5

John Gaunt

El número de personas en el vestíbulo había disminuido. El reloj del departamento de correos, situado sobre el ascensor clausurado, señalaba las diez y treinta y cinco; los que no se atrevían a efectuar el recorrido hasta los comedores, estaban reunidos ante conserjería; los guardias de la cancillería habían preparado ya el té de media mañana, y ahora se lo estaban tomando, mientras hablaban en voz baja. En ese instante, oyeron los pasos que se acercaban. Llevaba protectores de metal en los tacones, y el ruido de sus pasos chocaba contra los muros de imitación de mármol, en los que repercutían ecos como los de los disparos de fusil en un valle. Los enlaces motorizados, con el olfato que los soldados tienen para percibir la presencia de la autoridad, dejaron despacio las tazas sobre la mesa, y se abrocharon los botones de la guerrera.

—¿Macmullen?

Estaba en el peldaño más bajo, con una mano pesadamente apoyada en la barandilla, y sosteniendo un almohadón bordado en la otra. A uno y otro lado del hombre, se abrían corredores, con protectoras rejas de hierro y pilones de cromo transportables, que conducían a lugares que eran oscuros ghettos de una espléndida ciudad. De repente, el silencio se impuso de nuevo, como burlándose de todo lo acaecido anteriormente.

—Macmullen no está de servicio, señor. Se encuentra en la residencia.

—¿Quién es usted?

—Gaunt, señor. Sustituyo a Macmullen.

—Me llamo Turner, y he venido para inspeccionar las condiciones de seguridad física. Quiero ver la habitación veintiuna.

Gaunt era un hombre pequeño, galés devoto, que había heredado de su padre el viejo recuerdo de la depresión. Había llegado a Bonn procedente de Cardiff, donde era conductor de coches de la policía. Llevaba las llaves en la mano derecha, caída al costado, y caminaba con aire solemne y pesado, de manera que mientras precedía a Turner en su trayecto hacia la boca del oscuro corredor, parecía un minero encaminándose al pozo.

Gaunt habló con acento cantarín, dirigiendo las palabras al frente, y dejando que su sonido viajara hacia atrás.

—Es terrible lo que esa gente hace. Peter Aldock, que es mi compañero de servicio, ¿sabe usted?, tiene un hermano en Hannover que vino aquí cuando la ocupación, y se casó con una chica alemana, y ahora tiene una tienda de comestibles… Pues bien, está aterrorizado, porque dice que todos saben que George, George es su hermano, ¿sabe?, es inglés. Y Peter Aldock está muy preocupado por su hermano. Esto es peor que el Congo. Buenas, padre.

El capellán estaba sentado ante una máquina de escribir portátil, en una pequeña y blanca celda situada ante la centralita de teléfonos, bajo una foto de su esposa, con la puerta abierta de par en par, en señal de que estaba dispuesto a recibir a quienes quisieran confesarse. En la pared había una cruz de enea.

—Buenos días, John —contestó el capellán, en tono de ligero reproche que recordó a uno y otro la granítica inflexibilidad del Dios de los galeses.

Y Gaunt, sin alterar el paso, repitió:

—Buenos días.

Desde todas partes llegaba a sus oídos el inconfundible sonido producido por la políglota comunidad que allí trabajaba: el solitario zumbido alemán del jefe de lectores de prensa, que dictaba una traducción; los ladridos del encargado de viajes, que gritaba algo por teléfono; el distante silbido, melódico y absolutamente ajeno al sonido del inglés, que parecía nacer en todas partes y que llegaba viajando a lo largo de otros corredores. Turner percibió el olor de embutidos de cerdo, de piscolabis de media mañana, de tinta de imprenta y de desinfectante. Y pensó: «En Zurich, todo cambia. Allí es donde uno llega por fin al extranjero».

Gaunt explicó, gritando para que su voz no quedase sepultada por la barahúnda:

—Aquí casi todos son empleados alemanes. No se les permite ir a los pisos superiores, por ser alemanes.

La simpatía de Gaunt hacia los extranjeros era sincera, pero contenida, como la simpatía que una maestra siente hacia los niños, una simpatía atemperada por la profesión.

A la izquierda se abrió una puerta; un chorro de luz blanca se proyectó repentinamente sobre ellos, iluminando el humilde yeso de las paredes, y el avejentado verde de un tablón de anuncios bilingües. Dos muchachas que se disponían a salir del despacho del archivo de información retrocedieron para dejarles pasar. Turner las miró y pensó: «Este es su mundo. Extranjero y de segunda clase». Una de ellas llevaba un termo, y la otra iba cargada con una pila de expedientes. Más allá de las muchachas, a través de una ventana que daba al exterior, protegida con una tela metálica, como la utilizada por algunos joyeros para resguardar sus escaparates, vislumbró la zona de aparcamiento de coches, y en aquel instante oyó el petardeo de la motocicleta de un enlace que se alejaba. Gaunt giró a la izquierda, penetró en otro pasillo, se detuvo y los dos se encontraron ante la puerta. Gaunt buscaba la llave, y Turner miraba por encima del hombro de aquél el cartel que colgaba del panel central de la puerta: «Harting Leo, Reclamaciones y Asuntos Consulares». Aquel cartel era como un inesperado testigo que proclamara la existencia de un hombre, o como el inesperado recordatorio de un muerto.

