloquecido a nosotros también.
El viejo no se resigna a la desgracia total y repetidas veces grita con su voz temblona:
—¡Chaume, Chaume, sal, ven, no te pasará nada…!
Y el propio Chemari con su voz más potente pero también dramática grita:
—Vuelve, Chaume, no te pasará nada… Te estamos esperando… ¡Ven!
Un silencio pavoroso envuelve a los hombres y a la pantanosa tierra. De vez en cuando el perro aúlla lúgubremente. Los dos pastores van saliendo del espeso barrizal como pueden, tremendamente abatidos y apesadumbrados.
Todavía en la orilla esperan un rato mirando el vacío.
—¿No será que me hizo a mí la impresión de que se hundía y habrá continuado escapándose?
—Yo también lo vi que se colaba.
—Mis ojos ya no son los de antes. Antes era capaz de ver un zorro o un oso a medio kilómetro.
—Pero usted oyó sus gritos de socorro igual que yo.
—Estaba loco. Era un loco. Eso es lo que ha pasado… Lo dije desde el momento en que lo vi con ellos y las ovejas. Tenía que terminar así.
Ya es de noche. Los dos pastores, con andar resignado y pesaroso, se dirigen al puesto abandonado. De rato en rato Chemari dice:
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—No sé, no sé, nunca había pensado que tuviera que presenciar tan horrible cosa —dice el viejo como disculpándose.
Voz de alarma
Al llegar al puesto el perro de Chaume se muestra intranquilo y parece que ha adivinado la tragedia. Va de la tienda al sitio donde duermen las ovejas, suplicante, inquieto, jadeando.
Los dos pastores están tomando en silencio un bocado. Apenas pueden pasar el pan.
—Creo que estoy más hundido que él —dice Chemari.
El viejo no dice nada.
—¿Qué podemos hacer? ¿Qué va a ser de mí ahora, con las ovejas que faltan, que Dios sabe las que serán, con el compañero desaparecido…? ¡En qué mala hora…!
El viejo está pensativo, como arrumbado, casi como alelado.
—Fue la fatalidad. ¿Por qué había de tocarme a mí esto?
De repente el viejo ha salido de su postración y ha dicho con toda energía, poniéndose de pie:
—Muchacho, hay que hacer algo.
—¿Qué es lo que se puede hacer en un caso así?
—Hay que tener fe. Se ha hundido él y se ha hundido en todos los terrenos, porque lo ha querido… Sólo él es culpable de su muerte y de todo lo demás… Enloqueció y se suicidó, eso es todo. Lo mismo le podría haber dado por ahorcarse. Eso es lo que ha sucedido.
—Habrá que avisar lo primero a la Compañía.
—¿Tú entiendes el manejo del aparato ese?
—El único que lo usaba era él. Pero algo ya lo entiendo yo.
—Puedes probar.
—¿Llamamos a la Compañía?
—No. Mi consejo sería llamar antes a todos los pastores de los puestos vecinos, a los mayores. Y que se presenten aquí. Y entonces veremos entre todos lo que conviene hacer. Y lo que se acuerde será lo que valga para siempre.
Chemari se dirige al carro y comienza a maniobrar en el aparato de pilas de onda corta. Es un aparato que ellos han usado muy pocas veces y sólo para gastar alguna broma a los pastores vecinos. Pero siempre era Chaume el que se dedicaba a estas tareas, lo mismo que a recibir los partes de la Compañía.
—Habrá que dar la voz de alarma —dice el viejo— a nuestros compañeros. Deben estar aquí a media mañana lo más tarde. Que se hagan la jornada de noche, como sea… Di también que yo estoy ya aquí. Pero no digas nada de lo ocurrido…
—Nunca me gustó mucho este aparato…
El viejo se acerca. Entre los dos manejan el aparato. Por fin se han encendido las lámparas y se ha escuchado un ruido alentador.
—Así es —dice el viejo.
—Y ahora, ¿qué hago?
—Simplemente llamar y pedir que vengan. Que vengan cuanto antes.
—¿Tú crees que me oirán?
—Si tenemos suerte, sí. Y si te oye uno, al cabo de una hora o dos alguno más te habrá escuchado.
—O habrán escuchado al otro.
—Nosotros apenas lo poníamos. Solo Chaume. A él sí le gustaba…
—Pero otros sí lo ponen. Y Dios querrá que nos oigan.
Chemari se aplica a la tarea:
—¿En español o en vasco?
—En vasco siempre. Es lo mejor. Así nadie que lo escuche sabrá de qué se trata. Y si no en vasco, en español.
—Lo escuchará antes que nadie la Compañía.
—No importa. Si viene alguien de la Compañía, también será vasco, seguramente, y se someterá a lo que aquí se diga.
—¿Y si viene la policía?
—¿Hemos cometido algún crimen, acaso? Era un loco, ya te lo he dicho. Un loco…
Chemari comienza, primero con timidez, después con entereza:
Entzun arren, entzun arren… Artzai Eskaldunak… Artzai Eskaldunak… Ahal dezunik ariñen… Askar… Laguntasune, laguntasunee… Entzun, entzun…[6]
Las palabras laguntasune[7], artzai mutil[8], artaldea[9] mesta[10]. vuelan por los aires del Estado de Idaho como las piedras de las hondas de los pastores. Se percibe claramente por el tono de Chemari que se trata de una llamada entre iguales y hermanos de raza. El tono es angustioso, pero firme y lleno de confianza.
Chemari pasa al cambio; pero nadie responde.
—No nos oirán —dice desesperanzado.
—Tú sigue —le dice el viejo un tanto irritado.
Y Chemari repite y repite una y otra vez la llamada. Chemari pone toda su emoción en lo que dice. Parece como si dirigiera su ruego al mismo cielo. De rato en rato descansa y en seguida vuelve a sus llamadas:
«Atención, atención… Aquí el puesto 14… Es algo grave… Os necesitamos… Me pongo al cambio en seguida… Aquí el puesto 14…»
Pero nadie contesta. Sin quererlo, Chemari hace las llamadas en español:
«Atención, atención… Pastores vascos vecinos, pastores vascos vecinos… Venid cuanto antes… En seguida… Os necesitamos. Es una llamada de socorro… Atención, atención…» «Es muy urgente… Es aquí en el puesto 14, entre el pantano y el rancho de Mr. Link… Venid alguno de vosotros… Poneros en camino los que me escuchéis… Cambio, cambio…»
Repite y repite lo mismo una y otra vez, algunas veces desalentado, creyendo que habla al vacío, otras más animado, queriendo imaginarse que, conforme lo oyen, los compañeros se ponen en marcha.
—Sólo falta ahora que los hombres de Mr. Link hagan una de los suyas…
—Si los peones de Mr Link ven llegar a los pastores vascos, a todos los pastores vascos de la comarca, temblarán, muchacho. Nosotros somos pacíficos, pero hasta que nos hartan…
Chemari prosigue sus llamadas, cada vez en tono más desasosegado y angustioso:
«Aquí el puesto 14… Os necesitamos… Nos dirigimos a los pastores vascos vecinos… Somos los compañeros del puesto 14… Os necesitamos… Necesitamos que vengáis por lo menos uno… Necesitamos vuestra presencia, vuestra ayuda… Venid, venid… Al puesto 14 los que nos oigáis… Es aquí, junto al pantano… Os necesitamos…»
Chemari está extenuado, más que nada por las emociones del día. El viejo entonces le quita el micrófono y comienza él:
«Aquí, en el puesto 14… Os necesitamos a los pastores vecinos… Poneros en camino en cuanto escuchéis nuestra llamada… Aprovechar la noche para venir… Cambio, cambio…»
—Hay que descansar un poco.
