Suena el despertador de mi móvil. Me levanto. Voy a mear al baño. Me la sacudo a conciencia para no dejar la típica gota de orina decorando mi pantalón del pijama. Voy a la cocina. Me tomo mi medicación con la ayuda de un vaso de agua y luego me preparo un bol de cereales con leche desnatada. Siempre, cada día, es una fotocopia del anterior. Me muevo como un jodido autómata y me pregunto a menudo si no será fruto de décadas de estudiado dominio realizado por las fuerzas preferentes. “Ya estás con tus conspiraciones paranoicas”. Me repito a mí mismo en un intento de tranquilizarme y apartar esa idea de mi mente. Pero… ¿y si fuera todo verdad? Probablemente no le haríamos caso porque ya se ha llevado demasiadas veces al cine y estamos insensibilizados hacia ese tipo de ideas. ¿Y si eso fuera parte de su proceso por zombificarnos?
Nos movemos según las reglas que dictan cuatro capullos sentados en sus cómodos sofás. Ellos proponen leyes que no cumplen. Nosotros acatamos sin rechistar. Nos dan nuestro placebo permitiéndonos “cambiar de parecer” cada cuatro años. Nos mantienen en relativa felicidad inyectándonos dosis bien medidas de noticias estudiadas con la idea de que no saltemos la cerca en la que estamos encerrados. Si lo hace uno o dos no pasa nada. Enseguida son silenciados y nunca más se supo. Si los que lo hacen son Legión sueltan los perros vestidos de azul esgrimiendo sus mandobles de cuero. Amenazan, gritan y, si respiras más oxígeno del deseado, te encierran. Te apalean. Te destrozan el sucedáneo de vida que ellos mismos han creado. Da igual que algo de eso se filtre en las noticias. Otra noticia encargada de borrar la memoria cumplirá su cometido. Todo controlado. Todo está sistematizado.
Son el SIDA de esta época. Destrozan nuestras defensas y nos debilitan hasta tenernos sometidos.
Yo me tomo cada mañana mi ración de sometimiento y así puedo pasar tranquilo durante semanas, quizá meses sin que me de ninguna crisis. Las crisis no gustan a nuestros amigos justicieros. Ni siquiera que los mires de frente. Hazlo con disimulo. De soslayo. Eso les va más.
Yo aporté mi grano de arena a la rebelión contra los sistemas preestablecidos en las últimas elecciones. Elegí varios colegios electorales al azar… vale, no. Los dos colegios que estaban más cerca de mi casa en metro porque no tenía ganas de volver tarde. Tenía una pizza fría de la noche anterior que me decía aquello de “cómeme”. No seáis mal pensados. Mi “modus operandi” fue el mismo en ambos casos: entré en los colegios como si tal cosa a una hora temprana. Había bastante gente y nadie se fijaba en un capullo como yo. Me fui directo a los baños. No tenía cagalera, pero sí muchas ganas de joder. Me metí en un retrete, cerré la puerta con pestillo e hice una bola enorme con el papel higiénico. Cuando consideré que era lo bastante grande la metí en el inodoro y tiré de la cisterna. El papel se quedó atascado y el agua casi desborda a punto de dejar el suelo adornado con una bonita estampa mezcla de agua sucia, orina y pelos púbicos. Era domingo. Me había asegurado que nadie cagase allí como mínimo hasta el lunes. Repetí la operación en los demás inodoros cuidando que nadie me viese. Soy cabrón, pero no gilipollas.
Cuando todos los presentes en las mesas electorales tuvieran ganas de cagar se iban a encontrar con una enorme sorpresa. Sólo podrían hacerlo jugando a hundir la flota con el añadido de que no tendrían más papel para limpiarse el culo que el de las papeletas. ¿Acaso sirven para algo más?
Mantén a un interventor más de doce horas con ganas de cagar y verás que mala hostia tiene al final del día.