XVIII
Durante aquel tiempo yo vivía cada vez más volcado en indagar los enigmas que iba descubriendo alrededor del cuadro de Velázquez. ¿Por qué había estado escondido hasta entonces? ¿Cuál era su antigüedad? ¿Quién era aquella mujer que posó desnuda para Velázquez?
La obsesión por aquel trabajo ocupaba todas mis horas y absorbía mi atención. Por eso aquellos días descuidé un poco a Lucía. Una noche me dijo en su apartamento que necesitaba ir a Roma, porque estaba terminando el proyecto del máster y sólo le quedaba un mes para entregar el catálogo sobre su hipotética exposición de Van Dyck. Tenía que completar unos datos, realizar allí algunas gestiones y después volvería a Londres. Otra vez nos separábamos, pensé yo; sólo unos días, pero ésa era la imagen de nuestras vidas: no acabábamos de estar nunca definitivamente juntos.
Unos días después, sentado ante mi mesa de trabajo, mientras trataba de ordenar los últimos datos que tenía sobre la antigüedad del cuadro, me planteaba si todas las historias de amor son igual de desconcertantes. Recordé los primeros encuentros con Lucía. Un día quise sorprenderla y le dije: «yo hago la mejor paella que puedas haber comido nunca». Fue en los primeros contactos, cuando todo era asombro y voluntad de seducir. La realidad es que yo nunca había preparado una paella. Añadí: «para ti, yo hago la mejor paella que vayas a comer». Tuve que pedirle a un amigo que me enviara por correo electrónico una receta y me dijera los ingredientes y el tiempo de preparación y el modo de cocinarla. Hice una prueba: puse el arroz crudo en un plato y lo llené hasta la medida que solía comerme. El resultado no fue muy tranquilizador y además tuve paella para varios días. Aquélla fue la primera vez que Lucía vino a mi apartamento.
Había pasado desde entonces más de un año. Ahora ella estaba lejos, en Roma, terminando el proyecto con el que finalizaría el máster. En unos días volvería a Londres para entregarlo en la universidad. ¿Y después qué? Todavía no habíamos resuelto nada; y nada teníamos decidido. La vida está hecha de palabras. Pero a veces las palabras no son sinceras. La realidad era que yo seguía paralizado por las dudas. Y ella lo sabía, a pesar de lo que le dijera. ¿Qué quería hacer con mi vida? ¿Dónde iba a vivirla? ¿En Londres? ¿En Madrid? ¿En Roma? ¿Y con quién? Cuando estaba solo, sentía nostalgia de ella. Pero eso no era suficiente.
Las horas en Londres son más lentas que en cualquier otra parte del mundo. O al menos a mí me lo parecían entonces. Me había dicho al despedirnos antes de su viaje: «te llamaré en cuanto llegue y cada día». Y si no llamaba, las horas, sí, eran lentas en Londres sin ella...; y los días y las noches.
No es malo desear aquello que no tenemos, porque es el estímulo para conseguirlo. Lo peor es no apreciar lo que tenemos junto a nosotros. Miré el cuadro de Velázquez La cena de Emaús, en la postal que tenía pegada en el corcho de mi habitación. Pensé que a veces tenemos algo valioso a nuestro lado y no lo descubrimos. Pasa; y lo dejamos pasar. Como esos personajes borrados en el cuadro.
Mientras lo miraba, recibí un mensaje en el teléfono móvil. Venía desde Roma; y en el texto me decía: «Te echo de menos.»
¿Qué debía hacer yo? ¿Arriesgarlo todo por esa mujer? ¿Tenía que ir tras ella hasta Roma y decirle «aquí estoy. Sólo tú me importas»? Me faltaba valor para no preocuparme por un futuro incierto y me sobraba el escepticismo que produce haber vivido un desengaño. Porque somos también lo que hemos sido; y seremos parte de lo que somos.
Al considerar la distancia que me separaba de Lucía, ella en Roma y yo en Londres, recordé la historia del Príncipe de Gales, Carlos de Inglaterra. Conoció a la infanta María a través del retrato que le enviaron a la Corte. Ella era hermana del rey de España, y vivía en Madrid; él, el heredero del trono inglés, y vivía en Londres. Un mar les separaba. Y casi un continente. Pero era un joven impetuoso y se había enamorado de un sueño: de unos ojos negros y de unos labios más frescos que la hierba en las praderas de Escocia. Así que montó en un caballo y recorrió tierras y países, de incógnito, acompañado sólo por un escudero, hasta llegar a las puertas de Madrid. Cruzó toda Europa para verla y llevársela con él.
