Dos pastores muy distintos

Está amaneciendo en la pradera. No es el paisaje que ya conocemos. Comienza a soplar un viento seco y huracanado.

Chaume, hasta tal punto equipado de invierno, tanto que al principio no se le reconoce, con un gorro de piel que le tapa las orejas y le llega hasta las cejas, da unas vueltas alrededor del rebaño. Las ovejas están guarecidas en un enorme corralón de maderas.

A Chaume le acompaña su perro.

Vuelve al puesto. Cuando llega. Chemari está trajinando en el desayuno para los dos. El saludo entre ellos es lacónico.

—Vaya día de perros —dice Chaume.

—Toma un trago. Eso te reanimará…

Chemari se sirve y sirve otro a Chaume.

—El agua de la balsa está hecha hielo —comenta Chaume.

—Debemos de estar por lo menos a diez bajo cero.

—A más. El perro tiritaba como un choto. Menos mal que se acercaba a mí y yo a él y así nos calentábamos.

Chaume va derecho al carromato y maniobra en el aparato receptor. No se recibe ninguna señal ni saludo conocido.

—¿Quieres que digamos algo a los vecinos? Hay que emplear estos instrumentos alguna vez, por lo menos… —dice Chaume.

—Yo lo dejaría para cuando haya algún recado urgente, si es que lo hay alguna vez.

—Pues los demás sí que lo emplean. Lo emplean cuando están aburridos…

—¿Estás aburrido?

—Y tú también lo estarás. A ver…

—No sé lo que es el aburrimiento.

Chaume prosigue maniobrando en el aparato, pero antes de conectar desiste. Mira malhumorado a Chemari. Entonces coge el transistor y pone música.

—¿Te molesta la música? —pregunta.

La música que están retransmitiendo es música de baile, una música ruidosa, feroz.

—Para música estamos —dice Chemari.

—Pero ¿se puede saber qué te pasa?

—Me pasa todo. Estamos aquí con los pies y las manos como zompos y encima música de baile… —y Chemari ha echado un vistazo al aparato como con ganas de estrellarlo.

—Pues no es, la verdad, para que te pongas así.

Desayunan su café con leche con sopas en medio de la rabiosa algarabía de trompetas.

Se nota que Chemari está preocupado. Algo le ocurre. Chaume lo ha advertido y trata de ser complaciente. Sin venir a cuento le dice:

—Anímate, hombre. Este año el Athletic se los lleva a todos para adelante…

Después de poner en orden sus cosas, Chemari ha cogido la escopeta y sus bártulos y ha preparado el caballo. El perro sabe que van lejos y se pone a ladrar, como enloquecido.

—Si a la hora de comer no he vuelto, tú te las arreglas…

—Tú estás mal de la vaina.

—Es posible. Pero, por si acaso, ya puse algo de latas y pan…

—¿Llamas a eso pan?

—Tienes razón. Eso no es pan.

Chemari se aleja despacio. Se dirige al lugar donde pasta el ganado.

Chaume al verlo alejarse se queda pensativo, reconcentrado.

Poco a poco Chemari ha ido acercándose a su rebaño. Las ovejas al sentirlo cerca rebullen tranquilas y confiadas. Por si fuera poco, Chemari ha sacado su armónica y dedica a sus ovejas unas melodías pacíficas…

Después desciende del caballo.

Al parecer todo está en orden y en paz. Pero Chemari, pie a tierra y con el perro al lado, se dedica a examinar atentamente las ovejas. Es su grey. Cuando encuentra alguna oveja que se queja lastimeramente porque está a punto de parir, Chemari la acaricia con cuidado. Luego sigue, parándose a cada rato. Al parecer va sobre una pista concreta. Es como si, en medio de aquel tumulto de ovejas, él fuera buscando alguna determinada. Va entre ellas, despacio, examinándolas una por una Es como si estuviera haciendo alguna pesquisa, como si tuviera el temor de que hubiera ovejas enfermas o algo por el estilo. De vez en cuando se para y contempla machos, hembras y recentales con un cuidado especial. También a veces parece como si las estuviera contando…

Una oveja bala endolorida, tristísima. Chemari acude. Va a parir de un momento a otro. Chemari la coge como puede y la resguarda del frío. En unos minutos ya está el tierno recental en sus manos. Lo abriga contra su pecho y lo cubre con mucha delicadeza, lo cual contrasta con la dureza de figura de Chemari. El perro contempla la escena lloriqueando también…

—No pasa nada, Rale. No pasa nada —le dice.

Chemari resguarda al corderillo en una parte semicubierta del corralón. Lo deja sobre un montón de paja mientras dice frases sueltas, al parecer sin sentido. Rale da vueltas a su alrededor. También el perro se siente protector de aquella nueva vida.

Pero Chemari no se detiene. En medio del cierzo va y viene por entre las ovejas. Chemari piensa que aquel ganado no sería nunca suyo, es decir, nunca podría decirse que él era su pastor, su verdadero pastor, si no llegase a intimar en cierta manera con las ovejas. Una a una quiere conocerlas, distinguirlas. Él no quiere que el rebaño sea para sus espaldas un número determinado de ovejas, algo colectivo y vago. Pretende descubrir en cada oveja algún signo propio y particular.

Diálogos con Rale

Chemari agarra a algunas ovejas con unas tijeras. Les hace una señal en la frente cortándoles un trozo de lana. Es como si se hubiera vuelto loco. Parece querer dejar una señal en cada oveja. Algunas se escapan y huyen. A ratos Chemari está rodeado de pelotones de ovejas que balan amedrentadas pero al mismo tiempo sumisas y fieles.

En toda esta tarea Chemari lleva el perro a su lado y a ratos hasta dialoga con él.

—¿No te das cuenta? Esta tiene los ojos color miel. ¿No ves? Son como la miel. ¿Y aquella que nos está mirando? Esa los tiene verdosos como granos de aceituna o como granos de uva. ¿Y aquella? Mírala bien; esa los tiene grises, grises como si se los hubieran rociado de ceniza. Cada una es distinta, ¿no te das cuenta? ¿No ves ésta con una mancha en la frente; aquella otra con pintitas en el rabo; ésta de aquí atrás con esos lunares justamente en las patas? Pero fíjate también en los cuernos. Aunque no lo parezca, no hay dos ovejas con los cuernos iguales. Algunas veces hasta la misma oveja tiene un cuerno distinto del otro. Eso, digo yo, tiene que ser para que los pastores las conozcamos Las conozcamos personalmente, como conocemos a la gente del pueblo nuestro o del pueblo de al lado…

Cuando lograba identificar a alguna a distancia se ponía radiante. No solamente se fijaba en estas señales externas. A veces también a cada oveja le aplicaba su manía, su vicio y hasta su virtud.

—¿No ves? Esta es la que revoluciona a todas dando esos saltos. Aquella otra la que se sube siempre lo más alto que puede. Esa que tienes al lado es la que siempre se queda la última…

Todo esto le hacía más llevadero y entretenido el pastoreo. Así transcurrían para él, casi sin sentir, los días y las horas. Estaba ya familiarizado con las ovejas hasta el punto de que sabía qué piezas de su armónica les gustaban más.

—¿Quién ha dicho que las ovejas son brutas y torpes? Pues las hay también que son serviciales y fieles, más que muchas personas. ¿Verdad que sí, Rale? Claro que sí…

Alguna vez se le desmandaba algún carnero, que quería cumplir su instinto por encima de todo. Entonces Chemari le tiraba piedras o le amenazaba con un palo, llamándole cabezón, testarudo, so cafre. A veces a la oveja agradecida y dócil que venía cuando la llamaba le acariciaba la frente. La oveja bacía como que se dormía y él entonces la llamaba Blanquita, a otra Perla, a otra Princesa, a oirá, la más enamorada y sumisa de todas, la llamaba Maribelcha

La Maribelcha se había ganado desde el primer momento las preferencias de Chemari Era una cordera hermosa, dócil y tenía un lunar redondo entre las dos orejas. Le gustaba rozarse contra las piernas del pastor mientras balaba dulcemente. Cuando oía la voz de Chemari lanzaba un gemido blando y venía hasta él atropellando a las demás, entre las cuales también había otras que se lanzaban sobre él anhelosamente. Entonces Chemari repartía entre ellas algunos terrones de sal. Maribelcha incluso había hecho muy buenas migas con Rale, al que obligaba a jugar con carreras y topetazos amistosos.

Para Chemari el pastoreo tenía que hacerse así o terminaría volviéndose loco. O aborreciendo a todas las ovejas. Con que hubiera algunas que supieran ganarse su confianza, él aguantaría todo lo que hubiera que aguantar. Penaría por ellas incluso, que para eso le pagaban… Chemari no comprendía la manera de ser de Chaume. Para Chaume el ganado no era más que una masa pestilente de cuerpos obstinados y torpes rodeados de lana. Y aparte de esto, un pretexto para ganar dinero. Alguna vez Chemari le había dicho: «No quiero verte tirar piedras a las borregas de esa manera.» «¿Crees acaso que son de cristal?» «Son de carne y hueso, como tú.» «Pobrecillas, pobrecillas ovejas…», terminaba diciendo Chaume en plan de mofa.

Pero Chemari había encontrado en Rale un perfecto compañero. El perro había concluido aceptando el cuadro de preferencias de su amo y perseguía implacablemente a las ovejas que Chemari tenía por más reacias, ariscas y torponas, manteniéndolas a raya hasta que se iban enmendando. Del mismo modo que seguía zalameramente, como coqueteando, a las ovejas cumplidoras y obedientes que eran las predilectas de su amo.

Chemari no había dejado tampoco de notar que el celo y la envidia que Chaume sentía por él, lo pagaba el ganado, con el que a veces se portaba duramente. Y también lo pagaba Rale, a quien no trataba tampoco muy bien. Chemari estaba dispuesto a admitir incluso que Chaume fuera más listo y más desenvuelto que él, pero no que fuera mejor pastor. Y como era su obligación exigirle, le exigía.

Aquella mañana la inspección del ganado estaba siendo minuciosa y tenaz. Era como una obsesión en Chemari llegar a una perfecta dedicación a su oficio. En este sentido no ahorraba sacrificios. Chaume se había reído muchas veces de él en su intento de clasificarlas y distinguirlas. «Todas las ovejas son iguales», le decía. «No creas, no creas», repetía Chemari. «Dos mil ovejas y pico son muchas ovejas. Habría que tener una memoria que tú no tienes.»

Sin embargo, Chemari no tenía más remedio que reconocer que Chaume en el fondo le estimaba. Le estimaba o le tenía respeto. O acaso todo fuera juego porque sabía que mejor le irían las cosas estando al lado de Chemari y con Esteban de por medio. Quizás sería por eso. Tampoco era cosa de pedir el traslado de Chaume. Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Probablemente en todos los puestos ocurría algo parecido. Debía de ser cosa de la soledad. Días, semanas y meses de soledad y ovejas, por fuerza tenían que producir cierta irritación y nerviosismo… Posiblemente en esta situación era muy difícil llevarse bien con nadie. Era lógico y natural.

Un accidente imprevisto

Revuelto Chemari entre las ovejas, se ha encontrado con una hermosa hembra caída en tierra.

—¿Qué le pasará? —se ha preguntado Chemari preocupado.

La oveja está herniada.

Algo violento y raro la ha tenido que suceder para quedarse tirada de aquella manera sobre la hierba.

Chemari la observa despacio. En seguida se da cuenta de que si no acude pronto en su auxilio la oveja morirá. Rápidamente, en un arrebato de inspiración, ha sacado del bolsillo su navaja cabritera, ha desliado un hilo de su manta, el más fuerte que ha encontrado, y teniendo sujeta con toda su fuerza a la oveja en el suelo, se ha puesto a curarla. En el primer instante, al cortarle la piel, la oveja se ha quejado terriblemente; pero después, escuchando las palabras de aliento de su pastor y los lamentos cariñosos de Rale, la oveja, al parecer, se ha entregado resignadamente al dolor de la curación… Los balidos, de lastimeros e insoportables, se han ido dulcificando y suavizando… El perro ha ayudado prácticamente a esta improvisada operación con su presencia vivaz e inquieta.

Después del remiendo, Chemari ha agarrado a la oveja, se la ha echado sobre los hombros y la ha llevado al cobertizo, el único protegido del improvisado redil, al abrigo de unas peñas.

La oveja se va recuperando visiblemente. Chemari no la deja. La cuida de una manera que pudiera parecer criminal para la oveja. Pero ella se lo agradece… Chemari respira feliz cuando comprueba que la oveja se está salvando…

Viaje de inspección

Inmediatamente después de haberse convencido de que la oveja está curada, Chemari, como reflexionando sobre algo profundo, ha llamado al perro.

Van camino del puesto.

Al llegar se ha encontrado con que Chaume, tumbado dentro de la tienda, escucha la radio. Al lado tiene una botella casi vacía de whisky. Aunque Chaume escuchó los ladridos familiares de su perro no se movió. Siguió entre las mantas escuchando música de baile, mezclada con música de jazz.

—Eso es vida —dice Chemari.

—¿Qué pasa? ¿Hay que apagar por casualidad algún fuego? —responde Chaume.

Entonces Chemari le cuenta la historia de la oveja herniada. Al concluir, Chaume le dice:

Y Estás como una regadera.

—¿Por qué estoy como una regadera, si se puede saber?

—Por eso, porque meterte a cirujano, no se le ocurre ni al que asó la manteca. Primero, es muy posible que la oveja la palme de todos modos. Segundo, lo mismo se podía haber dado parte a la Compañía de que se había despeñado y hubiéramos tenido carne para una semana.

—¿Y por qué tengo yo que mentir a la Compañía? Eso es engañar a la Compañía.

—También es engañarla meterte tú a remendar tripas de las ovejas. Tu estás aquí contratado de pastor, no de cirujano. Alguna vez una oveja puede tener un accidente, creo yo…

Chemari no quiso seguir discutiendo y lo dejó. Chemari evitaba tener ningún choque serio con Chaume. Si llegaba la ruptura no quería nunca que la culpa fuera suya.

En el rostro de Chaume parece dibujarse algún goce oculto y perverso… como si estuviera cínicamente en el secreto de algo feo. Pero Chemari no sabe descifrar su gesto ni su expresión. ¿Qué podrá ser?, se plantea Chemari insistentemente. ¿No tiene allí comida en abundancia, cerveza, coca-cola, tabaco rubio y tabaco moreno, un sueldo respetable, y para colmo música? ¿Qué le inquieta? ¿Qué está tramando? Chemari sólo sabe preocuparse.

Al principio había creído que serían efectos de la soledad. Probablemente Chaume era hombre de tertulia. O también podría ser la falta de mujeres, aunque sólo fuera para verlas y hablar con ellas. Las únicas mujeres que por allí habían pasado dos o tres veces, pero siempre de prisa, habían sido la novia y la hermana de la novia de Esteban.

Posiblemente también aquel mal humor provenía de otras razones más profundas, más naturales y lógicas. También él a veces se sentía aburrido y desesperado.

A pesar de que estaban en la estación de lluvias, pisaban un terreno seco y baldío. El estío había sido feroz. ¿Cómo habían podido resistir con dos mil ovejas y pico?

Ya el primer sitio donde habían tenido el puesto era atrozmente solitario, pero a fin de cuentas pasable. Intentando mejorar de suerte se habían ido a un paisaje cada vez más desolado. Y para colmo, no venían las lluvias. ¿Que pasaría en la próxima primavera, y en el verano, si la cosa seguía así?

La Compañía les había hecho saber que no había que alarmarse. No era lo corriente, pero de tarde en tarde, cada diez o doce años, solía ocurrir algo parecido. Todo consistía en que tenían que moverse un poco más, hacia zonas verdes, para nutrir suficientemente al rebaño.

Chemari está preparando de nuevo su caballo. Su cara demuestra preocupación. Con el pie va pisoteando el raquítico pasto que rodea el puesto.

Cuando Chemari ya está en lo alto del caballo, se vuelve a Chaume y le dice:

—Voy a dar una vuelta.

—¿Tardarás mucho?

—No sé. Si acaso llega la hora del almuerzo, y no he vuelto, tú comes.

—Pero ¿dónde vas?

—Voy a dar una vuelta. A ver si podemos cambiar de paraje.

—Será mejor cuando pasen estos fríos.

—Ya veremos. Ah, y luego al mediodía te acercas y miras cómo está el ganado. Le echas una mirada también a la oveja herniada…

Chemari sale caminando a caballo muy despacio. Contrasta la figura de Chemari, con la barba un poco crecida y la actitud cavilosa, con la de Chaume, bastante más acicalado y despreocupado.

Chemari se va perdiendo en el horizonte. Al ver que Rale se cansa lo sube un rato encima del caballo.

Las dos fronteras

Al cabo de dos horas de caminata, Chemari se ha encontrado en un punto clave. Por una parte comienza una zona pantanosa e insalubre. Hacia ese lado es imposible continuar. Las mismas hierbas que rodean esta zona parecen enfermas. Es expuesto, muy expuesto, meter al ganado por aquella región. Una vez que lo ha consultado con la Compañía, le han contestado:

—No es aconsejable. Eso sería lo último.

Los pastores de los puestos vecinos, los que están más allá de la zona pantanosa, le han recomendado:

—Lleva cuidado, que toda esa zona es peligrosa…

Siguiendo en la otra dirección también ha dado con un murallón insalvable. Aunque no hay pared ninguna, se advierten unas piedras y unos palos que indican el límite o los límites de la finca de míster Link.

