Todo empezó en un volkswagen azul

 

 

Fui concebido una noche de noviembre de 1983 durante una noche loca repleta de alcohol y sexo y algo de marihuana de mala calidad en el interior de una vieja furgoneta volkswagen de color azul con algunos desconchones en su pintura que mostraba retazos oxidados en el lugar de lo que antes fue. A pesar de las enrevesadas circunstancias, fui el espermatozoide mas rápido de mi generación... Habría que ver como hubieran salido el resto de mis compañeros para juzgar... Todo realmente jodido de veras. Y normalmente me sorprendía a mí mismo meditando sobre estas cosas mientras hacía las cosas cotidiana de mi vida diaria. Esta vez me sorprendí pensando en aquel polvo lejano mientras me cortaba las uñas de los pies con mis propias manos. Se me había olvidado meter un cortauñas en la improvisada mochila y la zarpa del dedo gordo me había estado creciendo hasta clavarse en la carne. Supongo que vuestras mentes elitistas esto lo verán como una puta guarrada, pero cuando llevas tres días sin casi poder andar comprenderéis que me la suda muy mucho cómo lo veáis. La uña estaba jodida y estaba poniendo solución. El tufo de después ya era otra cosa de la que casi prefiero no hablar.

 

Miré por la ventana de nuestro compartimento. Estábamos pasando por una idílica zona industrial repleta de fábricas con chimeneas humeantes donde felices proletarios ofrecían sus servicios y su salud a cambio de un salario mínimo con el que poder alimentarse y seguir partiéndose la espalda día tras día. El cielo nuboso ayudaba a crear el ambiente deprimente que se había dibujado ante nosotros. Según mis calculos, que no eran muy de fiar, nos encontrábamos cerca de Burdeos. Nuestro primer destino era París. Allí dejaríamos el tren e improvisaríamos sobre la marcha para continuar nuestro trayecto. París. Ciudad de enamorados. Ciudad vomitiva por excelencia. Lo que sí era seguro es que en casa ya no estábamos. Lo que sí era seguro es que ya no había marcha atrás. En principio habíamos decidido iniciar un viaje sin ningún rumbo concreto. Teníamos claro que gastaríamos nuestros ahorros. Teníamos claro que viajaríamos por varios países de Europa... y poco más. Teníamos claro que queríamos malgastar nuestras vidas existenciales juntos. Conocernos, ver si nuestras almas eran compatibles o destrozarlas sin compasión en un destino irreductible que nos habíamos planteado.

 

Laputa dormía tumbada en el asiento frente a mí encogida en una extraña postura que me parecía de lo más incómoda; aunque a ella no parecía molestarle. Sus leves ronquidos corroboraban mi teoría. Me sonreí. Miré la hora en mi viejo móvil no inteligente. Nunca llamaba a nadie, pero me venía genial como reloj improvisado. Rebusqué en mi mochila y saqué una pequeña botella de agua y mi frasco de litio del bolsillo pequeño. Era la hora de mantener en vereda a la bestia. Dos pastillas por la tarde acompañadas de un generoso trago de agua. Odiaba la sensación de sequedad que se me quedaba luego en la boca y siempre tenía una botella cerca. Jugué nervioso con mis sudorosas manos mientras observaba a Laputa. Llevaba unos vaqueros desgastados y una sudadera negra con capucha con la que se tapaba la cara para poder dormir tranquila sin que ninguna luz la molestase en su letargo. Sus deportivas descansaban a los pies del asiento.