—Yo no podré ni descansar…
Y de nuevo Chemari se aplica al aparato. Llevan más de una hora de llamadas. Pero, ahora, al decir «cambio», Chemari obtiene una respuesta:
«Os hemos oído… Os hemos oído… Aquí el puesto 19… Salimos… Sale mi compañero en seguida… Soy Luis Urmeneta… Seguiremos haciendo vuestra llamada… No os preocupéis… Salid también a la carretera y entregad el aviso escrito a algún coche… Cambio, cambio…»
—Nos han oído, nos han oído —grita Chemari. Se acerca al viejo y da una palmada. Está loco de alegría.
—¿No te lo dije, muchacho?
—Nunca creí que este instrumento sirviera más que para las gansadas de Chaume… que en paz descanse…
—Vuelve al aparato, contesta a esos —le dice el viejo.
Chemari se ha puesto a comunicar:
«Muchas gracias a los del 19… Está bien pensado lo de la carretera… Seguid llamando vosotros… Gracias a Luis Urmeneta… Cambio,»
La noticia de que no están solos ha animado a Chemari, que se pone ahora a la escucha. Responden también los del puesto 11. Al cabo de un rato son varias las emisoras que contestan y que a su vez hacen la llamada del puesto 14:
«Atención, atención… Los pastores vascos que nos oigan, acudid al puesto 14… Allí nos necesitan… Es urgente… Al puesto 14… Al que está al lado de los pantanos… Cambio…»
Los mensajes en vasco y español cruzan las praderas. Los pastores vascos se disponen a ponerse en camino. Chemari no está solo. El viejo pastor le dice:
—Muchacho, échate un rato. Mañana será un día de mucho jaleo.
—No dormiría. No puedo ni descansar. Desde que volvimos de allá ni me he acercado a ver las ovejas. Tengo como miedo de mirar el ganado. Y luego, ese perro de Chaume, con su manera de aullar, yendo y viniendo al pantano, asustando a las ovejas… Ese maldito perro…
Pero Chemari está casi como el perro, paseándose, sin poder estarse quieto.
—No te preocupes y duerme.
—No puedo. Señor, señor… ¿Cómo estaría yo para no darme cuenta antes? ¿Y cuántas ovejas faltarán?
—Eso es lo de menos, muchacho. Las ovejas aparecerán. Y si no aparecen… tú tendrás tus ovejas. Los pastores vascos siempre han sido respetados en esta tierra.
—Sí, pero mire lo que ha hecho un pastor vasco.
—Ese era un loco. Ya te lo dije. Por eso se ha querido matar. Además, estoy seguro de que no era vasco. Ahora es cuando estoy seguro de que no era un vasco legítimo. No podía ser vasco. Ese era un intruso. Ya me han dicho a mí que ahora vienen muchos camuflados, muchos que se hacen pasar por vascos…
—¡Y me tuvo que tocar a mí, el intruso! Y luego todos creen que soy digno de envidia, por ser el primo de Esteban. ¡Digno de envidia!
—Túmbate, muchacho. Al amanecer saldremos a la carretera y enviaremos algún mensaje más. Cuantos más pastores vengan, mejor.
—Se enterará todo el mundo de lo que aquí ha ocurrido.
—No te preocupes. El recado, de momento, será sólo para los vascos. Y en este país nadie va donde no le llamen. Aquí todo el mundo va a sus cosas. Nadie se preocupará de lo que aquí ha pasado… nadie más que los que tengan que enterarse.
Se han tumbado en la tienda. Pero Chemari al rato se ha incorporado. El viejo ha dicho:
—Vamos a rezar un Padrenuestro por ese loco… ¿Cómo dices que se llamaba, que ya no me acuerdo?
—Chaume, decía que se llamaba Chaume.
—Pues un Padrenuestro por el loco Chaume… Que Dios le perdone —y el viejo se ha santiguado.
Los dos pastores han rezado el Padrenuestro. Al concluir, el viejo ha añadido:
—Requiescat in pace… —y como en tono de broma—: ¿No se dice así?
Ninguno de los dos puede dormir. El perro de Chaume sigue aullando de manera lamentosa y fúnebre.
El mensaje escrito
Con las primeras luces del alba los pastores se han puesto de pie. Y el viejo ha dicho:
—Tomaremos un café bien cargado y saldremos los dos en caballo a los cruces de carretera. Inmediatamente nos vendremos acá por si comienzan a aparecer.
—¿Y qué haremos en la carretera?
—A cualquier coche que pase le daremos un recado escrito para los pastores que puedan ver o para que los dejen en la cantina por donde suelen aparecer algunos de ellos. Eso es lo mejor, vamos, si te parece.
—Ya sabe usted que aquí manda y se hará lo que usted diga; pero a mí me hubiera gustado ir de día al pantano. Quizá no ha muerto, o si ha muerto, acaso lo podamos sacar…
—No te hagas ilusiones. Chaume se hundió y se hundió porque quiso hundirse. Ya viste, además, cómo era imposible entrar. Ni siquiera el perro. Yo mismo no comprendo todavía cómo él pudo entrar tan dentro… No es la primera desgracia que sucede en ese pantano endemoniado.
Chemari escribe unos mensajes breves en vasco.
En seguida los pastores, el viejo y Chemari, parten juntos, sin perros, pero con armas. Caminan en silencio. Al llegar a un cruce, después de media hora de marcha, el viejo dice:
—Dentro de dos horas o un poco más hemos de estar en el puesto de regreso. No conviene que llegara alguno de los puestos vecinos, se encontrara solo y cundiera la alarma. Esto que ha sucedido hemos de llevarlo en secreto entre nosotros los vascos… Y lo que se haya de decidir se decidirá cuando estemos juntos por lo menos cinco o seis. Cada uno que diga su parecer y luego se obra con arreglo a eso…
Parten cada uno en una dirección.
Desde lejos se dicen adiós con la mano y gritan:
—Hasta pronto.
—Hasta dentro de un rato…
Como sincronizados llegan los dos casi a la misma hora al cruce de la carretera y esperan un rato. Reparten el recado escrito a varios coches que pasan.
Ahora ya es seguro que más temprano o más tarde casi todos los pastores de los puestos vecinos recibirán la noticia y se apresurarán a acudir.
Es cuestión de un día de espera y sufrimiento.
El viejo y Chemari vuelven al puesto. El primero en llegar al cruce donde se separaron ha sido Chemari. Se ha bajado del caballo y se ha puesto a fumar un cigarro. Le parece difícil que el viejo haya pasado antes.
Efectivamente, al poco rato lo ve aparecer.
Cuando se encuentran lacónicamente se dicen:
—¿Hubo suerte?
—La hubo —contesta el viejo.
—Y yo también a pesar de que no hay manera de entenderse con esta gente. Calcule que, como si tal cosa, les hablaba en vasco…
Llegan al puesto. Nada anormal. El perro de Chaume sigue dando vueltas. De vez en cuando se para, levanta la cabeza en dirección al pantano y lanza tristes aullidos. Hasta que por fin, desaparece.
—Ha decidido ir a buscarlo —dice el viejo.
—No creo. Yo creo que está tan loco como su amo, que Dios haya perdonado.
La magna asamblea
A última hora de la mañana han visto aparecer sobre las lomas el primer compañero. Antes de que éste llegue al puesto, el viejo le dice a Chemari:
—No hay que contarles nada hasta que no haya por lo menos cinco o seis aquí. Esperaremos hasta las tres o las cuatro, ¿te parece?
—Me parece poco tiempo. Es mucha la distancia a que están algunos. Eso calculando que se hayan enterado muchos.