Tampoco en aquella dirección es prudente aventurarse. Para eso tendría que tener permiso de míster Link. Pero todos le han convencido de que ni lo intente siquiera.

Parado ante aquella línea divisoria, piensa que lo más sensato sea escribir a Esteban. Su primo podrá mediar en el asunto y seguramente conseguir que míster Link le permita el paso del ganado hacia la parte más montañosa. Aquella tierra de más arriba por fuerza tiene que ser salvadora para el ganado. Desde lejos se palpa su fertilidad, su fecundidad.

Mirándola Chemari pensó en su tierra. No era el mismo tono verde, pero se le parecía.

Estuvo allí parado un largo rato.

Las vallas de la finca particular con que míster Link había delimitado todos los contornos le tentaban.

Pero recordó las palabras del viejo pastor del 21.

—No debes cruzar esas tierras Por lo menos hasta que no te conozcan los guardianes de míster Link. Todo esto lo llevan muy severo…

Chemari, que acaba de llegar de los barrancos resecos y de las gélidas llanuras, está asombrado ante el paraíso que representa la finca acotada de míster Link. En aquella finca caben seis o siete aldeas vascas. Y más, muchas más, seguramente.

En vez de volverse Chemari ha seguido trotando, bordeando siempre los postes indicadores del rancho de míster Link.

¿Cuánto tardaría él en ponerse al otro lado de las montañas? Quizá en dos o tres jornadas. ¿Qué podía suponer el paso de las ovejas en menos de veinticuatro horas?

Habría que informar a la Compañía. Si la sequía proseguía su implacable marcha iba a ser desastrosa para el rebaño. Sin embargo, tenía cierto reparo en avisar a la Compañía. Iban a decir que se ahogaba en un vaso de agua. Podía llover de un momento a otro, aunque el cielo estaba más azul y más imperturbable que nunca desde que habían llegado.

De nuevo se ha parado ante las blancas piedras que señalan el coto cerrado. Indudablemente, ni siquiera sería preciso cruzar por en medio del vergel de míster Link. Podía muy bien remontarse el rebaño hacia arriba por los bordes de la finca. A las veinticuatro horas, más o menos, ya habrían llegado a la zona de los pastos frescos y abundantes. Por aquella región hasta el cielo tenía otro color…

¿Por qué la Compañía llevaba un mes diciéndoles que se mantuvieran en sus puestos y que, de girar, no giraran más que muy lentamente y hacia el Oeste?

Realmente míster Link es intocable. Su poder es absoluto e indiscutible. El mismo Esteban, al hablar de él, lo ha hecho siempre como sobrecogido, como sumiso y obediente a un poder superior…

Encuentro imprevisto

De repente, al pasar junto a unos matorrales, Chemari escucha unas risas atronadoras, salvajes.

Rale se ha puesto en guardia.

Chemari se detiene y mira receloso a todas partes. Al fin salen de entre los matorrales dos caballistas, en actitud más bien pendenciera. El uno es alto, más bien grueso y fuerte, con facha de peleón. Debajo de una cazadora lleva una camisa a cuadros. El otro es más bien rechoncho y aceitunoso, con el pelo negro y brillante y viste como si fuera del ejército. Los caballistas intiman a Chemari a que se detenga y no cruce en la dirección que lleva. Chemari no entiende lo que dicen, pero comprende que a la orden de cerrarle el paso mezclan alguna que otra frase de mofa.

Con la mano le indican la dirección que debe tomar. Los dos van armados con revólveres y llevan colgado de la montura el fusil de caza… Varias veces Chemari ha oído hablar de míster Link como autor de la orden que prohíbe seguir caminando en aquella dirección.

El alto peleón ha querido, después de acercarse, tener alguna expansión con Chemari, pero al ver que no entiende, escupe y se aleja riéndose a carcajadas.

El otro coge una piedra y amenaza con ella al perro al ver que se apresta a defender a su amo.

Prácticamente lo están tratando como a un tonto.

Chemari traga saliva y se aleja despacio, volviendo de vez en cuando la vista atrás. Es como si quisiera quedarse para siempre con la fisonomía de los dos.

No deja de observar de rato en rato el contorno y sus caminos. Quiere recordar el sitio en que ha sido detenido de aquella manera.

Poco a poco se va acercando a su puesto.

Viniendo de la frontera con la finca de míster Link el aspecto de su ganado no puede ser más desalentador ni más triste Las ovejas van de un lado para otro balando patéticamente. Es como si estuvieran condenadas a moverse en un círculo de esterilidad y abandono…

Chemari camina despacio entre ellas, examinándolas. Los corderillos, que al principio se desmandan peligrosamente, concluyen por acercarse a Chemari como pidiendo protección. Las madres, flacas, hambrientas, también se atropellan alrededor de Chemari.

Chemari se dirige a la tienda de campaña.

Instrucciones de la Compañía

Chaume se levanta al verlo llegar. Estaba escuchando la radio. Le dice a Chemari:

—Estuvieron dando instrucciones…

—Instrucciones ¿sobre qué…?

—Sobre la sequía. Han dicho que las repetirán la hora de la comida.

—Ya veremos lo que dicen.

—Esto de la sequía parece ser que va en serio.

—¡Pues sí que es suerte la nuestra! —comenta Chemari mientras se dispone a preparar la comida. Está nervioso.

Chaume le ayuda. Chemari, al cabo de un rato, suelta:

—Me encontré a dos tipos raros por ahí arriba.

—¿Y qué hicieron?

—Nada, reírse de uno. Me dijeron que no se podía cruzar hacia las tierras de míster Link.

—Pero eso lo puedes tú arreglar fácilmente con Esteban.

—Algo habrá que decirle.

—Lo mejor sería que Esteban nos sacara de aquí.

—En otros puestos habrá otras pegas… Nos han mandado que estemos aquí, pues aquí tenemos que estar.

—A mí tú no me engañas. ¿Tú crees que yo me creo que piensas estar aquí indefinidamente?

—¿Y por qué no?

—No soy tan bobo… Tú no estarás aquí hasta que se te ponga el pelo blanco como al vejete del veintiuno. Tu primo te sacará de aquí, ¿que no?

—¿Tú has oído acaso que yo le haya dicho algo sobre el particular?

—Estando yo delante, no.

—Y no estando tú delante, tampoco. Lo que yo me pregunto es qué ideas te habías forjado tú al venir aquí… Vinimos a cuidar ovejas… Si no servías para esto tenías que haberlo visto antes…

—Yo sirvo como el primero y estoy aquí por lo que estoy.

—Pero tienes que portarte bien con las ovejas. No me gusta que se les tiren piedras… Quería decírtelo: el otro día heriste a una… y sigue cojeando… No te lo iba a decir pero tú lo has querido… Las ovejas obedecen también sin necesidad de manejar la honda…

Chaume se ha quedado mudo. Se han puesto a comer.

Es preciso —dice la orden— que los pastores se mantengan a la escucha a determinadas horas del día, principalmente a las nueve de la mañana y a las de la noche. Se está estudiando la situación concreta de cada puesto con relación a la sequía. No deben tomarse iniciativas sin contar con las disposiciones de los técnicos de la Compañía. El mayor peligro, de momento, es que el ganado pueda beber aguas empantanadas y que estén contaminadas de algún virus. En época de sequía la falta de cumplimiento de algunas normas elementales puede motivar incluso el peligro de peste…

—¿Ha dicho peste? —pregunta Chaume.

—Sí. Peste del ganado… Pero eso también ha ocurrido allá a veces…

También se recomienda de un modo especial a los pastores que no coman carne alguna de animal que no esté proporcionada por la Compañía.

Quien está retransmitiendo las instrucciones se nota que es vasco, pero un vasco ya americanizado. De vez en cuando se ha permitido soltar alguna palabra vasca. Al concluir ha lanzado el grito típico de los vascos.

—Si él estuviera aquí no tendría tantas ganas de bromas —dice Chaume.

Chemari se pone de pie y mira silencioso hacia la vasta línea del horizonte. Hasta donde abarca la vista se ve el mismo panorama de praderas secas, amarillentas, agostadas.

Las fláccidas ovejas se mueven entre la tierra y los espinos con cierto movimiento melancólico y penoso…

Inesperadamente se ha puesto al aparato Esteban. De manera funcional pide a todos disciplina y colaboración. La Compañía hará un recorrido la próxima semana, puesto por puesto.

—Esperamos que todos los nuevos se porten como reclaman las circunstancias —agrega Esteban. Y cierra la conexión.

—En menos de un año —dice Chaume— tú habrás hecho tu fortuna. Esteban manda mucho. Y por si fuera poco está casi emparentado con uno de los hombres más ricos del Estado.

—Todavía no lo está.

—Pero lo estará. ¿O crees que va a dejar escapar a la linda palomita? Lo que tu primo podía hacer era colocarnos con míster Link. Quizá allí prosperaríamos más.

—Yo eso nunca lo haría. He firmado un contrato con la Compañía. Debo servir a la Compañía.

—Tú tienes la cabeza bastante dura.

—Prefiero tenerla así.

—¿No ves tu primo? Dijo, no sé si recordarás, cuando se marchaba: «Dentro de poco nos veremos.» ¡Dentro de pocu! Se debe vivir mucho mejor en Boise. Allí hay cines, orquestas, bares, gachís

—¿Desde cuándo un vasco dice gachís?

—Quería decir fulanas No sé si las viste al pasar, en las barras de las cafeterías y de los bares…

—Ellos que digan lo que quieran, misa si quieren. Lo importante es avanzar con el ganado e ir salvando las ovejas… —dice Chemari por todo comentario.

—Ellos desde allá lo ven todo muy fácil… Se ponen delante del mapa aquel grande que tienen y van corriendo un poco las flechas. Pero las flechas somos nosotros, que estamos aquí metidos en un lío… —comenta Chaume.

Se ponen a comer de nuevo. Mastican y tragan en silencio.

—Esteban vive como Dios —dice Chaume.

—Ya será menos.

—Y además, menudo braguetazo el que ha dado.

—Lo va a dar…

Chemari se ha tumbado un rato después de la comida. Y en seguida está roncando. Cualquiera diría que no existen problemas ni dificultades para él.

Chaume se pasea por entre el carro y las tiendas. Va y viene. Lleva ni lado su perro. Inesperadamente se ha puesto nervioso, como desconcertado.

Andando, andando, se ha acercado hasta el ganado. Mira a las abatidas ovejas, a las apelotonadas ovejas, con aire irresoluto y titubeante. Se topa con la oveja coja, la que hirió de una pedrada, y le da un puntapié. Su perro le mira como espantado.

Suministro

A media tarde llega el camión del suministro.

Lo han visto venir desde cuatro o cinco kilómetros por lo menos. Levanta una nube de polvo por el camino de cabras.

Los del coche del suministro, nada más llegar, se han puesto a descargar paquetes.

No gastan bromas como otras veces. Chemari y Chaume les preguntan.

—Lo mejor es cumplir las instrucciones al pie de la letra —dice uno de ellos, el americano.

—Y no dejarse llevar de corazonadas ni presentimientos —dice el vasco.

—¿Qué quieres decir? —le pregunta Chemari.

—Pues que no hay que improvisar. Es lo que dice Esteban.

—Nadie tiene más interés y experiencia en todo esto que la Compañía —ha dicho el americano como quien recita una lección.

Chemari se pone a escribir unas letras.

—Dile a tu primo que nos tocó la peor parte —dice Chaume.

—No es verdad —dice el vasco del servicio de intendencia. Los hay peores.

—Pero, ¿hay alguno que tenga al lado un paraíso con agua propia como es la finca de míster Link? —pregunta Chemari.

—Esto pasará en seguida, muchachos —dice el vasco.

—Pero si los pastos no vienen a mí yo iré a los pastos. No voy a dejar que las ovejas se me queden en los huesos —dice Chemari. Y sigue escribiendo.

Escribe y repasa lo que escribe con gran calma. Al terminar, comenta:

—A la Compañía ¿qué más le daría que torciéramos hacia allá? ¿No veis? —dice señalando el horizonte. Y agrega—: Allí hay tierra y hierba para cien mil ovejas, lo menos.

—Pero están las tierras de míster Link, ya te lo he dicho cien veces —dice Chaume.

—¿Y qué, que estén los pozos, las tierras y las huertas de míster Link? Míster Link es amigo de la Compañía ¿sí o no?

—Míster Link es el dueño de sus tierras…

Los del suministro han terminado su tarea y no han querido meterse en discusiones. Fuman un cigarro y se toman una coca-cola.

Pero permanecen mudos y distantes.

—Con el cambio de luna todo será distinto —dice el vasco empleado en las oficinas de la Compañía.

—También es mala pata —repite una y otra vez Chemari mientras sigue escribiendo la carta.

En ese momento han cruzado por el cielo en formación varios reactores último modelo. Van muy bajos. Chemari ha mirando hacia el ganado. Era lo que faltaba. Cuando las ovejas escuchan el vuelo raso de estos aviones huyen despavoridas…

—Esto es como una maldición —se lamenta Chemari mirando hacia el cielo.

—Esto pasará rápido —dice el vasco al irse.

Chemari añade:

—Eso es lo que venís repitiendo todas las semanas. Algún día, cuando vengáis, no encontraréis más que el esqueleto de las ovejas.

—Pues yo las he visto al pasar y no están tan mal.

—¿No están tan mal? Si tu estuvieras como ellas, verías… Van a explotar de gordas que están.

El camión arranca. Chaume se ha quedado leyendo la carta y los periódicos que le han traído. Chemari no tuvo correspondencia. Se tumba en su tienda y coge la armónica. Toca suavemente unas tonadillas nostálgicas y melancólicas.

Pero Chaume, sabiendo que eso irritará a Chemari, se pone a imitar la voz de Esteban y dice:

—Sería una pena que a mi suegrecito se le torciera la cosecha de alcachofas, judías y calabacines.

Sin embargo, Chemari no se ha afectado. Contesta:

—La Compañía es la Compañía.

—Y yo soy el yerno de míster Link —dice Chaume, imitando de nuevo a Esteban.

—La Compañía nunca se equivoca, nunca se equivoca, nunca se equivoca —repite Chemari como queriendo convencerse de que su papel es callarse y obedecer.

—¿Y no sería mejor que te largaras tú a Boise y vieras a Esteban? —ha preguntado Chaume en un exceso de cálculo y sentido común.

—Quizá deba hacer algo.

—Antes de que sea demasiado tarde.

—Has de saber que todos los demás están más o menos en la misma situación que nosotros.

—No creo que ningún puesto tenga al lado esta charca inmunda…

En una especie de desfiladero se han encontrado con una familia acampada al lado de un riachuelo. Allí cerca tienen el carro y las caballerías.

Chemari se ha acercado al riachuelo. Los campesinos, al ver que se acercaba a Ja corriente, han ido hasta él para impedir que el caballo bebiera agua.

—Dicen que está infectada —le ha aclarado Chaume. Verdaderamente el hilillo de agua, además de insignificante, es verdoso y de aspecto putrefacto.

La familia ha entablado diálogo con ellos, pero apenas se entienden. Sólo han podido deducir que ellos emigran hacia el Norte y que no tardarán en pasar muchas más familias de campesinos. Cuando llega una de estas sequías no hay otra solución. No suelen venir más que cada quince o veinte años, pero hay ranchos más al Sur donde todavía viven viejos que recuerdan otras atroces sequías.

—¿Y por qué hacia el Norte? —insiste en preguntarles Chemari.

—Es la salvación —dicen ellos con gestos más que con palabras.

—¿Y por qué no hacia el Oeste?

—Es peligroso —responden ellos.

—Pregúntales —dice Chemari a Chaume que es más ágil y ha aprendido algo de inglés— por qué es peligroso.

—Estos pantanos, aunque parecen de ceniza, por dentro son la muerte. Quien cae en ellos no sale…

Chaume trata de decirles que acaso bordeando estas falsas marismas con cuidado podría llegarse a zona más segura y fértil. Ellos dicen que es expuesto.

—Pregúntales cómo cruzarán la finca de míster Link.

Ellos se miran unos a otros como temiendo descubrir un secreto. El solo nombre de míster Link los ha llenado de una especie de terror o misterio. Se ve que el nombre de míster Link es conocido más allá de la comarca. Por fin, en un exceso de confianza, explican que ellos tratarán de cruzar aquella tierra de noche.

—-Diles, como sea, que por qué no le piden permiso a míster Link.

—No es posible —responden.

—¿Y por qué?

—No por él. Quizá él, si se dignara oírlos, los dejara. Lo peor del rancho de míster Link son sus hombres… —y el padre de familia mira con cierta intención a las dos hijas menores que llevan consigo y que permanecen avergonzadas detrás del carro.

La madre, con gestos, trata de explicar que aquello es mucho más expuesto aún que cruzar los pantanos.

Dejan a la familia campesina, que debe de ser descendiente de indios. Más adelante se encuentran con otro carro. Estos son de origen mejicano. También van al Norte. Pero no quieren hablar. Probablemente temen que Chemari y Chaume sean espías al servicio de míster Link. Aunque ven bien claro que son pastores, lo que les hace callar es que sospechan de todo lo que tenga proximidad con el rancho de míster Link.

El cielo está despejado y el azul casi hiere los ojos.

—No se ve —comenta Chemari— que esto vaya a cambiar de la noche a la mañana.

