La marcha

Pocos saben lo que cuesta mover un rebaño de dos mil ovejas cuando éstas se sienten atemorizadas por algún peligro. Pero ellas conocen perfectamente la voz del pastor. El «Riau, riauuu» que Chemari repite a cada momento es para ellas suficiente. Se van removiendo presurosas, formando como un oleaje de lana.

El único que va a pie es Chemari. A los flancos van, montados a caballo, los dos compañeros. ¿A qué velocidad puede moverse un rebaño? Las ovejas ya son un río que avanza, un río incontenible, desbordado, pavoroso…

Chemari va delante señalando el camino con su cayado. Hay que tener cuidado de que las ovejas no se desmanden. Las ovejas de por sí tienden a desperdigarse a veces justamente en el sitio donde el peligro es mayor.

Habrá que evitar dos peligros: las charcas pantanosas y los barrancos.

Ya el carro se ha puesto en marcha también.

Los caballos van al paso, lentamente, formando una fila de puntos orientadores a los bordes del rebaño. Los perros van también a los lados, sujetando el temor instintivo de las ovejas. En medio del silencio de la tarde las ovejas balan entre asustadas y felices. Probablemente presienten que van a puntos altos donde el pasto será más abundante.

La soledad es densa, impresionante, desafiadora. Los pajarracos siguen al ganado. Son aves macabras que saben que en estas desbandadas siempre alguna oveja queda herida y tirada en el camino; o acaso algún tierno corderillo recién nacido.

La caravana está a punto de penetrar entre las moles de rocas. Chemari detiene un poco la marcha del ganado y prepara su escopeta. Al cinto lleva también el revólver listo. Si le atacaran no podría contenerse…

Las ovejas silenciosas, amontonadas, avanzan ya como un batallón guerrero. Mirándolas cómo progresan obedientemente, igual que soldados, Chemari ha rogado:

—Gran Dios, Señor de los pastores: que no ocurra nada con sangre y que lleguemos al final con bien…

El rebaño avanza en forma de cuña. Los perros van delante y a los lados. Chemari lleva pegados a sus talones los corderos y las ovejas más fieles. A unos y otras, según los gustos, les va dando terrones de azúcar o de sal.

—Os vais portando muy bien, perfectamente —dice cariñosamente a las más próximas.

Los perros también animan a las ovejas con ladridos que parecen mimos.

—Tú, Perla, adelante. Tú, Maribelcha, a mi lado —prosigue Chemari como si estuviera delirando.

El pastor lo mismo reparte entre su ganado caricias que patadas. Pero lo domina, y las ovejas al sentirse dominadas exageran cada vez más la docilidad y el respeto. Las ovejas caminan contentas a pesar de que saben que el camino no es el acostumbrado y cotidiano. Es como si se hubieran percatado de que algo raro ha ocurrido. Y marchan obedientes, apretujadas, intentando avanzar cada una sobre la cabeza de la vecina.

Hay un momento en que el ganado más que un conjunto de ovejas es como un torbellino de aguas alborotadas, como una cascada arrolladora, como una pleamar de olas avanzando incontenibles, desbordantes, inundadoras. Así era el rebaño de Chemari avanzando por el pedregal.

Hay momentos en que Chemari, aun en medio del peligro y del miedo, se siente feliz, omnipotente, inatacable. Las ovejas son su defensa y serán su salvación. Si no sintiera que el momento es peliagudo para él, Chemari en estos momentos hasta caminaría cantando. Pero no puede; es más, hay momentos en que siente miedo, verdadero miedo, miedo como no lo ha sentido nunca, ese miedo que no debería sentir un hombre, ese miedo que él sabe que si tiene que explotar de alguna manera será en furia destructora de lo que sea y contra quien sea. Sin embargo, las ovejas que le inspiran estas ideas de superación son también las que le van haciendo sentirse pacífico y humano.

—No te quedes atrás, Maribelcha. Muy bien por Perla. Un aplauso a este Demonio de los demonios…

De vez en cuando Chemari vuelve la cabeza hacia su rebaño. Adivina y teme que alguna oveja se le quedará en el camino reventada por el esfuerzo; pero esto es inevitable. Para que se salven todas alguna debe perecer.

Al subir y bajar los desmontes pelados, Chemari grita:

—Riá, riá, riauu…

Una horrísona tormenta de balidos va poblando las solitarias crestas. Los balidos que al principio habían comenzado siendo vacilantes y lastimeros, son ahora arrogantes y casi amedrentadores. El estruendo del ganado es formidable y una majestuosa columna de polvo va indicando el sitio por donde, en forma de gleba apiñada, se va precipitando. Las ovejas avanzan imantadas por una voluntad, que es la de Chemari. Se ve que serán capaces de ir hasta el final porque presienten en la voz del pastor la promesa de pastizales húmedos y abundantes. Las ovejas, como temiendo el extravío y anhelando la integridad de todo el rebaño, a veces casi se solidifican en los desmontes formando como un río salvaje y fiero, unido y temible.

—Esto debí hacerlo antes… —se va diciendo Chemari.

Demonio viene hasta su amo y salta triunfante delante de él. Chemari sigue con sus pensamientos:

—También debí darme cuenta antes, mucho antes, de lo de Chaume… Fui muy tonto.

Como una catarata

Desde el carro le han mandado un aviso a Chemari. Debe ir atemperando la marcha del ganado. A la derecha hay un riachuelo y las ovejas deberán beber en él antes de lanzarse al cruce de la sierra y el barranco.

Chemari no es partidario de esta detención pero no tiene más remedio que obedecer.

Las ovejas han quedado amparadas en una ladera, protegidas por los perros y los pastores. El riachuelo las ha atraído como un imán. Se apretujan, se pisan, se incrustan unas entre las otras buscando el líquido refrescante y reparador. Chemari, entretanto, se acerca al carro y recibe órdenes. Ahora será el otro viejo el que dará la orden de marcha. Si por él fuera ya estarían cruzando el barranco. Era mejor pasarlo a última hora de la tarde que ya de noche. Por lo menos esa era su opinión. Pero no había más remedio que obedecer. Con doscientas ovejas de menos, no es fácil alzar la voz. Sobre todo cuando los pastores, como buenos camaradas, estaban dispuestos a poner cada uno cinco o seis ovejas, las que hicieran falta, para completarle a él el rebaño.

—En marcha —ha gritado el viejo.

Y como las olas de un mar, en seguida ha llegado hasta Chemari el ímpetu arrollador del ganado en movimiento azuzado por los perros.

—¡Riá, riá, riáuuu! —ha gritado Chemari con voz potente y enérgica.

