16

«No es más que una impostura»

—Pensaba que se había ido usted —dijo en tono más de cansancio que de sorpresa.

—Perdí el avión. ¿No se lo ha dicho ella?

—¿Qué diablos se ha hecho usted en la cara?

—Siebkron ordenó a sus muchachos que registraran mi dormitorio para ver si encontraban información sobre Harting, y yo les interrumpí.

Turner se sentó y dijo:

—Son anglófilos también. Como Karfeld.

—El asunto de Harting está ya oficialmente cerrado.

Con sumo cuidado, Bradfield apartó unos cuantos telegramas. Siguió:

—He remitido todos los papeles a Londres, juntamente con una carta en la que hacía una estimación de los daños que este asunto ha causado a nuestra seguridad. Las restantes diligencias se efectuarán en Londres. No tengo la menor duda de que, a su debido tiempo, se tomará una decisión acerca de si debemos o no informar a los demás miembros de la OTAN.

—En este caso, más valdrá que anule la carta y que se olvide de esas estimaciones.

En tono muy seco, con aquella aspereza de que dio muestras al principio, Bradfield dijo:

—He sido muy tolerante con usted. He sido tolerante en muchos aspectos. He tenido en cuenta que su profesión es desagradable, he tenido en cuenta su ignorancia de los usos diplomáticos, y tampoco he olvidado su insólita grosería. Su estancia aquí tan sólo ha servido para crearnos problemas; parece usted firmemente dispuesto a ganarse la impopularidad. ¿Qué pretende al quedarse en Bonn, después de haberle dicho yo que se fuera? ¿Qué pretende al entrar en este despacho, vestido de una forma improcedente? ¿Es que no tiene idea de lo que está ocurriendo? ¡Hoy es viernes! ¡El día de la manifestación! ¿O también lo ha olvidado?

Turner permaneció inmóvil. Y la ira de Bradfield, superando su fatiga, dominó sus palabras:

—Lumley me dijo que era usted grosero pero eficaz. Sin embargo, hasta el momento sólo ha demostrado su grosería. No me sorprende que haya sido objeto de violencias. No, porque usted atrae a la violencia. Le advertí cuáles eran los daños que podía usted causar; le expliqué las razones que abonaban la decisión de que abandonara sus investigaciones; y he cerrado los ojos ante la innecesaria brutalidad con que ha tratado al personal a mis órdenes. Pero mi paciencia se ha agotado. Le prohíbo que vuelva a pisar la embajada. ¡Salga de aquí!

Turner dijo:

—He encontrado los documentos, todos los documentos que faltaban. Y la carretilla. Y la máquina de escribir y la silla. Y la estufa eléctrica de dos resistencias, y el ventilador de De Lisle.

Hablaba con voz quebrada y carente de fuerza de convicción; su mirada parecía perseguir objetos inexistentes. Prosiguió:

—Y las tazas de té, y todos los objetos desaparecidos. Y las cartas que recogía en la sala de recepción del correo, y que no entregaba a Meadowes. Eran cartas dirigidas a él, al propio Harting, en contestación a cartas por él remitidas. Allí, abajo, Harting tenía todo un departamento, una sección independiente de la cancillería. Pero usted no llegó a enterarse siquiera. Harting descubrió la verdad acerca de Karfeld, y ahora le persiguen.

Turner se llevó la mano a la mejilla.

—Los que me hicieron esto están persiguiendo a Leo. Leo se esconde porque sabe demasiado, y porque hizo demasiadas preguntas. Y, según creo, ya le han atrapado.

Con acento de fatiga, Turner añadió:

—Siento mucho aburrirle, pero ésta es la verdad… Si no le molesta, quisiera una taza de café.

Bradfield siguió inmóvil. Preguntó:

—¿Y la caja verde?

—La caja está aquí, vacía. Los documentos que contenía han desaparecido.

—¿Se los llevó Harting?

—No lo sé. Quizá los tenga Praschko. No lo sé.

Turner sacudió la cabeza. Prosiguió:

—Lo siento. Está usted obligado a encontrar a Harting antes de que lo encuentren los otros, porque si no lo hace le matarán. Voy a explicarme: Karfeld es un impostor y un asesino, y de eso tiene Harting las pruebas.

Por fin alzó la voz.

—¿Me explico?

Bradfield siguió mirándole atentamente, pero no alarmado. Como si hablara consigo mismo, Turner dijo:

—¿Cuándo despertó la conciencia de Harting? Al principio no quiso enterarse de lo que ocurría. Volvió la espalda a los hechos. Había vuelto la espalda a muchas cosas, se había esforzado en no recordar, en no darse cuenta. Vivía replegado sobre sí mismo, como todos nosotros, sometido a la disciplina de no comprometerse, y denominando sacrificio a esta actitud. Se dedicaba a la jardinería y a asistir a reuniones sociales. A sobrevivir. A no inmiscuirse en nada. A mantenerse la cabeza gacha, y a dejar que el mundo pasara sobre su cuerpo sin hacerle daño. Fue así hasta el pasado mes de octubre, cuando Karfeld adquirió fuerza, poder. Sabía quién era Karfeld, ¿comprende usted? Y Karfeld estaba en deuda con él. Esto era muy importante para Leo.

—¿Estaba en deuda? ¿Qué le debía?

—Espere. Gradualmente, poco a poco, Leo comenzó a abrir sus defensas. Se permitió tener sentimientos. Karfeld le tentaba a ello. Tanto usted como yo sabemos muy bien lo que significa que nos tienten. El rostro de Karfeld estaba en todas partes, entonces, tal como lo está ahora. El rostro de Karfeld sonriente, con el ceño fruncido, amenazador… Y su nombre resonaba constantemente en los oídos de Leo; Karfeld es un impostor, Karfeld es un asesino. Karfeld pretende engañarnos.

—¿De qué está usted hablando? ¿Quiere hacer el favor de no comportarse de un modo tan extremadamente ridículo?