—Bueno, ¿y a fin de cuentas, que? Nosotros podemos resistir muy bien. A nosotros nos traerán hasta el agua para beber. ¿Que se mueren las ovejas? Pues peor para la lana…

—Lo que yo no comprendo es por qué cuantas veces he dicho que iba a hablar con míster Link para que nos dejara paso libre me han contestado que me estuviera quieto. ¿Es que también la Compañía le tendrá miedo?

—Ve tú a ver si el míster Link ese manda más que la propia Compañía…

Han seguido caminando un rato en silencio. Van cabizbajos, desmoralizados.

Al cabo de un rato Chaume dice:

—¿Qué piensas?

—Nada pienso.

—No. Tú piensas algo.

—Claro que pienso algo. Si no pensara es que estaba muerto.

—Yo sé lo que tú estás pensando.

—No creo.

—Yo creo que sí. Tú estás pensando que todo estaría resuelto si cruzáramos por la finca de míster Link. ¿A que sí? ¿A que he dado en el clavo?

—Has dado en el clavo, pero no del todo…

—Sin embargo, tengo que aclararte una cosa: es imposible, tal y como están las cosas, dar un paso con el ganado sin consultar con la Compañía.

—No te preocupes, que todo se hará a su debido tiempo y como mejor convenga. Aquí lo que hay que hacer es conservar la cabeza fría y tener los pies ligeros…

—¿Los pies ligeros? ¿Para qué?

—Para correr, hombre para correr.

Y Chemari ha picado a su caballo.

Han llegado a un gran promontorio. Es la primera vez que Chemari se acerca al valle de míster Link por aquella parte.

—Y Hay que subir más arriba —dice Chaume, y se mete por un desfiladero.

Chemari va sereno. Chaume por el contrario le sigue un poco a disgusto. A ratos se queda atrás un tanto pensativo.

—Es enorme la vista que vamos a tener desde arriba —dice Chemari.

Pero Chaume continúa taciturno.

Al llegar a lo más alto del pico Chemari ha cogido los gemelos de campaña que lleva colgados del aparejo del caballo y se ha puesto a graduarlos. Se queda observando atentamente A los pocos segundos, alarga los gemelos a Chaume y le dice:

—¿Qué es lo que ves tú?

Chaume mira.

—Yo no veo nada. Tierra, tierra un poco más verde que la nuestra…

—¿Y allá al fondo?

—Al fondo se ve un aprisco muy grande con ovejas, ¿no?

—Ovejas seguramente más gordas que las nuestras…

De nuevo Chemari curiosea por el horizonte. Al parecer Chemari está buscando algún camino o trocha que pudiera servir de carril para sus dos mil ovejas y pico, un pico ya bastante largo.

De pronto ve, allá en el interior del rancho de míster Link. dos camiones que se mueven muy despacio. Luego advierte que van cargados de ovejas. Aquello le intriga. Y sigue mirando.

—Mira, tú. Son ovejas que trasladan a camiones.

A lo mejor el millonario éste hasta se permite el lujo de llevarlas a otro Estado en camión y todo.

—Será que las manda al matadero. Así podrá cuidar mejor el resto. ¿No crees?

—No sé. El caso es que estamos metidos en un callejón sin salida.

Y ha dado la vuelta para descender. En vez de bajar lento y cauteloso espolea al caballo casi con furia. Se nota que la visión del rancho de míster Link altera los nervios de Chemari.

—Ove, a ver sí te despeñas —le dice Chaume.

—No te preocupes y agárrate bien. No seas tú el que se estrelle…

Calla y escóndete

Cuando ya estaban llegando al llano han encontrado un manantial cerca de la piedra. Este manantial, que en otro tiempo debía de formar hasta una pequeña cascada, está casi exhausto. Pero el agua es limpia. Chemari baja a beber. Mientras está bebiendo dice a Chaume:

—Lo más raro de todo es que míster Link se dedique a quitarse de encima las ovejas ahora teniendo pastos para dar y tomar… O que se dedique a venderlas ahora, cuando las suyas podrían valer el doble… No comprendo.

—También tú tienes ganas de complicarte la vida.

—Yo lo que creo es que tú le tienes manía a míster Link… y no sólo manía…

—Sí, según tú, yo lo que tengo es envidia tal vez a Esteban… ¿No es eso lo que querías decir también?

—Vas muy lejos cuando te pones a cavilar…

—¡Y yo creía que me quedaba corto…!

Al cruzar una torrentera seca, Chemari ha tendido la mano y le ha dicho:

—Calla y escóndete… —al mismo tiempo que él se tiraba del caballo y se escondía.

Por el caminillo que bordea el torrente sin agua ha pasado un caballista. Cuando Chemari ha querido mirar con los gemelos ya había pasado. Pero a Chemari le ha quedado un presentimiento raro: ¿No juraría que era el moreno, de pelo brillante y camisa militar, que junto al matón de camisa a cuadros le habían parado y se habían reído de él en sus propias barbas?

—¿Qué pasa?

—No pasa nada. Ya pasó. Era un tío a caballo.

—¿Y por eso dices: calla y escóndete?

—Era un tío raro.

Luego, recapacitando, porque por lo visto no se cree obligado a dar explicaciones a Chaume, añade:

—Con esto de la gente que gira hacia el Norte hay que andar un poco espabilados.

Y al instante cambia de conversación:

—Yo lo que quisiera saber es cuál de los dos perros se portará mejor en estas ausencias.

—¿Tú crees que aquel zagal que te aconsejó entendía algo de perros? Mi perro no lo cambio por ninguno del mundo. No sé si tendrá más raza que el tuyo, pero lo que sí es verdad es que no le hace falta enseñar los dientes. Hay que ver cómo le temen las ovejas.

—¿Le temen? Eso no es bueno Yo prefiero que confíen en Rale.

—Tú estás chiflado por Rale. A lo mejor es el primer perro que has tenido en tu vida.

—Pues has dicho la verdad. Yo allá en la aldea no tuve más que perros ratoneros y una vez un lulú que se perdió en la carretera. Probablemente era de algún turista. Me lo mató un camión.

Van dialogando a caballo, casi juntos. Ya se están acercando al puesto. En algunos sitios, cerca de los pantanos, la tierra se ha resquebrajado en unas grietas enormes.

De nuevo la contemplación de aquel terreno estepario ensombrece el rostro de Chemari.

—Creo que voy a seguir tu consejo —dice.

—¿En qué? ¿En no preocuparte tanto de las ovejas?

—Me parece que mañana me largo a la carretera temprano y pido que me lleve algún coche de los que van a Boise. Habría que hablar con Esteban. Posiblemente yo no me expliqué bien en la carta. Yo no creo que en otros puestos esté el ganado como se nos está poniendo a nosotros.

—Quizá debas ir. Tú no me quieres hacer caso a mí, pero yo sé siempre muy bien lo que me digo —y el tono de Chaume ha sido más mordaz que nunca.

—Tienes que perdonarme —dice Chemari al ver el rebaño— el mal humor que tengo. Si encima que estamos solos los dos para este problema, nos peleamos, mal asunto el nuestro.

—Yo no me peleo.

Las esquilas de las ovejas guías comenzaron a resonar firmes y monótonas. Era como si hubieran olido la presencia de sus amos. Los perros iban y venían del rebaño a la tienda ladrando, ladrando con júbilo.

—Tanto jolgorio debe de ser porque nunca salimos juntos —dice Chemari.

Van hacia el carro. Están rendidos.

Chemari pone música en el transistor y se sirve un buen vaso de whisky.

—¿Cuántas cucharadas de agua se le echa a esto? —pregunta a Chaume.

—Ponle una cucharita de las de café —y Chaume ríe.

Chemari bebe. Una vez que lo ha paladeado comenta:

—Desde luego hay que tener estómago. Y por esto se pirran los americanos… Está malísimo.

Están retransmitiendo música de jazz.

Rale casi se echa encima de Chemari.

Y Desde luego —discursea Chemari— el viejo del veintiuno tenía razón. El perro es siempre la mitad de la vida del pastor. La otra mitad, o las tres cuartas partes, son las ovejas. O sea, que el pastor no existe, el pastor no tiene vida propia. ¿Qué te parece?

—Que tienes más razón que un santo.

—¿Que un santo de palo o de verdad?

—Un santo de iglesia.

—Tú no sé si sabes lo que decía mi abuela. Me lo ha dicho en broma muchas veces mi madre. Decía: en santo que mea no creas… ¿Qué te parece el refrán?

—No está mal.

Chaume esta preparando la merienda-cena de los dos.

Ya es de noche. Por el cielo han comenzado a pasar aviones. A veces pasan bajos. Parecen siempre los mismos. Pero deben de ser diferentes. Ellos saben que cerca de allí, en un sitio solitario, existe un campo de entrenamiento. Allí es donde se prueban hombres y motores.

—Nosotros aquí —dice Chemari— y ellos con la bomba siempre a cuestas, probando velocidades, comprobando si los motores están listos para cuando digan a armarla… Y nosotros cuidando borregas…

—Los americanos son más cómodos de lo que parece. ¿Tú crees que todo eso que nos dicen de vez en cuando, los vascos por aquí, los vascos por allá, les sale de dentro? Ellos nos tienen porque les salimos baratos. Por orgullo, los vascos somos económicos. Como somos también muy duros, somos disciplinados, cosa que les conviene muchísimo. Que nadie se mueva, pues nadie se mueve. Por amor propio, los vascos somos fieles… Somos una buena adquisición para ellos, ya lo creo.

—Pero tú no eres vasco del todo.

—Como si lo fuera. Mis abuelos lo eran. ¿Tú has visto como no han podido con el ensayo que han hecho de otros pastores? El vasco aguanta más que nadie, come y duerme como si estuviera en campaña, obediente, sin jaranas, sin exigir demasiado, sin gastar tampoco demasiado… ¿Tú no crees que están abusando un poco de nosotros?

—Yo eso no lo veo. Ellos serán como sean, pero a lo que se han comprometido lo cumplen. Nosotros firmamos y por eso estamos aquí.

—Sí, pero a ellos les salimos económicos… y rentables. Los vascos somos callados, resignados, crédulos. ¿Sabes tú acaso a cómo venden ellos Ja lana, eso que llaman «el oro blanco»? Aquí en vez de pastores debían traer legionarios del África. Ya espabilarían…

Chemari está en otra cosa. De vez en cuando da un sorbo al whisky. Indudablemente Chemari está tramando algo o piensa en algo muy lejano. De rato en rato se queda mirando fijamente a Chaume. Es como si notara en él cierta capacidad de fingimiento y de doblez. Todo lo que está diciendo ahora mismo, ¿no es una tentación, una incitación al mal, algo así como irlo preparando para la rebeldía contra los amos a los que está sirviendo? Ciertamente Chaume es un ser peligroso, y si no peligroso, peligrosillo… Lo come la envidia, la ambición, las ganas de quitarse de pastor… Pero, ¿quién es perfecto? Nadie. También él está lleno de defectos. Y el defecto más grave de todos es la desconfianza Su madre se lo decía muchas veces: «Es que tú eres muy soberbio, hijo». Eso de sentirse más formal y cumplidor que los demás tiene que ser cosa mala.

—Luego, antes de irte a la guardia, si quieres nos echamos unas siete y media.

—Vale. Pero a dólar la partida.

—¿No te parece muy caro? A duro o dos duros lo más, sí.

—No vale la pena ganarte.

Después de cenar han colocado el farol en la esquina del carro y allí mismo se han puesto a barajar y a repartirse cartas.

Los rostros indican bien claramente que va ganando Chaume. Los perros a ratos contemplan la escena, a ralos también se escapan y dan vueltas por los alrededores.

Los renacuajos chillan en la charca vecina y los caballos dan fuertes pisotones en la tierra para sacudirse seguramente las moscardas.

Gritos de socorro

Cuando ya estaban a punto de dar por liquidada la partida —Chemari va perdiendo veinte pesetas— se han escuchado gritos de socorro. Han dejado todo y se han echado al camino conteniendo a Rale. El perro está apostado cerca del ganado.

Chemari ha amartillado la escopeta. Los gritos van dirigidos a ellos y son gritos en vasco.

—La voz esa me es conocida —ha dicho Chemari.

Se acerca lentamente un caballo. Chemari y Chaume no se explican nada. En el caballo vienen montadas dos personas.

—Son pastores —dice Chemari corriendo hacia ellos.

—Uno de ellos parece que venga herido —añade Chaume siguiéndole.

El viejo del 21 sostiene difícilmente en la montura a su ayudante.

—No sé cómo he podido llegar —dice el viejo.

—¿Qué le ocurre?

—Pero ¿lo han herido o qué? —pregunta Chemari.

Ayudan a bajar al muchacho. Viene desencajado.

—No sé como ha podido ser —explica el viejo—. Hace años que no ocurría un caso así.

—¿Qué pasó?

—¿Lo han atacado? —pregunta Chemari creyendo poder hilvanar acontecimientos.

—Y luego para colmo yo no entiendo ni entendí nunca el aparato. Anoche la pasó toda con lo menos cuarenta de fiebre, hasta que hoy me he decidido y me he dicho: «Sea lo que Dios quiera». Así, desde aquí será más fácil salir a la carretera y uno de vosotros incluso podrá acompañarlo al hospital de la ciudad.

El muchacho del 21 ha perdido su vigor y su chanza. Castañetea los dientes y mira receloso a todas partes.

—¿Te sientes mejor? —le pregunta el viejo.

—Por lo menos no estamos tan solos —dice.

Con mucho cuidado lo colocan en la tienda de Chemari.

—Vamos a darle una aspirina con algo caliente. ¿No os parece?

Chaume se apresta a encender el infiernillo. Todos están excitados y preocupados. El muchacho está francamente descompuesto.

—El muchacho viene mal —dice el viejo aparte.

—Ya lo vemos —contesta Chaume.

—Pero aguantará. Es joven. Lo que hay que hacer es animarlo. ¿Y qué es lo que le ha dado?

—Pues eso, la fiebre del ganado, una fiebre que deja deshecho, eso si no se lleva para adelante a uno, aunque sea un roble… Hacía muchos años que no ocurría nada parecido. Lo importante es que llegue al hospital lo más pronto posible. En Boise tienen unas medicinas que lo ponen nuevo en una semana…

—Pues habrá que llevarlo. Yo mismo saldré con él a la carretera —dice Chemari como disponiéndose a la operación.

—Lo mejor —dice el viejo— es dejarlo descansar unas horas. Y salir a la carretera de madrugada. Es la hora en que pasan los camiones. En la casa del cruce hay teléfono. No tardará en llegar la ambulancia…

—Tú —añade muy solícito Chaume— podrías aprovechar el viaje de acercarte a Tierra Baja y arreglar en la Compañía lo de nuestro traslado. Podrías hablar con Esteban y, por medio de su novia, conseguir el permiso de míster Link… ¿No te parece?

—No está mal pensado, pero aquí lo principal ahora es el enfermo —y se va a su lado.

Lo ha tapado con una manta y le va dando despacio café con leche, después de la pastilla.

Una palidez extraña, como de muerte, se ha apoderado del muchacho. Aquella blancura escalofriante resulta mucho más intensa porque está sin afeitar.

—¿Tú crees que es grave? —pregunta Chemari al viejo por lo bajo.

—Ha habido casos malignos. Todo es cuestión de cogerlos a tiempo.

—¿Sabes lo primero que pensé cuando os vi? Que os habían atacado —dice Chemari.

—¿Quién iba a atacarnos?

—¡Quién sabe! Algún vagabundo suelto de esos que emigran, o algún hombre de las cuadrillas de míster Link.

—Los hombres de míster Link, me parece a mí —replica Chaume—, tienen que ser tan honrados como nosotros.

—Es posible lo que dice el compañero —dice el viejo, apoyando a Chemari—. Ultimamente míster Link ha metido en el rancho demasiada gente extraña venida de todas partes…

El enfermo, acaso por sentirse asistido y acompañado, se va serenando y animando un poco.

—¿Sabes lo que yo creí? Que le había picado alguna serpiente venenosa o algo así —comenta Chaume.

Chemari se pone a arreglar el carro.

—¿Lo vas a llevar en el carro? —pregunta el viejo.

—Sí.

—Mejor es, mucho mejor. Podía ocurrir que lloviera y sería fatal para el muchacho…

—¿Y no te perderás por ahí? —pregunta Chaume.

—Creo que no. No querrá Dios que me pierda.

—El camino no es difícil —aclara el viejo—. Todo recto serpenteando hasta dar con la carretera. Unos cuarenta kilómetros o así…

—Entonces debo salir pronto.

—Cuanto antes mejor —dice el muchacho, que está escuchando la conversación.

Chemari llama a su perro. Chaume le echa dentro del carro las cosas imprescindibles, incluso la escopeta, y saca otras muchas que no le han de servir para nada.

—Y tú cuida al viejo. Que descanse y duerma y que coma antes de volverse al puesto —dice Chemari dirigiéndose a Chaume.

Chemari ha llamado a Rale.

—Mira por donde, a lo mejor, vas a ver la capital —le dice al perro.

El viejo está contento. La cosa va mejor de lo que él pensaba cuando venía por el camino de noche, y creyendo que no llegaba. A veces el muchacho se le doblaba como un junco.

—Varias veces creí que se me moría o que me moría yo…

—No exagere —dice Chemari—. Usted es muy fuerte.