Ahora o nunca, piensa Chemari mientras estimula y organiza la cabeza de la columna. Están cayendo las primeras sombras de la noche. Chemari va pensando si John y Tincho serán capaces de atacar de noche o lo dejarán para las primeras horas de la madrugada, una vez que todos se encuentren rendidos y despistados por el desconocimiento del lugar. El amanecer justamente les va a coger atravesando el barranco.

Pero cada vez que Chemari vuelve la cabeza se llena de valor y de una especie de ira sagrada. Ve los rostros de sus compañeros rígidos, concentrados, justicieros. A pesar de que ellos de por sí son rudos, bonachones, sencillos, más bien infelices, en este momento son algo más que individuos que están viviendo de prestado en un país inabarcable y poderoso. Los vascos en este momento se sienten porción de un pueblo intocable y digno de todo respeto.

Un pensamiento domina completamente a Chemari. El cruce de la extensión de tierras que caen bajo la vigilancia de los hombres de míster Link debe hacerse antes de que la Compañía tenga noticia de lo sucedido. Aunque en Boise no lo crean, él está defendiendo en estos instantes el nombre y los intereses de la Compañía. Pero será mejor que se enteren cuando las cosas estén cada una en su sitio, comenzando por el cuerpo de Chaume.

Ya están entrando en lo abrupto de la sierra. Pronto comenzará el peligroso descenso hacia las calcáreas gargantas que van a dar a los pasillos rojos del barranco.

Aquel será, sin duda, el sitio elegido por John y los suyos. Seguro que cuando lo vean aparecer, van a pensar que va solo y van a intentar echarse sobre él, con el lazo, como es su costumbre.

El sendero de la sierra es estrecho. Las ovejas pasan como aguas locas de una catarata. El paso es difícil. Las ovejas se atropellan sin querer y muchas se lastiman y se quejan. De todos modos, ya es tarde para detenerse. Si alguna queda herida, los del carro ya sabrán qué hacer con ella.

Demonio va y viene desde la cabeza al final del rebaño achuchando a las ovejas y despertando rabia y coraje en los demás perros.

El carro avanza con un farol encendido.

Momento de peligro

Ya es de noche. Chemari bebe de su cantimplora y enciende un cigarrillo. Él es el único que va pensando que la marcha no terminará en paz. Él ha conocido a John y a Tincho y sabe que no son gente que olvide ni perdone fácilmente.

Se están acercando al portillo del barranco. Dos montañas cierran él camino. A partir de entonces el cauce de la torrentera se adelgaza. De vez en cuando tendrán que toparse con enormes pedruscos que casi tapan el paso. El carro no tendrá más remedio que ir sorteando los obstáculos. De tarde en tarde surgen grandes matas de adelfas y de cactus extraños.

Al enfilar hacia el barranco hasta el propio ganado parece haber percibido la sensación de peligro. Ha sido en este instante cuando Chemari, subiéndose en una piedra alta, ha lanzado un prolongado irrintzina. Las montañas han devuelto el eco de la llamada ancestral y los demás pastores han respondido repletos de coraje. Los perros se han excitado y saltan entre los riscos como fieras desatadas.

El barranco es ahora como una caverna de espectros. Aquí y allá surgen inesperadamente las luces de las linternas. El pisar de las ovejas forma un ruido fragoroso y monótono. De los agujeros y de las grietas de las rocas salen despavoridos los pájaros.

Cada vez las sombras son más densas. Todo el barranco resuena con rumor de ataque o de huida, no se sabe bien.

Chemari piensa y dice incluso en alta voz:

—Es mejor que haya un poco de luna.

Los pastores tienen los ojos acostumbrados a las sombras. Las pastores, entre las sombras, distinguen muy bien a sus ovejas y saben también dar con el fulgor de los ojos del lobo o del zorro. Los pastores, aun con los ojos cerrados, saben muy bien cómo es la tierra que pisan.

Claro que también Chaume sabía la tierra que pisaba y, sin embargo se hundió. Y ha quedado hundido para siempre en ella. O a lo mejor es que nunca supo bien la tierra que pisaba…

Chemari va pisando fuerte, dueño de sí, casi retador.

Ha llegado un momento, cuando Chemari, empujado por la fuerza del ganado que le arrastra inexorablemente, ha visto próxima la angostura del barranco y ha dicho:

—Yo, Señor, prometo que me casaré con Maribelcha, allá en mi pueblo, y que viviré para siempre como cristiano, si yo y mi rebaño salimos de ésta…

Chemari se ha apartado un momento del alud de las ovejas. Está orinando al pie de los murallones. Mientras orina está rezando un Padrenuestro. ¿No era esto lo que había deseado desde hacía meses, atravesar el barranco, aparecer en la deslumbrante llanura y enfilar sierra arriba hasta llegar a aquella planicie superior que tantas veces había acariciado con los ojos, presintiéndola más que dominándola? Pues ya estaba en ello. Y además, no iba solo. Casi una decena de compañeros le seguían y le confortaban en la empresa.

Quien se iba a llevar la gran sorpresa era su primo. Se iba a quedar de una pieza cuando se enterara. ¿Por qué su primo le habría asignado de compañero a aquel desgraciado de Chaume, que quedaba ahora hundido en la charca? ¿Por qué, además, lo puso allí, precisamente allí, junto al rancho de míster Link, su suegro, todo lo respetable que se quisiera, pero con una patrulla de matones a su alrededor, peores que gitanos de la peor calaña? Quizás todo había sido casualidad. Mala suerte suya. Nadie tenía la culpa. Quizás nunca debió él venir a esta tierra…

En todo esto iba divagando Chemari cuando hasta sus oídos llegó el grito traspasador de unos irrintzinas continuados que se le clavaron en los oídos. Los perros ya han acusado la terrible fuerza del grito vasco. No es ahora un grito de júbilo ni de euforia. Es un grito desnudo como un cuchillo que los montes van devolviendo aserrado por el eco y hecho clamor de angustia.

Las ovejas cohibidas, desconcertadas, desesperadas, rompen el ritmo anhelante que llevan y se lanzan unas sobre otras…

Minutos de tensión

Chemari en su primer impulso hubiera querido volver atrás. Pero en seguida lo que hace es apartarse a un lado del ganado y gritar:

—¡Riau riau, riauuu…!

Las ovejas pasan a su lado como el torbellino de una cascada. Y siguen pasando. Balando, pisándose, embistiéndose… Los perros han formado un círculo en torno a ellas.

Chemari ha colgado su cayado en el hombro y se ha amarrado a la escopeta. Pero luego piensa que no es el arma apropiada y ha preparado el revólver.

Las ovejas siguen pasando. Pasan como un ciclón aventado. Todo el barranco tiembla y retumba como una catarata hirviente de truenos.

Suena lejos un tiro.

Chemari en medio de su pánico y de su confusión sonríe. Al menos ya se han descubierto los culpables.

