XXV
No tenía otra opción y debía decidirlo cuanto antes: Madrid o Roma. Esa era la disyuntiva en la que me estaba debatiendo aquellos días. En Madrid tenía una oferta de trabajo interesante; tenía casa; tenía amigos; y tenía la esperanza de Ángela. En Roma estaba Lucía. El tiempo que pasé con ella en la ciudad del Tíber pude percibir lo bien que se encontraba en aquel ambiente que había sido su vida hasta entonces. Me hablaba con entusiasmo de su trabajo en el museo. Y allí volvió a encontrarse con los amigos que había dejado al marchar a Londres. En la ciudad de la niebla sólo me tenía a mí; y yo, sólo a ella. Pero en Roma había mucha gente que la quería.
Aquellos días me di cuenta de lo poco que sabía de ella: de su pasado, de sus amores, de sus verdaderos sueños. Nunca llegamos a conocer a alguien de verdad. Podemos dormir en la misma cama, rozamos con nuestra piel los lugares que antes han acariciado sus manos, respiramos su aliento; y sin embargo, el corazón de la otra persona seguirá siendo un misterio. Lucía era para mí aquellos días como el mar lejano cuando percibimos la bruma gris que se va acercando desde el horizonte hacia la costa.
Ella era uno de los puntos cardinales de mi destino. Los dos estábamos terminando en Londres el trabajo que nos retenía allí; y en cuanto lo acabáramos, debíamos decidir si señalaba en la misma dirección la brújula de nuestras vidas.
Aquel día yo estaba redactando el informe sobre el cuadro de Turner. Copiaba en el ordenador los documentos que había reunido de la relación que mantuvieron Velázquez y Flaminia Triunfi, mientras afuera llovía con la mansedumbre de las tardes otoñales de Londres. Levanté la mirada y observé a través de los cristales la luz apagada del atardecer. Fue entonces cuando me llegó un mensaje de Ángela al ordenador. «Estaba pensando en ti y me he acordado de lo que hablamos en mi casa de La Venus del espejo —me decía—. Te envío esta foto, que te va a encantar.»
Me quedé pensando en Ángela, que se estaba convirtiendo para mí en otro de los puntos cardinales hacia los que podía dirigir mi vida. Ángela en ese momento se acordaba de mí; y yo, en medio de mis dudas, pensaba también en ella.
Cuando abrí en el archivo adjunto la fotografía de aquella mujer, que era Flaminia desnuda, me quedé asombrado: así había visto Velázquez el cuerpo de la mujer a la que amó en Roma.
La idea fue del fotógrafo Gavin Ashworth, quien colgó en su alcoba una cortina de terciopelo rojo junto a la pared del fondo. Puso un colchón en el suelo, cubierto por una sábana blanca de algodón y una colcha de satén azulado encima. Tumbó a una mujer desnuda, que tiene el mismo cuerpo que la Venus de Velázquez. La dispuso igual: de espaldas, con una pierna estirada y la otra un poco recogida, apoyándose en el brazo derecho y con el pelo anudado en forma de moño. Frente a ella colocó a un niño arrodillado que sostiene el espejo, en la misma posición y con el mismo ángulo que en el cuadro. Y ahí surgió la sorpresa, porque en el espejo no se reflejaba la cara de la mujer, sino lo que está mirando el niño del cuadro, con la cara encendida.
Velázquez no pintó en su retrato lo más íntimo del cuerpo de esa mujer. Los pezones de sus pechos firmes, el vello del pubis enredado entre sus muslos, la gruta carnosa entre sus piernas, inaccesible como la cueva de los jardines de Villa Médicis, abierta sólo para ellos dos, Velázquez y Flaminia, aquella primera tarde gozosa del verano. Velázquez pintó la serena belleza de la mujer sin lascivia: las líneas curvas de su cuerpo y el color rosado de la carne recostada sobre la tela azul de la colcha. Luego difuminó su rostro en el espejo y lo manchó con un leve sonrojo: encendido por el acaloramiento que sobreviene después del placer.