Los caracteres de las dos primeras palabras tenían más de medio centímetro de altura, limitados, en lo alto y en lo bajo, por sendas rayas trazadas con regla, mientras que el cuerpo de cada letra estaba adornado con cruces trazadas con lápices rojo y verde; las palabras «Asuntos Consulares» eran mucho mayores, y las letras habían sido reseguidas con tinta, para darles la importancia que el título evidentemente exigía. Turner se inclinó hacia el frente, y tocó alegremente la superficie del cartel; estaba hecho de papel pegado a una plancha de madera, y pese a la escasa luz, Turner pudo distinguir las débiles rayas, trazadas con lápiz, que señalaban los límites inferiores y superiores de cada letra, que quizá definían las fronteras de una vida modesta, o de una vida anormalmente limitada por el engaño. «Engaño. Pensaba que ya se lo había dado a entender». Turner dijo:

—Dese prisa.

Gaunt abrió el cerrojo. En el momento en que Turner agarró la manecilla de la puerta y abrió ésta, oyó de nuevo la voz de su cuñada, a través del teléfono, y su contestación, segundos antes de colgar: «Dile que he salido de Inglaterra». Las ventanas estaban cerradas. Del linóleo que cubría el suelo les llegó una oleada de calor. Olía a caucho y a cera. Una de las cortinas de la ventana estaba un poco corrida. Gaunt avanzó la mano para echarla atrás. Turner dijo:

—Déjela. Apártese de la ventana y manténgase apartado. Si viene alguien, dígale que se vaya.

Arrojó el almohadón bordado encima de una silla, y dirigió una mirada circular a la estancia.

Los cajones del escritorio tenían asideros cromados; era una mesa mejor que la de Bradfield. El calendario clavado en la pared anunciaba una firma de importadores holandeses, de importadores con talante de diplomáticos. Turner se movía con ligereza, pese a su corpulencia, y lo miraba todo, pero nada tocaba. De la pared colgaba un viejo mapa militar, con las líneas divisorias de las primitivas zonas de ocupación. La zona inglesa era de color verde claro, como un fértil territorio entre desiertos extranjeros. Turner pensó: «Es como una celda carcelaria; máxima seguridad; quizá sean las rejas lo que causa esta impresión; buen lugar para huir de él; sí, ¿quién no hubiera sentido tentaciones de hacerlo?» En el cuarto reinaba un olor extraño, que Turner no sabía a qué atribuir. Gaunt decía:

—Estoy verdaderamente sorprendido. Diría que aquí faltan muchas cosas.

Turner no le miró.

—¿Por ejemplo?

—No sé. Aparatitos y cosas de todo tipo.

Gaunt explicó:

—Este es el despacho de míster Harting. Y a míster Harting le gustaban mucho los aparatitos.

—¿Qué clase de aparatitos?

—Bueno, pues tenía un aparato para hacer té. De estos aparatos de hacer té que tienen un timbre, ¿sabe usted? Un té excelente hacía el aparato ese. Es una lástima que haya desaparecido.

—¿Y qué más?

—Una estufa. Una de esas estufas nuevas, tipo radiador. Y una lámpara, una lámpara formidable, japonesa. Se podía mover en todas direcciones, esa lámpara. Y se podía graduar de manera que diera una luz muy suave. Además, gastaba muy poco. Sí, me lo dijo el mismo míster Harting. De todos modos, ahora que nos han recortado los extras, no creo que me atreviera a comprar una lámpara así.

Como si intentara consolarse de las pérdidas, Gaunt añadió:

—De todos modos, espero que se lo haya llevado todo a su casa, si es que se ha ido a su casa.

Turner dijo:

—Sí, sí, es de esperar que esté en su casa.

En el alféizar de la ventana había un radiotransistor. Turner inclinó el tronco hasta que sus ojos estuvieron a la altura de la radio, y la puso en marcha. Inmediatamente, oyeron la gangosa voz de un locutor de la emisora de las fuerzas armadas británicas, comentando los disturbios de Hannover, y pronosticando que Inglaterra obtendría un triunfo en Bruselas. Lentamente, Turner hizo avanzar la aguja a lo largo de la banda iluminada, mientras con la cabeza inclinada a un lado, escuchaba los sonidos franceses, alemanes y holandeses de aquella cambiante torre de Babel.

—Pensaba que había dicho que quería examinar las condiciones de seguridad física…

—Y eso he dicho.

—Ni siquiera ha mirado las ventanas, ni las cerraduras.

—Ya lo miraré, no se apure.

Turner había encontrado una voz eslava, y la escuchaba con profunda atención. Preguntó a Gaunt:

—Conocía usted bien a míster Harting, ¿verdad? ¿Venía usted aquí con frecuencia, a tomar una taza de té?

—Bastante. Bueno, en realidad dependía del trabajo que tuviera.

Turner cerró la radio y se irguió. Dijo a Gaunt:

—Espere fuera. Y deme las llaves.

En tono dubitativo, Gaunt preguntó:

—¿Qué ha hecho míster Harting? ¿Ha ocurrido algo malo?

—¿Que qué ha hecho? Nada. Está de permiso, por asuntos personales. Le he dicho que salga porque quiero estar solo, y esto es todo.