Cuando ya había llegado, mandó avisar al rey. «Que el Príncipe de Gales espera en los Jerónimos», le dijo su secretario a Felipe IV. Y entonces se organizó en su honor un séquito de bienvenida, que recibió al heredero británico como un rey y le acompañó al palacio del Pardo.
Le organizaron fiestas y banquetes, torneos, juegos y representaciones en su honor, mientras esperaba para estar a solas con la princesa. Velázquez le hizo un retrato; el rey le regaló dos cuadros de Tiziano. Pero él sólo quería estar con la mujer por la que había cruzado mares y tierras, movido por un capricho juvenil y apasionado.
Le dijeron que las personas distinguidas salían a la calle en carrozas, al atardecer, y que las damas tenían por costumbre pasear en coche y ejercitarse así en el galanteo, porque la carroza con las cortinillas de las ventanas corridas podía convertirse en alcoba. «Costumbre extraña», pensaba, mientras estaba esperando ansioso el atardecer para cruzarse con la carroza de ella en el Prado. Había tantos coches que la circulación en la calle Mayor era difícil, porque estaba atascada. Se cruzaban carruajes tirados por dos animales y por cuatro los más ostentosos, y el que se acercó al suyo estaba tirado por seis caballos, que era privilegio de la familia real.
Todo fue muy breve y transcurrió en un parpadeo: aguardar a que las ventanas de las dos carrozas estuvieran a la par, para retirar un poco las cortinas y espiar el rostro de la amada. Sólo eso. Y volver al Pardo.
Como eso no satisfacía su pasión, se saltó todos los protocolos: fue un día hasta el muro de la Casa de Campo del Palacio Real, donde ella estaba recogiendo flores, escaló la pared y se plantó frente a ella, para verla, para tenerla cerca, para besar su mano, si fuera posible, y amagar algún roce furtivo. Para cualquier cosa, menos para lo que se produjo en realidad. Y es que la infanta, al verlo aparecer se persignó sorprendida. «I love you, Mary», le oyó decir María al príncipe. «I have come from London in order to see you», insistió él, ante la mirada atónita de ella.
María acababa de empezar el aprendizaje acelerado de la lengua inglesa y no le entendió nada. Buscó palabras. My sir. My prince. King. Oh, my God!; pero lo único que supo decirle fue «no deberíais estar aquí, señor». Y él se fijó en el brillo luminoso de su pelo castaño. «You are beautiful like the sun», le oyó decir María al príncipe, como quien oye llover. Este se acercó, mirando con descaro los labios de la infanta. «May-I-kiss-your-hand?», pronunció despacio, mientras alargaba la mano para coger la de ella. La infanta María pensó en lo endiablada que era la lengua del imperio inglés, se persignó de nuevo, dio media vuelta y echó a correr hacia el palacio.
Después de medio año, el príncipe no había conseguido rozar a la infanta María. Las exigencias de la Corte española le estaban pareciendo excesivas. Se convenció de que era un mal negocio ese matrimonio y de que no iba a sacar más de esa aventura juvenil. Pero mantuvo las apariencias. Llenó de regalos a la infanta: un broche de diamantes y un collar de perlas como símbolo «de la pureza de la infanta», lo único que maldecía íntimamente de ella.
Después de haber permanecido seis meses en Madrid, preparó el viaje de regreso; firmó un matrimonio por poderes, que se celebraría en cuanto llegara la dispensa del Papa que había solicitado la Corte española para poder casar una infanta católica con un príncipe anglicano; y partió hacia Londres. La reina Isabel y la infanta María le despidieron vestidas de negro, expresando así el dolor que sentían por su marcha. El propio rey Felipe IV fue a despedirle a la salida del Escorial. Donde los dos séquitos se encontraron, se levantó un monolito que se conserva aún hoy, llamado «La columna del adiós», que está abandonado en medio de unos campos de cereales.