Velázquez conocía bien la sensación inquietante de contemplar la espalda desnuda de esa mujer a la que amó tantas veces. Conocía el hondo precipicio de su cintura y la curva geométrica de su cadera. Sabía cómo era el olor íntimo de su piel, que le traía el recuerdo de los atardeceres húmedos del puerto de Sevilla: el olor a pescado fresco, en medio de los gritos de los marineros, del reclamo de los comerciantes y de ese ajetreo de vida que se ofrece generosa en las tardes desasosegadas del verano andaluz. Puso el espejo delante de ese cuerpo de diosa. En él se reflejaba la parte más remota, escondida y privada de la mujer. Observó la maraña de pelos que se enredaban en el pubis e interpuso un discreto pliegue de la sábana junto al muslo, para no distraerse mientras pintaba la tela.
Sin embargo, al final no reproducirá ese reflejo íntimo del cuerpo de la mujer tendida. En el espejo quiso dejar plasmado el recuerdo del rostro: la sonrisa complacida, la calentura en los pómulos y el leve arrobo adormecido después del ejercicio del placer. Así la recordaba Velázquez y así la pintó, desafiando todas las leyes ópticas. Gavin Ashworth lo adivinó en 1976. Y reprodujo milimétricamente la escena tal y como figura en el cuadro de Velázquez. Reconstruyó el mismo escenario: el cortinón rojo, la cama con la colcha revuelta, la sábana desordenada y un fondo de pared de alcoba e intimidad violada. Colocó en la misma postura a la mujer. Hizo que un niño púber sostuviera frente a ella un espejo. Adoptó el mismo ángulo del observador del cuadro de Velázquez. Tomó una fotografía y mostró cómo el espejo no refleja en realidad la cara de la mujer, sino esa parte de su cuerpo más recóndita, eje del vientre, bisectriz del mundo, origen de todo placer, paraíso, fuente de vida, mar donde confluyen las aguas de la pasión, latido suave, palpitación, deseo.
Aquel día comprendí que tenía que utilizar otros métodos para analizar el cuadro. Turner esperaba de mí un informe que le garantizara vender el lienzo como una copia antigua. En los análisis que había hecho se percibían signos de antigüedad. Pero otros datos me llenaban de sospechas: a pesar del amarilleamiento, la pintura se conservaba bastante bien para haber sufrido el paso inclemente de tanto tiempo. Todo en el cuadro parecía demasiado uniforme; hasta las grietas y el cuarteado.
Volví a ver en el ordenador las fotografías que había tomado del lienzo. Seleccioné las que reproducían la cabeza de la mujer: la que está de espaldas y el reflejo del rostro en el espejo. Conocía a una persona que trabajaba en Londres en la realización de documentales y vídeos para la publicidad. Al día siguiente le entregué las fotografías que tenía y le encargué que estudiara el rostro de la mujer del cuadro.
—El sábado lo tendrás —me dijo.
Si aquel lienzo era una copia, la clave estaba en saber cómo había sido copiado. No tenía mucho tiempo antes de que Turner pactara la venta del cuadro, con la complicidad de mis informes. Con esa urgencia, busqué datos sobre las técnicas de los pintores barrocos.
En el siglo XVII los pintores utilizaban artilugios mecánicos para realizar su trabajo de una manera más precisa. Era frecuente el uso de lentes para aumentar algunos detalles: pliegues de las ropas, dibujos de las telas, orfebrería, decoraciones ornamentales de la arquitectura y escenas en miniatura reproducidas con exactitud merced al empleo de las lentes de aumento, que proyectaban esos detalles. Pero Velázquez no era precisamente pintor de miniaturas. Sí era un buen copista de la realidad. ¿Pero usaba esos artilugios?
—Claro que los usaba —me contó Henry cuando fui a visitarlo a su taller—. Todos los pintores del barroco conocían la utilidad de usar espejos y lentes en su trabajo.