—De todos modos, a los que vayan llegando se les dice solamente que Chaume ha desaparecido, pero sin más. ¿Entiendes?
—No se lo creerán…
—Puedes ir diciendo también que han desaparecido ovejas y que te han matado al perro…
—Van a creer que este puesto tiene la negra…
¿Qué pensarán de mí?
—Es sólo para dar tiempo. Después, a todos juntos, ya se les cuentan las cosas bien. ¿Comprendes?
Los perros ladran furiosamente. Está llegando el primero. Es un vasco grandote, de cejas espesas, nariz colorada y cuello de toro.
—¿Se ha declarado la epidemia? —dice al tirarse del caballo. Y luego, al saludar a los compañeros—: ¡Vaya recibimiento! Ni que se hubiera muerto alguien…
Chemari le ofrece café en silencio.
En seguida ven aparecer otro por el otro lado. Viene al trote. Desde lejos saca el pañuelo y lo extiende gritando:
—¡Ehhh, ahhh!…
—Vaya, ese parece más joven que tú, ¿eh? —dice el viejo al recién llegado. Míralo, cómo viene…
Pero la sorpresa es grande. Aunque se adelantan a recibirlo, se tira del caballo antes de llegar. Es un viejo de pelo blanco como el de las ovejas, con las cejas también blancas y unos ojos pardos irónicos, que resultan muy simpáticos. A pesar de que se ve que tiene edad, es un tipo dinámico, nervioso y resistente.
Al acercarse, dice:
—Bueno, ¿esto va de boda o de entierro?
Chemari y el viejo procuran no dar demasiadas muestras de preocupación. Pero apenas lo consiguen. Los recién llegados, sin embargo, se ve que no quieren mostrarse curiosos ni indiscretos. Ellos han sido llamados y están aquí. Lo demás no es cuenta suya.
Ahora lo que se ve llegar es un jeep de montaña. Chemari se echa a temblar.
—¡La Compañía! —exclama desolado.
Pero no es la Compañía. Son dos pastores jóvenes a quienes les han prestado el jeep en un rancho próximo a su puesto.
Chemari piensa que si la gente de Mr. Link fuera así no habría ocurrido lo que ha ocurrido. ¿Y por qué su primo Esteban le habría asignado precisamente aquel siniestro lugar? Por lo visto, porque había sido el suyo y a él le había dado suerte. «Sin embargo, a mí…», pensaba Chemari.
Los dos pastores jóvenes, como presintiendo algún peligro, vienen bien armados. Llevan revólver y rifle. Sin embargo, su aspecto no puede ser más pacífico, a pesar de las armas.
—¿Dónde están esos indios o los robadores de ganado que hay que limpiarse? —dice uno de ellos.
—¿Será verdad que hay robadores de ganado? —dice el otro.
Estos, conforme se acercan a la tienda, gritan:
—¡Cerveza!
—¡Bierrr, bierrrr!
Chemari está sorprendido de la gana de bromas que traen algunos vascos pastores, a pesar de que han sido convocados con tanta urgencia y con palabras misteriosas. Y lo que más le extraña es que ninguno al llegar pregunte por su campero. Dan por hecho que él y el viejo forman la pareja del puesto 14.
Cuando están comiendo hay algunos que preguntan:
—Para algo se nos habrá hecho venir, tragándonos los kilómetros como longanizas, ¿no?
—No nos irán a enrolar en el ejército americano.
—¿Y por qué estamos aquí, si se puede saber?
Pero el viejo pastor todavía es el patriarca entre ellos. Representa para todos la autoridad y el prestigio de la raza y del oficio.
—Calma, amigos. Todo se dirá…
Están comiendo aún cuando aparece primero uno de los que llegaron con Chemari y Chaume a Boise, y un poco más tarde, cuando ya se han reunido en torno a las tiendas y están pasándose de mano en mano una cantimplora llena de coñac que ha traído el último recién llegado, hace su aparición un pastor canoso, asmático, muy flaco y un poco encorvado.
Cuando lo ven llegar renqueando, todos se levantan y le ofrecen el sitio de preferencia. Hay entonces un momento de silencio que testimonia el rango que para el pueblo vasco tiene su código y sus costumbres.
—Todavía vendrá alguno más —dice uno.
—Esto ha sido un éxito, un verdadero éxito —comenta otro.
—¿Es que nos van a subir el sueldo? —pregunta un joven.
—¿Se trata de declararse en huelga —dice otro joven— hasta que no nos traigan mujeres a los puestos?
Todos ríen, menos el pastor viejo que preside la pequeña pero ya importante asamblea. Sin embargo, la cara de Chemari está demostrando que ya no puede más.
El pastor viejo, al fin, da una palmada y dice:
—Aquí estamos todos porque nos han llamado. Yo fui el primero en llegar, llamado por Chemari…
Todas las miradas se clavan en él. El viejo prosigue:
—Pero cuando yo llegué aquí todavía las cosas estaban en su lugar. Bueno, al menos parecían estarlo. Las sospechas de Chemari eran ciertas: su ayudante se estaba entendiendo con los peones del vecino Mr. Link, el amo de medio Idaho, y disimuladamente les estaba entregando (por dinero tenía que ser y no podía ser de otra manera) ovejas del rebaño…
—Eso no puede ser —dice uno.
—Puede haber alguna confusión… —agrega otro.
—Para hacer una acusación así hay que estar muy seguro —añade un tercero de los que se resisten a creer.
Hay un ambiente de consternación entre los pastores. Parecen todos preguntarse con las miradas: ¿Dónde está el culpable? El viejo, con gran serenidad, prosigue:
—Yo mismo lo vi con mis propios ojos y la cosa va a ser muy fácil de demostrar, porque lo primero que habrá que hacer es rescatar, si podemos entre todos, el cuerpo del culpable…
—¿Ha sido muerto?
—¿Quién lo ha matado?
Ahora los ojos se dirigen a Chemari. El viejo continúa:
—Primero iremos todos, o una parte, según os parezca, a esa región pantanosa que algunos de vosotros habréis visto al pasar. Hay que recoger el cadáver y darle sepultura y sepultura cristiana… porque está bien claro que él no quiso matarse. Pero lo cierto es que se mató y se mató delante de nosotros…
—¿Se suicidó, es lo que quieres decir? —pregunta el viejo del pelo canoso.
—Él iba huyendo. No se atrevía a presentarse a nosotros, probablemente ante su compañero. Porque a mí no creo que él me reconociera, si bien él sabía que Chemari no estaba solo y que había otro testigo de su infamia…
—¿Vosotros, entonces, le seguisteis? —vuelve a preguntar el viejo respetable.
—Claro que le seguimos: Íbamos Chemari y yo con el perro delante. Íbamos llenos de indignación; el mismo perro ladraba como si no pudiera tolerar tan grande injusticia y deshonor…
—Era para matarlo —dice uno de los jóvenes.
—Nos ha desprestigiado a todos.
—Pero, ¿qué le pasaba a ese muchacho, para que hiciera eso? —pregunta otro.
—¿Cómo era él? —pregunta a su vez el gordo coloradote.
—¿Era aquel que gastaba bromas por el aparatejo?
—El mismo.
Y el viejo continúa:
—Desde el primer momento en que yo vi lo que vi, y cómo huía y no volvía la cabeza siquiera, o la volvía como una alimaña que sabe que ha hecho el daño, yo no hacía más que repetir: Está loco, es un loco… Es lo mismo que sigo repitiéndome ahora. Una persona normal no hace tontamente, por cuatro billetes, por cuatro cochinos billetes, o los que fueran, lo que ha hecho. A ese le pasaba algo raro, llevaba dentro algún mal, quién sabe qué. En la historia de los pastores vascos, y llevamos cientos de años aquí, nunca había ocurrido nada semejante, por lo menos que yo sepa… ¿Sabéis vosotros o habéis oído algo parecido?
