XIII

Quité todos los papeles y fotos que tenía clavados en el corcho de la pared, junto a la mesa, en mi apartamento de Londres. Hacía unos días que había regresado a la ciudad y tenía desparramados ante mí los documentos y folios con los datos que había anotado en la investigación. Cogí una reproducción de La Venus del espejo y la coloqué en una esquina. Al lado puse el autorretrato de Velázquez. Él miraba serio y melancólico el cuerpo luminoso de ella, joven y apetecible. Debajo pinché los alrededores de la plaza del Alcázar del plano de Texeira; y a continuación, una fotografía del cuadro La cena de Emaús, de la National Gallery de Dublín, en el que se ve el recuadro que se descubrió al limpiar la pintura. Puse también la estatua de Ariadna tumbada que Velázquez llevó a Madrid desde Roma. Rescaté de los papeles que había dejado sobre la mesa una fotografía: Lucía y yo, de pie, una fuente en medio y uno a cada lado. La habíamos tomado en Oxford, en el primer fin de semana que pasamos juntos fuera de Londres. La fotografía tenía un aire peculiar, por la luz crepuscular del atardecer y por la mancha oscura de la sombra de la fuente que se proyectaba sobre el suelo.

Lucía sonreía; yo miraba serio; y el agua, en medio, nos separaba en vez de unirnos.

Me quedé mirando ese conjunto abigarrado de postales sueltas. Así es la vida, pensé: unas cuantas imágenes que se nos quedan colgadas en la memoria, escenas sueltas unidas por unos hilos tan tenues que resulta difícil a veces encontrar la relación que las mantiene juntas. En ese momento yo también tenía la cabeza salpicada de imágenes revueltas. Lo que buscaba era el hilo que pudiera unirlas y les diera algún sentido.

Cuando volví de Madrid le conté a Lucía que me habían ofrecido trabajo en la Facultad de Bellas Artes.

—¿Y has pensado qué vas a hacer? —me preguntó.

—No lo sé.

—Nunca sabes nada —se enfadó—. En algún momento tendremos que decidir algo. No podemos estar así indefinidamente.

Lucía bajó la cabeza hacia el suelo. Yo me quedé con la mirada perdida en la pared. Estábamos los dos sentados en el sofá del salón de su apartamento. No sabía qué responderle y mientras buscaba una palabra que la calmara, volvió a preguntar:

—¿Alguna vez nos decidiremos a vivir juntos?

—Es lo que más me gustaría y tú lo sabes —comenté conciliador.

—Entonces no seas contradictorio —me reprochó con el mismo tono con el que se afea el comportamiento de un niño.

Me miró entonces fijamente a la cara. Se volvió hacia mí y sujetó con sus manos mi rostro, para que la mirara de frente. Sus pupilas se movían nerviosas, pasando de uno a otro de mis ojos.

—¿A qué esperamos? —me reclamó.

—A que se resuelvan algunas cosas.

—¿Cuáles? —preguntó más exaltada—. ¿Nuestra relación es lo último en tu vida? ¿De qué depende? ¿De un trabajo, de una ciudad, de la antigüedad de un cuadro?

Yo intentaba comentar algo para calmarla y explicar lo que en realidad yo mismo no acababa de entender, mientras ella seguía hablando cada vez más nerviosa:

—¿Eso soy yo en tu vida? —me reprochó—. ¿La última pieza?

Dejó de mirarme, volvió un poco el rostro hacia atrás y se frotó las mejillas con el reverso de la mano. No quería que la viera llorar. Pasé mi brazo por su espalda, la agarré del hombro y la quise atraer hacia mí, pero ella se resistió y permaneció quieta y distante. ¿Qué podía decirle que la consolara?

—No te comprometes —me amonestó al cabo de un rato, más serena, pero firme—. Huyes del compromiso. Y el amor exige compromiso.

—Tú sabes que no quiero perderte —le dije.

—No quieres perder nada, y ése es el error. En la vida cogemos unas cosas y tenemos que dejar otras. Es así. Ésas son las reglas del juego.

—Para mí sería muy duro si te perdiera —insistí.

Lucía me miraba fijamente. Tenía unos ojos grandes y hermosos, y una mirada segura, desafiante y bella. Toda la luz del Mediterráneo estaba en la blancura de esos ojos.

—Tienes que aclararte —me dijo—. Tienes que saber qué quieres y actuar en consecuencia.

—Tengo miedo —le confesé—. No sé qué va a ser de mí. Todo está pendiente de un hilo.