—Y sobre todo yo creo que este muchacho se impresionó más que otros. A otros les ha pasado lo mismo y se han quedado quietos. Pero a éste le entró una impaciencia y un agobio que de poco se vuelve loco. Calculad que cuando le dio el gran arrechucho de la fiebre, ayer tarde, decía a gritos: «Llévame a mi aldea, llévame a mi aldea…» Sí, en helicóptero de esos, te voy a llevar. Eso sí, sudaba hasta traspasar la manta. En el caballo el sudor me llegaba a mí y estaba calado hasta el caballo. Yo, tan pronto lo vi temblar de aquella manera, me dije: «Tate, esta es la fiebre de las ovejas…» Mala cosa la fiebre de las ovejas. Los deja baldaos… Yo, cuando se quejaba fuerte, le decía: «No te quejes, que parece que estés balando como las ovejas» Es casi igual.

Chemari ya está listo. Los que se quedan despiden al muchacho con gran efusión y optimismo.

—Yo nunca creí que las ovejas pudieran dar fiebres —dice Chaume.

—Pues las dan, las dan. ¡Vaya si las dan! —dice el viejo.

El muchacho aprensivo y nervioso del 21 está más tranquilo desde que ha visto que su acompañante es Chemari. Tiene una instintiva confianza en él. Se le nota en los ojos.

—¿Cuándo nos vamos? —pregunta una y otra vez.

—Ya nos vamos —responde Chemari dándole ánimos.

—Pues si tú no sabes que las ovejas dan fiebres —le dice el viejo a Chaume— es que eres muy poco pastor. ¿De dónde eres?

—De Alfaro.

—¿Pero no has cuidado ovejas antes de venir aquí?

—Pues no.

—Así se explica.

Chemari echa un vistazo al carro. Todo está preparado. Incluso lleva pienso para los caballos.

Han colocado entre todos, con mucho cuidado, al enfermo. A su lado se ha puesto Rale en actitud protectora y confiada.

Antes de subirse al carro, Chemari recomienda a Chaume:

—Todo igual que si yo estuviera aquí, ¿eh?

—Claro, por supuesto, hombre —dice él con aire muy resuelto.

Chemari ha mirado con ansiedad hacia el sitio donde está su ganado y ha montado. Con gran resolución ha dado con el látigo a los caballos y ha dicho:

—Arre, valientes…

Poco a poco se han ido perdiendo, mientras el viejo del 21 comenta:

—Es un gran muchacho. Es vasco por los cuatro costados. Se le nota a la legua…

El viejo se ha tumbado en la tienda de Chemari y Chaume ha dicho:

—Voy a dar una vuelta a ver cómo se portan estas bestias…

Y ha salido.

Delirios

Por hablar con el muchacho, al cabo de un rato, Chemari le pregunta:

—Y esta fiebre de las ovejas, ¿cómo se llama?

—Yo qué sé.

—Se llamará la ovejuna o algo así. Yo recuerdo allá en España alguna vez haber oído hablar de algo parecido. Pero nunca vi nada de cerca… nunca. ¿Tú tienes novia por allá?

—Tenía, tenía… pero a los dos años de no volver, se casó.

—Peor para ella. Habrá dado con algún zopenco. A las mujeres lo mejor es dejarlas, que se las arreglen como puedan. ¿Tú crees que yo me hago ilusiones?

—Nada de ilusiones. Maribelcha, que es mi novia, cada vez escribe menos. O no sabe qué escribir. Yo lo noto.

»Uno no es tonto, tonto del todo, vamos. Parece que lo estoy viendo: entrarán al bar los zánganos de las aldeas. Y dirán, mejor dicho, le dirán: «Ese ya ni vuelve». «Ese se ha hecho yanqui o poco menos» «Ni por su madre vuelve.» ¿Los conoceré yo? Entrarán allí con cuatro copas dentro del cuerpo a perturbar a la muchacha. Ella, a lo mejor dirá alguna vez: «Vosotros lo que tenéis es envidia, porque él está allí ganando dólares». Pero ellos dirán: «A ése ya no se le ve el pelo por aquí en tres siglos.» Los conozco como si los hubiera parido. «Tú espéralo y ya verás cuando vuelva como tienes el pelo blanco».

»Y la Maribelcha aguantando. Ella, que cree en mí, se reirá y los dejará hablar. Ella les seguirá la broma. Ella sabe que yo soy de los que no fallan. Peores que las moscas, peores que los tábanos son esos. Claro que a ella todo esto la pondrá triste y nunca podrá figurarse lo que uno está pasando aquí por llegar un día y decir nada más bajar del coche de línea: “Maribelcha vamos a hablar con el cura…”

Es una especie de droga la que domina a Chemari. Al mismo tiempo que distrae al muchacho, se desahoga él. Así hace tiempo.

Ya llevan una hora de camino. Ni un alma. La luna, una media luna blanquísima, hace juego con las dunas que van saltando.

—¿Vas bien?

—Voy bien. ¿Cuánto falta?

—Ya falta menos…

Ahora es el enfermo el que comienza su retahíla de confidencias:

—Tenía que ser yo, yo entre todos, el que cogiera una cosa así. ¿Y cómo pudo ser? Las ovejas, muy melosas, muy cariñosas, son como las mujeres, más bien falsas. Uno tenía que pagarlo. Por eso lo mejor es no cuidar de ellas, dejarlas que las parta un rayo. A esos no les pasa nunca nada. Y cobran lo mismo. ¿No digo verdad?

—Nuestro deber es cuidar las ovejas.

—Pero ya ves cómo las ovejas te devuelven el favor. Te devuelven una enfermedad que ya veremos si tiene cura.

—Todo tiene cura.

—Tú de esto no sabes nada. Acabas de llegar.

—En Estados Unidos están muy adelantados.

—¿Se han preocupado los Estados Unidos de las enfermedades que pegan las ovejas? Ellos no se preocupan de este oficio. Este oficio es de locos rematados. ¿No estaríamos mejor en nuestros pueblos, comiendo acelgas y patatas? De las ovejas no se preocupa más que la Compañía y ni siquiera por la carne. Fíjate lo que te digo: ni siquiera les interesa la carne. ¿Qué digo la carne? Ni siquiera les interesa la piel. Lo que le importa a la Compañía sobre todo es la lana. Y por la lana estamos nosotros aquí, pobres desgraciados…

—Calla, no hables.

—Pero ¿tengo razón o no?

—En parte no tienes razón.

—Tú también estás de parte de la Compañía, ¡claro! Tienes al primo en las oficinas, estas haciendo méritos, dentro de unos meses si has visto a las ovejas ni te acuerdas.

—Estás equivocado. Yo seguiré en el monte como el primero, mejor dicho, como el último pastor que llegue de nuestra tierra.

—Eso se dice muy pronto.

—Tú y yo ya verás cómo somos buenos amigos. Y no solamente aquí, sino cuando volvamos allá.

—Tú me dices eso porque sabes que estoy mal, por consolarme.

—¿Tú estás mal? No me hagas reír. Tú ahora te pasas quince días en la capital y te sentarán como a las rosas. Yo mismo se lo diré a mi primo. Para eso sí que sirvo yo…

En varios puntos han visto hogueras. Son familias que van hacia el Norte, peones que buscan trabajo, campesinos que huyen de la sequía.

De improviso al pastor del 21 le ha dado por vomitar. Se retuerce de dolores.

—Para, no sigas. Me muero.

—No digas tonterías —y Chemari cada vez que se lo oye decir sacude leña a los caballos y aprieta la marcha.

—Si me he de morir, prefiero morirme aquí, en el campo. No quiero ser enterrado en una de estas ciudades, con gentes que no conozco…

—Tú deliras.

—Tú sabes que nosotros, los vascos, tenemos nuestra ley. Muchas de estas gentes ni siquiera son cristianas.

—Aquí también hay cristianos.

—Prométeme que no me tocará nadie más que los de nuestra raza…

—Anda, duerme un poco y no seas niño. Ya estarnos Llegando.

—No veo yo que estemos llegando. ¿No nos habremos perdido?

—No nos hemos perdido.

—¿Y cómo sabes tú que no nos hemos perdido?

—Lo sé.

—Lo sabes, lo sabes.

El camino se les va haciendo muy largo, pero más largo que al enfermo se le va haciendo a Chemari.

Los caballos no pueden tirar más. El carro traquetea entre los pedregales y la arena de las colinas. Parece un viaje de pesadilla. De rato en rato, el joven pastor tocado por la fiebre dañina de las ovejas grita entre convulsiones y sudores:

—Para, para ya. Te digo que prefiero morir aquí.

—Si no fuera porque tienes fiebre te pegaba un sopapo que te dejaba K.O.

Al amanecer han divisado a lo lejos la carretera. Chemari ha respirado y mirando al cielo ha dicho:

—Gracias, Dios mío.

Ya estaba harto de parar a darle agua, a cubrirlo porque sentía frío. Ya estaba harto de decirle que se callara y se durmiera. Ha habido momentos en que a Chemari le había parecido transportar a un agonizante, casi a un cadáver.

Pero al llegar a la carretera se ha encontrado con algo con lo que no contaba. Allí no había señal alguna. Es más, se ha encontrado con un cruce absurdo de carreteras, un cruce que no reconoce en absoluto.

En medio de la carretera, Chemari no sabe en qué dirección ha de dirigirse. Y es Rale el que, como adivinando la tortura de su amo y los sufrimientos del enfermo, se pone a ladrar delante de los caballos.

—Arre, arre —grita Chemari.

Chemari va pensando en hacer alguna promesa o un voto con tal de salvar a su compañero. No puede morírsele en el camino. La fiebre le va aumentando por minutos. El pastor del 21, en pleno delirio, se ha querido tirar varias veces del carro. Chilla como un energúmeno:

—¡Te has equivocado de carretera! Estamos perdidos.

Por fin Chemari ha divisado una casilla de madera.

Chemari parece recordarla.

Detiene el carro y corre hacia ella como un loco.

Al llegar a la puerta comienza a dar golpes y gritos.

No hay nadie.

Chemari, recostado en la puerta, llora amargamente. Mientras tanto el carro permanece parado en medio de la carretera. Se oyen los lamentos y quejas del enfermo. El perro va y viene ladrando.

Una luz

En esto, ha visto surgir una lucecilla en la carretera. Es una luz lejana pero que se va acercando.

Rale, páralos —ha dicho al perro con voz casi patética.

El perro ha cumplido como los buenos. Se ha puesto en medio de la carretera a riesgo de ser arrollado.

Es un coche de las fuerzas aéreas. El perro se echa encima del capot y Chemari se vuelca en la ventanilla.

No le entienden. Pero no tienen más remedio que bajar del coche. Cuando se asoman al carro, ven de lo que se trata. Entre los tres cargan con el enfermo y lo acomodan en el coche.

Cuando tratan de largarse con el enfermo, Chemari se pone delante. El tiene que acompañar al pastor joven. Pero en aquel momento Chemari se da cuenta de que tendrá que dejar abandonado el carro. ¿Y qué hacer con el perro?

Chemari coge al perro y, hablándole al oído, como si pudiera entenderle, le advierte:

—Tú cuidas de todo esto. No tengo más remedio que irme.

Rale, muy percatado de su oficio, se queda en el carro.

El coche de los aviadores parte Los aviadores ya han comprendido de lo que se trata. Chemari y el enfermo no repiten más que una palabra:

—Boise… Boise… Boise…

Los aviadores hacen gestos para demostrar que ya saben lo que ocurre. El coche va a más de cien, a pesar de que la carretera no es del todo buena. De vez en cuando los aviadores se miran. Es como si temieran que el enfermo pudiera morirse en el trayecto. Al mismo tiempo parece que van molestos por el olor que inevitablemente despiden los ovejeros. El enfermo va recostado en Chemari y de vez en cuando pregunta:

—¿Hemos llegado ya?

Al llegar a la altura del campo de aviación uno de los pilotos se ha bajado del coche, con una cartera en la mano, y ha montado en otro coche que venía de la ciudad.

Al llegar a Boise Chemari ha querido indicar al piloto conductor que los llevara a la Compañía de los Pastores, pero el piloto se ha dirigido directamente al hospital.

Una vez allí la presencia de Chemari apenas ha importado, poco ni mucho, a los médicos. Los enfermeros han venido con una ambulancia y se han llevado al pastor del 21. Chemari, por otra parte, no ha podido explicar nada. Se ha quedado en la puerta maldiciéndose a sí mismo por tonto y absurdo. Con cuantas personas ha querido hablar se ha encontrado con que, a pesar de mostrarse muy amables con él, lo han dejado a un lado como un trasto inútil. Prácticamente lo que le dicen es que está estorbando.

Poco a poco se encamina hacia la Compañía, cuyas Oficinas no sabe dónde están. Camina hacia la capital creyendo que le será fácil dar con las Oficinas.

Se va diciendo: ¿No será todavía demasiado temprano?

Sin embargo, dan las diez y todavía no ha dado con las Oficinas. Ahora le parece que en Boise hay más vegetación que la otra vez que paseó por sus calles.

Ve parques, jardines y árboles por doquier. Llega a dudar de que aquella sea la ciudad de Boise, a donde él vino con los demás y en donde, en una noche de juerga, desmontaron dos estatuas de sus pedestales.

Hola, paisa

Andando, andando por las calles, se ha encontrado con que al cruzar un paso de peatones, le ha caído un manotazo en la espalda:

—Hola, paisa…

Indiscutiblemente era un compatriota. Era, en efecto, un vasco. Y rápidamente el vasco ha comenzado a hablarle en vascuence. Chemari le ha explicado lo que le pasa.

—Vamos, hombre, no te desanimes. Eso se arregla en seguida.

A dos pasos tan solo de donde están parados se encuentra el restaurante «Maite», que viene a ser el cuartel de los vascos en el Oeste americano.

Allí se dirigen dándose palmadas y empujones.

—¿Qué le pasará a mi amigo?

—Ya verás cómo no le pasa nada.

Tan pronto llegan al hostal, el vasco —que se llama Josechu Eguilaz Urbistondo— coge el teléfono y llama a las oficinas de la Compañía.

—Ya están enterados. Han llamado allí desde el Hospital. El muchacho está bien…

—Dile a mi primo Esteban que se ponga.

El vasco intermediario espera al aparato.

—También es mala pata chico. Dicen que está en San Francisco. Se fue ayer por la tarde con uno de los jefes… en avión… Dicen que viene pasado mañana…

Luego al colgar el aparato le dice expresamente:

—Tienes que aprender inglés.

—¿Inglés yo?

Luego vienen los vascos dueños del hostal.

—Mira, aquí está el primo de Esteban.

—¿Este es el que está por ahí por los pantanos?

—Ha venido a traer a su compañero que ha cogido las fiebres.

—No, el del puesto de al lado.

Chemari tiene que explicarlo todo varias veces. Pero está encantado. Está hablando en una hora más vasco que en todos los meses que lleva en el monte.

—Parece que fue ayer cuando pasaron ustedes —dice una de las mujeres vascas del hostal.

—Pues ya hace diez meses largos.

—Yo esperaba que usted bajaría acá para San Ignacio, que es una fiesta fenomenal.

Y Sí, eso quería mi primo Esteban también. Pero yo no he querido abandonar el ganado.

—¿Y qué tal el ganado? —pregunta uno de los vascos viejos.

—Mal, mal —dice lacónicamente Chemari.

—¿La sequía?

—La sequía. Yo no sé qué va a pasar allí si no llueve.

—¿Por qué no os corréis de sitio?

—Nos vamos a correr, pero de otra manera… Para corrernos tendríamos que cruzar la finca del suegro de mi primo.

—¿De míster Link?

—El mismo. Y parece ser que eso no es posible. No sea que le tronchemos los pepinillos y los rabanitos que debe de tener plantados…

Todos ríen, pero a la vez parece que conservan cierto respeto o temor por el nombre de míster Link. Chemari, se hable de lo que se hable, al rato siempre vuelve a la misma pregunta:

—¿Y qué será del compañero del 21?

—No te preocupes. Ahí lo curan en seguida.

—A los tres días de inyecciones ya está limpio del todo.

—¿Y qué será del vejete del 21? —pregunta también.

—Por aquél no te apures. Aquél bien se defiende.

Sin poderlo evitar, Chemari está pensando en Chaume. ¿Cómo se las arreglará?

Le traen un desayuno formidable: huevos fritos con chorizo y magro, queso, miel, mermelada, pasteles.

—Pero ¿qué fiesta es hoy? —pregunta alarmado.

—Nada, hombre, tú come. Lo teníamos guardado desde las fiestas… Tráele vino tinto, del de allá —dice el vasco a la mujer—. Hay que celebrar la llegada del muchacho. Debió de pasarlas mal con el enfermo por esos caminos.

—No las pasé bien, no. Quería quedarse allá.

—Es una fiebre muy mala. Es como si se emborracharan. A todos les da por hacer cosas raras.

Chemari come como una fiera. De vez en cuando dice:

—¡Pues sí que la he hecho yo buena! Supongo que me dejarán entrar en el hospital antes de irme.

—No creo. Cuando tienen fiebres de esas no quieren que los visite nadie.

—Y luego, la mala suerte de que mi primo esté fuera.

—Espéralo.

—Dicen que no viene hasta pasado mañana.

—¿Y por qué no has de poder quedarte tres días, si en diez meses no has faltado ni un solo día? El otro compañero también es joven y se las entenderá bien con las ovejas.