Cuando da con el muchacho delgado —probablemente el pastor más joven de todo el Estado—, Chemari le dice:

—Tú sigue delante con el ganado. Hay que descender hacia el valle. Sigue el camino que va hacia el rancho de míster Link. Pase lo que pase.

El muchacho tembloroso duda.

Pero en ese momento se acerca el tipo fuerte, de la nariz colorada, el hombre de cuello recio como el de un toro.

—Adelante tú también con el ganado. No podemos quedarnos encajonados aquí…

Todavía vacilan. Chemari les grita:

—Yo conozco el modo de arreglar esto. El carro debe pasar. No podemos dejar que se ceben en ellos…

Los pastores y el ganado siguen. Hay alguna oveja lastimada en el suelo.

Demonio está al lado de Chemari. Y como si el perro pudiera entenderle, Chemari le dice muy por lo bajo:

—Creo Demonio que llegó la hora.

Chemari comienza a ascender por las crestas del barranco agarrándose como si fuera una alimaña. Ahora es cuando en Chemari se destapa la indomable terquedad del vasco. Demonio pegándose al terreno como una serpiente, acompaña a su amo.

Chemari piensa que hasta ahora lo único bueno que ha hecho Esteban por él es regalarle esté perro. Demonio, bautizado así por Chaume, es un verdadero demonio.

Chemari ha llegado a una primera cornisa amplia. Se ha deslizado sagazmente sin perder de vista el carro.

El carro ha apagado el farol. Pero sigue avanzando. Los caballos van a los lados.

Chemari piensa que esto está bien hecho. Probablemente los viejos se han apeado y van a pie. El carro es un blanco demasiado fácil si los malvados atacan.

Todo esto va enfureciendo a Chemari. Al perro le ha apretado el morro repetidas veces más que nada para desahogar su furia. El perro comprende. Chemari sigue trepando, agarrándose a los peñascos.

Probablemente, si piensan atacar a fondo atacarán buscándole concretamente a él. De eso está seguro. No es posible que hayan olvidado su juramento. El mejicano vendido se lo habrá traducido fielmente. Pero el ataque no debe suceder en el barranco. El ataque es casi seguro que lo preparan en la planicie, a la salida del barranco. Desde arriba es difícil que puedan hacer blanco.

De todos modos, ha llegado la hora. Lo que sea, ahora tendrá que ser. No va a estar toda la vida dándole vueltas a las cosas y arrepintiéndose, como le pasó con Chaume.

Jadeando, Chemari ha podido tumbarse en una segunda cornisa más pequeña y estrecha que la anterior. Pero Demonio no ha logrado escalar la mole. Chemari espera.

Han vuelto a sonar unos disparos. Chemari los ha localizado. Es muy posible que no sean más que John y Tincho. O acaso alguno más.

Pero el carro sigue avanzando. Su traqueteo resuena en la garganta desoladoramente.

El ganado debe de estar a punto de encontrar el boquete de salida del barranco. Los balidos de las ovejas resuenan cada vez más lóbregos y lejanos.

¿Qué le habrá pasado a Demonio? El perro no aparece. Sin embargo, una cosa buena hace, que es no ladrar. Chemari trata de colocarse precisamente en el pasillo rocoso que John tendrá que recorrer cuando quiera buscar la salida del barranco. Chemari tiene las manos arañadas y despellejadas. Pero sigue subiendo. Tiene que llegar al cruce del caminillo antes que decidan dar la batida al ganado en la explanada, frente al valle en que comienzan las tierras de míster Link.

Ya casi está alcanzando el descenso, pero en ese momento escucha los ladridos de su perro. Chemari se queda parado. Efectivamente, es Demonio. Ladra a la parte trasera del carro. Su ladrido es claramente un aviso de peligro imprevisto.

Chemari comprende al instante. El peligro está abajo. Cuando el perro lo advierte no es posible que esté equivocado. Todo el esfuerzo que ha hecho para subir ahora lo tiene que hacer para bajar. Pero descender también es difícil: un pie en falso y puede estrellarse.

Demonio sigue ladrando. Ahora como advirtiendo de un peligro inminente. Chemari casi se lanza al vacío sin saber apenas dónde pone los pies. Se está arañando las manos y hasta la cara. Sin embargo, va teniendo suerte. Chemari se desliza como una bala.

Ahora se da por enterado. Es posible que hayan decidido atacarles por la espalda. Si han dejado pasar el ganado será porque piensan acorralarlo más adelante. Es probable que con el pretexto de allanamiento de la finca hayan determinado cometer alguna barbaridad.

No tardó mucho en descender. Con sorpresa para él mismo va encontrando huecos y salientes en donde apoyarse.

Con todo, el carromato avanza más de prisa de lo que él quisiera. Y el perro Demonio sigue ladrando cada vez más rabioso y amenazador.

Por fin ha llegado al fondo del terraplén. Chemari entonces en vez de descubrirse se esconde hasta de su mismo carro. Pero todavía queda atrás Demonio clavado como una piedra, ladrando.

Suena un tiro. Es casi seguro que John y Tincho están atrás, dispuestos a acometer por la espalda. Agazapándose como un conejo, Chemari cruza a la otra parte del barranco y se tira al suelo. Allí, en un recodo, escucha unos ruidos raros, pisotones y bufadas. Son los caballos. ¿Cuántos hay? ¿Cuatro, seis…? Desde luego hay más de dos. Chemari se queda pegado a tierra unos instantes. No se sabe si lo que hace es rezar, pensar o temblar. No se atreve a moverse. De pronto escucha claramente la voz de John. La conoce muy bien, pero no sabe lo que dice. Por el tono está claro que da órdenes a sus hombres. Al momento parten al trote. ¿Cuántos caballos son? Por lo menos cuatro o cinco. Los caballos se alejan siguiendo al rebaño por el flanco derecho. Demonio los persigue de lejos ladrando; pero en seguida vuelve hacia su amo y calla. Chemari le aprieta el morro.

—Vamos, Demonio, no hay tiempo que perder.

Y Chemari, con el perro pegado a los talones, echa a correr en dirección al carro. Tiene que advertir a sus compañeros. Seguramente piensan atacar a la salida del barranco.

Chemari no puede más. Está deshecho, agotado, más por la tensión nerviosa que por el esfuerzo realizado.

El perro, como si supiera exactamente su intención, se le adelanta hacia el carro, ladrando.