—A Leo ya había dejado de gustarle eso; a Leo ya no le gustaban los impostores; quería descubrir la verdad. La menopausia del hombre. Eso era lo que Leo padecía. Estaba asqueado de sí mismo, debido precisamente a lo que había dejado de hacer, a sus pecados de omisión… Y también a sus pecados de comisión. Estaba cansado de sus trucos y de sus rutinarias actuaciones. Todos hemos experimentado alguna vez este sentimiento, ¿no cree? Bueno, pues el caso es que esto era lo que Leo sentía con toda intensidad. Y, en consecuencia, decidió cobrarse lo que se le debía, es decir, que Karfeld recibiera su merecido. Leo tenía mucha memoria. Sí, ya sé que no está de moda tener memoria, en los tiempos que corren. Por esto, Leo empleó las intrigas y los subterfugios. Los empleó primero para tener acceso a los archivos, después para renovar su contrato, para apoderarse de los documentos archivados, para ver el índice de personalidades… Los viejos archivos, los papeles destinados a ser destruidos, los viejos casos relatados en los papeles guardados en la tumba de las glorias. Quería recomponer el caso de Karfeld, volver a abrir las investigaciones…

—No tengo ni idea de lo que usted pretende decir. Está enfermo, desvaría. Me atrevo a aconsejarle que se vaya y descanse.

—La mano de Bradfield avanzó hacia el teléfono.

—Primero se apoderó de la llave. No le fue muy difícil. ¡Deje el teléfono! ¡Déjelo, le digo!

La mano de Bradfield dudó, y al fin se posó sobre la mesa.

—Entonces, comenzó a trabajar en la tumba de las glorias, montó allí su pequeña oficina, formó su propio archivo, redactó memorias, inició su correspondencia… Actuó. Robaba cuantos documentos archivados necesitaba. Era un ladrón, dicho sea con sus propias palabras, Bradfield. Y, sin duda, tiene usted sus motivos para decirlo.

Durante un instante, la voz de Turner había adquirido acentos suaves y comprensivos.

—¿Cuándo cerró usted el acceso al sótano? Cuando lo de Bremen, ¿no es eso? ¿Fue durante un final de semana? Entonces, a Leo le acometió el miedo, por primera y única vez. Entonces robó la carretilla. Quiero hablarle de Karfeld. ¡Preste atención! Quiero hablarle del doctorado de Karfeld, de su servicio militar, de la herida recibida en Stalingrado, de la fábrica de productos químicos.

—Estos rumores circulan desde hace meses. Desde el momento en que la figura de Karfeld comenzó a pesar en la política del país, no hemos dejado de oír historias referentes a su pasado y Karfeld ha podido siempre desmentirlas plenamente. Difícilmente podrá encontrar en la Alemania occidental ni un solo político un poco destacado a quien los comunistas no hayan difamado en alguna ocasión u otra.

Con profundo cansancio, Turner dijo:

—Leo no es comunista. Usted mismo lo dijo: Leo es un ser muy primitivo, en el aspecto político. Durante años y años se mantuvo apartado de la política porque temía enterarse de ciertas cosas. No le hablo de rumores. Le hablo tan sólo de hechos, de hechos británicamente comprobados. Todo consta en nuestros británicos archivos, todo está aquí, encerrado, en nuestro británico sótano. Allí se enteró Leo de estos hechos, y son hechos que ni siquiera usted puede seguir ocultando.

En el tono de voz de Turner no había rastro de hostilidad ni de triunfo.

—Si quiere comprobar lo que le digo, tiene usted ahora la correspondiente información en el departamento de archivos. Y en la caja verde vacía. Mi alemán no es demasiado bueno, y por eso hay algunas cosas que no he llegado a comprender. He dado órdenes de que nadie toque lo que he encontrado.

Turner sonrió embargado por los recuerdos, y parecía que recordara hechos referentes a sí mismo.

—Sin saberlo, poco faltó para que usted le impidiera a Leo la prosecución de sus actividades. Se llevó la carretilla al sótano aquel fin de semana en que instalaron las rejas y cerraron el ascensor.

Quedó aterrorizado ante la posibilidad de tener que interrumpir sus investigaciones, de no tener acceso a la tumba de las glorias. Hasta aquel instante, todo había sido un juego de niños. Le bastaba con meterse en el ascensor, con sus documentos bajo el brazo. Como usted sabe. Leo podía ir a cualquier sitio de la embajada, ya que su tarea en el índice de personalidades le daba derecho a ello. Y Leo se metía en el ascensor, y transportaba sus documentos al sótano. Pero usted se lo impidió, sin saberlo; las rejas de protección, en caso de disturbios, impedían a Leo el acceso a su pozo. Por eso puso todo lo que necesitaba en la carretilla y esperó abajo durante todo el fin de semana en el sótano, hasta que los obreros terminaron su trabajo. Para salir, tuvo que descerrajar la puerta de las escaleras traseras. Luego procuró que Gaunt le invitara a su casa, en el último piso. Gaunt le invitaba sin saber nada. En cierto modo, nadie sabía nada, todos eran inocentes.

Generosamente, Turner añadió:

—Y lamento mucho haberle dicho lo que le dije. Estaba equivocado.

—No creo que éste sea el momento más oportuno para presentar excusas —repuso Bradfield, y tocó el timbre para llamar a miss Peate y pedirle café.

Turner dijo:

—Le voy a contar la historia tal como consta en los documentos archivados en la embajada. Se trata de la historia que acusa a Karfeld. Haga el favor de no interrumpirme. Los dos estamos cansados, y no disponemos de mucho tiempo.

Bradfield había colocado una hoja de papel azul ante sí; sobre la hoja azul había depositado la estilográfica. Miss Peate, tras servir el café, les dejó solos; la expresión del rostro de miss Peate, la mirada de asco que dirigió a Turner, eran más elocuentes que cuantas palabras pudiera proferir.

—Le voy a relatar la historia que Leo Harting reconstruyó, mediante los documentos. Cuando haya terminado, puede usted señalar las lagunas que en ella encuentre, si así lo desea.

—Procuraré complacerle —dijo Bradfield, acompañando sus palabras con una sonrisa que fue como la rememoración de un hombre distinto al que en aquellos momentos era.

—Cerca de Dannenberg, junto a la frontera, hay un pueblecito llamado Hapstorf. Su población es muy reducida, y se encuentra en un valle rodeado de bosques. O al menos, así era años atrás. En 1938, los alemanes instalaron allí una fábrica. Junto a un río de rápida corriente había una fábrica de papel, con una casa de campo aneja, construida al pie de un precipicio. La fábrica de papel fue transformada, se construyeron laboratorios a lo largo del río, y el lugar quedó convertido en un centro secreto de investigaciones científicas, cuyo objeto era el estudio de ciertos tipos de gases.

Turner bebió unos sorbos de café y se metió en la boca una pasta seca; al parecer, masticar la pasta le produjo dolor, ya que inclinó la cabeza a un lado, y movió la quijada muy cuidadosamente.