—Dicen que seguramente le ha ocurrido algo malo.

—¿Quién dice eso?

—La gente.

—¿Qué clase de cosa mala dicen que le ha ocurrido?

—No sé. Un accidente de coche, quizá. No asistió al ensayo del coro, ni tampoco a la función religiosa.

—¿Conduce mal?

—No lo sé.

Gaunt permanecía junto a la puerta, con aire entre curioso y retador, y contemplaba cómo Turner abría el armario de madera y examinaba su interior. En el suelo del armario, junto a un par de chanclos de goma, había tres secadores de pelo, todavía metidos en sus cajas.

—Usted era amigo de míster Harting, ¿verdad?

—No mucho, sólo del coro.

Turner miró a Gaunt, y dijo:

—Vaya… Usted cantaba y él le acompañaba al órgano… Yo también he formado parte de un coro.

—¿De veras? ¿Dónde fue eso?

En tono terriblemente amistoso, con la pálida mirada fija en el vulgar rostro de Gaunt, Turner dijo:

—En Yorkshire. He oído decir que era un magnífico organista…

—Pues, francamente, no era nada malo —repuso Gaunt, cometiendo la imprudencia de creer que Turner y él tenían una afición en común.

Turner, en tono que en cierto modo parecía aún inspirado por la piedad, preguntó:

—¿Quién era su mejor amigo? ¿Otro miembro del coro? ¿Una señora, quizá?

—Bueno, Leo no es amigo íntimo de nadie.

—Entonces, ¿para quién compra estos secadores?

Los secadores eran de calidad y complejidad distintas; los precios marcados en las cajas variaban desde los ochenta hasta los doscientos marcos. Turner repitió:

—¿Para quién?

—Para todos nosotros. Diplomáticos y no diplomáticos. Esto carece de importancia. Leo se encargaba de obtener los descuentos concedidos a los diplomáticos, eso era un servicio más entre los que prestaba. Siempre estaba dispuesto a hacer favores. Lo hacía fuese cual fuere el capricho que uno tuviera: radios, lavadoras de platos, coches… En todo consigue rebajas, ¿sabe usted?

—Sabe andar por el mundo, ¿verdad?

—Eso.

Turner insinuó dulcemente:

—Y también se lleva su tajada, supongo. Es justo que se cobre los servicios.

—Yo no he dicho eso.

—También presenta chicas, ¿verdad? Soluciona esta clase de asuntos también, ¿no?

Escandalizado, Gaunt repuso:

—No, señor; de ningún modo.

—Entonces, ¿qué beneficio saca?

—Ninguno. Que yo sepa, ninguno.

—¿De modo que era amigo de todos? Le gustaba caer simpático, ¿no es eso?

—Bueno, a todos nos gusta, creo yo.

—Es usted todo un filósofo, parece.

Gaunt, incapaz de seguir los rápidos cambios en la intención de Turner, prosiguió:

—Es un hombre que está siempre dispuesto a ayudar. Pregúnteselo a Arthur Meadowes, ahí tiene un buen ejemplo. En el mismo momento en que Leo comenzó a trabajar en los archivos, se encargó de venir a buscar el correo aquí. No, no tardó ni un día. Fue y le dijo a Arthur: «No te molestes, ahórrales trabajo a las piernas, que ya tienes tus añitos y muchas preocupaciones; iré yo a buscar el correo». Esto es típico en Leo. Siempre dispuesto a hacer favores. Un hombre verdaderamente bueno, teniendo en cuenta las desventajas con que ha tropezado en su vida.

—¿Qué clase de correo recogía?

—Todo. El normal y el especial. Venía aquí, firmaba el recibo, y luego entregaba el correo a Arthur.

Con voz muy tranquila, Turner dijo:

—Sí, claro, comprendo. Y quizá, al regresar, entraba un momento aquí, ¿verdad?, para ver cómo seguía su despacho. Y se preparaba una taza de té.

Gaunt dijo:

—Exactamente. Siempre estaba dispuesto a hacer favores. —Abrió la puerta, y añadió—: Bueno, le dejo.

Sin dejar de mirarle, Turner dijo:

—Quédese. Puede quedarse. Quédese y hablaremos, Gaunt. Me gusta estar acompañado. Hábleme de estas desventajas a que se ha referido.

Volvió a guardar los secadores de pelo en sus cajas, y sacó una chaqueta de hilo con el colgador. Era una chaqueta de verano, como las que llevan los camareros Del ojal pendía una rosa muerta. Turner echó la rosa a la papelera, y preguntó:

—¿A qué desventajas se refiere? Conmigo, puede hablar tranquilamente, Gaunt.

De nuevo, Turner percibió aquel olor, el olor del armario, que ya había notado antes, pero que no podía definir, un olor continental, dulce, conocido, un olor a cigarros y perfume masculino.

—Bueno, me refería tan sólo a su infancia. Vivió con un tío suyo.

—Hábleme de este tío.