Al mismo tiempo Chemari, a medida que se acerca al carro, lanza sus gritos de socorro. El carro ya ha advertido su presencia y detiene su marcha. Chemari sólo ha podido gritar:

—Abridme…

Sube al carro pero apenas puede hablar. Está desfallecido. El viejo le da unas palmadas:

—Calma, muchacho, no pasa nada…

—¿Cómo no pasa nada? Están ahí, nos persiguen. Seguramente piensan atacar a la salida del barranco…

—No atacarán —y el viejo habla con gran seriedad—. Te digo yo que no atacarán. Si pensaran atacar ya lo habrían hecho. Han estado a menos dé veinte pasos de nosotros. Nos han seguido, nos han visto, han disparado al aire… Pero nada más.

—Se ve que nos van vigilando, nos van siguiendo… Pero yo también creo que no harán nada —dice el otro viejo.

—Es que todavía no hemos pisado los linderos de sus tierras —replica Chemari—. Pero, ¿creéis que se van a quedar quietos cuando vean que nos metemos en los dominios de míster Link? Lo tomarán de pretexto para atacarnos.

—Tú cálmate, muchacho. Estás muy excitado. En todo caso será mejor conservar la calma. Si atacan… nos defenderemos.

Chemari se limpia la sangre y la tierra de las manos con un trapo y saliva.

—A la salida del barranco será lo gordo… —dice.

Detrás del carro van dos pastores a caballo con las escopetas dispuestas. El cario sigue avanzando en el barranco. En el silencio de la noche sigue escuchándose el trepidante pisar del ganado y sus vagorosos balidos, a veces cercanos y aterrorizados.

Chemari bebe un trago de una cantimplora que le ofrecen. No habrá fuerza humana capaz ya de detenerlos. Aunque él personalmente no llegara a cruzar el valle de míster Link, al ganado ya no habrá modo de volverlo atrás. El ganado se está, salvando; por lo menos está a punto de salvarse. Dos horas más y habrá cruzado la parte más difícil. Tres horas más a la marcha que van y el ganado estará a la otra parte de la ladera.

De vez en cuando Chemari mira desconfiado y temeroso hacia atrás. ¿Por dónde se presentarán John y Tincho? Chemari está seguro de que atacarán. En el fondo le molesta un poco la tranquilidad de los viejos. De momento, sentado en el carro, descansa. Entre tanto piensa que las ortigas y los hierbajos resecos se van quedando atrás y que los pastos no tendrán más remedio que aparecer de un momento a otro. Sin embargo, no logra tranquilizarse. A cada ruido vuelve la cabeza y hasta hay momentos en que acaricia el revólver.

Pero de momento todo parece haber quedado tranquilo. El galopar de los caballos de los hombres de John ha dejado de oírse. Y el ganado sigue avanzando como un alud de nieve.

Avance implacable

Al salir el carro por el portillo que cierra el barranco, lo primero que ven Chemari y los demás son los faros encendidos de un jeep parado.

Chemari teme lo peor. Los hombres de John seguramente le han tendido la emboscada. Chemari trata de adelantarse para saber qué ha podido ser del ganado. Pero una voz vasca le grita desde el coche:

—¡Chemariii!

—Pero si es Esteban —grita alborozado Chemari dirigiéndose a los demás pastores.

Del jeep descienden Esteban, un señor americano que lleva un gran sombrero de ala ancha y prendida en la cazadora una estrella de sheriff, otro americano y, finalmente, el pastor que se había acercado a Boise para dar cuenta de lo sucedido.

Esteban viene hasta Chemari. Los dos primos se abrazan.

—Pero, chico, ¿qué te ha pasado y a dónde vas con el ganado?

—Ya ves, mala pata que tiene uno.

—Pero… tú no tienes culpa de lo ocurrido. ¿Tú qué culpa tienes? Tú has debido quedarte en tu sitio… ¿Qué prisa tenías para mover el ganado? Esto es lo que has hecho mal, esto —y Esteban señala la caravana. Se ve que está irritado contra Chemari.

Chemari calla. Entonces el viejo del 21 se acerca y dice:

—Este muchacho no tiene la culpa de nada; pero el ganado estaba allí muy mal… y aprovechamos que estábamos todos para ayudarle a trasladarlo…

—Pero podían haber esperado a que viniéramos nosotros —y señala al sheriff.

—Usted tiene mucha razón… En eso no hemos caído. Pero aquellas condiciones eran muy malas para el ganado y hasta para las personas. Yo creo que el compañero de Chemari se ha vuelto loco por eso…

—Pero bueno, ¿qué ha pasado con ese muchacho? —y ahora Esteban se dirige de nuevo a Chemari.

—Yo no sé lo que le ha pasado… ¡Yo qué sé lo que le pasaba!

Esteban habla un momento en inglés con el sheriff. Luego se dirige otra vez a Chemari:

—Pero tú, ¿no habías notado algo antes?

—Claro que había notado, pero, ¡yo qué sabía!

El viejo del 21 interviene de nuevo:

—Este chico notaba algo raro en su compañero. Entonces fue cuando vino a buscarme a mí… Y llegamos al puesto. Chaume no aparecía por ningún lado… Creíamos que se había fugado o algo… Al fin lo encontramos, allá en el fondo del barranco… Lo llamamos, lo llamamos… Pero en cuanto nos oyó y nos vio, en lugar de volver, en lugar de venir con nosotros, echó a correr, como loco (yo creo que estaba loco, loco…) Pues, que en lugar de venir, echa a correr, y nosotros detrás llamándolo, llamándolo… —que se va al pantano ese… Y nada… que no vuelve atrás, que se mete, se mete…

—Pero… ¿tú no habías tenido ninguna discusión con él, ni nada? —pregunta Esteban a Chemari.

—Yo nada, yo sólo que lo veía muy callado… Y que ya otras veces se había ido solo al barranco. Y yo venga a buscarlo… Y por eso acudí aquí al compañero.

—¿Vosotros os llevabais bien?… ¿No?

Esteban habla de nuevo con el sheriff en inglés. En seguida, dirigiéndose a Chemari, le dice:

—El sheriff dice que le acompañes al sitio donde está Chaume…

—Bueno, yo estoy dispuesto a lo que sea… Pero primero quisiera, si puede ser, dejar al ganado en sitio seguro, más allá de esa montaña. Son mis ovejas, no quisiera dejarlas aquí… Ahora no tendremos más remedio que atravesar las tierras de míster Link. Sus hombres nos vienen siguiendo, seguramente nos atacarán o harán alguna de las suyas… No quisiera dejar solos en esto a mis compañeros…

—¿Que los hombres de míster Link os vienen siguiendo?

—Sí, han tirado varios tiros al aire. Por ahora sólo al aire…

—Estando yo, los hombres de míster Link no se meterán con vosotros… ¿Y cuánto tiempo necesitas para dejar las ovejas a la otra parte?

