VIII
Aquellos días volvieron las nubes otoñales a cubrir el cielo gris de la ciudad de Londres. Llovía a ratos y soplaba a rachas un viento glacial que venía del Ártico. Pero no era la humedad ni el frío lo que me tenía desasosegado, sino la posibilidad con la que soñaba a veces de poder demostrar que había encontrado una copia antigua de un cuadro de Velázquez.
En mi libreta resumí lo que sabía hasta entonces: «Sí que hay indicios de que existió una copia de La Venus del espejo. Los documentos consultados hasta ahora apuntan su existencia, pero no la confirman de una manera definitiva.»
No tenía aún la certeza que Turner me había indicado, para que pudiéramos hacer público el hallazgo y encargar unos estudios más exactos, como era mi interés. Turner había sido tajante en este aspecto: tenía que llevar la investigación de forma absolutamente secreta.
Me pregunté si en algún archivo existiría un testimonio inédito que demostrara de manera irrefutable que esa copia se conocía desde tiempos antiguos y dónde fue a parar. Sabía que una de las copias de ese cuadro estuvo en el palacio de los duques de Alba; pero ¿en cuál? ¿Cuántos palacios tienen los duques de Alba?
Decidí que ése era el camino: tenía que buscar los rastros que pudo haber dejado el cuadro por los lugares en los que estuvo: en el Palacio Real, en el de los duques de Alba, en el del marqués de Heliche. Tenía que ver los documentos de sus archivos y visitar las casas en las que vivió Velázquez. Tenía que volver a Madrid.
Mi situación económica era apurada: estaba pagando un alquiler y un préstamo; y sabía que si las cosas no iban bien, en tres meses podía estar sin trabajo y sin ningún ingreso. Así que no podía permitirme muchos gastos. Sin embargo me parecía necesario seguir las pistas que el cuadro hubiera dejado en los salones en los que fue expuesto, y viajar a Madrid.
Se lo comenté a Lucía y fue ella quien me llevó al aeropuerto. Al despedirnos me abrazó y me dijo al oído:
—Vuelve pronto, te estaré esperando.
Cuando crucé el control de pasajeros hacia el embarque, volví la cara para mirarla. Levantó la mano, despidiéndome, y sonrió, pero en su rostro vi una sombra de melancolía.
Velázquez tenía su taller de pintor en el Palacio Real; pero ¿vivía allí? Mi objetivo era saber si en alguno de los lugares donde estuvo había dejado algún testimonio sobre la existencia de una copia de La Venus del espejo. En su taller del Palacio guardaba objetos vinculados con su trabajo como pintor: aceites, tierras de colores, laca roja, azurita, bermellón de mercurio, blanco de plomo, amarillo de estaño, espátulas, pinceles y brochas, telas de lino, cáñamo, algodón, bastidores, marcos de madera, caballetes, figurines que servían de modelos, perchas que sostenían trajes para ser copiados. Y, por supuesto, cuadros. Pero ¿estaría entre ellos el retrato de la mujer desnuda?
Velázquez hizo un primer intento de acercarse a la Corte el año 1622. Iba como protegido del conde-duque de Olivares, al que había conocido en Sevilla, donde nació y vivía Velázquez. Tenía un objetivo nada fácil: que el rey le recibiera, escuchara sus peticiones y se sentara ante él para que pudiera retratarle. Nada menos: que un pintor venido de provincias estuviera cara a cara con el rey, escrutase su mirada y supiera lo que había detrás de aquel rostro de piedra, para plasmarlo en un lienzo.
Claro que no consiguió ni pisar la Corte en ese primer viaje a Madrid. Pero Velázquez era tenaz buscando lo que se proponía. Había perdido una batalla, pero no dio por perdida la guerra. No tardó un año en volver a probar fortuna, acompañado esta vez por su suegro y maestro, Francisco Pacheco. El mismo Olivares le entregó cincuenta ducados para sufragar los gastos del viaje y le dio cartas de recomendación para un canónigo que trabajaba en el palacio como sumiller del rey. El clérigo lo hospedó en su casa y se hizo retratar por el pintor. Ese retrato fue llevado al día siguiente a la Corte. Asombró a todos, hasta al propio rey, que entonces sí quiso dejarse retratar por aquel joven que había viajado desde Sevilla recomendado por su valido.