La miré con un gesto de desvalimiento, con la misma expresión de temor con la que un niño asustado por la oscuridad busca la fortaleza de una madre. Ella se acercó a mí, me agarró la cara con las dos manos, me acarició con suavidad el rostro y juntó su boca con la mía.

—Mi vida ahora está pendiente de un hilo —le dije—, y yo no quiero colgarte a ti en él. Te haría daño si se rompe.

Volví a abrazarla, la atraje hacia mí y, ahora sí, ella se dejó hacer, apoyando su cabeza en mi hombro.

—Vivamos el hoy juntos —me susurró al oído—. No pienses en lo que vaya a ocurrir mañana.

—Pero yo no soy así. Y tú lo sabes —me disculpé, mientras notaba cómo sus dedos se abrían paso en mi camisa y me acariciaban el pecho.

—Te preocupas de demasiadas cosas —me amonestó—; y eso no puede ser.

—Algún día se despejará el horizonte. Y entonces estaremos siempre juntos.

—Si esperáramos a que se despejen las nieblas, no haríamos nunca nada. El horizonte lo tenemos que ir despejando nosotros.

—Tú eres mi único horizonte —le dije mientras sentía un escalofrío cuando ella me acarició el cuello y la cabeza con sus dedos.

—Mentiroso... —me reprochó, mientras acallaba mi boca poniendo un dedo sobre mis labios.

No; no estaba reentelado el cuadro. Eso era seguro, y así lo anoté en el cuaderno que había dejado encima de la mesa. Si la tela primitiva está muy deteriorada, o se quiere ocultar, se recorta un lienzo de idéntica medida, se coloca por el reverso y se pegan las dos telas, presionando con planchas de calor. Eso produce un aplastamiento de las pinceladas de la pintura, que es una señal clara de que el cuadro ha sido reentelado.

Al día siguiente de mi encuentro con Lucía preparé material para estudiar el cuadro de Turner y comprobar si existía algún indicio que indicara a qué época podía pertenecer. Llevé lupas de gran aumento, unos focos y frascos con productos para limpiar el barniz y comprobar el estado de la pintura. Cuando estaba solo frente al lienzo volvió a asaltarme la duda de si no sería todo una patraña. Lo desconcertante era que en una primera impresión parecían encajar los datos de su antigüedad; y eso era lo que me movía a ser prudente. Entonces es cuando comprobé que el cuadro no estaba reentelado.

Velázquez usó para sus primeras pinturas telas venecianas, que formaban un dibujo geométrico en el trenzado de los hilos. Estos son más gruesos en las obras más antiguas y están más abiertos al hilvanarlos. Después usó lienzos de hilo fino, con trenzados más duros y cerrados. Al comparar la textura de la tela del cuadro de Turner con las imágenes que se han publicado de los lienzos de Velázquez, me quedé sorprendido porque esa tela era muy similar a la trama utilizada en el lienzo del Jardín de Villa Médicis. Y por supuesto, no tenía nada que ver con los lienzos industriales de las pinturas modernas. Ese cuadro estaba hecho sobre el mismo material que las vistas de Villa Médicis, pintadas por Velázquez en Roma durante su segundo viaje. O era, si no, una imitación perfecta.

Saqué la lupa y fui observando los detalles del barniz que recubrían la pintura. Estaba amarilleado, pero de manera uniforme. No vi olas ni lagunas ni petachos que revelaran retoques posteriores, hasta que llegué a la esquina inferior de la derecha, donde encontré algo irregular. Tenía una textura un poco gomosa, como si allí se hubiera aplicado algún producto. Lo miré con detenimiento y apunté en el cuaderno: «Recuadro inferior derecho de 16 x 22 cm: señales de repinte o de barnizado tardío. Comprobar si oculta alguna señal.» La colcha que aplasta el glúteo de la Venus perdía en ese recuadro el tono grisáceo y se oscurecía hacia un marrón más apagado. ¿Estaría retocada esa superficie? Quizás hubiera allí alguna anotación o alguna señal que posteriormente se quiso borrar. No es difícil con una limpieza detectar esos añadidos y recuperar las pinceladas primitivas. Pero a simple vista es un objetivo imposible; y ésos eran los medios de los que disponía yo en ese momento.

No había restos en la capa de barniz que indicaran que el cuadro había sido restaurado: ni hilos de algodón ni aditivos secantes o ácidos grasos. Sí estaba sucio, como consecuencia del polvo acumulado: una capa gris uniforme empañaba los colores; y había puntos marrones diseminados en la superficie, que eran excrementos de mosca. Limpiar una superficie de barniz no es difícil: hay jabones resinosos y disolventes que recuperan el colorido original. Y eso, pensé, devolvería a la mujer la blancura de esa piel desnuda que atraviesa el cuadro.