Todos niegan con la cabeza.
—¿De dónde era ese muchacho? —vuelve a preguntar el viejo canosillo.
—De una cosa estoy seguro —afirma Chemari con todo convencimiento—: de que no era vasco. Vamos, que no era vasco legítimo. No lo digo por su vasco, que tampoco lo hablaba nada más que sabía algunas palabras, sino por muchas otras cosas. Será fácil, además, sacarlo por los papeles. Él había vivido en Tudela algunos años por lo menos, pero yo creo que su padre no era vasco. No sé si me dijo una vez que era valenciano; pero no me acuerdo. O si me dijo que había vivido él en Valencia. Él también hablaba mucho de Logroño, y de un pueblo de Logroño que se llama Alfaro… Y también de Aranda de Duero… Pero donde vivía era en Tudela. Había trabajado en una serrería y también en una bodega, eso sí que me lo dijo…
—¿No hablaba mucho él, entonces? —inquiere el viejo.
—Era un poco raro… Aunque durante semanas yo creía que el que era raro era yo. Una vez lo encontré, casualmente, hablando con los hombres del rancho ese de al lado. Esto ya me dio muy mala espina…
—¿Y cómo podía entenderse con ellos?
—Allí hay algunos mejicanos que hablan español. Yo mismo los he oído hablar en el rancho. Y luego él, que había puesto mucho interés desde el primer momento en aprender el americano. Y ya hablaba algo… Pero yo digo que era raro, porque lo mismo se pasaba unos días muy hablador y más alegre que unas castañuelas, que se apartaba a un rincón y no decía ni palabra. Su obsesión era el transistor y el salirse del pastoreo. Eso sí que lo dijo muchas veces. A él no le gustaba esta vida…, hasta parece que le tenía manía al pobre ganado.
—¿Cómo sospechaste el robo de las ovejas?
Chemari mira hacia todas partes muy atribulado y continúa.
—El momento fijo en que comencé a sospechar, no lo sé. Un día encontré también una oveja muerta, recién parida, fuera de la ruta del rebaño. Era muy raro que la oveja, a punto de parir, fuera sola hasta allí. Todo esto… y luego cuando lo vi en el barranco con John y Tincho…
—¿Quiénes son esos?
—Los peones de Mr. Link, los que dije antes. Uno de ellos es una especie de capataz y el otro un mejicano, que es la sombra del otro. Desde el primer momento en que me vieron me odiaron a mí. ¿Y por qué, digo yo? Hace poco ¿quién tuvo que pagar la cosa? Mi perro Rale. Apareció con dos tiros en la cabeza el pobre animal. Era como una advertencia para mí, porque yo creo que un día iban también a por mí… Son capaces.
—No lo creo, no creo que llegaran a eso. Nunca se han metido en este país con los pastores vascos, por lo menos de una manera tan seria, muchacho.
—¿Entonces?…
—¿Tú tuviste algún encuentro con ellos? —y el viejo sigue metódico y calmoso el interrogatorio de Chemari. Es como si necesitara conocer todos los detalles, ante una acusación tan grave e insólita.
—Yo un día me acerqué al rancho de Mr. Link, es decir, quise acercarme, pero al llegar al puentecillo de la entrada me tiraron el lazo y me hicieron caer a tierra. Pude matarme. Ellos se quedaron riendo. «Para que vuelvas más por aquí», dijeron.
—¿Y a qué ibas al rancho?
—Creía que era mi deber de conciencia hablar con el viejo ranchero. Su hija, además, es la novia de mi primo, el que está en el Secretariado ese de nuestra Compañía.
—¡Ah, conque eres tú el primo de Esteban… ese muchacho tan listo…!
—Sí, señor.
—¿Y cómo se atrevieron a impedirte el paso a la finca de un particular?
—Ellos son así y mandan en la tierra de Mr. Link y en todo su alrededor.
En este instante aparece un nuevo pastor. Es muy joven y lleva sólo tres meses con el ganado. Es un tipo delgado y de pómulos colorados. Lleva boina y un cayado en la mano.
—¿De qué puesto eres, muchacho?
—Del 15. El viejo está malo y no ha podido venir.
—Bien. Siéntate ahí —y el viejo prosigue, dirigiéndose a Chemari:
—¿Llevabas armas entonces?
—Sí, yo llevaba la escopeta.
—Era para cruzarles la cara —dice uno de los jóvenes.
—Yo creo —interviene el viejo, conciliador— que eso fue más bien una broma, pero no creo que tuvieran mala intención.
—¿Y matarme el perro también ha sido una broma?
—Eso habría que denunciarlo a la Compañía —dice el del cuello grueso y colorado.
—Ya ves, lo del perro creo que más bien sería porque les estorbaba para su negocio con tu compañero. Aquí el que pecó fue ese compañero tuyo… Este es un mal asunto. A nosotros siempre nos han respetado en esta tierra, pero ha sido porque nos hemos hecho respetar. Malo que uno de nosotros falte… Entonces, ya veis lo que pasa: entonces los demás nos pierden el respeto. Si tu compañero hubiera sido como es debido, ni contigo se hubieran metido esos peones. Malo que uno de nosotros falte, muchachos. Cientos de años de confianza puesta en nosotros y de honradez a carta cabal, se vendrían abajo…
Todos los jóvenes asienten y se quedan como meditando.
—Tú, pues, no llegaste a hablar con Mr. Link… —pregunta ahora el viejo del 21.
—No. Yo iba tan sólo a pedirle como el mayor favor que me dejara cruzar la parte alta de su finca, una especie de cañada, para aposentar el ganado en una región algo mejor. Esta zona tiene la mala. Llevamos siete meses sin llover. El ganado va de un lado para otro, pero cada vez más desnutrido. Ni siquiera tenemos buenos abrevaderos. Yo le pensaba jurar por todo lo más santo al dueño del rancho que mi ganado haría poco daño Cruzaría, si era menester, en una noche; pero ellos no me dejaron llegar. Me dio la impresión de que relacionaban mi visita con el encuentro de Chaume en el barranco. Pero a nadie se lo dije, ni a mí mismo. Al llegar herido, con un golpe en la cabeza que sangraba y toda la espalda amoratada, Chaume se asustó. ¿Qué era, por qué había sido? Yo escurrí el bulto y vi que en él entraba el terror. Tan pronto luego le hablé de que cruzaríamos este desierto hasta remontar el valle alto, pasara lo que pasara, vi que se llenaba de miedo. Y es que no tenía la conciencia tranquila. Yo a todo esto, cuando me tiraron al suelo, juré por lo más sagrado que me habría de vengar…
—Te dolió mucho la cosa.
—Me dolió mucho lo mío, porque fue arrastrarme y tirarme como una res en medio de las risotadas de todos; pero a mi sufrimiento iba junto el de las ovejas. Las ovejas estaban sufriendo inútilmente, cuando podían estar mucho mejor allá arriba. Varias veces había pedido a la Compañía el traslado a quince kilómetros o veinte más arriba de la línea de mister Link. Es buena zona y no está esquilmada…
—La Compañía no le ha respondido —dice el viejo del 21.
—Han dicho siempre que paciencia, mientras a otros les han dado el pase a pesar de que no estaban en una situación tan crítica como la nuestra. Pero un día vino mi primo y me llevó a ver a su novia. Fue el mismo día que la pidió formalmente —allí chocamos.
—¿Con el viejo ganadero?
