XXVI
Busqué en internet datos sobre falsificaciones de cuadros. Leí la historia de Los almendros, que Van Gogh pintó en uno de sus escasos momentos de lucidez. En medio de un campo yermo, con las tierras embarradas de un amargo color marrón, en ese lienzo estalla el blanco de las flores de dos almendros recién florecidos. Esa imagen es una llamada angustiosa del pintor a la esperanza, en un período en que la locura le había dado una fugaz tregua. El doctor Gachet le pidió que pintara para él otro cuadro de ese paisaje y Van Gogh hizo una copia exacta del anterior, salvo en el añadido de unas nubes grises que amenazan el azul del cielo en la lejanía. El primer cuadro original se perdió años después; y la copia sufrió un corte involuntario en la tela, por lo que su propietario la llevó a restaurar. El taller que lo reparó hizo una copia idéntica de ese cuadro, con el mismo corte en el lienzo. Las dos versiones están hoy colgadas en las paredes de dos mansiones a miles de kilómetros de distancia: una en el rancho de un magnate norteamericano que comercia con barriles de petróleo; la otra, en la hacienda de un ganadero australiano que mata cada día cientos de ovejas para abastecer el comercio de carne en varias ciudades de Japón, Filipinas y Corea. ¿Cuál de las dos será la copia auténtica?
Visité páginas de subastas de arte, con el temor irracional de que en alguna de ellas pudiera encontrar citada La Venus que pintó Velázquez. Encontré cuadros de Bacon vendidos a siete millones de euros, de Gauguin a dieciocho, de Munch a nueve, de Canaletto a veintisiete, de Toulouse-Lautrec a diecinueve millones de euros. Todos, en un mismo año. Una bacanal de millones gastados en Londres y en Nueva York, con el gesto rutinario de estampar un garabato en un talón.
No sé cuál es el cuadro más caro del mundo. Van Gogh, que pasó toda su vida luchando contra la locura y la pobreza, no consiguió vender más que un solo cuadro. Cuando sus huesos descansaban por fin bajo tierra, un fabricante japonés de papel pagó ochenta y tres millones de dólares por su Retrato del doctor Gachet. Picasso pintó su Muchacho con pipa en uno de los momentos más miserables de su vida, cuando se alojaba en un barracón de Montmartre que no tenía electricidad ni agua. Estaba en la indigencia, rodeado de mendigos, prostitutas y payasos de circo. Apenas tenía para comer y celebraba que alguien le comprara un lienzo por un puñado de francos. Cien años después, ese cuadro se subastó en Sotheby's de Nueva York por un precio de salida de cincuenta y cinco millones de dólares. Cinco minutos tardó en venderse, subiendo millón a millón y a saltos hasta los noventa y tres millones de dólares: ciento cuatro, sumando las comisiones y los impuestos. ¿Quién es capaz de gastar la cifra de ciento cuatro millones de dólares en el tiempo que dura un parpadeo?
Mientras recorría las páginas de subastas navegando como un náufrago entre tanta orgía de dinero, fue en aumentó mi sensación de zozobra. Me sentía agobiado por la sospecha de que el cuadro de Turner fuera una copia reciente. ¿Cómo se inicia la venta de un cuadro antiguo?, pensaba entonces, inquieto. Precisamente de la manera que yo estaba propiciando. Cuando no hay certezas absolutas y falta documentación, se acumulan indicios que justifiquen la atribución de la obra a un pintor o a su taller o a su época; aunque sea incierto. ¡Cuántas veces es dudosa la atribución, que se sugiere de una manera ambigua, de un lienzo a un autor cotizado! ¡Y cuántas veces es oscura la procedencia de cuadros vendidos clandestinamente!
De ese juego de engaños no se libran ni siquiera los propios museos. Leí que en el museo Británico se expone el Cristo coronado de espinas de Van Dyck, que algunos calificaron como una copia falsa. En Escocia, la Galería Nacional cuelga en sus paredes la Adoración de los Reyes Magos, de Andrea Mantegna, obra sobre la que se han pronunciado comentarios similares. El Prado, de Madrid, tuvo que enfrentarse a las mismas sospechas en relación con obras de Goya como El coloso o La lechera de Burdeos. Y así tantos otros... ¡Cuánto engaño y cuánta falsedad!