—Pues nada, que era un chiflado. Estaba siempre cambiando de ideas. Leo sabía contar muy bien las cosas. Un día nos explicó que en Hampstead, mientras caían las bombas, él y su tío se dedicaban a fabricar pastillas, con una máquina, en un sótano. También desecaban fruta; le sacaban el jugo, luego echaban azúcar a lo que quedaba, y lo metían en latas. Leo dijo que solía escupir en la fruta, sólo para fastidiar a su tío. Mi esposa quedó escandalizada, cuando le oyó contar eso, pero yo le dije que no fuese tonta, que la causa era la frustración. Si, porque Leo no tuvo cariño, al menos no gozó del cariño de que gozó mi esposa.

Después de tantear los bolsillos de la chaqueta, Turner la sacó cuidadosamente del colgador, y puso las hombreras de la chaqueta ante sus anchos hombros. Dijo:

—¿Pequeño?

Gaunt repuso:

—Le gusta vestir bien. Sí, Leo siempre va bien trajeado.

—¿Tiene su talla?

Turner le ofreció la chaqueta, pero Gaunt retrocedió en un gesto de desagrado. Con la vista aún fija en la chaqueta, Gaunt contestó:

—Es más pequeño que yo. Tiene tipo de bailarín… Parece una mariposa. Camina de una manera que parece que lleve zapatillas de baile.

—¿Mariconcete?

—Nada de eso. No, señor —repuso Gaunt, cambiando de color ante la sola idea, y en esta ocasión, profundamente escandalizado.

—¿Y cómo lo sabe?

Gaunt replicó con altanería:

—Es una persona decente, y por esto lo sé. Es una buena persona, incluso en el caso de que haya hecho algo malo.

—¿Con sentimientos religiosos?

—Respetuoso, muy respetuoso con las cosas de la religión. Y nunca se ha portado así, con desprecio, ante estas cosas, pese a ser extranjero.

—¿Qué más dijo sobre su tío?

—Nada.

—¿Y de política, qué?

Turner estaba ante la mesa, y se dedicaba a examinar las cerraduras de los cajones. Arrojó la chaqueta sobre una silla y alargó la mano para que Gaunt le diera las llaves. Con desgana, éste se las entregó y repuso:

—Nada. De sus ideas políticas no sé nada.

—¿Y quién le ha dicho que Leo ha hecho algo malo?

—Usted. Parece que le va a la caza, que investiga su manera de ser. Y esto, francamente, no me gusta.

—¿Y qué puede haber hecho este hombre para que yo le vaya a la caza?

—Sólo Dios lo sabe.

—En su inmensa sabiduría.

Turner había abierto los cajones superiores. Preguntó:

—¿Tiene usted una libretita como ésa?

Las tapas eran de plástico azul, con el escudo real en oro.

—No.

—Pobre Gaunt. ¿Es usted demasiado humilde para tener esta libreta?

Turner examinaba las páginas de atrás hacia delante.

Una sola vez se detuvo y frunció el ceño; y una sola vez anotó algo en su libreta negra. Gaunt repuso:

—Esta libreta es para los funcionarios con categoría de consejeros para arriba. Por esto no la acepté.

—Conque le ofreció una, ¿verdad? Esta fue una de sus amabilidades, supongo. ¿Qué ocurrió? Seguramente arrambló con un montón de libretitas en la oficina de archivos, y las repartió entre sus compañeros de la planta baja: «Ahí va, muchachos, las calles están empedradas con oro, aquí; toma este regalito, amigacho». ¿Lo hacía así, Gaunt? Y la virtud cristiana le impidió a usted aceptar este regalo, ¿no es eso?

Turner cerró la libretita, y abrió los cajones inferiores.

—Y si lo hizo, ¿qué? No tiene usted ningún derecho a registrar su escritorio. No, una pequeñez así no le da derecho a hacer lo que hace. Birlar unas cuantas libretitas no es nada del otro mundo, creo yo.

El acento galés de Gaunt había roto todas las compuertas e inundaba su habla.

—Usted es un hombre cristiano, Gaunt, y sabe muy bien que el diablo sabe mucho más que nosotros. Los pecados veniales conducen a los pecados mortales, ¿no es cierto? Roba una manzana un día, y al día siguiente asaltarás un camión en la carretera. Usted sabe muy bien que así es. ¿Y qué más le contó sobre sí mismo? ¿Más recuerdos de infancia?

Turner había encontrado un estilete para cortar papeles, con delgada hoja de plata y mango ancho y plano. Ahora leía las palabras en él grabadas, a la luz de la lámpara de mesa.

—«L. H., de Margaret». ¿Quién sería esa Margaret?

—Nunca he oído hablar de ella.

—¿Sabía usted que en cierta ocasión se prometió en matrimonio?

—No.

Miss Aickman. Margaret Aickman, ¿no le dice nada el nombre?

—No.

—Y del ejército, ¿qué? ¿Le habló de eso?

—El ejército le gustaba. Decía que en Berlín solía ir a ver los ejercicios de salto de la caballería. Sí, le gustaba el ejército.

—Pero él sirvió en infantería, ¿no es cierto?

—Pues, en realidad, no lo sé.

—Ya.

Turner había dejado el estilete al lado de la libretita azul; escribió otra nota en su libretita negra, y cogió una caja de hojalata pequeña y plana con cigarros holandeses.

—¿Era fumador?