—Pues eso habrá que verlo… no sé exactamente; pero yo creo que dentro de tres o cuatro horas estaremos al otro lado… Yo espero que tú me comprendas. Mi obligación ahora es dejar las ovejas a salvo. Todavía no sé cómo acabará esto. Lo había deseado mucho tiempo… No había derecho a que estuviéramos allí, metidos entre la charca aquella y el erial… y sin una mata, y sin llover… Este pobre ganado no sé cómo ha resistido…

—Bueno, bueno —le corta Esteban— ya sé que eso fue siempre tu manía. Pero dejémoslo. Ya está hecho. ¡Qué se va a hacer!…

—Es que si hubiéramos estado arriba seguramente no habría ocurrido lo que ha ocurrido…

—No creo que tenga nada que ver: ni tú, ni la sequía, ni el terreno tienen nada que ver con lo que ha ocurrido. Vamos, me parece a mí…

—Yo no podía seguir allí… me hubiera vuelto loco yo también.

—Bueno, bueno, ya está bien. Vamos a ver…

Y Esteban habla de nuevo con el sheriff en inglés. Al cabo de un rato se vuelve a Chemari y dice:

—De acuerdo, te dejaremos llevar el ganado. Además, os vamos a acompañar. Luego te vienes con nosotros… el sheriff necesita hacer unas diligencias. ¡Ah!, ¿quién dices que estaba contigo? —y Esteban busca con la mirada al viejo del 21—. Usted se tendrá que venir también…

—No faltaba más, yo voy a donde haya que ir.

—Pues, en marcha. Nosotros iremos delante —y Esteban y sus acompañantes se dirigen al jeep.

Chemari se adelanta entre todos los pastores y va ganando terreno hasta dar con la masa de sus ovejas. Se mete entre ellas y avanza. Los demás pastores le ayudan a encauzar las ovejas. Los perros, percatados de que se impone la marcha forzada, azuzan al ganado. Chemari lanza tres «Riau, riau, riauuu» vigorosos y enérgicos. Las ovejas se aprietan en torno suyo y balan suplicantes. De nuevo el rebaño avanza como una riada incontenible. Están entrando en las lindes de míster Link…

Al borde del camino que van abriendo las ovejas en atropellado desfile, se ven entre las sombras algunos hombres de la ranchería. Están estupefactos. No se mueven. Están impresionados por el coraje y la solidaridad que van demostrando los pastores. Cuando Chemari lanza un irrintzina los demás le van contestando por turno, Desde el carro responden también los viejos, aunque sus gritos son más apagados.

Al rato los perros salen disparados hacia el flanco derecho del ganado. Ladran desesperados, como avisando de un peligro.

—Ya están ahí —piensa Chemari.

En seguida se oyen los caballos. Allí están, al mismo borde del rebaño, John y los suyos. Son seis caballistas. Chemari los ve muy bien y todos los pastores han podido verlos. Se han detenido en un altozano y desde allí contemplan el paso del rebaño. Claramente se ha oído gritar a John:

Okay, okay! Let'em go![11].

Pero Chemari no ha entendido nada. Sólo sabe que están allí y que pueden atacar de un momento a otro. ¿Y Esteban? ¿Dónde estará Esteban? El jeep se ha perdido llanura adelante. Si los hombres de míster Link atacan, Esteban ni se entera. Cuando se entere ya será tarde. Chemari piensa que él no va a estar esperando a que venga su primo a salvarlo. El sigue animando a su ganado, pero lleva la pistola a punto.

Los demás pastores también los han visto. Todos se acercan a Chemari y rodean el ganado. Todos llevan sus armas a punto. Chemari comienza a sentirse tranquilo. Sus compañeros le transmiten una extraña serenidad. Si John hace alguna de las suyas sabrá quiénes son los pastores vascos…

Pero John y los suyos no atacan. De vez en cuando galopan a lo largo del camino que lleva el rebaño. Es como si estuvieran comprobando que todo va en regla; es también como si les estuvieran guardando escolta a lo largo de los terrenos de míster Link.

Chemari comienza a creer que los hombres de John no tienen intención de molestarles. Y Chemari, en medio de la noche, sonríe…

—¡Riau, riau, riauuuu!… —y el grito de Chemari es casi un grito de triunfo.

La tierra de promisión

Está amaneciendo. Enfrente están las montañas, con sus cumbres nevadas y sus interminables laderas cuajadas de verdor. El rebaño sigue su marcha de manera implacable y jubilosa.

Al cruzar las últimas piedras que señalan los límites de los dominios de míster Link, Chemari se vuelve hacia su rebaño, abre los brazos y lanza un irrintzina prolongado y eufórico, que es coreado por todos los pastores. Los perros saltan gozosos a los lados del ganado. Chemari entonces saca su armónica y comienza a tocar. Hay un estremecimiento en todo el rebaño. Parece como si las ovejas quisieran todas acercarse al pastor para oír su armónica. Chemari avanza tocando, radiante.

La caravana comienza a ascender por entre pinos cuando brilla el primer rayo del sol. Los pájaros cantan produciendo una algarabía grandiosa al paso del rebaño. Luego cruzan una torrentera. De vez en cuando Chemari deja de tocar la armónica para animar a su ganado con algún grito.

Al coronar la montaña se encuentran ante una dilatada llanura cuajada de pastos que van espesándose en los repliegues del terreno. Chemari se siente feliz, dueño de sí, como no se había sentido desde que había llegado a esta tierra.

Sigue atendiendo a la llegada del ganado, que viene agotado, azuzado por los perros, alentado por los pastores. Pero también el rebaño parece estremecerse de gozo animal al pisar esta tierra nueva y fecunda. Los balidos de júbilo se expanden por la montaña. Chemari espera a que el ganado se vaya serenando. Llega también el carro y los demás pastores. Todos están rendidos pero alegres. El pastor viejo dice a Chemari:

—¡Ya estarás contento, eh! Esto es muy hermoso…

Chemari, con un ímpetu increíble, después de la dura marcha, se dispone a plantar la tienda. Los demás le ayudan. En muy poco tiempo la tienda queda levantada. Chemari, dirigiéndose al viejo, le dice:

—Ahora tendremos que bajar con mi primo; pero yo quisiera que esta noche todavía nos quedáramos todos aquí… para celebrarlo.

—¿Qué es lo que hemos de celebrar, qué? —pregunta el vasco de cuello grueso y colorado, acercándose.

—Algo tendremos que celebrar, digo yo… —responde Chemari.

—Pero, ¿tú crees que estaremos de vuelta a la noche? —pregunta el viejo.

—Yo pienso estar aquí a la noche, pase lo que pase —responde decidido Chemari.

—Si tú lo dices, muchacho, estaremos aquí a la noche y lo celebraremos.