Encendí la lámpara fluorescente de rayos ultravioleta. El cuadro adquirió un misterioso color azulado, como si de repente la Venus se hubiera hundido y reposara en unas aguas marinas, limpias, luminosas y profundas. Pero esa luz no destacaba nada especial sobre el estado de conservación del lienzo: sólo unos puntos oscuros diseminados y dos repintes.

Levanté la vista del cuadro, di unos pasos hacia atrás, me quedé mirándolo y pensé en Velázquez pintando aquella espalda de vértigo: con el pincel va dando leves retoques, acariciando con suavidad ese cuerpo desnudo. No mezcla los colores en la paleta; los superpone con el pincel sobre la misma tela. Sus pinceladas son cada vez más rápidas y con breves toques sugieren los brillos de la piel, el volumen de los muslos redondeados, la textura de las telas de la colcha, del cortinón rojo, del lazo de satén que cuelga en el espejo. Un copista puede imitar el resultado final, pero no ese modo de hacer: no el camino de las pinceladas que han conducido hasta el cuadro final. Pensé en Velázquez frente al cuerpo de la mujer que le servía de modelo, extasiado ante la imagen de aquel cuerpo perfecto.

Volví a coger la lupa. Me puse una mascarilla de tela en la nariz, abrí varios botes, mojé un poco de algodón y froté en el extremo inferior de la izquierda, donde Velázquez quiso destacar la blancura de la sábana. Al limpiar la suciedad, ese recuadro recuperó la luminosidad del color primitivo que tuvo la tela. Mirándolo despacio, me pregunté si sería ése el color que vieron los ojos de Velázquez. Tal vez esos brochazos de pintura blanca habían salido de sus pinceles. Considerar esa posibilidad me produjo una profunda inquietud, seguramente una emoción parecida a la que puede sentir el arqueólogo que tras un golpe del martillo en un muro descubre una puerta desconocida hasta entonces.

Volví a mirar con la lupa el contraste de la superficie que había limpiado y la parte que conservaba la suciedad del paso del tiempo. El polvo acumulado recubría con una neblina los colores del lienzo: se amarilleaban, se oscurecían y perdían los contrastes y la luminosidad primitiva. Fui mirando de nuevo otras partes: la piel del muslo de la mujer, el blanco de la sábana que se amontona frente a su pubis, el reflejo de su rostro en el espejo, los lazos rosas que cuelgan en el marco del cristal. Algo me llamó la atención entonces, que no había percibido en la primera revisión. En la tabla superior del marco del espejo en el que se mira la mujer había unas marcas apenas perceptibles con la lupa y que pasaban desapercibidas a simple vista. Me detuve a observarlas despacio. El barniz allí era liso, por lo que era evidente que se trataba de señales hechas en la capa de pintura. Sin embargo, la suciedad las difuminaba y era imposible determinar si se trataba de algún rayado, unas pinceladas para producir brillos de luz o mezcla de pintura. Nervioso ante la posibilidad de que hubiera allí alguna señal reveladora, abrí el bote del líquido limpiador, empapé un poco de algodón sujeto en el extremo de un palillo y froté muy despacio la superficie, quitando la suciedad acumulada. Lo hice tan despacio que con la ansiedad me pareció infinito el tiempo que tardé en limpiarlo. Conforme se volvía transparente el barniz, aparecían unas líneas de color ocre en el marco, que sólo adquirieron sentido al terminar de limpiar un recuadro de unos 4x10 cm. Me separé un poco para ver las líneas en su conjunto. Formaban dos dibujos, que eran dos figuras geométricas muy sencillas. En el primero había dos círculos concéntricos y el segundo era un trazado de forma laberíntica, cuadrado y muy esquemático.

Me quedé confuso. ¿Qué eran aquellas marcas y qué significaban? No podían verse a simple vista, porque tenían un tono ocre oscurecido que se asimilaba al color del marco del espejo, y sólo se percibían fijándose expresamente en ellas con mucha atención. Me alejé del cuadro y comprobé cómo a unos metros pasaban desapercibidos esos dibujos, trazados con un pincel muy fino. Pero ¿qué sentido tenían? ¿Escondían algún mensaje? ¿Encerraban algún simbolismo? ¿Eran simples dibujos o tenían algún significado que había que desentrañar?