—Gases tóxicos. Las ventajas que el lugar ofrecía eran evidentes. Resultaba difícil bombardearlo; la corriente del río era rápida, lo cual les permitiría generar corriente eléctrica, y el pueblo tenía una población muy poco numerosa, lo cual les permitiría impedir la estancia en él a cuantas personas les parecieran indeseables. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Bradfield había empuñado la pluma y tomaba notas mientras Turner hablaba. Turner vio los números que Bradfield atribuía a las notas, allí, en el margen izquierdo, y pensó: «¿De qué sirven los números? Dar números a los hechos no es suficiente para anularlos».

—La población de la aldea asegura que ignoraba el tipo de actividades que desarrollaba la fábrica, lo cual es probablemente verdad. Sabían que la fábrica de papel había sido desmantelada, y que en su interior se habían efectuado costosas instalaciones. Sabían que los almacenes situados en la parte trasera estaban muy vigilados, y sabían que el personal técnico y directivo había recibido órdenes de no alternar con las gentes de la localidad. Los trabajadores eran extranjeros, franceses y polacos y no se les permitía salir de la fábrica por lo que los habitantes del pueblo tampoco trataban con el personal de nivel inferior. Y todos estaban enterados de la presencia de animales, principalmente monos aunque también había corderos, chivos y perros. Estos animales eran transportados al interior de la fábrica y no volvían a aparecer. Hay constancia de que el Gauleiter de la zona recibió cartas de queja, escritas por individuos amantes de los animales.

Turner dirigió una mirada de admiración a Bradfield.

—Leo trabajó en el sótano, noche tras noche, reconstruyendo estos hechos.

—Leo Harting nada tenía que hacer en el sótano. Los archivos del sótano estaban fuera de los límites de su jurisdicción y lo estuvieron durante muchos años.

—Sí, tenía mucho que hacer allí.

Bradfield escribía. Turner continuó:

—Dos meses antes de que la guerra terminara, la aviación británica destruyó la fábrica, mediante un bombardeo en picado. La explosión se oyó a varios kilómetros a la redonda. La fábrica desapareció del mapa y, junto con la fábrica, la aldea. Los trabajadores extranjeros murieron. Se dice que el sonido de la explosión se oyó en Hamburgo. Y junto con la fábrica volaron muchas otras cosas.

La pluma de Bradfield trazó una rápida anotación.

—Cuando se produjo el bombardeo, Karfeld estaba en su casa, en Essen. De esto no cabe la menor duda. Asegura que se encontraba en Essen, con el fin de enterrar a su madre, que había muerto en el curso de un bombardeo.

—¿Cierto?

—Efectivamente, Karfeld se encontraba en Essen, pero no con el fin de enterrar a su madre, ya que ésta había muerto dos años antes.

Bradfield gritó:

—¡Tonterías! De ser así, ya haría mucho tiempo que la prensa…

Sin alzar la voz. Turner dijo:

—En los archivos consta una fotocopia del certificado de defunción de la madre de Karfeld. No puedo decir qué aspecto tiene el segundo certificado, ni tampoco quién lo falsificó, aunque esto último podemos imaginarlo, sin necesidad de que el esfuerzo nos hernie los sesos.

Bradfield le dirigió una mirada de asentimiento.

—Después de la guerra, los ingleses ocuparon Hamburgo y enviaron a un equipo de investigadores a los restos de Hapstorf, con el fin de que recogieran recuerdos y sacaran fotografías. El equipo en cuestión estaba formado por hombres del servicio de seguridad, y se trataba de un equipo absolutamente normal. Pensaban que quizá encontraran a los científicos que trabajaron allá para poder servirse de sus conocimientos… Bueno, ya sabe a lo que me refiero. Los miembros del equipo libraron un informe en el que decían que nada habían encontrado. Y en este informe también hicieron constar ciertos rumores. Un trabajador francés, uno de los pocos supervivientes, contó una historia acerca de experimentos con seres humanos. Dijo que tales experimentos no se efectuaban en las personas de los trabajadores, sino de individuos transportados allá, desde otros lugares. Dijo que al principio utilizaban animales, pero que más tarde decidieron ser más realistas, y por esto trajeron a unos cuantos tipos. El trabajador francés dijo que una noche estaba de guardia, en la entrada a la fábrica —a la sazón gozaba de libertad bajo vigilancia—, y los alemanes le dijeron que regresara a su barracón, que se acostara, y que no volviera a aparecer hasta el día siguiente. Este hombre sospechó algo y se quedó por allí. Y entonces vio algo muy raro: un autobús gris, un autobús de un solo piso, gris, normal y corriente, entró por la puerta principal y fue cruzando las demás puertas, sin que nadie pidiera la documentación al conductor. El autobús se dirigió a la parte trasera, allí donde se encontraban los almacenes, y a partir de este instante, el francés nada más oyó. Al cabo de pocos minutos, el autobús salía, a mayor velocidad, vacío.

Turner se interrumpió una vez más, y en esta ocasión se sacó un pañuelo del bolsillo y, muy cuidadosamente, se secó con él la frente.

—El francés también declaró que a un amigo suyo, un belga, le ofrecieron ciertas ventajas si iba a trabajar a los nuevos laboratorios, instalados al pie del acantilado. El belga trabajó allí un par de días y salió trastornado, con un semblante espectral. Dijo que no estaba dispuesto a pasar ni una noche más allí, aunque le ofrecieran todos los privilegios del mundo. Al día siguiente, el belga desaparecía. Dijeron que le habían destinado a otro lugar de trabajo. Pero antes de irse, el belga habló con su amigo y se refirió a un tal doctor Klaus. Dijo que el doctor Klaus era el jefe administrativo, era el hombre que organizaba todo lo que los científicos necesitaban, y se encargaba de solucionar todas las pegas. Este era el hombre que le había ofrecido las ventajas si accedía a trabajar en los laboratorios.

—¿Es eso a lo que usted llama pruebas?

—Espere. Haga el favor, espere. El equipo de investigación libró el correspondiente informe, del que se mandó copia al grupo de investigación de crímenes de guerra, el cual se hizo cargo del asunto. Este grupo interrogó al francés, cuya declaración constó por escrito, pero no consiguió la confirmación de la misma. Una vieja florista dijo que había oído gritos por la noche, pero no pudo concretar qué noche fue ésta, y, además, los gritos igual podían haber sido emitidos por los animales. Había muy pocas pruebas.

—Efectivamente, poquísimas.

Turner dijo:

—Oiga, ¿ahora usted y yo nos encontramos en un mismo bando o en bandos contrarios? No olvide que no tenemos otros caminos por los que proseguir la averiguación de los hechos.

Bradfield volvió a escribir y dijo:

—Sin embargo, muy posiblemente hay caminos por los que de ningún modo debemos intentar seguir.