Sin embargo, a Chemari no le tienta la idea de quedarse. Es decir, le tienta, pero está como obseso por la idea de su rebaño, los pastos, las aguas, los hombres de míster Link, el propio Chaume. Es como si presintiera cualquier peligro. Aunque no tiene fundamento en sus preocupaciones algo le tira hacia su puesto.

—Pero, anda —dice de repente—, ¡si me dejé el carro y el caballo en la carretera! —y se pone de pie a medio comer…

Todos ríen. Chemari explica una y otra vez que él se dejó el carro y el perro en la carretera. Todos tienden a calmarle.

—Aquí en este país no ocurre nada nunca… —dice uno de los viejos.

—Estarán allí como los dejaste —añade otro.

—Pero debe avisar a la Compañía —agrega la mujer.

El vasco dueño del hostal ha llamado a la Compañía. Al rato viene diciendo:

—La Compañía dice que llamará por teléfono a un rancho cercano para que se acerquen a echar un vistazo a los animales y que después de comer saldrá un camión para allá. A las seis de la tarde puedes estar allí… Conque aprovéchate de la ciudad. Come, come todo lo que quieras. Y luego sales a las tiendas por si quieres comprarte algo.

—Si ni siquiera me he traído la libreta de los ahorros.

—No hace falta. Aquí tienes crédito.

—La misma Compañía te dará lo que le pidas…

—Pero, ¿qué voy a comprarme si no tengo necesidad de nada?

Chemari ha pedido varias postales y un bolígrafo. No estará de más que su madre y su hermana sepan cómo es la ciudad de los pastores. Luego creerán allí que los pastores lo están pasando en grande. También una carta a Maribelcha con alguna foto dentro.

—¿Me dará tiempo a hacerme una fotografía de esas de los carnets? —pregunta.

—Y veinte.

—Y no solamente fotos de esas pequeñas. Y fotos grandes y buenas. Aquí mismo en esta calle…

Chemari saldrá con uno de los paisas del hostal, más el vasco de la oficina que va a salir con el camión después de comer. Van a echar un vistazo a Boise.

Chemari ya está impaciente. Cuanto antes salga, mejor.

Salen a la calle. Y Chemari va distraído mientras le van dando explicaciones.

—Aquí —dice el vasco del hostal— había un comercio fabuloso y no ha quedado ni piedra. Un incendio lo destruyó en pocas horas. El dueño era judío. Hay quien dice que él mismo lo hizo arder porque lo tenía bien asegurado. Esa es la capilla nuestra. Dentro hay un San Ignacio precioso. Aquí es donde se casan los vascos que se casan aquí.

—¿Pero, hay vascos que se casen aquí? —pregunta Chemari.

—Por lo que dicen, dentro de dos o tres meses se casará tu primo Esteban.

—No me ha dicho nada.

—Querrá darte la sorpresa —le responden.

Chemari se saca la foto y tan pronto la tiene la mete en un sobre después de escribir detrás unas frases muy pensadas. Se acercan a Correos y echan la carta en el buzón. Al echarla, Chemari dice:

—Para España, y dentro de España aquel pueblecito que hay al lado del Bidasoa… Cuando me vea, va a creer que he dejado lo de pastor y que me han contratado para hacer películas. ¡Si nos vieran allá con esta facha!

La comida ha sido descomunal. Todos se han creído en la obligación de invitar y agasajar a Chemari. Le han hecho tomarse primero cuatro o cinco aperitivos con whisky. Luego le han servido paella con trozos de lomo y pollo, guisantes, pimientos, judías.

Se discute sobre la paella. Aunque haya allí de todo lo que lleva una paella, la paella sólo se hace bien en España y dentro de España en Valencia. Hay quien no está conforme. La de Alicante no tiene nada que envidiar a la de Valencia y la de Barcelona es también estupenda. Cada uno va recordando las buenas paellas que ha tomado en su vida.

A media comida Chemari se emperra en que llamen al hospital para saber noticias del compañero. La enfermera les responde que el pastor ingresado esa misma mañana está perfectamente y que ya la Compañía tiene noticias de su estado.

—¿Y no me dejarán verlo antes de salir?

—No insistas —le responden—. Aquí las cosas funcionan como funcionan.

—Al muchacho no le faltará nada.

—Dentro de unos días estará hecho un brazo de mar. Estas fiebres pasan en seguida.

—Pasan en seguida cuando no se complican.

—El muchacho es fuerte y tiene buena salud.

Inmediatamente después de la comida se ha presentado el camión de la Compañía. Apenas le ha dado tiempo a Chemari a tomarse un café doble y una copa de coñac, de coñac del auténtico, del que vale una copa en Boise tanto como una botella en España.

Los del hostal le han puesto una bolsa para el viaje.

—Decidle a Esteban que es un sinvergüenza. Ni siquiera me ha contestado a lo de subir el ganado más arriba, a las franjas verdes de las estribaciones de la sierra.

—Pero aquello debe de ser muy frío para las ovejas.

—Mejor será eso de que se me mueran de sed o de enfermedades. Decidle de mi parte que me diga, aunque sea por el aparato ése, que puedo remontarme con las ovejas. Si es necesario que hable él con su suegro. ¿Lo haréis?

—No te preocupes, muchacho.

—Se hará como tú dices.

Salen pitando. En varios cruces han tenido que pararse ante la avalancha de coches.

Al llegar al campo de aviación están despegando en fila unos aviones muy raros. Parecen lapiceros volantes más que aviones. Salen verticales y en seguida se pierden entre las nubes.

La radio del coche está recogiendo instrucciones de la Compañía para los pastores. El parte meteorológico sigue igual, pero en algunas zonas se predicen lluvias inminentes.

Chemari va de buen humor. Ha sacado de su bolsillo la armónica y se ha puesto a tocar. El acompañante canta a trechos. Se ve que ya ha perdido bastante de su lengua vasca. Es un vasco casi en plena fase de aclimatación.

Al cabo de un rato, en un momento de silencio, el conductor ha dicho:

—Han dicho por ahí, dos que vinieron hace poco de allá, que la Falange va a ser suprimida en España.

—Qué más da.

—Han dicho también que hay huelgas.

—No está mal. Que arreglen las cosas, y cuando estén arregladas, nos presentamos allá nosotros. Eso será lo mejor.

—Dicen también que va a venir el rey.

—Que venga el rey o Roque, es lo mismo. Lo que interesa es que haya pan y trabajo.

Varios campesinos o peones han tendido la mano al camión pidiendo auto stop. El conductor se ha negado. Como ha notado que el deseo de Chemari hubiera sido montarlos, le ha dicho.

—La Compañía nos tiene prohibido montar a nadie que no sea del servicio nuestro.

—Pues si me llegan a hacer eso a mí los aviadores todavía estaría el del veintiuno en el cruce de la carretera, probablemente más muerto que vivo.

—Las órdenes son las órdenes.

—Claro, claro, ya comprendo.

El conductor ofrece un cigarro a Chemari. Han llegado a una casilla en cuya puerta hay dos camiones parados y un coche. El conductor baja.

—Es un momento —dice.

No tarda ni cinco minutos.

—No te preocupes. El carro y los animales están bien.

—Pero, ¿has hablado por teléfono?

—Sí.

—No es posible. Si allá para hablar de Bilbao a San Sebastián se tarda un día entero…

—Este país funciona, amigo.

—Este país es muy rico.

—Es muy rico y muy trabajador.

—Algo de eso también hay.

—Y además aquí no hay castas. Aquí cada uno es cada uno y todos son iguales, el que tiene más como el que tiene menos.

—Pero míster Link no es igual que cualquier otro vecino del Estado, ni siquiera igual que cualquier otro ranchero que no sea míster Link.

—Míster Link es un caso aparte. Míster Link ha creado mucha riqueza, ha creado agricultura, ganadería, hasta industria, en una región en donde no existía nada de eso…

—Y por eso tiene derecho a que sus ovejas estén bien orondas y las mías muertas de hambre.

—Más interés que tú en las ovejas tiene que tener la Compañía, me parece a mí. Tú espera a ver qué decide la Compañía.

—¿Qué es lo que estoy haciendo, sino esperar? Si por mí fuera ya habría brincado por encima de míster Link y de toda su parentela.

—¿Por encima de tu primo también?

—Por encima de mi primo también, si era necesario.

Ya están llegando al cruce.

El carro no está en el cruce. Está un poco más arriba, al lado de un edificio plano, semiabandonado, que es gasolinera y tienda. Al acercarse al carro Chemari ha podido ver cómo el perro permanecía encima de las varas vigilante, leal, inatacable. Tan pronto ha olido y ha escuchado la voz de su amo, ha saltado loco de alegría.

Al cuidado del carro hay un muchacho de una granja vecina. El conductor, al acercarse a él, le ha dado un billete doblado.

Antes de despedirse Chemari y el conductor han decidido fumarse un cigarrillo y tomar algo en la destartalada cantina. El conductor no ha dejado pagar a Chemari.

Tan pronto el conductor se ha convencido de que Chemari, montando en el carro, torcía hacia su puesto, el coche ha tomado la dirección de Boise a todo gas.

Chemari va abrazando al perro. Va extenuado. Es como si el perro dirigiera la marcha. Avanzaban dando trompicones entre piedras y glebas arcillosas y resecas.

Chemari se va durmiendo. Se deja llevar. Tiene un perro que vale por hombre y medio, por lo menos.

Chemari se ha dormido. Duerme profundamente.

Todo fue bien, gracias a Dios. ¿Había prometido algo? Si lo había prometido tenía que cumplirlo, fuera lo que fuera. Este ha sido su último pensamiento antes de dormirse.

El carro traquetea por las bajadas y subidas de los ríos secos. Todo parece normal, excepto unas nubes tormentosas y amenazadoras que se levantan por todas partes.

¿Irá a llover? Los caballos y el perro, como percatados de algún peligro, van a todo tren. Pero ni los tumbos más temerarios logran despertar a Chemari.

Ni siquiera al llegar al puesto se ha despertado Chemari. Ha sido el perro quien lo ha sacudido con sus patas y sus ladridos. Chemari ha puesto una cara de extrañeza enorme al encontrarse en el puesto. Ha mirado hacia todas partes intentando descubrir a Chaume. Pero ni Chaume ni su perro están a la vista. Pacientemente Chemari se pone a desenganchar los caballos, a darles agua y pienso.

—Os lo habéis merecido —les dice mientras los acaricia.

Rale va y viene desasosegado por los alrededores del puesto. Su compañero no aparece.

Tan pronto Chemari ha terminado de ordenar todo lo del puesto, se ha dirigido andando al sitio donde pacen las ovejas. Está atardeciendo. Allí sólo se han encontrado al perro. El perro de Chaume da vueltas al ganado, custodiándolo. De vez en cuando, mirando a la lejanía lanza unos ladridos lúgubres, amedrentadores. Rale olfatea por aquí y por allá y juega con su compañero para celebrar el encuentro.

Chemari, sentado encima de un gran bloque de piedra amarillenta, espera. Saca la cajetilla y enciende un cigarro. Luego se tumba cara al cielo contemplando el paso de las nubes. Las nubes, se dice, siempre son pronóstico de algo bueno para el pastor. Echa hacia el cielo el humo de su cigarrillo. Al parecer Chemari está feliz, orgulloso de sí mismo. La operación del muchacho concluyó bien. Mucho peor pudo haber concluido. Está deseando que aparezca Chaume. Tienen que hablar despacio…

Extraño misterio

Ha pasado media hora y Chemari ha permanecido tumbado, completamente tranquilo. Chaume bien puede haber ido a dar una vuelta por las cercanas colmas tratando de apuntarse el tanto de haber descubierto algún tajo de buenos pastos, o, si no buenos del todo, al menos mejores que los que tienen actualmente.

Al hundirse el sol y comenzar a refulgir las primeras estrellas Chemari ha empezado a inquietarse. Primero se ha puesto de pie andando de un lado para otro y mirando el reloj. Luego ha silbado fuertemente en dirección a los cuatro puntos cardinales.

Pasa el tiempo y Chaume no aparece por ninguna parte. Chemari va y viene dos o tres veces al sitio del carro y de las tiendas. No hay ni la menor señal de que Chaume haya comido allí.

Lo primero que piensa, creyendo estar en lo cierto, es que el viejo del 21 se ha puesto enfermo y que Chaume no ha tenido más remedio que salir arreando hacia la carretera.

Pero siendo así lo más lógico era que se hubiera tropezado con él.

Va pasando el tiempo. Chemari está descompuesto. Nunca se ha visto en tal estado de agitación.

Se echa en su tienda y espera, diciendo:

—Si pasa media hora más y no aparece, entonces ya veremos lo que hago…

Ha puesto música en el transistor y a los pocos segundos ha cerrado. El perro de Chaume sigue ladrando junto a las ovejas. Es el propio perro de Chaume quien acusa su ausencia.

Chemari va tomando conciencia de que algo misterioso y extraño le rodea. Entonces coge el revólver y se decide a abandonar el puesto. No sabe adónde dirigirse. Desandar el camino que ha recorrido viniendo desde la carretera le parece absurdo. Tira hacia el monte, camino de los barrancos que llevan a la finca de míster Link. Aquel es también el camino que conduce al cruce que es preciso tomar para llegar hasta el puesto del viejo.

Chemari avanza sigiloso, pulsándolo todo. Rale va a su lado. De pronto piensa que le está dando excesiva importancia a algo que seguramente no la tiene y se sienta en una piedra. El perro va y viene sabiendo que su oficio en aquel momento es no ladrar.

Hay instantes en que Chemari, acechando todo rumor que surge de detrás de los arbustos o de las piedras, siente miedo, auténtico miedo.

También decían que allí no ocurría nada nunca. Y un pastor llegó con cuarenta de fiebre temblando como un arbolillo recién plantado. Posiblemente allí donde estaban acampados podían ocurrir cosas peores. Por lo pronto estaban ya algunas semanas sosteniendo el ganado a base de piensos y forraje.

Siguió caminando. ¿Y para qué caminaba? La mejor sería volverse al puesto. Pero de todos modos continuó andando. La luna era perfecta y no hacía falta manejar la linterna.

De repente un rayo cegador le ha inundado. ¿Por qué en la desaparición de Chaume no han de tener algo que ver aquel tiarrón de la camisa a cuadros y aquel pálido de la camisa caqui que él se encontró en su camino?

Este pensamiento le ha hecho sentirse más atrevido. Irá, si es menester, al rancho de míster Link a pedir socorro. Míster Link debe de tener teléfono. Indiscutiblemente aquellos dos hombres de míster Link pertenecen a un mundo turbio y sucio. Todavía le parece estar escuchando sus carcajadas. Se habían reído de él y habían abusado de él en un país donde a todas horas se dice que todos son iguales en todo. Chemari va caminando cada vez más de prisa. Sube y baja laderas y colinas con un ímpetu desacostumbrado. Chemari parece poseso de una fuerza extraña. Más que del revólver fía de su perro.

Se sienta en unas peñas dispuesto a regresar. Seguir adelante sería una imprudencia. Lo que sea tiene que esperar a saberlo al día siguiente. Su puesto ahora está junto a las ovejas.

—¿Qué debemos hacer? —ha preguntado a Rale.

Pero el perro ha continuado hacia adelante ahora como si estuviera en el secreto de algo que Chemari no puede ni imaginarse siquiera. Chemari ha cobrado nuevos bríos y ha proseguido la marcha, escalando los pasadizos que llevan a la cumbre que domina el extenso valle propiedad de míster Link.

Pero en vez de ir por el camino abierto entre las rocas, ha tomado un atajo ¿Y si Chaume está corriendo algún peligro? Bajará, si es preciso, saltando las barreras que haya que saltar, al rancho de míster Link y denunciará el caso. Algo anormal está ocurriendo en su puesto y nadie más que él está en la obligación de denunciarlo. En el rancho de míster Link por lo menos hay teléfono.

Sin embargo, no quiere precipitarse. A medida que se acerca al desfiladero va andando más despacio. Para alejar de sí los pensamientos torvos y nefastos, le dice a Rale:

—Habrá que ver dónde un servidor tiene ya la paella que se jaló este mediodía…

El perro ha comenzado a darle con la pata en la pierna, como invitándole a que se fije en algo.

Al instante Chemari ha podido escuchar perfectamente el bostezo de un caballo. Entonces se acerca con toda precaución al saliente del montículo.

Efectivamente, abajo conversan o discuten tres bultos. Hay dos caballos sujetos de las bridas por sus amos. Chemari de tanta atención como quiere poner ni escucha ni ve. Pero poco a poco ha ido esclareciendo el misterio de esta extraña cita.

Uno de ellos es Chaume. Y no está en ningún peligro. Los tres personajes están fumando tranquilamente un cigarro.

La primera reacción de Chemari ha sido darle un grito. Decirle por ejemplo: «No son horas de citas cuando tienes el ganado abandonado…» Pero lo ha pensado mejor. Algo oscuro, enigmático, acaso siniestro, se esconde detrás de todo aquello.

Los personajes siguen conversando. Ahora Chemari va comprendiendo. Primero por adivinación, y después por comprobación, estudiando las figuras y los gestos, Chemari sabe ya quienes son los camaradas de Chaume. Desde luego aquella reunión no tiene nada que ver con el vejete del 21. Uno de ellos indudablemente es el tiarrón valentudo y grosero de la camisa a cuadros, el mismo que le había impedido a él seguir avanzando en las lindes del terreno de míster Link. ¿Qué puede tener Chaume de común con este bestia? Le prohibirá rigurosamente el trato con él.