Los pastores están de buen humor. Algunos se han ido en busca de un riachuelo y se están chapuzando. Se gastan bromas. Otros están pidiendo de comer. Nunca habían esperado que todo concluyera así. Todos, más o menos, habían temido cualquier emboscada traidora de los peones de míster Link. Ahora recuerdan los malos momentos del paso del barranco, cuando sonaron los primeros tiros. Pero todo ha pasado. El ganado se ha esparcido por la llanura abundante de pastos, confiado y feliz. Los balidos han dejado de ser angustiosos y también los ladridos de los perros que saltan y retozan queriendo mostrar su alegría por el nuevo emplazamiento.

Ya hay una hoguera encendida. En seguida, sobre el fuego, hay una sartén. Dos pastores están ordeñando ovejas. Otro corta pan duro. En un plato se amontonan los trozos de tocino y de chorizo.

—¡Vaya almuerzo que nos vamos a tirar al coleto! —exclama alborozado el pastor del cuello grueso y nariz colorada, mientras él mismo se abre una lata de cerveza.

Sobre el monte reinan la paz y la camaradería.

La tremenda confidencia

Los pastores están desayunando cuando aparece el jeep con Esteban y sus acompañantes. Las grandes rebanadas de pan, los trozos de chorizo y los torreznos son trasegados en cantidad. Los pastores les ofrecen de todo; pero sólo aceptan café.

Esteban procura hablar aparte con Chemari:

—Ya estarás contento, ¿eh?

—Pues, sí, ya estoy contento. Y no por mí, sino por las ovejas…

—Pues, ¿sabes lo que he pensado?… Que lo mejor es que tú te vengas a Boise conmigo. No quiero que te quedes más en el monte… Lo malo es que tendrías que aprender un poco de inglés en seguida…

—No me hables ahora de eso…

—¿Por qué no? Comprendo que tengas disgusto por lo de tu compañero. Pero tú no has tenido culpa de nada. No creas que en la Compañía va a haber nada contra ti por eso… Al contrario, ya sabré yo sacar partido de todo esto para que te den un puesto allí. Y las chicas, ¿sabes?, se van a poner contentísimas. Tú no sabes la simpatía que te tienen.

Ante las palabras de su primo el gesto de Chemari es de honda tristeza, de verdadero sufrimiento. Se ve que lucha por no descubrir un secreto.

Al fin dice:

—A lo mejor, yo me vuelvo allá…

—¿Volverte ahora, volverte ya?… Pero, ¿por qué has de volver? Te digo que todo esto a ti no te perjudica lo más mínimo, si es eso lo que crees. Yo ya tenía pensado llevarte a Boise, más tarde o más temprano. Y mira por donde, ahora es la ocasión… No sabes tú todavía lo que a ti te espera en esta tierra.

—Yo no espero nada.

—¿Tú qué sabes? Esta racha te pasará… Es natural que ahora estés así. Pero todo pasa. Antes de una semana, te habrás olvidado de todo…

—Hay cosas que no se olvidan…

—Eso es mentira, una gran mentira: todo se olvida —y Esteban recalca las palabras, al mismo tiempo que les da un acento de nostalgia.

—Es que yo no quiero olvidar, ¿comprendes?

Esteban ha callado un momento. Al fin dice:

—Nadie quiere olvidar. Chemari… Pero olvidamos igual, olvidamos, aunque no queramos…

—Yo no tendré más remedio que volver… ¡Lo he prometido!

—¿A quién lo has prometido?

—Lo he prometido esta noche, mientras avanzaba con las ovejas, cuando no sabía si llegaría vivo, si llegaríamos nadie…

—Pero, qué loco estás… ¿Por qué no ibas a llegar vivo? Te has empeñado en creer que John y los peones son unos criminales, unos bandidos de película… Esa es la influencia de las películas del Oeste —y Esteban adopta un tono de chanza.

Chemari está cada vez más concentrado. Calla.

Esteban vuelve a preguntar:

—¿A quién y qué has prometido esta noche, vamos a ver?

—¿A quién va a ser? A quién se promete todo, a quién no se le puede ocultar nada… A Él se lo he prometido.

—Pero bueno, hablas como si tú tuvieras algo que ocultar…

—Pues claro que tengo algo que ocultar.

—¿Qué es? —Esteban está ahora duro.

—Prométeme que no saldrá de ti. Todos los compañeros han acordado, hemos acordado, que esto no saldrá de entre los vascos, de entre nosotros los pastores…

—Bueno, dime de una vez lo que es: yo también soy vasco, ¿no? Yo también fui pastor, antes que tú fui pastor…

—Ya lo sé, ya lo sé. Por eso te lo voy a decir…

—Dilo de una vez.

—Yo venía notando algo raro en Chaume; pero no es que estuviera loco… No, no estaba loco. Lo que estaba es vendiendo las ovejas de nuestro rebaño, robando ovejas… ¿Comprendes? Robando las ovejas y vendiéndolas… ¿Sabes cuántas ovejas me faltan, más o menos? Doscientas ovejas…

—Me dejas de una pieza. ¿Cómo podía hacer eso? ¿A quién vendía las ovejas? .

—¡Ahí está! ¿Sabes a quién vendía las ovejas? A John y a Tincho, a ellos se las vendía… Ellos se las compraban.

—¿Es cierto eso?

—Y tan cierto. Yo no me atrevía ni a pensarlo siquiera. Y por eso fui a buscar al viejo del 21. Él lo vio como yo. El vio cómo Chaume les entregaba las ovejas en el fondo del barranco. El vio, como yo, cómo le daban el dinero y cómo Chaume lo guardaba… Esto es lo que vimos con nuestros propios ojos. ¡Un pastor vasco estaba haciendo esto!

—No puedo creerlo…

—Nadie lo puede creer. Nada más que viéndolo, como lo hemos visto nosotros…

—¿Y vosotros, entonces, qué hicisteis?

—¡Ahí está! Que nosotros hicimos mal en gritarle. Nosotros debimos callar. Pero no nos pudimos contener. Nosotros le gritamos, y él, al verse descubierto, echó a correr…

—Vosotros le seguisteis…

—Nosotros le seguimos al principio. Pero cuando vimos que se metía en el pantano, le llamamos, le dijimos que no le iba a pasar nada, que se volviera… pero él siguió, siguió… No podíamos hacer nada: le llamamos con todas nuestras fuerzas, que se volviera. Pero no quiso… Y se hundió.

—Pero… esto habrá que decírselo al sheriff.

—Los viejos han acordado que no se diga nada. No podemos ir contra esto. Es un acuerdo de todos.

Esteban calla. Se ve que reflexiona profundamente.

Chemari continúa:

—No se ganaría nada con remover las cosas. Él ya ha tenido su castigo, un castigo bien malo… Y luego que, ¿sabes?, Chaume no era vasco.

—¿Que no era vasco?