Por el retrato de Juan de Pareja el museo Metropolitano de Nueva York pagó en 1971 cinco millones y medio de dólares. El barbero del Papa le costó al Prado en 2003 veintitrés millones de euros. ¿Cuánto costaría hoy una Venus del espejo?
Volví a repasar todos los documentos que tenía sobre Velázquez de los años posteriores a su regreso del segundo viaje a Italia. Quería buscar si entre los legajos que se conservan en el Archivo Histórico Nacional había alguna carta de pago, alguna transacción, escritura, pleito o contrato sobre La Venus que tenía el pintor en su casa.
¿Qué hacía Velázquez una vez que volvió de Roma? Pintar a la familia real. No compuso muchas obras en esos años y casi todas fueron retratos de personas de la Corte. Es lo que hizo durante toda su vida; por eso la obra de Velázquez es una mirada sobre aquel mundo alucinado de la época de Felipe IV. A través de sus cuadros intentaba comprender el mundo contradictorio de su tiempo: qué escondía Felipe tras su mirada triste, qué había detrás de los ojos confusos del Niño de Vallecas, qué queda de aquello que tanto hemos amado y por qué se pierde la belleza de un cuerpo hermoso que un día acariciamos con codicia.
Velázquez pintaba lo que tenía delante de sus ojos, una realidad que a veces no era hermosa. Conoció enanos y aguadores pobres que tenían la piel reseca por el sol, vendimiadores y borrachos tabernarios, niños harapientos, nobles poderosos pero tontos, y reyes cuya fealdad era el espejo de un espíritu alelado. La vida no es siempre bella ni los días son todos luminosos, bien lo sabía el pintor. Pero ella sí. Velázquez veía a Flaminia hermosa como la luz tibia del amanecer, apetecible como un racimo dulzón, fresca como un sorbo de agua en la fuente de la Teja. Y eso es lo poco que contemplaba con emoción en la soledad de su estudio, durante aquellos años desquiciados. Lo demás era aburrimiento y desengaño. Lope de Vega había escrito que en palacio hasta las figuras de los tapices bostezaban. Y eso es lo que transmiten los retratos que pintó Velázquez en esos años: la cara abotargada de la reina niña Mariana de Austria, la faz deprimida del rey, la fragilidad de los príncipes que nunca heredarán el trono.
Volví a repasar los documentos que tenía de aquellos años. De La Venus del espejo encontré un escrito que podía ser clave. Después de morir Velázquez tuvo el cuadro en su estudio un pintor de la Corte: Domingo Guerra Coronel. El cuadro se cita en la tasación de los bienes que se hizo por un embargo de sus negocios y fue confiscado por el cardenal de Toledo. ¿Pudo haber hecho una copia de La Venus el pintor Domingo Guerra? ¿Eran ésas las iniciales que tenía grabadas el cuadro de Turner?
—Te sorprenderá lo que he averiguado —me advirtió Andy nada más llegar a su despacho—. Digitalicé todas las fotos que me enviaste —me explicó, sentados los dos frente a la pantalla del ordenador—; y en este diagrama fui apuntando las medidas y proporciones.
Me enseñó una imagen con los contornos de la cara que está pintada en el espejo del cuadro de Velázquez, y sobre ella había anotadas varias medidas: la anchura de la frente, la distancia desde las cejas hasta el arranque del cabello, la separación de los pómulos, el contorno de los párpados y del entrecejo de la nariz, el cuello, la redondez de la barbilla, la medida de los labios que se vislumbran en el cristal...
Al escribir Andy algo en el ordenador, el programa generó un rostro plano dividido en numerosas cuadrículas de color verde, que señalaba con líneas rojas los perfiles documentados del cuadro y con otras rosadas las que se deducían del conjunto de las medidas escritas. Pulsó una tecla y apareció el mismo rostro cuadriculado, pero de perfil; después de espaldas; y luego, el perfil opuesto.