Chemari, advirtiendo al perro de que no haga ruido, se ha deslizado por la pendiente hasta llegar a un rellano abierto en la misma roca. Y entonces ha podido convencerse —debió figurárselo antes— de que el tercero de la reunión es el canijo y pálido de la camisa militar. Pero lo que no había supuesto nunca es que aquel tipejo, que incluso había amenazado a su perro, hablara español. Aunque no podía cazar más que palabras sueltas era evidente que hablaba castellano, aunque con ese acento propio de los mejicanos de las películas. El que llevaba la voz cantante en todo era el alto y gordo, que tiene una voz ronca como de borrachuzo…

Están discutiendo sobre algo que Chaume se niega a tomar o a decir. Pero Chemari no logra enterarse de lo que se trata. En un momento determinado el pequeño ha dicho al vaquero grande:

—Dice que no, que eso no…

Algo le ha dicho el americano, algo muy tajante. El pequeño traduce:

—Dice que empiezas a rajarte muy pronto…

Chaume niega con la cabeza y añade algo por lo bajo. El pequeño vuelve a su oficio de intérprete.

—Dice que es muy pronto, que hay que dejar pasar tiempo.

El grandullón no quiere saber nada de esto. Sea lo que sea de lo que estén traficando, el grandullón quiere que sea la semana próxima lo más tarde. Así lo repite una y otra vez el pequeñajo.

El muchacho responderá

Ante el disgusto y mal humor del peón altote de míster Link, el pequeño insiste de modo conciliador:

—El muchacho responde, el muchacho responderá…

El alto no se contenta con estas palabras. Exige algo más. El pequeño interviene de nuevo, ahora más explícito:

—Responderá, pero tiene miedo —y de nuevo el grandullón protesta.

Chemari está mudo de asombro, con un temblor en las piernas. ¿Qué podrá ser, qué clase de negocio se trae Chaume con aquella gentuza, si hasta ahora nunca le había dicho ni que los conociera? ¿Será que por hacer méritos ha ido a hablar con los peones de míster Link, para que le franqueen el paso del ganado hacia el Norte? ¿Cómo se ha atrevido a hacerlo sin consultar con él, que es su jefe? Chemari está irritado. Sea lo que sea, aunque sea una cosa buena.

Chaume va a saber quién es él. Y mientras tanto las ovejas solas y a su antojo.

Hay momentos en que los tres reunidos bajan la voz inexplicablemente y lo que hablan lo hablan muy bajo, como temiendo encontrar eco en los altos paredones de la montaña.

Ahora han encendido otro cigarro los tres. Se escucha una carcajada bronca del caporal de míster Link. También los otros ríen. El mejicanillo ha pronunciado la palabra plata Incluso a Chemari le ha parecido en un momento escuchar su nombre.

Pero, Chaume, ¿es que es bobo? ¿No se da cuenta de que aquellos individuos por fuerza tienen que ser enemigos, como ya lo han demostrado?

Lo que le pasa a Chaume es que es un infeliz. Un infeliz y un ambicioso. No le gusta, no termina de gustarle Chaume. Siempre se lo ha dicho a sí mismo.

Probablemente, este desgraciado, piensa Chemari, querrá entrar al servicio de míster Link. ¡Como si eso fuera posible! Donde ve campo para ganar mucho y pronto, allá va.

Se están despidiendo. Algo muy significativo le dice a Chaume el mejicano de parte del que hace de jefe. Lo que le dice es:

—Dice que ya sabes el camino.

—Ya lo sé —contesta Chaume.

Habla el alto en tono persuasivo.

—Que cuando cambies de manera de pensar que vayas a buscarnos.

Chaume dice afirmativamente con la cabeza que ya está enterado.

El alto y el pequeño se disponen a partir. Ya han cogido los caballos. Pero ahora es Chaume el que en tono de ruego se dirige al mejicano para que le haga saber al otro algo importante. De nuevo instintivamente ha bajado la voz, Chemari no ha podido enterarse de nada. Y poco a poco se ha ido alejando. Ha creído mejor ganar tiempo para volver al puesto. Chaume no debe sospechar que él está enterado de esta inconcebible cita. Sea para lo que sea, Chaume, de hoy en adelante, será vigilado de noche y de día.

Diálogo monstruoso

Ahora es Chaume el que habla al mejicano con voz confidencial:

—Mi compañero es un poco bruto y un poco tonto, pero no tanto…

El grandote se carcajea al escuchar la traducción.

Chaume prosigue:

—Hay que obrar con calma.

—Claro, claro —dice el mejicano.

—Hay que tener paciencia, un poco de paciencia…

—Clarito, clarito… —replica el mejicano.

—Yo sé cómo hacer las cosas —dice Chaume.

A lo que el mejicano agrega:

—Aquí el compañero tiene confianza en ti. Desde el momento en que te vio por primera vez, antes de conocerte, que dijo: «Ese sirve…»

—Hay que hacerlo todo, pero poco a poco y sin que levantemos la liebre. Chemari sería capaz de matarme… Es uno de esos vascos con la cabeza más dura que una piedra…

Cuando el mejicano le explica esto a su caporal, éste comenta:

—¡Ah!, ¿sí? ¿Conque es fuerte y duro el vasco ése? Ya lo veremos si llega la ocasión.

El mejicano añade por su cuenta:

—Yo no veo que sea tanto el delito. Las ovejas, de todos modos se le van a morir. Es preferible cotizarlas a tiempo… ¿Va a venir la Compañía a ver si en vez de una han muerto diez o veinte? Todas, toditas las ovejas irán cayendo en el saco. ¿Qué importa, pues, compadre, que desaparezcan de un modo o de otro? Además, una cosita, mi amigo: que míster Link nunca olvida nada de lo que se hace por él…

—Pero míster Link, ¿está enterado del asunto? —ha preguntado Chaume.

—Míster Link es el amo de todo… —ha dicho por toda respuesta.

El pequeño mejicano es tipo achaparrado, con dientecillos claros y un poco podridos. Tiene el pelo como betunoso y ensortijado. Su nariz es pequeña, con dos agujeros que casi se levantan hacia arriba, y las orejas grandes y caídas como si fueran de chancho. Al hablar se pasa los dedos continuamente por los ralos pelillos del bigote.

Aun tratando de cosas serias, el mejicano siempre parece ser que esté intentando hacer gracia. Parece que se ha propuesto, antes que nada, entretener y divertir al grandullón americano que de cerca tiene cara de infeliz y de bárbaro a un tiempo. Se ve que el caporal vive de la fama que tiene de bravucón y pendenciero. Al mismo Chaume lo está mirando con ojos de burla y de desprecio.

Chaume ha recibido un sobre doblado y ha salido andando. Los otros dos se han perdido en el circuito de dunas que rodean el barranco. Chaume camina despacio, caviloso, preocupado. Es como si llevara encima el peso de un gran remordimiento.

Es preciso tornarle la delantera

Chemari —que se ha perdido el último diálogo— corre como un gamo. Tanto, que Rale tiene que ir a su lado estirado como si fuera a apresar un conejo. A toda costa tiene que llegar al puesto antes de que aparezca Chaume.

Va jadeando, mientras sube y baja los altozanos. Sin embargo, mientras salta y trepa no deja de preguntarse:

«¿Qué será lo mejor, pedirle una explicación nada más llegar, o esperar vigilándolo hasta ver en qué para todo este lío?»

A veces se dice que la solución tiene que ser terminante. Nada más llegar lo someterá a un interrogatorio. No podrá negar. ¿No podrá negar? ¿Qué es lo que no podrá negar? A ciencia cierta, él sólo sabe que Chaume ha dejado solo el ganado y ha tenido una cita con este par de tipos atravesados y poco claros. ¿No será lo mejor seguirle la pista a los tres, a Chaume y a los otros dos, observándolos fríamente hasta ver en qué desemboca todo?

Una cosa es clara: Chaume no se conduce con lealtad. Chaume esconde algo. Hay un momento en que Chemari se detiene y exclama:

—También es suerte la mía. ¡Vaya compañero que me ha tocado!

Iba desbocado, dando trompicones en la oscuridad y agarrándose a los matojos. Una de las veces le falló un pie y cayó en tierra Se ha lastimado la rodilla izquierda. Se limpia con saliva y se ata el pañuelo a la rodilla. Inmediatamente prosigue su atolondrada y veloz carrera.

Ya no era posible que Chaume le alcanzara. Le llevaba por lo menos un kilómetro de delantera. Probablemente Chaume venía andando despacio, tan tranquilo.

Rale va con la lengua fuera, jadeando también.

Al llegar al puesto lo primero que hace es dar un repaso general a todo, para que nada pudiera dar la impresión de desconfianza o recelo. Con agua fresca se ha lavado la herida y luego se ha puesto un esparadrapo.

Luego ha marchado naturalísimamente al sitio donde se arraciman las ovejas. Quiere tener la seguridad de que el ganado está solo. No le importa nada, sino todo lo contrario: que Chaume al llegar lo vea allí. Eso podría ser causa para que se excusara.

Al acercarse al rebaño, el perro de Chaume con sus ladridos ha contribuido a alborotar las ovejas. Algunas se han desperdigado. Pero tan pronto las ovejas escuchan la voz de Chemari vuelven a sosegarse.

Pero Chaume no llega. Pasa un cuarto de hora, veinte minutos y Chaume no llega. Chemari vuelve a la tienda y se acuesta. De nuevo Rale está a su lado, como inquiriendo con sus inteligentes ojos la causa de la inquietud que desazona a su amo.

Chemari se acuesta y se levanta. No puede resistir la curiosidad que siente por ver de cerca el rostro de Chaume. Pero Chaume no aparece.

Acaso Chaume no esperaba que volviera de Boise tan pronto. Eso podría explicar su excursión nocturna. Pero ¿qué tenía Chaume de común con aquel par de aventureros o lo que fueran?

Ya dadas las doce, Chemari se ha dicho: «Es seguro que, no sabiendo que estoy aquí, aparecerá mañana de madrugada como si nada hubiera pasado.»

No puede dormir. Se levanta y da vueltas al carro y a las tiendas, nervioso, fuera de sí. No quiere moverse de su sitio. Sin embargo, al cabo de unos minutos, sin poder contenerse, se dirige de nuevo al barranco donde están recogidas las ovejas.

Por el camino va diciendo y le va diciendo al perro:

—¿Qué tal si al verlo lo primero que hiciera fuera largarle un soberbio bofetón? Para que aprenda. Aunque los hombres de míster Link no sean unos chulos indecentes, cualquier asunto que tuviera con ellos debió avisármelo. Y el otro día, cuando nos encontramos con el peón de míster Link, se hizo la mosquita muerta. ¿Por qué, si lo que busca es irse con ellos a trabajar, no me lo dice? ¿Por qué no se va de una vez y me deja en paz? ¿O es que se ha creído que yo soy idiota?

Al bajar hacia la hondonada ha visto a Chaume que venía hacia el puesto con el perro al lado.

Sangre fría

Tan pronto Chaume ha visto a Chemari se ha dirigido a él con grandes muestras de afecto y agrado.

—Pero, hombre, ¿ya estás de vuelta? ¿Y cómo fue la cosa? ¿Qué ha sido del muchacho del veintiuno?

Chemari se ha quedado paralizado. Mira a Chaume y se queda perplejo, confundido.

—Che, ¿qué te pasa? Te veo caído… ¿ha ocurrido algo malo con el compañero?

—El compañero queda bastante bien. Ha mejorado…

Chaume no se ha contentado con hablar por los codos, sino que le ha echado el brazo sobre el hombro.

Se ve que aquello produce a Chemari una profunda repugnancia, pero lo soporta. Siguen caminando.

—Entonces, ya sé lo que te pasa: la Compañía no quiere saber nada de levantar la tienda.

—No pude ver a nadie de la Compañía.

—Como si lo estuviera viendo: te peleaste con tu primo.

—No estaba mi primo.

—Pues, chico, vaya viaje.

Chemari se ha tumbado sobre el jergón. Lo único que ha hecho es preguntar:

—Y por aquí, ¿qué?

—¿Qué va a haber por aquí, de ayer a hoy? Pues una oveja que parió esta mañana.

—¿Todo lo demás, igual?

—Todo lo demás, como siempre… Tú eres el que tendrá que contar cosas de Boise.

Chemari se ha puesto a cambiarse de ropa. Se le ve abatido, confuso, desconcertado. Podría romper de un momento a otro, pero por el contrario, cada minuto que pasa se nota en él una especie de decaimiento.

—Oye —dice Chaume—: Si vienes cansado, yo puedo hacer la guardia esta noche.

—La haré yo.

—Te lo digo en serio. A mí me da igual quedarme esta noche también. Ya estaba hecho a la idea.

—No te preocupes. Me quedaré yo.

—Como quieras, pero creo que tú deberías descansar. Ir y volver a Boise en un día, aunque desde la carretera te hayan llevado y traído sobre ruedas, es una machada… Pero no cuentas nada. ¿Qué tal por el restaurante? Allí sí habrás estado…

—Todo está igual.

—¿Hablaste de la sequía?

—También por otras partes hay sequía. Muchos dicen que tiene que ser por todo eso de las bombas atómicas en la atmósfera…

—Pues nos están haciendo la pascua.

Chemari se ha servido cerveza y no ha invitado, como suelen hacer siempre uno con el otro. Chaume comienza a estar escamado, pero lo achaca a cualquier incidente del viaje, algo que no quiere decir.

—Me parece que algo te ha pasado —dice Chaume.

—Sí, algo me ha pasado, pero no tiene importancia.

—¿Y no se puede saber?

—Ya lo sabrás más adelante.

—Bueno, hombre, bueno, allá tú…

Se han puesto a cenar en silencio. Mientras Chemari traga sus bocados por dentro no hace más que repetirse: «Todo esto es raro, muy raro, tremendamente raro…» Pero al concluir la cena ha querido cambiar de actitud y de pensamiento y le ha dicho a Chaume:

—Habrá que echar una nueva partida de mus. No tengo más remedio que desquitarme.

—¿Saco la baraja?

—Bueno, sácala.

Han comenzado la partida, y Chemari ha empezado perdiendo y ha continuado perdiendo. Cuando ya llevaba dos duros perdidos, le ha dicho a Chaume:

—Estoy de malas. Otro día será la revancha —y se ha levantado.

Chemari está, sobre todo, confuso y despistado.

¿No será que sus suposiciones y alarmas no tienen ningún fundamento? Quizá por lo mismo que él les ha caído antipático, Chaume les cayó simpático a los hombres de míster Link. Acaso los hombres de míster Link saben que él es el primo de Esteban, el novio de la hija del amo, y por eso mismo le tienen manía.

En cualquier caso, lo que él ha visto no es nada. Y si es algo, ya se sabrá.

Chemari recoge sus cosas para salir junto al ganado. Al irse le dice a Chaume:

—Mucho cuidado a las horas de emisión, por si hubiera algún recado de la Compañía.

—A la orden, jefe.

Chemari parte con el perro al lado y tarareando.

Al llegar al sitio donde se encuentran las ovejas ha dado varias vueltas en redondo, tratando de descubrir algo anormal. El perro de Chaume, al verlo llegar, se ha vuelto al puesto junto a su amo.

Chemari se ha resguardado en un picacho y se ha puesto a cavilar. Pero el sueño le ha vencido muy pronto.

Huellas extrañas

Al amanecer, cuando Chemari ha querido echarse al monte para conducir el ganado, las ovejas ya se habían desperdigado. Sin embargo, Rale las iba dirigiendo en perfecto orden hacia la abertura del embudo que forman las colinas.

Chemari mira satisfecho su ganado. A pesar de la sequía se va defendiendo. Seguro que otros pastores no las tendrán tan cuidadas y esponjadas. No es porque lo diga él, sino porque lo está viendo, y efectivamente sus ovejas están todavía lustrosas, y eso que cada vez tiene que usar más de los forrajes. Chemari las mira y las remira. Mucho mejor podían estar, naturalmente, pero también es verdad que no estarán mucho mejor las de otros puestos. Una comparación le gustaría a él hacer entre sus ovejas y las de otros pastores. Y no sólo entre los pastores que vinieron con él. Y esto, a pesar de la sequía. ¡Ah, si él pudiera remontar hacia parajes más altos!…

El ganado ya está extendido como una blanquísima cogulla de fraile. Las ovejas medio negras o con pintas puestas sobre la ladera le recuerdan las trenzas de su Maribelcha. Chemari está enamorado de su rebaño. No sólo es su oficio; es que las ovejas son parte de su vida. Conforme va pasando por entre las ovejas las acaricia o las aparta, siempre con ademán entrañable. «Hola, Perla; hola. Traviesa; hola, Maribelcha…»

Sigue andando hacia lo alto de la colina. Al acercarse ha visto una nube de buitres levantarse del suelo. Están dándose el gran festín. Es lo que piensa Chemari al ver que los pajarracos no se alejan de allí sino que siguen dando vueltas afanosamente sobre el mismo lugar. Chemari dispara un tiro al aire y cae uno de ellos. El perro se lanza sobre él y lo destroza en medio de la agonía. Chemari no puede evitar cierta aprensión hacia los cuervos y los buitres. En su mismo caserío la presencia del cuervo y de los buitres nunca presagiaba nada bueno.

Ve un bulto en descomposición. Se acerca tapándose la nariz. Es una oveja recién parida. El perro ladra fieramente y olfatea camino del barranco.