—El grupo de investigación de crímenes de guerra estaba agobiado de trabajo, y carecía del personal suficiente, por lo que abandonó el caso. Decidió sobreseerlo y archivarlo. Hicieron una ficha del doctor Klaus, y se olvidaron de él. El francés regresó a Francia, la vieja señora olvidó los gritos y en esto quedó todo. Hasta dos años después. ¿Quiere que durante unos instantes calle?

La pluma de Bradfield no se apresuraba. Bradfield formaba las letras como siempre, de forma legible, con consideración hacia quien le sustituyera.

—Entonces ocurrió un hecho casual, uno de estos hechos que casi siempre ocurren, y a los que ya estamos acostumbrados. Un campesino de las cercanías de Hapstorf compró una parcela de terreno yermo al Ayuntamiento de la localidad. Era un terreno con muchas piedras, árboles, y poco prometedor, pero el campesino creyó que podría sacarle partido. Al ararlo, descubrió, enterrados, los cuerpos de treinta y dos hombres adultos. La policía alemana fue allá, echó una ojeada e inmediatamente dio parte a las autoridades de ocupación. Los crímenes contra individuos de los países aliados correspondían a la jurisdicción del poder judicial aliado. Los ingleses ordenaron la apertura de una investigación y concluyeron que treinta y uno de los hombres enterrados habían muerto a consecuencia de la inhalación de gases. El trigésimo segundo iba vestido con la blusa propia de los trabajadores extranjeros, y había muerto a consecuencia de un tiro en la nuca. Había algo más… Algo que fue lo que en verdad decidió a los funcionarios aliados a actuar rápida y enérgicamente. Los cuerpos habían sido objeto de manipulaciones.

—¿Manipulaciones?

—Sí. Estaban despanzurrados. Se les había hecho la autopsia. Alguien había llegado allá antes que los funcionarios aliados. Entonces se ordenó la reapertura del caso. Un habitante del pueblo recordó que el doctor Klaus procedía de Essen.

Ahora, Bradfield tenía la mirada fija en Turner; había abandonado la pluma y tenía las manos juntas.

—Los funcionarios aliados fueron en busca de todos los químicos con estudios que les capacitaran para llevar a cabo investigaciones de cierta altura, que vivieran en Essen, y cuyo nombre de pila fuera Klaus. No les costó mucho dar con Karfeld. Karfeld no tenía el título de doctor, a la sazón, ya que lo obtuvo posteriormente. Pero entonces los funcionarios aliados sabían que el personal técnico y directivo de ciertas unidades durante la guerra, utilizaba seudónimos, por lo que nada impedía que también se atribuyeran un doctorado. Essen se encontraba también en la zona inglesa, por lo que los ingleses reclamaron a Karfeld. Como es natural, Karfeld negó todas las acusaciones. Observé que, además de los cadáveres, pocas pruebas había. Sin embargo, los acusadores dieron con un cierto dato de carácter accesorio.

En esta ocasión, Bradfield no se apresuraba a Turner.

—¿Ha oído usted hablar del plan de eutanasia?

—Hadamar.

Con un movimiento de la cabeza, Bradfield señaló la ventana.

—Río abajo.

—Hadamar, Weilmünster, Eichberg, Kalmenhof… Allí estaban las clínicas para eliminar a los individuos superfluos, a los que vivían de los recursos económicos del país, sin contribuir a su producción. En los archivos tiene los documentos que refieren gran parte de esta historia, y en la tumba de las glorias tiene la historia entera. Sí, se encuentra en los documentos destinados a ser destruidos. Al principio, los individuos cuya muerte se había decretado fueron clasificados en diversas categorías. Ya lo sabe, estaban los deformes, los locos, los niños con graves deficiencias físicas cuyas edades oscilaran entre los ocho y los trece años… Críos, en realidad. Salvo muy raras excepciones, todas las víctimas tenían la ciudadanía alemana.

Con profundo asco, Bradfield observó:

—Les llamaban pacientes.

—Parece que, de vez en cuando, se destinaba a ciertos pacientes de este género a finalidades relacionadas con investigaciones médicas, tanto si eran niños como si se trataba de adultos.

Bradfield afirmó con la cabeza; como si quisiera indicar que tampoco ignoraba este último extremo.

—En el momento en que se inició el proceso de Hapstorf, los norteamericanos y los alemanes habían trabajado ya bastante en sus investigaciones sobre el programa de eutanasia. Entre otras pruebas, habían descubierto que un número de «trabajadores híbridos», suficiente para llenar un autobús, había sido destinado a «trabajos peligrosos en el centro de investigaciones químicas de Hapstorf». El número exacto para llenar un autobús era el de treinta y un hombres. Incidentalmente, le diré que se servían de autobuses grises, lo cual quizá le recuerde algo.

Inmediatamente, Bradfield dijo:

—Hannover. El medio de transporte de la guardia de corps.

—Karfeld es un administrador. Se le admira por su habilidad administrativa. Se le admiraba entonces, al igual que se le admira ahora en este aspecto. No deja de ser agradable advertir que sus facultades no han mermado, ¿verdad? Tiene una de estas mentes que parecen ir sobre rieles de vías de tren.

—Deje de atar cabos. Quiero que me explique toda la historia, lo antes posible.

—Autobuses grises. Treinta y un asientos, y el lugar necesario para la escolta. Las ventanas iban cerradas, de modo que, desde el exterior, no se pudiera ver el interior. Y siempre que era posible, los autobuses viajaban de noche.

—Ha dicho que se descubrieron treinta y dos cadáveres, no treinta y uno…

—¿Se ha olvidado ya del obrero belga? ¿Del obrero que trabajó en los laboratorios al pie del acantilado, y que habló con el obrero francés? Sí, supieron darle su merecido. Sabía demasiado. Igual que Leo ahora.

Bradfield se levantó, y, con la jarra de café en la mano, se acercó a Turner.

—Ande, tómese un poco más de café.

Turner elevó en el aire la taza vacía y su mano no temblaba mucho.