—Mira el proceso —me dijo, mientras tecleaba varias veces y escribía en diversas pantallas del programa. Al acabar, golpeó una tecla y apareció el rostro de la mujer dibujado con líneas rojas y rosadas, en la misma posición que tiene en el espejo del cuadro. Lentamente se fueron sucediendo diversos rostros, girado cada uno un centímetro con respecto al anterior. Cuando estaba de espaldas, Andy detuvo el programa y la cabeza permaneció parada en la posición que tiene la mujer recostada en el cuadro de Velázquez.
—Ésa es la cabeza que tendría el rostro de la mujer que se ve en el espejo —me dijo, volviéndose con gesto satisfecho—. Ahora verás el resultado del mismo estudio hecho sobre la imagen de la cabeza que se ve en el cuadro de espaldas.
Dividió la pantalla en dos partes; en una quedó inmovilizada la imagen anterior; y en la otra reprodujo el mismo proceso de antes, pero con las medidas que aporta la cabeza que se ve en el lienzo.
—Ya ves que predominan los perfiles en rosa, porque en este caso son más los datos que hay que deducir a partir de las medidas que disponemos de la mitad de la cabeza tapada por el pelo. Pero tenemos datos del cráneo y del pómulo y las líneas de la frente y el perfil de la cuenca del ojo.
Volvió a introducir instrucciones al programa y el dibujo reproducido de forma plana con cuadrículas verdes fue girando centímetro a centímetro hasta disponerse en la misma posición que el que estaba fijo en la otra mitad de la pantalla.
No eran iguales: la cabeza generada a partir del rostro del espejo no coincidía con la cabeza de la mujer pintada en el cuadro. Andy pulsó una tecla y ambas fueron a superponerse, quedando parpadeantes aquellos perfiles que no coincidían. En la parte inferior de la pantalla aparecía un porcentaje.
—Esa cifra indica la coincidencia entre ambos perfiles. Ya ves que es insuficiente para que se superpongan: sólo tienen en común un sesenta por ciento de las líneas.
—O sea, que el rostro y la cabeza pintados en el cuadro, definitivamente, no son de la misma mujer.
—Eso es. De hecho, ya ves que el rostro del espejo está pintado sin la voluntad de representar los rasgos definidos de una persona: son unas pinceladas gruesas, para sugerir una cara, unos ojos borrosos, una nariz informe y un perfil del cabello que ni siquiera tiene el peinado de la mujer de espaldas. Esa mujer no era como la vemos en el espejo —concluyó Andy.
—Velázquez no quiso desvelar quién era —añadí pensativo—; y por eso ocultó su rostro.
—Una pena —dijo él—. Porque era muy hermosa. —Y preguntó, mirándome—: ¿Quieres saber cómo sería esa mujer?
Se volvió al ordenador y empezó a escribir con agilidad diversas operaciones. Al momento apareció modelado en tres dimensiones, y coloreado con los tonos que tiene la Venus del cuadro, el rostro hermoso de una mujer. Andy pulsó una tecla y en la pantalla apareció el espejo que pintó Velázquez y sobre él se reflejó entonces la cara de la mujer. ¿Sería así como vio Velázquez a Flaminia tantas veces en el palacio de Villa Médicis?
El mismo día que Lucía volvió de Roma, quedamos para cenar en su apartamento: una tortilla de patatas, que es lo único que yo sabía hacer con esmero y que a ella le gustaba. Se lo propuse cuando me llamó diciéndome que había llegado a Londres.