—Le gustaban los cigarros. No fumaba otra cosa. Sin embargo, siempre llevaba cigarrillos. Pero yo sólo le vi fumar de estos cigarros. Según dicen, uno o dos miembros de la cancillería se quejaron. Se quejaron de los cigarros. No les gustaba el humo. Pero le aseguro que Leo podía ser muy tozudo cuando le daba por ahí.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, Gaunt?

—Cinco años.

—Tuvo una pelea en Colonia, ¿estaba usted ya aquí cuando ocurrió?

Gaunt dudó unos instantes y dijo:

—Es curioso ver el modo cómo aquí se echa tierra a ciertos asuntos. Uno acaba por dar un nuevo significado a la «necesidad de saber». Todos sabemos lo que ocurre, salvo aquellos que debieran saberlo. Fue una pelea, una bronca y nada más. Se dice que a Leo le dieron su merecido, en la pelea ésa, y que se ganó a pulso la paliza.

—¿Qué ocurrió?

—No lo sé. Dicen que se lo mereció. Mi antecesor me habló de eso. Una noche trajeron a Leo totalmente desfigurado por los golpes. Mi antecesor dijo «a ver si aprende». Bueno, eso es lo que le dijeron a él cuando le contaron la pelea. Leo podía ser muy agresivo cuando se lo proponía. No lo niego, no.

—¿Quién le dijo eso a su antecesor?

—No lo sé. No se lo pregunté. No soy chismoso.

—¿Se pelea con frecuencia, Leo?

—No.

—¿Sabe si la pelea esa fue a causa de una mujer? ¿De Margaret Aickman, quizá?

—No lo sé.

—¿Y por qué es agresivo, Leo?

—No lo sé —repuso Gaunt, con el ánimo dividido, una vez más, entre la suspicacia y su innato deseo de comunicación. Preguntó, en un murmullo, intentando ser agresivo:

—¿Y por qué le interesa tanto este asunto?

Turner no le hizo caso, y dijo:

—Muy bien, hombre. No hay que ser chismoso. No hay que decir nada a nadie, ni siquiera a los amigos. A Dios no le gustan los chismosos. Siempre he admirado a los hombres fieles a sus principios.

Gaunt volvió a hablar, cobrando más y más valor, a medida que hablaba.

—No me importa lo que Leo haya podido hacer. No era un hombre malvado. Quizá sí tuviera el genio un poco vivo, pero eso no puede sorprender a nadie, teniendo en cuenta que era europeo, del continente. —Señaló el escritorio y los cajones abiertos—: Nunca fue lo bastante malvado para justificar eso.

—Nadie lo es. ¿No lo sabía? Nadie es tan malvado como parece. La caridad se basa en esto. Todos somos buena gente, en el fondo. Creo que hay un himno que se refiere a esto, ¿no es así? Uno de los himnos que él solía tocar al órgano, y usted y yo solíamos cantar, Gaunt, antes de que creciéramos y nos convirtiéramos en hombres de mundo. Los himnos tienen una virtud encantadora, consistente en que se graban en la memoria, y nunca se olvidan. Igual que estos chistes procaces, en verso, tan populares entre nosotros. Dios sabía lo que se hacía cuando inventó la rima, diría yo. Cuénteme, ¿qué aprendió Leo en su infancia? Cuénteme lo que aprendió sentadito en las rodillas de su tío.

De repente, como si se jugara una carta decisiva que se hubiera reservado hasta el presente instante, Gaunt dijo:

—Hablaba italiano.

—¿De veras?

—Lo aprendió en Inglaterra, en la escuela de agricultura. Los otros chicos no querían hablar con él por que era alemán, así es que solía dar paseos en bicicleta, y hablaba con los prisioneros de guerra italianos. Y nunca olvidó el italiano, nunca. Tiene mucha memoria, de eso puede usted estar seguro. Nunca olvida lo que se le dice.

—¡Qué maravilla!

—Hubiera sido un verdadero talento si hubiese gozado de las ventajas de que usted ha gozado.

Turner le dirigió una expresiva mirada.

—¿Y quién diablos le ha dicho que yo he gozado de ventajas?

Abrió otro cajón. Rebosaba de aquellos objetos diversos propios del cotidiano vivir, de cualquier oficina: una engrapadora, lápices, gomas, monedas extranjeras, y viejos billetes de tren.

—¿Con qué frecuencia ensayaba el coro, Gaunt? Una vez a la semana, ¿verdad? Cantaban un poco, rezaban una oración y luego salían y se tomaban una cerveza por ahí, y Leo les contaba sus cosas. Y, además, supongo que también salían de excursión. En autocar, imagino. Eso es lo que más nos gusta a usted y a mí, ¿verdad? Una cosa así, colectiva pero espiritual. Autocares, instituciones, coros… Y Leo también iba, ¿no es eso? Conocía a todos, escuchaban sus pequeñas confidencias, y les cogía de la manita. Al parecer, Leo era un tipo muy ameno…

Mientras hablaba, Turner no dejó de anotar en su libreta los objetos que encontraba: instrumentos para coser, un paquete de agujas y píldoras de distintos colores y tamaños. Fascinado, y contra su voluntad, Gaunt se acercó a Turner, y dijo:

—Y no sólo eso, ¿sabe? Yo vivo en el último piso, porque aquí arriba hay una vivienda. Y esta vivienda correspondía a Macmullen, pero no era aconsejable que la ocupara porque tiene demasiados hijos, y no podía ser que anduvieran alborotando aquí. Vamos, eso creo yo… Primeramente ensayábamos en el salón de actos, todos los viernes. Esta sala se encuentra al otro lado del vestíbulo, junto a pagaduría, y después del ensayo, Leo subía a tomar una taza de té. Bueno, como le he dicho, yo tomaba bastantes tazas de té aquí, y me gustaba poder corresponder, especialmente teniendo en cuenta lo mucho que todos le debíamos a Leo, y las cosas que compraba para nosotros, con rebaja… El té le gustaba. Y también le gustaba estar junto al fuego. Siempre tuve la impresión de que le gustaba la vida familiar, debido a que nunca tuvo familia.