—No, no, con los peones. Ellos no podían sufrir mi presencia y al fin la armaron. Me provocaron a varias cosas, a tiro de revólver, a lazo, a no sé cuantas cosas más… Querían a la fuerza humillarme y que yo fuera el número de circo… de la fiesta. Pero les salió mal la cosa. Yo lo reté, al jefe John, que es persona muy poco de fiar, a cortar un tronco. Lo dejé a medio.
—Bravo.
—Bien hecho.
—Quedó casi agotado. Luego él propuso alguna otra cosa de acá, no sé si derribar unas vaquillas, y yo dije que sólo me sometía a las costumbres de mi tierra. Y lo hice echarse un pulso. Lo destrocé, francamente lo digo, lo dejé temblando de rabia, pero ya todo el mundo estaba de mi parte. Como siguió tentándome y había bebido un poco, cuando me propuso no sé qué, yo dije también que lo desafiaba a capar carneros en menos tiempo y con más limpieza, sin que apenas la res se enterara.
Los pastores ríen todos. Pero en seguida han vuelto a concentrarse en el asunto en que están. No es posible que ellos estén allí, habiendo abandonado sus puestos, para enterarse solamente de un pleito personal entre Chemari y los peones de un rico ranchero. Sobre todo los jóvenes parecen excitados y nerviosos. Son partidarios de que se haga algo cuanto antes. Pero el pastor canoso, como responsabilizado de su papel, es el que se dirige de nuevo a Chemari:
—¿Y cuántas ovejas crees que pueden faltar?
—Ahí está, que no tengo ni idea. Más de una vez quise contarlas, pero en este terreno es difícil. Además él siempre daba largas. Él no quería. Yo solo no podía hacerlo y sobre todo sin que él se enterara. Últimamente ya había entre nosotros cierta tirantez. El creo que comenzó a recelarse algo… Entonces fue cuando decidí irme en busca de los vecinos del puesto más cercano —y señala al viejo del 21— y aquí el amigo me quiso acompañar para comprobar las cosas, aunque no sé si por dentro creía en ellas…
—Pues, la verdad —dice el viejo— no terminaba de creerlo. Una cosa así es muy difícil que le entre a uno por la cabeza.
La boina de Chaume
Hay unos instantes en que todos permanecen callados. El viejo pastor que preside la reunión de pronto se levanta y dice:
—Bueno, muchachos, hay que hacer algo. Tenemos que hacer algo… Lo primero, digo yo, será ir al sitio donde está hundido. Todavía no sabemos si hay alguna manera de rescatar el cadáver…
—No creo que se pueda —dice el viejo del 21.
El otro viejo, el del pelo canoso, pero de aspecto animoso y dinámico, interviene:
—¿No tendríamos, antes que nada, la obligación de avisar a la policía?
—Claro, claro —dicen algunos.
—Un cadáver no debe ser tocado antes de que llegue el juez o la policía —insiste el viejo.
Es ahora cuando los pastores se dan cuenta de la gravedad de la situación. Se han puesto todos de pie y nadie dice nada. Chemari aprovecha el momento de silencio para ir al carro. Vuelve con la boina de Chaume y se la ofrece al viejo diciendo:
—Sería bueno examinar esto…
Los viejos rompen el forro de la boina y aparecen cuatro billetes de cien dólares.
—Pudieran ser sus ahorros —dice el más viejo.
—Sus ahorros, igual que a mí, se los ingresaba la Compañía en el Banco —aclara Chemari.
Los billetes y la boina están pasando de mano en mano. No es corriente que en las manos de los pastores hayan parado muchas veces billetes de estos.
—Este chico no estaba bien de la cabeza… —ha sido el comentario del más viejo.
—¿Cuánto tiempo llevaba aquí?, pregunta el pastor que está haciendo de fiscal. Es el clásico tipo del vasco lento, dubitativo, pero firme.
—Igual que yo, diez meses y doce días.
—Igual que nosotros, entonces —añaden dos más.
Honor vasco
El pastor del pelo blanco a quien todos desde el primer momento han reconocido autoridad, se une con el pastor viejo del 21 que ha sido testigo, junto a Chemari, de la desdichada aventura. Los dos pastores viejos conversan un rato aparte de los demás. Seguramente estudian los términos de la resolución que han de tomar. Los más jóvenes esperan. Por fin, el pastor del 21, que actúa de responsable convocador de los demás, les dice:
—Bueno, muchachos, todos os habéis dado cuenta de que la cosa es delicada y grave. Creo que este compañero —y señala a Chemari— hizo lo mejor que se puede hacer en un caso así: acudir a los demás compañeros. Por eso estamos todos aquí. Un vasco no puede dejar a otro vasco en un apuro. Sobre todo que estamos en una tierra extraña y hemos de ser, como ha sido siempre, uno para todos y todos para uno. Si entre todos los que estamos aquí ahora mismo no fuéramos capaces de arreglar lo mejor posible esta desgracia que nos ha pasado a todos, porque esto nos ha pasado a todos, es como si nos hubiera pasado a todos, puesto que le ha pasado a un compañero; si no somos capaces, digo, de hacer algo, no seríamos dignos de ser vascos viejos y legítimos. En esta tierra siempre nos han respetado, nunca nadie se ha metido con nosotros; pero porque nosotros nos hemos hecho respetar. Tener esto bien metido en la cabeza, muchachos. Si lo que ha hecho este desgraciado, o este loco, se hace público, muchos creerían que los vascos ya no somos los vascos. No puede caer sobre la honra de todos la falta de ese loco. Tampoco se puede dejar aquí al compañero al descubierto…
Todos dan muestras de asentimiento. Y el viejo continúa:
—Pero esto tiene un remedio, siempre que todos seamos capaces de guardar un secreto —y el viejo los va mirando a todos, uno por uno, fijamente—. Nadie debe saber, fuera de nosotros, que aquí ha habido robo de ovejas ni ningún otro delito. Como comprenderéis, los peones esos no lo van a ir diciendo, por la cuenta que les tiene…
—¿Y la muerte de Chaume, cómo se va a explicar? —pregunta alguno.
—Ya lo dije muchas veces: estaba loco. Era un loco y se mató… Puede ser que no haya podido con la soledad… Ya veis lo que dice Chemari: que no le gustaba el pastoreo… No le gustaba esto, estaba desesperado… En todo caso, nosotros no sabemos nada…
—No ganamos nada —y ahora el que interviene es el más viejo— echando más lodo sobre la cabeza de ese pobre muchacho, que Dios le haya perdonado. Con decir que no se sabe por qué huía… Porque está claro que él se metió en el pantano huyendo de algo… Seguramente se había vuelto loco y ni él mismo sabía por qué corría hacia el pantano… ¿Comprendéis?
—Yo creo —continúa el viejo del 21— que lo que podemos saber, que lo único que sabemos, es que aquí Chemari me fue a buscar a mí porque notaba algo raro en su compañero. Cuando llegamos lo buscamos por todas partes y no lo encontramos, hasta que por fin dimos con él en el pantano. Le llamamos, pero no quiso volver: se metió, se metió…
Esto es todo lo que sabemos. ¿No te parece, eh, Chemari?…
Chemari hace el gesto de asentir. Se le ve profundamente apesadumbrado, caído.
—Yo lo que creo que es un poco peligroso engañar a la policía. Ellos siempre lo descubren todo… —dice tímidamente uno de los jóvenes.
—Nosotros no tratamos de engañar a la policía. No tratamos de encubrir a ningún criminal. El único criminal aquí era el muerto… Y tratamos solamente de salvar su honor de pastor vasco… aunque no fuera vasco. Y el honor de todos. Pero si hay alguno que no esté de acuerdo…
Nadie responde. Todos están cabizbajos y abatidos.