El encuentro fue poco apasionado: un abrazo, algún beso, un qué tal, bien, cómo te ha ido, me alegro, estás guapa... Mientras miraba su rostro joven comprendí los sentimientos que tendría Velázquez extraviado en la nostalgia de los días de Roma. Lucía estaba radiante y ella lo sabía. Su gesto mostraba la seguridad de su juventud hermosa. Sus ojos eran negros como el tizón y su mirada tenía la belleza serena del cielo en las noches de verano. Pero ¿dónde estaba la pasión que nos unía otras veces? Los días que habíamos estado juntos en Roma conocimos un enamoramiento renovado. En nuestros encuentros había arrebato y un gozoso delirio de los sentimientos. Los dos nos sentíamos arrastrados por un vendaval de emociones. Pero ¿qué fue de aquello? ¿Sólo un fuego de artificio? ¿El rebrote de una unión que los dos sospechábamos que podría estar viviendo sus últimos días? La realidad era que después de aquel resurgir, había decaído el entusiasmo entre nosotros. Aquellos días los dos teníamos la conciencia dispersa en otras preocupaciones, como si estuviéramos más interesados en terminar lo que nos había llevado a Londres que en nuestro afecto.
Lucía dijo que iba a comprar un buen vino mientras yo preparaba todo.
—¿Qué más da? —protesté, intentando retenerla.
Pero ella insistió, no quiso que la acompañara y me dejó allí solo entre platos y sartenes.
A veces el destino urde estas casualidades. Estaba apelmazando las patatas en la sartén cuando sonó el teléfono. No me moví: alguien quería hablar con Lucía; ella se había ido, así que tendría que volver a llamar más adelante. Sin embargo, estaba conectado el contestador. Escuché la voz amable de Lucía que animaba a dejar un mensaje; y después la voz de un hombre que hablaba en italiano. Entre frases que no pude entender, escuché algunas palabras que me inquietaron. «Aspetterò il tuo ritorno» creí oír a aquella voz lejana. «Il nostro pensiero é con te.»
Dejé la cocina y me acerqué con sigilo al teléfono, como si temiera interrumpir una conversación privada, como si quisiera evitar que alguien viera cómo prestaba atención a unas palabras que no me correspondían. Me quedé confundido: ¿«Ti amo veramente» era la despedida que había dicho aquel hombre? ¿Qué significaba aquello? Eran las mismas palabras que había visto escritas en la fotografía de su casa en Roma. ¿Sería aquél el mismo que la despedía con un abrazo en el museo?
Una niebla de humo comenzó a llenar el salón. La sartén se estaba achicharrando en la cocina; y en mi interior sentí también que algo empezaba a quemarse.
En cuanto Lucía volvió con el vino, descorchó la botella y llenó las copas. Se acercó a mí con una entre las manos y me la ofreció amable; pero al verme receloso, comentó:
—Te noto extraño. ¿Te ocurre algo? Pareces distante.
—No estoy distante; ¡estoy cabreado! —estallé.
Lucía me miró desconcertada ante mi reacción repentina, pero permaneció en silencio, esperando a que yo continuara. Esa serenidad me irritó aún más.
—Te han llamado por teléfono —añadí, intentando contener el enfado—. Adivina qué te quería decir el que te ha llamado...
Lucía me miraba fijamente a los ojos, sin pronunciar una palabra, sin parpadear, sin hacer ningún gesto que delatara su sorpresa.
—... Que te quiere,... y que espera que vuelvas.
Percibí un ligero ademán de asombro en su cara. Sólo eso. Lucía se mantenía impávida, segura, casi desafiante.
—Escúchalo, anda... Te lo ha grabado en el contestador —le indiqué, señalando con la mano hacia la mesa donde estaba el teléfono. Pero ella no se movió; así que insistí—: Quiero que lo oigas... Y que me digas de qué va.
Lucía se levantó entonces con decisión. Dejó la servilleta sobre la mesa y pulsó la tecla del contestador. En la habitación se coló de nuevo la voz del hombre. Curiosamente, mientras él hablaba me sentí como un intruso, como si fuera yo el que sobraba en esa conversación entre dos personas. «Aspetterò il tuo ritorno» decía la voz, pero yo sólo estaba atento a la expresión del rostro de Lucia. Ella escuchaba de pie, junto al teléfono, con la cabeza levantada, mirando a lo lejos.
Cuando acabó el mensaje, volvió a la mesa, se sentó y se puso con tranquilidad la servilleta encima de las piernas.
—Es una bobada —comentó con el semblante serio.
—¿Una bobada? —me exalté—. Hay un hombre que te envía mensajes, te deja fotos dedicadas y te despide con besos en el museo... ¿y tú dices que es una bobada?