Henry tenía un taller de restauración, en el que trabajaban varias personas, atendiendo encargos de museos y colecciones privadas. Estaban especializados en pintura inglesa del siglo XIX, pero a veces se ocupaban de otras tareas: limpieza de retablos, por ejemplo, o recuperación de antiguas tallas de madera maltratadas por el tiempo y la despreocupación. Me llevó a su despacho, que era un cuarto pequeño con estanterías repletas de libros, una mesa de trabajo y los dos sillones del rincón en los que nos sentamos.
—No hay ninguna duda de que los pintores del siglo XVII conocían cómo proyectar la imagen de sus modelos sobre la superficie de la tela —me explicó—. Y a veces tenían que hacerlo por partes, porque la capacidad de proyección de las lentes era reducida.
—O sea que iban pintando el cuadro a trozos y de forma independiente.
—Eso es —comentó mientras se levantaba—. A ver si lo encuentro —dijo, buscando en una estantería entre los libros de arte.
Cogió uno de los libros y lo abrió sobre la mesa. Allí estaba el conde-duque de Olivares, en el primer retrato que le hizo Velázquez, que se expone en el museo de Sāo Paulo.
—Fíjate —dijo—; ¿no te parece extraño?
—Sí —reconocí—. Tiene una cabeza demasiado pequeña y están desproporcionadas las medidas del cuerpo.
—¿Y sabes por qué? Porque probablemente Velázquez lo pintó proyectando la figura en el lienzo por partes, mediante un sistema de cámara oscura o similar.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—El modelo está en una zona iluminada y el lienzo en una sala en penumbra. Entre los dos hay una lente colocada en un agujero de la pared que los separa; o puede ser simplemente el recuadro de una ventana: algo que sirva para reflejar la imagen en el lienzo. El pintor no tiene que hacer más que repasar esa imagen tal y como se refleja en la tela.
Miré el gesto altivo del conde-duque, exhibiendo con orgullo una cadena de oro cruzada en el pecho, la llave de chambelán al cinto y el freno colgado para que se le reconociera como Caballerizo Mayor del Palacio. Lo retrató Velázquez cuando era joven, recién nombrado pintor del rey.
—Otro artilugio que usaban los pintores —seguía hablando Henry— es el velo de Alberti. Acompáñame —dijo, mientras se levantaba.
Le seguí hasta el taller, donde olía a aceites, a resinas y a disolventes. En un lateral había dos caballetes con cuadros antiguos muy deteriorados; en el centro, sobre una mesa, estaba tumbada la imagen de madera de una mujer comida por la carcoma. Se acercó a un mueble que estaba pegado a la pared. Abrió un cajón y sacó un utensilio que era un cristal cuadrado dividido en cuadrículas, que tenía más de medio metro por cada lado. El marco de madera llevaba por la parte inferior un soporte en forma de tijera. Lo colocó sobre una mesa, me invitó a que me sentara enfrente y lo dirigió hacia un cuadro que estaba en el caballete más cercano, para que lo mirase a través de él.
—León Baptista Alberti era arquitecto, pintor y un humanista del Renacimiento italiano —me explicó—. Escribió un libro sobre pintura, en el que se planteaba problemas sobre escalas, medidas y perspectivas. Inventó este artilugio, que como ves, ayuda a pintar con exactitud un modelo o un cuadro que se quiera copiar, porque a través de él se ve dividido en varias cuadrículas, y así es más fácil reproducirlas en otro soporte cuadriculado igual.
El velo de Alberti..., pensaba yo, abstraído, imaginando La Venus del espejo. ¿Pudo usar Velázquez un aparato similar para hacer una copia del cuadro? ¿Pudo copiarlo cualquiera de los aprendices de su taller? ¿Pudo copiarse así más tarde, en alguno de los lugares a los que fue a parar el cuadro cuando murió el pintor? ¿O se copió recientemente y se envejeció para que pareciera antiguo?