—Cuando cogieron a Karfeld, le llevaron a Hamburgo, le pusieron ante los cadáveres y le mostraron cuantas pruebas tenían. Karfeld se echó a reír. Tonterías, dijo, toda la historia era una pura tontería. En su vida había estado en Hapstorf. El pertenecía al cuerpo de ingenieros, se dedicaba a tareas de demolición. Hizo un detallado relato de sus actividades en el frente ruso… Dijo que le habían concedido condecoraciones, y sabe Dios cuántas cosas más… Imagino que estas condecoraciones se las dieron por sus servicios en las SS, pero él no hizo más que alardear de su presencia en Stalingrado. En sus declaraciones había alguna que otra contradicción, aunque en realidad fueron pocas, Karfeld contestó bien a cuantos interrogatorios fue sometido, y negó siempre haber estado en Hapstorf, o tener siquiera noticia de la existencia del centro de investigaciones allí instalado. No, no, no, ésta fue su única contestación, durante meses y meses. Siempre decía: «Muy bien, si tienen ustedes pruebas inicien el correspondiente juicio; que me juzgue un tribunal; soy un héroe de guerra jamás he administrado nada, como no sea una fábrica de propiedad familiar, situada en Essen, fábrica que, por cierto, los ingleses desmantelaron. Estuve en el frente ruso, y no me dediqué a gasear “híbridos”, ¿por qué tenía que hacerlo? Soy amigo de toda clase de gente. Encuentren testigos aunque sea uno solo». No pudieron con él. En Hapstorf, los químicos habían vivido en total aislamiento, y lo más probable es que los hombres dedicados a la administración hicieran lo mismo. Los documentos del centro de Hapstorf quedaron destruidos por las bombas, y allí, todo el personal de alto rango utiliza los nombres de pila solamente o un seudónimo.

Turner se encogió de hombros.

—Y, al parecer, eso es todo. Karfeld incluso contó una historia referente a su ayuda a la resistencia antinazi, en Rusia, y como sea que las unidades que mencionó, o bien cayeron prisioneros en masa, o bien fueron aniquilados, tampoco había pruebas que confirmaran su relato. Parece que Karfeld no ha vuelto a hablar del asunto de su participación en la resistencia.

Lacónicamente, Bradfield dijo:

—Ha dejado de estar de moda. Especialmente en los ámbitos en que se mueve.

—Por esto, el caso de Karfeld nunca llegó a los tribunales. Había muchas razones para que así fuera. Faltaba poco para que las unidades de investigación de crímenes de guerra fueran disueltas; Londres y Washington ejercían presiones para que el hacha de guerra fuera enterrada, y la jurisdicción fuese transferida a los tribunales alemanes. La situación era caótica. Mientras las unidades de investigación de crímenes de guerra preparaban acusaciones, sus superiores preparaban amnistías. Y, además, había otras razones, de carácter técnico, para no proseguir el sumario, en el caso de Hapstorf. Los crímenes se habían cometido contra ciudadanos franceses, polacos y belgas, pero como sea que no había modo de establecer claramente la nacionalidad de las víctimas, se planteaba el problema de la competencia de jurisdicción. No se trataba de problemas esenciales, sino incidentales, pero que no por ello dejaban de contribuir a dificultar la adopción de una decisión Ya sabe usted lo que ocurre cuando uno quiere hallar dificultades.

Bradfield dijo en voz baja:

—Sé cuál era la situación en aquel entonces. Vivíamos en una terrible confusión.

—Los franceses no tenían gran interés en el asunto; los polacos tenían demasiado interés, y Karfeld se había convertido en un pez gordo. Se dedicaba a suscribir importantes contratos de suministro con los aliados, e incluso llegaba a subcontratar los encargos a sus competidores, con tal de satisfacer la demanda aliada a su empresa. Era un buen administrador, ¿sabe usted? Un hombre eficiente.

—Comprendo lo que quiere decir.

—Su fábrica había sido desmantelada un par de veces, pero ahora trabajaba a plena producción. Parecía una torpeza obstaculizar la marcha de sus negocios.

Sin alterar el tono, Turner añadió:

—Incluso corría cierto rumor, según el cual Karfeld tomó la delantera a sus competidores, gracias a haberse apoderado de cierta cantidad de un gas de muy difícil obtención y haberla guardado bajo tierra. En Essen, al término de la guerra. A esto se dedicaba Karfeld mientras la RAF bombardeaba Hapstorf, mientras se creía que Karfeld iba a Essen con el fin de enterrar a su pobre y anciana madre. Sí, en realidad, Karfeld robó la producción del centro que él administraba, a fin de poder caer en blando luego.

Con tranquilo acento, Bradfield dijo:

—Tal como usted lo ha expuesto, según las pruebas de que disponemos hasta el momento, nada hay que vincule a Karfeld con el centro de Hapstorf, y nada hay que le haga cómplice de los asesinatos que allí pudieron cometerse. El relato del propio Karfeld puede muy bien ajustarse a la verdad. Puede ser cierto que luchara en Rusia, que resultara herido…

—Así es. Esta es la postura que adoptaron las autoridades aliadas.

—Ni siquiera se ha demostrado que los cadáveres procedieran de Hapstorf. Quizá sí que el gas fuese del centro de Hapstorf, pero esto no demuestra que los químicos lo administraran a las víctimas, y menos aún que Karfeld tuviera conocimiento de ello, o que fuese cómplice de…

—La casa de Hapstorf tenía una bodega. Las bombas no causaron daños en la bodega. Las ventanas de la bodega estaban cegadas con ladrillos, y a través del lecho, las tuberías de los laboratorios llegaban hasta la bodega. Pues bien, los ladrillos que tapaban las ventanas de la bodega habían sido arrancados.

—¿Qué quiere decir con que «habían sido arrancados»?

—Pues quiero decir que manos, manos humanas, los quitaron de allí.

Bradfield inclinó la cabeza.

—De todos modos, las autoridades aliadas adoptaron el mismo punto de vista que ha adoptado usted. No, no, acusaron a Karfeld y se basaron en muy buenas razones para hacerlo. El caso fue archivado. La unidad fue trasladada a Bremen, luego a Hannover, después a Moenchengladbach, y los documentos archivados fueron remitidos aquí, junto con unas cuantas estupideces procedentes del departamento fiscal general, en espera de que se decidiera definitivamente su destrucción.

—¿Y ésta es la historia que Harting ha conseguido hilvanar?

—Esta es la historia en que Harting trabajó desde un principio. El era el sargento encargado de la investigación inicial, juntamente con Praschko. Todo el expediente, con las actas, los memorándum, la correspondencia, los interrogatorios, los resúmenes de las pruebas practicadas, todo, de cabeza a rabo —ahora está terminado— fue redactado de puño y letra por Harting. Leo fue quien detuvo a Karfeld, quien le interrogó, quien presenció las autopsias, quien buscó a los testigos… La mujer con quien iba a casarse, Margaret Aickman, también formaba parte de aquella unidad, con el cargo de investigadora de oficina. Les llamaban «los cazadores de cabezas». Esta era la vida de Leo. Todos los miembros de la unidad deseaban ardientemente que a Karfeld le ajustaran las cuentas.