—¿Le dijo eso? ¿Le dijo que nunca había vivido en familia?

—No.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—Bueno, en realidad era algo tan evidente que ni siquiera valía la pena hablar de ello. Tampoco recibió una buena educación. Se abrió paso por sí mismo.

Turner había encontrado un frasco con píldoras amarillas que derramó sobre la palma de su mano y que olisqueó con precaución. Turner preguntó:

—¿Y eso ocurrió durante unos cuantos años? ¿Esas conversaciones familiares, después del ensayo?

—No, ni mucho menos. Leo apenas se fijó en mí hasta hace unos cuantos meses, y yo, por mi parte, tampoco quería abordarle porque Leo tenía la categoría de diplomático, ¿comprende? Hace poco tiempo que comenzó a tratarme. Y lo mismo ocurrió con los Exiliados.

—¿Los «Exiliados»?

—Sí, el «Club de Automovilistas».

—¿Cuánto hace eso? ¿Cuándo comenzó a tratarle asiduamente?

—Por año nuevo —repuso Gaunt, muy intrigado ahora. Y, tras una pausa, añadió:

—Sí, por año nuevo. A partir de enero, creo. En enero, Leo experimentó un cambio en su manera de ser.

—¿El pasado enero?

Como si se diera cuenta de ello por vez primera, Gaunt dijo:

—Eso es. El pasado enero. Desde que comenzó a trabajar con Arthur. Arthur ejerció gran influencia en Leo. Le convirtió en un hombre más contemplativo, ¿sabe usted? Más dado a la meditación. A mi juicio, mejoró mucho. Y mi esposa también lo dice, ¿sabe?

—Claro, no lo dudo. ¿Y qué otros cambios advirtió usted?

—Este tan sólo. Se hizo más reflexivo.

—A partir de enero, desde que comenzó a tratarle a usted. Llega el nuevo año y, ¡bang!, Leo se convierte en un hombre reflexivo.

—Bueno, con más asiento. Como si estuviera enfermo. Incluso nos preguntamos si verdaderamente lo estaba.

Gaunt hizo una pausa y bajó la voz, en un gesto reverencial ante la idea que sus palabras entrañaban.

—Recuerdo que dije a mi esposa: «No me sorprendería ni pizca que el médico le haya dado un toque de atención».

Turner miraba de nuevo el mapa. Primeramente lo hizo de frente, y luego, de perfil, fijándose en los agujeritos hechos por los alfileres que señalaban la situación de ya desaparecidas unidades. En una vieja estantería, había un montón de informes estadísticos, revistas y recortes de prensa. Turner se arrodilló y comenzó a examinarlo todo.

—¿Y de qué hablaban ustedes?

—De nada serio.

—¿De política tan sólo?

Gaunt dijo:

—Le advierto que las conversaciones serias me gustan, pero prefería no sostener este tipo de conversaciones con Leo, debido a que uno nunca sabía de cierto cómo acabarían.

—¿Tenía miedo de que Leo perdiera el dominio de sí mismo?

Los recortes trataban del Movimiento, y los informes estadísticos hacían referencia al creciente apoyo popular a la figura de Karfeld.

—No, no es eso. Leo era muy sensible. Reaccionaba como una mujer. Una sola palabra bastaba para herirle. Era muy vulnerable. Y apacible. Por esto, nunca he llegado a comprender lo de Colonia. Y un día dije a mi esposa: «Bueno, la verdad es que no acabo de entenderlo, pero si Leo fue quien provocó la pelea, seguramente se debió a que el demonio entró en su cuerpo». Claro que Leo había visto muchas cosas, ¿no cree?

Turner contemplaba ahora una fotografía en la que aparecían unos estudiantes durante los disturbios en Berlín. Dos muchachos agarraban a un viejo por los brazos, mientras un tercero le abofeteaba con el dorso de la mano. Las puntas de los dedos estaban orientadas hacia arriba, y la luz resaltaba las articulaciones, como si la mano fuera una escultura. Una línea roja, trazada con bolígrafo, enmarcaba la foto. Gaunt prosiguió:

—Quiero decir que, en el caso de Leo, uno nunca sabía cuándo hablaba de temas que le afectaban personalmente. De temas que le tocaban muy de cerca. A veces pensaba algo que dije una vez a mi mujer, quien por cierto nunca se sintió a sus anchas ante Leo, y como decía, le dije: «Francamente, no me gustaría tener los sueños de Leo».

Turner se puso en pie.

—¿Qué clase de sueños?