Desde entonces Velázquez trabajó en la Corte como pintor del rey. Su misión era retratar a la familia real. Tenía dependencias reservadas como taller en el Palacio. Allí pudo tener La Venus del espejo. O tal vez ese retrato tan íntimo de una mujer desnuda lo guardara en su propia casa. Pero ¿dónde estaba la casa en la que vivió Velázquez?
La primera mañana que estuve en Madrid llamé por teléfono a la Facultad de Bellas Artes, para hablar con el director del Departamento de Pintura. Sus noticias no pudieron ser más halagüeñas.
—Necesitamos una persona que conecte con las galerías de arte a los pintores jóvenes de la Facultad —me explicó—: los que están en el último curso y terminan sus estudios. Es un nuevo departamento que vamos a crear.
—¿Para cuándo? —le pregunté.
—El próximo curso debería estar en marcha; pero antes hay que organizado todo. Nos pondremos a montarlo en unos meses. Tú serías el director de ese departamento. Tu función es gestionar exposiciones, promocionar pintores..., servir de enlace entre la universidad y el mundo de las galerías, los concursos, las exposiciones, las ventas y los intermediarios. Todo lo que tiene que ver con el arte como negocio.
Era un tema que me interesaba y él me ofreció que podía contar desde ese momento con el trabajo. Estaba bien pagado y además me ofrecían un incentivo por ventas. Así que no hablamos mucho más del asunto. Había tiempo para decidirlo, me dijo, y quedé en responderle en unas semanas.
Era una buena noticia, pero ¿era lo que yo quería realmente? ¿Dónde quedaba Lucía en ese proyecto? Sabía que en algún momento tendría que elegir y eso era lo que entonces me inquietaba. No el frío, ni la lluvia, ni la humedad de Londres. Era la duda. ¿Cómo empezar a construir de nuevo mi vida? ¿Sobre un trabajo? ¿Sobre una mujer? ¿Sobre qué se construye una vida?
—El plano más antiguo de Madrid se hizo hacia 1635 —me explicaba el archivero municipal, a quien le había pedido planos del Madrid del siglo XVII—. Fue impreso en una imprenta de Amsterdam por un comerciante que se dedicaba a este oficio y se llamaba De Wit. Vea cómo se extiende la ciudad entre el río Manzanares y el Prado de San Jerónimo...
—¿Es exacto? —le pregunté.
—Pueden reconocerse los edificios con detalle, pero tiene algunos errores.
—A mí lo que me interesa es localizar las casas de Velázquez.
—¿Velázquez le interesa? Entonces, espere —dijo, recogiendo el mapa de De Wit; y al rato extendió otro en la mesa—. Este se grabó en Amberes en 1656. Lo hizo Texeira y aquí sí que están representados fielmente cómo eran los edificios. Vea, vea —me apremió, mientras me señalaba las murallas alrededor de la ciudad, las fachadas de las casas, las torres de las iglesias, las plazas, los patios interiores—. Vea —me animaba entusiasmado—. Es como si hiciéramos hoy un recorrido aéreo por la ciudad y apreciáramos todos sus detalles: fachadas de tres niveles y éstas de dos; aquí huertas —decía, señalando el plano—; aquí el terreno desnivelado, aquí una valla que corta el paso; aquí una fuente, que está dibujada con todo detalle. Mire estos hombres paseando y este mulo y aquel árbol y estos parterres.
—¿Y la casa de Velázquez? —volví a preguntar—. ¿Dónde está la calle Convalecientes?
Se acercó al mapa y fue buscando con el dedo índice.
—Veamos —dijo—. Santo Domingo... las Descalzas... parroquia de San Martín. Aquí está. Ésta fue su primera casa.
Se volvió a mirarme satisfecho, pero siguió explicándome el plano sin preocuparse de mi petición.
—Vea qué aspecto tan poco noble tenía Madrid en aquel tiempo. Era un poblachón con estos dos palacios —me decía, señalando en el plano—: el del rey y el del duque de Lerma. Las casas de los nobles eran más grandes y con escudo de armas en la fachada, pero de igual aspecto pueblerino que las demás. Lo que más tenía eran conventos e iglesias. Más de cincuenta conventos había en aquel Madrid desgarbado, que ocupaban la tercera parte de su extensión.
—Era el destino de los hijos que no heredaban —añadí sin mostrar demasiado interés—: el convento o el campo de batalla.