—Fijaros bien: no se trata de decir ninguna mentira. Se trata tan sólo de callar un detalle: el robo de las ovejas. Todo lo demás es igual… En cuanto a las ovejas, este compañero —y señala otra vez a Chemari— no se puede quedar al descubierto. El tendrá sus ovejas…
—Lo primero que hay que saber —dice el más viejo de nuevo— es las ovejas que faltan. Por eso, si os parece, empezaremos por contarlas…
Y el grupo de pastores jóvenes, con Chemari a la cabeza, se dirige a la angostura del terreno donde se amontonan y esparcen las ovejas. Se colocan estratégicamente en varios puntos y las van haciendo girar. Chemari en cierto modo es quien dirige la operación. Los perros mantienen a raya el ganado. El día está hosco y revuelto, con nubes plomizas y viento fuerte. Esto contribuye a hacer del recuento del rebaño una escena de locura.
Rápidamente los pastores han consumado la operación. Se reúnen ahora en una loma y cada uno da la cifra del grupo que le tocó contar. En un papel van apuntando los números y luego suman. Faltan unas ciento ochenta, oveja arriba oveja abajo.
Chemari está pálido y desencajado. El pastor alto y coloradote repasa ahora, desde allí mismo, todo el conjunto del ganado.
—Un buen puñado ya falta. Acaso esté rozando las doscientas.
—Ladrones, miserables —se repite Chemari, aunque en tono inerme, sin ira ya.
Vuelven los pastores al lado de los más ancianos, que se han quedado sentados junto a las tiendas.
—¿Confirmado, eh? —pregunta el viejo, ya compañero inseparable de Chemari.
—Y tan confirmado —responden.
—Bueno, no te preocupes, muchacho —dice el viejo dirigiéndose a Chemari. Le pone la mano en el hombro y prosigue—: Todo tiene arreglo en la vida menos lo que le ha pasado a tu compañero. Esto de las ovejas tiene solución, se la buscaremos entre todos… Aquí donde estamos, lo que sea de uno tiene que ser de todos. Tú no te encontrarás solo frente a la Compañía. Y ahora, vamos, si os parece, a lo otro, a lo más delicado…
Todos, siguiendo al viejo, van en busca de los caballos. Los perros están alterados. Cuando ya van a partir el viejo ha separado a dos de los pastores, el grandote de cuello grueso y uno de los más jóvenes, y les ha dicho:
—Vosotros quedaros al cuidado de todo esto…
La caravana se pone en marcha. Apenas hablan entre sí. Se ve que van a cumplir un oficio ingrato. Se van perdiendo entre las lomas. Por el horizonte corren, bajas y estiradas, como galgos, unas nubes hoscas y raudas.
Al cabo de un buen rato de camino comienza a lloviznar. Los pastores, con sus gorros y sus boinas bien caladas, avanzan en dirección a la zona pantanosa. Los viejos se echan encima la manta de cuadros. Nadie habla. La procesión impone no sólo por el aspecto de los pastores sino por la desolación del paisaje que van cruzando.
Dos manos desesperadas
Se van acercando ya al sitio. En cabeza van el viejo y Chemari.
En la zona de los pantanos está lloviendo. Al llegar, se encuentran al perro de Chaume, que al borde de la zona pantanosa aúlla lastimeramente. Los demás perros se le unen ladrando y aullando. Los pastores están abrumados.
Pero ni siquiera los perros pueden internarse porque se hunden. La llegada de los demás perros y de los pastores parece haber excitado al perro de Chaume, que lucha, como puede, contra el viscoso elemento y consigue acercarse más y más. Los otros perros se esfuerzan en seguirlo, pero, ladrando desesperadamente, tienen que desistir.
Llega un momento en que el perro de Chaume se hunde en la masa movediza y maloliente.
Todos los pastores han intentado penetrar por algún lado, pero todos se han ido quedando paralizados. El perro de Chaume fue, en el primer momento, como un ejemplo a seguir. El mismo perro parecía querer animarlos con sus ladridos. Pero todos se han sentido inmovilizados ante aquel suelo blando, terrorífico.
—No hay nada qué hacer —dice el viejo.
—Pero, ¿cómo él pudo pasar siquiera por aquí?
—Eso mismo es lo que me digo yo…
El perro de Chaume ha hecho como un esfuerzo por_saltar y se ha hundido casi del todo. Ladra agónicamente, mientras se hunde sin remedio. Cuanto más hace por salir y avanzar, más se hunde. Se está repitiendo en el perro el lento agonizar de su amo. Sin embargo, el perro se está defendiendo mejor. Hay momentos en que a todos les parece que va a saber sobrenadar aquel lecho blanduzco y pestilente.
Algunos de los pastores han probado a penetrar desde más lejos, entrando por las lomas que hay a la izquierda, pero tampoco pueden pasar. Uno por uno se han visto obligados a volverse. La lluvia que está cayendo y que debió de caer por la mañana ha contribuido a reblandecer aquel colchón de barro movedizo.
—Ese perro no sale ya —dice Chemari.
Los pastores lo llaman. Pero es inútil Todos los demás perros forman un coro trágico de ladridos; pero ninguno se atreve a penetrar en el pantano. Los pastores discuten si será mejor rematarlo de un tiro cuando ya el perro está a punto de desaparecer. Algunos preparan ya la escopeta. Pero el viejo canoso dice:
—Eso nunca. Pudiera resultar luego un lío para la policía.
El perro de Chaume ha concluido por hundirse. Nadie podría decir que aquella terrosa superficie sea en el fondo algo tan fluido y pegajoso. El perro se queda apresado en el fango como un pájaro en el visco. Apenas le quedan fuera el hocico y las orejas.
El viejo entonces saca un catalejo y se pone a mirar la indiferente y patética llanura. La tierra del pantano es como la carne de un cadáver abandonado. Hay un punto en que el catalejo se detiene. Lo que ven los ojos del viejo pastor son dos manos crispadas sobresaliendo de la tierra blanda y cenagosa.
—Mirad allí, muchachos.
El catalejo pasa de mano en mano. Todos quieren comprobar el hallazgo. Alguno dice que no ve nada y por más que le hacen mirar una y otra vez él dice que no ve nada.
Todavía hacen nuevos intentos de penetrar en el pantano. Pero el viejo, viendo lo peligroso del terreno, grita:
—Atrás todo el mundo.
Vuelven en silencio, cubiertos de barrizal, lo mismo que los perros que todavía, de vez en cuando, se detienen y, mirando hacia la zona pantanosa, ladran lastimeramente.
—No hay nada qué hacer… —dice el viejo, y todos asienten con su silencio.
—Debió de ser una muerte horrorosa la de ese desgraciado. ¿Visteis cómo el perro luchaba?… Dios nos libre de una cosa así.
—¿Podrá hacer algo la Compañía, o la policía? ¿Podrán sacarlo? —pregunta uno de los más jóvenes.
—Yo no creo que puedan hacer nada.
—Pero investigarán, harán preguntas… —Chemari se ve que está preocupado con las diligencias.
—La policía, y la Compañía, saben muy bien que un hombre hasta ahí sólo puede haber entrado solo. El solo se mató…
—Pero harán investigaciones…
—Si ellos no saben nada del robo de las ovejas…, lo demás que lo averigüen, que averigüen lo que quieran.
—Si pueden sacar el cadáver… verán que lleva encima el dinero…
—Allá el muerto, muchachos, que se explique el muerto.
Todos rodean a Chemari como si quisieran demostrarle su afecto y su solidaridad.