Mientras la infanta aprendía inglés en Madrid y el rey Felipe preparaba la boda, el príncipe de Gales salía de Castilla, habiendo dejado a sus servidores el encargo de anular todos los compromisos que había firmado. El rey Felipe y el príncipe se despidieron reiterando su voluntad de cumplir los acuerdos. El príncipe le había dicho a la infanta que enviaría al duque de Buckingham en breve para llevarla a las costas inglesas, en cuanto llegara la dispensa papal y fueran ya marido y mujer. María aprendió por fin el significado de las palabras que le decía el de Gales: «I love you.» Así son las historias de los amantes abandonados.
No es del corazón de donde parten todos los impulsos del ser humano, sino del cerebro. Así lo escribió Galileo en 1632, en su libro Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. Aristóteles había dicho que del corazón humano parten todos los nervios y de allí distribuyen sus impulsos, ramificados por todo el cuerpo. Galileo escribió que no: que parten del cerebro, pasan por la nuca, forman «un grandísimo mazo por la espina dorsal», se ramifican después y «solamente un hilo sutilísimo llega al corazón». ¿Qué movía mi comportamiento con Lucía o la conducta del príncipe de Gales con la infanta? ¿El corazón o el cerebro? Dante había escrito en la Divina comedia: «Amor che move il sole e l'altre stelle.» El amor mueve el sol y las otras estrellas. Llegó Galileo y dijo que no: que el Sol está quieto y es la Tierra la que se mueve alrededor de él y nosotros con ella. ¿Qué mueve el mundo?, me preguntaba, pensando en Lucía. No es el amor, desde luego. Son las palabras.
Consulté los libros que tenía Velázquez en su biblioteca. Se conserva la relación en el inventario que se hizo de los bienes de su casa. Allí figura el Timeo de Platón. El mundo, dice Platón, es armonioso y proporcionado. Lo componen cuatro elementos unidos amistosamente: el fuego, el agua, el aire y la tierra. El Supremo Ordenador le dio forma de esfera, que es la figura geométrica más perfecta. Hizo que se bastara a sí mismo; y en él encontrara todo lo que necesita para su mantenimiento. ¿Para qué le iba a poner Dios pies al mundo —se pregunta, por ejemplo, Platón— o darle manos si no los necesita? Por eso el mundo no anda errante y perdido como a veces los hombres, extraviados sin saber adonde dirigirse. El Supremo aplicó al mundo el movimiento más apropiado a su ser; y por lo tanto, quiso «que girase sobre sí mismo en torno a un mismo punto, con un movimiento uniforme y circular».
Aristóteles explicó que ésa es la razón de que la esfera cuando se mueve parece que está en reposo: porque ocupa siempre el mismo lugar. El centro es el punto inicial, el punto medio y el punto final de su movimiento. Por eso parece que está quieta al moverse circularmente: porque no se desplaza. Todo sobre ella está parado y al mismo tiempo se mueve continuamente. Así es la Tierra y así somos nosotros.
Aquellos fueron para mí días confusos. Veía cómo todo se movía lentamente a mi alrededor. Lucía se había ido a Roma y me había propuesto ya varias veces que decidiéramos movernos en alguna dirección, si queríamos seguir juntos. Pero yo seguía varado, quieto, anclado e indeciso. Y el mundo no gira alrededor de nosotros, como dijo Ptolomeo. Las cosas vienen, se nos acercan, nos impactan y después se alejan, si no las retenemos.
El egipcio Ptolomeo recogió en el siglo II, en Alejandría, la visión grecorromana del universo en su obra Almagesto. Contabilizó en ella más de mil estrellas y las veía a todas ordenadas alrededor de la Tierra, girando en ocho esferas concéntricas. La Tierra era el centro del universo, había dicho Ptolomeo, y así se predicó durante toda la edad media. Pero llegó Copérnico en 1512 y propuso estos axiomas:
1. No hay un único centro de todas las esferas celestes.
2. El centro de la Tierra no es el centro del universo, sino solamente de la gravedad de la esfera lunar.
3. Todos los planetas giran alrededor del Sol, y por tanto, el Sol es el centro del universo.
Es lo que Galileo volvió a repetir cien años después, defendiendo el sistema copernicano frente al tolemaico. En la biblioteca de Velázquez no estaba su libro titulado El mensajero de las estrellas. Es ahí donde Galileo cuenta cómo construyó el primer telescopio y se quedó sorprendido al mirar a la Luna, que dista de nosotros sesenta radios terrestres y con él pudo verla como si distara sólo dos. Aumentó su volumen veintisiete mil veces más que si la viera a simple vista y así pudo contemplar por primera vez «que la Luna no está recubierta de una superficie lisa y liviana sino escabrosa y desigual, y, como la faz de la Tierra, llena de grandes protuberancias, profundas cavidades y plegamientos».