—En un informe que se le hizo al rey en 1625 se habla de 200.000 clérigos, repartidos en 9.000 conventos. Ya ve. Y tabernas, eso también había. Cuatrocientas tabernas tenía Madrid. ¿Qué le parece?
—Pues muchas —confirmé con escaso entusiasmo.
—Las manzanas de casas son de una y de dos plantas, con corrales y huertas en su interior. Vea las calles: caminos polvorientos en verano y charcos de barro en invierno. Cuando llovía quedaban impracticables. Los carruajes hundían sus ruedas y se atascaban. Es que había nada menos que mil coches ya entonces en Madrid. ¿Se imagina los atascos?
Pensé en el trasiego de todos los carruajes que salían a la vez a pasear por el Prado al atardecer, en cualquier estación del año. En invierno el viento cierzo de la sierra soplaba helado en las calles anchas y desprotegidas. En verano el barro se convertía en polvo y cualquier brisa arremolinaba una nube irrespirable. El mal olor era frecuente por la basura que se acumulaba en la calle. Allí iban a parar todos los desperdicios de las casas, las heces, los desechos, toda clase de inmundicias. A la calle se arrojaban los excrementos y los animales muertos. Y en ellas jugaban tumbados los niños, tirando los dados y las tabas al suelo, peleándose entre el polvo, corriendo con los pies descalzos o sentándose para comer a mordiscos una raja pulposa de melón.
Desde el archivo se oyeron las campanas de alguna iglesia; y yo me imaginé el repique de las campanas de la iglesia de San Ginés llamando en tiempos de Velázquez a la oración nocturna. El crepúsculo oscurece esas calles de lodo, convocado por el repiqueteo grave que anuncia el final del día. Las mujeres se encierran en las casas. La ciudad queda en sombras. No hay faroles ni luminarias en las calles. Sigilosa, cruza la silueta de algún mosquetero, que se oculta arrimándose a la pared. La ronda golpea con las botas los adoquines. Una lechuza vigila desde el mural de la plaza.
—La mitad de la población —oí decir al archivero, sacándome de esas imaginaciones— eran frailes, monjas, beatas y ermitaños, nobles ociosos con su corte de sirvientes y pedigüeños pordioseros. Sin olvidar a la gente del hampa: rufianes, pícaros, cofrades de la mala vida y amigos de lo ajeno. Se movían por aquí —me señalaba en el plano—, en los bodegones y burdeles de Santo Domingo y San Gil, en la plaza de Herradores y en los alrededores de la Puerta de Guadalajara, que era uno de los puntos más bulliciosos de la ciudad. Por allí pasaría Velázquez...
—Sí —le interrumpí—; pero... Velázquez, ¿dónde está la casa de Velázquez?
—En aquella época todos los que llegaban a Madrid para trabajar en la Corte, como Velázquez, tenían derecho a que se les facilitara una vivienda. Había un comité, que era la Junta de Aposento, cuya función era precisamente otorgarlas.
—¿Y de dónde las sacaban? —pregunté ingenuamente.
—De las que había. Por ley, todas las casas estaban disponibles para que las usasen los cortesanos. A los madrileños no les gustaba mucho esa obligación. Los propietarios tenían que ceder la mitad de la vivienda al cortesano que se les asignase, salvo que la estrechez lo impidiera. Por eso algunos hacían casas de una planta, intencionadamente pequeñas. Se las llamaba casas a la malicia.
—O sea que en una de esas casas de aposento de la calle Convalecientes vivió Velázquez... —concluí.
—Sí, pero poco: apenas unos meses. A los cortesanos se les asignaba una u otra residencia según su categoría, y en cuanto quedaba vacante otra mejor, la pedían a la Junta. Eso ocurrió en 1625, con una casa de la calle Concepción Jerónima. Véala —me dijo señalando el mapa—, aquí está, cerca de la plaza Mayor y de la Puerta Cerrada. Esa casa era del ujier de cámara del rey, que al morir él y poco después su viuda, quedó vacante. El rey ordenó que se le diera a Velázquez.