—Somos amigos desde hace años —dijo Lucía sin inmutarse—. Me desea lo mejor; eso es todo...
—¿Y tú? ¿Tú qué le deseas? ¿Qué le dices? ¿Qué le das? —le pregunté nervioso.
—No le doy nada, Martín. Somos amigos. Nada más. Sus palabras son sólo amables; no encierran ningún otro mensaje.
Lucía llenó de agua el vaso y bebió de forma impulsiva. En aquel momento pensé que nunca antes había habido desconfianza entre nosotros. Eran las dudas de aquellos días cruciales lo que nos llevaba a reaccionar con tanto nerviosismo.
—¿Qué nos está pasando? —preguntó mientras dejaba el vaso de cristal vacío sobre la mesa.
—Siempre hemos estado bien —le dije, como un reproche.
—Hasta que empezaste a pensar en volver a Madrid.
—Eso ni siquiera lo tengo decidido —me defendí.
—Pero no piensas que podamos seguir estando juntos...
No supe qué contestarle. Bajé la vista y cambié de sitio los cubiertos. Ése era en aquel momento el verdadero motivo de mi desasosiego. Lucía iba a terminar su máster en Londres y enseguida volvería a Roma. Habíamos estado dos años juntos, pero ahora parecía que todo estaba a punto de acabarse.
—Nunca has querido comprometerte —me reprochó ella.
—Y tú sí... —quise ser irónico.
Lucía me miró fijamente a los ojos y pronunció despacio, con firmeza:
—Tú sabes que sí.
Lo dijo señalándome con el dedo índice; pero al momento apoyó el codo sobre la mesa, reposó la cabeza en la mano y cerró los ojos. Cuando los abrió, los vi humedecidos y tristes.
—¿Sabes cuál es el problema? —me preguntó—. Que yo te he pedido que vengas conmigo; pero tú nunca me pedirás que yo vaya contigo.
En ese momento vi cómo una lágrima se deslizaba por su mejilla. Lucía quiso mantenerse fuerte, acercó las manos a la cara y la secó frotándose los pómulos con los dedos.
—Creo que ahora no formo parte de tus planes —me recriminó—. Y eso me duele. ¿En qué estás pensando ahora? ¿En volverte a Madrid? ¿En quedarte aquí? —Mientras hablaba, me miraba fijamente, moviendo sus pupilas de uno a otro de mis ojos. Como yo seguía en silencio, añadió—: Nunca dices que seguiremos juntos allí donde vayamos.
La cena estaba intacta sobre la mesa: las copas llenas de vino, los platos limpios y los cubiertos ordenados. A ninguno de los dos nos apetecía comer. Cogí el tenedor para evitar contestarle a Lucía y partí un trozo de tortilla, que dejé abandonado en el plato. ¿Qué podía decirle, si yo mismo me veía entonces como un mar de confusión? Necesitaba dejar Londres y salir ya de aquella niebla en la que había vivido dos años. No quería ir a Roma; eso era cierto. Anhelaba tener de nuevo algún arraigo: volver a Madrid y encontrarme con los amigos, un trabajo que me interesaba y la esperanza de alguna persona que deseaba que volviese. Solamente quien haya estado un tiempo solo y lejos de todo lo que fue su vida puede entender lo que digo.
—¿Qué soy yo para ti? —le oí decir entonces a Lucía—. ¿No soy nada?
—Sabes que sí —le contesté de una forma imprecisa.
—No es verdad —me reprochó—. Hay cosas que te importan mucho más que yo.
Lo dijo entre sollozos y se llevó las manos a la cara. Yo no quería verla sufrir. Pero era verdad que no estaba convencido de pedirle que ella viniera conmigo. Ni podía arrancarla de Roma ni yo quería volver a empezar mi vida en esa ciudad.
Arrastré la silla hasta donde estaba ella y acerqué su cabeza para apoyarla en mi hombro. Mientras la oía llorar, me sentía miserable. Un torbellino de aire caliente me sofocaba la garganta y los ojos. ¿Qué podía hacer yo que la consolara?