Bradfield estaba sumido en sus pensamientos. Al fin, preguntó:

—¿Y esta palabra, «híbrido»…?

—Era la designación técnica que los nazis daban a los medio judíos.

—Comprendo. Sí, comprendo. Entonces, ¿Harting tenía razones personales que le impulsaban a actuar? Esto es muy importante para él. Todo lo interpretaba desde un punto de vista personal. Vivía para sí mismo; tan sólo comprendía lo que le afectaba personalmente.

La pluma de Bradfield permanecía inmóvil. Dijo:

—Pero legalmente es difícil formular una acusación.

Como si hablara para sus adentros, repitió:

—Legalmente, es difícil formulas una acusación. En realidad es difícil formular una acusación incluso extralegalmente. Ni siquiera analizando la historia con toda parcialidad. Desde luego, es interesante, ya que explica los sentimientos de Karfeld con respecto a los ingleses. No obstante, ni siquiera queda insinuada la posibilidad de que sea un criminal de guerra.

Ante la sorpresa de Bradfield, Turner reconoció:

—Efectivamente. Lo que sabemos no basta para formular una acusación. Pero para Leo lo que le he contado tenía enorme importancia. Leo nunca olvidaba, pese a que se esforzaba por olvidar. Pero no podía, no podía mantenerse ajeno a ciertos hechos. Tenía que investigar, tenía que descubrir la verdad, tenía que volver a la carga y cerciorarse de la verdad, y por esto en enero de este año, Leo descendió a la tumba de las glorias, y volvió a leer sus propios informes y sus propias argumentaciones.

Bradfield permanecía de nuevo rígido. Como si se tratara de un problema que también se le planteara a él, y al que no viera la solución, Turner dijo:

—Quizá todo se deba a la edad de Leo. En gran parte, su actitud se explica por su impresión de haber dejado algo inacabado. Si usted lo prefiere, se podría hablar de cierto sentido histórico.

Dudó. Precisó:

—De cierto sentido del tiempo. Quedó preso en una serie de paradojas y tuvo que actuar de un modo u otro. Además, amaba a una mujer.

Turner miró hacia fuera, a través de la ventana, y añadió:

—Aunque quizá fuese incapaz de reconocerlo. Se sirvió de una mujer, y es posible que se entregara a ella más de lo que había previsto. Leo salió de su estado de letargo. Ahí está la clave: lo contrario al amor no es el odio. Lo contrario al amor es el aletargamiento, la nada, este lugar. Y había gente que le permitía imaginar que él todavía tenía importancia, que todavía podía jugar fuerte…

Lentamente, añadió:

Sean cuales fueren las razones, el caso es que volvió a abrir el expediente, volvió a leer los documentos de cabo a rabo, estudió los antecedentes otra vez, leyó los viejos papeles que encontró en los archivos y en la tumba de las glorias. Comprobó todos los hechos y comenzó nuevas investigaciones por su cuenta y riesgo.

Los dos hombres ahora habían dejado de mirarse. Bradfield preguntó:

—¿Qué clase de investigaciones?

—Montó su propia oficina. Escribió cartas y recibió respuestas. Todo con papel de la embajada. Se encargaba de recoger la correspondencia dirigida a la cancillería, y se llevaba las cartas que iban a su nombre. Lo hizo todo del mismo modo como vivía: en secreto y con eficacia, sin confiar en nadie, comprobándolo todo, comparando entre sí cuanto fuese contradictorio… A veces efectuaba breves viajes, otras consultaba documentos archivados en ministerios, en registros eclesiásticos, en asociaciones de supervivientes… Siempre se servía del papel oficial de la embajada… Coleccionaba recortes de prensa, sacaba copias, escribía a máquina y él mismo lacraba los sobres cuando era preciso. Incluso hurtó un sello oficial. En la cabecera de sus cartas colocaba las palabras «Reclamaciones y Asuntos Consulares», por lo que la mayoría de ellas podía llegarle directamente. Cotejaba todos los detalles en certificados de nacimiento, de matrimonio, de defunción de la madre, en licencias de caza… Siempre buscaba discrepancias, cualquier detalle indicativo de que Karfeld no había estado en el frente ruso… Llegó a reunir un dossier monumental. No es de extrañar que llamara la atención de Siebkron. Consultó a casi todos los organismos gubernamentales, con un pretexto u otro…

Sintiéndose derrotado, aunque sólo fuera de modo pasajero, Bradfield arrojó la pluma sobre la mesa, y musitó:

—¡Dios mío!

—A finales de enero, había llegado a la única conclusión posible: Karfeld le había mentido descaradamente, y alguien —alguien situado en las altas esferas y que muy bien podía ser el propio Siebkron había protegido a Karfeld. Según me han dicho, Siebkron es un hombre ambicioso, capaz de unirse a la caravana de los triunfadores, en tanto siga ésta adelante.

—Efectivamente —reconoció Bradfield, hundido en sus pensamientos.

—Igual que Praschko, en los viejos tiempos. ¿Ve usted adónde vamos a parar? Y, desde luego, como muy bien sabía Leo, no tardaría en llegar el momento en que Siebkron se daría cuenta de que la embajada efectuaba consultas un tanto raras, incluso teniendo en cuenta que se trataba del departamento de reclamaciones y asuntos consulares. Y Siebkron tampoco ignoraba que alguien se molestaría, e incluso pasaría al ataque… Especialmente cuando Leo descubriera las pruebas.

—¿Qué pruebas? ¿Cómo puede demostrar una acusación de esta índole, ahora, veinte años o más después de haberse cometido el delito?

Con repentina renuencia, Turner dijo:

—Constan en los documentos archivados. Más valdrá que los examine usted personalmente.

—No tengo tiempo, y, además, estoy perfectamente acostumbrado a escuchar relatos de hechos desagradables.

—Y a contradecirlos.

—¡Insisto en que me cuente los hechos, en que me explique estas pruebas! —dijo Bradfield, sin dar un acento dramático a sus palabras.

—Muy bien, lo haré. El año pasado, Karfeld decidió doctorarse. Era ya un hombre importante; había ganado una fortuna con la industria química —su talento administrativo le había proporcionado grandes beneficios—; comenzaba a destacar en el mundo político de Essen; y decidió conseguir el título de doctor. Quizá Karfeld se parezca a Leo, y no le guste dejar nada inconcluso, por lo que deseaba añadir lo que faltaba a su expediente universitario. O quizá pensaba que el título significaría una ventaja: «¡Vota al doctor Karfeld!» Aquí les gusta que el canciller sea doctor. Por esto regresó a la universidad y redactó una sabia tesis. Pese a haber realizado una muy escasa labor de investigación, la tesis impresionó mucho a todos, en especial a los encargados de defenderla. Dijeron: «Es maravilloso el modo en que ha sabido encontrar el tiempo preciso para esta tesis».