—No, seguro que no era vasco. Eso es lo que nos consuela a todos. Pero eso sólo lo sabemos nosotros. Para todo el mundo era un pastor vasco, ¿comprendes?

—Claro, claro. Esto es un gran disgusto para mí, te lo aseguro. Esto no había sucedido nunca, vamos, yo creo que nunca… ¡Nunca!

—Por eso yo… me voy.

—¿Pero por qué te has de ir tú? ¿Tú qué culpa tienes?

—Ya lo sé que no tengo culpa… Pero, mira: me ha tocado a mí esto y no a otro.

—Eso no importa nada. En todo caso es una mala pata, nada más.

—Yo lo tomo como un aviso, como una señal…

—¿Una señal de qué? No seas tonto y deja ya de pensar cosas raras.

—Creo que yo no nací para esto…

—Tú has nacido para esto precisamente. Tú has sabido llevar muy bien la cosa. Y en todo caso, esto no tiene ninguna importancia. Ya verás cómo no la tiene. Antes de una semana nos habremos olvidado todos de esto, y tú tienes aquí un porvenir clarísimo, a mi lado. Te lo digo yo. No olvides que dentro de poco yo seré quien lleve el rancho…

Chemari hace un gesto de disgusto:

—Bueno, si te parece no querría hablar más de esto. Ahora vamos a lo que vamos y lo demás ya tendremos tiempo de hablarlo.

—Eso sí, ya hablaremos… Tú ahora debes descansar unos días y olvidar este feo asunto… Pasados algunos días, hablaremos Esteban y Chemari se incorporan a la reunión. El sheriff ha terminado de tomar su café y habla con Esteban en inglés. El viejo del 21 y Chemari se preparan para marchar con ellos. Chemari se acerca de nuevo a Esteban y le ruega:

—Oye, yo quisiera estar de vuelta a la noche, si puede ser, vamos. No quisiera que todos estos compañeros se tuvieran que marchar así, sin que yo los despida como es debido…

Esteban sonríe y le da una gran palmada en la espalda. En seguida habla con el sheriff un momento y luego dice a Chemari:

—A la noche podrás estar muy bien de regreso. Tendremos que traerte…

Cuando todos han montado en el jeep, los pastores, de pie, les dicen adiós con la mano. En seguida comienzan los comentarios:

—Pues éste, a lo mejor, con todo esto ha hecho su agosto.

—Es posible. Ya veis que el primo lo quiere bien…

—Nada me extrañaría que se lo llevara consigo a la ciudad.

—Me parece, por lo que he oído, que se lo quiere llevar; pero Chemari no parece muy decidido.

—¡Será tonto Chemari!

—Ya veréis cómo se va y además ¡quién sabe!, luego otra boda…

—Chico, no hay como tener un primo… Un primo hay que tener hasta en el infierno. Para algo servirá…

—¿Pero, vosotros creéis que volverá a la noche, como ha dicho?

Entonces interviene el viejo canoso y dice:

—Muchachos, si este chico ha dicho, y su primo también, que vuelven a la noche, ellos volverán. Y nosotros tenemos que tener preparado algo… Así, que, ea, ¿qué os parece si buscamos por ahí algún cordero que no esté mal para meter en las brasas?

—¿Pero es que vamos a celebrar algo de verdad?

—Cualquiera sabe —dice el viejo filosóficamente—. Chemari dirá cuando venga. Creo que Chemari tendrá algo que celebrar… Digo yo…

Y la actividad comienza en la ladera. Los pastores han decidido preparar un banquete para el regreso de Chemari.

Se prepara el gran festín

Los pastores, mientras tanto, eligen dos de los mejores corderillos y los sacrifican. El pastor del cuello gordo se ha acercado a una cantina que hay en la carretera a cinco kilómetros y vuelve con un saco lleno de latas y viandas.

Los corderos cuelgan de la rama de un árbol sangrantes. Ya está ardiendo el fuego y se nota un ajetreo alegre entre todos ellos, que sacan cosas del carromato y preparan la gran comilona.

—Menudo susto se va a llevar cuando aparezca.

—Es justo que lo celebremos —dice uno de los jóvenes.

—Ya estaba hasta los mismísimos de tanto Chaume —dice el del cuello gordo.

—¡Al diablo Chaume! —dice el viejo, y es el primero en vaciarse una lata de cerveza.

—Pero el muchacho algo ha sacado en claro —dice otro de los jóvenes.

—Era natural. El primo tenía que terminar tirando de él.

Los pastores están animados. Lo que en este momento los tiene contentos es el sentirse juntos y que todo haya terminado en paz.

—La cara que habrá puesto míster Link cuando se haya enterado —dice el viejo del 21.

—No podrá quejarse. No se le hizo el menor daño a su «jardín»… —dice el otro viejo riendo.

—Lo que tiene que hacer míster Link es dar el bote a esos ladrones de ganado que tiene en su rancho —dice uno de los jóvenes.

—Lo hará, lo hará. Seguro que lo hará —agrega el del 21.

—Tan pronto el primo de Chemari se lo cuente —agrega el viejo del pelo blanco.

Todos parecen haber salido de una pesadilla. Ahora beben. Hay uno de los jóvenes que al ver la pradera y el ganado esparcido por sus verdes lomas dice:

—Esto ya se parece más a lo de allá… y a continuación canta:

Asturias, patria querida,

Asturias de mis amores,

quien estuviera en Asturias

en algunas ocasiones…

Los pastores aplauden. Pero no están ociosos. Hay uno que está preparando la ensalada. En un plato de soldado de esos de cinc, vuelca un tarro de aceitunas y luego latas de sardinas y atún. También corta cebolla mientras dice dirigiéndose a los demás:

—Mirad qué lagrimones, puñeteros. Me habéis dejado lo peor…

Otro de los jóvenes va abriendo botes de tomate y mermeladas. Pero entre faena y faena, beben y canturrean.

—¿Y dónde pondremos las tajadas? —dice el que hace de cocinero mientras se dispone a empezar a cortar el primer cordero.

—En el kaiku, hombre. Ahora no tenemos queso que hacer. Y si sabe a leche, mejor. Aquí todo sabe siempre a leche. Hasta nosotros sabemos a leche.

—A mala leche, querrás decir.

—¿Mala leche, zagal? Eso seréis vosotros, los recién quitados de la teta —dice el viejo canoso.

Regresan Chemari y el viejo

Los pastores no hacen más que mirar hacia la torrentera. La tarde va cayendo y Chemari no aparece. Pero de todos modos siguen bebiendo y cantando. Por fin aparece el jeep y aplauden. Pero el jeep no se acerca al nuevo puesto 14, sino que se va al borde de la torrentera para que desciendan Chemari y el viejo del 21. Desde el interior les hacen signos de saludo con la mano y el jeep se aleja.