Hay un documento insólito sobre esa casa que consulté después en el Archivo Histórico Nacional. La Junta de Aposento le envió un informe al monarca a los tres días de que firmara la adjudicación de la casa a Velázquez. En el informe le indican que la casa estaba valorada en 400 ducados; que superaba en mucho los 70 en que estaba tasada la renta de aposento de los pintores; y que además había otros diez cortesanos de mayor rango que solicitaban esa casa; y los citaban uno a uno con sus respectivos cargos y personas de la familia real que los avalaban. «A parecido a la Junta dar quenta a V.M. de lo rreferido», termina el documento, después de enumerar tantas pruebas irrefutables de que la casa no le correspondía a Velázquez.
Pero al final de ese mismo informe, el propio Felipe IV anotó escuetamente: «Hágase lo que tengo mandado.» Y así se hizo.
—Entonces, Velázquez vivió en esta casa la mayor parte de su vida... —confirmé.
—Qué va... —me rectificó el archivero—. Tener derecho de aposento en una casa no significaba irse a vivir a ella. Podía alquilarla o cederla a un familiar. De hecho Velázquez alquiló para sí en 1631 una vivienda cerca de la parroquia de Santiago, lo que es hoy la calle de los Señores de Luzón, que estaba mucho más cerca del Palacio Real.
—Y ahí es donde vivió... —le interrumpí.
—Sí, pero hasta 1655, cuando se le asignó vivienda en las Casas del Tesoro.
—Que están colindantes con el palacio —añadí.
—Con el Alcázar, como se le llamaba entonces, por su origen de fortaleza militar. Ya sabe que ésta es la parte más desgraciada de esta historia —comentó un poco misterioso—. Pero se ha hecho tarde, es la hora de cerrar y tengo que irme. Mañana puedo enseñarle más planos.
De repente sentí un cierto desánimo. Había ido buscando pistas sobre los lugares en los que vivió Velázquez que me facilitaran alguna información sobre qué pudo haber pasado con el cuadro de la mujer desnuda y la copia que según algunos indicios existió de ese lienzo. Pero lo único que había conseguido era escuchar las explicaciones de un archivero erudito sobre Madrid. Pensé que lo mejor sería ver las casas en las que vivió y seguir haciendo lo que me había propuesto. Me incliné sobre el plano y fui señalando con el dedo cada una, tratando de memorizarlas.
—No las busque ahora —me dijo—, porque de ellas no queda nada.
—¿Cómo? —pregunté, sorprendido.
—De los sitios en los que estuvo Velázquez sólo queda el Palacio Real —respondió—. Ahí trabajó, ahí pintó sus mejores cuadros y ahí se perdieron algunos de ellos. Ésa fue la desgracia.
—¿Qué desgracia? —pregunté intranquilo.
—Es la hora de cerrar —insistió—. Vuelva mañana. O lea un libro que se titula Carlos II y su corte. Ahí lo verá.
Fui inmediatamente a la Biblioteca Nacional, cogí el libro que me había indicado el archivero sobre el Alcázar, donde estuvieron depositadas la mayoría de las obras que pintó Velázquez, miré el índice, pasé algunas páginas y entonces lo encontré: ¡ahí estaba! Ocurrió el 24 de diciembre de 1734; era viernes, Nochebuena:
Doce de la noche, mudó la guardia. A las doce y cuarto, los centinelas que estaban en el lienzo de la Priora, que cae a Poniente, avisaron que había fuego en aquel lienzo y cuarto nuevo. En Palacio todos estaban durmiendo y aunque las campanas tocaban a fuego, discurrían que eran maitines y misa del gallo.
Los religiosos de San Gil pasaron a Palacio y lo primero que hicieron fue despertar a los dormidos y sacar a las familias y a la marquesa de Fuentehermoso y, sin embargo, creo que pereció una mujer. Enviaron a llamar al cerrajero Flores, que trajo algunas llaves, con lo cual fueron a la capilla y rompiendo la puerta del sagrario, sacó un religioso el copón y los seglares unos candelabros y dos blandones de plata. Llevóse el Santísimo al cuartel de los soldados y aunque los religiosos querían liberar el Relicario que estaba debajo de la capilla, no pudieron entrar por espacio de tres horas, por falta de llaves; a las cuatro de la mañana se aplanó la capilla y suelo de ella, reservando sólo la bóveda donde estaban las alhajas viejas. Y sin dejar memoria de retablo ni capilla, excepto las paredes arruinadas.
[...] Los religiosos de San Gil y otras comunidades acudieron a sacar alhajas; y como las pinturas del Salón Grande estaban embutidas en la pared, sólo se pudieron arrancar algunas que estaban bajas, pues no había escalera.