—Lo peor para mí es tener que seguir aquí. Para mí… es como si este lugar estuviera maldito…
Entonces el viejo, con toda parsimonia, le dice:
—También eso se pensará, o mejor dicho, ya está medio pensado. Es muy posible que traslademos el puesto 14 más arriba… ¿eh? ¿Qué te parecería?
Chemari por toda contestación sonríe.
Lentamente caminan en busca de los caballos. El viento les da de cara. Los más viejos se encorvan para avanzar. Los caballos resuellan afanosamente y los perros van y vienen entre caballos y pastores, excitados, nerviosos.
Solidaridad
Vuelven consternados. Nadie habla. Chemari, ya en el puesto, les ofrece café, pero nadie tiene ganas de nada. Han formado una especie de círculo y se miran unos a otros, en silencio. Los viejos de nuevo están aparte discutiendo y diciendo algo importante. Todos se muestran turbados, indecisos, abatidos. Pacientemente cada uno se va quitando el barro de los pantalones valiéndose de las navajas.
—Huele esto peor que a establo… —dice uno.
—Huele a diablos fritos —responde otro.
—Maldito sea el queso —dice otro.
Por fin, el viejo mas viejo da unas palmadas, como reclamando atención, y dice:
—Muchachos, vamos a acabar de zanjar todo esto de una vez. Nosotros —y señala al otro viejo— hemos pensado una cosa que vosotros diréis si os parece bien. Uno de vosotros irá a Boise y dará cuenta a la Compañía. La Compañía tiene que estar enterada. No hay más remedio. Pero, dentro de La Compañía, creemos que el primero que debe saberlo es el primo de éste —y señala a Chemari— y acaso el secretario, que también es vasco. Ellos son los primeros que deben saberlo. Ellos luego decidirán lo que hay que hacer.
—Y ellos responderán, ya veréis cómo responderán —interviene el otro viejo.
—Claro que responderán —agregan otros.
Chemari es el más desmoralizado. Para sus adentros está pensando que acaso él, interviniendo a tiempo, hubiera podido evitar el desastre total. Si él le hubiera cortado las manos a Chaume no estarían ahora clavadas en la ciénaga. Debió cogerlo a tiempo y hacerle ir por las ovejas. O pararlo en la salida del barranco, sin hacer caso del viejo. Sin embargo, el pensamiento de Chemari tanto como en Chaume se concentra en las ovejas. ¿Cuántas faltarán de verdad? ¿Dónde habrán ido a parar? En medio de los demás pastores, Chemari va y viene como sonámbulo, como ajeno a todo.
El viejo continúa:
—Estamos ante un caso de vida o muerte, pero no sólo aquí para el compañero —y pone la mano sobre el hombro de Chemari— sino para todos nosotros.
—Claro, claro —responden.
—Nuestro deber es salvar el prestigio de todos, de todos, incluso el de ese pobre desgraciado que se hundió en la charca… No vayamos a hundirnos todos en esa misma charca… Lo primero, pues, que haremos es enviar un mensaje a La Compañía, es decir, al primo de Chemari. El sabrá si luego hay que avisar a la policía, como me figuro. Está claro que se trata de un loco que se ha querido suicidar. No es el primer caso de locura en estas tierras, dicen que por la soledad, en gente no preparada para resistirla meses y meses… Lo segundo que hay que arreglar es lo de las ovejas que faltan. El amigo no puede quedar al descubierto. Y ya estamos de acuerdo en que aquí no ha habido ningún ladrón, ningún traidor… —y el viejo mira inquisitivamente a todos, pero todos asienten en silencio—. Faltan, más o menos, unas doscientas ovejas, ¿no es así? Pues bueno, en esta comarca bien habrá cuarenta puestos de pastores vascos. Por lo tanto, nos toca a cinco o seis ovejas cada uno, a lo más. ¿Estamos de acuerdo? Aquí ya somos… ocho. Ya lo sabéis, en cuanto cada uno llegue a su puesto le queda la obligación de volver trayendo sus cinco o seis ovejas, lo mismo da una más o una menos… Cada uno también queda encargado de avisar a otros compañeros para que traigan su parte… Esto es lo que aquí al amigo —y señala al otro viejo— y a mí nos ha parecido lo mejor. ¿Qué decís vosotros?
Chemari estaba haciendo señas de que no podía consentirlo. Es el primero en hablar:
—Eso si que no, eso no puede ser. Aquí, además, yo seguramente tengo la culpa. Yo debí descubrirlo antes, evitarlo. Los demás no tienen por qué…
Pero el viejo le interrumpe:
—¿Es que tú no hubieras hecho esto por uno de los demás? ¿Por cualquiera de los que estamos aquí?
El argumento desarma totalmente a Chemari que no sabe qué replicar. Al fin, dice:
—Yo claro que lo haría.
—Entonces, tú te callas —y el viejo continúa—. Seis ovejas, y aun diez ovejas, no significan nada. Todos lo sabéis. En un plazo de una semana, este muchacho tendrá sus ovejas. No creo que antes la Compañía investigue nada. En todo caso para eso estaría su primo…
Chemari aparece más abatido que nunca. Agacha la cabeza y parece cavilar. Se ve que le duele el sacrificio de sus compañeros.
El viejo continúa, cada vez más alegre, con cierto optimismo ya, cómo si las cosas estuvieran a punto de ser solucionadas:
—Pero aún hay una tercera parte: que esta noche lo que haremos es levantar entre todos este campamento y remontar por el barranco hacia arriba, hacia las praderas más altas. Este ganado, y sobre todo Chemari, no pueden seguir aquí. Pasaremos el ganado por los linderos de la extensión de míster Link, procurando naturalmente que no haga ningún daño… Lo pasaremos de noche.
Chemari ha levantado la cabeza como si hubiera oído algo inesperado, asombroso… No acaba de creer lo que ha oído. Al fin, pregunta:
—¿Y si se nos echan encima los vaqueros de míster Link?
—No se echarán encima —contesta el viejo con toda calma.
—Y si se echan, pues nos los quitamos de encima —dice uno de los jóvenes.
—No será necesario, muchachos —insiste el viejo—. O yo no sé nada de la vida, y creo que sé algo, o los peones de míster Link no se meterán con nosotros esta noche.
—¿No sería mejor pedirle permiso? —dice Chemari tímidamente.
—El viejo míster Link ni se enterará. ¿O crees tú que el viejo ranchero sabe nada, ni siquiera de lo que estaban haciendo sus peones? ¿Qué le importan a él doscientas ni trescientas ovejas? Está claro que el ranchero no sabe nada. Y nosotros tampoco se lo diremos… si no hace falta decirlo. ¿Comprendéis? Los peones también saben que, si es preciso, se le dirá… Nosotros somos gente pacífica. Esto también es un mérito que no tienen todos. Por esto también nos quieren en esta tierra, donde todo es violencia y brutalidad. Nosotros no nos metemos con nadie, no nos hemos metido nunca con nadie. Por eso no se meten con nosotros. Ahora… cuando sale un truhán, como ese que se hundió en la charca, es lo peor. ¿Vosotros creéis que si no hubiera sido por él esos peones se hubieran metido nunca contigo? —y se dirige a Chemari.
—Claro, claro —dicen todos.
El viejo continúa:
—Por eso, Dios me perdone, pero ese muchacho está muy bien donde está, no sé si digo una barbarie; pero ése mereció bien su castigo, mereció morir tragando barro…
Todos están abrumados.
El viejo, para animarlos, se pone de pie y pregunta:
—Todavía no me habéis dicho qué os parece el plan…
—De acuerdo en todo —ha sido casi la voz unánime.