—¿Y qué más?

—La tesis consiste en un estudio de los efectos de ciertos gases tóxicos en el cuerpo humano. Al parecer, mereció encendidos plácemes. La tesis causó sensación.

—Esto nada demuestra.

—Sí, sí, algo demuestra. Karfeld basó todo su análisis en el detallado examen de treinta y un casos de muerte por intoxicación.

Bradfield tenía los ojos cerrados.

Con el rostro pálido, pero la pluma inconmoviblemente firme en la mano, Bradfield dijo al fin:

—No es una prueba. Usted sabe que esto no constituye una prueba. Reconozco que suscita sospechas, que es un indicio de que Karfeld estuvo en Hapstorf. Pero está muy lejos de ser una prueba.

—Lástima que no podamos explicárselo a Leo…

—Karfeld obtuvo el conocimiento de los hechos en el curso de sus actividades industriales. Esto es lo que él diría.

—Sí, y añadiría que terceras personas se la proporcionaron. Sería una defensa inimpugnable.

—¿Los verdaderos asesinos serían los informadores?

—E incluso, en el caso de que se pudiera demostrar que obtuvo la información en Hapstorf, hay infinidad de explicaciones sobre el modo cómo llegó a sus manos. Usted mismo ha dicho que Karfeld no se dedicaba a efectuar investigaciones allá.

—No. Trabajaba detrás de un escritorio. No sería el primer caso.

—Exactamente. Y el mismo hecho de que se sirviera de esta información es indicio de que la adquirió sin mancharse las manos.

Turner dijo:

—El problema consiste en que Leo es solamente abogado a medias, es decir, un híbrido. Es preciso que tengamos en cuenta la otra mitad de Leo, es decir, debemos tener en cuenta al ladrón que hay en él.

Bradfield miró a Turner, con expresión de derrota.

—Efectivamente. Y se ha apoderado de los documentos de la caja verde.

—Y en cuanto a Siebkron y a Karfeld concierne, Leo parece haberse acercado a la verdad lo suficiente como para constituir, para ellos, un grave peligro, ¿no cree?

Bradfield examinó sus notas una vez más, y observó:

—Un caso de someros indicios de criminalidad, solamente ofrece la base suficiente para efectuar una nueva investigación, puede usted estar seguro. Un fiscal solamente podría ser inducido, a lo sumo, a iniciar diligencias previas.

Bradfield fijó la mirada en la lista de teléfonos que tenía ante si, y añadió:

—El agregado jurídico podrá informarle mejor.

—No se moleste en llamarle, porque Karfeld está a salvo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ha cruzado la frontera del peligro. Nadie puede acusarle ahora, ni siquiera en el caso de que contáramos con una confesión inimpugnable firmada por el propio Karfeld.

En voz baja, Bradfield dijo:

—Claro, lo había olvidado.

Parecía tranquilizado. Turner prosiguió:

—La ley le protege. La ley de prescripciones. Leo escribió una nota en su expediente. El caso está concluso. Nadie puede hacer nada.

—Hay un modo de resucitarlo.

Turner reconoció:

—Efectivamente, pero es improcedente. Y ello se debe a la actitud de los ingleses. Los ingleses se encargaron de la investigación del caso de Hapstorf, y no llegaron a transferirlo a los alemanes. No hubo juicio, no hubo información pública, y cuando el poder judicial alemán asumió la jurisdicción, con carácter único, de los crímenes de guerra nazis, los ingleses no le dieron traslado del sumario sobre Hapstorf. El caso de Karfeld se precipitó en el abismo que media entre los alemanes y nosotros.

Turner hizo una pausa. Y terminó:

—Igual que Leo.

—¿Qué pretendía Harting? ¿Con qué finalidad emprendió sus pesquisas?

—La de saber. Tenía que concluir el caso. Era algo que le tentaba constantemente a actuar, igual que una infancia desdichada, o una vida que no gusta a quien la vive. Tenía que aclarar las cosas. Creo que, en el fondo, ni él mismo sabía el motivo.

—¿Cuándo consiguió estas mal llamadas pruebas?

—La tesis de Karfeld llegó aquí el último sábado que Leo estuvo aquí. Leo utilizaba un sello de goma con el que estampaba las fechas. En el expediente no faltaba detalle alguno. El lunes entró en la sección de archivos muy excitado. Y pasó un par de días pensando cuál era el paso que debía dar a continuación. El jueves almorzó con Praschko.

—¿Por qué diablos con Praschko?

—No lo sé. He estado pensando en esto, y, francamente, no lo sé. Quizá para decidir el camino a seguir. O para recabar un dictamen jurídico sobre el asunto. Quizá creía que todavía podía formularse una acusación ante los tribunales…

—¿Y no hay modo de hacerlo?

—No.

—Me alegro.

Turner no hizo caso de las palabras de Bradfield, y aventuró:

—Quizá quiso decirle a Praschko que, al seguir la pista a Karfeld, se había metido en terreno peligroso, y quería pedirle protección.

Bradfield miró muy atentamente a Turner, e inquirió:

—Y los documentos de la caja verde han desaparecido…

—La caja estaba vacía.

—Y Harting ha huido… ¿Sabe también la razón de su huida?

Tenía la vista fija en Turner. Le preguntó:

—¿Consta también este extremo en el expediente?

—En los papeles no dejaba de anotar en todo momento: «Me queda muy poco tiempo». Cuantos me han hablado de Leo me han dicho que parecía empeñado en una carrera contra reloj… Como si de repente le hubiera entrado una gran prisa por hacer algo. Supongo que pensaba en el plazo de prescripción.

—Pero todos sabemos que, según los plazos de prescripción, Karfeld era ya hombre libre, a menos que alguna actuación jurídica hubiera interrumpido el correr del plazo. Entonces, ¿por qué ha huido Harting? ¿Y qué era lo que tanto le urgía?

Turner encogió los hombros para indicar que el tono sorprendentemente penetrante, incluso obsesivo, de las preguntas de Bradfield nada le afectaba. Bradfield insistió:

—Es decir, ¿usted ignora exactamente por qué huyó? ¿Por qué escogió precisamente este momento para huir? ¿Y también ignora por qué robó precisamente el documento de la caja verde?