 

Me cansé de ver una imagen deprimente tras la ventana y a una ¿ex prostituta? catatónica frente a mi durante toda la tarde y me salí del compartimento hacia la cafetería del tren. Las enfermizas luces de neón del estrecho pasillo que conducía al bar semejantes a las de los interminables corredores de los hospitales psiquiátricos no ayudaban mucho a mi ya de por si deplorable estado de ánimo. Avanzaba a paso normal cuando me topé con un jodido anciano que debía tener como doscientos o trescientos años de edad según la velocidad a la que caminaba. No soy precisamente la persona más sociable del mundo, eso es cierto, pero hay cosas que sacan de quicio a cualquiera. Una de las cosas que más me joden es perder el tiempo. Y aquel tipo me estaba jodiendo. No dije nada. Le agarré con cuidado por los hombros; no fuera a partirlo por la mitad, y pasé rápido dejándolo atrás insultándome en algún idioma que traduje como francés. Me la pelaba. Una vez superado el trámite del pasillo conseguí llegar enseguida a la cafetería.

 

Un hilo musical que invitaba al suicidio y unas luces de la misma tonalidad de antes fue lo primero que me encontré. Una mujer de unos treinta años sentada a la derecha de la entrada y su bebé recién nacido llorando de forma estruendosa porque quería comer, pero su madre estaba demasiado ocupada manteniendo una interesante conversación a través de su tableta electrónica con su amante como para hacerle caso. Un ejecutivo en la mesa de la izquierda con el portátil abierto mostrando algunos documentos aburridos de necesidad y su smartphone entre sus manos simulando que trabajaba en algo muy serio cuando en realidad estaba haciendo el gilipollas en alguna red social donde se sentía libre para mostrar un álter ego creado para la ocasión. Un personaje que borraba de un plumazo sus numerosos defectos y se autoengañaba pensando que los demás le creían. Dejé a ese ser vacío y me dirigí a la barra.

 

Me senté en el único taburete que quedaba libre y esperé a que llegase el camarero. Me dolía la cabeza. Rebusqué en mis bolsillos y encontré el último Nolotil que me quedaba. Me lo tomé sin agua y seguí esperando mientras entrecerraba los ojos para que la luz no me molestase.

 

—Buenas tardes, ¿qué desea tomar? —me preguntó un camarero con la mirada irreal de “estoy encantado”, cuando en realidad está deseando que acabe su turno para ir a no follarse a su mujer.

 

Mire de nuevo la hora. Las seis y treinta y siete.

 

—Ron con coca-cola —le dije impasible—. Con mucho hielo.

 

Me lanzó una mirada extraña y desapareció para preparar mi bebida.

 

Miré a mi alrededor. El lugar estaba repleto de viajeros. Seres con destinos preestablecidos. Vidas tan aburridas como el sexo programado con antelación. A mi izquierda había dos chicos jóvenes de aspecto bohemio, cada uno leyendo un libro y que casi no se dirigían la palabra salvo para hacer un leve comentario acerca de su lectura. Uno de ellos, el más cercano a mí, se había dejado una pequeña melena rasta dando por hecho de que le sentaba bien. Detrás mía, en una mesa apartada, una pareja de viejos discutían en voz baja sobre los precios del menú. Ella le acusaba constantemente de que siempre se quejaba por todo y que nunca disfrutaba nada. Le culpaba de seguir haciéndolo en ese viaje que era tan importante para ambos y de no tener ninguna consideración por ella. Una chica joven se encontraba un poco más alejada a mi derecha en la barra. Estaba embarazada. Hablaba por su móvil en alemán, italiano, o alguna mierda de esas. De repente se le ocurrió terminar lo que estaba tomando y pasar por mi lado para volver a su compartimento. En serio. Siempre he creido que las mujeres estaban mucho más guapas cuando se quedaban embarazadas. Creía que su tono de piel cambiaba, sus ojos, su pelo... entonces... ¿qué clase de puto mutante era el que tenía delante mía? Me volví a girar sobre mi asiento y di gracias por tener el estómago vacío en ese momento.

 

El camarero volvió con mi bebida y la dejó delante de mi junto con el ticket con el precio. Me cagué en su vida y en toda su generación cuando lo vi, pero ya era demasiado tarde para devolver el ron y me apetecía demasiado como para hacerlo. Opté por pagar la desorbitada cifra que me pedía y dar un trago.