Chemari y el viejo son recibidos entre apretones de mano y palmadas.

—Oye, ¿tenemos lepra para que esos no hayan querido acercarse?

—No es eso —dice Chemari—, ya me lo habían dicho. Tienen que estar en Boise esta misma noche. —A lo mejor terminas también tú allí.

—Eso está más claro que el agua —añade otro de los jóvenes.

—Quién sabe —dice lacónicamente Chemari. Enseñan a Chemari los preparativos de la gran comilona y beben todos juntos, no sin dejar que antes el viejo del 21 diga con toda solemnidad:

—A la salud de todos los presentes y hasta la próxima.

Luego le explican a Chemari:

—Mira, tenemos dos platos: primero cordero frito, con un guisote bárbaro; y luego, para el que no quiera cordero frito ni guisote, cordero a la brasa… Conque, a elegir.

Han hecho un círculo y se han sentado en el suelo. El que hace de cocinero, antes de sentarse, reparte entre los perros los despojos de los corderos.

Está atardeciendo y los pastores forman un cuadro nostálgico. Parece que estén cumpliendo un éxodo o una reunión solemnemente triste. Los pastores saben que después de la comida tendrán que separarse. Por eso, no cejan en sus bromas:

—Oye, tú —le dicen al del cuello grueso y colorado— ¿es verdad que tienes una ardia[12] con la que te acuestas las noches de invierno?

—No me seas segailla[13], tú —responde.

Todos la cargan con él. Ahora es el viejo canoso el que le dice:

—Lo que me han dicho es que estás ya más rico que todos nosotros juntos.

—Sí, sí; el cementerio de mi aldea ya lo puedo comprar cuando vuelva.

—¿Pero tú piensas volver?

—Yo voy a volver y cuando vuelva seré él capador de todas las Vascongadas.

—¡Qué bestia!

La espera

Todos ríen y beben. Están comiendo con un apetito feroz. Uno a uno se van quitando el cinturón.

En el rostro de Chemari hay, con todo, un gesto de melancolía y cansancio. Se ve que las diligencias de junto al pantano lo han desmoralizado un poco. Por eso, de rato en rato, le dicen los compañeros.

—Levanta ese ánimo, muchacho.

—Olvídalo todo.

—Aquí no ha pasado nada. Lo dicho: tú tendrás tus ovejas y luego te llevarán a la capital. Allí por lo menos de vez en cuando verás alguna hembra…

—Aunque parezca que no, dicen los que lo han probado que las americanas son calientes como las cabras —dice uno de los jóvenes.

—Este terminará emparentando de veras con su primo…

—Anda y ríete del mundo —añade sentencioso el viejo—. ¿No querías este pastizal? Pues ya lo tienes.

—Menudo soroa[14] te ha tocado en suerte.

Chemari se levanta y trae del carro una botella de whisky. La enseña y dice:

—La tenía guardada para una buena ocasión, aunque a mí me gusta más el aguardiente de nuestra tierra…

—Trae para acá.

Beben en la misma botella con enorme afán. Están sudorosos y ahítos. Pero no cesan de beber y de decirse bromas. Al del cuello de toro, como ellos dicen, le echan un montón de sal en la mermelada y sale escupiendo.

Es precisamente en este instante cuando Chemari, adoptando un aire grave, les dice:

—Bueno, no se trata de amargar la comida a nadie, pero el que quiera algo para la tierra, no tiene más que avisarme y decirme lo que quiere enviar. Dentro de unos días, tan pronto todo esto quede claro, y venga el sustituto, me largo.

—No seas tonto.

—Estás loco.

—Chaume lo contagió por lo visto.

—Eso lo dices ahora.

—¿Conque esto es lo que querías celebrar? —dice muy calmoso el Viejo más viejo.

—Lo he decidido y no me volveré atrás —insiste. Por eso mi primo no quiso acercarse. Se ha disgustado conmigo. No importa. Yo regreso, conque, ya lo sabéis. Ir preparando si queréis algo porque estoy dispuesto a ir a la aldea de cada uno de vosotros…

—Tú bromeas.

El viejo del 21 se ha quedado mirándole fijamente. Y, al ver el gesto de Chemari ha dicho con gravedad:

—Yo sé que no bromea.

Pero son los jóvenes los que no quieren convencerse y murmuran, aunque ya sin mucho convencimiento:

—A lo mejor cambia de idea.

—¿Cuánto tiempo has estado aquí? —le pregunta el viejo canoso.

—Van a faltar unos días para el año —responde.

—De manera que te vas a pasar las Navidades en la aldea. Eres un granuja de marca —dice el del cuello grueso, que está congestionado.

—Por eso se ha enfadado mi primo, porque ni siquiera me quedo a su boda.

—¡Maldito Chaume, la cola que ha traído el desgraciao!

Todos quedan pensativos, entristecidos. Chemari entonces se da cuenta de que está deshaciendo el tono alegre de la velada. Va al carro y coge su armónica muy concentrado, mientras piensa en su aldea intensamente, comienza a tocar. Después de varios titubeos, se decide por Maite. Una lágrima resbala por la mejilla del viejo pastor del 21. En cierto modo, todos los pastores miran a Chemari con ojos de envidia y de respeto.

—Oye, ¿qué es lo que dirás al llegar a Barajas?

—Sí, sí, qué es lo que vas a decir al pisar tierra española.

—A ver, a ver cómo te portas y qué dices de nosotros —agrega el más jovencito.

—¿Pues sabéis lo primero que diré al llegar a Barajas, y a Bilbao, y a San Sebastián, y a mi aldea?

—Sí —gritan todos.

—Pues, ¡Aupa el Athletic!

Los pastores gritan:

—¡Aupa el Athletic!

—¡Vivaaa!

Chemari vuelve a la tonada de Maite y todos corean la canción, mientras los perros rodean a sus amos agradecidos también del banquete. Los caballos relinchan, acaso presintiendo la jornada de camino que les espera Se escucha también algún balido de las ovejas.

La noche va cayendo mientras todos, hermanados, cantan:

Buscando hacer fortuna

como emigrante

marché a otra tierra

y entre las mozas una

quedó llorando por mi querer…

Chemari está sacando a la armónica notas vibrantes, emocionadas. Está inspirado como nunca. Las sombras de la noche no permiten ya ver los ojos de los pastores empañados en lágrimas. Alguno de ellos, para disimular, se suena con fuerza. Pero todos cantan poniendo el alma en la canción. Las ovejas y los perros están silenciosos, quietos, estremecidos. Hasta los matojos y la pinada parecen escuchar inmóviles, transidos. Y la canción vasca, plena de nostalgia y de melancolía, señorea el paisaje y los cielos en este rincón del Oeste americano…