—Sueños; eso, sueños. Sueños sobre cosas que había visto. Se dice que vio muchas cosas. Todas las atrocidades.

—¿Quién dice eso?

—La gente. Lo decía uno de los chóferes. Marcus creo que se llamaba. Ahora ya no está aquí. Este Marcus acompañó a Leo a Hamburgo, en el cuarenta y seis, más o menos. Era espantoso.

Turner había abierto un ejemplar atrasado de Stern que había encontrado en la estantería. Grandes fotos de los disturbios de Bremen cubrían las dos páginas centrales. En una foto, Karfeld hablaba desde una alta plataforma de madera; numerosos jóvenes aullaban entusiasmados.

Gaunt miró por encima del hombro de Turner, y dijo:

—Creo que esto le preocupaba. Hablaba de la resurrección del fascismo.

Turner preguntó, en voz baja:

—¿De veras? Hábleme un poco de esto, Gaunt. Me interesa.

Gaunt habló con cierto nerviosismo.

—Bueno, a veces se refería a esto. Se excitaba mucho. Decía que podía volver a ocurrir, que Occidente no haría nada, que los banqueros les apoyarían y que entonces vuelta a las andadas. Decía que las palabras «socialista» y «conservador» ya no significaban nada, ahora que todas las decisiones se toman en Zurich y Washington. Decía que para convencerse de ello bastaba con tener presentes los últimos acontecimientos. Y tuve que reconocer que llevaba razón.

Por un instante, en la mente de Turner dejó de pasar la banda de sonido. Habían cesado los ruidos del tránsito, máquinas, voces, y Turner oía únicamente los latidos de su corazón. Suavemente, preguntó:

—¿Y cuál era la solución, según Leo?

—No dijo nada.

—¿La acción personal, por ejemplo?

—No dijo eso.

—¿Dios?

—No, no era creyente. En el fondo de su corazón no era creyente.

—¿La conciencia moral?

—Ya le he dicho que no dijo nada.

—¿Nunca insinuó que entre usted y él podían arreglar las cosas? ¿Los dos juntos?

En tono impaciente, Gaunt dijo:

—No era un tipo de esta clase. No le gustaba mezclarse con otra gente. Quiero decir que… bueno, que no le gustaba mezclar a otra gente en los asuntos que le afectaban a él.

—¿A qué se debía que su esposa no le tuviera simpatía?

Gaunt dudó.

—A mi esposa le gustaba estar a mi lado, cuando Leo se encontraba en casa. No es que Leo dijera o hiciese nada malo, pero a mi esposa le gustaba estar a mi lado, ¿sabe? —Sonrió con benevolencia, y dijo—: Bueno, ya se sabe cómo son las mujeres. Me parece muy natural.

—¿Se quedaba mucho rato? ¿Se pasaba horas sentado y hablando? ¿Hablando de nada? ¿Dedicado a guiñar el ojo a su esposa?

Gaunt advirtió, secamente:

—Haga el favor de no decir estas cosas.

Turner dejó de prestar atención al escritorio, volvió a abrir el armario, y miró el número impreso en las suelas de los chanclos de caucho.

—Tampoco se quedaba mucho rato. Le gustaba trabajar de noche últimamente. En los archivos y demás. Un día me dijo: «John, quiero hacer cuanto esté en mi mano». Y verdaderamente lo hacía. Estaba orgulloso del trabajo realizado en estos últimos meses. Era verdaderamente hermoso ver cómo se esforzaba. A veces se pasaba la mitad de la noche trabajando. Y otras veces incluso toda la noche.

Los pálidos, pálidos ojos de Turner quedaron fijos en el oscuro rostro de Gaunt.

—¿De veras?

Arrojó los chanclos en el interior del armario, y al caer, hicieron un ruido que destacó absurdamente contra el silencio.

—Bueno, tenía mucho trabajo, muchísimo, ¿sabe usted? Leo tiene muchas responsabilidades. Es un hombre de gran valía. Siempre he dicho que vale demasiado para estar aquí, en este piso.

—Y esto es lo que ocurría todos los viernes por la noche, a partir de enero. Después del ensayo del coro, subía a su casa, se tomaba una taza de té, charlaba un poco y se quedaba hasta que en el edificio reinaba el silencio. Entonces iba a trabajar a los archivos, ¿no es eso?

—Sí, señor. Puntual como un reloj. Igual que si lo hubiera planeado. Primero ensayo del coro, luego a tomar una taza de té arriba, hasta que los demás se habían ido, y después, abajo, a los archivos. Me decía: «John, la verdad es que no puedo trabajar cuando hay ruido; es algo que no soporto; me gusta la paz y el silencio; los años no pasan en balde». Solía llevar una cartera de mano con un termo, y a veces un bocadillo. Es un hombre muy eficiente, muy dispuesto.

—¿Firmaba en el libro de registro nocturno?

Gaunt se alteró al comprender, por fin, plenamente, la amenaza contenida en aquella voz baja, destructivamente monótona. Turner cerró violentamente las puertas de madera del armario, y dijo:

—¿O es que a usted le era indiferente que Leo firmara o no? Bueno, en realidad no hubiera sido correcto. No podía usted portarse con rigidez oficial para con un invitado, ¿no es eso? Además, era un diplomático, un diplomático que honraba con su presencia su sala de estar. Y le dejaba entrar y salir cuando le diera la gana, durante toda la maldita noche, ¿verdad? Hubiera sido faltarle al respeto hacerle firmar. Era como de la familia. Hubiera sido una lástima estropear con formalidades esta amistad. Y tampoco hubiera sido cristiano, supongo. Imagino que no tendrá la menor idea de la hora en que el tipo salía del edificio. ¿A las dos? ¿A las cuatro?