Galileo había visto los cráteres de la Luna y las manchas del Sol; y que la Vía Láctea no es una hilera de niebla, sino un camino con millones de estrellas. Y que la Tierra no está quieta, aunque se lo haga jurar el Papa. «Eppur si muove», dijo entre dientes al abjurar de sus teorías ante el tribunal de la Inquisición. «Y sin embargo, se mueve.»
Velázquez conoció todas estas polémicas, porque él estuvo en Roma precisamente mientras se debatían, durante su primer viaje a Italia. Y casi la mitad de los libros de su biblioteca estaban escritos en italiano y los había traído él personalmente de aquel país. Pero los libros de Galileo no estaban entre ellos. Ni los de Kepler, que fue el primero en descubrir que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas, y que era el primero al que Galileo comunicaba sus descubrimientos, mediante textos en clave, acrósticos y mensajes cifrados, para burlar a los censores y esquivar el espionaje de otros científicos. Galileo le enviaba, por ejemplo, desde Florencia a la universidad de Praga, donde estaba como matemático imperial el astrónomo Kepler, un escrito así: «Smaismrmilmepoetaleumibunenugttauiras» y Kepler debía leer: «Altissimum planetam tergeminum observavi.» Y eso quería decir que había descubierto que el planeta Saturno estaba rodeado por tres anillos. Así era entonces el lenguaje técnico. Pero es que las ciencias estaban naciendo en esos momentos y los astrónomos pronunciaban entonces los primeros balbuceos del lenguaje científico.
Velázquez tenía bastantes libros. Entre las 155 obras del inventario de su biblioteca, había libros de emblemas, de arquitectura, de filosofía, de aritmética, de álgebra, de historia natural, de astrología, de navegación, de máquinas, de medicina, de geografía y, sobre todo, de pintura y colecciones de dibujos y estampas. Algunos eran títulos tan poco prácticos para él como Modo de alçar el agua, Modo de mensurar la distançia o Thessorero de los pobres. Tenía alguna obra sobre la manera de conservar la salud, pero ningún libro de William Harvey, que fue el médico personal del príncipe de Gales cuando éste ya había sido coronado rey de Inglaterra como Carlos I y no había olvidado aún su viaje a Madrid.
Harvey estudió el funcionamiento del corazón humano y confirmó las teorías de la circulación de la sangre por las que Miguel Servet había sido condenado a la hoguera setenta y cinco años antes, por los calvinistas, en Ginebra. En su libro Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus, Harvey le explicó así el funcionamiento del corazón humano a Carlos de Inglaterra: «Primero se contrae la aurícula, y en esa contracción arroja la sangre que contenía (en la que abunda, como cabeza que es de las venas y depósito y cisterna de la sangre) al ventrículo del corazón; lleno éste, el corazón se levanta, pone en tensión inmediatamente todas las fibras, contrae los ventrículos y produce el latido.»
El corazón es lo que da vida al cuerpo humano, le explicaba Harvey a Carlos de Inglaterra, porque la sangre lleva el calor de la vida a cada parte del cuerpo. Y así volvía la pregunta al principio: ¿qué gobierna al ser humano: el corazón o el cerebro? Aunque al joven Carlos lo que le interesaba en realidad era saber si eso tenía alguna relación con la pasión humana. Si es el corazón el horno de las pasiones amorosas y qué aurícula o ventrículo se había cegado en su pasión por María. Pero eso no supo explicárselo Harvey al rey. Tampoco si alguna arteria se había obstruido en su corazón al casarse con la princesa de Francia, Enriqueta. En sus primeros años de matrimonio, cuando pensaba en la pelirroja María y en sus labios húmedos que había dejado en Madrid, sentía un tumulto en las pulsaciones. Pero eso ¿era amor o era taquicardia?
Si Lucía hubiera estado conmigo aquellos días, me habría dicho: «te ha dado el bajón otra vez; necesitas más potasio». Y yo no habría pensado estas cosas. Pero Lucía estaba lejos y yo la echaba de menos.