Chemari lo va siguiendo. Es como si fuera oliendo el rastro de aquella incomprensible muerte. La oveja bien pudo desviarse y reventar sola. Pero desde su llegada de Boise y del descubrimiento de aquella cita imprevista de Chaume con los peones de míster Link, todo le va pareciendo misterioso y raro. Como si le asaltaran dudas inadmisibles mueve repetidas veces la cabeza, diciendo que no.

Ya está llegando a una bajada por donde cruza un río taponado de piedras. Al principio tenía algo de agua, ahora está seco. Al cruzar lo que en otra época debió de ser cauce y hasta remanso, descubre sobre la arena unas huellas extrañas.

No sólo son de oveja. Las hay también de caballos. Chemari las examina con cuidado. ¿Qué puede ser aquello? ¿De gente que ha emigrado hacia el norte? El rebaño suyo nunca se ha acercado a estos linderos, porque justamente aquí comienza la zona pantanosa, con una tierra pastosa y dura al principio, abierta después en grietas.

Sigue caminando despacio durante largo rato. Asciende al pico. De nuevo tendrá que dirigirse, sin quererlo, a los picachos que dominan la entrada al feracísimo valle de míster Link. El perro va delante como acuciando a su amo en la pesquisa.

No por torpeza de Chemari sino por mala suerte, por retraso de media hora, no podrá ver a dos hombres del rancho de míster Link que galopan hacia las cuadras y los establos. Sin embargo, al llegar al pasadizo ha podido notar huellas recientes. Pero no hay ni una de oveja. Sólo de caballos.

Se va agudizando la tensión de Chemari. ¿Por qué estos dos hombres han de seguir siendo su sombra? Ellos pueden acercarse a su ganado y él, en cambio, no puede cruzar el desfiladero señalado con piedras blancas.

No tendrá más remedio que hablar con Esteban. El próximo camión de suministro que reciban llevará una carta. Y le hará venir. Todo lo que está sucediendo no es tolerable. Cabe sospechar que el propio míster Link no sepa que en su cuadrilla de peones tiene gente desalmada. No será tan tonto como para soltar en seguida sus sospechas, pero desde ahora en adelante será astuto, más astuto que las serpientes.

Chemari va regresando pensativo a su campamento. Pero antes decide escalar de nuevo aquel montecillo pelado y comprobar más cosas sobre la oveja muerta.

De nuevo se levanta la bandada de buitres. Ahora Chemari ha disparado dos tiros. Uno ha quedado revoloteando encima de la carnaza.

Las huellas le parecen exactas a las que ha visto en la arena del río seco. Pero, ¿qué pueden venir a hacer aquí esos hombres? ¿Qué interés pueden tener en destrozar una oveja?

La oveja debe de llevar muerta por lo menos tres o cuatro días. No es una cosa reciente. No es posible saber si la oveja fue acuchillada o si reventó ella sola de dolor encontrándose aislada del rebaño. Pero, ¿por qué una oveja a punto de parir iba a aislarse, cuando el instinto las lleva a todo lo contrario? Desde luego la oveja pertenece a su rebaño. Eso podría jurarlo.

El mismo Rale va confirmando con sus actitudes y movimientos la obsesión de Chemari. Contemplando la oveja, sin poder descifrar el enigma ni tener una idea concreta de todo aquello, le dice al perro:

—¿No será que tú y yo estamos en la higuera? Habrá que ver lo que dice Chaume de todo esto…

A pesar de todo, al acercarse a la tienda se ha sentido invadido de una pesadumbre desconocida, mezcla de cautela y cansancio.

Chaume está sentado en el suelo a la sombra de la lona de la tienda. Tiene un aire somnoliento, abstraído.

Un caso de conciencia

—¿Como vienes tan tarde? —pregunta a Chemari en forma casi ritual.

—Tuve un contratiempo…

—¿Un contratiempo? No entiendo…

—He descubierto en ese calvero de enfrente una oveja con cría recién muerta.

—¿Y es nuestra? Será de esos que pasan, que la habrán dejado tirada.

—No creo. Yo diría que es nuestra.

—Pero, ¿estaba recién muerta?

—No. Estaba descompuesta, pero yo aseguraría que es de nuestro rebaño.

—Y aunque fuera de las nuestras no se va a hundir el mundo por eso. A todos se les muere alguna vez una oveja. ¿De cuántos días está?

—Por lo menos de cuatro.

—¡Calcula! Lo único que se puede hacer es dar parte a la Compañía de que una oveja ha muerto y en paz. ¿Y si es por todo esto de la sequía? Bueno es que lo sepan.

Chemari está preocupado. Chaume tiene razón. Lo mejor será dar parte a la Compañía. Del mismo modo que de vez en cuando hay que mandar el parte de las que paren.

—Tienes razón. Ya se pondrá en el parte.

—Claro, hombre. Se comunica la cosa y todos tranquilos.

—Pero, no saber siquiera de qué ha podido morir esa oveja… ¿Cómo se apartó de las demás?

—Precisamente porque se sentiría mal. Las ovejas ya sabes lo tontas que son para todo.

Chemari se ha quedado callado. Saca de la cartera del carro papel y bolígrafo. Al mismo tiempo que comunica lo de la oveja a la Compañía hará una llamada a Esteban. ¿No había dicho que le llamara cuando necesitara algo? Se ha puesto a escribir muy pausadamente. De vez en cuando pregunta a Chaume si está bien escrita una palabra. Al terminar la carta, Chemari dice:

—¿Sabes lo que he pensado?

—¿Qué?

—Habrá que contar las ovejas.

—¡Tú estás loco! ¿Tú crees fácil contarlas? No hay manera.

—¿Entonces cómo sabemos nosotros que tenemos las mismas que nos entregaron?

—¿Las contaste acaso cuando nos encargaron de ellas?

—Ellos dijeron que había dos mil y pico. Y que el pico lo mismo podía ser de treinta que de cuarenta.

—Por eso mismo, si no dices nada a la Compañía nadie más que los buitres sabrá nunca que esa oveja ha desaparecido.

—Bueno, ya veremos —ha dicho Chemari. Y se ha puesto a cambiarse de ropa.

Chaume se ha puesto a preparar la comida. Chemari se dedica a observarlo. No es que funcione precisamente como un autómata, pero sí que Chemari lo encuentra un poco caviloso ¿Y si fuera que tiene remordimientos? Eso, al menos, es lo que piensa Chemari.

No puede ser tan malvado, se repite, sin embargo, Chemari para sus adentros. No concibe, además, que Chaume tenga que estar mezclado en nada que pueda ser perjudicial para el ganado. Entonces piensa que acaso él le tiene manía a Chaume sin fundamento. Es temerario pensar nada malo de un compañero. Tiene que ser un pecado de los peores éste de cargar sobre un compañero culpas que no le pertenecen.

Se han puesto a comer.

Durante la comida Rale dos o tres veces ha atacado furiosamente al perro de Chaume. Es como si estuviera traduciendo los sentimientos de su amo.

Sin embargo, Chaume castiga a su perro y lo ata con una cadena para que deje comer al otro tranquilo. El perro parece entender y aunque se muestra sumiso no pierde su furia; de rato en rato, mirando al perro de Chaume, ladra frenéticamente.

—Te voy a tener que sentar un palo en el lomo —le dice Chemari.

El perro no entiende la conducta de su amo y se tumba como lloriqueando debajo de las ruedas del carro. Chemari en el fondo está conmovido por el gesto de su perro. Por decir algo, dice:

—Pues la Compañía tendrá que dar una solución a esto.

—¿A qué?

—¡A qué va a ser! A esto de que ya no tenemos casi ni una brizna de hierba en tres kilómetros a la redonda. A ver si empezamos a perder ovejas. Habrá que pedir más pienso.

—No te pongas pesimista, anda. Todo es por la oveja muerta. Es la primera oveja que se nos muere. No sé por qué has de ponerte así…

—No lo comprendo. Las ovejas resisten mucho, aunque sea hambrientas.

—Ha podido también envenenarse.

—Ha podido. Dices bien.

—Claro, hombre claro. Aquí quien necesita más cuidados somos nosotros… Una sorpresa para la Compañía sería que tú o yo nos muriéramos aquí de fiebres, como el compañero del otro día, que bajaba como un muerto desenterrado…

—Pero ¿por qué me has de poner a mí el primero diciendo «tú o yo…»? Para eso de morir haz el favor de no ponerme el primero.

—Porque tú eres el jefe. Eres el jefe para todo —y Chaume ríe.

—Pero, hablando de verdad, ¿quién tiene más cara de muerto, tú o yo?

—Ninguno de los dos, hombre —ha concluido diciendo Chaume, que se ha tirado sobre su colchón francamente feliz.

Una vez tumbado y tapado con una manta le ha dicho a Chemari:

—Por mí no hay inconveniente en que toques la armónica un rato. Eso ayuda a dormir la siesta…

Chemari ha soltado el perro y le ha dado de comer. Después se ha dedicado a poner en orden el minúsculo campamento. La noticia de que la Compañía ha de aparecer por allí lo ha llenado de inquietud. De repente se acerca a Chaume y le enseña su carta a la Compañía:

… También hemos de decirle que apareció una oveja recién parida o que iba a parir, con su cría dentro o a punto de echarla, muerta. Apareció muerta en un caminillo, fuera del camino frecuentado por nosotros y sobre una loma pelada… No se ha podido saber cómo murió porque la oveja estaba ya comida por los buitres hasta los huesos… Ustedes dirán…

—Se van a reír de nosotros —comenta Chaume.

—Déjalos que se rían, pero que se enteren.

—Pero, ¿tú has visto de verdad una oveja recién parida devorada por los buitres?

—No, no lo he visto. Lo he soñado. Yo de vez en cuando sueño que veo cosas raras…

—Es posible…

Esta última intromisión de Chaume irrita a Chemari sin que lo pueda disimular. Sin poderse contener le dice:

—Pues no habrá más remedio que saber fijamente las ovejas que tenemos para echar la carta.

—¿Cuántas ovejas tenemos? Pues las que teníamos cuando llegamos, y unas cuantas más.

—Pero, ¿cuántas más?

—¿Tú no llevas la lista de los partos? ¡Pues yo tampoco…

Chaume tiene razón, casi siempre tiene razón. Menos cuando pone el aparato de música y se pone a escuchar, tumbado durante horas, como si todo le importara un pito. Menos cuando abandona el rebaño y acude a reunirse con aquellos camorristas de míster Link. ¿Y para qué?

Lo ideal sería ser como Chaume: no tomarse berrinches por nada, tomarlo todo con buen humor, no darle tanta importancia al aparato administrativo de la Compañía.

Sin embargo Chemari, aunque le pese, no sabe más que discutir, hacer números y guardias como si fuera un burócrata o un soldado del último reemplazo.

Esto o coger la armónica y adormecerse con la música de su tierra. Aunque Chaume recibe muchas cartas y periódicos de España, no habla ni recuerda tanto las cosas de allá.

Chemari se ha dejado caer en el jergón. ¿Por qué ha de complicarse la vida? Hay que dejar el mundo correr, correr… Al instante se duerme profundamente.

Más misterio

Chaume ha querido convencerse de que Chemari duerme profundamente y tan pronto se ha convencido ha comenzado a ir y venir misteriosamente de un lado para otro, principalmente dentro del carro y entre su ropa.

Parece ser que trate de esconder algo. Pero no está seguro de dónde ha de ponerlo.

Por fin se decide a coserlo dentro del forro de su chaqueta.

Se trata de un bultito pequeño de papeles liados.

Antes de coserlos los mira y los cuenta una y otra vez.

Entonces se ve que son dólares. En sus manos tiene, contemplándolos, dos billetes de cien y uno de cincuenta.

Sus idas y venidas, sus comprobaciones y recelos, su miedo, en una palabra, demuestra que aquel dinero es un dinero que es preciso ocultar. No se trata del dinero ganado conduciendo el rebaño. No se trata del ahorro de su sueldo, cantidad que a él, como a la mayoría de los pastores, les va ingresando la Compañía en el Banco de Boise. Es un dinero que en cierto modo se ve que le avergüenza, aunque ahora, palpando el forro donde está escondido, sonríe satisfecho.

Al despertarse Chemari se encuentra a Chaume escribiendo una carta muy tranquilo.

—¿Quieres algo para España? —le pregunta.

—Recuerdos. Pon recuerdos.

—¿A que sé para quién? —insiste queriendo congraciarse.

—No creo.

—Un duro a que sé para quién.

—¿Para quién?

—Para Maribelcha.

—Frío, frío como el agua del río. Perdiste.

—¿Entonces… para quién?

—Confiesa antes que perdiste el duro.

—Sí.

—Pues dámelo.

—No tengo suelto. Apúntalo…

—Ya sabes que me debes un duro.

—Pero tú no me has dicho para quién eran los recuerdos.

—Para el Athletic, hombre, para el Athletic —y suelta la carcajada.

Chaume comienza a preparar sus bártulos para salir al monte. Su perro se mueve inquieto de un lado para otro. Está preparando también el caballo.

—¿Te llevas el caballo?

—Voy a acercarme a eso de la oveja muerta…

—Bueno, bueno…

Sin embargo, Chaume se ha vuelto atrás en lo de llevarse el caballo. Es como si lo pensara mejor. Dice:

—De todos modos, no debe de estar tan lejos. Iré andando.

Al verlo alejarse Chemari se sume en hondas cavilaciones. Probablemente si no le hubiera preguntado lo del caballo aquella misma noche habría podido saber si seguía viéndose con los hombres de míster Link y qué era lo que se traían entre manos. Se había portado como un necio. Tenía que cambiar de táctica. Aunque acaso lo mejor sería pedir a Esteban que trasladara a uno de los dos a otro puesto. Aunque le tocara ir de ayudante…

Tiempo de espera

El sábado llega el camión del suministro, con el correo. Hay una carta de la Compañía en la que se dice que la visita anunciada ha sido aplazada unos días.

Chemari solo entre las peñas ha estrujado la carta de Maribelcha. Ahora Maribelcha siempre le da noticias de su madre y de su hermana, casi más que ellas mismas.

Saca la foto de Maribelcha y la contempla embobado.

Después de comer, sin decir ni palabra a Chaume, ha ensillado el caballo. Parece ser que va a cometer un acto de cierta transcendencia.

—Ven, Rale. Tú también te vienes.

—¿Dónde vas?

—Voy a acercarme al rancho de míster Link.

—Me parece una locura.

—Probablemente lo es, pero un día había que hacerlo.

—Te advierto que lo más seguro es que no te dejen llegar.

—Probaremos.

—¿Y si míster Link no te recibe?

—Si no me recibe intentaré hablar con la novia de Esteban.

Chemari parte. Chaume se queda cabizbajo. Cuando ya está remontando la loma, Chaume corre hacia él y le advierte:

—Está bien pensado lo de hablar con las muchachas. Ellas podrían conseguir del padre que nos deje cruzar hacia arriba. Lo que no te aconsejo es que te metas a discutir con los peones de míster Link. No son gente que se ande con bromas.

—¿Cómo lo sabes?

—Todo el mundo lo sabe.

Chemari se pierde en un trote leve. Se nota que no es precisamente un típico jinete del Oeste.

Chaume ha vuelto rápidamente al carro y se ha puesto a escudriñar nerviosamente en los forros de su equipo de pastor. En el bolsillo interior de la cazadora tiene otro montoncito de billetes. Chaume cuenta una y otra vez los dólares y los enrolla de nuevo. Duda entre los varios sitios que se le ocurren para esconderlos. Cuando ya los ha cosido en la vuelta del pantalón de pana, los vuelve a sacar y los mete dentro de la boina cubiertos por el forro, que vuelve a coser.

Está actuando como un autómata.

En todo esto Chaume descubre más miedo que remordimientos. Miedo concreto a la invisible presencia de Chemari. Varias veces se ha asomado para comprobar que no vuelve.

Del carro saca la botella de whisky y se sirve media taza. Se la toma en dos sorbos. Después se queda más tranquilo, haciendo números con el dedo sobre la tierra. Después, los borra con el pie.

Mientras tanto, Chemari avanza.

La planicie tiene un brillo rojizo. No se ve ni una choza ni un árbol. La gran llanura tiene aspecto de pura estepa. Chemari mira desolado a una y otra parte. Un viento gemidor, helado, baja de las altas y nevadas cumbres.

Rale va pegado a la cola del caballo como queriendo cubrirse del viento.

«¡Si por lo menos lloviera!» —exclama Chemari una y otra vez examinando las nubes tormentosas que rodean los lejanos montes, cárdenos ahora que el invierno se está echando encima. Chemari avanza con la boina bien calada y el cuello de la cazadora subido hasta casi taparle los ojos. Lleva al hombro la escopeta.

Ha comenzado su misión personal como pastor de un cuantioso rebaño. Hablará con míster Link y algo sacará. Algo tiene que sacar. No es posible que tenga que resignarse a resistir allí indefinidamente, y más con los meses de nieve que se acercan. ¡Qué más puede darle a míster Link que él esté a una parte o a otra del valle! ¿Por qué ha de estar obedeciendo a sus peones, así porque sí? ¡Si por lo menos hubiera aparecido Esteban! No se ganan los dólares tan fácilmente, no. No es tarea de sudarlos, pero cuestan. Cuestan sangre, sangre del corazón. ¡Qué lejos su pequeña aldea! ¿Cómo eran los ojos de Maribelcha?