—Pues manos a la obra…
—Lo mejor será —interviene el otro viejo— que ahora tomemos un bocado, mejor caliente que frío. La tarde no está muy agradable y nos espera una dura tarea. Antes de que la noche se eche encima del todo podíamos estar en camino. Al mismo tiempo, se avisa a la Compañía de la ruta y nos buscarían ya en el nuevo paradero.
—Sí, hay que prepararlo todo antes de que se haga de noche. Chemari se encargará del ganado.
El y aquí el compañero —y señala al joven alto y pálido— irán al frente del ganado. Aquí el amigo de Azpeitia también puede ir con ellos —y se dirige al fuerte y colorado—. Vosotros —y se refiere a los más jóvenes— iréis protegiendo el flanco, y nosotros iremos en el carro, a retaguardia. Habrá que concentrar nuestras fuerzas en los puntos que lindan con las salidas del rancho ese… Pero bien entendido que nosotros no hemos de atacar a nadie… Si nos atacasen, entonces no habría más remedio que defenderse.
Todos están en todo de acuerdo con los viejos.
Sin embargo, los pastores se sienten preocupados, entristecidos. Los más optimistas parecen ser los más viejos.
Se levanta el campamento
Comienzan todos a levantar el campamento. Da la sensación de que aquello fuera una tierra maldita y tuvieran prisa por abandonarla. Al ver a los viejos moverse con diligencia y coraje, los jóvenes se van enfervorizando poco a poco. Unos se dedican a los caballos, que necesitan un pienso doble para la jornada que les espera; otros se dirigen a donde está el ganado y toman las primeras providencias para el traslado, principalmente con las ovejas recién paridas o a punto de parir.
Chemari está atento al refrigerio que habrán de tomar antes de partir y a las provisiones que han de llevar.
—¿Qué rancho tenemos? —pregunta uno de los jóvenes.
—Carne con patatas y tomate frito, ¿te hace?
Entonces el viejo del puesto 21 ha tenido un rasgo de esplendidez y de humor y le ha dicho a Chemari:
—Si aquí fuera posible agarrarse a la caza nos agarraríamos a la caza; pero no habrá más remedio que hacerse con un corderillo. Busca alguno que esté lisiado o tenga algún defecto pero que sirva para asado. No podemos hacer la faena de traer a estos hombres y darles carne de lata con tomate frito… Este cordero se lo pondremos también en la cuenta a los hombres de míster Link —y el viejo ríe.
El pastor que va a salir hacia la carretera para acercarse a Boise en el primer coche que quiera llevarlo, se está arreglando por su cuenta. Come pan con tocino a la brasa. Luego, en una gran jarra de café se echa medio bote de leche condensada.
A la hora de comer ya todos se sienten compenetrados con la jornada que les espera. Como un solo hombre comienzan a vibrar ante las palabras del viejo. Ahora está diciendo:
—Yo creo, muchachos, que los peones esos nos dejarán en paz; pero si no nos dejan, tendrán su merecido. Nosotros no atacaremos, eso sí que no; pero tampoco nos dejaremos pisar. Porque si una sola vez dejamos que nos tomen el pelo, luego nos lo tomarían por costumbre. Y eso sí que no.
—Por descontado —dice el otro viejo.
—Probablemente ellos corrompieron al compañero de Chemari, prometiéndole Dios sabe qué cosas —dice uno de los jóvenes, que viste camisa de cuadros.
—Pero él se dejó corromper —replica otro joven, uno muy delgado, con una nuez enorme, todo lo cual lo hace parecer más alto—. Yo no los culpo a ellos. Ellos al fin pagaban las ovejas. ¿Las pagaban o no las pagaban? Pero el que tenía toda la culpa era él. Para mí, que él es el único culpable.
—No se hable más del muerto —interviene otra vez el viejo—. Dejad que los muertos descansen en paz… Muerta parece toda esta tierra, y no hay derecho a tener el ganado aquí encerrado, en este laberinto de rocas peladas y de hierbajos secos. Y por eso, nos iremos también de aquí. Y el que venga detrás…
Comen y beben con ganas, mientras los perros se reparten el botín de los huesos. Antes de que terminen de comer, el pastor que ha de acercarse a Boise se despide de ellos. El viejo le amonesta:
—Ya sabes, nada de explicar nada, pregunte quien pregunte. Tú, primero al secretario, que es vasco, y al primo de aquí, de Chemari. Y ya sabes, el compañero de Chemari se ha matado. Nada más. Y Chemari se traslada con las ovejas; no quiere seguir en esta tierra maldita y quemada. Y está en su derecho.
—Oye —le gritan los jóvenes—, y cuidado con quedarte allí de juerga, mientras los demás la estamos pringando.
—Cuidado con las tiparracas esas de los bares, que te dejan limpio en menos que canta un gallo.
El pastor, muy consciente de su papel, se aleja solo.
Se forma la caravana
En las alforjas están metiendo provisiones. También se preocupan de las armas, aunque sin ansia combativa. Sin embargo, las limpian y preparan con esmero. Al parecer no ha pasado nada. Ellos no han buscado ni buscaron nunca la camorra. Ellos son pacíficos por naturaleza. Las tiendas ya están desmontadas. Todos los utensilios y aparejos están colocados en el carro. Apenas quedan por el suelo algunos restos de latas, piedras ahumadas, trozos de madera que indican que allí ha habido un puesto de pastores.
Los dos caballos de tiro están enganchados al carro.
Todos están pendientes de la orden del pastor viejo, que es el que dirige la operación. Fuman en silencio mientras tanto.
El viejo llama a Chemari y le dice:
—Tú respondes del ganado, ¿no?
—Yo creo que sí.
—Te acompañarán estos dos —y señala al más resistente y fuerte de todos, el de la nuca de toro y la nariz colorada y al muchacho delgado, de palidez extraña pero con unos redondeles de color subido en las mejillas y aquella nuez que parece un picaporte.
El venerable pastor de los cabellos blancos está orgulloso de los de su raza. Son hombres de una pieza, disciplinados, fuertes insobornables. Y comenta:
—¡Qué lástima que yo no me echara nunca a la cara a ese tipejo! Lo hubiera conocido en seguida. Era seguramente un intruso. Estoy seguro de que no era de los nuestros. Aquí no tendrían que venir más que los de nuestra tierra, bien escogidos. Menos mal que tras el pecado, ha tenido la penitencia, una buena penitencia…
—¿Saldremos pronto? —pregunta Chemari dirigiéndose hacia donde está el ganado.
—Vosotros podéis iros poniendo en marcha ya.
Chemari, acompañado de los otros dos, sale a la colina que domina su ganado. Una vez arriba, tan pronto ha divisado el montón desparramado de las ovejas, se ha santiguado con toda solemnidad y ha dicho:
—Vamos.
Es un momento que había deseado mucho. No había derecho a tener encajonado a su rebaño. Para algo más se lo habían entregado.
—¡Riauu, riaaauuu! —ha gritado Chemari a sus ovejas.
Han comenzado a resonar estruendosamente las esquilas de las ovejas guías.
Chemari dice a sus compañeros:
—Yo iré delante, tú en medio —le dice al fino— y tú detrás —y les da un manotazo a cada uno.
Los perros comienzan a azuzar a las ovejas. Parece que las vayan a devorar. El revuelo del rebaño es imponente. El ruido de las pisadas de las ovejas parece el de un ejército en movimiento.
—¡Riauu, riaaauuu, adelante! —grita Chemari.
Chemari sabe que lo peor de un rebaño en marchas forzadas es dudar un instante. Una vez puesto el ganado en marcha no hay que vacilar. Habrá que avanzar como sea, como un alud de nieve, como una montaña que se desploma…