Aquella noche el fuego arrasó la fachada de la Priora, se derrumbó la torre y se quemaron todos los papeles del gobierno. Devastaron las llamas el Salón de los Espejos y el de Embajadores, las habitaciones privadas del rey y de la reina, la sala ochavada. El viento llevó las llamas a su antojo por corredores, pasillos estrechos, cuartos, vestíbulos, salas del Consejo. Por las ventanas se arrojaron cofres con dinero, alhajas, espejos, piezas de oro y bronce, joyas, cuadros, alcones, que llenaron la plaza de despojos y de riquezas.
El incendio duró cinco días y lo arrasó todo y todo lo convirtió en ruinas. En las paredes del palacio colgaban cerca de dos mil pinturas. Unas mil se salvaron y quedaron repartidas aquellos días aciagos entre el convento de San Gil, la Armería, la casona del marqués de Bedmar y la casa del arzobispo de Toledo. Del Cuarto del Príncipe, que había sido el taller de Velázquez donde pintó Las meninas, se salvaron algunos lienzos, pero no todos. Comparando inventarios, se sabe cuáles fueron las obras que se quemaron de Rubens, de Tiziano, de Veronés, de Tintoretto, de Ribera, de El Bosco, Durero, Van Dyck, El Greco, Velázquez..., y una larga lista de nombres que duele hasta escribirlos. De Velázquez nunca más se supo nada de La expulsión de los moriscos, de un retrato ecuestre del rey y de varias de sus obras mitológicas. Apolo, Adonis, Psique, Cupido y Venus perecieron aquellos días entre las llamas. Y quién sabe cuántos cuadros quedaron escondidos, rotos, extraviados, ocultos durante esas horas de confusión y ruinas.
Felipe IV había mandado instalar una galería de cuadros dedicados a la belleza femenina, en la que colgó treinta y ocho lienzos de mujeres, algunas desnudas. Un inventario de los bienes de Palacio que se hizo a su muerte cita entre ellas el retrato de una mujer de espaldas, recostada, mirándose en un espejo. Tras el incendio del Alcázar años después, al marqués de Villena se le encargó un inventario de todo lo que se había salvado. En él se cita de nuevo esa Venus tumbada, de espaldas, de dos varas y media, que se corresponde con el cuadro de Velázquez. Doce años más tarde, tras la muerte de Felipe V se hizo otro inventario más minucioso. Consulté los dos en la sección de Documentos Reales de la biblioteca. En el último, misteriosamente, ya no figura ese cuadro. «¿Por qué ya no está ese lienzo en el Alcázar? ¿Qué ha pasado con él? ¿Dónde ha ido a parar?», me preguntaba yo en la Biblioteca Nacional, hambriento y cansado, al final del día, solo en aquella sala de consulta, ante cuya puerta permanecía de pie un vigilante, mientras las cámaras grababan mi tenaz investigación.
La Inquisición había prohibido que se pintaran cuerpos que movieran a la lascivia. Felipe IV mandó instalar esa colección de mujeres en sus aposentos privados. La llamó la galería de la belleza femenina, pero en los inventarios oficiales de Palacio se la conoce como la galería de los desnudos. El rey estaba libre del poder inquisitorial; los demás, no; y mucho menos los pintores. Tener cuadros considerados inmorales podía acabar en un proceso peligroso. ¿Es ésta la razón por la que no se citó en el segundo inventario el retrato de esa Venus desnuda? ¿Fue éste el motivo de que desapareciera y estuviera escondida e ignorada?
«¿Qué podemos deducir de todo esto?», me preguntaba cuando el encargado de la sala me avisó de que era ya la hora de cerrar la biblioteca. Apresuradamente anoté en el cuaderno de trabajo que una copia de la Venus desnuda pudo estar con bastante probabilidad en el Alcázar; bien en el taller del pintor que heredó su yerno Martínez del Mazo, con todos sus utillajes y algunos cuadros, en medio de un escándalo, como después explicaré; bien en la galería de los desnudos femeninos del rey. Inicialmente se salvó del fuego pero, por alguna razón, su rastro desaparece. ¿Esa Venus desnuda tan hermosa y que difícilmente podía pasar desapercibida, fue ocultada, destruida, robada, escondida? ¿Es razonable entonces que un día aparezca por azar?