 

—¡Eh, tío! ¿Qué haces? —me preguntó un gilipollas que se acababa de sentar a mi derecha— Eso te joderá las neuronas.

 

Le lancé una mirada de soslayó que me bastó para analizarlo. Era un hombre joven de unos cuarenta años; bueno, no tan joven. Un capullo más para añadir a mi particular listado de capullos. Un tío vestido de manera informal ataviado con una mochila de pana marrón descolorida y un ejemplar con hojas desgastadas de "El guardián entre el centeno" sobre la barra.

 

—Bueno, no las necesito todas, ¿no? —le contesté antes de volver con mi ron.

 

El capullo se quedó desconcertado un instante sin saber qué decir. Me miró un momento y siguió de nuevo con su café con leche.

 

Creyéndome a salvo de gilipollas me evadí observando el líquido de mi copa mientras pensaba en el viaje. Hay diferentes tipos de viajes. Están los viajes de negocios. Tan aburridos que ni siquiera me merece la pena pensar en ellos. Los de placer. Donde uno va en busca de saciar el desconocimiento por algún lugar en apariencia oculto salvo por un documental ocasional de mierda emitido en un horario demasiado extraño y de poco interés general. Los viajes de novios; esos en los que dos imbéciles recién casados que han echado a perder sus vidas deciden irse de luna de miel tras una fiesta superficial en la que suponen han unido su relación para siempre. Una fiesta que termina con algún polvo donde al novio ni se le levanta por culpa del exceso de alcohol y la novia va tan pedo que al día siguiente no recuerda si se folló a su marido o a alguno de sus cuñados. También están los viajes de turismo sexual en los que uno trata de mezclar el sexo con un nuevo tipo de aventura no experimentada hasta el momento y para ello viaja a lugares exóticos. Visitando los lugares más sórdidos de la faz de la tierra y en los que tienes suerte si no acabas siendo drogado por un grupo de mafiosos tailandeses con la intención de robarte un riñón en una operación a vida o muerte en la que la higiene no es precisamente una prioridad o amanecer abrazado a esa chica tan mona que no dejaba de sonreirte la noche anterior en la discoteca y que se ha transformó mágicamente en un transexual malayo en cuanto llegásteis a la habitación del mugriento motel. Y luego están... bueno, ni zorra idea. De momento no se me ocurre ninguno más.

 

El viaje que hice con Laputa no sé muy bien donde clasificarlo. Supongo que todos necesitamos etiquetar nuestras mierdas para sentirnos más cómodos con nosotros mismos. El viaje que hice con ella fue raro. Pero así suele ser todo lo que me rodea. Fue como una pareja de novios. Fue como una pareja de ¿enamorados? que inician algo juntos y tratan de ir conociéndose poco a poco. Pero nosotros no lo hicimos paso a paso, no. Nosotros iniciamos la casa por el tejado. ¿Por qué vamos a tomar el camino fácil cuando podemos complicarnos a fondo? Dos personas en apariencia opuestas tratando de unirse en un todo. La simbiosis de lo extraño.

 

Me quedé haciendo planes de lo que podría ser en un futuro bastante cercano. Con la mirada perdida en el espejo de la pared. Viendo pasar a los demás pasajeros por detrás mía como fantasmas pululando por bulliciosas calles, pasando desapercibidos ante las miradas anónimas. Me quedé meditando sobre cómo sería nuestra estancia en París, haciendo planes para que no fuera el típico viaje vomitivo de un par de enamorados del que más tarde sólo obtendríamos la sensación de arrepentimiento y lamentación. Estuve un buen rato planeando nuestro siguiente destino mientras apuraba mi bebida. Estuve un buen rato perdiendo el tiempo hasta que comprendí que en un viaje como el nuestro no había hueco para otra cosa que no fuera la improvisación.

 

El tipo de mi derecha seguía distraído con su café con leche que ya estaba frío.

 

—Si no te conoces a ti mismo, ¿qué es lo que conoces? —le dije al oído antes de marcharme de la cafetería.

Diario de un suicida en potencia
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