—Supongo que Siebkron le iba a la caza. Seguramente Leo tenía pruebas de que Siebkron sabía que él estaba en posesión de estos documentos. Desde el momento en que Siebkron lo supo, Leo fue hombre marcado. Leo tenía un arma de fuego. Una vieja pistola del ejército. Tanto era el miedo que sentía, que iba armado. Seguramente el miedo le dominó.

Con el mismo tono de alivio empleado anteriormente, Bradfield dijo:

—Seguramente, seguramente. No cabe duda de que ésta es la explicación.

Turner le dirigió una mirada de atónita sorpresa.

Quizá durante diez minutos, Bradfield permaneció inmóvil y en silencio.

En un rincón de la estancia, había un atril, como los usados para sostener la Biblia, alzado sobre unas patas de metal, de aspecto un tanto feo, que Bradfield había encargado a un herrero de Bad Godesberg. Bradfield estaba de pie, los codos apoyados en el atril, y con la mirada fija en el río, a través de la ventana.

Como si le hablara a la niebla, Bradfield dijo, al fin:

—No es de extrañar que Siebkron nos vigile. No es de extrañar que nos trate como si fuéramos seres peligrosos. Seguramente no hay en Bonn ni un solo ministerio, ni siquiera un periodista, que ahora, ignore que la embajada británica investiga el pasado de Karfeld. ¿Qué imaginan que pretendemos hacer? ¿Coaccionarle públicamente? ¿Reaparecer al cabo de veinticinco años, armados de punta en blanco, y acusarle, atribuyendo la competencia de jurisdicción al poder judicial aliado? ¿O creen que actuamos animados simplemente por las ansias de venganza, y que nos proponemos castigar cruelmente al hombre que frustra nuestros sueños de integración en Europa?

—Procurará encontrarle, ¿verdad? ¿Le tratará con benevolencia? Leo necesita ayuda.

Sin dejar de mirar al río, Bradfield observó:

—Todos necesitamos ayuda.

—Leo no es comunista, no es un traidor. Cree que Karfeld constituye una amenaza, una amenaza a nuestros intereses. Es un hombre de mentalidad muy simple Leo. Basta examinar sus documentos para…

—Sé muy bien en qué estriba la simplicidad de la mente de Harting.

—Al fin y al cabo, nosotros somos los responsables de que Leo piense tal como lo hace. Nosotros fuimos quienes infundimos en su mente, años atrás, la idea de la justicia absoluta. Nosotros fuimos quienes le hicimos aquellas promesas: desnazificación y Nuremberg. Nosotros le dimos la fe. No podemos permitir que ahora Leo muera, sólo porque nosotros hemos cambiado de parecer. Usted no ha visto los documentos que Leo poseía… No puede usted imaginar, ahora, el concepto en que se tenía, entonces, a los alemanes. Leo no ha cambiado. Es un rezagado. Y esto no constituye un delito, ¿o sí?

—Sé muy bien cómo se pensaba entonces. Yo estaba aquí. Y vi lo mismo que vio él. Era más que suficiente. Harting tenía la obligación de superar aquellas visiones, igual que nosotros las superamos.

—Lo que quería decir es que Leo merece nuestra protección. Hay en él cierta integridad… Me di cuenta allá abajo, en la tumba de las glorias. Las paradojas no le han inducido a alterar su postura. Usted y yo siempre tenemos cien excelentes razones para quedarnos con los brazos cruzados. Leo es exactamente lo contrario. Según él, solamente hay una razón para hacer algo. Hace las cosas porque debe hacerlas, porque cree que debe hacerlas.

—Confío en que no ponga usted a Harting como ejemplo a seguir…

—Además, se daba otra circunstancia que le intrigaba.

—¿Cuál?

—En los casos semejantes al de Hapstorf, siempre había documentos fuera del centro en cuestión, como, por ejemplo, en el cuartel general de las SS, o en las clínicas, o en las unidades de transporte. Documentos como órdenes de transporte, autorizaciones, en fin, documentos relacionados, librados por otras autoridades, que bastaban para hacer patentes las actividades principales. Sin embargo, en el caso de Hapstorf, no salió a flote ni uno solo de estos documentos. Leo anotaba constantemente: ¿por qué no hay constancia en Coblenza? ¿Por qué nada hay en tal sitio, y en el de más allá? Parecía que sospechara que alguien hubiera destruido las pruebas, alguien como Siebkron, por ejemplo.

En tono casi de súplica, Turner añadió:

—Podemos respetar a Leo.

Sin dejar de mirar el distante panorama, Bradfield dijo:

—Aquí no hay valores absolutos. Todo es duda, todo es niebla. La niebla destiñe los colores. No hay distinciones, los socialistas se han ocupado de que así sea. Todos lo son todo. Y todos son nada. No debemos sorprendernos de que Karfeld esté de luto.

—¿Qué era aquello que Bradfield observaba tan atentamente allá, en el río? ¿Serían los botes que avanzaban por entre la niebla? ¿Las rojas grúas y los lisos campos, o los lejanos viñedos que crecían al sur? ¿O la fantasmal colina de Chamberlain, y la alargada caja de cemento en que, una vez le mantuvieron encerrado? Por fin, Bradfield concluyó:

—La tumba de las glorias está en territorio prohibido.

Y volvió a guardar silencio. Al cabo de un rato, preguntó:

—¿Ha dicho que almorzó con Praschko, el jueves?

—Bradfield…

Bradfield se encaminaba ya hacia la puerta.

—¿Sí?

—¿Usted y yo tenemos opiniones diferentes acerca de Leo Harting?

—¿Usted cree? Quizá siga siendo comunista, a fin de cuentas.

En el tono de Bradfield había un matiz irónico.

—Olvida usted que robó documentos. De repente, parece que sólo esté interesado usted por los sentimientos de Harting…

—¿Por qué los robó? ¿Qué había en la caja verde?

Pero, ahora, Bradfield ya avanzaba por entre las camas y objetos amontonados en el corredor. En todas partes habían aparecido carteles: «Primeros auxilios, siga la flecha», «Sala de descanso de emergencia», «Prohibido el paso de niños a partir de aquí». Cuando cruzaron por delante de la sección de archivos de la cancillería, oyeron un grito de júbilo, seguido de una fuerte palmada. Cork, con el rostro pálido, corrió hacia ellos. Y en un excitado murmullo les dijo:

—Ya lo ha tenido. Acaban de llamar del hospital. Mi mujer no permitió que me avisaran durante las horas de servicio…

El miedo había dilatado sus ojos rosáceos.

—Ni siquiera me ha necesitado… Ni siquiera ha querido que estuviera presente…