Chemari cierra los suyos queriendo encontrarlos dentro, pero se ve que no lo consigue y se restriega los párpados obsesivamente. ¿Será posible que la lejanía y la distancia hagan olvidar algo tan metido dentro del propio ser? Desde luego, ser pastor en Idaho no es ninguna ganga. Se sufre bien lo que se gana.

Ahora está remontando un cerro áspero y desangelado. Luego desciende por una senda tortuosa que irá a dar al portillo que lleva al rancho de míster Link. Desde arriba contempla el valle como un sueño o un espejismo. ¿Cómo es posible que exista una tierra así de fértil y hermosa a poco más de una milla de donde se agosta y languidece su ganado? Las herraduras del caballo resuenan lúgubremente al chocar contra las piedras. Hay veces en que el caballo tiene que pararse y tantear la bajada. El perro ladra al ver que de la piedra saltan chispas.

Prosigue el descenso de Chemari hacia el valle feliz. Es la vez que Chemari más se ha acercado a los dominios de míster Link.

Hay un momento en que Chemari detiene el caballo. Y se tira a tierra. También allí hay señales de patas de ovejas y hasta cagarrutas. Chemari, sin que pueda oírle nadie más que Rale, grita:

—Pero, todo esto, ¿por qué, por qué? ¿Por quééééé?

Hace un acopio de energía y monta de nuevo en el caballo. Ahora espolea de firme. El perro apenas puede seguirle.

Ya está en la verde llanura. Pica espuelas.

Emboscada

En el semblante de Chemari se nota cierta euforia. Avanza con un ímpetu formidable A lo lejos se ve un puentecillo sobre una verdosa charca. Este puentecillo une la parte yerma con la parte amena de la llanura. A partir de allí comienza el vergel de míster Link.

En este momento Chemari se detiene. Tiene la conciencia de que lo que va a hacer es algo transcendental. Más que sobre lo que ha de hacer al parecer está reflexionando sobre lo que ha de decir.

Más allá del puente se ve una columna de humo. Hay una gran hoguera en la que se están calentando algunos peones. Alguno de ellos tiene el rifle sobre el hombro. Pero no parece que presten ninguna atención a la presencia de Chemari.

A Chemari le va pareciendo mal entrar en aquel temible recinto con paso apocado y cansino. Y espolea a la bestia para que, por lo menos, al cruzar el pasadillo que por encima del puente abre el portón del rancho, no puedan decir que va amedrentado y temeroso.

Chemari va tan ofuscado que no ve que a la altura del jinete han colocado un cable fino de poste a poste del puentecillo. Cuando se da cuenta de ello ya es tarde y Chemari, aun queriendo evitar el encontronazo, cae en tierra lastimosamente.

Los peones siguen en su cantina conversando. Uno de ellos pregunta:

—Compadre, ¿le ha pasado algo?

Los demás ríen Se destaca la figura grandota del rubicundo y grosero grandullón, que debe de tener un puesto preeminente entre los peones, y el pequeñajo mejicano que le ríe todas las gracias.

Rale se ha quedado al lado del cuerpo de su amo, protegiéndolo. El perro ladra como pidiendo auxilio.

Chemari ha recibido un buen golpe. Está aturdido. Ha caído sobre un barrizal y su figura invita a la mofa y a la burla.

—Vaya pastor gandul —dice el grandullón pecoso.

—Está borrachito —comenta el mejicano.

Los demás ríen. Poco a poco Chemari se va reanimando del golpe. Pero está molido y abatido. Ni siquiera sabe bien dónde se encuentra. Mira a todos lados y ve el arroyo y en sus bordes unas hileras de tiernos arbolillos. La visión del valle, tan feraz y deslumbrante, hace que asome a sus labios una sonrisa de satisfacción y de triunfo. Es como si su idea de llevar el ganado hacia tierras de promisión más sonrientes y fecundas se hubiera ya cumplido. Pero es Rale quien viene a sacarle de su desvarío. Está en tierra, lleno de lodo.

—Vamos, hombre —le grita un peón—, no irás a echar la siesta ahí.

—Ya está bien. Has roncado y todo.

Chemari trata de levantarse lleno de coraje. Pero está realmente conmocionado y al ir a incorporarse cae de nuevo.

Todavía no se explica por qué está en tierra, pero al ver los postes y el alambre, comprende. El caballo está a su lado como un buen compañero.

Comentan los peones:

—Es lo que se dice un pastor vago.

—Más vago que un buey.

—Estos nunca la hincan. Han venido a nuestra tierra a ganar los dólares sin molestarse.

Hay en la cantina una mujer que ríe las burlas.

Chemari se pone de pie costosamente. La tremenda caída lo ha dejado como atontado. Aunque su aspecto no puede ser más desastroso, sin embargo, conserva cierta dignidad y entereza.

Con el perro al lado y cojeando, mientras los peones ríen, Chemari baja a la corriente del riachuelo y se chapotea. Ya se está reanimando. De vez en cuando mira calmosamente hacia arriba. Al parecer el vasco Chemari está completamente anulado.

Coge una piedra gorda y la sube entre los brazos.

—Pero, ¿qué hace ese chalao? Se ha vuelto loco —murmura el mejicano.

El mandamás de los peones se pone a jugar con el revólver.

Una vez en el puentecillo, Chemari, dirigiéndose a ellos, dice:

—Pongo esta piedra por testigo de que os acordaréis de mí.

—¿Qué dice?

—Está chalao. Debe de ser del golpe —dice el mejicano.

—Y os juro que me vengaré.

—Anda y vete, antes de que sea tarde —le dice el mejicano, mirando adulonamente a su jefe. Los demás peones ríen y corean al mejicano.

—Palabra de vasco, que no fallará, si no es muriendo o matando —grita enérgicamente Chemari—, que yo pasaré por aquí y por encima de quien se ponga delante.

—Ja, ja, ja…

—No vuelvas a aparecer por aquí —le grita el jefe.

—Y si vuelve —agrega uno de los peones— la caída será al río.

—Le hacía falta un baño. Estos pastores huelen siempre demasiado mal —añade otro.

—No vuelvas más por aquí, si no quieres arrepentirte —le grita el jefe.

—Volveré.

—¿Qué dice? —pregunta el jefe al mejicano.

—Dice que volverá.

—Dile que si vuelve no saldrá de aquí.

—Volveré —grita Chemari subiéndose penosamente al caballo.

Al verlo maltrecho y torcido, los peones ríen ofrendándole al jefe la victoria.

Chemari se aleja cabizbajo y tundido. Con gran esfuerzo mantiene el cuerpo erguido sobre el caballo.

Por sus mejillas resbalan unas lágrimas de impotencia y de rabia. De vez en cuando mira al cielo y aprieta los puños…

Desde lejos le gritan y le abuchean. Pero Chemari camina recto y no vuelve la cabeza. El caballo y el perro, en perfecta solidaridad con el fracaso de su amo, caminan apesadumbrados y tristones…

Se repite el juramento

Ya está llegando a su puesto. La tierra amarillenta se está poniendo rosada con la última luz del crepúsculo. Unos nubarrones negros se apelotonan por encima de las montañas que han adquirido un color violeta intenso.

Rale, al sentirse cerca del ganado, comienza a moverse y a hacer piruetas.

¡Qué diferencia de tierra! Las salvias que por aquí crecen son raquíticas, ennegrecidas, pequeñas.

Las ovejas lo están viendo pasar inocentes, pacíficas, sumisas, resignadas. Chemari se acongoja al verlas. Es como si también ellas hubieran sufrido la ignominia y el golpe. En cierto modo el golpe era como si lo hubieran sufrido ellas y por eso mantenían la cabeza gacha y la actitud doliente. Él había sido castigado en nombre de ellas, porque en nombre de ellas iba a pedir paso para ir a tierras más cercanas a los abetos y a la pinada. Las ovejas le van abriendo paso como soldados a su capitán herido. El perro ladra quejosamente en todas direcciones como queriendo llamar la atención de todas.

Chemari les habla, sin querer, y les dice:

—Estáis en la luna, en la luna… ¿Comprendéis? Hay hombres malos, hombres que no os quieren, hombres que quieren que os muráis de hambre, pegadas al terreno como raíces secas… Pero Chemari, vuestro pastor, no lo va a consentír. ¡Lo ha jurado!

Y cuando Chemari jura algo, lo cumple. Palabra de vasco que no ha de fallar… ¿Me estáis oyendo?

Y yo os juro también a vosotras, delante de Rale, que arrollaremos todo lo que haya que arrollar; pero que saldremos de aquí, saldremos de aquí… Os lo juro…

En este momento ve venir a Chaume. Viene con su perro al lado.

—Pero, ¿qué te ocurre? —le dice nada más verlo y darse cuenta de su aspecto maltrecho.

Chemari no sólo va sucio; lleva un rasguño en la frente y la camisa manchada de sangre. Va medio doblado, aunque intenta mantenerse firme.

—¿Peleaste con ellos?

—¿Con quiénes?

—¿Con quiénes va a ser? ¡Con los peones de míster Link!

—No peleé con ellos.

—Algunos vagabundos de los que van al norte te han atacado. Seguro.

Chemari calla.

—No quieres decirme que te han pegado los hombres de míster Link. No es necesario que lo niegues. Serían varios contra ti. Lo importante es que hayas vuelto. Ya te dije que no fueras. ¿Y con qué te pegaron?

—No me pegaron. Me caí, eso fue todo.

—Me parece muy raro.

—No es nada raro. Fue culpa mía. Si yo hubiera llevado los ojos bien abiertos no me hubiera caído, todo habría sido muy distinto…

Chaume hace gestos de no comprender. Por más que Chemari lo niegue, le parece imposible que en aquello no tengan nada que ver los hombres de míster Link. Chemari ha tratado de cruzarse en su camino y ellos son todopoderosos en aquellas tierras. Hacen lo que quieren. Chaume coge el caballo de Chemari de las bridas y lo lleva hacia las tiendas.

—Habrá que curarte bien con eso que tenemos ahí. Estas heridas aquí son peligrosas. Vas todo manchado de porquería de los animales. Pero ¿dónde has estado?

—En el puente del rancho de míster Link.

—¿Y quieres decirme que no tuviste una bronca ni se metieron contigo?

—Te he dicho que me caí…

Chaume menea la cabeza con escepticismo y preocupación. Examina la escopeta y la huele.

—Oye, ¿no habrás disparado contra ningún hombre de Mr. Link?

—¿Y si hubiera disparado, qué, si se puede saber?

—Nada, que entonces sería mejor que nos estuviéramos largando de aquí.

—Ya nos largaremos, no te preocupes.

—¿De verdad que no ha ocurrido nada entre tú y ellos?

—¡Qué manía has cogido con los peones de míster Link! Me parece que te preocupan demasiado. ¿Es que les tienes miedo?

—No quiero nada con ellos…

Chemari apenas puede sostenerse de pie. Es incomprensible cómo ha podido aguantar encima de la bestia, con el traqueteo de los senderos siempre en pendiente.

Chaume ayuda a Chemari a tenderse en su jergón y lo tapa con una manta, abre el botiquín y toma unas medicinas.

Rale se ha tumbado al lado de su amo.

Como si entendiera, lame la mano de Chemari. No es sólo fidelidad a su amo, sino también algo como desconfianza y recelo contra el propio Chaume, al que mira de cerca en todas sus operaciones. Chaume se acerca a Chemari con los frascos, vendas y tubos.

Al descubrirle la espalda se queda paralizado.

—Oye, pero esto es importante. ¿No te habrás roto ninguna costilla?

—No creo. Me dolería más.

—Pero, esto tiene que dolerte bastante.

—Dolerme ya me duele, pero creo que si me hubiera roto algo, mucho más me dolería…

Chemari tiene una brutal desgarradura. Chaume no sabe por dónde comenzar la cura.

—Yo creo que si te echo alcohol te picará un poco.

—Echa lo que sea.

—Tú aguanta.

Chaume empapa un algodón y duda en aplicárselo. Por fin cierra los ojos y se lo pone. Chemari se estira en un espasmo de dolor, castañetea los dientes y se queja por lo bajo.

—Y ahora, después de limpiar esto bien, ¿qué hago?

—Pon alguna pomada lo que sea.

—Pondremos de esto colorado. Aquí pone: «Para las heridas». Lo tuyo es una herida. ¿Es una herida o no es una herida?

—Yo qué coño sé lo que es, si no lo veo.

—Te echaré de esto. Esto dolerá menos…

—Echa lo que sea y acaba pronto.

—Después habrá que envolverlo.

Le pone una tintura extraña y luego busca vendas y gasas. En realidad Chaume no se da ninguna maña. Varias veces trata de cubrir la enorme magulladura, pero el esparadrapo se le pega a los dedos repelidas veces y la gasa al final no se queda cubriendo la herida.

—Esto es más difícil —comenta Chaume.

—Más difíciles deben de ser otras cosas…

—¿Cuáles, por ejemplo?

Chemari lo mira fijamente y duda en destaparse. Después añade:

—Joder a una cabra.

Por fin, Chaume ha logrado tapar la herida. Luego, mira en todos los apartados del botiquín y encuentra aspirinas y unas pastillas especiales contra los dolores fuertes, sean de muelas o de oídos, según les habían dicho.

—¿Quieres una pastilla de éstas? Te la podrías tomar con un poco de café y coñac.

—No. Dame el café y el coñac. La pastilla, no. Seguramente para lo único que sirven es para ensuciar el estómago.

Chaume coloca un farol encendido cerca de Chemari.

—¿Quieres algo más?

—Tráeme la carpeta esa del papel y los sobres.

—¿Vas a escribir a Esteban?

—Eso mismo.

—Me alegro. A mí también me gustaría escaparme de esta región. Habría que probar fortuna por otra parte… ¡Vaya hueso que nos han dado! ¿Tú crees que los demás estarán tan mal como nosotros?

—No lo sé, no lo he visto…

—En otras partes dicen que tienen indios cerca…

—Me figuro que los indios son menos peligrosos que otra clase de gentes —y Chemari ha dicho esto con mucha intención. En seguida se pone a garrapatear en el papel.

Dificultosamente, pensándolo mucho, va escribiendo.

—¿Escribes a Maribelcha? ¡Como si lo viera!

—No das ni una en el clavo. Escribo a Esteban.

—A ver si viene de una vez.

—Da igual que venga o no venga. Si quiere venir que venga. Si no viene, ya me las arreglaré como pueda.

—Nos las arreglaremos, querrás decir.

—Bueno, eso depende de tu moral.

—¿Cómo de mi moral?

—Quiero decir que habrá que dar la cara. Aquí no pasaremos este invierno. Ni siquiera podemos esperar a que lleguen las grandes heladas. Por lo menos yo… y las ovejas.

—Y yo. ¿O es que tienes algo contra mí?

—Yo no tengo nada contra nadie, siempre que no lo tengan conmigo o con las ovejas. Yo iré hacia adelante; el que quiera seguirme tendrá que venir detrás de mí.

—O no precisamente detrás. ¿Por qué no dices por lo menos a tu lado?

—El puesto en la marcha también lo tendré que decir yo.

—Bueno, bueno, chico, ni que hubiera sido yo quien te empujó del caballo.

Chaume se ha ido a preparar el café. Huele de nuevo la escopeta de Chemari.

De vez en cuando mira cautelosamente hacia la tienda. Mientras se calienta el agua, habla solo en una media lengua indescifrable.

Mientras tanto Chemari sigue escribiendo con dificultad. Una vez escrita y firmada la carta, la lee muy despacio, en voz baja, la vuelve a leer y por fin la rompe en pedacitos.

—¿No escribes?

—Quizá sea mejor no escribir. Si quiere venir, que venga. Él ya está enterado de lo que ocurre. No podemos seguir en este engaña-pastores. A nosotros nos han dicho que, ante todo, salvar las ovejas. El estado es grande… Que nos busquen después donde piensen que debemos estar…

—Pero eso es una locura. ¿Y el suministro y todo?

—Ya nos localizarán.

—Anda, descansa. No es momento para tomar determinaciones.

Chemari se vuelve hacia la lona de la tienda después de tomar el último sorbo de coñac. Respira hondo, lanzando un leve gemido. Podría parecer que va a dormir profundamente, pero al instante está dando vueltas desasosegado y nervioso. Es ahora cuando le duele en lo más vivo la afrenta y el escarnio de aquel bestia rubio caporal de Mr. Link, al que los demás siguen como borregos.

Chemari está febril. Hay un momento en que, inconsciente, se incorpora en su jergón y grita desesperado:

—Lo juro por la sangre de todos los vascos que hay enterrados en esta tierra, debiendo estar allá.

Chaume está perplejo. Vuelve a Chemari y le pregunta:

—¿Querías algo?

—Nada, que todo te vaya bien.

—Procuraré no caerme, desde luego, ni romperme una costilla, que es lo que, a lo mejor, tienes tú roto. Si quieres me quedo aquí.

—No hace falta. Haces más falta junto a las ovejas.

—Las ovejas están bien. No les pasará nada.

—Pero hay que tener cuidado. Se acercan las nevadas. Ese momento pueden aprovecharlo los lobos para atacar.

—Apenas hay lobos.

—Pueden venir. Con que aparecieran dos o tres podrían hacer un gran destrozo.

—No vendrán. Mi perro los huele a tres kilómetros.

—Mejor, mejor.

—¿Te dejo un termo con leche?

—No es necesario. Yo lo que necesito es dormir, dormir…

Voluntariamente Chemari se amodorra. Chaume sale, después de dejar todo en orden y de coger la escopeta.