Turner hablaba en voz tan baja que Gaunt tenía que hacer un esfuerzo para percibir las palabras.

Gaunt preguntó:

—Pero lo que hice no es malo, ¿verdad?

Turner prosiguió, en aquel terrible tono bajo:

—Y la cartera… ¿Supongo que no hubiera sido correcto mirar el interior de la cartera? ¿Y abrir el termo, por ejemplo? A Nuestro Señor no le hubiese gustado, ¿verdad? No se preocupe, Gaunt, usted no hizo nada malo, nada que no se pueda perdonar a cambio de una oración y una taza de té.

Turner se hallaba ahora junto a la puerta, y Gaunt no podía dejar de mirarle. Turner decía:

—Jugaba al juego de la familia feliz, ¿no? Dejaba que ese hombre le hiciera sentirse a gusto, dándole palmaditas en la rodilla. —Ahora Turner habló con acento galés, ridiculizándolo cruelmente—: «Mirad, mirad qué virtuosos somos… Cuánto nos amamos… Mirad, mirad qué bonito, los diplomáticos nos visitan… Somos la sal de la tierra… Siempre tenemos algo que ofrecer… Y siento muchísimo que no pueda acostarse con ella, pero es que eso es privilegio mío…» Bueno, Gaunt, parece que se tragó el anzuelo. Guardia le llaman a usted, pero este hombre se lo hubiera tirado por media corona. —Abrió bruscamente la puerta—: Este hombre está de permiso, por motivos personales, no lo olvide si no quiere encontrarse en una situación todavía más apurada que ésta en que ahora se encuentra.

De repente, Gaunt le miró como si hubiera tenido una revelación y dijo:

—Quizá sea así el mundo del que usted procede, pero éste no es mi mundo, por esto le digo, míster Turner, que haga el favor de no juzgarme según su mundo. Me porté lo mejor que pude con Leo, y volvería a hacer lo que hice, y ni siquiera puedo adivinar qué clase de monstruosidad deforma la mente de usted. Veneno, sí, eso, veneno es lo que hay en su mente.

—¡Váyase al cuerno! —dijo Turner arrojando las llaves a Gaunt, quien las dejó caer al suelo, junto a sus pies. Turner añadió—: Y si sabe algo más acerca de este hombre, si sabe más chismes divertidos, le aconsejo que me los cuente ahora… Y de prisa. ¿Eh?

Gaunt sacudió la cabeza.

—Váyase.

—¿Qué más dice la gente? En el coro se cotilleaba de lo lindo, ¿verdad, Gaunt? Ande, cuéntemelo, que no voy a morderle.

—Nunca oí nada.

—¿Y qué pensaba Bradfield del tipo?

—¿Cómo voy yo a saberlo? Pregúnteselo a Bradfield.

—¿Le tenía simpatía?

Una expresión de repulsa oscurecía el rostro de Gaunt.

—No sabría decírselo. Jamás hago comentarios acerca de mis superiores.

—¿Quién es Praschko? ¿No le suena el nombre?

—No tengo nada más que decir.

Turner indicó el montoncillo que los objetos de Leo formaban sobre el escritorio, y dijo:

—Lleve esto a la sala de claves. Más adelante los necesitaré. Lleve también los recortes de prensa. Déselos al encargado, y hágale firmar un recibo, ¿comprende?, que firme tanto si usted le tiene simpatía como si no. Y haga una lista de todo lo que falta, de todo lo que Leo se ha llevado a casa.

No se dirigió inmediatamente al encuentro de Meadowes, sino que salió, y se quedó de pie, allí donde comenzaba el césped, al lado de la zona de aparcamiento. Un velo de niebla cubría el terreno baldío, y el tránsito rugía como un mar airado. El edificio de la Cruz Roja quedaba ensombrecido por un andamiaje, y coronado por una grúa de color naranja, como un depósito de petróleo que se alzase sobre el asfalto. Los policías le observaban con curiosidad, debido a que permanecía en absoluta quietud, y su mirada parecía recorrer el horizonte, pese a la oscuridad en que éste se hallaba sumido. Por fin —y quizá obedeciendo a una voz de mando que los policías no pudieron oír—, dio media vuelta y anduvo despacio hacia la escalinata frontal.

El sargento con cara de comadreja le dijo:

—Debiera tener un pase especial. Se pasa el día entrando y saliendo.

El departamento de archivos olía a polvo, a lacre y a tinta de imprenta. Meadowes le esperaba. Tenía aspecto macilento, de profundo cansancio. Cuando Turner se dirigió hacia él, abriéndose paso por entre escritorios y archivos, Meadowes permaneció inmóvil, mirándole con impasible desprecio. Luego preguntó:

—¿Por qué tuvieron que enviarle a usted? ¿Es que no tienen a nadie más? ¿Qué vida va a destrozar ahora?